viernes, 10 de agosto de 2012

Hermíone y Andrómaca


 HERMÍONE Y ANDRÓMACA, DOS MUJERES PARA UN HOMBRE

Arquetipos. Episodio 5.
Eduardo Casas
1. Una princesa abandonada
Los ríos de la memoria cuentan que la interminable guerra de Troya exaltó la leyenda de la enigmática mujer que la provocó: Helena. Su final fue controvertido. Algunos dicen que su esposo, el rey Menelao, la rescató de Troya, la perdonó por su adulterio con el príncipe Paris y juntos volvieron a la corte de Esparta.
Otros hablan del destierro de Helena, una vez terminada la guerra peregrinando por tierras extranjeras hasta que, atormentada por el pasado y los muertos que pesaban sobre su conciencia, presa de culpa por haber causado la ruina de dos reinos, terminó ahorcándose.
Incluso hay quienes sostienen que Helena fue finalmente divinizada como símbolo perpetuo de belleza y seducción, viviendo junto a los dioses en los Campos Elíseos, esa sección sagrada del mundo subterráneo, el lugar donde las sombras de los hombres virtuosos y los guerreros heroicos llevan una existencia dichosa y feliz, en medio de paisajes verdes y floridos, teniendo la oportunidad –si desean- de regresar, aunque sea fugazmente en alguna aparición, al mundo de los vivos, cosa que no muchos hacen. Pocos quieren volver a nuestro mundo, una vez que se van. Ese hermoso lugar en que moran, a pesar de estar ubicado abajo, en lo que se denomina “infierno”, es la antítesis de la otra región más oscura del Hades llamado Tártaro.
Hay también quienes afirman que al regresar de Troya, la reina Helena y el rey Menelao llegaron hasta donde estaba siendo juzgado el príncipe Orestes -el único hijo varón del rey Agamenón que había vengado la memoria de su padre, al matar, por la influencia de su hermana Electra, a su propia madre Clitemnestra y a su amante, Egisto- allí Orestes pidió ayuda a su tío, el rey Menelao, el cual se la negó. Orestes entonces se vengó matando a la reina Helena y cuando iba a hacer lo mismo con la hija del rey Menelao y la reina Helena, llamada Hermíone, el dios Apolo la salvó, decretando que Helena fuera inmortalizada y llevada a la morada de los dioses. Luego, el mismo dios, concertó el matrimonio entre el príncipe Orestes y la princesa Hermíone conciliando así a las dos partes de una misma familia que estaba enfrentada. Ésta es la historia de Hermíone, la hija de la famosa y legendariamente bella Helena.
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No fue fácil ser la hija de la mujer más conocida y nombrada, la que todos señalaban como la encarnación de la fatalidad amorosa.
Helena fue la doncella más disputada, tuvo el extraño privilegio de elegir, entre numerosos pretendientes, a su esposo, superando así -en su tiempo- la barrera cultural de un sistema patriarcal. Ella ha sido una de las pocas mujeres que ha disfrutado de las prerrogativas de elegir a su propio marido. Durante los años en que vivió feliz con el rey Menelao le dio a éste una hija, Hermíone. Todos estaban tranquilos en el reino de Esparta, en medio de una corte rica y hospitalaria. Sin embargo, esa felicidad se rompió con la llegada del príncipe Paris, proveniente de la ciudad de Troya.
El huésped fue tratado con honores. Cuando el rey partió para asistir a unos funerales reales lejos de su corte, antes de irse, le encargó personalmente a Helena el cuidado del huésped de honor, concediendo el permiso para que el príncipe permaneciera todo el tiempo que quisiera en la ciudad.
No tardó el príncipe Paris en enamorar a la reina Helena, la que, por voluntad de la diosa Afrodita, se dejó seducir con ese amor pasional que es mezcla de ardor divino y trascendente y fuerza peligrosa y destructiva. No sólo fue la belleza proverbial de la reina Helena, también fue la hermosura del príncipe y sus riquezas, las que se conjugaron en esta pasión. Ambos se sedujeron. Como el tiempo era escaso, había que obrar con premura. La reina rápidamente reunió todos los tesoros que pudo, a las mejores esclavas que tenía y huyó con su reciente amante durante la noche. Lo único que dejó en Esparta fue, nada menos, que a su pequeña hija Hermíone.
La princesa vivió bajo la intemperie del abandono de la mujer de la cual todos hablaban y ella, casi que no conocía. No fue fácil vivir con esa herencia. Muchas veces quería silenciar el nombre de su madre por las controversias que generaba. En más de una ocasión no deseaba ser la hija de Helena de Esparta que luego fue llamada Helena de Troya. El escándalo rodeaba su recuerdo. La guerra entre los dos pueblos, durante diez años, nació de una pasión amorosa y del deseo del pueblo de Esparta de no verse burlado por su reina y por el huésped venido de Troya.
La niña vivió rodeada de preguntas sin respuestas y de culpas que se cargaba a sí misma. A pesar de todo quería sobrevivir a esos atroces recuerdos para poder seguir dándose a sí misma una esperanza posible. Su juventud sólo le hablaba de un futuro incierto. Muchas veces pensaba si su madre, alguna vez, volvería, si la reconocería y la aceptaría. Otras tantas se preguntaba por qué la abandonó y si tendría la fuerza como para perdonarla. Una madre no deja en el olvido a una hija sólo por pasión.
Mientras el tiempo y los años pasaban, la princesa seguía cuestionándose sin que nadie tuviera una respuesta adecuada. A menudo la miraban con cariño y compasión, hasta casi con lástima. Nunca tenían una contestación que la satisficiera. ¿Se habrá preguntado, en ciertas ocasiones, la reina Helena por el crecimiento de su hija?; ¿cómo sería el rostro y la sonrisa de su pequeña?; ¿con quién estaría a cargo?
El silencio tiene muchas más preguntas que respuestas y el tiempo no hacía más que ahondarlas. Es difícil convivir con la idea de que la madre de uno es una adúltera, como algunos la llamaban. En la guerra de Troya hubo muchas adúlteras, las tres más famosas han sido la reina Helena, la reina Clitemnestra y hasta la misma diosa Afrodita. Incluso las divinidades sienten el fuego abrasador y vergonzoso de ciertas pasiones inconfesables. Los dioses tienen las mismas debilidades que los seres humanos, nada más que en un grado superlativo. Lo mismo sucede con los talentos. Los dioses tienen los dones y las fragilidades humanas, al máximo. Es la intensidad la que los vuelve especiales. No importa que sea algo deshonroso o virtuoso. La intensidad es el atributo -por excelencia- de los dioses. Tal vez a los seres humanos sólo nos ha quedado una mínima expresión del espíritu. Los dioses no son divinos por carecer de vulnerabilidades sino por tener nuestras mismas cualidades positivas de una manera lo más intensa posible. El espíritu es la verdadera intensidad. Quien no tiene intensidad carece de espíritu.
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El príncipe Paris, si bien era un buen soldado, su actuación, no siempre heroica, produjo más vergüenza que orgullo. Al iniciarse el conflicto bélico -en el momento en que los dos ejércitos se encontraron- en la primera fila de los troyanos estaba el príncipe Paris, cubierto el hombro con una piel de leopardo, desafiante. Sin embargo, no bien vio al rey Menelao, el que fue esposo de Helena, allí presente entre los combatientes, el príncipe Paris se sintió temeroso, retrocedió y desapareció entre el tumulto. Para eludir las recriminaciones de su hermano, el príncipe Héctor de Troya y no quedar como un cobarde, ofreció realizar un combate singular con el rey Menelao, una lucha sólo entre el ofensor y el ofendido. Quien resultara vencedor se quedaría con Helena y con todos sus tesoros como recuperación de los bienes invertidos en la guerra.
Se dice que bajo la apariencia de la más hermosa de las hijas del rey Príamo de Troya, la diosa Iris, la mensajera de los dioses, para hacerle saber los últimos acontecimientos a Helena, la invitó a presenciar el combate. La diosa la encontró tejiendo un hermoso manto, en el cual se representaban las batallas. Helena, según parece, no estuvo muy gratificada con ir a ver la lucha. La diosa Iris entonces la amenazó si es que pretendía desobedecer. A ninguna diosa le gusta que le desobedezcan. Es una herida en su propio orgullo. Si Helena no obedecía prontamente, la predilección del príncipe Paris hacia ella se transformaría en odio, de tal manera que sería rechazada, tanto por los griegos como por los troyanos. Sería detestada por los dos pueblos considerándola causa de la contienda.
Helena a menudo aseguraba que la guerra era voluntad de los dioses y que, ella -sin desconocer la responsabilidad que le tocaba fue instrumento elegido por ellos. Sin embargo, se supo que Helena no ha sido totalmente inocente en todo lo que ocurrió ya que fue ella quien partió gustosa de Esparta. No fue cautiva y llevada a la fuerza por el príncipe Paris. Se dice que él la raptó, no obstante esa versión, no es creíble debido a la complicidad que hubo en el hecho. Para muchos, Helena fue una reina adúltera. Ella misma lo reconoció ante el rey de Troya, Príamo y su hijo mayor, el príncipe Héctor quienes, sin embargo, la aceptaron gustoso por su renombre y belleza.
Muchos incluso creen que cuando el caballo de madera fue introducido en la ciudad de Troya, como una trampa para destruirla, Helena, no ignoraba lo que se ocultaba en el interior y como estaba a favor de Troya, fue ella quien se acercó llamando a los jefes griegos para que éstos respondieran y así se delataran y los troyanos estuvieran avisados del peligro. Otros afirman que ella, junto al rey de Troya, en las murallas de la ciudad estaba indicando quiénes eran los jefes griegos que bien conocía.
Cuando terminó la guerra Helena no recibió castigo alguno. Dicen que conocía pócimas que echaba en el vino de sus allegados para hacer olvidar las penas. Cuando retornó a Esparta, acompañada del rey Menelao, su primer marido, gozó de los honores y halagos propios de su clase. Los reyes vivieron largos años juntos. También dicen que el rey Menelao fue divinizado. Este honor le fue concedido por pedido de Helena que deseaba compensarlo, de algún modo, por los tormentos que le había causado a él y a su pueblo. En torno a ella y su memoria se han tejido las historias más dispares, ya se tratándola como reina y heroína o como una mujer intrigante e interesada.
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A su regreso la reina Helena se encontró con la princesa Hermíone, la hija que una vez abandonó, la cual ya era una jovencita. El re-encuentro no fue fácil después de tanto tiempo y silencio. Nunca había existido una comunicación entre ellas después que la madre había partido. Hermíone se preguntaba por qué su madre -si fue capaz de llevarse consigo tesoros y bienes- no pudo llevar a su hija: ¿acaso un hijo no es el mayor tesoro que alguien puede tener?; ¿no son los hijos los que muchas veces salvan a los padres?
Entre los remordimientos de Helena, el abandono de su hija fue uno de los mayores. El tiempo y la distancia, además de las consecuencias imprevistas de los hechos, hacen reflexionar y ver con otra perspectiva las opciones tomadas. Helena pidió perdón y se disculpó con su hija. Trató de reconocerla y aceptarla. Le explicó que los dioses, frecuentemente, comprometen a los seres humanos de maneras extrañas que sólo ellos pueden comprender y que, en gran medida, los artilugios de seducción de la diosa Afrodita, habían provocado -en su corazón y en la pasión del príncipe Paris- una tormenta de delirio y amor, próxima al desvarío. El amor les había hecho cometer locuras extremas.
A Hermíone, las razones de su madre le causaron aún más preguntas: ¿cómo el amor pudo provocar abandono? Helena le explicó que el amor de pareja, el amor maternal y filial son diversos. La diosa Afrodita sólo tuvo en cuenta los amores pasionales. Tal vez el tiempo le daría a la joven, la necesaria capacidad para reflexionar la respuesta de su madre y reconciliarse con la decisión tomada en el pasado. A un hijo le resulta duro aceptar el abandono de su madre. Es difícil de vivir. Lo primero que uno hace es culparse a sí mismo. El tiempo hace ver que no podemos inculparnos. Las opciones de los otros son ejercidas por ellos y tomadas libremente. Hay muchas razones para el abandono. No todas son consecuencias del desamor. Las personas pasan por situaciones extremas en las que -a veces- se suele abandonar para sólo después poder reconquistar. Suena paradójico: dejar para reconquistar, perder para ganar, abandonar para recuperar; sin embargo, suele suceder. La vida, las circunstancias en las que estamos y las opciones de las personas pueden favorecer combinaciones muy diversas.
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La princesa Hermíone, hija de la reina Helena y el rey Menelao, sufrió ausencia tras ausencia a lo largo de su vida. Primero el abandono de su madre y luego, por espacio de diez años, no vio a su padre quien -junto con su tío, el rey Agamenón- había ido a rescatar a Helena de las manos del príncipe Paris y del reino de Troya.
El amor y la guerra tuvieron -en la vida de la princesa Hermíone- la misma consecuencia: el abandono. El amor le llevó a su madre y la guerra, a su padre. Como hija única, se sentía totalmente desplazada y olvidada. Nadie reparaba en ella y en su sufrimiento. Tuvo que crecer en medio de la indiferencia y la total intemperie. Sus padres eran fantasmas. Nombres que la rodeaban y perseguían sin nunca poder ver sus rostros, recuerdos vagos y lejanos, ecos de una memoria perdida entre las sombras.
La niña fue entregada al cuidado de la esposa del rey Agamenón, la reina Clitemnestra, la cual ya tenía varios hijos: Orestes, Electra, Ifigenia y Crisótemis. De pequeña, la princesa Hermíone fue prometida a su primo el príncipe Orestes, el mismo que mató a su madre por instigación de su hermana ya que la reina, a su vez, había matado, a su esposo, el rey por haber éste intentado sacrificar a una de sus hija en beneficio de la diosa Artemisa.
La pequeña estaba en medio de un laberinto de sangre y venganza. No se sentía demasiado segura en su nuevo hogar. Alguna vez le habían dicho que su familia estaba maldita y que la fuerza de tal maleficio alcanzaba a todos, sin excepción. Lo que, en ese momento la niña menos necesitaba saber era historia de maldiciones y sombras. Ya tenía suficiente con su vida y con los padres que le habían tocado. Hay heridas que dejan moretones en el alma por muy largo tiempo. Sólo el amor puede sanarlas. Con bastante trabajo, por cierto.
2. Un solo soldado valiente para matar al rey y a la reina
En el campo de batalla, mientras el rey Menelao, el padre de Hermíone, peleaba durante la guerra de Troya -a pesar de la primera promesa de compromiso de su hija realizada al príncipe Orestes- también se la prometió a Neoptólemo, igualmente llamado Pirro, el hijo del más famoso héroe de la guerra, el aguerrido Aquiles. La joven Hermíone fue objeto de dos promesas de compromiso matrimonial realizadas por su padre que provocó una disputa entre dos ambiciones varoniles. Ella misma se sentío trofeo de guerra que su padre ofrecía según las conveniencias políticas.
Hermíone, en primera instancia, había sido prometida a Orestes, hijo del rey Agamenón. Cuando la hermana del joven, Electra, lo escondió de su tío Egisto y de su madre Clitemnestra, usurpadores del trono por protección -en ausencia de su padre que estaba comandando la guerra de Troya- muchos lo creyeron muerto. Entre ellos estaba su tío, el rey Menelao, quien -por esa razón- comprometió y casó a Hermíone con Neoptólemo, sin llegar el príncipe Orestes a saberlo, mientras permanecía oculto.
Al final de la guerra, Neoptólemo, no se hizo esperar y demandó la presencia y la tenencia de la princesa Hermione. Al muchacho también lo conocían como el hijo del guerrero Aquiles y de la princesa Deidámia. Varios años antes de la guerra, la diosa Tetis, su madre de Aquiles, al saber que su hijo moriría en la guerra, para torcer la mano férrea del destino, lo envío a un reino lejano, disfrazado de muchacha para que no lo reconocieran y pudiera así evitar el envío a la guerra. Allí, en su estancia en la corte, conoció a la hija del rey, de la cual se enamoró, a pesar de la estrategia del disfraz de mujer que portaba.
Aquiles se las ingenió para dar a conocer su verdadera identidad a su enamorada y comenzar una relación que fue interrumpida por su envío a la guerra. Fruto de esa relación nació el único hijo de Aquiles, el cual -una vez que creció- fue convocado para remplazar a su padre en Troya, cuando el príncipe Paris mató a Aquiles, hiriéndolo con una flecha en su talón. Neoptómelo fue quien -a su vez- mató, nada menos, que al rey Príamo, el soberano de la ciudad de Troya, cuando ésta comenzó a arder y a ser devastada por los soldados que estaban escondidos en el interior del famoso y colosal caballo. El príncipe Paris, el hijo del rey Príamo mató a Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo, mató al padre del príncipe Paris, el rey Príamo: ¡qué paradójico intercambio, los hijos de unos mataron a los padres del otro! El hijo del rey Príamo, el príncipe Paris mató a Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo mató al padre del príncipe Paris, Príamo. A veces el odio realiza extrañas cadenas en las cuales -aquellos que se odian- quedan, a sí mismos, atrapados en un laberinto sin salida. La principal víctima del propio odio es siempre uno mismo.
