sábado, 30 de junio de 2012

Sofía. La transformación espiritual


LA TRANSFORMACIÓN ESPIRITUAL
La gran madre. Erich Neumann
Una fenomenología de las creaciones femeninas de lo inconsciente


SOFÍA
En la unión de madre e hija, la díada de las grandes diosas es capaz de transformar su original y radical vinculación al carácter elemental hasta el punto de manifestarse también como un espíritu femenino puro, la Sofía, la totalidad espiritual femenina, en el que toda insensibilidad y pesantez quedan transcendidas. A partir de aquí, al díada ya no conforma únicamente la tierra y el cielo de esa retorta que llamamos mundo, ni la rueda cíclica que gira en su interior, sin también la máxima esencia y destilación en que es capaz de transformarse la vida en este mundo.
Esta Sofía femenina, que en la flor alcanza la suprema manifestación visible de su despliegue[i] no se desvanece en su abstracción nirvánica de un espíritu masculino, sino que su espíritu permanece en todo momento, como el perfume de aquélla, vinculado al substrato terreno de la realidad. El recipiente de transformación, la flor, la unión de las reunidas Core y Deméter, Isis, o las diosas lunares en las que el lado luminoso vence a la noche de su propia oscuridad, son todas ellas expresiones de esta Sofía, la suprema sabiduría femenina.
En el ámbito cristiana patriarcal la Sofía, es cierto, se ha visto por principio relegada al último lugar por la divinidad masculina[ii], pero incluso aquí ha terminado por abrirse paso el arquetipo femenino de la transformación espiritual. Así, en el poema de Dante la sagrada rosa blanca de la Virgen es la última de las flores luminosas en manifestarse bajo el estrellado firmamento nocturno como suprema revelación espiritual de lo terrenal. En la Virgen con el cuarto creciente lunar a los pies, lo femenino ocupa también el centro de las esferas terrenal y celestial. Otro tanto ocurre en la imagen en que la Filosofía, una de las expresiones medievales de la Sofía, reúne en su torno a las artes, adoctrina a los filósofos e inspira a los poetas. Para nuestra sorpresa, su figura, oriunda del siglo XII, tiene todavía tres cabezas, como la Hécate griega. Esta mujer sigue siendo la Gran Madre incluso cuando encarnada en la Filosofía sostiene en su cuerpo el disco del mundo con el zodíaco, los planetas, el sol y la luna (incluso en los detalles la contrafigura exacta de la negativa rueda tibetana de la vida). Y la reina que entronizada en el centro del paraíso, las virtudes y los evangelios, sostiene a su hijo sobre el regazo es una vez más el sí mismo femenino como centro creador del mandala[iii]
El simbolismo del recipiente hace acto de presencia incluso en el estadio más elevado, donde adopta la figura el recipiente de la transformación y del espíritu. El simbolismo matriarcal, pese a los constantes esfuerzos del cristianismo por reprimirlo, se impuso más allá del significado central del cáliz de la Última Cena y –mitológicmente- del Grial.
El significado del baño por inmersión precristiano es ya el del retorno al útero misterioso y lleno de las aguas de la vida del Gran Femenino. El baño por inmersión, cuyo significado ritual ha pervivido hasta nuestros días dentro de la tradición judía, se convierte en el cristianismo en el baño bautismal de la transformación, que, como todavía se aprecia en una imagen tardía , supone el retorno al huevo cósmico de los comienzos. Debido a ello, la pila bautismal es un recipiente de transformación, no solamente la copa del árbol de la vida, sino también la fuente de la vida a la que el descenso de las aguas superiores del Espíritu Santo transforman en recipiente alquímico de la renovación.
El paraíso es concebido también él como una transformación “en el recipiente”. Pero al no estar vinculado el pecado original con el árbol de la vida, sino con el árbol mortal del conocimiento, el recipiente de vida del paraíso se convierte ahora, por obra de la caída, en recipiente mortal de la transformación negativa que desciende hacia abajo, hacia el mundo subterráneo y las abiertas fauces del infierno. Verdad es que el recipiente sigue siendo todavía dentro de este contexto cristiano lo que contiene los opuestos[iv], pero su naturaleza es la de un recipiente inferior-receptivo que se limita a ser fructificado por los poderes a él contrapuestos de lo alto, el Espíritu Santo, la paloma o las aguas superiores. Al contrario que aquí, en la alquimia observamos el renacimiento del original simbolismo matriarcal del recipiente que contiene la totalidad. La discusión en detalle de este importante aspecto de la alquimia pertenece a otro lugar; aquí será suficiente con que hagamos referencia al simbolismo de una sola de estas imágenes. Se trata del viejo huevo cósmico primigenio, el conocido símbolo de los orígenes del mundo matriarcal que –como Gran Círculo- contiene el Todo. Su fundamento está constituido por el dragón caótico de la materia y su nivel más elevado por el espíritu –otra vez teriomórfico-, que como paloma, como “Pájaro-Espíritu Santo”, es la quintaesencia de lo que eclosionará de este huevo. El desarrollo que conduce hasta él está indicado por dos símbolos de crecimiento. Los árboles del sol y de la luna aluden a los principios masculino y femenino de la tensión antitética que ha de ser sintetizada, y el entrelazamiento y gradual escalonamiento de las tres figuras del cuerpo, el alma y el espíritu, simbolizan la transformación ascendente dentro del recipiente del Gran Femenino. Sobre la figura del espíritu, cuyos brazos extendidos abrazan los opuestos, vuela el pájaro superior, que como principio espiritual supremo es el pájaro de la Gran Madre, la paloma del Espíritu Santo.
El principio alquímico del crecimiento está también simbolizado en otras muchas imágenes por la serpiente ascendente. La serpiente es a menudo –no sólo en el relato del Génesis- el “espíritu” tanto del árbol como del recipiente. La unión de serpiente y vara, cuya aparición se remonta ya al Egipto predinástico, aparece en muchos mitos como el espíritu divino, con frecuencia ambiguo, pero siempre numinoso, de un proceso de crecimiento cuya finalidad es inaprensible para la consciencia. Este fenómeno gobierna tanto el simbolismo de la “caída” que conduce a la conciencia como el de la alquimia.
En nuestra imagen el proceso de transformación que asciende del recipiente está representado por el árbol-pilar en torno al que se enrosca la serpiente doble de los opuestos que han de ser reconciliados. Este árbol es coronado por una reina-mercurio que sostiene un cetro en su mano. Este cetro es una combinación de la vara curativa rodeada por las serpientes de Hermes-Esculapio y el cetro flordelisado que ya en Creta fuera símbolo de la diosa y de la reina. La bisexualidad de Mercurio se corresponde aquí con el hermafroditismo urobórico del Gran Femenino, en el que están hermanados la figura de la diosa virgen (el lirio) y el carácter de la transformación y la curación engendradoras (el caduceo de Hermes).
Ambos símbolos reaparecen en una tardía Anunciación renacentista. En ella el ángel sostiene la vara de la fecundación salvífica, mientras que junto a María se encuentra el recipiente que ella misma es. El cuerpo de este recipiente sirve de soporte a la hostia con el nombre del hijo divino, y sobre ella descuella el lirio de la diosa virgen cretense. Este recipiente es él mismo la diosa que lleva en su seno al niño divino y solar, y María –sin que el artista hubiera abrigado esta intención de forma consciente- se convierte una vez más en labiosa de los comienzos.
Como recipiente re-alumbrador de la transformación superior, el recipiente femenino es el recipiente de la Sofía y del Espíritu Santo. Él no sólo da cabida en su interior a lo que ha de transformarse para espiritualizarlo y divinizarlo –como la crátera de la gnosis- sino que es también el poder nutricio del que vive lo que se ha transformado y renacido.
Como penetraba en el estadio elemental inferior el torrente nutricio de la tierra en el animal y la fuerza fálica del torrente de los pechos en la boca receptiva del niño, en el estadio de la transformación espiritual recibe el adulto la “leche virginal” de la Sofía. Esta Sofía es también “el espíritu de la esposa” del Apocalipsis, de los que se ha escrito:
Quien tenga sed, que se acerque; el que quera, coja de balde agua viva,
Así como la inspiradora esencia creadora que, como en nuestra imagen, da de beber a criaturas terrenas y supraterrenas.
En este supremo estadio aparece un símbolo nuevo, en el que los caracteres elemental y transformador del alimento alcanzan su nivel espiritual más elevado: el corazón fontanal de la Sofía, el alimento del centro. Este torrente central mana de la Sofía tanto en la imagen de la Filosofía como en las de la Ecclesia o la madre cósmica india. Se torna así visible un “órgano” nuevo del que como pecho cordial fluye alimentando al espíritu la sabiduría del sentimiento y del centro –y no la de la cabeza y de lo alto-.
En este estadio, el Gran Femenino va perdiendo de forma cada vez más acusada su carácter arquetípico original de diosa para convertirse, al menos a primera vista, en concepto y alegoría. La Sofía, la Filosofía y, dentro ya del ámbito judía, la Torá, la doctrina, y la Hokhmah, el símbolo cabalístico de la sabiduría, tienden en esta dirección, mientras que en la Shekinah, la gloria de Dios que vive en el exilio, y en su personificación, la Raquel que llora por sus hijos, se mantienen o vuelve a imponerse su carácter más personal.
Pero este tipo de símbolos intelectuales, como por ejemplo el de Maat, la diosa egipcia de la sabiduría, no tienen por qué ser producto de una época tardía. Por el contrario, su aparición parece situarse en los mismos inicios de la evolución del espíritu humano, que empieza acentuando la figura simbólica visionaria y finaliza en el concepto abstracto.
En psicología hablamos de la ley de la compensación, aludiendo con ella a la ley por la que lo inconsciente, en sueños y visiones, en sus reacciones y en tendencias suyas que imprimen una determinada dirección a los actos, compensa la unilateralidades y desviaciones enfermizas de la personalidad centrada en el yo y dirigida por la conciencia. Esto significa que el estrato profundo del que proceden los todopoderosos impulsos e instintos que amenazan al yo, constituye también el origen de influencias cuya finalidad es auxiliarlo en su redención.
Las investigaciones de la psicología profunda han demostrado que la conciencia es, junto con sus conquistas, un “hijo” tardía de lo inconsciente y que la evolución de la humanidad en general, y de la personalidad Jumana en particular, ha discurrido –y debe discurrir- siempre en una dependencia positiva con respecto a las fuerzas espirituales latentes en lo inconsciente. El hombre contemporáneo experimenta así en un nuevo plano lo mismo que ya experimentara el primitivo avasallado por sus intuiciones. En lo inconsciente del poder femenino procreador y nutricio, protector y transformador de las profundidades, opera una sabiduría que es infinitamente superior a la de la conciencia diurna y que, sea o no llamada, interviene en la vida humana con el fin de dirigirla y salvarla a través de la visión y el símbolo, el ritual y la ley, la poesía y la intuición de la verdad.
Esta sabiduría femenino-maternal no constituye un saber abstracto y “desinteresado”, sino una sabiduría de la vinculación amorosa. Al igual que lo inconsciente reacciona y responde, al igual que el cuerpo “reacciona” en forma viva tanto a los venenos como a los buenos alimentos, la Sofía no es una divinidad a la que su lejanía numinosa y radical trascendencia con respecto al mundo volvieran inaccesible al ser humano, sino una divinidad viva y cercana, amable y siempre presente, presta a intervenir y a la que se le puede invocar en todo momento.
