Buscando caminar en verdad psicológica
Juan de Castro
Desde que somos niños, existen en
nosotros mecanismos psicológicos que nos ayudan a adaptarnos a la realidad.
Nuestros padres, hermanos, parientes, profesores, u otras personas de especial
significación, actúan como modelos de lo que debemos decir (¡no digas palabras
feas!), hacer (¡levántate niño(a) para que no llegues atrasado!) o
comportarnos, en general (¡no comas con la boca llena!). Probablemente la
mayoría de esos aprendizajes se hacen a través de los mecanismos descritos por
Bandura y otros cuando hablan del aprendizaje por modelos, de gran ayuda para
aprender a ser adecuados y a aprender a convivir en sociedad.
Sin embargo, nos podemos ir
acostumbrando a tales conductas y modos de actuar, los cuales se irán
estructurando y rigidizando con el tiempo. Podemos afirmarlo con fuerza cuando
en otro capítulo hemos visto y analizado nuestros propios mecanismos de
defensa, frente a nuestros temores, resentimientos, experiencias de faltas de
amor, culpas, autoestima disminuida, etc. De hecho, la estructuración más o
menos rígida de estos comportamientos defensivos que ordenan los rasgos de
nuestra personalidad ocurre en muchas personas, por no decir todas y en algún
grado. Pero en ciertos casos, tales mecanismos tienden a organizarse tan
intensamente, que nos acostumbramos a reiterar esas conductas ante situaciones
que exigirían una mayor flexibilidad, tanto en nuestra confrontación con ellas
como en nuestras respuestas. Léase frases, modales, ideas, maneras de apreciar,
o posturas generales que, acostumbramos usar con demasiada frecuencia,
independientemente de lo que solicita la situación misma concreta. Suele
suceder también y casi espontáneamente con algunos roles sociales o
profesionales. Los médicos o los sacerdotes, por ejemplo, pueden ser un buen
ejemplo. Despiertan en los demás ciertas expectativas que van más allá de lo
que pretenden sus personas.
El caso es que ciertas personas
pueden empezar a creer realmente que son lo que representan, ubicando su identidad en
las formas sociales esperadas por los demás o por si mismos. El futuro psicológico de estas personas
(generalmente) no es de buen pronóstico...
No es fácil prescindir de nuestra
necesidad de adaptación social frente a lo que los demás piensan, dicen,
sienten, aprendiendo a actuar a partir de nuestro interior, de nuestros
pensamientos, opiniones, sentimientos personales. Por el contrario, a menudo
seremos objetos de presiones externas, o de nuestros temores, de la soledad de
no poder tener plena comunión de intereses con otros, o quizás de la
posibilidad de ser claramente rechazado. A nadie le gusta ser considerado
inadaptado, ni menos tildado de "raro", porque no hace o dice o
piensa lo mismo que los demás. Hay que afirmar que, si asumimos nuestra verdad
con sinceridad, prescindiendo sin cuidado de nuestras máscaras, podría suceder
eso.
Junto con ir adaptándose al mundo
exterior, las personas se ven obligadas a relegar al olvido lo contrario:
Quién es "obligado" a ser "muy fino" en sus modales o muy "controlado",
llegará a ser muy sensible a lo contrario, o le provocará risa o vergüenza
incontenible un hecho un poco grosero o vergonzoso, según la creativa
explicación freudiana de los bochornos de la vida cotidiana. Es que lo grosero
y vergonzoso está “vivo” dentro de nosotros, en nuestra parte psíquica
inconsciente. Tales sentimientos no pueden gustarnos en sí mismos, y el mundo
que nos rodea tampoco los acepta como provenientes de nosotros. El Yo
consciente no lo tolera. Ponen a pruebas sus "principios" con
respecto a sí mismo o a los demás. Todo esto es la contraparte reprimida de esa
máscara de apariencias sociales que tenemos continuamente que actuar, nos
gusten o no, y que Jung llama la Sombra.
