HERMÍONE Y ANDRÓMACA, DOS MUJERES PARA UN HOMBRE
Arquetipos. Episodio 5.
Eduardo Casas
1. Una princesa
abandonada
Los ríos de la
memoria cuentan que la interminable guerra de Troya exaltó la leyenda de la
enigmática mujer que la provocó: Helena. Su final fue controvertido. Algunos
dicen que su esposo, el rey Menelao, la rescató de Troya, la perdonó por su
adulterio con el príncipe Paris y juntos volvieron a la corte de Esparta.
Otros hablan del
destierro de Helena, una vez terminada la guerra peregrinando por tierras
extranjeras hasta que, atormentada por el pasado y los muertos que pesaban
sobre su conciencia, presa de culpa por haber causado la ruina de dos reinos,
terminó ahorcándose.
Incluso hay quienes
sostienen que Helena fue finalmente divinizada como símbolo perpetuo de belleza
y seducción, viviendo junto a los dioses en los Campos Elíseos, esa sección
sagrada del mundo subterráneo, el lugar donde las sombras de los hombres
virtuosos y los guerreros heroicos llevan una existencia dichosa y feliz, en
medio de paisajes verdes y floridos, teniendo la oportunidad –si desean- de
regresar, aunque sea fugazmente en alguna aparición, al mundo de los vivos,
cosa que no muchos hacen. Pocos quieren volver a nuestro mundo, una vez que se
van. Ese hermoso lugar en que moran, a pesar de estar ubicado abajo, en lo que
se denomina “infierno”, es la antítesis de la otra región más oscura del Hades
llamado Tártaro.
Hay también quienes
afirman que al regresar de Troya, la reina Helena y el rey Menelao llegaron
hasta donde estaba siendo juzgado el príncipe Orestes -el único hijo varón del
rey Agamenón que había vengado la memoria de su padre, al matar, por la
influencia de su hermana Electra, a su propia madre Clitemnestra y a su amante,
Egisto- allí Orestes pidió ayuda a su tío, el rey Menelao, el cual se la negó.
Orestes entonces se vengó matando a la reina Helena y cuando iba a hacer lo
mismo con la hija del rey Menelao y la reina Helena, llamada Hermíone, el dios
Apolo la salvó, decretando que Helena fuera inmortalizada y llevada a la morada
de los dioses. Luego, el mismo dios, concertó el matrimonio entre el príncipe
Orestes y la princesa Hermíone conciliando así a las dos partes de una misma
familia que estaba enfrentada. Ésta es la historia de Hermíone, la hija de la
famosa y legendariamente bella Helena.
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No fue fácil ser la hija de la mujer más conocida y nombrada, la que todos señalaban como la encarnación de la fatalidad amorosa.
No fue fácil ser la hija de la mujer más conocida y nombrada, la que todos señalaban como la encarnación de la fatalidad amorosa.
Helena fue la
doncella más disputada, tuvo el extraño privilegio de elegir, entre numerosos
pretendientes, a su esposo, superando así -en su tiempo- la barrera cultural de
un sistema patriarcal. Ella ha sido una de las pocas mujeres que ha disfrutado
de las prerrogativas de elegir a su propio marido. Durante los años en que
vivió feliz con el rey Menelao le dio a éste una hija, Hermíone. Todos estaban
tranquilos en el reino de Esparta, en medio de una corte rica y hospitalaria.
Sin embargo, esa felicidad se rompió con la llegada del príncipe Paris,
proveniente de la ciudad de Troya.
El huésped fue tratado
con honores. Cuando el rey partió para asistir a unos funerales reales lejos de
su corte, antes de irse, le encargó personalmente a Helena el cuidado del
huésped de honor, concediendo el permiso para que el príncipe permaneciera todo
el tiempo que quisiera en la ciudad.
No tardó el
príncipe Paris en enamorar a la reina Helena, la que, por voluntad de la diosa
Afrodita, se dejó seducir con ese amor pasional que es mezcla de ardor divino y
trascendente y fuerza peligrosa y destructiva. No sólo fue la belleza proverbial
de la reina Helena, también fue la hermosura del príncipe y sus riquezas, las
que se conjugaron en esta pasión. Ambos se sedujeron. Como el tiempo era
escaso, había que obrar con premura. La reina rápidamente reunió todos los
tesoros que pudo, a las mejores esclavas que tenía y huyó con su reciente
amante durante la noche. Lo único que dejó en Esparta fue, nada menos, que a su
pequeña hija Hermíone.
La princesa vivió
bajo la intemperie del abandono de la mujer de la cual todos hablaban y ella,
casi que no conocía. No fue fácil vivir con esa herencia. Muchas veces quería
silenciar el nombre de su madre por las controversias que generaba. En más de
una ocasión no deseaba ser la hija de Helena de Esparta que luego fue llamada
Helena de Troya. El escándalo rodeaba su recuerdo. La guerra entre los dos
pueblos, durante diez años, nació de una pasión amorosa y del deseo del pueblo
de Esparta de no verse burlado por su reina y por el huésped venido de Troya.
La niña vivió
rodeada de preguntas sin respuestas y de culpas que se cargaba a sí misma. A
pesar de todo quería sobrevivir a esos atroces recuerdos para poder seguir
dándose a sí misma una esperanza posible. Su juventud sólo le hablaba de un
futuro incierto. Muchas veces pensaba si su madre, alguna vez, volvería, si la
reconocería y la aceptaría. Otras tantas se preguntaba por qué la abandonó y si
tendría la fuerza como para perdonarla. Una madre no deja en el olvido a una
hija sólo por pasión.
Mientras el tiempo
y los años pasaban, la princesa seguía cuestionándose sin que nadie tuviera una
respuesta adecuada. A menudo la miraban con cariño y compasión, hasta casi con
lástima. Nunca tenían una contestación que la satisficiera. ¿Se habrá
preguntado, en ciertas ocasiones, la reina Helena por el crecimiento de su
hija?; ¿cómo sería el rostro y la sonrisa de su pequeña?; ¿con quién estaría a
cargo?
El silencio tiene
muchas más preguntas que respuestas y el tiempo no hacía más que ahondarlas. Es
difícil convivir con la idea de que la madre de uno es una adúltera, como
algunos la llamaban. En la guerra de Troya hubo muchas adúlteras, las tres más
famosas han sido la reina Helena, la reina Clitemnestra y hasta la misma diosa
Afrodita. Incluso las divinidades sienten el fuego abrasador y vergonzoso de ciertas
pasiones inconfesables. Los dioses tienen las mismas debilidades que los seres
humanos, nada más que en un grado superlativo. Lo mismo sucede con los
talentos. Los dioses tienen los dones y las fragilidades humanas, al máximo. Es
la intensidad la que los vuelve especiales. No importa que sea algo deshonroso
o virtuoso. La intensidad es el atributo -por excelencia- de los dioses. Tal
vez a los seres humanos sólo nos ha quedado una mínima expresión del espíritu.
Los dioses no son divinos por carecer de vulnerabilidades sino por tener
nuestras mismas cualidades positivas de una manera lo más intensa posible. El
espíritu es la verdadera intensidad. Quien no tiene intensidad carece de
espíritu.
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El príncipe Paris,
si bien era un buen soldado, su actuación, no siempre heroica, produjo más
vergüenza que orgullo. Al iniciarse el conflicto bélico -en el momento en que
los dos ejércitos se encontraron- en la primera fila de los troyanos estaba el
príncipe Paris, cubierto el hombro con una piel de leopardo, desafiante. Sin
embargo, no bien vio al rey Menelao, el que fue esposo de Helena, allí presente
entre los combatientes, el príncipe Paris se sintió temeroso, retrocedió y
desapareció entre el tumulto. Para eludir las recriminaciones de su hermano, el
príncipe Héctor de Troya y no quedar como un cobarde, ofreció realizar un
combate singular con el rey Menelao, una lucha sólo entre el ofensor y el
ofendido. Quien resultara vencedor se quedaría con Helena y con todos sus tesoros
como recuperación de los bienes invertidos en la guerra.
Se dice que bajo la
apariencia de la más hermosa de las hijas del rey Príamo de Troya, la diosa
Iris, la mensajera de los dioses, para hacerle saber los últimos
acontecimientos a Helena, la invitó a presenciar el combate. La diosa la
encontró tejiendo un hermoso manto, en el cual se representaban las batallas.
Helena, según parece, no estuvo muy gratificada con ir a ver la lucha. La diosa
Iris entonces la amenazó si es que pretendía desobedecer. A ninguna diosa le
gusta que le desobedezcan. Es una herida en su propio orgullo. Si Helena no
obedecía prontamente, la predilección del príncipe Paris hacia ella se
transformaría en odio, de tal manera que sería rechazada, tanto por los griegos
como por los troyanos. Sería detestada por los dos pueblos considerándola causa
de la contienda.