De ahí que como poder espiritual la Sofía ame y salve, y que su corazón torrencial sea al mismo tiempo alimento y sabiduría. La vida nutritiva que ella comunica es la vida del espíritu y la transformación, y no la de la apatía o la de un permanecer presa de lo inferior. Como madre-espíritu, la Sofía no está interesada primariamente, como la Gran Madre del estadio elemental, en el lactante, el niño y la persona inmadura, a los que por esa misma razón retiente ella en dichos estadios, sino que como divinidad del Todo y gobernadora de la transformación que progresa desde el estadio elemental al del espíritu lo que ella busca son personas completas, personas que hayan recorrido la totalidad del trayecto vital comprendido entre ambos estadios.
En la evolución patriarcal y masculino-monoteísta tendente a la abstracción del Occidente judeo-cristiano, la figura de la diosa femenina de la sabiduría fue destronada y reprimida. Si logró sobrevivir fue sólo en secreto, la mayor parte de las veces por vías  heréticas y revolucionarias. Seguir sus huellas transciende los límites de nuestra tarea. Aquí no podemos exponer ni la supervivencia de la Gran Madre en la bruja, ni su retorno en el Renacimiento, ni su reaparición hasta la Edad Moderna. Tendremos que contentarnos con ilustrar la irreprimible vitalidad arquetípica de la Gran Madre con la ayuda de algunas imágenes del ámbito cristiano.
La Vierge ouvrante, a primera vista la familiar y discretísima madre con el niño, descubre, al abrirse, el herético secreto encerrado por su seno: el Dios Padre y el Dios Hijo que en apariencia condescienden graciosamente a admitir en su morada de señores celestiales a la madre humillada, terrenal y “nada más que femenina”, están en realidad contenidos en ella, son en realidad “contenidos” de su seno omnicomprensivo.
Pero la naturaleza continente del carácter elemental de la Gran Madre no sólo vive en ella o en las numerosas “Vírgenes protectoras” que acogen bajo su manto extendido a una humanidad necesitada de auxilio. Su aparición, esta vez casi subrepticia, se produce en otro  motivo del ámbito cristiano. En las representaciones de la Virgen con santa Ana y el niño Jesús, la unión del “grupo femenino” de la madre, la hija y el niño, de Deméter, Core y el hijo divino, reaparece en toda su grandeza mítica. Y con frecuencia el carácter filiar y de Corre de la Virgen con respecto a santa Ana, la Gran Madre, se subraya también externamente, sentándose a la Virgen con el niño sobre el regazo de santa Ana como si fuera una niña pequeña.
Contrariamente a la evolución propia de Occidente, donde el elemento patriarcal vino casi siempre a soterrar y en muchas ocasiones poco menos que a extinguir al matriarcal, en el ámbito asiático el substrato matriarcal ha dado prueba de una fortaleza tal, que en la mayor parte de los lugares el paso del tiempo se ha saldado, si no con la anulación, sí con una considerable relativización del estrato patriarcal impuesto sobre él. Este extremo puede comprobarse no sólo en la evolución del hinduismo, sino también en el budismo patriarcal, caracterizado por su tendencia a la abstracción y por su hostilidad a la naturaleza. Aquí, Kuan-yin es la diosa que “escucha los gritos del mundo” y sacrifica su budeidad por amor a sus padecimientos, la Gran Madre en su aspecto de amante Sofía.
En la India la antigua diosa matriarcal no sólo logró abrirse camino en el curso de la evolución en el tantrismo, en la figura de Shakti, el poder femenino primigenio, sino que en términos generales se puede decir que volvió a reconquistar su sitio como Gran Madre y “Gran Círculo”. La misma Kali india, en su aspecto no terrible sino positivo, constituye una figura espiritual cuya libertad, superioridad e independencia carecen de parangón en la cultura occidental. Y el significado de la figura divina que como “blanca Tara” simboliza la forma suprema de la transformación espiritual inducida por lo femenino, llega aún mucho más lejos.
Tara es celebrada como “la que conduce (tarani) más allá de la oscuridad de la confusión en el ánimo de todos los yogis como la fuerza causal del autodominio y la liberación “. Mientras que en “el estadio inferior” es la protectora y redentora, tarati it Tara –la que conduce felizmente al otro lado, de ahí que se llama Tara”-, en el superior es la que conduce fuera de la ilusión cósmica, el samsara, que ella misma ha creado en su aspecto de Maya. Así, Tara “es la quintaesencia surgida al batirse el mar del conocimiento”.
Como la “redentora” (Tarini), La Gran Maya se enrosca en un eterno abrazo amoroso entorno a Chiva, el “imperturbable”, quien en la cristalina intocabilidad de su meditación yoga representa de manera excelsa la actitud del liberado…
Como la “perfección del conocimiento”-prajna paramita- que confiere la iluminación y el nirvana, Tara es la femineidad sublime en el ciclo de los buddhas y bodhisattvas, especialmente reverenciada en el Tibet matriarcal…
En el budismo tántrico asciende a la cumbre misma del panteón: como prajna paramita es la madre de todos los buddhas; en realidad, no significa otra cosa que la misma iluminación por la que se alcanza la budeidad; param ita; (habiendo= “curzado (ita) a la otra orilla (param)”, transporta sobre el torrente del samsara a la orilla del nirvana. El signo que la distingue como la sabiduría de la iluminación es el libro sobre el  loto junto a su hombro,  mientras que sus manos forman el círuclo de la contemplación interna de la doctrina verdadera (dharma-cakra-mudra)
La Gran Maya hechicera ue encadena a todos los seres con placer a los horrores del samsara no puede ser tachada de culpable por tentarlos con la existencia de las innumerables formas que Todo lo abraza, con el océano de la vida de cuyos terrores ella se esfuerza una y otra vez por salvar a algunos como “señora de los barcos”, mientras el entero océano de la vida no es más que el  juego de rielar y ondear de su Shakti. De estas olas de la vida presa en sus propias redes emergen siempre individuos maduras para la liberación: como capullos de loto que, en la metáfora del Buddha, se alzan sobre la superficie de las aguas y abren sus pétalos a la inquebrantable luz del cielo.
Ella no es sólo el poder de la divinidad en la rueda de la vida que girando como un torbellino reitera el ciclo global de los nacimientos y las muertes, sino también el poder del centro que, dentro de ese mismo ciclo, apremia a la conciencia y al conocimiento, a la transformación y a la iluminación.
Tal y como se dice en la plegaria que Brahma eleva a la Gran Diosa:
Tú eres el espíritu prístino cuya naturaleza es bienaventuranza; tú eres la naturaleza última y la clara luz del cielo que ilumina y quebranta el autohipnotismo del terrible ciclo del renacimiento, y tú eres la que envuelve por siempre al universo en tu propia y profundísima oscuridad.
Pero esta iluminación no es como un rayo que cayera del cielo iluminándolo todo con su luz, sino un elemento vivo que hunde primero sus raíces en el subsuelo pantanoso de las profundidades, que se abre paso luego lentamente y en cerrado capullo a través de las aguas llenas de luminosidad de la vida, y que sólo al final, como el loto al extender sus pétalos, se abre “a la inquebrantable luz del cielo”.
Como la humanidad misma se despliega también el Gran Femenino dentro de ella: al principio la diosa de los tiempos remotos, asentada sobre sí misma en la apatía de su carácter elemental, ignorante de todo lo que no sea el misterio interno de su cuerpo; al final la Tara que sostiene en su mano izquierda el loto en flor del despliegue anímico y extiende su diestra hacia el mundo en gesto de obsequio. Con sus ojos entrecerrados, su meditación atiene tanto al mundo interno como al externo: una imagen eterna del espíritu femenino redentor. Juntas, ambas forman la unidad deliran Femenino, que en la totalidad de su despliegue llena el mundo desde el estadio más inferior, el elemental, hasta el más elevado, el de la transformación espiritual.
Así, en la imagen de la Trimurti india tropezamos como estadio más profundo con el símbolo terrenal de la tortuga materna; sobre ella descansa la Gran Madre Terrible, el cráneo del que brotan las dos llamas de los opuestos, y sobre ésta la Gran Madre Sofía, el loto. Al respecto escribe Jung:
El conjunto se corresponde con el opus de la alquimia, donde la tortuga es la massa confusa, el cráneo el vas de la transformación, y la flor el símbolo del sí-mismo o totalidad.
Sin embargo, todos estos símbolos, tortuga, recipiente mortal y flor, son símbolos matriarcales e transformación del Gran Femenino. Con leves modificaciones, todos ellos reaparecen en la imagen de nuestra Tara, en la que están comprendidos todos los estadios de la transformación.
Cada una de las fases de la transformación tiene como fundamento la unidad del loto y de la cobra, del poder de la vida y del poder de la muerte. La base está formada por el mundo ciego de la tortuga, el dominio lunar de la tierra y del agua; sobre él descansa el árbol de la vida al que rodean los dos dragones de la vida disociada en los opuestos. La copa de ese árbol está formada por el segundo loto, sobre el que se yergue orgulloso y lleno de poder el león solar del espíritu masculino nacido de él. Sin embargo, sobre el león, pero ya no cabalgándolo, sino entronizada en su propio loto, se eleva la diosa, la Sofía-Tara. Esta última está rodeada por la llameante gloriola de un círculo espiritual, en el que, empezando ya por el león, la vida animal del mundo inferior se transforma en una luz vegetal, la iluminación crecida y creciente que es características de su naturaleza. Las manos de la diosa están llenas de flores, y sobre ella se extiende el dosel de fuego de la luz tachonado de flores estelares de plata. Este dosel es ella misma: luna, loto y tara del conocimiento supremo.
Hemos ido familiarizándonos con los estadios de la autorrevelación del sí mismo-femenino en su objetivación en el mundo de los arquetipos, símbolos, imágenes y ritos, como un mundo eterno e histórico. Los reinos ascendentes de símbolos en los que se lo femenino se torna visible con sus caracteres elemental y transformador como Gran Círculo, Señora de las plantas y de las bestias, alumbradora del espíritu y Sofía nutricia, se corresponden con estadios del auto despliegue de la esencia femenina. Esta última se manifiesta en la mujer como “Eterno Femenino” y es infinitamente más que cada una de las mujeres en que se encarna terrenalmente y que cualquiera de sus manifestaciones vivas o simbólicas. Pero estas manifestaciones del Gran Femenino en todas las épocas y culturas, y en la totalidad de los seres humanos de los tiempos prehistóricos e históricos, aparecen también en la realidad viva de la mujer moderna, en sus sueños y visiones, en sus obsesiones y fantasías, proyecciones y relaciones, fijaciones y trasformaciones de la personalidad.
La Gran Diosa –resumiendo con este nombre lo que hemos intentado exponer como la unidad y multiplicad arquetípicas de la esencia femenina- es la encarnación del sí mismo femenino que se despliega tanto en la historia de la humanidad como en la historia de cada mujer individual; su realidad determina lo mismo la vida individual que la colectiva. Este mundo psíquico arquetípico reunido en las múltiples figuras de esta Gran Diosa,, es el poder oculto en el trasfondo que todavía en nuestros días –en parte con los mismos símbolos y en el mismo orden evolutivo, en parte con modificaciones y variaciones dinámicas – sigue determinando la historia anímica de la humanidad moderna y, sobre todo, de la mujer moderna.


