domingo, 27 de mayo de 2012

Caos, el dios de los comienzos


Caos, el Dios de los comienzos
Eduardo Casas
1. En el principio

En el principio, todo era un inmenso y gran vacío. No existía vida, ni nada que se pueda describir. Sólo un interminable silencio, recorriéndose a sí mismo, sin extinguirse nunca. Nada de nada.
Sin embargo, para hablar con exactitud, no soy una absoluta “nada”. Incluso para mí, es difícil la comprensión de la eternidad y del infinito. Quizás pueda parecer muy racional y realista pero es más lógico pensar que todo ha tenido un principio, incluso, entre nosotros: los dioses.
Si hay “algo” o “alguien” preexistente, soy yo: mi nombre es Caos. Soy el principio primordial del cual surgieron todos los otros elementos: el agua, el fuego, la tierra y el aire. Soy el primer y más grande vacío. Para mí, la nada no existe y nunca existió. Siempre ha estado este gran hueco informe, impreciso, indeterminado, indefinido y amorfo. Sin embargo, el vacío es algo. No soy la nada.
Algunos llaman “nada” a este inmenso e inabarcable espacio ilimitado en donde se encuentra una materia movediza en estado inerte y totalmente desorganizada. Me confunden con la nada pero, en verdad, yo soy una mezcla inestable, variable y versátil.
La sucesión de los siglos y su repetitiva memoria me han otorgado el título de “primer dios” aunque ni siquiera tengo forma física. Carezco de rostro y de cuerpo. Soy un movimiento continuo, un hálito que se esparce, un espíritu que se anda sigiloso y errante. Soy innumerables partículas que se chocan y friccionan queriendo empezar a formar cosas. Una caótica combinación de elementos que existen en una materia primitiva e indeterminada.
He sido también, en esos inmemorables comienzos, el dios del destino. Inicialmente todo dependió de mí. Soy el generador de cuanto surgió posteriormente. El universo brotó de mí. Incluso los dioses nacieron de mí. Todos me deben reverencia y respeto.
Voy a contarles la inmemorial historia de este viejo mundo y sus edades, un relato que se va perdiendo y olvidando con el paso de los siglos. No hay recuerdos, ni libros que puedan contenerlo. Yo soy el único que puede el origen de este mundo longevo que aún todos habitamos y que, a pesar de todo, se empeña en persistir y en seguir rodando por el inconmensurable universo. Esta es una larga historia. Sólo el tiempo es testigo de ella.
2. Entre el Caos y el Amor
En el principio, todo era oscuridad. Erebo, el dios primordial de las sombras, llenaba todos los rincones del mundo. Sus densas nieblas rodeaban los bordes del espacio colmando los lugares subterráneos, incluso los remotos y profundos infiernos que recién se estaban formando. Algunos dicen que esos tenebrosos parajes nacieron sólo de Caos. Otros, en cambio, afirman que –como del dios Caos nada podía esperarse- ya que es inerte y sin forma, y estuvo por siglos lentamente moviéndose, apareció entonces Eros: el dios del amor.
Es por eso que, para algunos, en el principio, en vez del Caos, existió el amor. En el comienzo, el amor estaba con su fuerza creadora y aglutinadora, uniendo y mezclando, ensamblando y articulando, combinando y religando, conjugando y dando formas y figuras a las cosas. Su fuerza de atracción comenzó a generar vida. Las potencias desorganizadas de los elementos, quedaron sometidas al poder unitivo del amor.
Por el irresistible impulso de Eros, surgió primero Erebo, las Tinieblas. Lo único que había sobre el mundo era una gran sombra, densas nieblas cuyos dominios se extendían en una vasta zona subterránea. Todo era oscuridad, el dios primordial de las sombras, todo lo rebalsaba.
También de Eros, nació Nix, la diosa primigenia de la noche, la cual arrastraba las oscuras nieblas de Erebo por los cielos, extendiendo así la noche sobre el mundo. Erebo y Nix, los hermanos, no tardaron en tener un amoroso consorcio y originaron a Éter, el Alma del mundo, la luz celeste, el cielo superior y brillante, el aire puro destinado a los dioses muy distinto al aire denso de la tierra que respiramos los mortales.
Así, de la Oscuridad y de la Luz, Erebo y Éter, nacieron la Noche y el Día. Nix tenía como hermana a Hémera, la luz terrestre del luminoso día. Nix, la diosa primigenia de la noche, arrastraba la oscuridad de Erebo por los cielos, trayendo la noche al final de cada jornada, mientras que Hémera, las esparcía, desplegando la luz para un nuevo día.
Hémera, salía del Tártaro –el lugar más profundo del infierno- y Nix entraba en él. Mientras Hémera, afuera, daba su recorrido por la tierra, Nix esperaba en la morada hasta que llegase el momento de emprender, una vez más, su conocido y repetido viaje. Los dos hermanos intercambiaban en el Tártaro sus encuentros ya que ambos surgían de lo profundo. Siempre pasaban alternativamente el gran vestíbulo de ese pozo húmedo y frío, hundido en la más honda y tenebrosa oscuridad. Cuando el Día entraba, la Noche, salía. Siempre hacían la misma ronda sobre el mundo, marcando la actividad y el descanso.
Establecido el ritmo de la luz, Gea –que algunos también llaman Gaia- la diosa de la tierra, la base y el cimiento de todo, se replegó sobre sí misma y -en su propio vientre- comenzó a engendrar sola y así, mientras plácidamente descansaba y dormía, como si fuera fruto de su sueño, dio a luz a Urano, el Cielo que la cubrió. Ella le prometió que, cuando él fuera, adulto, sería su esposo. Se convirtieron en inseparables. Él siempre la protegía y abrazaba. Ella lo convirtió en la segura y eterna morada celestial para los dioses. Gea, también hizo sola, las altas montañas y los frondosos bosques.
Urano, desde las elevadas cumbres, derramó una lluvia fecunda en las hendiduras secretas de la tierra y así nacieron las hierbas, flores y árboles. También aparecieron los primeros animales. La lluvia hizo, además, que corrieran ríos y al llenar de agua los lugares huecos, se originaron los lagos y los mares, todos ellos eran dioses, cada uno con su nombre. Se llamaron “Titanes” y “Titánidas”, raza de divinidades poderosas que gobernaron en este primer tiempo del mundo que se llamó la Edad Dorada cuando todo estaba recién surgido.
Estos primeros dioses precedieron a las deidades del Olimpo que vinieron después. Fueron doce los Titanes de esta primera generación quienes estaban liderados por el más joven, Cronos, el mismo quien luego derrocaría a su padre, Urano, el Cielo, a instancias de su madre, Gea, la Tierra. De estos Titanes descendieron todos los demás dioses y hombres.
Urano y Gea no tardaron en querer demostrar su poder. Uno, gobernando arriba y otra, abajo. Gea, por su parte, sacó de sí misma, de sus propias entrañas, de lo más profundo de sus raíces, una parte subterránea y escondida, oculta e inferior que se llamó Tártaro. Por su parte, la Noche -por sí sola- ya había engendrado -de sus propias entrañas- a Tánatos, la Muerte, para que su silenciosa y sombría presencia estuviera desde el principio y también gestó a Hipnos, el Sueño, para que éste acompañara a los seres humanos y a otras divinidades en el descanso.
Por lo tanto, del Caos, surgió Erebo, la Oscuridad, de la Oscuridad, Éter, la Luz, de los cuales brotaron Nix, la Noche y Hémera, el Día. De la Tierra, Gea, nacieron los submundos del infierno. Ella se manifestó como la gran Madre de todo: los dioses celestiales eran descendientes de su unión con Urano, el Cielo; de su enlace con Ponto, hermano de Urano y antiguo dios del mar, nacieron todos los otros dioses de las aguas y, por último, la carne de los mortales fue hecha de las fibras de la misma tierra, del barro primigenio. Gea contiene el mar y las montañas en su gran pecho. En su interior alberga el suelo y sus vivientes. Todo lo conocido es su propio cuerpo que se expande.
Urano, el Cielo, poseía una sólida cúpula de bronce, decorada con estrellas, cuyos bordes descendían sobre los límites de la tierra plana. Urano era el hijo mayor de Gea, que luego se convirtió en su esposo. Urano y Gea fueron padres de doce hijos y seis hijas. Gea, luego se rebeló contra su marido, cuando Urano tomó a sus hijos, los más grandes –los Gigantes- y los encerró en el interior del vientre de la Tierra. Allí los precipitó, en las entrañas de su madre. Gea no podía soportar el inmenso dolor que le provocaba tener a todos sus inmensos hijos, los Gigantes, vivos dentro de su vientre entonces pidió ayuda a sus otros hijos, los Titanes.
Cuatro de ellos se establecieron como centinelas en los cuatro puntos cardinales, las esquinas del mundo, listos para detener a su padre cuando éste pretendiera descender a la Tierra. El quinto Titán –Cronos- se situó en el centro mismo de la Tierra. Gea, enfurecida y extenuada por la situación, acudió a Cronos, el más astuto, joven y terrible de sus hijos, quien se atrevió a poner fin al reino de Urano.
Armado con una filosa guadaña, mutiló a su padre mientras sus hermanos lo mantenían firme, sujetándolo. Urano, el dios del cielo, cayó bañado en sangre a la tierra. Gea, con esa corriente roja derramada, dio origen a las Erinias, las diosas de la venganza que persiguen a los culpables. Ellas liberaron y vengaron a los Gigantes encerrados.