Helena a menudo
aseguraba que la guerra era voluntad de los dioses y que, ella -sin desconocer
la responsabilidad que le tocaba fue instrumento elegido por ellos. Sin
embargo, se supo que Helena no ha sido totalmente inocente en todo lo que
ocurrió ya que fue ella quien partió gustosa de Esparta. No fue cautiva y
llevada a la fuerza por el príncipe Paris. Se dice que él la raptó, no obstante
esa versión, no es creíble debido a la complicidad que hubo en el hecho. Para
muchos, Helena fue una reina adúltera. Ella misma lo reconoció ante el rey de
Troya, Príamo y su hijo mayor, el príncipe Héctor quienes, sin embargo, la
aceptaron gustoso por su renombre y belleza.
Muchos incluso
creen que cuando el caballo de madera fue introducido en la ciudad de Troya,
como una trampa para destruirla, Helena, no ignoraba lo que se ocultaba en el
interior y como estaba a favor de Troya, fue ella quien se acercó llamando a
los jefes griegos para que éstos respondieran y así se delataran y los troyanos
estuvieran avisados del peligro. Otros afirman que ella, junto al rey de Troya,
en las murallas de la ciudad estaba indicando quiénes eran los jefes griegos
que bien conocía.
Cuando terminó la
guerra Helena no recibió castigo alguno. Dicen que conocía pócimas que echaba
en el vino de sus allegados para hacer olvidar las penas. Cuando retornó a
Esparta, acompañada del rey Menelao, su primer marido, gozó de los honores y
halagos propios de su clase. Los reyes vivieron largos años juntos. También
dicen que el rey Menelao fue divinizado. Este honor le fue concedido por pedido
de Helena que deseaba compensarlo, de algún modo, por los tormentos que le
había causado a él y a su pueblo. En torno a ella y su memoria se han tejido
las historias más dispares, ya se tratándola como reina y heroína o como una
mujer intrigante e interesada.
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A su regreso la reina Helena se encontró con la princesa Hermíone, la hija que una vez abandonó, la cual ya era una jovencita. El re-encuentro no fue fácil después de tanto tiempo y silencio. Nunca había existido una comunicación entre ellas después que la madre había partido. Hermíone se preguntaba por qué su madre -si fue capaz de llevarse consigo tesoros y bienes- no pudo llevar a su hija: ¿acaso un hijo no es el mayor tesoro que alguien puede tener?; ¿no son los hijos los que muchas veces salvan a los padres?
A su regreso la reina Helena se encontró con la princesa Hermíone, la hija que una vez abandonó, la cual ya era una jovencita. El re-encuentro no fue fácil después de tanto tiempo y silencio. Nunca había existido una comunicación entre ellas después que la madre había partido. Hermíone se preguntaba por qué su madre -si fue capaz de llevarse consigo tesoros y bienes- no pudo llevar a su hija: ¿acaso un hijo no es el mayor tesoro que alguien puede tener?; ¿no son los hijos los que muchas veces salvan a los padres?
Entre los
remordimientos de Helena, el abandono de su hija fue uno de los mayores. El
tiempo y la distancia, además de las consecuencias imprevistas de los hechos,
hacen reflexionar y ver con otra perspectiva las opciones tomadas. Helena pidió
perdón y se disculpó con su hija. Trató de reconocerla y aceptarla. Le explicó
que los dioses, frecuentemente, comprometen a los seres humanos de maneras
extrañas que sólo ellos pueden comprender y que, en gran medida, los artilugios
de seducción de la diosa Afrodita, habían provocado -en su corazón y en la
pasión del príncipe Paris- una tormenta de delirio y amor, próxima al desvarío.
El amor les había hecho cometer locuras extremas.
A Hermíone, las
razones de su madre le causaron aún más preguntas: ¿cómo el amor pudo provocar
abandono? Helena le explicó que el amor de pareja, el amor maternal y filial
son diversos. La diosa Afrodita sólo tuvo en cuenta los amores pasionales. Tal
vez el tiempo le daría a la joven, la necesaria capacidad para reflexionar la
respuesta de su madre y reconciliarse con la decisión tomada en el pasado. A un
hijo le resulta duro aceptar el abandono de su madre. Es difícil de vivir. Lo
primero que uno hace es culparse a sí mismo. El tiempo hace ver que no podemos
inculparnos. Las opciones de los otros son ejercidas por ellos y tomadas
libremente. Hay muchas razones para el abandono. No todas son consecuencias del
desamor. Las personas pasan por situaciones extremas en las que -a veces- se
suele abandonar para sólo después poder reconquistar. Suena paradójico: dejar
para reconquistar, perder para ganar, abandonar para recuperar; sin embargo,
suele suceder. La vida, las circunstancias en las que estamos y las opciones de
las personas pueden favorecer combinaciones muy diversas.
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La princesa Hermíone, hija de la reina Helena y el rey Menelao, sufrió ausencia tras ausencia a lo largo de su vida. Primero el abandono de su madre y luego, por espacio de diez años, no vio a su padre quien -junto con su tío, el rey Agamenón- había ido a rescatar a Helena de las manos del príncipe Paris y del reino de Troya.
La princesa Hermíone, hija de la reina Helena y el rey Menelao, sufrió ausencia tras ausencia a lo largo de su vida. Primero el abandono de su madre y luego, por espacio de diez años, no vio a su padre quien -junto con su tío, el rey Agamenón- había ido a rescatar a Helena de las manos del príncipe Paris y del reino de Troya.
El amor y la guerra
tuvieron -en la vida de la princesa Hermíone- la misma consecuencia: el
abandono. El amor le llevó a su madre y la guerra, a su padre. Como hija única,
se sentía totalmente desplazada y olvidada. Nadie reparaba en ella y en su
sufrimiento. Tuvo que crecer en medio de la indiferencia y la total intemperie.
Sus padres eran fantasmas. Nombres que la rodeaban y perseguían sin nunca poder
ver sus rostros, recuerdos vagos y lejanos, ecos de una memoria perdida entre
las sombras.
La niña fue
entregada al cuidado de la esposa del rey Agamenón, la reina Clitemnestra, la
cual ya tenía varios hijos: Orestes, Electra, Ifigenia y Crisótemis. De
pequeña, la princesa Hermíone fue prometida a su primo el príncipe Orestes, el
mismo que mató a su madre por instigación de su hermana ya que la reina, a su
vez, había matado, a su esposo, el rey por haber éste intentado sacrificar a
una de sus hija en beneficio de la diosa Artemisa.
La pequeña estaba
en medio de un laberinto de sangre y venganza. No se sentía demasiado segura en
su nuevo hogar. Alguna vez le habían dicho que su familia estaba maldita y que
la fuerza de tal maleficio alcanzaba a todos, sin excepción. Lo que, en ese
momento la niña menos necesitaba saber era historia de maldiciones y sombras.
Ya tenía suficiente con su vida y con los padres que le habían tocado. Hay
heridas que dejan moretones en el alma por muy largo tiempo. Sólo el amor puede
sanarlas. Con bastante trabajo, por cierto.
2. Un solo soldado valiente para matar al rey y a la reina
En el campo de
batalla, mientras el rey Menelao, el padre de Hermíone, peleaba durante la
guerra de Troya -a pesar de la primera promesa de compromiso de su hija
realizada al príncipe Orestes- también se la prometió a Neoptólemo, igualmente
llamado Pirro, el hijo del más famoso héroe de la guerra, el aguerrido Aquiles.
La joven Hermíone fue objeto de dos promesas de compromiso matrimonial
realizadas por su padre que provocó una disputa entre dos ambiciones varoniles.
Ella misma se sentío trofeo de guerra que su padre ofrecía según las
conveniencias políticas.
Hermíone, en
primera instancia, había sido prometida a Orestes, hijo del rey Agamenón.
Cuando la hermana del joven, Electra, lo escondió de su tío Egisto y de su
madre Clitemnestra, usurpadores del trono por protección -en ausencia de su
padre que estaba comandando la guerra de Troya- muchos lo creyeron muerto.
Entre ellos estaba su tío, el rey Menelao, quien -por esa razón- comprometió y
casó a Hermíone con Neoptólemo, sin llegar el príncipe Orestes a saberlo,
mientras permanecía oculto.
Al final de la
guerra, Neoptólemo, no se hizo esperar y demandó la presencia y la tenencia de
la princesa Hermione. Al muchacho también lo conocían como el hijo del guerrero
Aquiles y de la princesa Deidámia. Varios años antes de la guerra, la diosa
Tetis, su madre de Aquiles, al saber que su hijo moriría en la guerra, para
torcer la mano férrea del destino, lo envío a un reino lejano, disfrazado de
muchacha para que no lo reconocieran y pudiera así evitar el envío a la guerra.
Allí, en su estancia en la corte, conoció a la hija del rey, de la cual se
enamoró, a pesar de la estrategia del disfraz de mujer que portaba.