Tales pensamientos, sentimientos,
actitudes, imágenes, lo que sea que hemos reprimido, se “depositan”, por así
decirlo, en nuestro inconsciente personal, junto a la energía psíquica que
contienen. Se trata del bandolero o ladrón que puede haber en nuestro interior;
el descontrolado sexual, el fraudulento, el hombre violento; "la bestia
primitiva", en síntesis, que hay dentro de cada uno de nosotros. Todo ello
ha aflorado más de una vez en nuestra vida, y hemos sentido gran temor al experimentarlo.
Constituyen un cúmulo de complejos emocionales que -movidos por el temor que
nos provocan- solemos catalogar de "cosas malas" o
"demonios", que están allí dentro. Esta parte "oscura" de
nuestra vida no es otra cosa que esa historia personal dolorosa, penosa,
vergonzosa, de la cual, muchas veces ni siquiera tuvimos conciencia, pero que
allí está viva y actuante, "ensombreciendo" nuestra luz aparente (1)
Cuando aprendemos a vivir a
partir de nuestro interior, y no sólo de nuestras necesidades de adaptación
social, estamos mejor dispuestos a reconciliarnos con nuestra historia
reprimida, a través de un reconocimiento de la verdad que hay en ella. Esto es
fundamental para nuestra propia paz, y para obtener la concordia fraterna,
muchas veces echada a perder o francamente tronchada por la proyección de
nuestros problemas personales hacia los demás. Si no estamos reconciliados
primero con nosotros mismos, difícilmente estaremos reconciliados con los
demás, ya que nuestros resentimientos, culpas, vergüenza, serán necesariamente
proyectados sobre ellos.
Cuando -ciertamente después de
bastante tiempo empleado- se ha procurado re-conocer este lado oscuro de
nuestra vida, y se ha buscado aceptarlo, como parte de nuestra verdad personal
(por dolorosa que sea) integrándolo a nuestra vida consciente, el lado oscuro
de nuestra vida al acceder a la conciencia, se mezcla con nuestra luz
consciente. La vida es comprendida, entonces, no como una realidad que es
sólo blanca o negra, sino como una mezcla de tonalidades. Se aprende a vivir
con nuestra historia personal, no ya temiéndola, sino haciéndola parte
nuestra. Más adelante volveremos sobre este tema.
Lo que sucede, según nuestra
modesta experiencia, es que esa verdad, hasta ahora oculta, entra a formar
parte de nuestra vida ordinaria. Nuestra historia dolorosa, penosa, culpógena,
nos regala su energía, la que estaba reprimida, y con ella una nueva verdad de
contenido que enriquece nuestra personalidad con nuevos matices. Por ejemplo,
si la agresividad ha sido el elemento reprimido, el Yo se fortalece con su
energía, y la personalidad entera es la de una persona más decidida, franca y
transparente a lo que verdaderamente piensa y siente; si ha sido la sexualidad,
ocurre algo semejante: la comunicación y la capacidad de vinculación
interpersonal que ella supone, también aparecen en la personalidad,
enriqueciéndola.
Al dar cabida a la verdad del corazón, mas allá de la verdad
que hay en la sociedad (aunque no se trate de despreciarla), integrando esas
verdades ocultadas a nuestra conciencia propia y ajena a través de la vida,
fortaleciéndose así nuestra libertad, tan importante para que nuestros actos
sean actos "humanos", maduros, se va aumentando la posibilidad de
hacer comunión también con esas esferas de nuestra existencia y, a través de
ellas, con el mundo que nos rodea. La superación de nuestras rigideces, o de
nuestros temores, no puede sino favorecer el otro gran dinamismo de crecimiento
de nuestra naturaleza que es la reintegración en comunión de amor con todo en un camino de amplitud y de totalidad
crecientes.