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El hijo de Aquiles pasó su infancia, sin poder conocer a su padre, inspirado por las hazañas que se narraban acerca de él y su legendaria memoria. Aunque se sentía orgulloso de su progenitor, la vida le deparó otra de sus paradojas. Cuando llegó a tierra troyana, habiendo sido convocado para reemplazar a su padre, Aquiles ya estaba muerto. El joven no pudo cumplir con su anhelo de conocerlo. Esperó toda su vida ese momento y –sin embargo- no pudo realizar ese sueño. Esa fue una deuda pendiente que llevó, en su alma, toda su vida.
Fue difícil -para él- vivir siempre sin padre. Para él sólo era un nombre famoso. Sentía que le pertenecía más a los otros que a él. El destino de la guerra no le había permitido conocer a su padre. Sin embargo, se quedó con lo mejor: el recuerdo de la gloria y el honor de su padre. De la memoria común que todos tenían –en la cual se rescataba la valentía de Aquiles- él tomó aquello que le pertenecía como hijo. Cuando tuvo oportunidad de decirle a otros que él era el hijo único de Aquiles, algunos le creían y otros, se reían como si fuera una broma. A él no le importaba si le creían o no. Él tenía la certeza de que era el hijo del más famoso luchador de la guerra de Troya. Él desea ser su memoria viva, el recuerdo perenne de su padre y sus valerosas hazañas.
Le alcanzaba con ese destino. Sabía que su padre también había sido buen hijo y, además, el extraordinario amigo del otro soldado más renombrado de ese tiempo: Patroclo. Cuando Neoptómelo quería estar cerca de su padre, navegaba hasta la isla de Aquilea -donde se encontraba el templo y la imagen dedicada de Aquiles, el semidios más valeroso- allí rezaba y al tocar la imagen que miles de peregrinos veneraban, sentía que era una forma de estar en comunión con su padre. Experimentaba que, a pesar de no haberlo conocido, sin embargo, estaban unidos en el cariño y en las luchas, las de la guerra y las de la vida. Había momentos en que le parecía cercano y, en otros, lo experimentaba lejano. Lo desconocía y lo conocía a la vez. No lo vio personalmente nunca aunque, de algún modo, lo descubrió por la memoria y el relato de muchos otros.
Cuando a Neoptómelo, las curiosas sinuosidades del destino, le pusieron en las manos la espada con la cual dio a muerte al rey de Troya, Príamo mientras rezaba en el altar de Zeus que existía en el palacio real, se sintió –extrañamente- unido a su padre. Su mano le pareció que era la mano y la espada de su padre que, lo ponía en su lugar, para vengarse de toda Troya, matando –nada menos- que al soberano de aquella ilustre ciudad. Fue como si el espíritu de su padre, con su fuerza, su rabia y su ánimo, lo empujaran. Extraña sensación: la muerte del rey convocó al padre y al hijo, que sin conocerse, estaban allí. Uno, en espíritu, y el otro, en la ejecución, de un acto de venganza que dejó a todo el pueblo sin monarca. Lástima que fuera la muerte –pensó Neoptómelo- la que lo hiciera sentir cerca de aquél lejano y ausente padre. ¡Qué pena que no haya sido la vida!
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Mientras tanto llegaba el destino de Neoptómelo de ir –como soldado- hacia Troya, reemplazando a su padre para cumplir el vaticinio del profeta Calcante, se fue entrenando diestramente hasta convertirse en un hábil guerrero. Cuando tenía unos doce años, se produjo la muerte de su padre Aquiles a manos de Paris, dicen que ayudado por el dios Apolo quien dirigió, con precisión, la certera flecha envenenada que acabó con la vida de su padre dándole, justamente, en su talón, el único punto vulnerable de su cuerpo.
Los héroes Odiseo y Diómedes, llegaron –en esos días- al reino donde vivía Neoptómelo, trayendo la noticia del deceso del más grande guerrero de todos los tiempos. Con el permiso de la madre del jovencito, lo llevaron hasta Troya. Transcurrían los últimos días de la guerra. El adivino Calcante, el profeta de los augurios bélicos, había afirmado que los griegos jamás conseguirían tomar -definitivamente- la ciudad, sin la presencia del hijo de Aquiles entre sus filas. Las profecías eran varias y tenían que cumplirse todas para que la victoria fuera total. A la guerra no le importa la juventud y la inexperiencia. La lucha y la muerte, en ese escenario, es igual para todos. El vaticinio aseguraba que el reemplazo del más grande combatiente tenía que ser efectuado por quien portara su propia sangre. Aquiles sólo tenía un único hijo, él debía seguir la obra iniciada por su padre, tomar el puesto de honor de su legendario progenitor y proseguir con su memoria y su destino. Así estaba profetizado.
Una vez en la guerra, a pesar de su juventud, Neoptómelo –pisando por primera vez un suelo ensangrentado por diez años de combate- tomó el mando en la batalla y no tardó en ganarse la admiración de todos, debido a la gran valentía y arrojo que mostró. Los griegos comenzaron a llamarlo por el nombre que conservó hasta el día de su muerte: Neoptólemo que significa “joven guerrero”.
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El hijo de Aquiles fue uno de los soldados escondidos dentro del famoso caballo de madera que permitió la invasión a la ciudad. Cuando salió de ese monumental escondite, en el tumulto del caos que se había generado aquella noche, fue abriéndose camino -como si lo guiará el ímpetu de un impulso ciego- hasta el palacio real donde, franqueando todas las murallas y los guardias, se le presentó la oportunidad de llegar hasta los aposentos reales y tener frente a frente, nada menos, que al rey de Troya. El monarca estaba rezando a solas. Todos sus guardias estaban fuera del recinto. Neoptómelo sentió una rara sensación de electricidad por todo el cuerpo, una mezcla de excitación sanguínea y enceguecimiento y ofuscación que no le permitió pensar sino que lo impulsó a obrar, casi instintivamente. Aunque los latidos del corazón eran acelerados y rítmicos, el pulso no le tembló. Creyó ver, fugazmente, como entre el humo del incienso del altar, la figura de su padre, asintiendo y dándole ánimo. Fue para él como una señal de lo alto. El rey Príamo, casi no ofreció resistencia. Tenía los ojos cerrados sumidos en una profunda y sigilosa plegaria. Los ruidos de afuera, tapaban los sonidos de adentro. Ése era el momento para acabar con la vida del rey. Era la ocasión de vengar, de algún modo, la muerte de su padre acaecida por la flecha del príncipe Paris, hijo del rey de Troya.
Cuando el rey abrió los ojos se encontró –justo en su pecho- con el haz plateado y filoso de una espada empuñada por la mano de un joven soldado cuyos ojos parecían de fuego, de ese mismo fuego que estaba –en ese momento- consumiendo toda la ciudad de Troya. En las llamaradas rojizas de los ojos de Neoptómelo, embebidos en sangre, no había lugar para otra cosa. Sin pensarlo, hundió -con todas sus fuerzas- la espada en el pecho del monarca. Las palabras de la oración se convirtieron en un surco ahogado de sangre espesa que salió por la boca del rey.
El rey pensó que, al menos, moría rezando, invocando al dios supremo Zeus. El joven soldado, en cambio, pensaba que ésa era su primer batalla y su primer victoria. Era la primera vez que daba muerte a alguien. Se sentía fuerte y -a la vez- extraño. Su víctima era, nada menos, que el mismísimo rey.
El monarca, antes de desplomarse, le regaló una última mirada compasiva. Vio en el rostro de ese joven a su propio hijo -el príncipe Héctor- del que hacía poco se había despedido. Ahora volvía a reunirse con él.
El soberano, antes de caer al suelo, le dijo a Neoptómelo: soldado, me regalas la posibilidad de reunirme con mi hijo. Neoptómelo le respondió: eres tú, rey, el que me obsequias la posibilidad de sentir la presencia de mi padre.
Neoptómelo, en ese momento -con fuerza- le sacó del corazón, la espada ensangrentada. El rey gimió de dolor y con su último aliento le preguntó: ¿y quién es tu padre?
El soldado, con un extraño brillo en los ojos y en la voz, le contestó: mi padre fue Aquiles, el que mató a tu hijo Héctor.
El rey sonriendo -entre hilos de sangre que salían de su boca- dijo antes de caer desplomado: ¡extraño destino el de los dioses!; al padre que dio muerte a mi hijo ahora le toca a su hijo dar muerte al padre de su víctima.
Así es rey- dijo Neoptómelo- los dioses a quien tú estabas rezando han querido cerrar todos los caminos de esta historia sangrienta, la cual llega ahora a su fin.
En ese momento, el soberano cayó muerto. Hubo un breve silencio que pareció lento como siglos. El joven pensaba en que en su espada se habían unido el talón vulnerado de su padre y el corazón traspasado del rey. El veneno de una flecha y el filo de una espada los había unido en una misma guerra.
Estaba pensando en eso cuando la reina Hécuba entró gritando a la sala. El palacio comenzaba a arder. El soldado, dejando en el suelo al rey, reconoció a la mujer que entraba llorando. Ella quedó temblando frente al joven que tenía ensangrentada su espada con la sangre del rey. Neoptómelo, la miró fijo y le dijo: reina de Troya, te toca ahora seguir a tu rey.
Esas fueron las últimas palabras que la reina Hécuba escuchó en este mundo.
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Pasado un breve tiempo, después de la muerte de los reyes de Troya y de la desaparición de muchos en la ciudad, en reconocimiento a su valor, a Neoptómelo -además de muchos objetos de valor- le fue entregada –como botín de guerra- la que había sido la mujer del príncipe Héctor de Troya. Andrómaca -la esposa del difunto príncipe Héctor- y el príncipe Heleno, el otro hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, le fueron dados ambos en calidad de esclavos.
La guerra raramente tiene piedad con los pierden. No importa que hayan sido príncipes y vivido en la corte fastuosa de la célebre Troya. Cuando se pierde, todos somos iguales. No se tienen derechos, ni privilegios, ni anhelos, ni sueños. Sólo queda la memoria de un pasado que, lentamente, se va borrando por la humillación y el desprecio. Las huellas dolorosas del ayer se convierten en las heridas abiertas de hoy. Las lágrimas se transformaron en sangre.
Los príncipes tuvieron que ser esclavos. El destino dio, vez más, otra de sus inesperadas vueltas, poniendo todo en otro lugar. La vida se contempla y se experimenta de manera distinta en cada vuelta del camino. Muchas veces lo que están arriba, comienzan a estar abajo. Los de abajo, arriba. Los últimos son primeros y los primeros, últimos. Nadie tiene comprado un lugar definitivo en la vida. No hay puestos fijos. La rueda del destino nos pone a veces arriba, otras veces, abajo. Siempre nos mueve. Constantemente cambia y -nosotros- con ella. El círculo del tiempo se abre y se cierra pasando por el centro y desplazándonos de lugar. Cada tiempo tiene su lugar.
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Al terminar la guerra uno cree que todo el horror ha terminado; sin embargo, los estragos internos son los que comienzan. La guerra de adentro continúa. No deja nunca en paz. Los miedos y fantasmas, las pesadillas y torturas toman diversas formas que jamás descansan. Neoptólemo, regresó a su tierra, después de su primera experiencia de soldado, llevaba las heridas de la guerra en su cuerpo y en su alma. La guerra no perdona. A nadie trata bien. El joven sentía que en Troya había dejado toda su juventud ajada por los filos de las espadas.
El guerrero experimentaba que había madurado, en ese tiempo, mucho más que todos los años anteriormente vividos. Trajo consigo a su tierra a la princesa Andrómaca. El padre de la princesa había sido matado, junto con sus siete hijos varones, por Aquiles. Su madre se había suicidado tras perder a toda su familia. La princesa Andrómaca no podía ni siquiera intentar que surgiera algún afecto con el hombre que era hijo de quien había exterminado a toda su familia. Para todos los troyanos, Aquiles era una sombra terrible que pesaba en sus memorias. Para ella, la presencia de Neoptómelo era ahora un recordatorio viviente del final de su familia y de su país.
Cuando Troya fue conquistada y saqueada, la princesa Andrómaca sufrió el horror no sólo de ver morir a su marido, el príncipe Héctor en lucha con Aquiles sino, además, también vio morir a su pequeño hijo que fue despeñado, desde lo alto de una torre, mientras ella era tomada cautiva. Su vida cambió trágicamente.
Era prisionera de Neoptómelo. Hacía muchas cosas que nunca antes en la corte realizaba. Ahora no era una princesa, era una condenada. En sus días y en su alma no había más que una tristeza honda como un abismo. El tiempo fue pasando y ella tuvo un hijo de Neoptómelo. Esto no quiere decir que se convirtió en esposa del guerrero. Él se manejaba con ella como un amo con su sierva. Andrómaca sabía que parte de su humillación pública era ese hijo. Ella debía tener el hijo de su enemigo y soportar -siendo una princesa destronada- el sometimiento de un destino de esclava para siempre. El hijo actual que ninguna culpa tenía de la historia heredada, le hacía recordar a Andrómaca a su hijo troyano. Hay quienes sostienen que el hijo de la princesa Andrómaca y del príncipe Héctor, no murió sino que desapareció debido al peligro que corría su vida ya que toda la corte había sido asesinada.
Pasado un tiempo, Neoptólemo -a su vez- se enamoró verdaderamente de Hermíone, la hija de Helena de Troya y se casó con ella ya que el rey Menelao, el padre de la princesa, se la había prometido. La princesa Hermíone recordaba que su padre, primero la había entregado en compromiso al príncipe Orestes y cuando éste fue juzgado por la muerte de su padre, el rey Agamenón, resultó confiada entonces al hijo del legendario Aquiles. El príncipe Orestes, sin embargo, una vez que fue juzgado por el tribunal y absuelto de su asesinato por el veredicto de la diosa Atenea, intentando emprender una nueva vida, recordó el compromiso con el que su tío, el rey Menelao, le había prometido su hija, la princesa Hermíone. El príncipe Orestes ignoraba que ella había sido prometida a otro hombre y que ya se había casado con él.
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En una ocasión Neoptólemo fue al oráculo de Delfos para tratar de ganarse el favor del dios del sol y la luz, Apolo. Mientras tanto Hermíone conoció, en la casa que compartía con Neoptómelo, a la antigua princesa de Troya, la viuda del príncipe Héctor que era -en el presente- la sierva de su actual esposo, la cual había tenido un hijo. Por esta razón, Hermíone detestó a Andrómaca ya que le resultó, a pesar de que era tratada sólo como una sierva, una competencia y una rival. A menudo las dos recordaban que eran princesas y que ahora –desgraciadamente- compartían el mismo techo y hasta el mismo hombre.
Neoptómelo, por su parte, no se sentía amado por ninguna de las dos. Andrómaca sentía desprecio por él y por su sangre. El padre del hombre que la había tomado era quien hizo desaparecer a toda su familia, su corte y su ciudad. Un silencioso odio tenía para con él en su corazón. El hijo que le había dado no era hijo del amor. Ella sentía que era hijo de la venganza. Neoptómelo se aseguró así que Andrómaca no olvidase nunca su pasado.
Tampoco sentía que Hermíone lo amaba ya que ella estuvo primero ofrecida a otro hombre proveniente de la realeza –el príncipe Orestes- y, ahora, por el curso del destino estaba con él que era un simple soldado, hijo de otro soldado –Aquiles- que, aunque fuera legendario y semidios, no perteneció nunca a la realeza. Neoptómelo tenía dos mujeres y ningún amor.
3. El triángulo se convierte en cuadrado
Con el paso del tiempo, la relación triangular entre Neoptómelo, Hermíone y Andrómaca, se fue tornando insostenible, especialmente por la envidia y los celos de las dos mujeres. La pelea entre sus dos mujeres le recordaba la guerra de la cual provenía.
La princesa Hermíone y su padre, el rey Menelao, empezaron a desear la muerte de la princesa Andrómaca y del hijo que había tenido con Neoptómelo. Andrómaca no tardó en darse cuenta de ese oscuro propósito, por lo cual ella envió, en secreto, a su hijo a otro lugar. Lo refugió, para protegerlo, en el santuario de la diosa Tetis -la madre de Aquiles, la abuela paterna del pequeño- y envío un mensaje al anciano rey Peleo, el padre de Aquiles, el abuelo paterno del niño.
Mientras tanto Hermíone le pedía a Neoptómelo un hijo para no sentirse en desigualdad de condiciones que Andrómaca y aunque lo intentaron, ese hijo deseado no venía. Por su parte, para aumentar aún más la rabia de Hermíone -y sin que ella lo quisiera- Andrómaca había tenido con Aquiles tres hijos más. Parecía que los dioses y el destino se burlaban de Hermíone, la cual se sentía, cada vez, más frustrada en su condición no sólo de princesa sino, además, de mujer.