Aquiles se las
ingenió para dar a conocer su verdadera identidad a su enamorada y comenzar una
relación que fue interrumpida por su envío a la guerra. Fruto de esa relación
nació el único hijo de Aquiles, el cual -una vez que creció- fue convocado para
remplazar a su padre en Troya, cuando el príncipe Paris mató a Aquiles,
hiriéndolo con una flecha en su talón. Neoptómelo fue quien -a su vez- mató,
nada menos, que al rey Príamo, el soberano de la ciudad de Troya, cuando ésta
comenzó a arder y a ser devastada por los soldados que estaban escondidos en el
interior del famoso y colosal caballo. El príncipe Paris, el hijo del rey
Príamo mató a Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo, mató al padre del
príncipe Paris, el rey Príamo: ¡qué paradójico intercambio, los hijos de unos
mataron a los padres del otro! El hijo del rey Príamo, el príncipe Paris mató a
Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo mató al padre del príncipe Paris,
Príamo. A veces el odio realiza extrañas cadenas en las cuales -aquellos que se
odian- quedan, a sí mismos, atrapados en un laberinto sin salida. La principal
víctima del propio odio es siempre uno mismo.
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El hijo de Aquiles pasó su infancia, sin poder conocer a su padre, inspirado por las hazañas que se narraban acerca de él y su legendaria memoria. Aunque se sentía orgulloso de su progenitor, la vida le deparó otra de sus paradojas. Cuando llegó a tierra troyana, habiendo sido convocado para reemplazar a su padre, Aquiles ya estaba muerto. El joven no pudo cumplir con su anhelo de conocerlo. Esperó toda su vida ese momento y –sin embargo- no pudo realizar ese sueño. Esa fue una deuda pendiente que llevó, en su alma, toda su vida.
El hijo de Aquiles pasó su infancia, sin poder conocer a su padre, inspirado por las hazañas que se narraban acerca de él y su legendaria memoria. Aunque se sentía orgulloso de su progenitor, la vida le deparó otra de sus paradojas. Cuando llegó a tierra troyana, habiendo sido convocado para reemplazar a su padre, Aquiles ya estaba muerto. El joven no pudo cumplir con su anhelo de conocerlo. Esperó toda su vida ese momento y –sin embargo- no pudo realizar ese sueño. Esa fue una deuda pendiente que llevó, en su alma, toda su vida.
Fue difícil -para
él- vivir siempre sin padre. Para él sólo era un nombre famoso. Sentía que le
pertenecía más a los otros que a él. El destino de la guerra no le había
permitido conocer a su padre. Sin embargo, se quedó con lo mejor: el recuerdo de
la gloria y el honor de su padre. De la memoria común que todos tenían –en la
cual se rescataba la valentía de Aquiles- él tomó aquello que le pertenecía
como hijo. Cuando tuvo oportunidad de decirle a otros que él era el hijo único
de Aquiles, algunos le creían y otros, se reían como si fuera una broma. A él
no le importaba si le creían o no. Él tenía la certeza de que era el hijo del
más famoso luchador de la guerra de Troya. Él desea ser su memoria viva, el
recuerdo perenne de su padre y sus valerosas hazañas.
Le alcanzaba con
ese destino. Sabía que su padre también había sido buen hijo y, además, el
extraordinario amigo del otro soldado más renombrado de ese tiempo: Patroclo.
Cuando Neoptómelo quería estar cerca de su padre, navegaba hasta la isla de Aquilea
-donde se encontraba el templo y la imagen dedicada de Aquiles, el semidios más
valeroso- allí rezaba y al tocar la imagen que miles de peregrinos veneraban,
sentía que era una forma de estar en comunión con su padre. Experimentaba que,
a pesar de no haberlo conocido, sin embargo, estaban unidos en el cariño y en
las luchas, las de la guerra y las de la vida. Había momentos en que le parecía
cercano y, en otros, lo experimentaba lejano. Lo desconocía y lo conocía a la
vez. No lo vio personalmente nunca aunque, de algún modo, lo descubrió por la
memoria y el relato de muchos otros.
Cuando a
Neoptómelo, las curiosas sinuosidades del destino, le pusieron en las manos la
espada con la cual dio a muerte al rey de Troya, Príamo mientras rezaba en el
altar de Zeus que existía en el palacio real, se sintió –extrañamente- unido a
su padre. Su mano le pareció que era la mano y la espada de su padre que, lo
ponía en su lugar, para vengarse de toda Troya, matando –nada menos- que al
soberano de aquella ilustre ciudad. Fue como si el espíritu de su padre, con su
fuerza, su rabia y su ánimo, lo empujaran. Extraña sensación: la muerte del rey
convocó al padre y al hijo, que sin conocerse, estaban allí. Uno, en espíritu,
y el otro, en la ejecución, de un acto de venganza que dejó a todo el pueblo
sin monarca. Lástima que fuera la muerte –pensó Neoptómelo- la que lo hiciera
sentir cerca de aquél lejano y ausente padre. ¡Qué pena que no haya sido la
vida!
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Mientras tanto llegaba el destino de Neoptómelo de ir –como soldado- hacia Troya, reemplazando a su padre para cumplir el vaticinio del profeta Calcante, se fue entrenando diestramente hasta convertirse en un hábil guerrero. Cuando tenía unos doce años, se produjo la muerte de su padre Aquiles a manos de Paris, dicen que ayudado por el dios Apolo quien dirigió, con precisión, la certera flecha envenenada que acabó con la vida de su padre dándole, justamente, en su talón, el único punto vulnerable de su cuerpo.
Mientras tanto llegaba el destino de Neoptómelo de ir –como soldado- hacia Troya, reemplazando a su padre para cumplir el vaticinio del profeta Calcante, se fue entrenando diestramente hasta convertirse en un hábil guerrero. Cuando tenía unos doce años, se produjo la muerte de su padre Aquiles a manos de Paris, dicen que ayudado por el dios Apolo quien dirigió, con precisión, la certera flecha envenenada que acabó con la vida de su padre dándole, justamente, en su talón, el único punto vulnerable de su cuerpo.
Los héroes Odiseo y
Diómedes, llegaron –en esos días- al reino donde vivía Neoptómelo, trayendo la
noticia del deceso del más grande guerrero de todos los tiempos. Con el permiso
de la madre del jovencito, lo llevaron hasta Troya. Transcurrían los últimos
días de la guerra. El adivino Calcante, el profeta de los augurios bélicos,
había afirmado que los griegos jamás conseguirían tomar -definitivamente- la
ciudad, sin la presencia del hijo de Aquiles entre sus filas. Las profecías
eran varias y tenían que cumplirse todas para que la victoria fuera total. A la
guerra no le importa la juventud y la inexperiencia. La lucha y la muerte, en
ese escenario, es igual para todos. El vaticinio aseguraba que el reemplazo del
más grande combatiente tenía que ser efectuado por quien portara su propia
sangre. Aquiles sólo tenía un único hijo, él debía seguir la obra iniciada por
su padre, tomar el puesto de honor de su legendario progenitor y proseguir con
su memoria y su destino. Así estaba profetizado.
Una vez en la
guerra, a pesar de su juventud, Neoptómelo –pisando por primera vez un suelo
ensangrentado por diez años de combate- tomó el mando en la batalla y no tardó
en ganarse la admiración de todos, debido a la gran valentía y arrojo que
mostró. Los griegos comenzaron a llamarlo por el nombre que conservó hasta el
día de su muerte: Neoptólemo que significa “joven guerrero”.
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El hijo de Aquiles fue uno de los soldados escondidos dentro del famoso caballo de madera que permitió la invasión a la ciudad. Cuando salió de ese monumental escondite, en el tumulto del caos que se había generado aquella noche, fue abriéndose camino -como si lo guiará el ímpetu de un impulso ciego- hasta el palacio real donde, franqueando todas las murallas y los guardias, se le presentó la oportunidad de llegar hasta los aposentos reales y tener frente a frente, nada menos, que al rey de Troya. El monarca estaba rezando a solas. Todos sus guardias estaban fuera del recinto. Neoptómelo sentió una rara sensación de electricidad por todo el cuerpo, una mezcla de excitación sanguínea y enceguecimiento y ofuscación que no le permitió pensar sino que lo impulsó a obrar, casi instintivamente. Aunque los latidos del corazón eran acelerados y rítmicos, el pulso no le tembló. Creyó ver, fugazmente, como entre el humo del incienso del altar, la figura de su padre, asintiendo y dándole ánimo. Fue para él como una señal de lo alto. El rey Príamo, casi no ofreció resistencia. Tenía los ojos cerrados sumidos en una profunda y sigilosa plegaria. Los ruidos de afuera, tapaban los sonidos de adentro. Ése era el momento para acabar con la vida del rey. Era la ocasión de vengar, de algún modo, la muerte de su padre acaecida por la flecha del príncipe Paris, hijo del rey de Troya.