Después de su caída, Urano –enojado, mutilado y humillado- profetizó, implacable, una nueva Era sobre el mundo cuyo inicio coincidía con la caída de los poderosos Titanes.
3. Las Edades del mundo
Al reino de Urano, le sucedió el de Cronos. Gea y sus descendientes dieron a luz a muchas otras divinidades de las fuerzas naturales que existen en el mundo. Cronos se unió a su hermana Rea y engendró a la diosa Hera, al dios Hades de los infiernos, al dios Poseidón de los océanos y terremotos y al dios Zeus, que a pesar de ser el último hijo, estuvo señalado por el destino para ser el principal rey de todos los dioses y los seres humanos.
Cronos, sabiendo que él había destronado a su padre y destruido el poder de Urano, vivía temeroso de que sus hijos pudieran amenazar igualmente su reino. Por eso, no se le ocurrió mejor idea que ir devorando a sus hijos en la medida en que éstos nacían.
Desde entonces se lo recuerda identificándolo con el paso del tiempo que nunca se detiene y todo traga y gasta, más rápida o más lentamente; lo iguala como si fuera una lima. Lo esculpe, erosiona y deteriora.
Rea logró salvar a su último hijo, Zeus, cuando iba a ser engullido. Le presentó a Cronos una gran piedra envuelta en pañales, preservando así al pequeño. Una vez que Zeus creció, ya adulto, buscó a su padre. Cronos recibió de Hera un brebaje para que vomitara a sus hijos que aún vivían y crecían en el vientre de su esposo. Zeus entonces enfrentó a Cronos, lo expulsó, desterrándolo y lo arrojó a la región que se extiende debajo de la tierra y de los mares. Así se cumplió con Cronos lo mismo que él había hecho con su padre Urano. El tiempo también recibe su propia venganza.
Zeus victorioso y aclamado, eligió como morada la montaña más alta, el monte Olimpo. Allí inició su reinado. Tomó por esposa a su hermana Hera y comenzaron una nueva Era, en una corte espléndida en la cual vivieron con sus otros hermanos rescatados y con numerosos dioses que fueron engendrando.
Después de un tiempo de paz, empezaron a aparecer los rivales. Siempre el exceso de poder origina contiendas. Así sucedió en los comienzos del mundo y sucede hoy. La rivalidad a Zeus fue declarada por los Titanes, los cuales habitan en otro monte. También ellos eran hijos de Urano y Gea, el Cielo y la Tierra.
Los Titanes trataron de escalar y de ocupar el monte Olimpo pero no pudieron resistir el embate de Zeus y de sus rayos, con cuales los arrojó a los abismos del Tártaro donde -una cantidad de enormes piedras- aseguraban que jamás pudieran salir.
Zeus triunfó también con adversarios como Tifón, el dios de los huracanes y otros hijos de Gea y Urano -los Gigantes- que fueron encadenados bajo los suelos donde no cesan de agitarse, provocando los numerosos temblores de la tierra, las fumarolas y las columnas de cenizas que salen de los volcanes.
Aquietadas las primeras rebeliones, Zeus mandó a modelar -con arcilla de la tierra- la figura de Pandora, la primera mujer, la cual fue entregada al dios Epimeteo y de cuya unión nació el género humano.
La primera generación de los seres humanos, al igual que los dioses, vivió una Edad de Oro, en que todos –inmortales y mortales- convivieron armónicamente. Los seres humanos no tenían ansiedades, fatigas, dolores, ni enfermedades. Conservaban el vigor de sus cuerpos sin los achaques de la vejez y disponían de abundantes alimentos ofrecidos, espontáneamente, por la tierra. Gozaban de completa felicidad y si bien eran mortales -al contrario de los dioses- la muerte, cuando llegaba, les sobrevenía como un sueño suave y placentero, un manso descanso sin angustia alguna. Incluso, los primeros que murieron, fueron convertidos -por Zeus- en espíritus benéficos que cuidaban de los vivos.
La segunda generación humana vivió en la llamada Edad de Plata. Fueron seres inferiores a los primeros. Eran mediocres, inmaduros y superficiales. Fue entonces cuando el Titán Prometeo al ver a los seres humanos en su adormecimiento y en una falta de impulso por la vida, le robó a Zeus el fuego que estaba reservado exclusivamente a los inmortales y lo entregó a los seres humanos, así éstos abandonaron su perezosa quietud y comenzaron a trabajar fundiendo y forjando los metales, iniciando así un camino de superación y progreso.
Luego sucedió la violenta Edad del Bronce, en la cual los mortales inventaron las armas y se enfrentaron entre ellos, dividiéndose y dando libertad a sus impulsos más agresivos y violentos. Fue un tiempo de luchas y sangre. Se olvidaron de los dioses, los dejaron de lado. Se creyeron dueños del mundo y no se preocuparon de rendir honores, tributos y sacrificios a los dioses. Casi se olvidaron de su origen divino. Sólo les importaba el poder y pelear entre ellos para ver quién prevalecía.
Fue entonces cuando Zeus castigó a Prometeo encadenándolo en una montaña para que un águila se comiera todos los días su hígado, el cual se reengendraba. El águila volvía, una y otra vez a perpetuar un castigo que nunca terminaba. También fue en esta Era cuando Zeus desencadenó sobre la humanidad las aguas del Diluvio. Todos los seres humanos perecieron, excepto el hijo de Prometeo y su esposa, quienes -cuando las aguas se retiraron- obtuvieron el perdón de Zeus mediante sacrificios y así volvió a resurgir la raza humana.
A ese tiempo le siguió la dura Edad del Hierro, en la que aún nos encontramos. Aunque todavía los seres humanos contamos con la llama divina que nos dio Prometeo, todavía –de vez en cuando- nos olvidamos que tenemos esa chispa de los dioses entre nosotros eclipsándola bastante.
Aún está vigente para nuestro tiempo el oráculo el cual anuncia que -superando las adversidades y crisis actuales- algún día los seres humanos volveremos a reunirnos con los dioses y resurgirá entonces, por siempre, una nueva e interminable Edad de Oro, aún mucho más esplendorosa que la primera, aquella de los comienzos del mundo. Toda nuestra esperanza está centrada en el regreso de ese tiempo prometido: un tiempo pleno, sin ocaso alguno.
Esta es historia de los orígenes de los dioses y de los seres humanos y de las edades del mundo hasta el día de hoy. Esta es la memoria que los primeros dioses le han legado a la humanidad. Aunque muchos seres humanos no lo sepamos o lo hayamos olvidado, somos en el universo los únicos portadores de esa llama divina que aún reluce en nosotros, a pesar de todo. La misma que puede convertirse en un gran fuego que todo lo ilumine y purifique. Ése es el único legado que nos recuerda nuestro linaje emparentado con lo divino.
4. Dos miradas sobre el origen del mundo
Hemos compartido el relato de la creación del mundo y de las edades de la humanidad que nos ha trasmitido la mitología griega. En verdad, no es propiamente una narración sobre la creación, ya que este concepto era totalmente desconocido en esta tradición. La creación es una noción original y singular del pensamiento judeo-cristiano que nos ha llegado por la fe en la revelación transmitida a través de la Palabra de Dios, la Biblia.
El pensamiento griego, no concibió estrictamente el concepto de “creación”. Cuando en la Antigüedad se hablaba del “origen del mundo” que no hay que identificarlo, sin más, con la creación. Son dos conceptos distintos. La mitología afirma que de la pre-existencia de algunos dioses primordiales, de los cuales no se sabe el origen -si es que tuvieron alguno- nacieron los otros dioses, los humanos, los demás seres y el mundo entero.
No se habla específicamente de “creación”. Lo que aconteció fue –algo así- como una “transformación”. La primigenia divinidad existente, mutó. Se desplegó a sí misma y -de su propia expansión- se originaron los otros dioses y seres. Esa “metamorfosis” se produjo por el encuentro de Caos y Eros, el Desorden y el Amor. Fue una transformación de la materia pre-existente de los dioses y de las energías primordiales. Un “reciclaje” de lo que ya existía de manera indeterminada.
Lo que siempre, eternamente, pre-existió fue el Caos. En el origen de todo, no conciben la “nada”, tal como afirma el pensamiento judeo-cristiano: la Creación fue realizada por de Dios a partir de la nada. Así empieza la Biblia con los relatos del Libro del Génesis: Dios lo quiso, lo dijo y lo hizo todo. Previamente no existió nada y de la nada todo fue hecho, sólo por Dios.
En los griegos esta “nada inicial” nunca fue concebida. Ni si quiera se les ocurrió. Nunca la pensaron como una posibilidad. Para ellos, desde siempre el mundo estuvo ahí y desde siempre, incluso antes de todos los seres, sólo existía Caos, el dios del cual procedieron los demás dioses y los otros seres.
Este primer dios era casi indeterminado, difuso y poco personificado. Incluso hay quienes dudaban de asignarle un género, ya sea masculino o femenino, ya que fue capaz de generar otros dioses sólo a partir de sí mismo, como desdoblándose, sin ninguna otra cooperación, ni uniéndose a nadie.
Esto nos da la pauta que, quizás el pensamiento griego haya contemplado que el mundo humano y la sociedad siempre ha tenido algo de caótico y ese desorden lo han proyectado hacia el origen del mundo, como un caos inicial e inmenso del cual todo surgió, dándole así, al origen y a todo cuando se desplegó, un carácter divino. Para la mitología, casi todo es divino: el mundo, los seres que lo habitan y los mismos humanos derivan de los dioses. Hay algo divino en todo. Los seres que la Biblia considera “creaturas”, la mitología griega los considera seres divinos.