La fertilidad de la ahora esclava Andrómaca, la cual Neoptómelo había tomado como concubina, despertó los celos de la princesa Hermíone acusándola -frente a todos- haciéndola responsable de su esterilidad. Andrómaca se defendió diciendo que no había dado ninguna pócima, ni realizado conjuro alguno ya que ella no era una hechicera. La esterilidad de Hermíone era fruto del resentimiento provocado por el abandono, el orgullo y los celos. Esto irritó -aún más- el despecho de la estéril mujer. Hermíone pidió a su padre, el rey Menelao que matara a Andrómaca cuando Neoptómelo estuviera ausente por los asuntos de su oficio de soldado. El rey Menelao no quería matarla. Había corrido ya demasiada sangre real en el curso de la guerra. La princesa Andrómaca fue tomada por el rey Menelao y sacada de la presencia de su hija ya que la irritaba. Muchos comentaban que era deshonrosa la carencia de hijos por parte de la princesa Hermíone. En el futuro de esa casa prevalecería la sangre del hijo de la concubina, una princesa extranjera con sangre troyana.
No estaba asegurada la descendencia y la herencia. Por esta razón y habiendo convencido a su padre, la princesa Hermíone le comunicó a Neoptómelo que la sierva troyana que había tomado como concubina sería degollada y la suerte del hijo primogénito de ambos estaba echada. Andrómaca al enterarse le pareció que haber sido princesa y terminar convertida en esclava y trofeo de guerra no era nada, en comparación con la noticia que estaba recibiendo. Por su parte, Neoptómelo no podía hacer demasiado ya que si manifestaba algún veredicto en favor de Andrómaca, levantaría la sospecha de Hermíone y sus celos se verían justificados por la preferencia del disputado varón. Por lo tanto, la vida de Andrómaca, parecía estar llegando a su fin. A ella, lo que más le importaba era la suerte de su hijo primogénito. Ya había perdido el hijo del príncipe Héctor en Troya. Ahora estaba a punto de perder el hijo que el destierro le había concedido. Todo nexo con la vida era siempre cortado en la existencia de la desdichada Andrómaca.
Mientras el destino tomaba este curso, el anciano rey Peleo a quien ella le había enviado un mensaje, el padre de Aquiles y abuelo de Neoptómelo, llegó en ese momento para tratar de impedir la muerte de la desventurada Andrómaca y de su inocente hijo.
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Por su parte, el príncipe Orestes buscaba noticias de su prometida, la princesa Hermíone. Después de un tiempo de buscarla, consiguió encontrarla. Ella le contó que ahora estaba casada con Neoptómelo, el hijo de Aquiles ya que su padre había roto la promesa de entregarla a él. También le suplicó que la protegiera porque al no poder dar hijos a su esposo, su vida corría peligro, ya que la sierva de su marido, la antigua princesa, esposa de Héctor de Troya, le estaba dando los hijos que ella no podía. El príncipe Orestes, al escuchar la historia, le prometió cuidarla y la invitó a huir con él hacia Esparta y así cumplir con el destino que, primeramente, se había designado. Además ideó un plan para deshacerse de Neoptólemo y matarlo.
La princesa Hermíone, tal vez sin querer y casi inconscientemente estaba repitiendo la historia de su madre Helena, la cual escapando de Esparta fue llevada -por la pasión del príncipe Paris- hacia Troya. Hay hijos que vuelven a repetir la historia de sus padres. Cuando no se aprende de la historia vivida, se la vuelve a repetir: la historia regresa hasta que logremos aprenderla.
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Como Neoptólemo no conseguía tener hijos con la princesa Hermíone y queriendo saber si las acusaciones de su mujer a Andrómaca eran ciertas o no, se dirigió –preocupado- para consultar al oráculo de Delfos y pedir consejo ante tal situación. Estando en el famoso templo, de manera sorpresiva, se encontró allí, nada menos que con el príncipe Orestes, quien manifestó que la princesa Hermíone, había sido primero prometida a él por el rey Menelao y que Neoptómelo, al desposarla, la había ultrajado. Por eso que en ella, la fuente de la vida, se había cerrado.
Así comenzó una contienda que tomó estado público y a la que se sumaron los adivinos y las profetizas del oráculo. El príncipe Orestes había difundido, engañosamente en toda la población de Delfos, que Neoptólemo venía para destruir el hermoso templo del dios Apolo.
Cuando el soldado llegó a la ciudad, ya todos estaban prevenidos y le tendieron una trampa. Al ingresar al atrio del templo, Neoptólemo fue tomado por sorpresa y el gentío que estaba escondido entre las columnas del templo y los árboles sagrados del lugar, lo apresó y tomando las piedras que estaban dispersas en aquél sitio lo comenzaron a lapidar. En un solo momento quedó bajo una lluvia de piedras de diversos tamaños, repartidas por todo su cuerpo, que lo golpeaban, herían y ensangrentaban sin poder escapar. La gente lo había rodeado sin permitirle el paso y cada uno fue arrojando su piedra al cuerpo del soldado indefenso.
Cuando ya estaba aturdido y atontado por tantas piedras, antes de perder el conocimiento y morir, la rueda se abrió y apareció el príncipe Orestes con un gran espada en su mano. Neoptómelo no pudo escapar, ni protegerse. Orestes le clavó en el pecho a Neoptómelo su espada y cuando éste cayó al suelo, rodeado de todas las piedras que lo habían herido, el príncipe Orestes se acercó y le dijo: “Yo soy el príncipe Orestes a quien el rey Menelao prometió, en primera instancia, a su hija Hermíone. Tú la has tomado, ya que el rey no ha podido mantener su palabra, haciéndola desdichada e infértil. La has humillado frente a tu esclava y tu sierva, esa princesa extranjera de Troya, quien te ha dado los hijos que Hermíone no ha podido. Andrómaca no te ha amado. Todo lo contrario, ella continuamente te ha despreciado. Son los hijos del despecho y del resentimiento, los hijos de la angustia y del rencor, los que han nacido de ese vientre infortunado. Tú ahora mueres en el atrio del templo del dios Apolo. Hasta los mismos dioses te rechazan, de igual forma que te han repudiado tus mujeres, tus hijos y todo este pueblo”.
Cuando el príncipe Orestes terminó de hablar, aparecieron -detrás de él- los sacerdotes y adivinos del templo, cada uno con su daga en la mano y terminaron lo que el príncipe empezó. Cada uno le fue enterrando en el cuerpo robusto del soldado el filo de su daga, hasta hacerlo morir definitivamente. Bañado en sangre y moretones, entre cortes y magullones, en el ingreso del templo, la gente se alejó y dejó allí tirado, el cuerpo del soldado. Su gloria fue sólo la memoria de Troya. Tal vez los dioses no perdonaron que hace algunos años, el joven haya matado a la pareja real, el rey Príamo y la reina Hécuba, en el altar de sus ruegos. El destino de sangre de los reyes lo haya alcanzado ahora al valeroso soldado.
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A pesar de que Neoptólemo fue lapidado por el pueblo de Delfos y los adivinos del templo, la diosa Tetis, esposa de Peleo, madre de Aquiles y abuela de Neoptómelo, ordenó que el soldado fuera enterrado en el interior del recinto sagrado y en esa misma ciudad de Delfos ya que el príncipe Orestes, de acuerdo a su conveniencia, había informado aquella parte de la historia que más le convenía a sus propósitos. Además, la diosa, igualmente dispuso que la princesa Andrómaca y el príncipe Heleno, hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, hermano del príncipe Héctor y del príncipe Paris y del princesa Casandra fueran liberados. Ambos príncipes, Andrómaca y Heleno, habían sido tomados por siervos y esclavos por Neoptómelo.
El príncipe Heleno, al igual que su hermana la princesa Casandra, era un famoso adivino. La princesa Andrómaca al sentirse definitivamente liberada y no teniendo ni hogar, ni reino a dónde ir, ni hombre que la protegiera, se casó entonces con su cuñado, el príncipe Heleno que estaba en iguales condiciones que ella. Vivió en las tierras que su difunto marido le había legado a su hermano. Allí, con el tiempo, pudo recuperarse de su experiencia de la guerra y de la pesadilla de ser cautiva y rehén de los vencedores. En esa tierra, con el príncipe Heleno, al cual aprendió a amar y respetar, tuvo un hijo, el fruto de una esperanza nueva que fue muy compañero de los hijos del destierro que Andrómaca había tenido con Neoptómelo.
El príncipe Orestes, por su parte, se casó con su prima la princesa Hermíone, la cual pudo tener finalmente un hijo, el cual fue su heredero. La infertilidad de la princesa Hermíone terminó, lo cual muchos consideraron un signo divino de bendición. El príncipe Orestes que había sido absuelto por su primer crimen, al matar bajo la influencia de su hermana Electra a su madre, la reina Clitemnestra y su amante el rey Egisto; ahora fue igualmente absuelto, debido a que le correspondía, en primer lugar, la promesa realizada por el rey Menelao de tomar por prometida a la princesa Hermíone, la cual -también con el tiempo- pudo superar su resentimiento y despecho, intentando ser feliz ella misma, sin considerar la condición y el destino de los otros.
A veces hay amores que no prosperan por algún secreto designio. No todos los obstáculos de un amor son amenazas. A veces son bendiciones. Se convierten en posibilidades que abren otros rumbos y direcciones que, en una primera instancia, no se hubieran pensado. Los caminos del amor son muchos y variados. Cada uno debe saber cuál es el suyo. De lo contrario, transitamos amores equivocados que sólo deparan frustración e infecundidad.
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Los caminos del amor suelen ser paradójicos y hasta contradictorios. De todo se vale el amor para salir victorioso. Toma incluso los senderos equivocados y las calles sin salida para internarse. Entra y sale libremente de cualquier laberinto. Se mira en los espejos y en los rostros de todos los seres humanos. Prueba las lágrimas y las risas se lo encuentra entre las canciones y las plegarias de la guerra.
El amor rompe las cadenas y se pone sólo las que él libremente decide tomar. Abraza todos los sufrimientos para convertirlos en luz de su propio milagro. Los padecimientos de amor son los más luminosos, aunque nos llenen de oscuridades y zozobras el alma.
El amor es un peregrino infatigable, nunca descansa de su viaje y aunque pase por el mismo lugar, nunca lo hace del mismo modo. Nos llama y nos toca de manera diversa. Nos regala ojos para el alma, nuevas miradas y nuevas lágrimas que serán arcos iris que llenen, otra vez, de esperanza.
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El trayecto por el que la princesa Hermíone y el príncipe Orestes llegaron a unirse no fue fácil y, a primera vista, nadie hubiera dicho que fuera amor.
Un comienzo remoto se encuentra cuando el príncipe Orestes y la princesa Electra, su hermana, se complotaron para vengar al rey Agamenón, su padre, matando a su madre, la reina Clitemnestra y a su amante, el rey Egisto. Una vez que el matricidio se llevó a cabo, algunos fueron partidarios que los hermanos fueran castigados con la pena capital, el exilio, esa cárcel sin paredes y sin rejas, tan inmensa como el desierto en el cual todos se sentían extraños y perdidos. El exilio era el olvido, morir en vida, desterrado de la tierra y los afectos. Habitar en la sombra de la desmemoria, en el abismo que se abre más allá de la frontera conocida.