[i] K.Kerényi “Hermes der Seelenführer_ Das Mythologems vom mannlichen Lebensurprung_ Eranos-fahrbuch 1942, IX. Pg. 90
[ii] Herbert J.A Rose, A Handbook of Greek Mythology, London, 1950, pg. 265
[iii] Para el significado psicológico del  mandala cf. Los trabajos de Jung y su escuela. Para el simbolismo del mandala cf. Sobre todo Jung y Wilhelm, Das Geherimnis del Goldenen Blüte, Zürich, 1929
[iv] Cf. Jung Psychologie and Alchemie, índice s.v. “Antítesis”, y Der Geist Mercurius, en Symbolik des Geistes, Zürich, 1953 [El espíritu Mercurio, OC 13]

lunes, 25 de junio de 2012

Ifigenia, sacrificio y sacerdotisa


IFIGENIA, SACRIFICIO Y SACERDOTISA 

Eduardo Casas



1. El sacrificio de una hija
Un nombre es un destino. Ciertamente el nombre Ifigenia –de quien ahora narraré su historia- significa “mujer de raza fuerte” confirmando, precisamente, su incomparable personalidad. Ella era hija del rey Agamenón y la reina Clitemnestra. Su padre fue el jefe que comandó las tropas de la guerra de toda Grecia contra Troya, la cual terminó con la destrucción total de esa ciudad. El rescate de Helena, la hermosa reina de Esparta, que había sido raptada, era el cometido de esa expedición. Tal vez por eso, hay quienes dicen que Ifigenia ha sido hija de Helena, concebida cuando ésta fue, en razón de su belleza, retenida por el héroe llamado Teseo. Dicen que Agamenón y Clitemnestra sólo fueron los padres adoptivos que la criaron.
Esta versión no es la que comúnmente más se apoya. La historia oficial afirma que Ifigenia era verdadera hija de Agamenón, lo cual hace que su legenda sea aún más dramática.
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El rey Agamenón se había ganado la cólera de la virgen y diosa Artemisa, la cazadora, protectora de los animales salvajes. Venerada por las mujeres jóvenes, guardiana de la virginidad y fiel ayuda en los partos. Ella era una eximia cazadora que portaba arco y flechas. El ciervo y el ciprés le estaban consagrados. Se comenta que fue Agamenón quien mató un ciervo sagrado de la diosa, alardeando ser mejor cazador que ella. Hay quienes, disculpando a Agamenón, afirman que fue uno de sus hombres quien dio caza al venado sagrado.
Para la diosa Artemisa resultaba lo mismo si era Agamenón o uno de sus hombres quien lo había ejecutado. Desde entonces ella juró cruel venganza. Sólo tenía que ser paciente y esperar el tiempo oportuno. Todo llega cuando se trata de saldar deudas pendientes: los dioses nunca olvidan. A ella, no le importaba esperar. Sólo le interesaba poder cobrarse la vida de su ciervo consagrado.
Si uno espera las circunstancias favorables, la venganza viene sola. Para la diosa, la sangre reclamaba sangre. Como eximia cazadora, sabía que el precio de una venganza siempre es caro. Nadie está nunca está dispuesto a pagarlo. Por eso, ella estaba decidida a tomarlo. No importa lo que costara.
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El tiempo pasaba impiadosamente rápido. Cuando los reyes griegos se complotaron para destruir la ciudad de Troya, el camino por mar dependía siempre de los vientos favorables. Agamenón, capitaneaba una inmensa flota. Nunca hasta entonces se había visto algo igual. Eran más de mil barcos y más de diez mil hombres.
De pronto, como por un designio divino, los vientos cesaron de soplar. Todo quedó pesado, detenido y estancado. Se llegó a un punto en que los navíos tuvieron que parar. Nadie sospechaba que Artemisa, la diosa, tenía poder para detener y sujetar los indomables vientos.
Impaciente por llevar días sin poder zarpar, Agamenón consultó al adivino Calcante, conocido también simplemente como Calcas, el cual reveló el secreto de la diosa y además también manifestó su voluntad. Ciertamente Agamenón nunca hubiera querido escuchar ese deseo divino. El precio de la venganza de la diosa estaba a punto de cobrarse de la manera menos esperada.
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Calcante era un poderoso y célebre vaticinador. Nieto del polifacético dios Apolo, divinidad de la luz, el sol, la verdad, la profecía, la medicina, la curación, la música, la poesía y las artes. Apolo era hermano mellizo de la diosa cazadora, Artemisa. Fue Apolo quien -a su nieto- le comunicó el don de la profecía.
Calcante era el profeta autorizado y reconocido para anunciar todo lo referente a la Guerra de Troya y sus héroes. Fue él quien predijo que la contienda duraría diez años, el que aconsejó también la construcción del famoso Caballo de Troya y quien anunció el azaroso regreso de los vencedores a su patria. Algunos afirman que llegó a predecir hasta el mismo día de su propia muerte. Otros dicen que murió tras una competencia de hechicería a manos de un profeta rival.

Cuando fue consultado en esta ocasión, el adivino reveló un oráculo según el cual la diosa Artemisa tenía una deuda pendiente con el rey Agamenón por lo cual estaba reteniendo los vientos del mar obstaculizando el camino del monarca. La única forma de apaciguar a la diosa era derramando sangre. Debía sacrificar, en un altar en honor a la diosa Artemisa, nada menos que a Ifigenia, la hija del rey Agamenón.
Así como la diosa amaba la vida de sus ciervos sagrados, los cuales les estaban dedicados y uno de ellos había sido sacrificado por el orgullo presuntuoso del rey al querer destacarse como el mejor cazador; de manera semejante, el precio de su ostentación y de su profanación sólo se saldaría con la vida sagrada de Ifigenia. No había otra opción. Los vientos sólo volverían a estar libres y desatados sobre la superficie de las aguas si había derramamiento de sangre inocente.
El rey –ante semejante anuncio- quedó estupefacto y mudo. No podía creer semejante pedido. Al principio rotundamente se negó. Se sintió horrorizado, asqueado y escandalizado. Le parecía injusto que su hija pagase por la vida de un ciervo que, si bien pertenecía a la diosa y era consagrado, no obstante seguía siendo un animal. No había punto de comparación. Sin embargo, entendía que los dioses tienen caprichos vividos como extravagantes lujos.
La diosa –no obstante- permaneció inamovible en su voluntad. No había posibilidad de revocar tal decisión. El tiempo de los dioses que todo lo cobra con su extrema paciencia, había llegado a su fin. Ahora el precio era la sangre. El tiempo de espera de la diosa tenía el precio de la sangre ajena, sangre joven e inocente. Así como el rey Agamenón, irresponsablemente había derramado sangre sagrada, ahora él tenía que sentir lo que antiguamente había sido el sufrimiento de la paciente diosa.
Mientras tanto, el mar seguía quieto. Tan inmóvil que no parecía una pesada masa acuática. Se asemejaba a un duro metal brillando a la luz del implacable sol.
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Los días seguían pasando cargados, sin la más mínima brisa, cosa inaudita en el mar. La tripulación comenzó entonces a impacientarse demasiado. El aire permanecía quieto y denso. Nada se movía. Ni siquiera había olas. Todo el ejército comenzó a protestar. El cansancio, el hambre y la sed se empezaron a sentir. El rey Agamenón no quería, ni siquiera remotamente considerar la posibilidad transmitida por el adivino agorero; sin embargo, los miles y miles de soldados griegos no podían seguir permaneciendo allí, estancados. Comenzaron a quejarse y presionar.