Para el pensamiento bíblico no existió ningún caos inicial –lo cual no significa que ya algo o alguien existían- sino que, en el principio, estaba eternamente sólo Dios. Lo cual implica que todo lo demás, no existía. Aquí surge el concepto de “nada”.
El pensamiento y el lenguaje le dan un cierto estatuto a la nada porque, en verdad, la nada no existe. Sólo concebimos la nada a partir de la negación del ser, de aquello que es. Este concepto de nada nunca fue utilizado en los relatos del origen del mundo tal como hemos visto en la mitología griega. En verdad, más que ser un relato del comienzo del mundo es, más bien, una narración sobre la preexistencia de los dioses primordiales. De esas divinidades originales, surgió todo lo demás.
A la fuerza desintegradora del Caos se contrapuso -como en un equilibrio de fuerzas- el impulso armonioso, unitivo y conglomerante de Eros, el dios del amor, el que conexa los elementos divinos disgregados. En ese origen, se da un juego de ponderación entre una divinidad que actúa como ruptura y otra que funciona como nexo y unión. Estas dos fuerzas permanecerán siempre en el interior dual de todos los dioses e incluso de todos los seres que, de ellos, nacen, incluidos los seres humanos, los más ambiguos de todos.
La mitología griega -a pesar de esta ambivalencia constitutiva de los seres- también les atribuye características divinas. Para el pensamiento hebreo y cristiano, los seres del mundo no son dioses sino “creaturas”. Hay una diferencia entre afirmar la “divinidad” y la “sacralidad” de la creación. Nosotros creemos que la creación es sagrada pero no divina. La creación es un templo natural, hermoso y majestuoso, de fuerzas de vida y de muerte, de impulsos –incluso- terribles y catastróficos, sin embargo, no es una divinidad. Tenemos que respetar y cuidar la creación aunque eso no significa endiosarla o adorarla.
La mitología griega al afirmar la intervención del Caos y del Amor, en el origen de todo, tiene una visión más “ética” que “metafísica” de la creación. La mitología habla de aquello que los dioses hicieron cuando se juntaron, se separaron, se pelearon por el poder, engendraron hijos, uno fue más fuerte que los otros, hubo vencedores y vencidos. Enfoca todos los hechos del mundo como si relatara un drama de pasiones a partir de las acciones de los dioses. Todo es consecuencia de los actos divinos.
En cambio, la perspectiva bíblica, tal como dice el Segundo Libro de los Macabeos -en el Antiguo Testamento- todo surgió de la nada. Dice el texto: “mira el cielo y la tierra. Fíjate en todo lo que contienen y verás que Dios lo creó todo de la nada y el mismo origen tiene el hombre” (7,28-29). Este fragmento nos hace ver que el enfoque de la creación es a partir de los seres (“mira el cielo y la tierra”) considerando su origen a partir de la nada. Lo dice con una afirmación rotunda y explícita: “Dios lo creó todo de la nada y el mismo origen tiene el hombre”. Este horizonte es lo que se llama “metafísica”: el planteo a partir del ser, no de los actos libres como lo hace la ética, desde el “hacer”.
Las dos visiones –la griega y la bíblica- tienen su belleza y su límite. Ambas son relatos mitológicos, incluso el de la Biblia, no porque no se hable de algo real sino porque lo hace desde la categoría del mito, desde un lenguaje que no es científico sino utilizando metáforas, simbolismos y arquetipos.
En la mitología griega hay un comienzo dado por el encuentro entre Caos y Eros. En la Biblia, hay un origen de los seres a partir de la nada, surgiendo del querer de la voluntad divina, expresada a través de la Palabra y el obrar de un único y verdadero Dios.
En la historia contada por la mitología griega no existe una noción básica que, en el relato del Libro del Génesis, constituye una de los temas claves del drama de la primera pareja: el concepto de tentación y pecado. Ciertamente estas ideas se sostienen en la noción de libertad. El libre albedrío humano en la mitología griega, en cambio, está determinado por la inflexibilidad del destino predestinado por los dioses. Nada, ni nadie, puede cambiarlo.
La noción de pecado en la mitología tampoco está desarrollada. Sí aparece, en cambio, la caída, la culpa, el remordimiento, el arrepentimiento, la humillación, el castigo, la purificación y el rescate. El concepto teológico y ético de pecado no está presente tal como lo concibe la mentalidad bíblica.
En la mitología griega, el mal y sus consecuencias se ven como un dato de la realidad tanto por parte de los dioses como de los seres humanos y el mundo. Los dioses tienen las mismas pasiones y ambiciones que los mortales y, a menudo, también se equivocan y sufren. No aparece un “pecado de los orígenes” como cuenta la Biblia en el relato de la creación: la tentación, la caída, el destierro de la primera pareja humana y la promesa de un futuro rescate. Después del pecado se verifica un cambio de estado en las condiciones de la pareja y del mundo que los rodea. Se pasa de una situación idílica y paradisíaca a condiciones desgraciadas y mortales.
La creación y el pecado no sólo aparecen en el Antiguo Testamento. También en el Nuevo se presentan estos misterios en referencia a Jesús. En el prólogo del Evangelio de Juan se dice que “Cuando Dios creó todas las cosas, allí estaba la Palabra. Todo fue creado por ella y sin ella nada se hizo” (Jn 1,2-3). El comienzo del Evangelio es de la misma manera que el inicio del Libro del Génesis, inaugurando el relato de la creación.
El Antiguo Testamento dice: “en el principio, Dios creó el cielo y la tierra (Gn 1,1) y el Nuevo Testamento afirma “en el principio, existía la Palabra (Jn 1,1). La expresión “en el principio” del Libro del Génesis alude al comienzo de los seres en la creación, empezando por el cielo y la tierra; en cambio, la expresión “en el principio” del Evangelio de Juan, hace referencia a la eternidad de Dios, en la cual estaba sólo Dios y su Palabra. El Libro del Génesis señala la creación. El Evangelio de Juan indica a Dios. El primero narra el misterio del comienzo de los seres en el tiempo y la inmanencia de la creatura. El último señala la eternidad y la trascendencia de Dios.
No sólo el Cuarto Evangelio vincula al Hijo de Dios -que le da el título de “Palabra”- con la creación sino que además, en las Cartas de San Pablo, también existe esta relación. El Apóstol afirma que el Hijo “es la imagen del Dios invisible y por medio de Él fueron creadas todas las cosas, terrestres y celestes, visibles e invisibles. Todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo y todo se mantiene en Él. Él es el principio, el Primogénito de entre los muertos. Es el primero en todo”. (Col 1,15-18)
La creación que en el Antiguo Testamento tenía por Autor sólo a Dios, en el Nuevo Testamento, también está vinculada a Jesús y no sólo eso, sino que toda la creación lo tiene a Él por origen y finalidad. Ha sido hecha por Él y para Él. El Hijo de Dios es tan Autor -como el mismo Dios- del misterio de la creación o, mejor dicho, porque es también Dios, el Hijo realiza la creación y le está destinada.
En la Carta a los Romanos, el Apóstol San Pablo une la creación con la redención. Dice el texto: “la creación entera sufre dolores de parto y guarda la esperanza de compartir la maravillosa libertad de los hijos de Dios” (8,21-22). La creación -aunque también está afectada por el pecado del ser humano- conserva el anhelo de liberarse y gozar de los beneficios de la redención. Después del pecado original, la redención es una gracia que nos devuelve, de forma -aún más abundante- la gracia original, a la cual la muerte y resurrección de Jesús han superado. La gracia ahora es mayor de la se gozaba en el Paraíso ya que en el Edén, Dios no estaba hecho hombre como aconteció con la aparición del Hijo de Dios encarnado.
Para la Biblia, por lo tanto, el relato de la creación está cimentado en las nociones de un solo Dios Creador que hace todo de la nada, sus creaturas son sagradas pero no divinas, sobre todo el ser humano, el cual -en los comienzos- gozó de la gracia de Dios que luego perdió. En los orígenes, hay una tentación y una caída en el pecado por el cual entraron todos los males en el mundo y se expulsó a la primera pareja del Paraíso. Antes del destierro, se les otorgó una promesa que, desde el Nuevo Testamento, se entiende como un ofrecimiento de redención, la cual -sólo con la venida de Jesús- se cumple y plenifica, volviendo los seres humanos y la creación entera a su estado de gracia, aún mucho más plena, que en el estado original.
La mitología griega, en cambio, alude a un comienzo de los dioses, de los seres humanos y las cosas sin que, necesariamente, haya una estricta creación a partir de la nada. Es, más bien, una transformación que se da por la pulsión de las fuerzas preexistentes en un equilibrio que, por momentos, es quietud y, en otros, resulta combate, entre del desorden y del orden, la unión y la separación, la cercanía y la distancia. Todo es una dimanación de las personificaciones divinas. Todos los seres tienen algo de divino: el cielo, la tierra, la noche y el día, la oscuridad y la luz son todos dioses que, a su vez, engendran hijos y pueblan el mundo de seres.
No existe en la mitología un planteo del tema del pecado -para que exista una clara noción de pecado tiene que haber una definida idea de libertad personal y de un Dios personal- solamente hay una lucha de rivalidad y poder en la que desencadenan todas las pasiones divinas y humanas, determinando las distintas etapas de la humanidad en el mundo, las diversas Eras. El relato del mito queda abierto a una promesa final de reconquistar el ideal del comienzo, el retorno a una nueva y definitiva Edad Dorada.
Para la mitología griega, el mundo es una mezcla de Caos y Eros.