El hijo de Aquiles fue uno de los soldados escondidos dentro del famoso caballo de madera que permitió la invasión a la ciudad. Cuando salió de ese monumental escondite, en el tumulto del caos que se había generado aquella noche, fue abriéndose camino -como si lo guiará el ímpetu de un impulso ciego- hasta el palacio real donde, franqueando todas las murallas y los guardias, se le presentó la oportunidad de llegar hasta los aposentos reales y tener frente a frente, nada menos, que al rey de Troya. El monarca estaba rezando a solas. Todos sus guardias estaban fuera del recinto. Neoptómelo sentió una rara sensación de electricidad por todo el cuerpo, una mezcla de excitación sanguínea y enceguecimiento y ofuscación que no le permitió pensar sino que lo impulsó a obrar, casi instintivamente. Aunque los latidos del corazón eran acelerados y rítmicos, el pulso no le tembló. Creyó ver, fugazmente, como entre el humo del incienso del altar, la figura de su padre, asintiendo y dándole ánimo. Fue para él como una señal de lo alto. El rey Príamo, casi no ofreció resistencia. Tenía los ojos cerrados sumidos en una profunda y sigilosa plegaria. Los ruidos de afuera, tapaban los sonidos de adentro. Ése era el momento para acabar con la vida del rey. Era la ocasión de vengar, de algún modo, la muerte de su padre acaecida por la flecha del príncipe Paris, hijo del rey de Troya.
Cuando el rey abrió
los ojos se encontró –justo en su pecho- con el haz plateado y filoso de una
espada empuñada por la mano de un joven soldado cuyos ojos parecían de fuego,
de ese mismo fuego que estaba –en ese momento- consumiendo toda la ciudad de
Troya. En las llamaradas rojizas de los ojos de Neoptómelo, embebidos en
sangre, no había lugar para otra cosa. Sin pensarlo, hundió -con todas sus
fuerzas- la espada en el pecho del monarca. Las palabras de la oración se
convirtieron en un surco ahogado de sangre espesa que salió por la boca del
rey.
El rey pensó que,
al menos, moría rezando, invocando al dios supremo Zeus. El joven soldado, en
cambio, pensaba que ésa era su primer batalla y su primer victoria. Era la
primera vez que daba muerte a alguien. Se sentía fuerte y -a la vez- extraño.
Su víctima era, nada menos, que el mismísimo rey.
El monarca, antes
de desplomarse, le regaló una última mirada compasiva. Vio en el rostro de ese
joven a su propio hijo -el príncipe Héctor- del que hacía poco se había
despedido. Ahora volvía a reunirse con él.
El soberano, antes
de caer al suelo, le dijo a Neoptómelo: soldado, me regalas la posibilidad de
reunirme con mi hijo. Neoptómelo le respondió: eres tú, rey, el que me
obsequias la posibilidad de sentir la presencia de mi padre.
Neoptómelo, en ese
momento -con fuerza- le sacó del corazón, la espada ensangrentada. El rey gimió
de dolor y con su último aliento le preguntó: ¿y quién es tu padre?
El soldado, con un
extraño brillo en los ojos y en la voz, le contestó: mi padre fue Aquiles, el
que mató a tu hijo Héctor.
El rey sonriendo
-entre hilos de sangre que salían de su boca- dijo antes de caer desplomado:
¡extraño destino el de los dioses!; al padre que dio muerte a mi hijo ahora le
toca a su hijo dar muerte al padre de su víctima.
Así es rey- dijo
Neoptómelo- los dioses a quien tú estabas rezando han querido cerrar todos los
caminos de esta historia sangrienta, la cual llega ahora a su fin.
En ese momento, el
soberano cayó muerto. Hubo un breve silencio que pareció lento como siglos. El
joven pensaba en que en su espada se habían unido el talón vulnerado de su
padre y el corazón traspasado del rey. El veneno de una flecha y el filo de una
espada los había unido en una misma guerra.
Estaba pensando en
eso cuando la reina Hécuba entró gritando a la sala. El palacio comenzaba a
arder. El soldado, dejando en el suelo al rey, reconoció a la mujer que entraba
llorando. Ella quedó temblando frente al joven que tenía ensangrentada su
espada con la sangre del rey. Neoptómelo, la miró fijo y le dijo: reina de
Troya, te toca ahora seguir a tu rey.
Esas fueron las
últimas palabras que la reina Hécuba escuchó en este mundo.
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Pasado un breve tiempo, después de la muerte de los reyes de Troya y de la desaparición de muchos en la ciudad, en reconocimiento a su valor, a Neoptómelo -además de muchos objetos de valor- le fue entregada –como botín de guerra- la que había sido la mujer del príncipe Héctor de Troya. Andrómaca -la esposa del difunto príncipe Héctor- y el príncipe Heleno, el otro hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, le fueron dados ambos en calidad de esclavos.
Pasado un breve tiempo, después de la muerte de los reyes de Troya y de la desaparición de muchos en la ciudad, en reconocimiento a su valor, a Neoptómelo -además de muchos objetos de valor- le fue entregada –como botín de guerra- la que había sido la mujer del príncipe Héctor de Troya. Andrómaca -la esposa del difunto príncipe Héctor- y el príncipe Heleno, el otro hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, le fueron dados ambos en calidad de esclavos.
La guerra raramente
tiene piedad con los pierden. No importa que hayan sido príncipes y vivido en
la corte fastuosa de la célebre Troya. Cuando se pierde, todos somos iguales.
No se tienen derechos, ni privilegios, ni anhelos, ni sueños. Sólo queda la
memoria de un pasado que, lentamente, se va borrando por la humillación y el
desprecio. Las huellas dolorosas del ayer se convierten en las heridas abiertas
de hoy. Las lágrimas se transformaron en sangre.
Los príncipes
tuvieron que ser esclavos. El destino dio, vez más, otra de sus inesperadas
vueltas, poniendo todo en otro lugar. La vida se contempla y se experimenta de
manera distinta en cada vuelta del camino. Muchas veces lo que están arriba,
comienzan a estar abajo. Los de abajo, arriba. Los últimos son primeros y los
primeros, últimos. Nadie tiene comprado un lugar definitivo en la vida. No hay
puestos fijos. La rueda del destino nos pone a veces arriba, otras veces,
abajo. Siempre nos mueve. Constantemente cambia y -nosotros- con ella. El
círculo del tiempo se abre y se cierra pasando por el centro y desplazándonos
de lugar. Cada tiempo tiene su lugar.
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Al terminar la guerra uno cree que todo el horror ha terminado; sin embargo, los estragos internos son los que comienzan. La guerra de adentro continúa. No deja nunca en paz. Los miedos y fantasmas, las pesadillas y torturas toman diversas formas que jamás descansan. Neoptólemo, regresó a su tierra, después de su primera experiencia de soldado, llevaba las heridas de la guerra en su cuerpo y en su alma. La guerra no perdona. A nadie trata bien. El joven sentía que en Troya había dejado toda su juventud ajada por los filos de las espadas.
Al terminar la guerra uno cree que todo el horror ha terminado; sin embargo, los estragos internos son los que comienzan. La guerra de adentro continúa. No deja nunca en paz. Los miedos y fantasmas, las pesadillas y torturas toman diversas formas que jamás descansan. Neoptólemo, regresó a su tierra, después de su primera experiencia de soldado, llevaba las heridas de la guerra en su cuerpo y en su alma. La guerra no perdona. A nadie trata bien. El joven sentía que en Troya había dejado toda su juventud ajada por los filos de las espadas.
El guerrero
experimentaba que había madurado, en ese tiempo, mucho más que todos los años
anteriormente vividos. Trajo consigo a su tierra a la princesa Andrómaca. El
padre de la princesa había sido matado, junto con sus siete hijos varones, por
Aquiles. Su madre se había suicidado tras perder a toda su familia. La princesa
Andrómaca no podía ni siquiera intentar que surgiera algún afecto con el hombre
que era hijo de quien había exterminado a toda su familia. Para todos los
troyanos, Aquiles era una sombra terrible que pesaba en sus memorias. Para
ella, la presencia de Neoptómelo era ahora un recordatorio viviente del final
de su familia y de su país.
Cuando Troya fue
conquistada y saqueada, la princesa Andrómaca sufrió el horror no sólo de ver
morir a su marido, el príncipe Héctor en lucha con Aquiles sino, además,
también vio morir a su pequeño hijo que fue despeñado, desde lo alto de una
torre, mientras ella era tomada cautiva. Su vida cambió trágicamente.
Era prisionera de
Neoptómelo. Hacía muchas cosas que nunca antes en la corte realizaba. Ahora no
era una princesa, era una condenada. En sus días y en su alma no había más que
una tristeza honda como un abismo. El tiempo fue pasando y ella tuvo un hijo de
Neoptómelo. Esto no quiere decir que se convirtió en esposa del guerrero. Él se
manejaba con ella como un amo con su sierva. Andrómaca sabía que parte de su
humillación pública era ese hijo. Ella debía tener el hijo de su enemigo y
soportar -siendo una princesa destronada- el sometimiento de un destino de
esclava para siempre. El hijo actual que ninguna culpa tenía de la historia
heredada, le hacía recordar a Andrómaca a su hijo troyano. Hay quienes
sostienen que el hijo de la princesa Andrómaca y del príncipe Héctor, no murió
sino que desapareció debido al peligro que corría su vida ya que toda la corte
había sido asesinada.