El rey sabía que, desde tiempos antiguos, estaba en falta con la diosa. Lo que nunca sospechó fue el precio de esa terrible venganza divina. Los dioses encuentran placer en tales prácticas. Suelen hacer sentir así su poder a los mortales.
Cuando se llegó al límite de la paciencia por tal exasperada situación y la inmensa cantidad de navegantes ya no podía dar más en su ánimo, el rey Agamenón –con todo el dolor de su alma- no tuvo otra opción que empezar a considerar el precio de tal pedido divino. Sin querer pensarlo demasiado, no tenía otra opción –en tales circunstancias- que ceder a tal extrema solicitud. Por lo tanto, con el dolor de rey y de padre, consintió –con su corazón partido- en hacer tal sacrificio.
Mandó a uno de sus hombres de confianza para llamar a su hija que se encontraba en la corte, con su madre, con el pretexto de prometerla al mayor de los héroes griegos, Aquiles, como futuro esposo. Cuando ella llegara, ignorando el verdadero propósito, sin saber que se convertiría el sacrificio vivo y humano para la diosa Artemisa, el vaticinador Calcante sería el encargado de inmolarla en el altar que se construyó especialmente para tal solemne y triste ocasión.
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Cuando después de varios días, vio a su hija felizmente acercarse, corriendo a los brazos de su padre para saludarlo tras la larga ausencia debido a su periplo hacia a Troya, el rey Agamenón lloró amargamente, apretándola fuertemente en sus brazos. El amor y la culpa se le hicieron un nudo en la garganta. Todos los hombres, silenciosos, estaban expectantes. El cielo y el mar continuaban en un espesa y profunda calma que inquietaba de una manera algo siniestra. Todo permanecía en sosiego. Nada se movía. Las velas de los navíos, quietas y los rostros, desanimados.
Calcante, con una respiración agitada y sonora, entre sus ropas, escondía una larga y filosa daga. El rey Agamenón -al dar besos de bienvenida que, en realidad, eran de despedida a su hija- no conseguía observarla sin ver, sobre ella, la sombra de la venganza de la diosa Artemisa.
Con la sangre de Ifigenia venía para el rey y su tripulación la promesa divina de obtener vientos favorables para zarpar a destino. Sólo la sangre vertida, desataría libremente a los vientos.
Al llegar al lugar indicado, su padre la tomó y la llevó suavemente del brazo hasta Calcante, quien silenciosamente la condujo hasta el altar. La joven creía que allí sería desposada con el valiente y apuesto Aquiles. Se preguntaba cuál de todos esos hombres que la miraban de una manera extraña sería su prometido. Intentó adivinarlo, contemplando sus rostros. Sólo captó tristes miradas de benevolencia y despedida. Algunos de esos rudos hombres tenían la mirada empañada y húmeda de emoción. Miró a su padre y éste parecía que también tenía algo del agua de mar en sus ojos acuosos. Cuando ella posó su mirada en la de él, parecía que el rey la abrazaba con su mirada, triste y dulce a la vez, luego el soberano miró al adivino Calcante, asintió con su cabeza, moviéndola casi imperceptible y levemente y cerró los ojos. Después de unos minutos interminables, los abrió y miró hacia el cielo. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre su pecho. La sal de esas lágrimas se confundieron con la sal del agua del mar. En ese momento su pensamiento, casi sin poder evitarlo, fue hacia aquél lugar paradisiaco donde estaba un hermoso y joven ciervo que una vez mató simplemente por puro placer.
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A Ifigenia le comenzó a parecer extraño aquél ritual de compromiso para los esponsales. Calcante, inmutable, la recostó sobre el altar. Luego cuatro hombres fuertes se aceraron. Allí fue cuando la joven comenzó a sentir temor, aunque trataba de tranquilizarse ya que nada malo podía pasar estando su padre. Los soldados la tomaron y la sujetaron de pies y manos. Su respiración comenzó agitarse. Presintió que algo extraño ocurría. Volvió a pensar que nada raro podía pasar. Su padre, el jefe de todos esos hombres, estaba allí. Lo buscó con su mirada, incómoda por la posición física en la que estaba, cuando al fin lo pudo ver, su padre tenía los ojos cerrados. Eso le pareció aún más extraño. Algo estaba ocurriendo. Algo estaba saliendo mal. ¿Por qué el rey estaba como ausente en el casamiento de su hija? Tal vez, él no lo haya querido o no haya estado convencido pensaba Ifigenia. Tampoco podía ver a Aquiles, su prometido. Nadie festejaba. Todo era silencio. Aquél ritual parecía más la despedida de un muerto que el festejo de un compromiso.
Mientras ella pensaba en todo esto, los hombres robustos comenzaron a sujetarla más fuertemente, impidiendo la totalidad de sus movimientos. Al no poder entender lo que estaba pasando, un horrible presentimiento que se le cruzó por la cabeza. Empezó a gritar para que su padre, abriera los ojos, la oyera y la defendiera. No sólo que su padre no abrió los ojos sino que tampoco parecía escucharla. Un soldado le tapó la boca. Ella, antes de cerrar sus ojos, sin comprender lo que estaba pasando y sin entender por qué su padre lo estaba permitiendo y consintiendo, vio -con el reflejo del sol- un haz plateado en la mano de Calcante que, solemnemente, se levantaba sobre ella. Luego… no sintió nada.
En medio de aquél silencio que nuevamente reinaba, de pronto, un viento comenzó a soplar sobre el extenso manto de un mar que recién ahora comenzaba a moverse.
2. Los destinos de una familia singular.
Hay quienes aseguran que el sacrifico se realizó y que la sangre de la joven se mezcló con el agua salada del mar, tiñéndola de rojo. Esta inmolación martirial de Ifigenia, en la flor de su juventud, siendo aún doncella, se convirtió en la futura justificación del crimen que su madre, Clitemnestra, cometió contra su marido, cuando él regresó victorioso después de la guerra de Troya. La reina vengó así la muerte de su hija ya que transcurridos los meses, Ifigenia no volvió, ni tampoco llegaron noticias de su compromiso. Sólo se sabía que su prometido, Aquiles, seguía luchando en tierra extranjera. Se confirmó así, en la corte, la sospecha que muchos decían: que su hija había sido sacrificada por la ambición de su padre, en el intento de derrotar a Troya.
Clitemnestra no podía dar crédito a semejante versión. Sobre todo sabiendo del afecto que su esposo le tenía a Ifigenia. No podía creer que -por deseos políticos- él sacrificara todo, incluso la vida de su propia hija.
Corrieron también otros comentarios que han sido, finalmente, los que prevalecieron. La mayoría de los hombres presentes, en aquél extraño ritual, sostienen que -cuando el sacrificio se iba a realizar- la diosa Artemisa, queriendo poner a prueba a Agamenón y no permitiendo que se derramara sangre humana de una víctima inocente, se apiadó de la joven e hizo aparecer, entre los presentes, un ciervo perdido. Otros dicen un ternero, un toro y hasta un oso. Lo cierto es que tales animales no frecuentan la cercanía del mar y, sin embargo, milagrosamente, allí estaba la que sirvió como verdadera víctima del sacrificio.
Los dioses suelen cambiar de opinión y tener conductas extrañas. De hecho siempre hacen aquello que desean. Cuando apareció el animal, merodeando el altar del sacrificio, los hombres que estaban presenciando el ritual interpretaron que la diosa Artemisa quería la sustitución de Ifigenia. La aparición del animal fue un presagio de que la diosa no deseaba el sacrificio de la joven y que la ofensa de su padre quedaba saldada.
En ese momento, algunos hombres tenían los ojos cerrados por no querer mirar el sangriento acto; otros, estaban distraídos observando la aparición del ciervo, lo cierto es que, en medio, de la distracción, la joven despareció, no se sabe bien cómo, ni por obra de quién.
Se comentaba que la diosa, milagrosamente, la trasladó a otro lugar donde oficia de sacerdotisa en su templo como virgen consagrada. Allí tiene el ingrato oficio de sacrificar a los náufragos extranjeros que llegan a la costa. Se sabe que a los habitantes de esas tierras no les agradaban los extranjeros. Ifigenia no entendía esa especie de fobia étnica, no comprendía esa discriminación en razón de la raza. Le parecía irracional. Sin embargo, no tenía opción. Si la diosa le había perdonado la vida e indultado el crimen a su padre, no podía menos que estar al servicio de ella, dedicada en cuerpo y alma, obedientemente.
Ifigenia pasó largos años en ese lugar siendo sacerdotisa del templo. Nunca más supo nada de su familia. Le repugnaba tener que sacrificar a los pobres extranjeros, le recordaba su infortunado destino. También ella estuvo en un altar a punto de convertirse en ofrenda divina. Ahora era quien todos los días le obsequiaba a la diosa su ofrenda, viviendo en una perpetua consagración.