Algunos alababan al príncipe Orestes por haber vengado a su padre considerando al crimen como un acto de justicia. Otros, en cambio, pedían para los hermanos, la condena máxima de la muerte. Pílades, el amigo íntimo de los hermanos, deseaba morir con ellos. Lo cierto es que los hermanos resultaron condenados a muerte.
Pílades y Orestes, como estrategia, decidieron matar a Helena antes de morir ellos, ya que el rey Menelao, tío de Orestes y Electra, esposo de Helena, había mostrado poco interés en salvar a sus sobrinos. Electra propuso que si tomaban a Hermíone como rehén, los tres tenían la posibilidad de salvarse de la muerte. Orestes y Pílades encerraron entonces a los sirvientes de Helena y se dispusieron a asesinarla. Los esclavos consiguieron liberarse y corrieron en ayuda de su ama. Tras ponerse en fuga, Orestes y Pílades tomaron a Hermíone como rehén y quemaron el palacio de Helena. En ese momento, se presentó el rey Menelao y el príncipe Orestes amenazó con matar a la princesa Hermíone, la hija del rey a no ser que anule la condena de muerte que pesaba sobre ellos.
Se afirma que el dios Apolo salvó a Helena por orden de Zeus, el padre de la reina, quien la recibió entre los inmortales dioses. Además, el mismo dios de la verdad, le reveló al rey Menelao que debía tomar otra esposa, a Pílades que debía casarse con la princesa Electra y al príncipe Orestes que debía ser juzgado en Atenas donde sería absuelto por la intervención de la diosa Atenea para luego tomar a la princesa Hermíone como esposa, la cual estaba retenida por el soldado Neoptómelo, hijo de Aquiles.
Es así como entonces el rey y padre de la princesa Hermíone le prometió a su sobrino el príncipe Orestes a su hija. El padre, en medio de la guerra de Troya, olvidando el designio de los dioses o cambiando personalmente él de opinión re-ofreció a su hija a Neoptómelo, quien había tomado por concubina a la princesa Andrómaca. Es así como la princesa Hermíone tuvo que transitar un largo camino hasta llegar nuevamente a la promesa primera de ser la mujer del príncipe Orestes. El laberinto de la historia y del amor tiene sus vueltas hasta llegar al lugar designado.
Quizás pueda pensarse que el rey y padre de Hermíone se equivocó al prometer a su hija dos veces, complicando las circunstancias del casamiento de la princesa. Sin embargo, los dioses nunca olvidan sus designios y hacen que todas las circunstancias, por adversas que parezcan, vuelvan al cauce primero que estaba trazado. Lo que los hombres tuercen, los dioses enderezan. A veces el bien surge de múltiples equivocaciones.
Tal vez en la vida no haya fracasos. Todo es un aprendizaje, incluso el error. Para los dioses no existen errores humanos, los diversos caminos y sus designios, tarde o temprano, se cumplen fielmente para con cada uno.
Hay caminos que van y vienen de manera sinuosa. Existen senderos que parecen que nos extraviaran o no tuvieran salida. Sin embargo, hay que transitarlos porque –misteriosamente- nos llevan a la ruta que hay que tomar. Para poder andar algunos caminos principales, hay que peregrinar muchos otros alternativos y adyacentes. Tomar incluso algunos atajos.
Aquellos caminos que son para nosotros, nos encuentran. Senderos que nos salen al paso. Aunque –aparentemente- no andemos por ellos. De pronto, sorpresivamente está ahí, el amor, meciéndose como una pequeña flor en medio de la hierba del campo. Humildemente aparece ahí, sin que nosotros lo hayamos podido ver.
4. Abandonados en el abandono
La historia del mito que se ha narrado es una cadena de idas y venidas, contratiempos y contradicciones, equivocaciones y reconciliaciones, encuentros y desencuentros, amores y desamores en los que intervienen las libertades humanas y sus circunstancias, unidas al querer divino y al destino. En un determinado momento de la narración todo conspira en contra: el príncipe Orestes busca a la princesa Hermíone; Neoptómelo está con Hermíone pero, a su vez, toma a la princesa Andrómaca convertida en esclava, la cual desprecia al soldado, estableciéndose una competencia entre ambas mujeres hasta que el nudo de relaciones se desata y Orestes y Hermíone -que estaban destinados por la primera promesa incumplida del rey Menelao- logran estar juntos, después de algunas peripecias en la vida de todos.
El encuentro entre las princesas Hermíone y Andrómaca es tan intenso -en su rivalidad- como la competencia trágica entre el príncipe Orestes y el soldado Neoptómelo. El amor y la muerte, el odio y el rencor se dan cita en estos corazones. Los extravíos zigzagueantes de la historia posibilitan el encuentro final, no sin saldo de muerte y pérdida.
Entre las princesas Hermíone y Andrómaca se establece una competencia, no por el hombre en cuestión –Neoptómelo- ya que éste es despreciado y resistido por la princesa Andrómaca, la cual es desterrada y tomada como cautiva, sino que la rivalidad entre ambas se entabla por la condición social de las mujeres (las dos son princesas, aunque una es tomada como sierva) y por la capacidad natural propia que caracteriza la feminidad: la fecundidad. La esclava es quien concibe y la que es considerada señora resulta infértil. La identidad femenina -en lo social y en lo natural- resulta sometida a crisis a través del drama de las protagonistas.
Una historia similar aparece en el Antiguo Testamento cuando el ya anciano patriarca Abraham, el padre del pueblo elegido, recibe la promesa de la descendencia de un hijo. Su esposa Sarai, por su avanzada edad, no puede concebir; por lo tanto, el patriarca –con el permiso de ella- toma a su sierva, la cual le da un hijo, Ismael. A partir de ese momento, se desata entre las mujeres, un enfrentamiento debido a la herencia que recibirá el hijo de la esclava. Esta situación termina con el destierro de la esclava Agar y de su hijo, abandonados en el desierto. Mientras tanto, Dios le cambia el nombre a la esposa legítima de Abraham, llamándola Sara, de la cual nacerá después, prodigiosamente por la acción de Dios ya que ambos eran ancianos, un vástago que será el heredero de la promesa y del pueblo naciente, Isaac. (cf. Gn 16, 1- 16; 17, 15-27; 18, 1-15, 21, 1-21).
El Apóstol San Pablo, en el Nuevo Testamento, toma esta historia como una alegoría del pueblo de Dios. En la Carta a los Gálatas dice: “Abraham tuvo dos hijos: uno de su esclava y otro de su mujer, que era libre. El hijo de la esclava nació según la carne; en cambio, el hijo de la mujer libre, nació en virtud de la promesa. Hay en todo esto un simbolismo: estas dos mujeres representan las dos Alianzas. La primera Alianza, la del monte Sinaí -que engendró un pueblo para la esclavitud- está representada por Agar. El monte Sinaí se encuentra en Arabia y corresponde a la Jerusalén actual. Pero hay otra Jerusalén, la celestial, que es libre y es nuestra madre. Nosotros somos como Isaac, hijos de la promesa. Y así como el hijo, nacido según la carne, perseguía al hijo nacido por obra del Espíritu, así también sucede ahora. No somos hijos de una esclava sino libres” (4, 22.31).
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Todos los protagonistas de este mito buscan la afirmación de su propia identidad. Neoptómelo necesita desprenderse de su herencia de “ser hijo de” Aquiles para demostrar que él, por sí mismo, es tan valeroso como su progenitor. Él quiere ganarse su propio lugar en la guerra y en la historia. De hecho mata, nada menos, que a la pareja real de Troya.
Algo similar le sucede a la princesa Hermíone. Ella es la hija abandonada de la legendaria Helena. La joven tiene que luchar con su pasado y con el fantasma de la belleza singular de su madre para ejercer su propio destino, a pesar del olvido de los otros y del abandono de su madre por largos años.
Por su parte, la princesa Andrómaca tiene que lidiar con un destino duro. Muerto su esposo y reducido su hijo, es desterrada. Es tomada cautiva como sierva y esclava. Tiene que dar hijos a la sangre de su enemigo y del enemigo de su pueblo. Asume el desprecio y la humillación pública como princesa, esposa, madre y mujer. A pesar de toda esa devastación; sin embargo, se reivindica de su destino y redime su honor: vuelve a casarse con un hombre que la ama, la cuida y tiene hijos del amor y no sólo fruto de la venganza. Como princesa pasa de la mejor de las situaciones, la corte real de Troya, a la peor de las circunstancias: tomada esclava del vencedor. Sin embargo, a pesar de todo, esos cambios no afectan su persona en el rol de mujer, esposa y madre. Ella misma se abre camino, desde una dura historia, para revertirla a pesar de tener todo en contra, especialmente el desprecio de la princesa Hermíone y el interés de Neoptómelo.
En el entrecruce del destino, los personajes nos hacen ver que en dichas circunstancias humanas, amparadas divinamente por los dioses obrando activamente, no hay “ganadores” o “perdedores” absolutos. Tampoco hay inocentes y culpables de manera definitiva. Aparentemente los dioses no se revelan demasiado, aunque siempre están detrás de las situaciones.
La princesa Hermínone empieza la historia en situación de pérdida. Aparece como una hija abandonada por su madre y entregada, por dos veces, en promesas matrimoniales por su padre a dos pretendientes distintos, generando esto confusión y enredos en la historia.
La princesa Andrómaca formaba parte de la corte de Troya y luego pasa por la esclavitud del destierro, aunque posteriormente se reivindica.
Neoptómelo comienza siendo un reconocido soldado de la guerra y termina despreciado y lapidado en el templo de Apolo, debido a una falsa información malintencionada. El príncipe Orestes -que está en esta historia como en un segundo plano- sin embargo es el que desencadena los encuentros y desencuentros entre los demás protagonistas y, sin demasiados escrúpulos, en la mentira y el asesinato, provoca el desenlace final de la historia y el acomodamiento definitivo de cada protagonista del triángulo fatal. Con la aparición del príncipe Orestes el triángulo formado por las princesas Hermíone y Andrómaca y el soldado Neoptómelo, se transforma en un cuadrado. La figura vincular del entretejido de la historia cambia.
Los lazos humanos suele ser así. Los tramos que dibujan las historias y los roles se van acomodando en tanto acontecen los sucesos. Transitamos luces y sombras, inocencias y culpabilidades, bondades y maldades.
El Apóstol San Pablo, en su carta a los Romanos, nos lustra al respecto cuando afirma: “Difícilmente se puede encontrar alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres porque todos pecaron. Si la falta de uno solo provocó la muerte de todos, la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre todos. Si por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón, vivirán y reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han recibido abundantemente la gracia. Y de la misma manera que por la desobediencia de un solo hombre, todos se convirtieron en pecadores, también por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en justos. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (7, 7-20).
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En gran medida, en el mito narrado, las historias de los protagonistas reflejan abandono. Fue abandonada la princesa Hermínone por su madre Helena. Abandonado el soldado Neoptómelo por su padre Aquiles. Abandonada a su suerte de esclava la princesa Andrómaca. Cada uno tiene que reconstruir una historia de abandonos y heridas. Sobrevivir a las consecuencias afectivas y efectivas del desamor. Todos son arquetipos de algún abandono.
Para cualquier abandono humano, el Evangelio nos muestra al principal abandonado de nuestra fe: Jesús. Durante su ministerio público, sus seguidores -al descubrir las exigencias del seguimiento del Maestro- no tardan en dejarlo, tal como aparece en el Evangelio cuando Jesús le advierte a sus discípulos después del discurso del pan de vida: “¿ustedes también quieren irse?” (Jn 6, 67).
A medida que avanza la incomprensión de Jesús en el Evangelio y se va hacia el desenlace de su vida, la gente, los fariseos y los sacerdotes lo van abandonando y tramando su muerte. El apóstol traidor, lo abandona en su corazón, antes de entregarlo por treinta monedas. En la Cruz, ninguno de sus discípulos permanece. Todos lo dejan, excepto Juan que está junto a María.

El grito final del Crucificado es un reclamo en la intemperie absoluta del total despojo, incluso y sobre todo el de Dios: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (cf. Mt 27,46).
La desaparición y el ocultamiento de Dios, del telón de fondo de la Pasión de su Hijo martirizado, nos habla de una máxima elocuencia de Dios a través del silencio, el cual parece, incluso, hasta despiadado. En la muerte, Jesús no encuentra nada. Ni siquiera a Dios. El Hijo está abandonado por su Padre.
Esta cruz de abandono en la cual se provoca la redención es la única posibilidad de reversión de cualquier otro abandono humano y divino. Si Jesús no lo hubiera pasado, no podría redimirlo. Era necesario el abandono de Dios en la cruz de Jesús. Sólo así, todos los otros abandonos humanos pueden ser redimidos, reconciliados, revertidos, sanados y transformados.

En cada abandono humano hay una posibilidad -dolorosa y fecunda- de la gracia pascual que está realmente actuando. El abandono de Jesús no nos permite sentirnos tan solos en la desnudez de las intemperies humanas. Él allí abraza y contiene a todo aquél que esté y que se sienta abandonado.
Sólo el amor cubre y cura todo abandono. El amor es presencia y compañía. Contiene y sostiene. Mientras que el abandono nos diluye en el anonimato, nos hace desaparecer y nos invisibiliza para otros, el amor nos hace aparecer. Nos devuelve la identidad y el reconocimiento. Somos alguien para alguien. El amor nos identifica y nos pronuncia como únicos.

Hermíone, Andrómaca, Neoptómelo y Jesús: mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos. 

viernes, 3 de agosto de 2012

La maldición de los Átridas


La maldición de los Átridas
Arquetipos. Episodio 7.
Eduardo Casas


1. La historia trágica de una familia maldita
Los Átridas son todos unos malditos. Se los reconoce como los descendientes del rey Atreo, de allí el nombre del linaje. Una estirpe maldecida por los dioses y los hombres ya que se fundó con el derramamiento de sangre inocente. Fue el reino de los réprobos. Generaciones y generaciones, envueltas en sangre y pasión. Oscuros tiempos de profundos enfrentamientos cuyo destino estuvo marcado por el asesinato: parricidio, matricidio, filicidio, fratricidio e incesto, entre otras abominaciones. Todo en un ciclo de violencia que no tuvo fin hasta que, definitivamente, pudo ser desatado.
Esta es la historia que comenzó con un pecado contra los dioses, una transgresión que fue más allá de los límites humanos, reclamando venganza divina, difundiéndose en el espacio y en el tiempo, a lo largo de varias generaciones, creando un linaje desventurado y una descendencia maldita.