El arquetipo de Caos ejerce su influencia en nosotros cuando estamos indecisos, dubitativos, desordenados, cuando todo a nuestro alrededor resulta una confusión, desconcierto y desarreglo, cuando se quiere la ruptura, la distancia y la separación. Su lado luminoso se manifiesta en la capacidad de adaptación y supervivencia y en la tremenda potencialidad que tiene para sacar -de sí- todas las reservas posibles, convirtiéndose y reciclándose siempre en algo distinto, buscando formas nuevas y amoldándose a situaciones diversas.
El arquetipo de Eros, en cambio, lo sentimos en todos los movimientos de amor, impulso pasional, ardiente pasión, sensualidad, cariño y ternura. Cuando se anhela la unión, la integración, la mutua complementación, la cercanía y la fusión está actuando su lado luminoso. Su lado sombrío se manifiesta en la dependencia afectiva, en los celos, en las dudas y sospechas, en la sobreprotección y en los permanentes reclamos de atención y demandas.
Caos y Eros, como todos los arquetipos, son ambivalentes. Ambos han intervenido en el comienzo del mundo y siguen actuando hoy en la búsqueda por reconquistar el perfecto momento original. Las “Edades Doradas” y los “Paraísos Perdidos” constituyen esa nostalgia primera que siempre inunda al corazón humano y que, muchas veces, de manera inconsciente, se presenta como un suspiro de eternidad, un anhelo infinito de ardiente sed de Dios.
¡Cuántas veces admiramos la belleza de la creación y nos quedamos embelesados de sus maravillas, las inmensas y las pequeñas, las que surgen ante nuestros ojos muy pocas veces y aquellas que son cotidianas!: la fragilidad de las formas y los tenues colores del amanecer; la serena despedida del sol hundiéndose en el horizonte que dibuja el mar; la inmensidad de una noche estrellada en pleno campo; las caprichosas siluetas de las galaxias en el sideral universo exterior…
Cada vez que el ser humano se siente minúsculo y, a la vez, señor al cual se le ha confiado el cuidado y la administración del medio ambiente y de las reservas del mundo, estamos planteándonos, aunque no nos demos cuenta, la cuestión del origen y de la finalidad, la pregunta por el sentido de la creación y de nuestro lugar en el mundo. Aunque no siempre seamos conscientes de eso, estamos haciendo la pregunta y buscando la respuesta que -tanto la mitología griega como la Biblia- han hacho durante siglos.
Ciertamente es un enigma y un misterio que siempre nos cautivará. Preguntarnos de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, cómo salió toda esa inmensidad que nos rodea. Estos perennes interrogantes constituyen también una pregunta sobre nosotros mismos y nuestra identidad, la cual forma parte de este hermoso y frágil mundo en el cual estamos.
Todas estas preguntas permanentes y todas estas incipientes respuestas que hemos logrado, con mucho esfuerzo poder dar, son caminos que seguiremos transitando mientras estemos habitando este lugar que nos han prestado. No somos dueños. Somos simplemente depositarios, guardianes, custodios, protectores y cuidadores. El mundo -comprendido por los antiguos griegos o explicado por la Biblia- ya sea nacido de los dioses primordiales o surgido de la nada, nos seguirá inquietando e indagando.
Arquetipos, los mitos de ayer siguen vivos hoy.

martes, 22 de mayo de 2012

Helena de Troya: el amor y la guerra

Eduardo Casas habrá de perdonarme…. ¡¡ escribió un artículo tan hermoso de su señora, Helena de Troya, que Apenas lo leí, no pude más que dejármelo… ¡! ahora se los dejo a ustedes…

HELENA DE TROYA: EL AMOR Y LA GUERRA
Arquetipos. Episodio 1

Eduardo Casas

1. Confesiones de un esclavo
¡Es difícil comprender a una mujer! Tal vez no haya que comprenderla. Quizás, solamente, hay que aceptarla, aunque es complicado, sobre todo si es la más bella de todas las conocidas en su tiempo y, además, esposa de un poderoso rey.
Fue la envidia de diosas inmortales y la ambición de soberanos poderosos. Mujer con la cual se sueña y, a la vez, se le teme. Hechizo y realidad. Su belleza -magnética y fascinante- no conoció el límite entre lo permitido y lo prohibido.
Al contemplarla, muchas veces me he preguntado: ¿la belleza es una gracia, un don de los dioses o es acaso una maldición y un castigo? A menudo pareciera que son las dos cosas simultáneamente. Al menos es así en esta historia que les contaré. En ella se encontraron la hermosura de la mujer y la fealdad despiadada de la guerra.
Todos lo sabíamos. Una mujer así tiene un precio muy alto. Ella se convirtió en leyenda. Su hermosura fue tan poderosa como para desatar -por diez largos años consecutivos- una guerra, sin igual, entre dos ciudades: su nombre fue Helena. Primero se la conoció como Helena de Esparta, ahora todos la conocen como Helena de Troya. Por ella, ardió esa ciudad.
Yo, lamentablemente, lo vi todo y sobreviví. Le he servido a Helena durante años. Mi nombre no interesa. Yo simplemente soy el principal esclavo de Helena de Troya. El que ahora relatará esta fascinante historia, cuya memoria perdurará por siglos.
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Helena despertaba pasiones avasalladoras. Fue amada y odiada, con la misma intensidad, por igual La consecuencia de estas pasiones desatadas fue, entre otras cosas, la guerra y destrucción de la hermosa ciudad de Troya, donde tantos héroes encontraron la muerte.
Algunos piensan que la conducta de Helena ha sido un tanto inconsciente, ya que para ella todo fue bastante fácil, conseguía lo que quería, casi sin esfuerzo. No es raro que algunas veces haya dado la impresión de que lo único que le importaba era amar y ser amada. Los hombres la perdonaban siempre. Quizás esos valientes varones hayan sido los débiles. Sucumbían ante ella como niños a los cuales se los puede influenciar. La belleza suele ser manipuladora ya que impone respeto y admiración.
Sin embargo, yo creo que Helena –muchas veces- ha sido inocente, incluso de sí misma y de su seducción. Ciertamente conocía su belleza y lo que con ella podía despertar; no obstante, no siempre sabía manejar lo que suscitaba en las pasiones de los demás: despertaba lo mejor y lo peor.
Algunos eximen de toda culpa a Helena, atribuyendo a los dioses la responsabilidad de sus dones y la consecuencia de la guerra desatada por su causa. Los dioses hicieron a Helena excesivamente bella y quienes la predestinaron a provocar la destrucción. Especialmente la diosa Hera, la esposa de Zeus; Atenea, la diosa de la sabiduría y Afrodita, la diosa del amor. Hera y Atenea deseaban la ruina de la ciudad de Troya para vengarse así del príncipe Paris, el amante de Helena, quien -como árbitro de una competición entre las tres- las había relegado en favor de Afrodita al elegirla como la más bella entre las diosas del Olimpo. Helena entonces sólo sirvió como instrumento de la justicia divina.
Yo no sé, si justificar esta versión. A los mortales nos resulta muy cómodo culpar a los dioses de todo lo que nos pasa. Los responsabilizamos de los dones que nos dan y de los castigos que nos imponen. Lo bueno y lo malo lo atribuimos a ellos sin considerar la parte de responsabilidad que nos toca libremente a nosotros como consecuencias de nuestros actos.
Es cierto que -en el destino de Helena- estuvieron implicadas las diosas más hermosas; sin embargo, las acciones divinas no son las únicas que cuentan ya que se unen con las decisiones humanas tejiendo un misterioso entrecruce de caminos.
Me cuesta creer que las diosas hayan querido la guerra, sólo por despecho. Sin embargo, en cuestiones divinas no quiero meterme porque yo soy simplemente un ignorante esclavo, un testigo mudo de todo cuanto ocurre a mi alrededor.
Hay quienes también repudian a mi señora insultándola de impúdica, disoluta, infiel, traicionera y adúltera. Una bruja que hechiza con el encanto de una belleza llena de viles pasiones.
Es duro escuchar esos improperios dirigidos a ella. Yo no la veo calculadora y distante, como algunos dicen; al contrario, la he contemplado –durante los largos años de conflicto- entristecida por la guerra, como una exiliada nostálgica, abrumada por el pesar de los que sufrían. Ella, tal vez, se haya sentido víctima del destino.
Me gusta pensarla, en cambio, como una heroína, ya que la sangre divina que corre por sus venas, en razón de su nacimiento, la hace estar, como los dioses, por encima de las restricciones morales de los seres humanos. Ella, para mí, fue la imagen misma de una diosa inmortal. Me gusta pensarla así. Quizás porque me consuela ser el esclavo de una heroína y no el último sirviente de una déspota traidora.
En fin, Helena, es una y muchas a la vez, una mujer singular que representa a todas. El símbolo de la pura belleza femenina. Carecía de la más pequeña imperfección física. Deslumbrante e irresistible se convirtió en la encarnación de la paradoja en el que amores y odios se conjugan por igual.
Las gracias y los dones con que la enriquecieron los dioses fueron una calamidad para el mundo. Una vida llena de grandeza y tragedia. Por ella murieron héroes y hasta desapareció toda una mítica ciudad.
¡Ay, Helena, aún la recuerdo y me pregunto si yo también no estuve enamorado de ella! Después de todo, ser su esclavo, me convirtió en su sombra. Pude ver todo lo que acontecía en sus días y en sus noches.
Es cierto que ella tenía un séquito de esclavas; sin embargo, yo era su sirviente preferido. Ella siempre tuvo una entrañable afición por los varones. Ser su esclavo me convirtió en un testigo privilegiado de la mujer más controvertida.