Esta apertura gradual a la
comunión se va ampliando con el redescubrimiento cada vez más vital y profundo
con aquello que podríamos llamar “nuestras
raíces de humanidad”: los arquetipos junguianos. Estas no son otras que
aquellas funciones psíquicas que hemos heredado por el simple hecho de ser
humanos y para que lo seamos de verdad, en autoconciencia y comportamientos. Se
las reconoce porque cada vez que aparecen en nuestra vida, buscando un hogar en
ella, algo se conmueve dentro de nosotros mismos. Son, por ejemplo, el lugar
del Padre o de la Madre en nuestras vidas. Ellos son más
que “mi” padre o “mi” madre. Son un símbolo de desarrollo humano. Una vez le
escuchamos a un educador que decía a sus alumnos: -`No se peleen con su padres,
porque los tienen en su médula ósea´. Una linda forma pedagógica de expresar la
profundidad psicológica de las imágenes paternas y maternas. Otros similares
podrían ser, nuestra condición de Hijos (con
todo lo que ello puede significar) o la de Hermanos,
o bien la necesidad humana de poder siempre contar con un grupo de pertenencia (como la familia o una comunidad de amigos), o
la de la sociedad de tener “Héroes”, que
sean capaces de poder dar la vida con olvido de sí por una causa. En este
sentido, el Señor Jesucristo es el gran héroe que no “ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por
todos”, invitando a sus discípulos a tomar el mismo camino: “el que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor” (Mc
10, 43-44).
Se trata de un proceso de reconciliación
de tendencias polares, entre la cuales, talvez el par más importante tanto a
niveles individuales como sociales, es la integración de lo femenino y lo masculino en ambos sexos. El hombre, integrando su
lado femenino reprimido, se hace más delicado, preocupado por la vida misma de
las personas, adquiriendo una intuición y sentido de las cosas que le hacía
falta. La mujer, por su parte, integrando su masculinidad reprimida, se hace
más consciente, estable, decidida y entra a formar parte activa de la sociedad
y la cultura, sin dejar su feminidad.
Cuando ambas polaridades no están
reconciliadas, en la unidad de un ser humano maduro, hombre o mujer, la
contraparte reprimida es inexorablemente proyectada. Siendo nuestras sociedades
occidentales, en general, masivamente “machistas”, no es de extrañar que, junto
a la disminución de la mujer en muchos planos de la vida social, se proyecte su
belleza, sobre todo en los medios de comunicación, transformada en erotismo, lo
cual es rebajarla y ponerla al servicio del consumismo y el dinero.
Finalmente, lo más importante, a
nuestro juicio, porque preside con su fuerza todas las funciones psíquicas
humanizantes, está en la curiosidad
infinita y la búsqueda del sentido de la vida. A esta fuerza, cuando toma carácter
definitivo y radical los pueblos la llaman “Dios”, en su religiosidad natural.
El Dios que nos ha salido al encuentro en Jesucristo y de cuyas manos salió y
pende el Tejido Vivo que nos hace comunidad con todo. Su Palabra enviada
asumiendo lo nuestro, no puede dejar de tener eco en nosotros, porque de algún
modo, y muy profundo, ya está en nosotros en esa raíz de humanidad.
En síntesis, quien recorre este camino, aquí tan suscintamente
bosquejado, lo ha hecho saliendo de su egocentrismo -sin que él o ella sepan
cómo- y redescubriendo, junto a su libertad y madurez propias, la comunión
creciente con todas las cosas. Eso lo ha logrado en el encuentro con la
dimensión psicológica de la verdad. A la vez nos capacita para poder vivirla
con mayor responsabilidad en sus otras dimensiones.
(1) Estos complejos emocionales
rechazados por nuestra parte consciente, en su afán de vivir a partir del
exterior, no pueden gustarnos. Por eso con frecuencia los ubicamos en los demás
o en situaciones externas a nosotros. El dicho refleja este fenómeno: "El
cojo echa la culpa al empedrado” ...o bien: “el ladrón cree que todos son de su
misma condición”. Es el mecanismo de defensa conocido en psicología como
"proyección" y que hemos visto anteriormente.