Esta es la oscura y terrible historia de los Átridas.
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Como todas las cosas, la maldición tuvo un origen. Comenzó con el rey Tántalo y llegó hasta el príncipe Orestes. Entre medio, existieron varias generaciones.
El rey Tántalo era hijo de Zeus y de Pluto, una diosa fluvial. Un día, Zeus –haciendo una excepción- lo invitó a la mesa de los dioses, en el Monte Olimpo. Esa mesa era exclusiva, ningún mortal era comensal en ella. El rey mortal, jactándose de tal invitación entre sus pares, para justificar ante los demás que verdaderamente había accedido a tal privilegio reveló -como garantía ante los terceros- los secretos que había oído en la conversación de la mesa divina. Esta indiscreción fue una grave ofensa ya que divulgó, entre los humanos, los designios ocultos de los dioses.
Además, vanagloriándose estúpidamente, aún más, se atrevió a robar algunos de los más exquisitos manjares del banquete y los repartió entre sus amigos para que comprobaran que, ciertamente, había comido con los dioses. Especialmente sustrajo néctar y ambrosía, delicadezas que conferían la inmortalidad. Los mortales nunca habían probado las exquisiteces sólo reservadas al paladar de los dioses. El rey dijo abiertamente que los había robado, por solidaridad, para ofrecérselos a los hambrientos hombres. Algunos creyeron que gustar la comida de los dioses los iba a hacer más sabios o les transmitiría algunos de los dones o poderes divinos.
Algunos sospechaban que la actitud del rey Tántalo era sólo un vanidoso orgullo cercano a la superficialidad y liviandad de los necios.
Para una sola ocasión, los pecados del rey contra los dioses fueron muchos: profanó con deshonra la morada y la mesa de los dioses, les robó sus manjares deleitables y divulgó algunos de sus secretos. Aunque si se cree que esto fue demasiado, hay que afirmar que -de hecho- no fue todo lo que osadamente hizo.
Para corresponder a la gentileza de la invitación divina, él -a su vez- convocó a los dioses a un banquete que organizó. Allí superó todo lo se podía esperar. Fue más allá del límite. Puso a prueba a todos los dioses. Deseaba comprobar, por sí mismo, si eran verdaderamente omniscientes, si podían llegar a conocer todas las cosas. Para este desafío les entregó a comer -a todos los dioses presentes- algo que él mismo, muy especialmente, había preparado con sus propias manos.
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El rey Tántalo, antes de la fiesta y de manera absolutamente deliberada, había llamado a su hijo el príncipe Pélope, sin ningún aviso previo. Cuando su hijo, confiadamente, llegó, el padre, lo estrechó en sus brazos fuertemente. En ese abrazo llevaba escondida una daga. El padre le dijo al oído que era el abrazo de la despedida. El joven sospechó que su padre se iba de viaje. Cuando el abrazo se hizo más fuerte, el hijo le dijo: “padre, no tienes que preocuparte por nada. Todo saldrá bien, según lo que has planeado”.
Esas fueron sus últimas palabras. Tras pronunciarlas, sorpresivamente, el abrazo se tornó filoso y sangriento. El joven príncipe sintió -por la espalda- el ingreso profundo de la filosa arma. Le cortó la respiración. El padre sonrió: recién ahora estoy ofreciendo un sacrificio digno a los dioses, dijo.
El rey Tántalo dejó de abrazar a su hijo, el príncipe -trastabillando- cayó al suelo, bañado en sangre. Estaba sumido en la incomprensión por el desconcertante actuar paterno.
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El príncipe Pélope ya sin vida, cayó a los pies del rey Tántalo, el cual lo tomó y- en un acceso de locura, entre risa y llanto a la vez- con sus propias manos, lo empezó a abrazar y con la daga comenzó a trozar y a descuartizar el cuerpo de su hijo.
Después de un largo rato, bañados en un fluir constante y abundante de sangre, tomó los miembros mutilados, los besó uno a uno y portándolos en una bolsa, fue a la cocina, siguió trozando y tiró las partes que no fueron usadas, luego preparó el fuego y asó la carne durante largo rato. Deseaba una comida única, exótica, muy especial como era su hijo. Mientras hacía esto, hablaba solo y monologaba como manteniendo una conversación con el príncipe, aquella que hubieran tenido en aquél fatal encuentro.
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La gran cena se realizó en el fastuoso palacio del rey Tántalo. Él quería divertirse y entretenerse con los dioses. Apetitosas y humeantes, las fuentes atravesaban el salón en todas direcciones. Criados engalanados colocaban en los platos de los divinos comensales porciones de carne con hierbas y especias. Nadie sospechaba acerca del destino sufrido por el príncipe Pélope. Los dioses estaban gozosos aquella noche. No se daban cuenta de que involuntariamente, se hacían cómplices de un crimen.
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Se percibía entre la música y las conversaciones de aquél lujoso banquete una atmósfera algo artificial y tensa, extraña y sospechosa. La mirada del rey Tántalo, sonriente e irónica, no dejaba ver sus intenciones. Con terrible atrocidad, intentó que los dioses comieran carne humana de un inocente, sirviéndola de manera muy tentadora y adornándola como una singular ofrenda. Una comida que, seguramente, nunca habían probado los dioses. El pretendía que la corte divina no se olvidara de él y de aquella extravagante comida.
Los dioses contemplaban, en silencio, sus platos sin moverse. Todos, en ese preciso momento, supieron, por su omnisciencia, lo que el monarca había hecho servir. Respetuosos e indignados, no comieron, excepto, Démeter, la diosa madre de la tierra, que por la tristeza de haber perdido a su hija Perséfone, que andaba buscando, la aflicción no le permitió darse cuenta y comió el hombro izquierdo del desdichado. Ella, inadvertidamente, se sirvió su porción con gesto delicado. Al probar el alimento se dio cuenta de que era carne humana de un omóplato.
Los dioses se horrorizaron del sacrificio que el rey había infligido a su propio hijo, presentado como el plato fuerte de la cena. Espantados por el crimen, reprobaron la acción del rey, además decidieron recomponer y resucitar a Pélope, ya que era una víctima inocente. Ellos se levantaron indignados y horrorizados al ver el cuerpo servido en el banquete perteneciente al propio hijo del despiadado anfitrión. Era un crimen digno de la furia implacable de las diosas Erinias, las vengadoras de los lazos familiares ultrajados. Un desafío a la sabiduría de los dioses con homicidio y sacrilegio, incluido. El castigo divino para el rey no se hizo esperar: su destino fue el Tártaro, el lugar más oscuro y frío del Hades, el mundo subterráneo de las sombras.
Inmediatamente, levantándose de la mesa, el dios Zeus ordenó al dios mensajero Hermes que reconstruyera el cuerpo del mutilado príncipe Pélope y lo pusiera en un recipiente mágico, sustituyendo el hueso de su hombro por uno ortopédico forjado de marfil de delfín, hecho por el dios Hefesto, herrero y orfebre muy delicado.
Una vez realizada la obra de arte fue ofrecida por la misma diosa Deméter que había mordido la carne del infortunado, sin querer. El hombro nuevo tenía, además, poderes curativos para quien lo tocara. Las diosas del destino, las Moiras le dieron a todo el cuerpo y el alma del desventurado príncipe, un hálito de vida nueva.
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El castigo otorgado al rey Tántalo -por los ofendidos dioses- remedaba la cena que el propio rey había preparado. La pena otorgada fue proporcional al pecado cometido. La intensidad del castigo fue adecuada para la transgresión realizada. Así se manifestó la justicia divina.
El rey Tántalo fue condenado a padecer hambre y sed eternamente. Lo enviaron al Tártaro, la parte más profunda del inframundo, reservada para los peores malvados. Allí sufrió un castigo eterno. Algunos dicen que estaba sumergido en un inmenso lago, cerca de un árbol con deliciosos frutos, cuando intentaba beber, el agua se retiraba y cuando deseaba comer, se apartaban de su alcance los frutos. Además había una enorme piedra que se balanceaba constantemente sobre su cabeza, amenazando con caer.
Otros comentaban que, sumergido en el lago, hasta la altura del pecho, el rey jamás podía beber. Cuando lo intentaba, las aguas bajaban de nivel; tampoco podía alcanzar nunca las manzanas de un árbol, cuyas ramas se extendían sobre él. En el momento en que alargaba la mano, las ramas se alejaban. Cuando, en raras ocasiones, el agua llegaba hasta sus labios, luego se resbala de su boca, rehusando humedecer su reseca y áspera garganta. Aunque estaba rodeado de árboles, cargados de frutas apetecibles a la vista, no podía aplacar su hambre, las ramas flexibles y huidizas, siempre se le escapaban de las manos por más que se esforzaba.

En un banquete había profanado la mesa de los dioses y los había engañado, es por eso que éstos sentenciaron al suplicio del deseo de beber y comer, sin nunca poder estar saciado, ni alcanzar el objeto de su necesidad, padeciendo el castigo de una continua insatisfacción.
El rey Tántalo, en su condena, siempre recordaba sus tres pecados fundamentales: ofender a los anfitriones despreciando el deber sagrado de la hospitalidad, haber matado a su hijo inocente y pretender desafiar a los dioses en su ciencia y sabiduría tentándolos a comer carne de un sacrificio humano.
El soberano castigado permanecía en un lugar hermoso con abundantes y variados frutos, apetitosos y deleitables que nunca podía alcanzar. La apariencia no siempre corresponde a la realidad. Lo que más deseamos, a menudo, es lo que siempre está lejos de nuestro alcance.

El rey Tántalo, sin cesar, estiraba su mano con ansiedad y ardor. La sed y el hambre lo consumían. Ni al agua, ni a los frutos, podía llegar, a pesar de estar tan próximos a él. Lo más cercano, no siempre es lo que está más a la mano.
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El príncipe Pélope, después haber sido resucitado, pasó un tiempo sirviendo a los dioses, en el Monte Olimpo, en agradecimiento por haber sido vuelto a la vida. Allí vivió mucho tiempo feliz. Sin embargo, a pesar de haber vuelto a la vida, después de muerto, sin embargo, continuaba siendo un débil mortal. Lamentablemente mucho no duró allí. Fue expulsado por robar néctar y ambrosía de la mesa de los dioses, repitiendo -nefastamente- la acción de su padre.

A menudo los hijos reiteran los errores de los padres y escriben nuevamente la misma historia bajo la ley de las mismas equivocaciones. El príncipe fue exiliado, lejos de los dioses, en las lejanas tierras de un rey que tenía una hermosa hija, la princesa Hipodamía. El soberano no quería que la princesa se casara porque una profecía afirmaba que él moriría por acción de aquél que fuera su yerno.
La hermosa y joven princesa tenía muchos pretendientes, su padre –que no quería dar a conocer el fatal vaticinio- desafió a todos los solicitantes a concursar en una carrera de carros junto a él. Quien ganara se casaría con la princesa. Si los pretendientes perdían, serían -sin excepción- castigados con la muerte.
Lo que nadie sabía es que el mismo rey -mientras se realizaba el concurso- los mataba con su lanza en tanto corrían la carrera. El rey era llevado en su carro conducido por uno de sus esclavos, el cual había recibido la orden expresa del rey de limar anticipadamente y en secreto las ruedas de los carros de los concursantes para que se rompieran durante la carrera.
Cuando se presentó el príncipe Pélope, la princesa Hipodamia quedó impactada por su actitud valerosa. Había algo en él llamativo y refulgente. Una presencia luminosa y singular. Una actitud y un porte distinto. La princesa no sabía nada de la historia de ese luminoso varón que, con su sola presencia, hacía desviar la mirada. Nadie sabía que el príncipe Pélope era un redivivo, alguien que había retornado de la misma muerte, milagrosamente, de nuevo a la vida, por designio divino.
La princesa, al verlo, se enamoró de él y ella, conociendo la estrategia de su padre, le mandó a decir que sobornara al esclavo de su padre para que cambiara los ejes de madera de las ruedas del carro de su amo, el rey, por unos de cera. El príncipe Pélope convenció al esclavo prometiéndole la mitad del reino. Así fue que el esclavo, en secreto, traicionó a su señor y amo. Cambió los clavos de bronce del carro real, aquellos que sujetaban las ruedas al eje por unos clavos de cera de abeja conservados en agua fría.
Cuando al día siguiente, la carrera comenzó, justo cuando el rey estaba alcanzando el carro del príncipe Pélope y preparándose para matarlo, las ruedas del carro real se soltaron debido a que los clavos eran de cera y con la fricción de las ruedas, se habían derretido. El coche se rompió, siendo arrastrado por los caballos. El rey murió al instante, debido a los golpes de su cabeza en el piso. Todo pareció un nefasto e inesperado accidente.
La princesa Hipodamia fingió dolor, aunque internamente no sintió tristeza. Todo salió como lo había planeado con sus cómplices. Ella se sintió, al fin, liberada del yugo paterno ya que su padre la mortificaba al decirle que nunca se casaría.
El príncipe Pélope, victorioso, aprovechando la ocasión, mató al auriga del carro real. El mismo que había traicionado a su rey por la ambición de poseer algo del reino del príncipe. Todos los presentes creyeron que el príncipe mataba al esclavo porque éste, por un descuido irresponsable en la conducción y dirección del carro expuso y terminó con la vida del rey a la vista de todos.
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El gentío gritaba espantado ante el giro inesperado que tuvo el entretenido concurso. De pronto, mientras el esclavo agonizaba, por la herida provocada por la espada del príncipe, se paró como pudo, miró a los ojos al príncipe Pélope y lo maldijo a viva voz, por su traición. El esclavo que traicionó a su rey fue, a la vez traicionado, por el príncipe, el cual lo engañó a pesar de la promesa que había realizado. El esclavo, con su último respiro, de pie, con su mano en alto, frente a todos los presentes, cuyos gritos habían cesado, lo maldijo al príncipe, a toda su descendencia y a las generaciones venideras que llevaran su sangre.
En nombre de todos los dioses, elevó su mano derecha hacia el cielo y en presencia de los que allí estaban, gritó -con la última furia que le quedaba como aliento- una terrible maldición para el príncipe Pélope y toda su estirpe. La maldición hizo retumbar el cielo y temblar la tierra, sacudiendo el firmamento con truenos y relámpagos. Un fuerte viento comenzó a soplar cuando su voz potente, gritó con fuerte eco:
“Maldito, Maldito seas Pélope por tu corazón mentiroso, traicionero y pervertido. De nada te servirá la vida que se te ha dado. Que tu brillo se apague y tu resplandor se agote. Sean oscuros tus días y tus noches más oscuras todavía. No haya agua en tu sed, ni pan en tu hambre. Que los hijos de tus hijos busquen sangre en la sangre y que no haya paz, ni descanso, ni siquiera en el silencio. Que el sufrimiento más agudo sea para ti y para los tuyos. Que a tu descendencia los inquiete la perturbación y el deseo desmedido del rencor que come por dentro el corazón. Que la guerra, sin final, los devore por completo, pactando con sus más secretas ambiciones. Que las sombras de los muertos los persigan y torturen. Que no se rompa la fuerza del castigo y que la muerte sea tu única compañía cuando te quedes solo de ti mismo, mordiendo y escupiendo tu condenado hastío insatisfecho. Que estas palabras indefectiblemente se cumplan a partir de hoy y para siempre. Que te arrepientas de estar vivo. Que la muerte de este día se repita en todos tus días por siempre. Que no haya perdón. Sólo venganza y fatiga. Que tu herencia sea un tiempo vacío, un pasado de gritos, una desesperanza en cada ilusión y una única y continúa pesadilla para tus noches. Que no encuentres nunca la paz. Que así sea”.