Nunca más supo de Agamenón, su padre, ni de su prometido –Aquiles- ni siquiera de su propia familia. Nunca más supo de nadie. A menudo, para consolarse, pensaba que había sido elegida por la diosa Artemisa, lo cual era ciertamente un honor; no obstante, no podía evitar de reflexionar qué otro sería su destino si se hubiera convertido en víctima de la diosa o, incluso, en esposa del famoso héroe. Ahora, sin haber elegido, estaba en tierras lejanas, en un templo inmenso donde las voces subían como ecos que se multiplicaban en un espejo infinito de sonidos. Ella permanecía siempre parada y muda, con la mirada perdida y el corazón ausente, junto a un altar con olor a sangre extranjera que le manchaba las manos y la túnica blanca. En ese remoto país y en ese lugar sagrado siempre se sentía una extraña.
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Ifigenia se había convertido en una mujer sin pasado. Nada había de su memoria, sus raíces y su familia. Orestes y Electra eran hermanos de Ifigenia. Un día Orestes recibió la revelación en el oráculo de Delfos del dios Apolo, el hermano gemelo de Artemisa, que debía trasladarse a una tierra extranjera donde se erigía uno de los santuarios de la diosa. Allí debía apoderarse de la imagen que, según la tradición, había caído del cielo.
El motivo por el cual el oráculo enviaba a Orestes a aquella tierra era el siguiente: cuando Ifigenia, la hija mayor de Agamenón, había de ser sacrificada, la diosa Artemisa, substrayendo a la muchacha de la mirada de los griegos, la llevó a través de tierras y mares, hasta su santuario, en tierra extranjera. Allí fue nombrada sacerdotisa y debía cumplir la costumbre de aquel pueblo: sacrificar a la diosa todo extranjero que llegará. La mayoría de las víctimas eran griegos, compatriotas suyos. Lo cual aumentaba aún más su dolor.
La joven había transcurrido muchos largos años lejos de su patria, no sabiendo nada de la suerte de su casa. En aquella ocasión, llegó corriendo un pastor que traía la noticia del desembarco de dos jóvenes griegos que habían sido tomados prisioneros. Fueron llevados ante la presencia de la sacerdotisa para el ritual del sacrificio. Ella interrogó interesadamente a uno de ellos preguntando por su origen, su familia y su tierra. Así supo que Troya había quedado totalmente arrasada. Al preguntar por el jefe de la tripulación, el rey Agamenón, se enteró que su padre había sido asesinado por su misma esposa Clitemnestra y su amante Egisto. También supo que Electra clamó venganza e hizo que su hermano Orestes vengara a su padre, matando a su madre y al amante de ésta. Además, se informó que su hermano, habiendo vengado a su padre, vivió perseguido, sumido en la culpa, no hallando paz en ninguna parte. Le dijeron, por último, que Electra se había resentido amargamente por acumular tanto remordimiento y que Orestes deambulaba atormentado, señalado por todos, como un parricida.¡Paradójica familia: los integrantes que no se mataron entre ellos estaban locos o creyendo que los otros estaban muertos!
Ifigenia, ante este panorama, tuvo internamente una fuerte conmoción y resolvió darle al extranjero griego un mensaje de retorno para consolar a su familia en Grecia. Le perdonaría la vida a él y a su amigo, sin que lo supiera la guardia del Templo. En el mensaje le comunicaba a su hermano que ella estaba viva en ese lejano lugar y que fuera pronto a buscarla y rescatarla.
Ifigenia, no sabía que el mismo prisionero que estaba ante sus ojos era su mismísimo hermano al cual no había reconocido. Le ofreció la liberación si llevaba consigo una carta. Orestes, no reconociendo tampoco a su hermana perdida y temiendo un engaño, por parte de la sacerdotisa, se rehusó a tal encargo, ofreciendo a Pílades, su amigo, que estaba prisionero como él, que pudiera llevar la carta, mientras él se quedaba allí para ser sacrificado por los dos. Pretendía así liberar a su compañero de tal desdichada suerte. Tras un conflicto de amistad y reconocimiento de mutuo afecto, ya que Pílades no quería dejar a su camarada morir, terminó por acceder al pedido, debido a los ruegos insistentes.
El joven Orestes preguntó, casi por casualidad y sin ninguna esperanza, si se encontraba allí una hermosa joven llamada Ifigenia. La sacerdotisa, sorprendida de que alguien preguntara por ella, incluso invocando con exactitud su nombre, le dijo al extranjero que ella era Ifigenia. Orestes, se sintió perturbado y conmovido. Con esfuerzo la reconoció admirado. Luego abrazó a su hermana, largo tiempo, afectuosamente como intentando recuperar todos estos años sin su afecto. Ella, incluso cuando él la rodeaba con sus brazos, se resistía a creer que ese hombre, tan distinto a como ella lo recordaba, fuera su hermano Orestes. Sin embargo, algunos relatos de detalles familiares develados por el joven, le dieron fe en sus palabras.
Los tres allí reunidos -la sacerdotisa y los dos prisioneros- inmediatamente tramaron una estrategia para poder huir esa misma noche. Ella le diría al rey que los extranjeros estaban infectados con una enfermedad desconocida y que habían contagiado de impureza la imagen de la venerada diosa, por lo cual pedió permiso al rey para ir a purificar a las víctimas y a la imagen de la diosa. El rey –ante la preocupante noticia y por temor a expandir el contagio de la desconocida enfermedad en sus tierras- asintió inmediatamente. Se cubrió la cabeza para no ser infectado y mandó purificar el templo, mientras Ifigenia y los prisioneros huían, llevando con ellos la imagen de la diosa. Es así como aquella famosa sacerdotisa huyó, abandonando esa tierra y su templo. Al llegar –después de una larga travesía- a su esperada y extrañada tierra, dejó en un templo nuevo la imagen que la había acompañado durante esos largos años de exilio. No obstante, en su patria, continuó oficiando de sacerdotisa. Era lo único que ella había aprendido a hacer.
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Acerca de los años finales de Ifigenia e incluso de su muerte, se conoce muy poco. Algunos dicen que finalmente la diosa Artemisa, después de tantos años de fiel servicio, le concedió como don y premio la inmortalidad. Hay otros que sostienen que Ifigenia se identificó con la diosa de la noche, Hécate convirtiéndose en ella para desaparecer en las sombras. Otros, en cambio, afirman que finalmente se casó con su prometido Aquiles, en secreto, cumpliendo así el pretexto del engaño de su padre cuando usó esa excusa para que su hija fuera sacrificada.
¡Vaya a saber cómo Ifigenia terminó sus días! Algunas veces el viento del mar parece decir su nombre. En el templo extranjero, donde sirvió durante sus mejores años, una vez se encontró en el altar este poema escrito anónimamente en su honor. Los versos rezaban así:
La estrategia política y la guerra se rigen por el código inflexible de almas de hierro, cuyo pie insensible pisotea las rosas en la tierra. Prisionero en los picos de la sierra de una diosa arrogante e irascible, duerme el viento, a la flota inaccesible, y su velamen en quietud se encierra. Agamenón, para salvar la empresa, no duda en inmolar a la princesa, padre inhumano a diosa sanguinaria.
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Aunque ha pasado ya mucho tiempo de aquél suceso en que su padre la convocó en ese lugar del mar en que el viento no soplaba, Ifigenia algunas noches se despertaba bañada en sudor por la pesadilla recurrente de su sacrificio. Acechada por los miedos llenos de escalofríos y las heridas que resisten a sanar, recordaba tristemente la dura mirada de aquél hombre con una gran y filosa daga en la mano.
El tiempo no siempre borra. A veces marca -aún más- las cosas, fijándolas en el alma. A menudo nos esforzamos por echar a todos los fantasmas pero -sin embargo- siempre alguno se resiste y permanece hostigando. Es difícil superar esos traumas cuando ha sido el padre el que ha herido o, al menos, ha permitido que los otros lo hagan.
3. El arquetipo de la víctima y del victimario.
Ifigenia es el arquetipo de la inocencia, la pureza y la ingenuidad. Ella camina fielmente hacia su destino, desconociendo los propósitos divinos y humanos que rigen su vida. Es, fundamentalmente, el prototipo de la víctima inocente, utilizada y manipulada sin que sepa del designio por la cual es instrumentalizada. Es la mujer víctima, tanto de los demás como de las circunstancias. No importa lo que cueste y el precio personal que eso pueda acarrear.
Hay personas que son víctimas y han otras que se victimizan. Con esa actitud llaman la atención, obtienen lo que quieren y se ponen en el centro de la escena. Ciertamente este rol es una estrategia en las relaciones y resulta, cuando se lo descubre, algo fastidioso.
Hay quienes siempre se lamentan, se quejan de todas formas y están lastimosamente del lado sufriente de la vida, echándole la culpa a los demás.
Ifigenia, a su vez, tiene también la contracara del arquetipo de la víctima: el victimario. De ser ofrenda para la diosa, se convierte en sacerdotisa de Artemisa, con el encargo de asesinar a todos los extranjeros que se llegaban al templo. A veces en la vida pasamos de un rol, a su opuesto, de manera muy rápida, obligado por las circunstancias, por necesidad o por conveniencia. Ejecutamos lo que nunca hubiéramos sospechado hacer o lo que siempre nos negábamos a realizar.
Muchas víctimas terminan siendo victimarios y muchos victimarios siendo víctimas en el devenir de las impredecibles circunstancias.
Ifigenia fue víctima sin elegirlo y fue también sacerdotisa sin elegirlo. Tanto su papel de víctima, como su rol de victimaria, no fueron escogidos por ella. Si bien la obediencia y la aceptación superan la sumisión inicial; no obstante, ella tuvo que infligir a otros, permanentemente, lo que le hubiere tocado en suerte a ella. Eso fue muy difícil de sobrellevar para ella.
Ifigenia sabía lo que era la impotencia y el terror desesperado de la víctima indefensa. También conocía la frialdad y la omnipotencia del victimario que, impunemente, se siente que puede hacer cualquier cosa con su prisionero o rehén.
Son las dos caras de un mismo arquetipo: la debilidad sumisa de la víctima y el poder desmedido del victimario. La impotencia y la omnipotencia, los dos opuestos complementarios de un mismo rostro.
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El arquetipo de la sacerdotisa representa a la guardiana de los misterios, la que tiene la sabiduría de un conocimiento sagaz e intuitivo y ha adquirido la prudencia que penetra en lo más profundo de la mente, buscando en el interior, descubriendo las verdades ocultas del inconsciente y estimulando la creatividad e inspiración. Representa el silencio, el recogimiento, la quietud, la contemplación y la feminidad divina.
La figura de Ifigenia, a pesar de estar consagrada a una diosa mujer, no representa totalmente el arquetipo de la sacerdotisa ya que ella sólo oficia los rituales con un sentido de obediencia práctica. No es una mediadora de sabiduría profética y contemplativa. No ejerce dones adivinatorios sino, más bien, es sólo una hacedora de rituales cruentos y sacrificios.
En eso se parece a los sacerdotes del Antiguo Testamento que acudían al templo sólo en función de las prácticas de inmolación. La docencia religiosa la tenían los escribas y el rol vaticinador lo poseían los profetas. Los sacerdotes de la Antigua Alianza se consagraban -según las prescripciones del Antiguo Testamento- para los sacrificios que ofrecía el pueblo.
Ifigenia es también una sacerdotisa que sólo practica rituales de sangre. No ejerce funciones de sabiduría magisterial, con poderes adivinatorios o proféticos. De hecho, hasta ignora lo que había sido de su familia. Ella simplemente estaba consagrada para ofrecer la sangre de sus víctimas en medio de una cultura extranjera.
Ella es la que, de algún modo, repite -en los otros- el destino que le tocó o que le hubiere tocado. No eligió su camino y tampoco el oficio que tenía. La víctima se volvió verdugo. Es preciso trabajar la impotencia y el resentimiento interior que quedan de las consecuencias de acciones de otros que son inesperadas para nosotros y que nos toman por víctimas indefensas. Si no se elaboran esos sentimientos, es muy posible que generen, en nosotros, deseos de venganza.
Ifigenia recordaba la mirada dura de aquél que oficiaba de verdugo en su sacrificio. Esos fantasmas la atormentaban. Volvían una y otra vez. A veces se puede vivir sin ellos y respirar tranquilo un poco y otras veces, están ahí, recordándonos que no se han ido para siempre, lamentablemente.
4. Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su Padre.
El Dios del Antiguo Testamento requería diversos tipos de sacrificios, incluso inmolaciones cruentas de seres vivos como, por ejemplo, distintos animales. Con el sacrificio de Jesús en la Cruz, todos los anteriores han sido definitivamente suplantados ya que “es imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados" (Hb 10, 4).
Diversas religiones a lo largo de los tiempos han admitido, incluso el horror de los sacrificios humanos. El Antiguo Testamento claramente no es partidario de eso. Aunque hay una escena en que llega al límite de este umbral.
Abraham, el primer Patriarca de Israel, después de engendrar -en su vejez- a su único hijo, Isaac, lo tiene que entregar –obedientemente- sacrificándolo con sus propias manos, por pedido del mismo Dios que lo prueba en su fe. Una vez que, dolorosamente el padre está dispuesto a hacerlo, en el momento mismo en que se iba a producir el sacrificio, cuando empuña su cuchillo, se aparece un ángel que -en nombre del Señor- lo detiene, poniendo -en lugar de su hijo único- a un carnero atascado en los arbustos del lugar (cf. Gn 22,1-19).
En el caso de Ifigenia es suplantada por un ciervo, Isaac -en cambio- es reemplazado por un carnero. La prueba divina está más en el valor y la extrema obediencia de los padres –el rey Agamenón o el patriarca Abraham- que en el sacrificio de los hijos. De hecho, ambos padres han tenido el debate de su conciencia ante tal pedido y han sufrido por tener que llevarlo a cabo, casi sin opción ante las circunstancias dadas. El único consuelo que tuvieron se sostenía en que la voluntad divina solicitaba ese osado pedido. Se acentúa así la extrema absolutez de la voluntad divina, en todos sus requerimientos, por extremos que sean y el sometimiento de la voluntad humana, tanto de los padres como de los hijos.
Los progenitores realizaron su sacrificio interior, incruento, hasta llegar a la ofrenda exterior y cruenta de la inmolación de sus hijos. Con el sacrificio de un hijo, un padre lo da todo. No hay más que se pueda pedir. Se lo ha exigido todo, cuando se pide entregar a un hijo. No hay nada que pueda compararse a tal pérdida.
Lo que estuvo a punto de realizarse en el Antiguo Testamento con Abraham e Isaac y en la mitología griega con Agamenón e Ifigenia y no llegó a ejecutarse, se realiza de manera plena y extrema -en el Nuevo Testamento- con el Padre Dios y Jesús, en la Cruz.
Las religiones griegas y judías no se atrevieron a tanto. No avalaron sacrificios humanos. La religión cristiana, ciertamente, no los requiere, ni los justifica, excepto el sacrificio humano hecho por Jesús en la Cruz en favor de todos nosotros.
El cristianismo se funda en el acto de un sacrificio humano, en el cual Jesús, el Hijo de Dios, se entregó libremente por amor. Al ser el Dios Encarnado, su inmolación como verdadero sacrificio humano fue realizada por una Persona Divina. Dios mismo se sacrificó en la Persona del Hijo. Dios es el sacrificio y la víctima a la vez. Jesús es sacerdote y templo, víctima y altar simultáneamente.