2. Una mujer que es leyenda desde su nacimiento
Los libros inmortales del tiempo cuentan que, en aquellos días, la ciudad griega de Esparta tenía como rey a Tíndaro y como reina a Leda. Un día en que ella se bañaba en un estanque, observó cómo un hermoso y gran cisne, de resplandeciente blancura, huía de la persecución de un águila. Ella, tomando coraje, espantó al águila y abrazó al hermoso cisne para protegerlo. No sabía que ese cisne, era nada menos que el señor del Olimpo, el gran Zeus quien, seducido por la gracia de Leda, había asumido la apariencia de cisne para engañarla y unirse a ella.
Es común este tipo de estrategia en Zeus. Cuando se siente impulsado al amor y la pasión. No se pone un disfraz sino que se transforma, en una compleja metamorfosis, asumiendo la apariencia que quiera. Así, engañando los sentidos, puede llevar a cabo su cometido, sin levantar sospechas.
Leda al regresar a su palacio, esa noche, después de haber estado con el rey, extrañamente sintió dolores de parto y dio a luz dos huevos. Este suceso le pareció muy enigmático; no obstante, recordó que esa tarde el cisne se había posado sobre ella y concluyó que esos huevos provenían de aquél misterioso contacto. La reina desconocía que era el mismo Zeus quien se había unido a ella.
Después de un tiempo, de los dos huevos nacieron cuatro hijos: Helena y Pólux, a los cuales se les atribuye el ser hijos de Zeus y Clitemnestra y Cástor, hijos de Tíndaro. Sin embargo, se considera a Pólux y a Castor gemelos, quienes conforman la constelación de géminis en el cielo.
 Para algunos, la leyenda de Helena comienza con su nacimiento de un huevo. Este hecho milagroso evidencia su origen divino. Helena y su hermano Pólux –algunos afirman- que eran inmortales.
 Hay otros, en cambio, que narran una versión diferente del origen de Helena. Sostienen que nació de Némesis, la diosa de la justicia, la vengadora de toda desmesura y exceso humano, la que sostiene el universo, conservando su equilibrio, cuando éste se rompe por las equivocaciones del accionar humano.
Némesis fue perseguida por Zeus y para librarse de él, mientras corría, ella iba camuflándose, adoptando formas de diversos animales terrestres y monstruos marinos para despistar el ímpetu del dios seductor. Finalmente se transformó en un cisne salvaje y el supremo dios también hizo lo mismo y, al fin, la alcanzó.
Luego de este suceso, Némesis fue a refugiarse a la casa de la reina Leda. Mientras Némesis permanecía en la casa, Leda fue a la playa y halló un huevo en la arena húmeda. Lo llevó consigo y lo guardó en un cofre. Al poco tiempo, de ese enigmático huevo, nació una preciosa niña que llamó Helena.
Hay quienes afirman que el extraño huevo fue recogido por unos pastores y entregado por ellos a la reina Leda que lo cuidó. De ese huevo nacieron, Castor y Pólux y la bella Helena. Leda los protegió y los crió a todos como si fuera su auténtica madre.
En todas estas legendarias versiones aparece el simbolismo del nacimiento de un huevo, el cual representa la fuerza de lo potencial, el germen de la generación, el misterio de la vida, la fertilidad de la creación y del ser, todo lo que es y se transforma, muere y renace.
El huevo es un símbolo cósmico, la esfera del espacio recubierto por capas envolventes, el óvalo con el punto o agujero central, un emblema de inmortalidad. Todo esto, de alguna manera, se representa en Helena, el arquetipo de la mujer total de acabada belleza.
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Con el tiempo Helena fue creciendo. No es seguro que la joven supiera totalmente el misterio de su origen. Para ella, los reyes de Esparta –Tíndaro y Leda- eran sus padres. En la adolescencia, debido ya a la frescura de su impactante belleza, fue raptada por Teseo, el rey de Atenas, con la ayuda de Piríto, su inseparable amigo.
En esa ocasión, ambos decidieron casarse, cada uno, con una hija de Zeus: Teseo con Helena y Piríto con Perséfone, la señora del inframundo, el Hades. Primero raptaron a Helena, dejándola en custodia a la madre de Teseo –Etra- y luego ambos decidieron bajar al mismo infierno, en busca de Perséfone.
El dios Hades les tendió una trampa y quedaron prisioneros. Sólo Teseo logró, luego de un tiempo, salvarse. Su amigo quedó para siempre en las sombras. Mientras Teseo estaba en el Hades, los hermanos de Helena, la liberaron y tomaron como prisioneras a la madre de Teseo y a la hermana de Piríto, haciéndolas esclavas de Helena.
Cuando ésta llegó a la edad de casarse, tuvo muchos pretendientes, que acudieron desde todas partes, animados por la fama de su gran belleza. Tíndaro, su padre, estaba sorprendido ante la avalancha de pretendientes y temiendo el enojo de los que quedaran fuera de la elección, organizó un concurso en el cual Helena pudo elegir, libremente, a su esposo. Los pretendientes, a su vez, tenían que comprometerse, bajo juramento, de acatar la decisión de Helena, sea cual fuere con la obligación de acudir en auxilio del elegido cuando su esposa le fuese disputada. Si no accedían previamente a dicho juramento, no podían participar del concurso.
Una vez que todos solemnemente lo realizaron, Helena estudió minuciosamente a cada pretendiente. Este privilegio de elección para una mujer era bastante inusual en Grecia. Sólo la mujer más bella lo tuvo. Ella finalmente eligió como marido a Menelao, hermano del rey Agamenón, casado con Clitemnestra, otra hija de Tíndaro, el supuesto padre mortal de Helena. Menelao, tras su matrimonio, accedió al trono de Esparta, convirtiendo a Helena en reina de aquella ilustre ciudad. Así pasaron tres o cuatro años felices en los cuales tuvieron dos hijos.
En un determinado momento falleció el padre de Helena, el rey y en tal ocasión arribó a Esparta un joven príncipe y pastor llamado Paris para dar sus condolencias. Esta visita insospechada cambiaría todo el curso de la historia. Helena ya no sería la misma y los destinos de Esparta y de Troya quedarían sellados para siempre.
Nadie pudo sospechar cuál era el secreto propósito de Paris al llegar a Esparta para conocer a la legendaria Helena, la cual –sin que nadie lo supiese- le estaba destinada sólo a Paris. Él, en cambio, sí lo sabía.
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Eran los días en que llegó a Troya la noticia de que había muerto el rey de Esparta, el cual tenía una hija de belleza singular. Movido por su destino trágico, marcado ya desde su nacimiento, Paris se puso en camino hacia Esparta, cruzando los mares.
En la corte espartana, Menelao, el esposo de Helena, recibió al extranjero con todos los honores de un huésped ilustre. Paris ofreció a la reina regalos impresionantes: collares de perlas finas, piedras preciosas, pulseras de oro, vestidos de lino. Gentil y cortés, comenzó con esos presentes a seducir silenciosamente a Helena, la cual –según el destino señalado- le estaba prometida sólo a él, nada menos que por la diosa del amor, Afrodita.
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Según la leyenda, el joven y apuesto príncipe Paris tuvo que dirimir un pleito entre Atenea, la diosa de la sabiduría y de la guerra justa; Hera, la diosa protectora del matrimonio y las mujeres y Afrodita, la diosa del amor y la pasión, sentenciando quién de las tres era la más hermosa. La elegida recibiría la manzana de oro que la diosa de la Discordia –Eris- había arrojado en la fiesta matrimonial de Peleo, el padre mortal del famoso soldado Aquiles y Tetis, la diosa del mar. Este acto de despecho fue realizado porque ella no había sido invitada a la boda.
Atenea le había prometido a París, prudencia y victoria en todas las guerras; Hera le confiaba el poder absoluto y Afrodita le concedía a la mujer más bella de todos los tiempos: Helena.
Las tres propuestas fueron para Paris tres grandes y sugestivas tentaciones: la victoria en las guerras con sus respectivos reconocimientos y honores era, ciertamente, deseable para cualquier príncipe; el poder absoluto ejercía una atracción casi irresistible para quien aspiraba a ser rey algún día y la recreación física y espiritual de la belleza consistía -para los ojos de un hombre joven- un encantador hechizo.
De todos los dones –que a su vez eran tres tentaciones, las tres tentaciones principales que siente la debilidad humana: la sabiduría y el conocimiento práctico del arte de la guerra; el poder de toda ambición y la belleza del amor apasionado- Paris no sabía con cuál quedarse.
Conocimiento, poder o belleza. Atenea, Hera o Afrodita. Por fin, Paris, tomó la manzana de la discordia, la singular manzana de oro y –sonriendo pícaramente con sus labios y su mirada chispeante- se la dio a Afrodita. Para Paris, el conocimiento y el poder eran algo abstractos; en cambio Helena, era muy, muy concreta. Su belleza, tangible y su presencia, impactante. París quiso a Helena como promesa, don y premio.
Desde entonces, Afrodita fue aliada de París y esperaba la ocasión propicia para provocar el encuentro entre el príncipe y Helena. Por su parte, las otras dos diosas rechazadas, Atenea y Hera, se enojaron ofendidas y se volvieron hostiles a los intereses de Paris y de su pueblo.