Que así sea, repitieron los presentes, junto con los dioses, distanciándose de las malas acciones del triunfal príncipe Pélope. Se hizo, de pronto, un prolongado y espeso silencio. Nadie se atrevió a interrumpir. Nadie hablaba. Sólo se escuchaba un fuerte viento que empezó a soplar, llevando los ecos de esa maldición a su destino, viajando en el aire de ese día que se había oscurecido, de pronto, por el deseo de los dioses, la maldición se esparcía como una niebla oscura por la memoria del tiempo y los rincones del espacio.
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Éste fue el comienzo de aquella maldición del esclavo traicionado que destruyó toda la familia del príncipe Pélope. Cuando éste asumió el reino tuvo varios hijos. Dos de ellos, mataron al favorito que iba a heredar el reino; luego ambos fueron desterrados junto con la reina Hipodamia, su madre, quien no pudiendo soportar el conflicto entre sus hijos, se ahorcó.
La maldición estuvo siempre viva, activa, punzante y desafiante. Recorrió diversas generaciones. Persiguió a padres, hijos, nietos y bisnietos. Nadie se salvó. Todos fueron continuadores del castigo y herederos de la maldición familiar que recibían como funesta sucesión y legado.
La vida y la muerte del primero príncipe y luego rey Pélope se pierden entre los oscuros vericuetos de esa maldición que fue tomando diversas formas en un laberinto de sangre y venganza. Nadie gozó nunca de la tregua de una cierta felicidad, ni de algo de paz al tener sobre sus hombros la carga de una maldición que recorrió varias generaciones.
Durante la guerra de Troya, los huesos del rey Pélope fueron llevados a la ciudad sitiada, ya que un oráculo había sentenciado que los griegos ganarían contra los espartanos si tenían con ellos esos huesos malditos por el odio y el despecho de generaciones y generaciones.
Sin que nadie lo supiera, la memoria de la guerra de Troya era fruto de esa oscura maldición recibida por el príncipe Pélope, el cual fue muerto por su padre, el rey Tántalo, quien lo mutiló y lo sirvió como comida a los dioses, los cuales horrorizados por el sacrificio humano, lo revivieron.

Los dioses ratificaron la maldición del esclavo, cuyo nombre la historia ha ignorado. Los hombres y mujeres descendientes de los reyes Tántalo y Pélope fueron alcanzados, de distintas formas, por una misma maldición. Como los diversos afluentes de un mismo cauce de un río de aguas oscuras, la maldición recorrió vidas, viajes y paisajes. Todos los cauces de ese río condenado desembocaron en el inmenso y tumultuoso mar agitado de la interminable guerra de Troya. Detrás de cada guerra siempre hay una maldición ya que nadie gana. Todo el mundo sufre.
2. Todos contra todos
El príncipe Pélope y la princesa Hipodamia, a pesar de la maldición ganada por el engaño con el cual accedieron al matrimonio, se casaron, fueron coronados reyes y tuvieron gemelos: los príncipes Atreo y Tiestes.
Durante muchos años, padres e hijos, vivieron despreocupados y casi se olvidaron de la eficacia de la maldición proferida. Prefirieron la conveniencia de no creer en ella. Sin embargo, el tiempo se encargó de refrescar la memoria. Fue cumpliendo todo, también la maldición. Con el tiempo todo llega, incluso lo que no deseamos, ni esperamos.
El rey Pélope, además, había tenido un hijo ilegítimo. Algunos dicen que con un ninfa; otros, con una esclava. Lo cierto es que ése era el hijo preferido, el favorito para heredar el reino. Los otros dos hermanos que mucho ambicionaban el trono, instigados por su madre, la reina Hipodamia, mataron a Crísipo, el hijo más amado.
Fue entonces cuando el rey Pélope, al enterarse, de la suerte de su hijo predilecto, profundamente dolorido, desterró a los otros dos incluso junto con su madre, la reina. No podía perdonarlos por semejante acción de complot. Ambos hermanos se refugiaron en la corte de un rey llamado Esténelo. Un oráculo había sentenciado al rey que cuando muriera el heredero a su trono debía ocuparlo un hijo del rey Pélope, sólo así la maldición podía seguir actuando. Cuando murió el rey, que no sabía de la maldición, aunque había comunicado el oráculo, los príncipes Atreo y Tiestes se enfrentaron, entre sí, por el trono.
Se coronaría a aquél de los dos que consiguiera un carnero cuya lana fuera de oro ya que ese animal era considerado un emblema monárquico. El príncipe Atreo, con dificultades, encontró –sin embargo- un singular carnero que tenía vellones de oro y lo sacrificó. El príncipe Tiestes, celoso, convenció a la mujer de su hermano Atreo que él sería su amante y le daría sus bienes si ella le entregaba tan sólo un pequeño vellón de oro del animal. La mujer aceptó.
El príncipe Tiestes le propuso a su hermano que fuera rey aquél que poseyera, aunque fuera tan sólo un vellón de oro de tan extraordinario animal. El príncipe Atreo aceptó, sin sospechar nada del ardid que había tramado su hermano y su esposa, la cual era muy vanidosa y no tuvo reparos en traicionar a su propio marido con tal de seguir promoviendo su desmedida ambición.

El príncipe Tiestes, al otro día, presentó primero el vellón de oro del singular animal, por lo cual se convirtió en candidato seguro a ser coronado rey. Esa noche, para que la maldición corriera su curso, el dio Zeus envió al príncipe Atreo un mensaje a través del dios mensajero, Hermes, presentándole una estrategia para que su hermano no se quedara con el trono.
El príncipe Atreo debía proponer el desafío de una prueba imposible, si al día siguiente se ponía el sol por el este, él sería el soberano, si se ponía, como siempre, por el oeste, el soberano seria su hermano, el príncipe Tiestes. Esa jornada, el dios Zeus todopoderoso, cambió el curso habitual del sol ya que sólo él podía hacer ese milagro, revirtiendo el curso natural del astro. Con semejante hecho, quedó claramente manifestada la preferencia y la elección divina.
El príncipe Atreo fue coronado rey ya el sol se había movido hacia atrás, de forma inversa a la ruta habitual en su trayecto en el cielo, una hazaña que sólo el omnipotente Zeus pudo haber llevar a cabo. El príncipe Atreo obtuvo el trono y lo primero que hizo fue desterrar a su hermano, competidor y adversario, el príncipe Tiestes. Se quedó con el reino y con la esposa de su hermano como reina, la misma que había traicionado a su esposo por ambición.
Se ejecutó así la venganza. Expulsó al destierro a su hermano y una vez que estuvo a solas con la reina, la que hasta ahora había sido su cuñada, no confiando en la avidez codiciosa de ella, desde la torre más alta del palacio real, la arrojó al mar. La infiel princesa, se ahogó. A la corte, el nuevo rey dijo que la princesa se había suicidado debido a la pena sufrida ya que su antiguo esposo no pudo ocupar el reino vacante.
Pasado un cierto tiempo, el rey Atreo, fingiendo estar arrepentido, manifestó querer reconciliarse con su hermano el príncipe Tiestes. Lo mandó llamar a la corte y -en su honor- celebró un banquete de paz y perdón. Al final del mismo, cuando su hermano, había comido y bebido, contento y satisfecho, el anfitrión presentó en una bandeja las cabezas, pies y manos de las víctimas que su hermano había comido. El príncipe Tiestes reconoció las partes mutiladas de sus cinco hijos en aquellos miembros despedazados. El rey Atreo los había hervido y servido a la mesa. El príncipe Tiestes, gritando horrorizado, ratificó –con su propia voz- sin saberlo las mismas palabras de la terrible y antigua maldición a los descendientes de su hermano, el rey Atreo, para que se cumpliera implacablemente en el nudo ciego del destino. La rúbrica solemne de la antigua maldición dada al rey Tántalo y su linaje tenía ahora, en las palabras del rey Atreo, una fuerza aún mayor, redoblando su eficacia perturbadora. A partir de entonces, los descendientes del rey Atreo fueron conocidos como los Átridas, el linaje doblemente maldito.
El príncipe Tiestes tristemente recordó que, en su familia, su abuelo paterno, el rey Tántalo, hacía mucho había matado y servido a su hijo, el príncipe Pélope como comida para la mesa de los dioses. Ahora, uno de los hijos del rey Pélope, bajo la influencia de la terrible maldición, proseguía con ese macabro ritual de su monstruoso abuelo.
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Las maldiciones maldicen a quien las profiere. El príncipe Tiestes quedó afectado por la fuerza de la misma maldición que profirió. Cegado por el poder de venganza y buscando la eliminación de su hermano, con el cual siempre competía, un oráculo le había aconsejado que si él tenía descendencia con Pelópia, su propia hija, ese hijo maldito -nacido del incesto- mataría al rey Atreo.
Como el odio no tiene límites y obnubila, el príncipe Tiestes, aunque la idea le resultaba horrorosa, sabía que sólo podía deshacerse de su hermano gemelo, tan detestado, si cumplía el fatal oráculo. Cuando se acercó a su hija con esa perversa intención, a pesar de la resistencia de la desdichada joven, el acto incestuoso se realizó por la fuerza. La maldición regía e imperaba tenebrosa. El hijo que posteriormente nació del rey padre y de la princesa hija, fue llamado Egisto, con el tiempo, efectivamente, bajo la larga sombra de la maldición, que alcanzaba a todos, vivió para darle muerte a su tío Atreo, cumpliendo así el fatal oráculo.
Cuando Egisto nació, fue abandonado por su madre, avergonzada por el modo en que su hijo fue concebido. Ella sentía que no lo podía amar, le recordaba permanentemente el desprecio que experimentaba por su propio padre, al cual odiaba profundamente por la herida que le había provocado de por vida.
Cuando la princesa dejó al niño librado a su suerte, un pastor lo encontró y lo llevó a la corte del rey Atreo, su tío, el hermano gemelo de su padre. El rey, ignorando la procedencia del niño, lo amó, lo crió y lo educó como si fuera su propio hijo. No hay que descuidarse demasiado, en cuanto nos distraemos, el destino suele ser muy irónico con nosotros y nuestras inocentes credulidades. La vida siempre busca saldar las deudas pendientes.
Cuando el niño creció y se hizo mayor, la princesa Pelópia, que se enteró que el hijo que ella había abandonado hacía años, un pastor lo había llevado a la corte de su tío, el Rey Atreo, como signo de aprecio y como un silencioso pedido de perdón, le hizo acercar, por sus esclavos, a Egisto una espada. Esa era la espada que el príncipe Tiestes, el padre del niño había sacado a su hermano, el rey Atreo, quien ahora era el padre adoptivo de ese niño.
Cuando Egisto creció aún más y se convirtió en un joven valiente, el rey Atreo envió a buscar al príncipe Tiestes ya que aún se proponía, en secreto, darle muerte. Egisto no sabía que el príncipe Tiestes era su verdadero padre.
El joven, ignorando los propósitos del rey Atreo, su padre adoptivo, cumplió la orden, encontrando el paradero del príncipe Tiestes, su verdadero padre. El muchacho regresó, trayéndolo al príncipe, con la excusa de que su hermano, el rey, le proponía, después de tantos años, un encuentro fraterno de tregua entre ellos.
El príncipe Tiestes, una vez más, confiando en su hermano, fue llevado hasta la corte por su propio hijo quien casi no conocía, ya que su hija, la madre del entonces niño, lo había hecho desaparecer muy prematuramente. Una vez que estuvo el príncipe Tiestes en la corte, se lo tomó prisionero, fue juzgado y sentenciado a muerte. El rey Atreo lo mandó ejecutar, sin dudar. El verdugo designado por el rey para ejecutar la sentencia fue su querido hijo adoptivo, Egisto, el verdadero hijo de la víctima. Egisto consideró esta distinción del rey, un privilegio ya que pensaba que el príncipe Tiestes siempre había sido un traidor al reino.
En el momento de ser ejecutado, cuando Egisto alzó la espada que llevaba, el príncipe reconoció en el arma del joven verdugo a su propia y antigua espada, gritando que se detuviera un momento, pidió que se le concediera su última voluntad. Así fue. No se le negó ese último deseo. El príncipe Tiestes, condenado a muerte, interrogó a Egisto sobre la procedencia de esa espada. El le respondió que se la había dado su madre. El príncipe suplicó entonces que, como deseo póstumo de un sentenciado a muerte, le trajeran a aquella mujer. Egisto no sospechaba que esa mujer, su madre verdadera, era la hija del príncipe Tiestes: la princesa Pelópia.
Ella acudió, siendo buscada en la corte del príncipe Tiestes donde vivía, avergonzada por el recuerdo de lo que su padre había hecho con ella, al sentirse públicamente expuesta y culpabilizada por su maternidad, fruto del abuso, aunque nadie sabía el secreto doloroso de esa historia, tomó la espada que tenía en la mano Egisto, el hijo de ella y de su padre y se dio muerte ante todos. Egisto lloró y allí supo, por la confesión del príncipe Tiestes, que esa mujer era su madre.
El joven absolutamente perturbado por semejante noticia, no pudiendo comprender que había sido el instrumento para la muerte de su madre, tomó nuevamente la espada y fue a consultar el oráculo del dios Apolo, el dios de la verdad y de la luz, en la ciudad de Delfos. Una vez allí le fue revelada toda la verdad. Egisto supo que su padre era aquél condenado a muerte. Al regresar al reino donde se había criado y descubriendo todas las intenciones de su padre adoptivo y verdadero tío, buscó al rey Atreo y lo mató con la espada que le había regalado su madre. Luego Egisto y el príncipe Tiestes, su verdadero padre, reconciliados ante la muerte de la princesa Pelópia, reinaron conjuntamente en la ciudad.
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Los hijos del rey Atreo, los príncipes Agamenón y Menelao, después de la muerte de su padre, se vieron obligados a huir, dirigiendo sus pasos hacia Esparta, donde el rey Tíndaro los recibió cordialmente.
Allí la maldición los esperaba fielmente, no perdía ni su poder, ni su memoria. Ella seguía su curso y su historia. En ella se guardaba un designio: los que deseaban matar, eran matados. Los que se alzaban contra su sangre, sin respeto, eran aniquilados. Los hermanos enemistados y enfrentados, a la larga, hicieron desaparecer su linaje y sus raíces.
La envidia y el odio no nos permiten reconocernos como hermanos. Nos desfiguran por dentro. Terminamos desconociéndonos.
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Asesinado el rey Atreo, sus dos hijos huyeron a Esparta. Tíndaro, el rey, puso a disposición de los dos hermanos, los príncipes Agamenón y Menelao, un ejército con el que lograron derrocar a su tío, el rey Tiestes, el cual estaba en el poder. El príncipe Agamenón fue entonces nombrado rey, en lugar del príncipe Tiestes y se casó con la princesa Clitemnestra, la hija del rey de Esparta. Ella ya se había casado, en primeras nupcias con un hijo de Tiestes, el cual fue muerto -en una batalla- a manos del que ahora era su esposo, el rey Agamenón. Cuando se casó con la princesa Clitemnestra, convirtiéndola en reina, el rey Agamenón arrancó violentamente al hijo de ésta, recién nacido, arrojándolo contra las piedras de un precipicio. No quería nada que perteneciera a su anterior marido. La desconsolada princesa Clitemnestra, habiendo perdido a su esposo e hijo, fue obligada a casarse con el rey Agamenón, el asesino de su familia. A la princesa Clitemnestra no le importaba convertirse en reina de semejante manera. Se casó forzada, aborreciendo a su esposo, el nuevo rey. A pesar de ello, tuvieron varios hijos: Ifigenia, Electra, Crisótemis y Orestes.
El príncipe Menelao, el hermano del rey Agamenón, que había huido con él a Esparta, se desposó -nada menos- con la princesa de ese reino: Helena, legendaria por su proverbial hermosura. Ella, una vez casada fue raptada por el príncipe troyano Paris, en virtud de una promesa de la diosa Afrodita que le concedió el favor de la mujer más bella al nombrarla a ella como la diosa más hermosa. Helena y Paris se casaron en Troya. La alianza entre jefes y guerreros griegos para rescatarla dio origen a la guerra de Troya.
El rey Agamenón, estuvo a cargo de la organización militar durante los diez años que duró la guerra. Al comienzo, la expedición no podía llevarse a cabo porque una calma total de los vientos impedía el desplazamiento de la navegación. Según el oráculo y la consulta realizada al adivino Calcante, el favor de la diosa Artemisa, que retenía los vientos, sólo podía librarse si el rey Agamenón sacrificaba a su hija Ifigenia. Este hecho, aunque algunos afirman que no se realizó, aumentó el aborrecimiento y el odio que la reina Clitemnestra ya le tenía al rey Agamenón. Nuevamente el rey le privaba a la reina de uno de sus hijos.
En el décimo año de la guerra de Troya, el rey Agamenón, tomó la esclava del héroe Aquiles, éste indignado, abandonó el campo de batalla. Sólo salió de su carpa para ir a los ritos fúnebres de su amigo Patroclo, al cual el príncipe Héctor de Troya lo mató, por confusión, al llevar la armadura que le había prestado Aquiles. En su honor, éste mató al príncipe Héctor de Troya en un duelo mortal. El hermano de Héctor, el príncipe Paris, a su vez, hirió a Aquiles -en su talón- dándole muerte en la batalla final. París, por último, fue abatido por Filoctetes, el mismo que mientras navegaba con sus compañeros hacia Troya, fue herido en el pie por una mordedura de serpiente. A causa de la infección de la herida fue abandonado en una isla desierta. Luego fue sacado de allí y llevado a Troya debido a que un oráculo había dicho que ésta no caería mientras Filoctetes no estuviera presente. Se necesitaba su presencia para que Troya sucumbiera. La cadena de la muerte recorría todos los destinos de los protagonistas de la guerra. La maldición estaba como una sombra viva, siempre presente, aunque nadie podía verla.