Hay un texto del Nuevo Testamento que nos habla que Dios, el Padre, no perdonó la vida de su Hijo Jesús. Dice así la Carta a los Romanos: “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El mismo que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?” (Rm 8, 31-32).
El Dios que pide a Abraham su primogénito, Isaac, el hijo de la primicia, aparentemente actúa de forma benévola, ya que el sacrificio humano de Isaac no se llevó a cabo. En cambio, en el pasaje bíblico citado, Dios entrega a su Unigénito al sacrificio sin “perdonarlo”, sin rescatarlo de la muerte injusta como a Isaac.
Este “no perdón” de Dios a Jesús se entiende según el sentido de la frase que sigue: “lo entregó por todos nosotros”. El Evangelio de Juan también afirma que “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16). La entrega del Hijo -por parte del Padre- es amor y no condena (cf. 3, 17).
Todo lo que posee el Padre es su único Hijo. Este “no perdón” es el reverso del amor absoluto y gratuito. No perdonó a su Hijo para perdonarnos a todos. Sacrificó a su Hijo para redimirnos a nosotros.
Lo que se le perdonó a Abrahán y a Isaac y a Agamenón e Ifigenia, no se le perdonó a Jesús en favor de todos. El sacrificio humano del Señor, de una vez para siempre, abolió los sacrificios. La Redención ya está definitivamente realizada a partir de la ofrenda que es Jesús en su Pascua.

El Padre no perdonó a su Hijo para poder perdonarnos a todos nosotros. Entregó a su Hijo, el cual es sustitución “por todos”. Jesús ha ocupado y está permanentemente ocupando el lugar de nosotros, pecadores. Su sacrificio nos salvó y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos. La Carta a los Hebreos afirma que “si la sangre de machos cabríos y de toros santificaba a los contaminados, ¡cuánto más la Sangre de Cristo purifica nuestras conciencias de las obras muertas!” (Hb 9,13-14).
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Tenemos que discernir hasta dónde el amor y el sacrificio nos llevan. El amor sin sacrificio es sólo búsqueda de placer; el sacrificio sin amor, es mera victimización. Hay que unir ambas realidades. En algún fecundo momento se encuentran –amor y sacrifico- convocados en un mismo corazón.
No hay que inmolarse innecesariamente. Tampoco exigir que los otros lo hagan, si no es preciso. Dios no nos pide que nos inmolemos continuamente. No hay que tener miedo a lo que Dios nos pueda solicitar. No hay que experimentar temor por la entrega: “Dios es amor” (Jn 4,8.16). No necesita nada de cuanto tenemos o podemos darle.
Cuando nos pide algo es para que nosotros tengamos una providencia mayor, un beneficio, aún más pleno, para nosotros o para otros. Los cristianos no tenemos un Dios sádico y vengativo que se satisface con el sufrimiento y el sacrificio de sus hijos. Dios “no perdonó” a Jesús para poder perdonarnos a todos. Lo abandonó a Él para re-encontrarnos a nosotros. Lo entregó a Jesús, para reconciliarse con todos.
A nosotros -según la captación de nuestra propia “lógica”- nos parece que Dios tiene maneras extrañas de amarnos. Cuando estamos dispuestos a la entrega, Dios multiplica “el ciento por uno” según su incalculable medida. El Señor nos devuelve todo lo que entregamos. Lo recobramos aún más abundante y plenamente.
Cada uno a su debido tiempo, ya sea como padres o como hijos, tiene que ser capaz de ofrecer el amor sacrificial y el sacrificio amoroso de aquellos que se entregan, unos por el bien de los otros.

Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su Padre: arquetipos, mitos que revelan lo más profundo de nosotros mismos. (Efecto eco)
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martes, 19 de junio de 2012

Dionisio, el dios del disfrute de la vida


DIONISO, EL DIOS DEL DISFRUTE DE LA VIDA.
Arquetipos. Episodio 10.
Eduardo Casas.
1. Un dios con dos nacimientos
Cuando siento el gozo de la vida y la pujante fuerza de las burbujas que exaltan el gusto por todo, lleno de arrojo e ímpetu, me dicen que es Dioniso, también conocido por algunos como Baco, el que inspira mis impulsos: el dios del vino, el éxtasis, el desenfreno sin límites y la liberación, el placer de vivir todo, el descontrol, el furor, el frenesí, el delirio, el extravío, el goce de los sentidos, el placer de disfrutar. El genio de la furia desatada, la locura, la energía desmesurada, el arrebato estremecedor, voluptuoso e incontenible. El dios de la fertilidad. El dios patrón de la agricultura y el teatro. Algunos lo conocen por los efectos liberadores y desinhibidores que produce en el ánimo, poniéndolos en trance entre un mundo y el otro. Lo asocian con el culto, de las almas presidiendo la comunicación entre el universo de los vivos y el de los muertos.
Ya todos saben que Zeus, el dios supremo del Monte Olimpo, es tan poderoso como infiel. En el tiempo inmemorial en que fue definitivamente establecida la jerarquía de los dioses, había una sola familia principal. Zeus se casó con su hermana, la diosa Hera. No es que desee justificarlo pero, tal vez, por eso es que la vivía engañando con cuanta diosa o mortal se le antojara. Esta vez Zeus se fijó, en la princesa Sémele, una mortal. Nadie puede resistir la seducción del poderoso dios y de esa pasión, nació un hijo al que llamaron Dioniso.
La legítima esposa de Zeus, Hera, diosa celosa y vanidosa, descubrió la aventura de su marido cuando Sémele se mostró –en público- embarazada. Tomando el aspecto de una experta niñera, Hera se ganó la amistad de Sémele, quien le confió que Zeus era el auténtico padre del hijo que llevaba en su vientre. Hera fingió no creerlo, sembrando así la duda en Sémele, quien aseguraba saber ciertamente quién era el padre de su hijo. No obstante, Hera insistía que Zeus no se prestaba a tales aventuras. Curiosa entonces Sémele, debido a su deseo de confirmar la autenticidad de la paternidad, siguió un interesado consejo de la vengativa y asusta Hera. Sémele lo hizo, sin saber que, obedeciendo esa sugerencia, encontraría un trágico y fatal desenlace.

Hera, despechada por los amoríos de Zeus y enfurecida por otra de sus muchas infidelidades, fingiendo interés por el cuidado de la integridad del embarazo de Sémele que -estaba ya en los seis meses de la gestación de su hijo- le recomendó una idea perversa y desdichada.
Le dijo que cuando estuviera nuevamente con Zeus le pidiera –como signo de confianza- que se presentara en su natural belleza, sin portar los ornamentos que realzan su presencia. Le insistió en que se empeñase en ver a su amado Zeus en la plenitud de su gloria, tal como se mostraba en presencia de su legítima esposa.
Sémele –según la niñera- era merecedora de gozar de ese extraño privilegio propio de Hera: contemplar la majestuosidad de Zeus y como éste, en un momento de pasión, le había prometido concederle cuanto le pidiese, otorgando así una prueba de amor, al siguiente encuentro, la amante le solicitó a su señor que se despojara de cuanto traía, Zeus intentó -por su bien- persuadirla, ya que sabía de antemano las consecuencias que traería tal acto. Sin embargo, ella seguía firme en su propósito, insistiendo tenazmente. Quería tener el mismo privilegio que la auténtica esposa.
Ante el permanente reclamo y aunque Zeus le volvió a rogar que no le pidiese eso, terminó accediendo, cumpliendo así con el nefasto pedido.
Zeus, al despojarse de todo cuanto traía, dejó ver su majestuosa y terrible presencia, siempre oculta ante la vista de los mortales. Apareció rodeado de su natural atmósfera que lo circunscribe de gloria, llena de refulgentes truenos, relámpagos y rayos llameantes y atronadores. Las múltiples chispas, centellas, destellos y fulgores resplandecientes e implacables que salían del turbulento cielo que rodeaba a Zeus no tardaron en relucir y relumbrar cegando y devorando. La pobre Sémele fue inmediatamente alcanzada por múltiples chispas, las cuales hicieron que sus vestidos de princesa comenzaran a arder convirtiéndola en una hoguera viviente. Nadie la socorrió. Ningún dios y tampoco ningún mortal acudió a sus desesperados gritos. Pereció carbonizada, totalmente abrasada. Zeus sospechaba que detrás de este pedido extraño estaba la implacable Hera. Por eso no quiso intervenir y aprovechó la situación para desligarse de su circunstancialmente amante. El fruto que Sémele llevaba en su seno, no obstante, fue salvado por Zeus, ya que era su hijo, al cual lo encerró en su propio muslo, grande y musculoso para que pudiera seguir -con vida- siendo gestado.

A lo lejos, en la cima del Monte Olimpo, se escuchaba la sonora carcajada de triunfo de la vengativa Hera, la cual ya se había despojado de su disfraz de niñera. La diosa rencorosa sabía que aquél humo que se elevaba, a lo lejos, era la señal de que su rival había obedecido fielmente su perverso consejo.
Antes de que Sémele se convirtiera totalmente en cenizas, Zeus –intentando rescatar algo de aquél cuerpo carbonizado- le extrajo del vientre el fruto de su pasión e injertó al feto en su muslo para protegerlo y salvarle la vida hasta que -una vez concluida la maduración del proceso de gestación- pudiera nacer. Como Zeus no tenía vientre femenino para gestar, lo puso en su amplio y carnoso muslo para que, llegado el momento del alumbramiento, pudiera sacarlo de allí. Transcurrido el tiempo previsto, unos meses después, Dioniso nació. Vino al mundo saliendo del muslo de su padre, perfectamente vivo, totalmente formado y bastante crecido.