Helena ignoraba todo esto cuando vio por primera vez a Paris y sintió una verdadera conmoción interior que repercutió en todo su cuerpo y alma. Ella no sabía que los ardides invisibles de Afrodita estaban actuando para provocar el encandilamiento que otorga la pasión enceguecedora. Uno quedó para siempre prisionero del otro. Los destinos se sellaron y quedaron marcados. Lo que no podían saber es que también, junto con ellos y su ardorosa pasión, arrastrarían a sus pueblos, a ciudades enteras, a dos reinos y a miles y miles de soldados, mujeres y niños a la destrucción.
Esta no sólo era una pasión de dos personas, terminó siendo el emblema de dos pueblos enfrentados y dos reinos enemistados. En verdad, la manzana de la discordia que recibió Afrodita por parte de Paris, sin saber la recibieron también Esparta y Troya juntas. Hay amores sembrados de muerte.
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Totalmente decidido a buscar el don ofrecido por Afrodita, Paris partió hacia Esparta siendo recibido por Menelao que -debido a la muerte de su abuelo materno- tuvo que ausentarse momentáneamente de su reino por el funeral, hecho que aprovechó Paris para seducir y raptar a Helena.
Al principio, ella se negó a corresponder a esa súbita pasión que había nacido entre los dos. No sabía que el origen de ese sentimiento era un fruto divino que se debía a la intervención de Afrodita, a la cual no le importaba demasiado que fuera una pasión que llevara a Helena al adulterio, ya que estaba legítimamente casada con su rey. Afrodita no tenía escrúpulos morales con el fin de lograr sus propósitos.
Helena no quería traicionar a Menelao con la infidelidad, ni abandonar a sus hijos. Sin embargo, muchas veces, la pasión indomable lleva a la traición.
Al día siguiente, los amantes decidieron huir y asumir todas las consecuencias que eso tendría para ellos y sus pueblos. Era nada menos que la reina de Esparta, huyendo con su reciente amante, dejando a su rey y al reino en total abandono, ofensa y escarnio.
Ambos simularon el rapto para dejar la imagen pública de la reina menos comprometida. Sin embargo, pronto se supo que Helena había consentido a la pasión, huyendo con el extranjero. Ninguno de los dos puedo sospechar que ese acto sería ya, incipientemente, una declaración de guerra entre Esparta, el pueblo de Helena y Troya, el pueblo de Paris.
Resulta paradójico que la expresión de amor entre los amantes fuera también la declaración de guerra entre los pueblos. El amor y la guerra, una vez más unidos en la historia. Pasión de amor y pasión de guerra, una misma sangre y un mismo arte. El amor suele ser violento como la guerra y la guerra, tan apasionada como el amor. Hay muchos más puntos en común entre el amor y la guerra de lo que podemos sospechar. El amor es para la vida, lo que la guerra es para la muerte. Uno engendra luz y encuentro; la otra otorga oscuridad y separación. Por algo la diosa del amor, Afrodita, fue también amante del dios de la guerra, Ares. También el dios del amor –Eros- se encuentra cercano al dios de la muerte, Tánatos.
Las pasiones humanas más encontradas –el amor y la guerra, el amor y la muerte- tienen sus puntos de coincidencias en los misteriosos encuentros entre los dioses: Afrodita y Ares; Eros y Tánatos.
El amor –el cual otorga vida- siempre anda enigmáticamente unido a la guerra que engendra muerte. La vida está acompañada por la muerte, así como el amor está amenazado por la guerra. Hay muchos amores que hacen la guerra. No la “guerra política” sino la cotidiana, la minúscula violencia que socava hasta los lazos más fuertes y consolidados.
En el amor de Helena y Paris, gran parte de estas fuerzas estaban escondidas, sin que pudieran verse: el amor y la guerra; la vida y la muerte; la pasión divina y la atracción humana.
Helena y Paris no podían sospechar que los dioses entretejían sus deseos con las pasiones del corazón humano. Afrodita los protegía y Atenea y Hera los maldecían. Las fuerzas incontenibles de los dioses son las que mueven el mundo junto al vértigo de las pasiones humanas que se debaten en el pequeño, contradictorio y vulnerable corazón humano, proclive tanto al amor como a la guerra, arrastrado igual por la vida como por la muerte.
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El amor de Helena y Paris fue un deseo que estalló más allá de sí mismos. Se convirtió en un emblema nacional, tanto de aceptación como de repudio. Mientras que Esparta rechazaba la decisión de Helena; Troya la aceptaba. Helena de Esparta se convirtió así en Helena de Troya. De un reino pasó a otro.
Este amor tuvo dimensiones políticas insospechadas. Hay parejas que transcienden su vida privada y se proyectan en las esperanzas y desesperanzas de muchos, inclusos encarnando los anhelos más profundos de ciudades y países. Hay amores que son “políticos”. Amores y desamores de todos, pasión de pueblos, sueño de multitudes. Existen amores que sobreviven a sí mismos y se convierten en legenda y mito. Sobrepasan a los mismos amantes, superando todos los límites y barreras, alzándose sobre las culturas, lugares y tiempos. Se alzan sobre todo, incluso la vida, la muerte y hasta los mismos dioses y sus designios. Cada amor tiene su propio destino y Helena marcó el suyo con Paris.
3. Arde Troya
El camino del puerto estaba libre para los amantes fugitivos. El mar calmo y azul los aguardaba. Los dos amantes, sin que nadie los viera, sorteando la custodia real, huyeron de la solitaria Esparta junto con el tesoro de Helena, mientras Menelao se encontraba ausente.
A su regreso, el rey Menelao, al descubrir que el príncipe visitante había secuestrado a su esposa, consideró este acto una doble ofensa. Por un lado, una falta de respeto a la ley de la hospitalidad y, por otro, una afrenta para con él, su reino, su pueblo y su esposa. París fue un traidor a su generosa confianza. El rapto fue motivo suficiente para que Menelao recordara a todos los pretendientes de Helena, la palabra del juramento realizado y formara una liga para recuperarla. Así comenzó una declarada enemistad con Troya, la cual concluyó en la legendaria y prolongada guerra.
Todos los reyes griegos, empezando por Agamenón, hermano del esposo de Helena, Menelao, seguido por los famosos héroes, Aquiles y Ulises, además de una extraordinaria flota de mil naves tripulada por diez mil hombres fueron los que, a lo largo de diez interminables años asediaron las infranqueables y altas murallas de la famosa ciudad hasta devastarla.
Menelao emprendió la lucha con el afán de reconquistar a su esposa y retornarla a su legítimo reino. Su ambicioso hermano, Agamenón, tenía –en cambio- la intención de conquistar y aniquilar totalmente a la ciudad de Troya, la principal competencia de Esparta.
Troya, antigua y populosa ciudad situada en el Asia Menor, desapareció de los mapas ya hace muchos siglos. No quedan hoy restos de su civilización. Fue una ciudad que nació y creció sólo para ser teatro de una guerra devastadora. ¡Pobres los inocentes habitantes, masacrados sólo por la disputa de una mujer! La belleza y la pasión no justifican todo.
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Cuando Helena y Paris llegaron a Troya, algunos no recibieron bien la noticia de la presencia de una reina espartana entre ellos. Otros, admiraron la valentía de Helena y al verla, incluso el mismo rey de Troya, Príamo y su reina consorte, Hécuba, quedaron impactados y juraron que nunca más la dejarían marchar. Era para ellos como un trofeo de victoria contra Esparta. El hermano del príncipe Paris –Héctor- aceptó con agrado a la nueva princesa y su hermana Casandra, conocida profetiza, vaticinó –sin ningún tipo de diplomacia- que había que devolver a Helena y dejarla ir ya que esa extraña y hermosa mujer sería la perdición del reino y la ruina de toda la ciudad. Todos oyeron el vaticinio pero nadie le creyó, estimando un poco exagerada sus palabras.
Casandra había sido sacerdotisa del dios del sol, la luz, la verdad y la profecía –Apolo- con quien pactó, como una estrategia, a cambio de entregarle su amor, la concesión del don de la profecía. Cuando ella accedió a los misterios de la adivinación, rechazó el amor del dios; éste, viéndose traicionado, la maldijo, escupiéndole en la boca. Ella siguió teniendo el don profético pero nadie creyó jamás en sus pronósticos. Especialmente ante el anuncio de la caída de Troya, ningún ciudadano dio crédito. Su don se convirtió en una fuente continua de dolor y frustración para ella y para los demás.
La verdad -a menudo- es dolorosa, causa sufrimiento y nadie quiere aceptarla tal como es. Hay pocos que dan cabida a la desnudez punzante de la verdad, especialmente cuando resulta no estamos preparados o no queremos reconocerla. El espejo de la verdad estaba siempre enfrentando a Casandra y a su hermano Paris: él también tenía sus secretos.
La madre de ambos, Hécuba, reina de Troya, había tenido un sueño durante el embarazo de Paris: soñó que guardaba un fuego devorador en las entrañas, como una antorcha que la incendiaba por dentro. Esto fue un mal presagio, sin embargo ella no quiso aceptarlo.
Ésaco, hermanastro de Paris por parte de su padre, poseía el don de interpretar los sueños y fue él quien aconsejó que, una vez nacido el nuevo vástago, fuera exterminado. Fue así como Príamo, el rey, a pesar del extremo sufrimiento y de los gritos desgarradores de la reina madre, ordenó a su criado que arrojara al pequeño desde la montaña más alta. El criado cumpliendo la orden brutal, llevó en brazos al recién nacido hasta la cima y, una vez allí, al punto de tirarlo al vacío, entre dudas y culpas, se apiadó del indefenso y lo dejó con vida, abandonándolo. Lo dejó sólo. Los dioses determinarían el destino del pequeño. Al rato, un pastor del lugar lo encontró y lo crió.