Pasado un tiempo,
Neoptólemo -a su vez- se enamoró verdaderamente de Hermíone, la hija de Helena
de Troya y se casó con ella ya que el rey Menelao, el padre de la princesa, se
la había prometido. La princesa Hermíone recordaba que su padre, primero la
había entregado en compromiso al príncipe Orestes y cuando éste fue juzgado por
la muerte de su padre, el rey Agamenón, resultó confiada entonces al hijo del
legendario Aquiles. El príncipe Orestes, sin embargo, una vez que fue juzgado
por el tribunal y absuelto de su asesinato por el veredicto de la diosa Atenea,
intentando emprender una nueva vida, recordó el compromiso con el que su tío,
el rey Menelao, le había prometido su hija, la princesa Hermíone. El príncipe
Orestes ignoraba que ella había sido prometida a otro hombre y que ya se había
casado con él.
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En una ocasión Neoptólemo fue al oráculo de Delfos para tratar de ganarse el favor del dios del sol y la luz, Apolo. Mientras tanto Hermíone conoció, en la casa que compartía con Neoptómelo, a la antigua princesa de Troya, la viuda del príncipe Héctor que era -en el presente- la sierva de su actual esposo, la cual había tenido un hijo. Por esta razón, Hermíone detestó a Andrómaca ya que le resultó, a pesar de que era tratada sólo como una sierva, una competencia y una rival. A menudo las dos recordaban que eran princesas y que ahora –desgraciadamente- compartían el mismo techo y hasta el mismo hombre.
En una ocasión Neoptólemo fue al oráculo de Delfos para tratar de ganarse el favor del dios del sol y la luz, Apolo. Mientras tanto Hermíone conoció, en la casa que compartía con Neoptómelo, a la antigua princesa de Troya, la viuda del príncipe Héctor que era -en el presente- la sierva de su actual esposo, la cual había tenido un hijo. Por esta razón, Hermíone detestó a Andrómaca ya que le resultó, a pesar de que era tratada sólo como una sierva, una competencia y una rival. A menudo las dos recordaban que eran princesas y que ahora –desgraciadamente- compartían el mismo techo y hasta el mismo hombre.
Neoptómelo, por su
parte, no se sentía amado por ninguna de las dos. Andrómaca sentía desprecio
por él y por su sangre. El padre del hombre que la había tomado era quien hizo
desaparecer a toda su familia, su corte y su ciudad. Un silencioso odio tenía
para con él en su corazón. El hijo que le había dado no era hijo del amor. Ella
sentía que era hijo de la venganza. Neoptómelo se aseguró así que Andrómaca no
olvidase nunca su pasado.
Tampoco sentía que
Hermíone lo amaba ya que ella estuvo primero ofrecida a otro hombre proveniente
de la realeza –el príncipe Orestes- y, ahora, por el curso del destino estaba
con él que era un simple soldado, hijo de otro soldado –Aquiles- que, aunque
fuera legendario y semidios, no perteneció nunca a la realeza. Neoptómelo tenía
dos mujeres y ningún amor.
3. El triángulo se convierte en cuadrado
Con el paso del
tiempo, la relación triangular entre Neoptómelo, Hermíone y Andrómaca, se fue
tornando insostenible, especialmente por la envidia y los celos de las dos
mujeres. La pelea entre sus dos mujeres le recordaba la guerra de la cual
provenía.
La princesa
Hermíone y su padre, el rey Menelao, empezaron a desear la muerte de la
princesa Andrómaca y del hijo que había tenido con Neoptómelo. Andrómaca no
tardó en darse cuenta de ese oscuro propósito, por lo cual ella envió, en
secreto, a su hijo a otro lugar. Lo refugió, para protegerlo, en el santuario
de la diosa Tetis -la madre de Aquiles, la abuela paterna del pequeño- y envío
un mensaje al anciano rey Peleo, el padre de Aquiles, el abuelo paterno del niño.
Mientras tanto
Hermíone le pedía a Neoptómelo un hijo para no sentirse en desigualdad de
condiciones que Andrómaca y aunque lo intentaron, ese hijo deseado no venía.
Por su parte, para aumentar aún más la rabia de Hermíone -y sin que ella lo
quisiera- Andrómaca había tenido con Aquiles tres hijos más. Parecía que los
dioses y el destino se burlaban de Hermíone, la cual se sentía, cada vez, más
frustrada en su condición no sólo de princesa sino, además, de mujer.
La fertilidad de la ahora esclava Andrómaca, la cual Neoptómelo había tomado como concubina, despertó los celos de la princesa Hermíone acusándola -frente a todos- haciéndola responsable de su esterilidad. Andrómaca se defendió diciendo que no había dado ninguna pócima, ni realizado conjuro alguno ya que ella no era una hechicera. La esterilidad de Hermíone era fruto del resentimiento provocado por el abandono, el orgullo y los celos. Esto irritó -aún más- el despecho de la estéril mujer. Hermíone pidió a su padre, el rey Menelao que matara a Andrómaca cuando Neoptómelo estuviera ausente por los asuntos de su oficio de soldado. El rey Menelao no quería matarla. Había corrido ya demasiada sangre real en el curso de la guerra. La princesa Andrómaca fue tomada por el rey Menelao y sacada de la presencia de su hija ya que la irritaba. Muchos comentaban que era deshonrosa la carencia de hijos por parte de la princesa Hermíone. En el futuro de esa casa prevalecería la sangre del hijo de la concubina, una princesa extranjera con sangre troyana.
La fertilidad de la ahora esclava Andrómaca, la cual Neoptómelo había tomado como concubina, despertó los celos de la princesa Hermíone acusándola -frente a todos- haciéndola responsable de su esterilidad. Andrómaca se defendió diciendo que no había dado ninguna pócima, ni realizado conjuro alguno ya que ella no era una hechicera. La esterilidad de Hermíone era fruto del resentimiento provocado por el abandono, el orgullo y los celos. Esto irritó -aún más- el despecho de la estéril mujer. Hermíone pidió a su padre, el rey Menelao que matara a Andrómaca cuando Neoptómelo estuviera ausente por los asuntos de su oficio de soldado. El rey Menelao no quería matarla. Había corrido ya demasiada sangre real en el curso de la guerra. La princesa Andrómaca fue tomada por el rey Menelao y sacada de la presencia de su hija ya que la irritaba. Muchos comentaban que era deshonrosa la carencia de hijos por parte de la princesa Hermíone. En el futuro de esa casa prevalecería la sangre del hijo de la concubina, una princesa extranjera con sangre troyana.
No estaba asegurada
la descendencia y la herencia. Por esta razón y habiendo convencido a su padre,
la princesa Hermíone le comunicó a Neoptómelo que la sierva troyana que había
tomado como concubina sería degollada y la suerte del hijo primogénito de ambos
estaba echada. Andrómaca al enterarse le pareció que haber sido princesa y
terminar convertida en esclava y trofeo de guerra no era nada, en comparación
con la noticia que estaba recibiendo. Por su parte, Neoptómelo no podía hacer
demasiado ya que si manifestaba algún veredicto en favor de Andrómaca,
levantaría la sospecha de Hermíone y sus celos se verían justificados por la
preferencia del disputado varón. Por lo tanto, la vida de Andrómaca, parecía
estar llegando a su fin. A ella, lo que más le importaba era la suerte de su
hijo primogénito. Ya había perdido el hijo del príncipe Héctor en Troya. Ahora
estaba a punto de perder el hijo que el destierro le había concedido. Todo nexo
con la vida era siempre cortado en la existencia de la desdichada Andrómaca.
Mientras el destino
tomaba este curso, el anciano rey Peleo a quien ella le había enviado un
mensaje, el padre de Aquiles y abuelo de Neoptómelo, llegó en ese momento para
tratar de impedir la muerte de la desventurada Andrómaca y de su inocente hijo.
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Por su parte, el príncipe Orestes buscaba noticias de su prometida, la princesa Hermíone. Después de un tiempo de buscarla, consiguió encontrarla. Ella le contó que ahora estaba casada con Neoptómelo, el hijo de Aquiles ya que su padre había roto la promesa de entregarla a él. También le suplicó que la protegiera porque al no poder dar hijos a su esposo, su vida corría peligro, ya que la sierva de su marido, la antigua princesa, esposa de Héctor de Troya, le estaba dando los hijos que ella no podía. El príncipe Orestes, al escuchar la historia, le prometió cuidarla y la invitó a huir con él hacia Esparta y así cumplir con el destino que, primeramente, se había designado. Además ideó un plan para deshacerse de Neoptólemo y matarlo.