Dioniso tuvo dos generaciones y dos nacimientos. Uno prematuro y otro a tiempo. Incluso algunos afirman que tuvo dos “madres”: Sémele y su mismo padre Zeus que lo terminó de engendrar en el interior de su cuerpo. Para los dioses, todo es posible. Zeus es padre y madre de Dioniso, el nacido dos veces. Un doble nacimiento para un solo dios. Tal vez por eso –por haber nacido dos veces- es que le guste disfrutar la vida. El riesgo de poder perderla lo preparó para gozar del frenesí embriagador de la existencia.
Hay otros que cuentan una versión diferente del origen de Dioniso. Afirman que es hijo de Zeus y Perséfone la reina del Inframundo. La celosa Hera intentó matar al niño, enviando a los Titanes a descuartizarlo tras engañarlo con juguetes. Zeus -con sus rayos- hizo huir a los Titanes, pero éstos ya se habían comido casi todo el cuerpo del niño, salvo su corazón que fue tomado y salvado, no se sabe, si por la diosa de la sabiduría, Atenea; por Rea, la diosa esposa de Cronos, el dios que devoraba a sus hijos o Démeter, la diosa de la tierra.
Zeus rescató lo que había quedado de su hijo, tomó entre sus manos el corazón aún palpitante y latiendo del pequeño y quiso -desde ese sólo órgano- regenerar todo el cuerpo de Dionisio en el vientre de Sémele.
Se cuenta que Zeus le dio a comer el corazón de Dionisio a Sémele para que ella -de esta manera extraordinaria- quedara embarazada y así su hijo nuevamente pudiera nacer. No deja de ser conmovedor que Dionisio fue recreado solamente –a partir- de su corazón, gracias al cual tuvo una gran sensibilidad y una pasión exacerbada. Por su resistencia tuvo un doble nacimiento. Hay quienes desde pequeños se aferran a la vida y ganan la batalla: se convierten en su propio milagro.
El verdadero origen de Dionisio es un secreto que ha quedado reservado sólo para los dioses. La memoria de los siglos aún no lo ha podido revelar. Lo cierto es que -en ambos relatos de su historia- el nacer y el renacer son el principal motivo de su misterio. Algunos dicen que este origen se puede entender como una muerte y una resurrección simultáneas. Por aquí nunca antes se había oído la historia de un dios muerto y resucitado.
Más allá del enigma de Dioniso con su doble nacimiento, su existencia fue un festejo y una algarabía de la sustancia primordial de la vida, la inocencia primera con la que llegamos a este mundo.