El niño creció con el nombre de Paris. Príamo, su padre, para remediar la culpa que le provocó el acatamiento divino del oráculo, celebraba -cada año- unos juegos en honor a su hijo, que creía muerto. El rey se había desprendido del pequeño sólo por la nefasta profecía y no porque quisiera abandonarlo. Paris, mientras tanto, crecía como un pastor y cuidador de animales.
Siendo joven, en una ocasión, los servidores del rey se llevaron, sin su consentimiento, al toro favorito y mejor cuidado de Paris para usarlo como premio en los juegos en honor del supuesto difunto hijo del monarca. Paris entonces se inscribió, como uno de los jugadores, ganó todas las competencias y reconquistó al toro. Fue allí cuando su hermana Casandra, gracias a su poder adivinatorio, reconoció en el joven Paris al pequeño Alejandro, que así se llamaba originalmente. Ante tal solemne reconocimiento, el simple pastor fue aceptado en la corte como hijo del rey.
Fue también Casandra, quien le dijo a su hermano Héctor que debía matar, en la competencia de lucha a París, porque por él su reino perecería y todos tendrían días nefastos. Una vez más, Casandra fue desoída. Cada vez que esto ocurría, lo cual acontecía siempre que ella profetizaba, recordaba el sabor amargo de aquél escupitajo del dios Apolo en sus labios. Todo lo que saliera de su boca sería amargura y sufrimiento. Ella se convirtió para el pueblo en la boca de las calamidades. Esa verdad que nadie nunca quiere oír.
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He aquí que estaban en Troya los dos amantes malditos: Helena y Paris. Por ellos, Grecia y Troya, se desangrarían. El amor suele tener -para algunos- precios demasiado altos de pagar. Conviene que uno sea prudente en las aventuras de amor porque nunca se sabe ciertamente hasta dónde nos pueden llevar sus consecuencias, las deseas y las no deseadas.
Casandra, la vaticinadora, alegó que se fueran los dos amantes de la ciudad. Su amor prohibido era el precio de sangre de los troyanos. Nadie, en la corte y en el pueblo, quiso dar nuevamente oportunidad a las palabras de la profetiza.
Al poco tiempo se celebraron las bodas reales de los príncipes, con un festejo popular digno de la ocasión. Todos quisieron, en la corte y en el pueblo, ser hospitalarios y celebrar la belleza de Helena y la juventud de Paris.
No todos comprenden que la belleza y la juventud suelen ser espejismos. El espíritu sabe que hay una belleza y una juventud que no se marchitan con la erosión de los años y el paso del tiempo. La ley de la caducidad hace que la belleza y la juventud decaigan. Son efímeros. Se ajan muy pronto. La lozanía es breve. No hay que alimentar el ego con la veleidad de algo pasajero. No es posible artificialmente sostener lo que el tiempo se lleva sabiamente. Cuando la belleza y la juventud pasan, el corazón abre otros tesoros y disfruta de otros placeres.
Helena y París, en aquél tiempo, no podían saberlo. Sólo iban caminando fielmente su destino, el cual, tal vez, no lo hubieran elegido si lo hubieran sospechado. Los dioses imponen caminos que es mejor no siempre conocer de antemano.
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Antes del inicio de la guerra, Menelao –en el intento de recuperar su esposa- junto con Odiseo, también conocido como Ulises, fueron delegados como embajadores a Troya para reclamar a Helena y el tesoro que se había llevado con ella. Acompañados por una gran coalición de ejércitos comandados por los antiguos pretendientes de Helena y otros caudillos, zarparon hacia Troya para traer a Helena, incluso por la fuerza, si fuera necesario. Los troyanos los recibieron gentilmente pero se negaron a devolverla. Además ella tampoco deseaba el retorno.
Frente a esta negativa, se inició por diez largos años el asedio de Grecia a Troya. Las inexpugnables y altas murallas de la ciudad eran una defensa muy fortificada. Una cantidad incalculables de navíos habían anclado cerca de la costa. Los campamentos de soldados multiplicaban sus carpas por doquier. La población comenzó a estar sitiada y amenazada.
A lo largo de años de cansancio y hostigamiento sostenido, los alimentos empezaron a escasear, el comercio marítimo cesó y las luchas permanentes se sucedieron. Armaduras, escudos, flechas, espadas, sangre, gritos y muertos se agolpaban en las calles. A pesar de todos los esfuerzos, los espartanos no podían acceder al interior de la ciudad de Troya para saquearla, destruirla y tomar a Helena como trofeo de guerra.
Fue entonces cuando a los ejércitos espartanos se les ocurrió un ardid para engañar a los troyanos y obtener así la tan esperada victoria final.
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Frente a las costas de Troya, de un día para otro, de pronto, las embarcaciones ya no estaban. Habían desaparecido. Los campamentos griegos se mostraban silenciosos y abandonados. No quedaba rastros de los soldados, su bullicio continuo y el humo de sus fogatas.
En las blancas playas del mar Egeo, apareció –imponente- un colosal caballo de madera de dimensiones inusitadas. Era tan alto y tan grande que superaba las dimensiones de las murallas de la ciudad.
Era magnifico y majestuoso. Los troyanos, enmudecidos, lo rodeaban, contemplándolo curiosos y pasmados. Nadie nunca había visto algo así. Por supuesto que no creyeron que fuera un regalo de sus enemigos al retirarse. Ningún adversario ofrenda obsequios a su contrincante cuando huye o pierde la batalla.
El sacerdote del templo de Poseidón, el dios del mar, aconsejó a los troyanos que no aceptasen esa ofrenda. Sospechaba que allí había una traición. Algunos tiraban al caballo piedras y comprobaron que producía un sonido hueco. Otros propusieron quemarlo, les parecía un funesto augurio. Sin embargo prevaleció la opinión de que era un monumento digno de Troya, exótico e imponente. La ciudad no esperaba que tal enigmático presente fuera su destino final. De hecho ahora, cada vez que se nombra a la legendaria Troya se la une al símbolo del inmenso caballo. Las cosas, en su apariencia, no siempre son lo que muestran.
Todo el pueblo quedó admirablemente engañado.
A la multitud le embargó una gran alegría ante la presencia del enorme caballo y la ausencia de los temibles espartanos. La gente comenzó a desear la esperada paz y dejaron el enorme monumento en la playa para que Poseidón, el dios del mar les fuera propicio.
Mientras tanto -y con el permiso del rey- se derribaron parte de las murallas para que ingresara el colosal caballo. Los mismos troyanos, sin saber que dentro del monumental equino estaban los soldados espartanos escondidos con sus armas, les abrieron las puertas. Ese fue el último día de Troya. La ciudad estaba condenada a dejar de existir por siempre. Los mismos troyanos derribaron sus murallas y fortificaciones para que entrara la muerte. Muchas veces no sabemos el desenlace que tendremos al quedarnos sin defensas.
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Cuando el caballo ingresó triunfal, entre gritos, saludos y música, llevaba consigo la destrucción. Cuando estuvo dentro de la ciudad y sus habitantes –aquella noche de regocijo- dormían, soñando con la anhelada paz, después de la devastación de diez años de permanente guerra, los soldados sigilosamente abrieron la puerta disimulada en el vientre del caballo y, descolgándose con fuertes sogas, invadieron todos los rincones de la ciudad, quemando y destruyendo, cuanto encontraban a su paso. La noche sembraba sólo ruinas. Muchos, sin darse cuenta siquiera, cambiaron el sueño por la muerte.
El rey y la reina troyanos fueron los primeros en ser asesinados en su recámara. Con ellos, toda la ciudad pereció en una lluvia de sangre y una hoguera de fuego incesante. Sólo se escuchaban los alaridos de los sobrevivientes gritando. Todas las calles eran una sola hoguera. Todos clamaban: ¡arde Troya!; ¡arde Troya!
La noche se iluminó como el día. Los destellos dorados del fuego convirtieron a la ciudad en una sola antorcha. Las murallas estaban envueltas en fuego y dentro de ellas, la ciudad dormida, moría transformándose en cenizas. Lo que había comenzado como el fuego de la pasión de dos amantes terminó como una inmensa hoguera que destruyó toda la ciudad. Troya desapareció para siempre. La memoria de los siglos aún guarda su esplendor y su caída por siempre. En aquella noche, Helena lloró.
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Helena pasó los últimos días de Troya en la torre del palacio. Allí tenía un telar con el que tejía todas sus desdichas, mientras se lamentaba del instante en que había tenido la debilidad de dar oídos a las palabras de un extranjero y marcharse con él.
Hay vidas en las cuales el amor y la destrucción llegan juntos. Con el amor vienen también infortunios, sinsabores y desdichas. El amor no siempre es una bendición para todos.
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Cuando la guerra terminó, el rey Menelao fue al encuentro de su esposa, con la intención de cumplir su propósito de venganza. Helena le había deparado a él y a su pueblo demasiadas desdichas. Cuando la encontró, al ver intacta su belleza, después de diez largos años de ausencia, se paralizó ante ella y sintió una fuerte conmoción. Recordó su amor de tiempos lejanos y aunque tenía a mano su espada, desistió de su propósito. Quedó nuevamente hechizado por la mirada silenciosa y el extraño influjo de esa mujer, conocida y también ya desconocida para él.
El experimentó en su corazón que la guerra había llegado a su fin y que el amor perdona como una fuerza que todo lo reconcilia. Repasó mentalmente, en fracciones de segundos, cuanto habían vivido, las esperanzas que no fueron y la suave tristeza del continuo anhelar en la distancia. Todo estaba intacto. Como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo se hubiera detenido con la huida de Helena. Siempre la esperó y nunca estuvo seguro que la volvería a ver.