Por su parte, el príncipe Orestes buscaba noticias de su prometida, la princesa Hermíone. Después de un tiempo de buscarla, consiguió encontrarla. Ella le contó que ahora estaba casada con Neoptómelo, el hijo de Aquiles ya que su padre había roto la promesa de entregarla a él. También le suplicó que la protegiera porque al no poder dar hijos a su esposo, su vida corría peligro, ya que la sierva de su marido, la antigua princesa, esposa de Héctor de Troya, le estaba dando los hijos que ella no podía. El príncipe Orestes, al escuchar la historia, le prometió cuidarla y la invitó a huir con él hacia Esparta y así cumplir con el destino que, primeramente, se había designado. Además ideó un plan para deshacerse de Neoptólemo y matarlo.
La princesa
Hermíone, tal vez sin querer y casi inconscientemente estaba repitiendo la
historia de su madre Helena, la cual escapando de Esparta fue llevada -por la
pasión del príncipe Paris- hacia Troya. Hay hijos que vuelven a repetir la
historia de sus padres. Cuando no se aprende de la historia vivida, se la
vuelve a repetir: la historia regresa hasta que logremos aprenderla.
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Como Neoptólemo no conseguía tener hijos con la princesa Hermíone y queriendo saber si las acusaciones de su mujer a Andrómaca eran ciertas o no, se dirigió –preocupado- para consultar al oráculo de Delfos y pedir consejo ante tal situación. Estando en el famoso templo, de manera sorpresiva, se encontró allí, nada menos que con el príncipe Orestes, quien manifestó que la princesa Hermíone, había sido primero prometida a él por el rey Menelao y que Neoptómelo, al desposarla, la había ultrajado. Por eso que en ella, la fuente de la vida, se había cerrado.
Como Neoptólemo no conseguía tener hijos con la princesa Hermíone y queriendo saber si las acusaciones de su mujer a Andrómaca eran ciertas o no, se dirigió –preocupado- para consultar al oráculo de Delfos y pedir consejo ante tal situación. Estando en el famoso templo, de manera sorpresiva, se encontró allí, nada menos que con el príncipe Orestes, quien manifestó que la princesa Hermíone, había sido primero prometida a él por el rey Menelao y que Neoptómelo, al desposarla, la había ultrajado. Por eso que en ella, la fuente de la vida, se había cerrado.
Así comenzó una
contienda que tomó estado público y a la que se sumaron los adivinos y las
profetizas del oráculo. El príncipe Orestes había difundido, engañosamente en
toda la población de Delfos, que Neoptólemo venía para destruir el hermoso
templo del dios Apolo.
Cuando el soldado
llegó a la ciudad, ya todos estaban prevenidos y le tendieron una trampa. Al
ingresar al atrio del templo, Neoptólemo fue tomado por sorpresa y el gentío que
estaba escondido entre las columnas del templo y los árboles sagrados del
lugar, lo apresó y tomando las piedras que estaban dispersas en aquél sitio lo
comenzaron a lapidar. En un solo momento quedó bajo una lluvia de piedras de
diversos tamaños, repartidas por todo su cuerpo, que lo golpeaban, herían y
ensangrentaban sin poder escapar. La gente lo había rodeado sin permitirle el
paso y cada uno fue arrojando su piedra al cuerpo del soldado indefenso.
Cuando ya estaba
aturdido y atontado por tantas piedras, antes de perder el conocimiento y
morir, la rueda se abrió y apareció el príncipe Orestes con un gran espada en
su mano. Neoptómelo no pudo escapar, ni protegerse. Orestes le clavó en el
pecho a Neoptómelo su espada y cuando éste cayó al suelo, rodeado de todas las
piedras que lo habían herido, el príncipe Orestes se acercó y le dijo: “Yo soy
el príncipe Orestes a quien el rey Menelao prometió, en primera instancia, a su
hija Hermíone. Tú la has tomado, ya que el rey no ha podido mantener su palabra,
haciéndola desdichada e infértil. La has humillado frente a tu esclava y tu
sierva, esa princesa extranjera de Troya, quien te ha dado los hijos que
Hermíone no ha podido. Andrómaca no te ha amado. Todo lo contrario, ella
continuamente te ha despreciado. Son los hijos del despecho y del
resentimiento, los hijos de la angustia y del rencor, los que han nacido de ese
vientre infortunado. Tú ahora mueres en el atrio del templo del dios Apolo.
Hasta los mismos dioses te rechazan, de igual forma que te han repudiado tus
mujeres, tus hijos y todo este pueblo”.
Cuando el príncipe
Orestes terminó de hablar, aparecieron -detrás de él- los sacerdotes y adivinos
del templo, cada uno con su daga en la mano y terminaron lo que el príncipe
empezó. Cada uno le fue enterrando en el cuerpo robusto del soldado el filo de
su daga, hasta hacerlo morir definitivamente. Bañado en sangre y moretones,
entre cortes y magullones, en el ingreso del templo, la gente se alejó y dejó
allí tirado, el cuerpo del soldado. Su gloria fue sólo la memoria de Troya. Tal
vez los dioses no perdonaron que hace algunos años, el joven haya matado a la
pareja real, el rey Príamo y la reina Hécuba, en el altar de sus ruegos. El
destino de sangre de los reyes lo haya alcanzado ahora al valeroso soldado.
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A pesar de que Neoptólemo fue lapidado por el pueblo de Delfos y los adivinos del templo, la diosa Tetis, esposa de Peleo, madre de Aquiles y abuela de Neoptómelo, ordenó que el soldado fuera enterrado en el interior del recinto sagrado y en esa misma ciudad de Delfos ya que el príncipe Orestes, de acuerdo a su conveniencia, había informado aquella parte de la historia que más le convenía a sus propósitos. Además, la diosa, igualmente dispuso que la princesa Andrómaca y el príncipe Heleno, hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, hermano del príncipe Héctor y del príncipe Paris y del princesa Casandra fueran liberados. Ambos príncipes, Andrómaca y Heleno, habían sido tomados por siervos y esclavos por Neoptómelo.
A pesar de que Neoptólemo fue lapidado por el pueblo de Delfos y los adivinos del templo, la diosa Tetis, esposa de Peleo, madre de Aquiles y abuela de Neoptómelo, ordenó que el soldado fuera enterrado en el interior del recinto sagrado y en esa misma ciudad de Delfos ya que el príncipe Orestes, de acuerdo a su conveniencia, había informado aquella parte de la historia que más le convenía a sus propósitos. Además, la diosa, igualmente dispuso que la princesa Andrómaca y el príncipe Heleno, hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, hermano del príncipe Héctor y del príncipe Paris y del princesa Casandra fueran liberados. Ambos príncipes, Andrómaca y Heleno, habían sido tomados por siervos y esclavos por Neoptómelo.
El príncipe Heleno,
al igual que su hermana la princesa Casandra, era un famoso adivino. La
princesa Andrómaca al sentirse definitivamente liberada y no teniendo ni hogar,
ni reino a dónde ir, ni hombre que la protegiera, se casó entonces con su
cuñado, el príncipe Heleno que estaba en iguales condiciones que ella. Vivió en
las tierras que su difunto marido le había legado a su hermano. Allí, con el
tiempo, pudo recuperarse de su experiencia de la guerra y de la pesadilla de
ser cautiva y rehén de los vencedores. En esa tierra, con el príncipe Heleno,
al cual aprendió a amar y respetar, tuvo un hijo, el fruto de una esperanza
nueva que fue muy compañero de los hijos del destierro que Andrómaca había
tenido con Neoptómelo.
El príncipe
Orestes, por su parte, se casó con su prima la princesa Hermíone, la cual pudo
tener finalmente un hijo, el cual fue su heredero. La infertilidad de la
princesa Hermíone terminó, lo cual muchos consideraron un signo divino de
bendición. El príncipe Orestes que había sido absuelto por su primer crimen, al
matar bajo la influencia de su hermana Electra a su madre, la reina
Clitemnestra y su amante el rey Egisto; ahora fue igualmente absuelto, debido a
que le correspondía, en primer lugar, la promesa realizada por el rey Menelao
de tomar por prometida a la princesa Hermíone, la cual -también con el tiempo-
pudo superar su resentimiento y despecho, intentando ser feliz ella misma, sin
considerar la condición y el destino de los otros.
A veces hay amores
que no prosperan por algún secreto designio. No todos los obstáculos de un amor
son amenazas. A veces son bendiciones. Se convierten en posibilidades que abren
otros rumbos y direcciones que, en una primera instancia, no se hubieran pensado.
Los caminos del amor son muchos y variados. Cada uno debe saber cuál es el
suyo. De lo contrario, transitamos amores equivocados que sólo deparan
frustración e infecundidad.
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Los caminos del amor suelen ser paradójicos y hasta contradictorios. De todo se vale el amor para salir victorioso. Toma incluso los senderos equivocados y las calles sin salida para internarse. Entra y sale libremente de cualquier laberinto. Se mira en los espejos y en los rostros de todos los seres humanos. Prueba las lágrimas y las risas se lo encuentra entre las canciones y las plegarias de la guerra.