2. Pájaro, león y burro
Una vez que Dioniso, doblemente nació, su padre Zeus lo puso bajo tutela. Unos afirman que se lo confió a Hermes, el dios mensajero, el cual -debido a sus continuos viajes por su oficio- lo dejó en manos del rey Átamas y su segunda mujer, Ino. Les aconsejó que lo vistieran como niña para tratar de engañar a la tenaz Hera y librarlo así de su celosa cólera, ya que seguía con el deseo de matar a Dioniso. La diosa descubrió el engaño de la vestimenta y para vengarse de los reyes protectores, les envío la locura como castigo. Entonces Zeus llevó a su hijo fuera del alcance de Hera y lo confió al cuidado de las ninfas de la lluvia. Además, para impedir que su mujer nuevamente lo reconociera, lo transformó en un salvaje cabrito. Es por eso que, aún hoy, se observa a Dioniso acompañado de este animal. Las ninfas que lo criaron se convirtieron posteriormente, como recompensa a sus esfuerzos, en siete estrellas de una constelación.
Otros dicen que el niño fue dado a Rea, algunos afirman que a Perséfone, para que lo criase en el Inframundo, lugar del cual estaría definitivamente lejos de Hera. Tal vez todas estas versiones no pretendan otra cosa que despistar para que así el pequeño dios no fuera encontrado. Creció, gracias al desconocimiento de su paradero, fuera del alcance de la crueldad de la esposa de Zeus.
El tiempo transcurrió sin sobresaltos y Dioniso -ya crecido- un cierto día encontró en el campo un frágil tallo de parra, sin racimos, ni frutos. Para preservar la débil planta, introdujo el tallo en un huesito de pájaro. El injerto era ciertamente extraño. Gracias a los minerales del hueso, el tallo tuvo nutrientes y empezó a crecer rápidamente. Fue entonces cuando lo trasplantó al interior de un hueso más grande, esta vez, de león. Al ver que seguía prosperando visible y saludablemente, acabó por acondicionarlo en un hueso, aún más grande, esta vez lo puso en el fémur de un burro. La planta, ya adulta, con el paso del tiempo, se convirtió en una parra y dio, al fin, sus primeros y exquisitos frutos.
Dioniso se convirtió así en un experto en parras. Vivamente interesado por su inesperado hallazgo de los injertos, no tardó en descubrir el modo de transformar aquellas uvas en vino. Lo asombroso fue que aquella maravillosa bebida tuvo las cualidades de los animales de dicho experimento: la alegría del pájaro, la fuerza del león y la robustez del burro. A partir de entonces, todo el que bebe vino disfruta, momentáneamente, de una alegría volátil como la de un pájaro, luego –si sigue bebiendo- siente la audacia y la fuerza del león, posteriormente, si abusa del vino, advienen inevitablemente en su cabeza y en sus sentidos la lentitud, el entorpecimiento y la pesadez del burro.
Hera, mientras tanto, al enterarse del paradero y de los nuevos descubrimientos de Dioniso, revivió el sentimiento de su antigua venganza y quiso castigarlo con el arrebato de la locura momentánea, al menos se conformaba que la experimentase en determinadas circunstancias. Además cuando estaba sobrio, sin que él lo supiera, Hera lo impulsaba para hacerlo vagar por diversos y extraños países, llevándolo a tierras lejanas donde tenía impuesto el duro oficio de enseñar a los distintos pueblos y culturas, el cultivo de la parra y las propiedades del vino, advirtiendo –incluso- los desórdenes que su consumo exagerado acarreaba ya que el exceso podía convertirse en una enfermedad, la cual se caracteriza por padecer una fuerte necesidad de ingerir vino creando una dependencia física manifestada a través de determinados síntomas de abstinencia cuando no es posible su ingesta. Así se va perdiendo el control sobre los límites de consumo ya que se va elevando, a lo largo del tiempo, su grado de tolerancia.
Dionisio por estos trabajos itinerantes y sus sabias enseñanzas fue purificado por los dioses. También en estos viajes pudo demostrar sus encantamientos y poderes místicos. Aprovechó estos contactos para iniciar, a numerosas regiones, en su culto.
Así se transformó en el dios de la viña, el vino, la inspiración y el delirio de la embriaguez. Sus adoradores y sacerdotisas fueron llamadas “ménades” . Eran famosas por sus excesos. Estas costumbres se han introducido abundantemente en el imperio de Roma. Allí lo llaman el dios Baco y sus fiestas –caracterizadas por todo tipo de excesos- han sido denominadas “bacanales”, las cuales son tan públicamente escandalosas, que se tuvieron que prohibir.
Estas celebraciones eran en secreto y con la sola participación de mujeres. Posteriormente, se extendió a los hombres. Se hacían grandes procesiones de los dioses de la tierra y la fecundidad con todos los excesos imaginables: comidas, bebidas, danzas y otros placeres. Fueron llamados “los misterios de Dioniso” o “misterios dionisíacos”.
Dicen que el héroe Orfeo -el que entró al inframundo para rescatar a su amada- los inventó. En estas fiestas incluso se cometían hasta crímenes y conspiraciones políticas. Un decreto del Senado, inscrito en una tablilla de bronce, las prohibió. Sólo en ciertas ocasiones especiales podían ser aprobadas. Pese al severo castigo infligido a quienes violaban este decreto, las bacanales no desaparecieron totalmente y tuvieron un papel importante en las costumbres disolutas del Imperio romano.
La memoria de Dioniso persiste a lo largo de los siglos. Su influencia está vigente y muy presente en la actual cultura del desenfreno sin límites, en el desmedido placer y en todas las adicciones que alienan: drogas, alcohol, velocidad, juego y sexo, consumidos como escapismo y evasión. Cuando “todo está permitido”, el poder de Dioniso está dentro nuestro.
Ciertamente este arquetipo es fuertemente ambiguo y ambivalente. El gozo de la vida con el goce del placer sin límites. Una cosa es el gozo y otra el goce. El gozo es sano, integral y asume la dimensión espiritual. El goce en cambio, embota y entorpece. Sólo procura la satisfacción de los sentidos, comprometiendo la lucidez de la mente y el corazón. Una cosa es disfrutar y otra, alienarse. Dioniso tiene una cara luminosa -el sano gozo- y otra sombría, el goce desmedido. En nosotros está el límite. Cada uno tiene que ver si está más cerca del pájaro, del león o del burro. Del pájaro ágil y volátil que se alegra; del león decidido, firme y sanamente agresivo que sabe cuál es su territorio y lo defiende o del burro embotado y pesado que ya ni siquiera puede moverse.
Tenemos que procurar una vida más sana y con mejor calidad. Es preciso cuidar nuestro pequeño mundo. Sólo así podremos, entre todos, cuidar y curar al mundo entero.
3. Todo lo que tocaba se convertía en oro
Dioniso no es un dios solitario. Al contrario, resulta altamente sociable y festivo. Siempre está rodeado de un séquito de Ménadas mujeres adoradoras que experimentan el éxtasis divino.
Él lleva un atuendo llamado “basjaris”, una piel de zorro, cabrito o leopardo que Zeus le había dado para disfrazarlo y ocultarlo del odio de Hera. Esa piel, simboliza la viña, la fauna y el instinto animal, salvaje y primitivo que caracteriza el impulso primario de vida y de placer.
El toro, la serpiente, la hiedra y el vino son sus signos característicos. Él está estrechamente asociado con los centauros, seres con cabeza y torso de humano y cuerpo de caballo. También lo acompañan sátiros, creaturas masculinas que vagan por bosques y montañas. Son alegres, pícaros, desenfadados, provocativos y festivos. Amantes del vino, bailarines y perseguidores de ninfas y mujeres.
A Dionisio se lo suele ver en un carro tirado por panteras.También es reconocido por el tirso, una larga asta adornada con hiedra venenosa que siempre lleva. Además, la parra y la higuera le están consagradas. La imagen del dios se puede ver en muchas vasijas para beber vino. Siempre aparece como un joven llamativo. Una vez, sentado junto a la orilla del mar, fue visto por los trabajadores de un barco que creyeron que –por su apariencia- era un príncipe. Intentaron secuestrarlo y llevarlo lejos para venderlo como esclavo o pedir un buen rescate. Mientras el dios se hallaba descansando en unas rocas de la playa, fue apresado y conducido a la embarcación. Intentaron atarlo con cuerdas pero no podían sujetarlo. El capitán, reconociendo con admiración y temor, que era el famoso dios aconsejó a sus compañeros que lo desembarcaran, de lo contrario era mucho el riesgo y tendrían grandes inconvenientes y males.
Dioniso empleó entonces una estrategia: empezó inmediatamente a divertirlos. Primero hizo correr por la cubierta de la nave olas inmensas de un vino exquisito que exhalaba un olor embriagador. A continuación lo vieron trepar por el mástil más alto y enroscar a la vela una viña y una hiedra que comenzaron a invadirlo todo con sus ramas. Los marineros que al principio se divertían luego comenzaron a sentir temor -al contemplar tantos prodigios- comprendiendo entonces que el piloto tenía razón y le instaron que hiciera regresar el barco a la costa. Dioniso, mientras tanto, transformó el mástil y los remos en serpientes y llenó la nave del sonido de flautas, para que los marineros estuvieron aturdidos. Por último, él mismo se transformó -primero en león y luego en oso- con lo cual sembró el espanto. Los tripulantes corrían aterrados a refugiarse y al huir, enloquecidos, se tiraron al mar. Dioniso –por último- los transformó en hermosos delfines. Sólo perdonó al capitán, por haber reconocido, desde el principio, su naturaleza divina.
Una vez Dioniso halló a su antiguo maestro y padre adoptivo, Sileno, con el cual las ninfas habían compartido la educación del pequeño dios. Sileno es el padre de la tribu de los sátiros, mitad hombre y mitad cabra, seres con orejas puntiagudas y cuernos en la cabeza, abundante cabellera y cola de cabrito. Llevan pieles de animales como vestidura.
Sileno es también el nombre genérico que se da a los sátiros llegados a la vejez. Junto a los innumerables silenos, se destaca principalmente el anciano y sabio Sileno. Él tiene el don profético y sólo por fuerza o por astucia se puede arrancar su saber oracular. La ebriedad es la condición esencial de sus revelaciones. Sileno es bastante feo: tiene la nariz chata y la mirada de toro. Dotado de un vientre prominente, cabalga grotescamente en un burro sobre el cual, casi nunca, se sostiene por estar casi siempre borracho.
Un día desapareció. El sátiro anciano había estado bebiendo -como de costumbre- y fue llevado ebrio por algunos campesinos ante el rey, Midas, el cual lo reconoció y lo trató amablemente dándole hospitalidad durante diez días y diez noches. Sileno divertía al rey y a sus amigos con historias y canciones. Al undécimo día, Midas llevó a Sileno de regreso con Dioniso. Éste ofreció a Midas que eligiera la recompensa que deseara por haber cuidado de su maestro. El rey entonces le pidió el don de que todo lo que tocara se transformara en oro. Dioniso accedió, aunque lamentó que el monarca no hubiese hecho una elección mejor. Midas se regocijó en su nuevo poder, que se apresuró en poner a prueba, tocando y convirtiendo en oro una rama de roble y una piedra. Deleitado, tan pronto como llegó a casa ordenó a los sirvientes que dispusieran un festín en la mesa. Entonces halló que su pan, su carne, su agua y su vino y hasta su hija -a la cual abrazó- se convertían en oro.
Midas, una vez que satisfizo su ambición de oro, se esforzó –lo más rápidamente posible- en desprenderse de su poder. Despreció el don que tanto había codiciado. Quiso renunciar a lo que los otros llamaban “el toque de Midas”. Ese don se había convertido en su maldición. A veces lo que más deseamos, se transforma luego en nuestro castigo.
Suplicó entonces a Dioniso, rogando ser liberado tanto de su don como de su hambre. Cuando su codicia estuvo calmada, seguía –no obstante- el hambre voraz de su estómago. Todos los apetitos son muy parecidos, en el fondo.
Dioniso oyó el clamor del rey desesperado y consintió diciendo a Midas que se bañase en el río. Midas así lo hizo, y cuando tocó las aguas el poder pasó a éstas y las arenas del río se convirtieron en granitos de oro. El rey aprendió la lección: hay que tener cuidado de lo que se desea porque es posible que se nos conceda.
Hay cosas que sólo son propias de los dioses. Los mortales no podemos desearlas sin ser castigados por nuestra ambición pretenciosa y nuestra soberbia desmedida. Hay dones que son propios sólo de los dioses. No resultan naturales para nosotros. Es preciso respetar el curso de la vida con sus muchos dones.. En la corriente de la vida hay riquezas para todos si sabemos respetar ese ciclo sin fin en que existencia se va transformando continuamente.
4. El vino de Dioniso y el vino de Jesús
A menudo se ha contrastado al dios Dioniso con el dios Apolo como dos arquetipos opuestos. El primero es el principio de la fuerza vital y la energía incontrolable y el segundo, el principio estético, la música, las formas sutiles y la belleza. No son opuestos sino, más bien, complementarios. Todos los arquetipos son polivantes y -a la vez- ambivalentes. Cada uno tiene luz y sombra. No son dos caras sino una sola con diversas perspectivas y proporciones. La luz y la sombra, lo femenino y lo masculino, lo racional y lo intuitivo, son componentes de todos los arquetipos. Todo en el universo está llenos de la fuerza y energía de los diversos, opuestos y complementarios arquetipos. Estas polaridades coexisten permitiendo que la energía fluya.
Dioniso es optimismo, esperanza y buen humor. Desdramatiza, aligera la carga. Es dueño de una osadía pícara, capaz de decir lo que nadie se atreve. Ha superado sus debilidades teniendo la inocente sabiduría de reírse de sí mismo. Para él, la religión no está emparentada con la ley del “no” y la “prohibición” sino con el lado gustoso, humano y disfrutable de la vida.
Para este arquetipo, lo religioso no es extraño al placer y al humor. Incluso hay que reírse de sí mismo y de nuestros defectos. Nos burlamos de las supuestas superioridades de nuestro ego. Exorcizamos nuestras hipocresías y solemnidades. La risa tiene un potencial terapéutico. Es música que sale de adentro del cuerpo. El humor resulta sanador. Nos hace superar marginaciones, exclusiones y discriminaciones, con su capacidad de resistir sin quebrarnos, sacando de nosotros, nuevas fortalezas.
Este arquetipo, no obstante, tiene también su aspecto sombrío. Cuanto más se desarrolla un rasgo elevado, más peligrosa es también la sombra. Dioniso puede ser también burla cruel, ironía hiriente y sarcástica, frenesí desmesurado y riesgo peligroso que camina por los precipicios y cornisas de la vida tentado de caer en el abismo del vacío y en la vana superficialidad del sin sentido.
Dioniso -con sus luces y sombras- tiene puntos de conexión y diferencia con Jesús. Hay quienes sostienen que el comer el Cuerpo y beber la sangre de Jesús en la Eucaristía fueron influencias son influencias del culto a Dioniso y sus rituales. La vid y el vino ciertamente aparecen en la Biblia. La vid -en el Antiguo Testamento- simboliza al pueblo de Israel y el mismo Jesús, en el Nuevo Testamento, afirma que es la vid y nosotros somos sus sarmientos (Cf. Jn 15,5). El vino aparece en el primer milagro de Jesús en la exagerada medida de seiscientos litros en las Bodas de Caná (Cf. 2,6).
En el festival de Dioniso –según cuentan- los sacerdotes colocaban tres vasijas en una habitación sellada y al día siguiente aparecían milagrosamente llenas de vino. Hay quienes afirman que el simbolismo del vino en el Evangelio de Juan incluyendo el milagro en la que el Señor transforma el agua en vino, está destinado a mostrar a los primeros cristianos que Jesús es superior a Dioniso, al cual se lo conoce también como una divinidad de vida, muerte y resurrección, debido a su doble nacimiento interpretado como un renacer, un volver a la vida y un resurgir.
La doble generación y el doble nacimiento de Dioniso también se dan en el Hijo de Dios.
El Cuarto Evangelio comienza diciendo que, en la eternidad, “en el principio” (Cf. 1,1), el Hijo de Dios existía como Palabra eterna, nacida de Dios y que esa Palabra, pronunciada por Dios, gestada desde siempre, ha venido -en el tiempo- a nacer de la carne humana. La Palabra se ha revestido de nuestra condición mortal (Cf. 1,14). Esta Palabra -que es el Hijo- Verbo concebido y nacido eternamente de Dios, el Padre, a la vez –por su Encarnación- ha sido concebido en el seno de una mujer virgen, sin participación de varón, teniendo un nacimiento -en el tiempo- como cualquier creatura mortal. El Hijo de Dios, por lo tanto, ha tenido dos concepciones, dos gestaciones y dos nacimientos: uno eterno, en Dios, concebido y nacido -sin tiempo- desde el Padre, sin colaboración de creatura alguna y otro temporal e histórico, concebido, gestado y nacido de María, la Madre, sin concurso de varón.
En su nacimiento eterno, el Hijo tiene Padre –Dios- pero no tiene Madre. En su nacimiento temporal, tiene Madre –María- pero no posee padre humano que lo engendre. El Verbo de Dios es siempre Hijo, nacido del Padre, en la eternidad; nacido de la Madre, en la temporalidad. No sólo Dioniso sino también Jesús ha tenido un doble nacimiento: en la eternidad y en el tiempo. En Navidad celebramos este misterio: el Hijo eterno de Dios se ha hecho carne humana en María.
Además, no sólo Dioniso puede ser considerado un dios que muere y resucita -ya que del vientre de su madre, no nacido, pasa al muslo de su padre para ser dado a luz- sino que Jesús muerto y sepultado también surge del seno de la tierra donde estuvo enterrado, resurgiendo con nueva vida para siempre.
También el vino está íntimamente relacionado con los misterios de Jesús. Al comenzar su manifestación pública, aparece el signo del vino abundante en su primer milagro. En la Última Cena, el Señor quiso que el vino fuera, no sólo el símbolo sino la realidad de su propia Sangre. Ella nos transmite la vida de la gracia. La Sangre del Hijo de Dios, la que vertió de su costado traspasado, cae en nuestro interior con la misma eficacia de redención de la Cruz.
Al igual que Dioniso, el dios del disfrute, Jesús también ha sabido gozar de la existencia y la ha agradecido en plenitud. Sus milagros son un restablecimiento de la vida en su máxima expresión de salud. No sólo los enfermos sino, hasta los muertos, se han visto beneficiados por su acción milagrosa. La vida, la enfermedad, la agonía y la muerte no son límites para Jesús.
El cristianismo -muchas veces- se ha asociado con una religión doliente por su inclinación al sufrimiento y sacrificio. Ese cristianismo triste, melancólico, afligido, apenado, abatido, desconsolado y apesadumbrado, no deja ver el lado luminoso, vital y placentero que también tiene la experiencia religiosa, en general, y en particular, el cristianismo, con su anuncio de la Resurrección, la vida y la esperanza.
Jesús disfrutó de todo lo humano: la comida, la bebida, los afectos humanos, la amistad, el trabajo, el descanso, la oración, los pájaros del cielo y los lirios del campo, tal como ha quedado atestiguado en los Evangelios.
Sabe disfrutar de la vida como verdadero don del Padre sin los excesos ilimitados, insanos y desbocado de la locura de Dioniso.
Gozar la vida es una profunda sabiduría, un verdadero arte humano y una la gracia de Dios. A menudo nos ponemos del lado doliente, sufriente y sombrío de nuestra precaria existencia mortal. La vida es tan fugazmente breve que resulta una necedad no disfrutarla. Hay cosas que no tienen una segunda oportunidad. Acontecen una única vez, duran un solo presente.
Tenemos que aprender a valorar y complacernos con la vida y con todo lo que ella nos ofrece abundantemente. Dioniso ha traído a la fiesta de la existencia una bolsa colmada de promesas que no siempre tenemos en cuenta. Sin embargo, él nos lee el corazón, se conmueve y nos colma con sus bendiciones.
Jesús también nos ha confiado la secreta sabiduría del gozo como un don de las manos providentes de Dios a través de las cosas.
Dioniso y Jesús nos enseñan el secreto placer para regocijarnos. Hay que curar la vida y el mundo si queremos gozarlos. Arquetipos, los mitos de ayer siguen vivos hoy.