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A la vuelta de la guerra, al rey Agamenón, lo esperaba un destino funesto. Su mujer había tomado como amante al hijo del rey Tiestes, Egisto. La reina Clitemnestra estaba irritada porque tenía varias cuentas pendientes con el rey Agamenón: la vida de su primer hijo muerto, el sacrificio de su hija Ifigenia que él había perpetrado –según decían- mediante engaños, la amante que traía de Troya, como un trofeo, la adivina Casandra, hija del rey de Troya y la muerte de su primer esposo.
La reina Clitemnestra recibió al rey Agamenón fingiendo alegría y hospitalidad. Una vez dentro del palacio, mientras su esposo tomaba un baño, fríamente lo asesinó con una espada, teniendo la complicidad de Egisto, su amante. La unión matrimonial de la reina Clitemnestra con el rey Agamenón había sido desventurada desde el principio.
Casandra que era una adivina desdichada ya que estaba condenada a no ser nunca creída, había vaticinado la muerte de su amante, el rey Agamenón, su propia muerte y la de sus dos hijos. Nadie nunca le creyó sus vaticinios. Sin embargo, todos se cumplieron. Incluso cuando -en la misma Troya- anunció que la ciudad sería destruida. En la corte de su padre, el rey Tíndaro de Troya, nadie le dio crédito. El dios Apolo le había asignado ese destino a Casandra por no haber correspondido el amor que le tenía el dios de la profecía.
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La maldición tenía miles de voces y de ecos. Gemidos y estertores de sufrimiento acumulado. Lamentos del olvido y llamados de la sangre. Quejas de las almas perdidas en sus destinos. Clamores y llantos que no se apagaban, ni se apaciguaban con el tiempo.
Por todos estos laberintos sangrientos, la maldición seguía fuerte y eficaz, oscuramente poderosa. Insaciable y tremenda, buscaba la sangre de la próxima generación. La violencia generaba mayor violencia, una espiral despiadada buscando la ciega memoria de viejos rencores.

Nunca hay que maldecir. Los caminos de la vida son tan sorprendentes, en sus variaciones, que nos pueden llevar al origen o al final, al punto de partida o de llegada del trayecto implacable que recorre silenciosa y despiadada cualquier maldición.
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Tras la muerte del rey Agamenón, la princesa Electra, su hija, envió a su hermano, el príncipe Orestes, fuera de la ciudad, temiendo que el amante de su madre, intentara acabar también con la vida del posible heredero. Cuando fue mayor, el joven visitó el oráculo de Delfos. Allí se le reveló que debía vengar a su padre. Se encaminó entonces a su patria y ofrendó un mechón de su cabello en la tumba de su padre a modo de ofrenda. La princesa Electra, su hermana, estando un día en la tumba de su padre, encontró ese mechón y, lo reconoció, llena de alegría, supo que su hermano estaba cerca. Al poco tiempo se encontraron y planearon juntos la venganza contra su madre. El príncipe Orestes la llevó a cabo. Sabía que si el oráculo había profetizado, él nunca podía escapar de la rueda del destino. A pesar de su conflicto interior -vengar la memoria de su padre, matando a su madre- lo hizo.
La reina Clitemnestra fue asesinada por el príncipe Orestes. También corrió la misma suerte el amante de su madre, Egisto. Por cometer matricidio, las Erinias, espíritus vengadores, diosas aterradoras que se nutren del alma sin descanso de los asesinados violentamente, lo persiguieron hasta hacerlo casi enloquecer.
Esta persecución duró mucho tiempo. Sólo un dios y un solemne tribunal humano podían deshacer la fuerza de la maldición que recorría las generaciones de los Átridas. El príncipe Orestes fue juzgado en la ciudad de Atenas. Defendido por el dios Apolo y la diosa Atenea. El tribunal empató en la cantidad de votos de culpabilidad y de inocencia. Algunos lo veían como un asesino. Otros lo consideraban una víctima de su propio destino.
Por las palabras de la diosa Atenea que manifestaron una justa sabiduría, resultó absuelto. Con este acto, ratificado por los dioses, se desató, para siempre, la larga maldición que gravitaba sobre la familia de los Átridas, los reyes malditos. La fuerza lóbrega que sobre ellos pesaba se disolvió como polvo remolineando en el viento. En el preciso momento en que se impartió la absolución para el príncipe Orestes y cuando la diosa Atenea levantó su mano para el divino perdón, comenzó a soplar un fuerte viento que parecía llevarse todos los ecos mudos de las sombras y el peso de antiguas cargas sin redención. El viento soplaba, renovaba y purificaba. El príncipe Orestes sintió que el viento lo invadía y pasaba entre sus ropas acariciando y limpiando todo.
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La pesada gravidez de la maldición fue abolida por la fuerza misericordiosa con la que la diosa Atenea juzgó el caso del príncipe Orestes, perdonándolo. A pesar de obrar el asesinato de su madre con la complicidad de su hermana, la princesa Electra, sin embargo, los oráculos y las maldiciones estaban señalando fatalmente su destino, del cual no podía huir. Nadie puede escapar, ni burlarse del destino. Todos caminan su propio camino, para bien o para mal.
La bendición de la diosa Atenea deshizo la fuerza compacta y tenebrosa de la maldición. El príncipe Orestes reconoció su crimen, repudiándolo. Las diosas de la venganza -las Erinias de su madre la reina Clitemnestra- siempre lo perseguían y obsesionaban. Sin embargo, nada puede hacer un mortal cuando está sentenciado por un destino trágico. Sólo los dioses pueden condenar o salvar.
Después de muchos años y generaciones infelices, luego de abundante sangre reclamando sangre y de odio desatado en furia, la maldición se debilitó en su fuerza por el poder de la misericordia de la diosa Atenea y así llegó a su fin. La misericordia desata cualquier maldición. Toda la densidad de la oscuridad se vence con un pequeño y frágil rayo de luz.
El poder de la maldición se disolvió, inmediatamente, como ceniza. La muerte -que había sembrado a lo largo de las generaciones- era mucha. Cuando una familia está en contra de su propia sangre, el rencor echa raíces profundas y amargas que, lentamente, todo lo va envenenando. El perdón desata los nudos ciegos de cualquier fuerza oscura. Sólo la absolución y la piedad, la misericordia y la paz, engendran luz. Nadie puede estar en contra de su propia carne. Nadie puede manchar la memoria de los suyos. El odio genera desencuentro, ruptura y desunión. La paz llega cuando cada uno se hace cargo de sus actos y las consecuencias, se arrepiente del mal realizado y procura el bien. La luz nace del bien. No hay ninguna maldición que pueda contra el bien y la fuerza del amor. El más pequeño amor destraba la más poderosa maldición. El amor es bendición: amar bien, queriendo el bien. No hay fuerza en el universo contra esto.
Una vez en la vida, el amor tiene que dejarnos sin opción. Qué sólo él sea nuestra libertad. Que nos saque todo y -sin aliento- es preciso entregar el corazón, sin reservas. Sintiendo su poder sanativo y curador. Dejar de preguntar y liberarse. Sentir que la bendición desciende como una lluvia copiosa del cielo. Hay que dejar que eso ocurra, aunque sea una sola vez en la vida.

3. El arquetipo de la historia de una maldición
Cada uno de los personajes de la historia narrada es un arquetipo en sí mismo. La misma historia de la maldición familiar, entre generaciones, constituye un arquetipo complejo.
El linaje maldito de los Átridas nace de la osada pretensión del rey Tántalo de poner a prueba a los dioses para ver si ellos son sabios y omniscientes. Su pecado fue de la soberbia, procurar ponerse al mismo nivel de los dioses ya que éstos lo habían invitado primero a la mesa del Monte Olimpo. La estrategia que preparó fue absolutamente macabra y sádica, les dio a comer -descuartizado- el cuerpo de su hijo, el príncipe Pélope. Esto lo transformó en un ser despiadado, vil y sin límites. Su soberbia lo encegueció hasta llegar a extremos. El intento de ser como los dioses lo llevó al exceso y la desmesura.
El rey Tántalo es el arquetipo de la soberbia, la más fría y calculadora, la que no tiene reparos en cualquier acción, con tal de llegar a su cometido. Este pecado también aparece en la Biblia, en las primeras páginas del libro del Génesis. Allí se describe la tentación de la primera pareja humana, la de ser como dioses en el conocimiento del bien y del mal, tomando el fruto prohibido (cf. Gn 2,17, 3,5).
Después de caer en la culpa, el jardín paradisíaco del Edén se transformó en la puerta del exilio ya que la primera pareja fue desterrada cargando con la maldición de su pecado.
En el mito griego, la acción sacrílega del rey Tántalo es el punto de partida de la maldición que luego recibirá el príncipe Pélope y toda su descendencia y luego se redobla con la ratificación de la maldición al rey Atreo. Se establece firmemente así una culpa inicial que ensombrece el resto de la estirpe que lleva esa sangre. La culpa del rey Tántalo es pagada en el Tártaro, el lugar reservado para los castigos más severos infligidos por el reino de las sombras, el Hades, donde hay agua y frutos como en un jardín paradisíaco y, sin embargo, no pueden saciar la sed y el hambre. Lo hermoso se transforma por la culpa en algo atormentador. También así sucede en el libro del Génesis, una vez que la primera pareja pecó, fueron expulsado del Paraíso asumiendo las consecuencias de su acción transgresora. Por el pecado de los orígenes, la culpa -transmitida a partir de la primera pareja humana- afectó incluso a toda la Creación, heredera de esa maldición (cf. Rm 8, 19-24).
Hay una misteriosa solidaridad en el mal que se entreteje, más allá de la libertad personal de quien la ha causado, afectando a otras libertades e –incluso- a la condición humana en sí misma. Muchas religiones hablan de mitos originales acerca de la culpa. Casi todas las religiones ponen –en el origen del conflicto- una competencia entre lo humano y lo divino. Cuando lo humano se extralimita, cae en una acción devastadora que arrastra y envuelve a todos por igual. Las religiones conocen este núcleo oscuro del corazón humano envuelto en la soledad de sus propias sombras.
Esto se puede contemplar en la maldición de los Átridas o en los descendientes de Adán y Eva. Hay una culpa solidaria, en el mal, que afecta a todos. No excluye a nadie en sus efectos. Todos lo sienten, de una u otra forma (cf. Jr 32,18).
En la primera competencia entre los hermanos gemelos, los entonces príncipes Atreo y Tiestes, a pesar de que Tiestes -con engaño- consiguió el mechón de oro de la lana del carnero, Atreo fue elegido en razón de que el dios Zeus hizo poner el sol de manera contraria a lo habitual.

Un suceso similar se narra en la Biblia, en el Antiguo Testamento, cuando el juez Gedeón, combatiendo con el pueblo enemigo y pagano de los amorreos, el Dios de Israel, en plena batalla, salió a favor de los suyos, deteniendo el sol y haciendo permanecer la luna inmóvil. Así lo hizo hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. Los astros dejaron de correr casi un día entero. Jamás hubo otra jornada igual, ni antes ni después, en que Dios obedeciera a la voz de un hombre. Esto se realizó manifestando que el Señor combatía en favor de Israel (cf. Jos 1, 12-14).

La historia del mito griego en donde Zeus hizo que el sol tuviera un recorrido inverso al habitual y la narración de la Biblia donde el Dios de Israel detuvo el sol y la luna en favor de Gedeón y su pueblo, muestran simbólicamente la condescendencia de lo divino, de manera extraordinaria, hacia lo humano. No haremos la consideración científica si tales fenómenos -con el sol y la luna- son posibles. Los mitos griegos y la Biblia no pretenden hacer ciencia y especulaciones astronómicas. Nos enseñan otra cosa, en este caso, por ejemplo: el favor y la preferencia de los dioses, los milagros que revelan esta elección y la fuerza de la omnipotencia divina ya que el sol y la luna son las máximas luminarias de nuestro cielo. Todo es posible cuando los dioses se apiadan de los hombres y condescienden a sus anhelos.
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El acto vil e inaudito de matar al hijo y ofrecerlo como comida, no sólo el despiadado rey Tántalo lo hizo en la mesa de los dioses sino que se vuelve a repetir cuando el rey Atreo le dio a su hermano, el príncipe Tiestes, a comer los miembros mutilados de los cinco hijos de éste. Este repulsivo acto sólo puede nacer del odio y el rechazo.
Si bien en el relato de los Átridas este hecho es literal podemos también considerarlo desde un punto de vista metafórico. Los padres muchas veces comen, de variadas maneras, a sus hijos. Los fagocitan, los exprimen, los dejan sin fuerzas, sin energía y sin vida propia. De muchas formas, la identificación padres e hijos puede volverse insana. Siendo el vínculo más constitutivo es también el más susceptible de ser contaminado. De hecho, es un lazo que permanece y se trabaja toda la vida. Es el más gozoso y doloroso, el más esencial y conflictivo, el más estructurante y complejo de todos los lazos humanos. El que más nos construye y el que más nos puede malograr.
Para aquellos que no profesan la fe católica -cuando decimos que comemos el Cuerpo y bebemos la Sangre de Jesús- a menudo les suena algo extraño. A los mismos judíos contemporáneos del Señor les pasó. Así quedó consignado en el Cuarto Evangelio cuando Jesús dice: “les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre es quien les da el verdadero pan del cielo. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Los judíos discutían entre sí diciendo: ¿cómo este hombre puede darnos a comer su carne? Jesús les respondió: les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que me come, vivirá por mí. Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: ¡es duro este lenguaje!, ¿quién puede escucharlo? Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: ¿esto los escandaliza?, ¿qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? (Jn 6,32. 51-52. 57. 60-62). El comer con los dioses, participar de la mesa divina, compartir sus manjares o comer su carne y beber su sangre es una aspiración que todas las religiones añoran y lo han expresado, cada una a su manera. El mismo Jesús, en una de sus parábolas, habla de participar en la mesa y en el banquete del Reino de los cielos (cf. Mt 22,1-14).
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La maldición familiar que recorre la historia de los reyes Átridas manifiesta que, los de la misma sangre, se constituyen en enemigos que hay que eliminar. La maldición los enceguece a todos: cada uno da muerte a otro. Esta historia de maldición y venganza entre hermanos, nos recuerda a la historia de la Biblia en la cual un hermano envidioso, Caín, da muerte a su hermano justo, Abel (cf. Gn 4,1-16). Caín sintió envidia por la ofrenda presentada por Abel a Dios ofreciendo lo mejor de su rebaño, mientras que Caín otorgó sólo frutos de la tierra. Por lo cual, su envidia lo cegó y mató a su hermano. Después del fratricidio quedó señalado: Dios lo marcó en su frente para que todos lo reconocieran. La marca de esa señal que Caín consideró como maldición, misteriosamente, a modo de tatuaje de Dios, lo salvó ya que, a manera de escudo y protección, impidió que otros lo mataran. La señal de Dios no fue para la venganza sino para el arrepentimiento.
En el caso del mito narrado sucedió algo similar, los príncipes Atreo y Tiestes tuvieron que conseguir un carnero con vellones de oro. A raíz de este hecho, debido a la competencia que sostuvieron por el trono, se consolidó, aún más, su rivalidad.
En el caso de la Biblia, Caín es considerado un maldito. Ese deshonroso título lo hereda hasta el mismo Jesús. San Pablo afirma “Maldito el que está colgado de un madero” (Gál 3, 13) citando a ley judía del Antiguo Testamento. Las maldiciones, en la Biblia, cuando aparecen (cf Gn 12, 3; 24, 41; 26, 28; Dt 21,13; 27,14-26; 28, 2. 15; Jr 17, 5-8; 20, 14; Jb 31,30; Neh 10,29; Zac 5,3) no son meras palabras.
En la concepción Bíblica, las palabras no son solamente vocablos sino instrumentos poderosos, agentes eficaces que realizan lo que dicen, empezando por la Palabra de Dios que nunca vuelve vacía sino que realiza lo que el Señor le ha encargado (cf. Is 55,10-11). La Creación ha sido hecha por una Palabra que hace lo que dice, tal como cuenta el libro del Génesis.
Las bendiciones o maldiciones son palabras que se realizan, realidades dinámicas y activas que tienen una misión y un encargo. Detrás de cada palabra proferida está el alma y la energía de quien la pronuncia, el deseo y la voluntad de quien la dice. En el Evangelio, el mismo Jesús, en una ocasión, maldice a una higuera porque no tiene frutos (cf. Mc 11,14; 20, 21). Esta acción del Señor es también un gesto profético.
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La maldición que rigió la vida de los reyes Átridas generó una cadena de venganzas continuas entre padres, esposos, hijos y hermanos. Nadie se salvó. En la Antigüedad existía un derecho y un deber de venganza ya que se jugaba el honor público de una persona o de un pueblo. Recién con el cristianismo apareció una fuerte crítica a ese derecho y deber de venganza ya que Jesús postuló el amor universal incluyendo los propios enemigos (cf. Lc 6, 27-37; Mt 5, 43-48). San Pablo nos recuerda que la venganza es sólo del Señor, Él es el único que puede ejercerla. En la Carta a los Romanos afirma: “no tomen la justicia por su cuenta. Dejen que sea Dios quien castigue. Dice la Escritura: mía es la venganza. Yo daré lo que se merece, dice el Señor” (12, 19).
Ciertamente el deseo de venganza y revancha -muchas veces- lo experimentamos cuando nos sentimos heridos u ofendidos. No es un sentimiento cristiano. El Dios Amor, el Dios de la justicia, la misericordia y el perdón, no puede justificar la venganza. Cuando uno decide no vengarse no es debilidad, ni deshonor sino que tiene conciencia que el destino de las acciones humanas, las nuestras y las ajenas, no está en nosotros poder sopesarlas con exactitud. Su recompensa o reprobación está en las manos de Aquél que es el Justo por excelencia.
El Dios justiciero, vengador y vengativo del Antiguo Testamento ha sido reemplazado por el Dios del amor misericordioso del Nuevo Testamento revelado en Jesús, quien como Justo sufriente, ha tomado sobre sí, el castigo de todos para redimirnos.
En el Antiguo Testamento se encuentra la figura del pueblo de Israel como siervo sufriente (cf. Is 40,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13; 53,12) y la de Job como un justo dolorido inocentemente. Cuando uno sufre, muchas veces, se pregunta si es culpable de algo. Une el origen del sufrimiento con una supuesta culpa o castigo. Vincula la experiencia existencial del sufrimiento con la dimensión ética de las acciones y su mérito.
Buscar una culpa, sea psicológica o moral, no ayuda para resolver el misterio del sufrimiento. Tampoco se trata de un pecado personal o de culpas de otros (cf. Jn 9,2-3). No debemos inculparnos a nosotros, ni mucho menos, a Dios. Nadie puede explicar el origen del propio sufrimiento o del padecimiento ajeno. Conviene no explicarlo sino aceptarlo.
El arquetipo del justo sufriente se asemeja al del mártir, aunque hay una diferencia. El mártir sufre por ser fiel a sus convicciones. El justo sufriente desconoce la razón por la que sufre. El origen y la finalidad de su sufrimiento resulta un misterio. Job no puede explicar su angustia, lo único que puede es maldecirla o bendecirla. Una vez que acepta el sufrimiento, éste le revela el sentido que tiene en su vida.
El sufrimiento siempre transforma. A algunos los vuelve más sombríos y opacos y a otros, más luminosos y resplandecientes. Cada uno transfigura, a su modo, el propio sufrimiento. Hay personas sufridas que destellan una luz particular, una verdadera sabiduría y una paz que les han sido dados en razón de sus padecimientos. Los contemplamos con temor reverencial. Muchas veces, en silencio. El sufrimiento no se puede profanar con palabras superficiales. Nos queda resonando en el corazón siempre un “¿por qué?” cada vez que sufrimos y no alcanzamos a vislumbrar el sentido de tal padecimiento. Ese “por qué” se parece a la interrogación que los niños le hacen a sus padres cuando están asomando al misterio de las cosas en este mundo. El sufrimiento nos vuelve como niños ante Dios, siempre en los labios nace un nuevo “por qué”.
4. La maldición se cambia por bendición
Los reyes Átridas, la familia maldita, tienen -en la fuerza de su despecho y odio- la sentencia de estar unos en contra de los otros para, mutuamente, eliminarse. Jesús, en su Evangelio, nos dice que solamente su opción puede provocar tal enfrentamiento, lo demás, no lo justifica: “estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra” (Lc 12, 53).
Estas palabras son eco del pronunciamiento que hizo antiguamente el profeta Miqueas cuando dijo: “el hijo trata con desdén al padre, la hija se levanta contra la madre y la nuera contra su suegra. Los enemigos del hombre son los de su propia casa” (7,6). (Efecto eco). El Evangelio de Mateo, a su vez, afirma que “el hermano entregará a la muerte al hermano y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres y les causarán la muerte.” (10,21).
En todos los tiempos existieron familias desunidas. La verdadera maldición de una familia es su propia desunión. Allí radica el germen de todo mal. No hay mayor desintegración que la que viene desde adentro.
El mito griego pone, en el corazón de una familia, la semilla propagadora de la destrucción a través del maleficio de una maldición haciéndonos ver, por contraste, que no hay mayor tesoro y bendición que la familia. La simiente de mal y muerte que lleve dentro de sí cualquier familia es su más eficaz maldición.
No obstante, cualquier maldición se desata con amor, el cual es más fuerte que toda muerte (cf. Ct 8,6). No hay mayor bendición que el amor. Sólo él libera, desata, cura, transfigura, bendice y se propaga, fecundamente, de manera aún más asombrosa que cualquier otra fuerza oscura. La bendición de la luz libera toda maldición.
El amor y el desamor siempre vuelven al corazón del cual salieron. Las maldiciones y las bendiciones regresan multiplicadas. No hay que hacer el mal porque retorna potenciado. Hay que amar porque siempre regresa multiplicado (cf. Lc 11,24-26). El amor permanentemente es fecundo y solidario. Nos hacemos bien, haciendo el bien.
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En el comienzo de la narración del mito griego de los Átridas, el príncipe Pélope, una vez que es matado, descuartizado y asado por su propio padre, el rey Tántalo, para ser servido como comida de los dioses es retornado a la vida, por la acción de los mismos dioses, que no aceptan la vida de un inocente sacrificado. El príncipe Pélope es regresado a la vida por la acción divina.
Esto nos recuerda a Jesús, el cual se dio -a sí mismo- como comida y bebida en la Última Cena en la Eucaristía, luego ofreció su cuerpo martirizado como sacrificio redentor en la Cruz y posteriormente Dios, su Padre, lo resucitó retornándolo a la vida.
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En el mito de los Átridas, la maldición recorre la vida de padres e hijos, castigando en unos la culpa de los otros. En el Antiguo Testamento, el rey David, después de tener un hijo quien será, nada menos que el rey Salomón, fruto del adulterio con Betsabé, la esposa del soldado Urías que el rey David mandó a matar, el castigo al pecado del padre se prolonga en la vida del hijo. Salomón fue el más sabio de los reyes de Israel, No obstante, también se pervirtió por el contacto con sus esposas paganas. El rey David se arrepintió y su pecado fue perdonado; no obstante, en la vida de su hijo se pagaron las consecuencias.
David, cuando aún era pastor fue capaz de matar al gigante Goliat. Aunque no supo dominar su pasión por Betsabé, al igual que le sucedió a su hijo, el rey Salomón, con sucesivas mujeres. El estigma de la debilidad los persiguió y los hizo sucumbir.
En el Antiguo Testamento el rey David y el rey Salomón no son los únicos ejemplos donde la culpa intergeneracional es presentada en solidaridad de destinos como maldiciones ancestrales dinásticas, de linaje o familiares. Este tipo de maldiciones son invocaciones de condenación y mal sobre muchos miembros de una misma familia o estirpe con el fin de traer consecuencias negativas de efecto prolongado en sus vidas.
Estas maldiciones aparecen en la Biblia en el libro del Éxodo (cf. 20,5; 34, 7) y en el libro del profeta Jeremías (cf. 32, 18). Sin embargo, en el mismo Antiguo Testamento hay una revocación de la ley de estas maldiciones (cf. 2 Cro 25, 4) ya que cada uno responde por sus actos desde su propia libertad (cf. Dt 24, 16; Jr 31,30; Ez 18,20). En el Nuevo Testamento, Jesús explícitamente dejó sin efecto esta perspectiva en la escena del ciego de nacimiento cuando le preguntan al Señor quién pecó para que naciera sin luz en los ojos: ¿él o sus padres? (cf. Jn 9, 1-3). Para Jesús nadie viene a pagar la culpa de otro. Todo sucede para que se manifieste la gloria de Dios. A partir de la venida del Señor la maldición se cambia en bendición.

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La maldición de los Átridas constituye un arquetipo complejo de soberbia, odio y venganza en donde se desarrolla una secuencia de pecados que van, desde el asesinato en todas sus formas familiares (parricidio, matricidio, filicidio y fratricidio), hasta el incesto y otras atrocidades como el canibalismo y los sacrificios humanos.
Hemos considerado, además, en el Antiguo Testamento, las maldiciones como fuerzas de palabras que se cumplen, sentencias malintencionadas de exclusión y muerte. A menudo abarcan generaciones sucesivas como es el caso del rey David y el rey Salomón. También reflexionamos sobre las consecuencias del sufrimiento, sobre todo el padecimiento inocente, como es el caso de Job hasta llegar, en el Nuevo Testamento, a Jesús, el cual San Pablo, citando la Palabra de Dios, lo llama duramente “Maldito” por colgar de un madero, como decía la Antigua Ley. Él es el siervo doliente, injustamente sufrido, tal como anunció el profeta Isaías.
Todas estas historias de los mitos griegos y la Biblia -el pecado original, Caín y Abel, Gedeón y Job, David y Salomón, entre otras- nos hacen descubrir que no hay que subestimar la capacidad de odio y venganza, por un lado y la potencialidad de amor y redención, por otro. Las fuerzas de la oscuridad y de la luz están siempre en puja en todos los corazones humanos.
Uno nunca sabe en qué momento puede volverse, debido al imperio de las circunstancias, repentinamente un héroe o un villano. Muchos héroes anónimos reaccionan valerosamente, incluso arriesgando su vida, en medio de situaciones que nunca hubieran imaginado estar.
No debemos subestimar nuestra capacidad espiritual y psicológica para el mal y para el bien. Por lo mismo que podemos ser crueles, con la misma fuerza, podemos ser bondadosos. La decisión está sólo en nosotros y en nuestra libertad.