Los caminos del amor suelen ser paradójicos y hasta contradictorios. De todo se vale el amor para salir victorioso. Toma incluso los senderos equivocados y las calles sin salida para internarse. Entra y sale libremente de cualquier laberinto. Se mira en los espejos y en los rostros de todos los seres humanos. Prueba las lágrimas y las risas se lo encuentra entre las canciones y las plegarias de la guerra.
El amor rompe las
cadenas y se pone sólo las que él libremente decide tomar. Abraza todos los
sufrimientos para convertirlos en luz de su propio milagro. Los padecimientos
de amor son los más luminosos, aunque nos llenen de oscuridades y zozobras el
alma.
El amor es un
peregrino infatigable, nunca descansa de su viaje y aunque pase por el mismo
lugar, nunca lo hace del mismo modo. Nos llama y nos toca de manera diversa.
Nos regala ojos para el alma, nuevas miradas y nuevas lágrimas que serán arcos
iris que llenen, otra vez, de esperanza.
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El trayecto por el que la princesa Hermíone y el príncipe Orestes llegaron a unirse no fue fácil y, a primera vista, nadie hubiera dicho que fuera amor.
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El trayecto por el que la princesa Hermíone y el príncipe Orestes llegaron a unirse no fue fácil y, a primera vista, nadie hubiera dicho que fuera amor.
Un comienzo remoto
se encuentra cuando el príncipe Orestes y la princesa Electra, su hermana, se
complotaron para vengar al rey Agamenón, su padre, matando a su madre, la reina
Clitemnestra y a su amante, el rey Egisto. Una vez que el matricidio se llevó a
cabo, algunos fueron partidarios que los hermanos fueran castigados con la pena
capital, el exilio, esa cárcel sin paredes y sin rejas, tan inmensa como el desierto
en el cual todos se sentían extraños y perdidos. El exilio era el olvido, morir
en vida, desterrado de la tierra y los afectos. Habitar en la sombra de la
desmemoria, en el abismo que se abre más allá de la frontera conocida.
Algunos alababan al príncipe Orestes por haber vengado a su padre considerando al crimen como un acto de justicia. Otros, en cambio, pedían para los hermanos, la condena máxima de la muerte. Pílades, el amigo íntimo de los hermanos, deseaba morir con ellos. Lo cierto es que los hermanos resultaron condenados a muerte.
Algunos alababan al príncipe Orestes por haber vengado a su padre considerando al crimen como un acto de justicia. Otros, en cambio, pedían para los hermanos, la condena máxima de la muerte. Pílades, el amigo íntimo de los hermanos, deseaba morir con ellos. Lo cierto es que los hermanos resultaron condenados a muerte.
Pílades y Orestes,
como estrategia, decidieron matar a Helena antes de morir ellos, ya que el rey
Menelao, tío de Orestes y Electra, esposo de Helena, había mostrado poco
interés en salvar a sus sobrinos. Electra propuso que si tomaban a Hermíone
como rehén, los tres tenían la posibilidad de salvarse de la muerte. Orestes y
Pílades encerraron entonces a los sirvientes de Helena y se dispusieron a
asesinarla. Los esclavos consiguieron liberarse y corrieron en ayuda de su ama.
Tras ponerse en fuga, Orestes y Pílades tomaron a Hermíone como rehén y
quemaron el palacio de Helena. En ese momento, se presentó el rey Menelao y el
príncipe Orestes amenazó con matar a la princesa Hermíone, la hija del rey a no
ser que anule la condena de muerte que pesaba sobre ellos.
Se afirma que el
dios Apolo salvó a Helena por orden de Zeus, el padre de la reina, quien la
recibió entre los inmortales dioses. Además, el mismo dios de la verdad, le
reveló al rey Menelao que debía tomar otra esposa, a Pílades que debía casarse
con la princesa Electra y al príncipe Orestes que debía ser juzgado en Atenas
donde sería absuelto por la intervención de la diosa Atenea para luego tomar a
la princesa Hermíone como esposa, la cual estaba retenida por el soldado
Neoptómelo, hijo de Aquiles.
Es así como
entonces el rey y padre de la princesa Hermíone le prometió a su sobrino el
príncipe Orestes a su hija. El padre, en medio de la guerra de Troya, olvidando
el designio de los dioses o cambiando personalmente él de opinión re-ofreció a
su hija a Neoptómelo, quien había tomado por concubina a la princesa Andrómaca.
Es así como la princesa Hermíone tuvo que transitar un largo camino hasta
llegar nuevamente a la promesa primera de ser la mujer del príncipe Orestes. El
laberinto de la historia y del amor tiene sus vueltas hasta llegar al lugar
designado.
Quizás pueda
pensarse que el rey y padre de Hermíone se equivocó al prometer a su hija dos
veces, complicando las circunstancias del casamiento de la princesa. Sin
embargo, los dioses nunca olvidan sus designios y hacen que todas las
circunstancias, por adversas que parezcan, vuelvan al cauce primero que estaba
trazado. Lo que los hombres tuercen, los dioses enderezan. A veces el bien
surge de múltiples equivocaciones.
Tal vez en la vida
no haya fracasos. Todo es un aprendizaje, incluso el error. Para los dioses no
existen errores humanos, los diversos caminos y sus designios, tarde o
temprano, se cumplen fielmente para con cada uno.
Hay caminos que van
y vienen de manera sinuosa. Existen senderos que parecen que nos extraviaran o
no tuvieran salida. Sin embargo, hay que transitarlos porque –misteriosamente-
nos llevan a la ruta que hay que tomar. Para poder andar algunos caminos
principales, hay que peregrinar muchos otros alternativos y adyacentes. Tomar
incluso algunos atajos.
Aquellos caminos
que son para nosotros, nos encuentran. Senderos que nos salen al paso. Aunque
–aparentemente- no andemos por ellos. De pronto, sorpresivamente está ahí, el
amor, meciéndose como una pequeña flor en medio de la hierba del campo.
Humildemente aparece ahí, sin que nosotros lo hayamos podido ver.
4. Abandonados en el abandono
La historia del
mito que se ha narrado es una cadena de idas y venidas, contratiempos y
contradicciones, equivocaciones y reconciliaciones, encuentros y desencuentros,
amores y desamores en los que intervienen las libertades humanas y sus
circunstancias, unidas al querer divino y al destino. En un determinado momento
de la narración todo conspira en contra: el príncipe Orestes busca a la
princesa Hermíone; Neoptómelo está con Hermíone pero, a su vez, toma a la
princesa Andrómaca convertida en esclava, la cual desprecia al soldado,
estableciéndose una competencia entre ambas mujeres hasta que el nudo de
relaciones se desata y Orestes y Hermíone -que estaban destinados por la
primera promesa incumplida del rey Menelao- logran estar juntos, después de
algunas peripecias en la vida de todos.
El encuentro entre
las princesas Hermíone y Andrómaca es tan intenso -en su rivalidad- como la
competencia trágica entre el príncipe Orestes y el soldado Neoptómelo. El amor
y la muerte, el odio y el rencor se dan cita en estos corazones. Los extravíos
zigzagueantes de la historia posibilitan el encuentro final, no sin saldo de
muerte y pérdida.
Entre las princesas
Hermíone y Andrómaca se establece una competencia, no por el hombre en cuestión
–Neoptómelo- ya que éste es despreciado y resistido por la princesa Andrómaca,
la cual es desterrada y tomada como cautiva, sino que la rivalidad entre ambas
se entabla por la condición social de las mujeres (las dos son princesas,
aunque una es tomada como sierva) y por la capacidad natural propia que
caracteriza la feminidad: la fecundidad. La esclava es quien concibe y la que es
considerada señora resulta infértil. La identidad femenina -en lo social y en
lo natural- resulta sometida a crisis a través del drama de las protagonistas.
Una historia
similar aparece en el Antiguo Testamento cuando el ya anciano patriarca
Abraham, el padre del pueblo elegido, recibe la promesa de la descendencia de
un hijo. Su esposa Sarai, por su avanzada edad, no puede concebir; por lo
tanto, el patriarca –con el permiso de ella- toma a su sierva, la cual le da un
hijo, Ismael. A partir de ese momento, se desata entre las mujeres, un
enfrentamiento debido a la herencia que recibirá el hijo de la esclava. Esta
situación termina con el destierro de la esclava Agar y de su hijo, abandonados
en el desierto. Mientras tanto, Dios le cambia el nombre a la esposa legítima
de Abraham, llamándola Sara, de la cual nacerá después, prodigiosamente por la
acción de Dios ya que ambos eran ancianos, un vástago que será el heredero de
la promesa y del pueblo naciente, Isaac. (cf. Gn 16, 1- 16; 17, 15-27; 18,
1-15, 21, 1-21).