La fuerza del amor resucitado pudo más que la frustración, la ofensa, el sufrimiento, el rechazo, el despecho y el resentimiento. Fue más fuerte que el odio acumulado por las heridas sangrantes y abiertas. No simplemente las lesiones del combate sino las luchas por amor, esa otra guerra silenciosa que padece el corazón humano.
Hay quienes cuentan que la diosa Afrodita y el dios Eros observaban mudos el desenlace de la escena. Nuevamente se encontraron el amor y la guerra; la guerra y el amor. Un mismo comienzo y final, aunque ya nada era igual que antes. Ya nadie era igual, después de tanta muerte y dolor.
Helena recibió, humilde, el generoso perdón de Menelao y prometió seguirlo adonde él fuera. El camino regresaba a su punto de partida. Con el encuentro de Menelao y Helena, un nuevo comienzo se abrió en el final. Con Troya y con la muerte de Paris en el combate, derribado por una flecha de Filoctetes, héroe famoso por el diestro manejo del arco, antiguo pretendiente de Helena, antes del matrimonio con Menelao, ella perdió todo lo que había obtenido, incluso su esperanza.
Helena y Menelao, en ese re-encuentro, se reconciliaron y comenzaron el viaje de regreso, lleno de peripecias, desavenencias de los dioses y algunas estadías en diferentes puntos. Duró ocho años. Al fin, Menelao y Helena pudieron regresar a Esparta y allí vivieron, con sus dos hijos, los cuales ella había dejado al huir.
Con el tiempo, tras la muerte de Menelao hay quienes afirmaron que sus hijos, no pudiendo perdonar el sufrimiento causado a su padre y a ellos, desterraron a su madre para que muriera en el olvido. Así es como llegó a la casa de una antigua amiga cuyo marido había muerto en la guerra de Troya. Despechada por la muerte de su esposo, recibió a Helena con la intención de vengarse. Mandó que la ahogaran mientras tomaba un baño y para evitar el castigo de tal crimen hizo que la colgaran rápidamente en un árbol, simulando el suicido de aquella que vivía atormentada por los todos los fantasmas de los muertos. Hay otros que sostuvieron que Helena, llena de horror, se ahorcó sola. Ni el tiempo, ni la muerte opacaron su belleza.
Los últimos días de Helena, han quedado perdidos en el desvanecimiento del olvido. Yo no sé qué fue de mi señora y ama. No la culpo de nada. Ella también fue una víctima de todo. De las diosas envidiosas de su belleza, de la pasión alocada, del adulterio realizado, de la infidelidad consumada, de la venganza de los pueblos y de diez años de encarnizada guerra. Ella fue la principal víctima. Eligió por sí misma, libremente, asumiendo las consecuencias de sus actos. No obstante, fue víctima de sí misma y de su propia libertad. Muchas veces el amor -cuando sólo es pasión- resulta una trampa engañosa.
De Helena ahora nos queda la legenda y unos cuantos vestigios incendiados de lo que alguna vez fue la esplendorosa Troya. Ahora ambas son cenizas.
Por los siglos perdurará la imperecedera belleza de su figura. Muchos la amaron, otros la detestaron. Creo que fueron más quienes la respetaron, como reina de Esparta y princesa de Troya.
Tengo que confesar que este esclavo también amó a su querida Helena, yo también en silencio –como muchos otros- la veneraba, la cuidaba y la amaba, con la fidelidad de quien siempre te obedecía y aunque la memoria de este ignoto esclavo sucumba ante la niebla del olvido, tu recuerdo Helena perdurará por los siglos. Mientras se hable de la belleza de la mujer, se estará hablando de ella.
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Nunca te lo dije, amada señora, que me atreví a memorizar unos versos que, aunque ahora no puedas escucharlos, tal vez la hubieran complacido. Yo no sé escribir es por eso que se perderán conmigo y con mi voz. Al menos ahora quiero que vivan en honor de su recuerdo.
Mis versos, así te cantan:
En noche de traición y de misterio
cayó en los brazos del recién venido,
y huyeron ambos, sobre el mar dormido,
sacudiendo las bases del imperio.
Fue trágico y fatal el adulterio,
pues la víctima fue, no ya el marido,
sino el flujo de muerte inextinguido
que hizo de Troya un vasto cementerio.
Los ancianos del reino protestaron
la situación extrema y tan aguda
por sólo una mujer que nunca vieron.
Cuando ella apareció, tal la admiraron
que se desvaneció al punto la duda,
y aceptaron la guerra que opusieron.
4. Helena, arquetipo de la pluralidad femenina
Helena y Paris constituyen el arquetipo de los amantes apasionados y trágicos como los ha habido muchos en la historia y en las letras universales. Pareciera que hay un punto culminante del amor que se abre a la trascendencia cuando roza el sufrimiento y la muerte, no sólo en el drama sino incluso en la tragedia. A muchos les gustan las historias de amores tristes.
Paris es el arquetipo del seductor. Menelao, el esposo, el arquetipo del luchador y guerrero. Comanda toda la expedición en rescate de Helena, dirigiendo la guerra entre Grecia y Troya. No está dispuesto a perder a quien más ama. Lucha por su amor y se sacrifica. Ya que no lo pudo conservar, al menos quiere reconquistarlo.
Helena, por su parte, es el arquetipo de la belleza como esplendor de formas y armonía de la figura. Sobre todo resalta en ella el carácter físico de la hermosura de la mujer. Helena se adelantó a nuestro tiempo que tanto rescata la belleza exterior y teme al envejecimiento.
A la vez, representa el arquetipo complejo de las facetas plurales de lo femenino: es mujer, hija, esposa, madre, amante, reina y princesa. Para algunos, símbolo de valentía, al jugarse por su amor, más allá de todas las convenciones sociales y sus consecuencias. Para otros, una pecadora y adúltera a quien poco le importó aquello que no sea su pasión. Su arquetipo resulta ambiguo y paradójico, como suele ser todo lo femenino, con sus intricados recovecos y repliegues, sin que esta apreciación sea minusvalorativa sino solamente una constatación de la característica psicológica de la mujer.
Hay incluso quienes afirman que Helena encarna el arquetipo del feminismo: mujer desprejuiciada, autónoma y libre, que sigue sólo los dictámenes de su propio corazón y que es capaz de vivir el arrebato de una pasión, sin importarle nada.
No es fácil ubicarla en un solo perfil del arquetipo femenino ya que algunos la señalan como víctima de los dioses y las circunstancias propias que le tocaron vivir y otros la ven como una heroína que todo lo soporta, hasta el final de la destrucción total.
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En el cristianismo, el arquetipo de lo femenino se contempla –de manera acabada y plena- en María. En ella resplandece la cara más luminosa del mundo de la mujer. María no tiene pecado. No hay en ella sombra alguna. Es mujer, virgen, madre, esposa y discípula. También es el modelo acabado del pueblo de Dios, la Iglesia, con la cual comparte el arquetipo femenino.
En la Iglesia, como no es inmaculada como María, se muestra el rostro humano necesitado de purificación y conversión. La comunidad eclesial es, como María –virgen, esposa, madre, maestra y discípula- sin embargo, también existe en ella, y en esto es distinto a María, el pecado de quienes formamos parte de su cuerpo. La comunidad de los creyentes está siempre necesitada de transformación. En ella hay sombras, ambigüedades, fragilidades, debilidades, errores y pecados.
En el cuerpo eclesial se verifica, paradójicamente, el encuentro de dos arquetipos opuestos: la virginidad y el adulterio. La santidad le viene a la Iglesia por la gracia que le comunica Dios divinamente. La realidad humana e institucional requiere, en ella, siempre de conversión y purificación. La Iglesia es inmaculada y -a la vez- necesitada de purgar sus manchas. Es “santa y compuesta por pecadores” simultáneamente.
San Ambrosio de Milán (340- 397) utilizó una osada imagen para describir esta realidad que coexiste en la comunidad de los creyentes. Afirmó que la Iglesia es una “casta meretriz” al comentar el pasaje bíblico del Libro de Josué (2, 1-24; 6, 22-25; Hb 11, 31) donde Rajab, una prostituta de la ciudad de Jericó, hospedó -en su propia casa- a unos israelitas fugitivos, salvándolos. Rajab se interpretó como la figura de la Iglesia, la cual es santa -con la santidad indefectible que le viene del Señor – y puede, a la vez, acoger en ella a todos sus hijos pecadores. Siendo santa -con la santidad que le viene de la gracia de Dios- se solidariza y se purifica en sus hijos: “la Iglesia justamente toma figura de pecadora porque también Jesús asumió el aspecto de pecador”.
Precisamente porque es santa –con la santidad indefectible que le viene del Señor– la Iglesia puede albergar -en sí- a todos nosotros, los pecadores.
Esto nos permite descubrir que el arquetipo de la paradójica feminidad se encuentra tanto en Helena de Troya como en la Iglesia. Ambas se captan desde lo femenino, en un contrapunto de contrastes.
Tales ambigüedades las tenemos y las padecemos todos. No hace falta ser mujer para eso. La condición humana es contradictoria. Todos tenemos comportamientos y sentimientos encontrados e incoherentes que luchan en una guerra que se da continuamente en nuestro interior: el campo de batalla somos nosotros mismos.
Helena de Troya y la Iglesia: arquetipos, mitos que revelan lo más profundo de nosotros mismos.
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Tomado de: http://eduardocasas.blogspot.com/