El Apóstol San
Pablo, en el Nuevo Testamento, toma esta historia como una alegoría del pueblo
de Dios. En la Carta a los Gálatas dice: “Abraham tuvo dos hijos: uno de su
esclava y otro de su mujer, que era libre. El hijo de la esclava nació según la
carne; en cambio, el hijo de la mujer libre, nació en virtud de la promesa. Hay
en todo esto un simbolismo: estas dos mujeres representan las dos Alianzas. La
primera Alianza, la del monte Sinaí -que engendró un pueblo para la esclavitud-
está representada por Agar. El monte Sinaí se encuentra en Arabia y corresponde
a la Jerusalén actual. Pero hay otra Jerusalén, la celestial, que es libre y es
nuestra madre. Nosotros somos como Isaac, hijos de la promesa. Y así como el
hijo, nacido según la carne, perseguía al hijo nacido por obra del Espíritu,
así también sucede ahora. No somos hijos de una esclava sino libres” (4,
22.31).
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Todos los protagonistas de este mito buscan la afirmación de su propia identidad. Neoptómelo necesita desprenderse de su herencia de “ser hijo de” Aquiles para demostrar que él, por sí mismo, es tan valeroso como su progenitor. Él quiere ganarse su propio lugar en la guerra y en la historia. De hecho mata, nada menos, que a la pareja real de Troya.
Todos los protagonistas de este mito buscan la afirmación de su propia identidad. Neoptómelo necesita desprenderse de su herencia de “ser hijo de” Aquiles para demostrar que él, por sí mismo, es tan valeroso como su progenitor. Él quiere ganarse su propio lugar en la guerra y en la historia. De hecho mata, nada menos, que a la pareja real de Troya.
Algo similar le
sucede a la princesa Hermíone. Ella es la hija abandonada de la legendaria
Helena. La joven tiene que luchar con su pasado y con el fantasma de la belleza
singular de su madre para ejercer su propio destino, a pesar del olvido de los
otros y del abandono de su madre por largos años.
Por su parte, la
princesa Andrómaca tiene que lidiar con un destino duro. Muerto su esposo y
reducido su hijo, es desterrada. Es tomada cautiva como sierva y esclava. Tiene
que dar hijos a la sangre de su enemigo y del enemigo de su pueblo. Asume el
desprecio y la humillación pública como princesa, esposa, madre y mujer. A
pesar de toda esa devastación; sin embargo, se reivindica de su destino y
redime su honor: vuelve a casarse con un hombre que la ama, la cuida y tiene
hijos del amor y no sólo fruto de la venganza. Como princesa pasa de la mejor
de las situaciones, la corte real de Troya, a la peor de las circunstancias:
tomada esclava del vencedor. Sin embargo, a pesar de todo, esos cambios no
afectan su persona en el rol de mujer, esposa y madre. Ella misma se abre
camino, desde una dura historia, para revertirla a pesar de tener todo en
contra, especialmente el desprecio de la princesa Hermíone y el interés de
Neoptómelo.
En el entrecruce
del destino, los personajes nos hacen ver que en dichas circunstancias humanas,
amparadas divinamente por los dioses obrando activamente, no hay “ganadores” o
“perdedores” absolutos. Tampoco hay inocentes y culpables de manera definitiva.
Aparentemente los dioses no se revelan demasiado, aunque siempre están detrás
de las situaciones.
La princesa
Hermínone empieza la historia en situación de pérdida. Aparece como una hija
abandonada por su madre y entregada, por dos veces, en promesas matrimoniales
por su padre a dos pretendientes distintos, generando esto confusión y enredos
en la historia.
La princesa
Andrómaca formaba parte de la corte de Troya y luego pasa por la esclavitud del
destierro, aunque posteriormente se reivindica.
Neoptómelo comienza
siendo un reconocido soldado de la guerra y termina despreciado y lapidado en
el templo de Apolo, debido a una falsa información malintencionada. El príncipe
Orestes -que está en esta historia como en un segundo plano- sin embargo es el
que desencadena los encuentros y desencuentros entre los demás protagonistas y,
sin demasiados escrúpulos, en la mentira y el asesinato, provoca el desenlace
final de la historia y el acomodamiento definitivo de cada protagonista del
triángulo fatal. Con la aparición del príncipe Orestes el triángulo formado por
las princesas Hermíone y Andrómaca y el soldado Neoptómelo, se transforma en un
cuadrado. La figura vincular del entretejido de la historia cambia.
Los lazos humanos
suele ser así. Los tramos que dibujan las historias y los roles se van
acomodando en tanto acontecen los sucesos. Transitamos luces y sombras,
inocencias y culpabilidades, bondades y maldades.
El Apóstol San
Pablo, en su carta a los Romanos, nos lustra al respecto cuando afirma:
“Difícilmente se puede encontrar alguien que dé su vida por un hombre justo;
tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. La prueba de que Dios nos
ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Si siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más
ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Por un solo
hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte
pasó a todos los hombres porque todos pecaron. Si la falta de uno solo provocó
la muerte de todos, la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un
solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre
todos. Si por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón,
vivirán y reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han
recibido abundantemente la gracia. Y de la misma manera que por la
desobediencia de un solo hombre, todos se convirtieron en pecadores, también
por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en justos. Donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia” (7, 7-20).
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En gran medida, en el mito narrado, las historias de los protagonistas reflejan abandono. Fue abandonada la princesa Hermínone por su madre Helena. Abandonado el soldado Neoptómelo por su padre Aquiles. Abandonada a su suerte de esclava la princesa Andrómaca. Cada uno tiene que reconstruir una historia de abandonos y heridas. Sobrevivir a las consecuencias afectivas y efectivas del desamor. Todos son arquetipos de algún abandono.
En gran medida, en el mito narrado, las historias de los protagonistas reflejan abandono. Fue abandonada la princesa Hermínone por su madre Helena. Abandonado el soldado Neoptómelo por su padre Aquiles. Abandonada a su suerte de esclava la princesa Andrómaca. Cada uno tiene que reconstruir una historia de abandonos y heridas. Sobrevivir a las consecuencias afectivas y efectivas del desamor. Todos son arquetipos de algún abandono.
Para cualquier
abandono humano, el Evangelio nos muestra al principal abandonado de nuestra
fe: Jesús. Durante su ministerio público, sus seguidores -al descubrir las
exigencias del seguimiento del Maestro- no tardan en dejarlo, tal como aparece
en el Evangelio cuando Jesús le advierte a sus discípulos después del discurso
del pan de vida: “¿ustedes también quieren irse?” (Jn 6, 67).
A medida que avanza
la incomprensión de Jesús en el Evangelio y se va hacia el desenlace de su
vida, la gente, los fariseos y los sacerdotes lo van abandonando y tramando su
muerte. El apóstol traidor, lo abandona en su corazón, antes de entregarlo por
treinta monedas. En la Cruz, ninguno de sus discípulos permanece. Todos lo
dejan, excepto Juan que está junto a María.
El grito final del Crucificado es un reclamo en la intemperie absoluta del total despojo, incluso y sobre todo el de Dios: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (cf. Mt 27,46).
El grito final del Crucificado es un reclamo en la intemperie absoluta del total despojo, incluso y sobre todo el de Dios: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (cf. Mt 27,46).
La desaparición y
el ocultamiento de Dios, del telón de fondo de la Pasión de su Hijo
martirizado, nos habla de una máxima elocuencia de Dios a través del silencio,
el cual parece, incluso, hasta despiadado. En la muerte, Jesús no encuentra
nada. Ni siquiera a Dios. El Hijo está abandonado por su Padre.
Esta cruz de
abandono en la cual se provoca la redención es la única posibilidad de
reversión de cualquier otro abandono humano y divino. Si Jesús no lo hubiera
pasado, no podría redimirlo. Era necesario el abandono de Dios en la cruz de
Jesús. Sólo así, todos los otros abandonos humanos pueden ser redimidos, reconciliados,
revertidos, sanados y transformados.
En cada abandono humano hay una posibilidad -dolorosa y fecunda- de la gracia pascual que está realmente actuando. El abandono de Jesús no nos permite sentirnos tan solos en la desnudez de las intemperies humanas. Él allí abraza y contiene a todo aquél que esté y que se sienta abandonado.
En cada abandono humano hay una posibilidad -dolorosa y fecunda- de la gracia pascual que está realmente actuando. El abandono de Jesús no nos permite sentirnos tan solos en la desnudez de las intemperies humanas. Él allí abraza y contiene a todo aquél que esté y que se sienta abandonado.
Sólo el amor cubre
y cura todo abandono. El amor es presencia y compañía. Contiene y sostiene.
Mientras que el abandono nos diluye en el anonimato, nos hace desaparecer y nos
invisibiliza para otros, el amor nos hace aparecer. Nos devuelve la identidad y
el reconocimiento. Somos alguien para alguien. El amor nos identifica y nos
pronuncia como únicos.
Hermíone, Andrómaca, Neoptómelo y Jesús: mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos.
Hermíone, Andrómaca, Neoptómelo y Jesús: mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos.