miércoles, 17 de octubre de 2012

Buscando la verdad Psicológica


Buscando caminar en verdad psicológica


Juan de Castro

Desde que somos niños, existen en nosotros mecanismos psicológicos que nos ayudan a adaptarnos a la realidad. Nuestros padres, hermanos, parientes, profesores, u otras personas de especial significación, actúan como modelos de lo que debemos decir (¡no digas palabras feas!), hacer (¡levántate niño(a) para que no llegues atrasado!) o comportarnos, en general (¡no comas con la boca llena!). Probablemente la mayoría de esos aprendizajes se hacen a través de los mecanismos descritos por Bandura y otros cuando hablan del aprendizaje por modelos, de gran ayuda para aprender a ser adecuados y a aprender a convivir en sociedad.

Sin embargo, nos podemos ir acostumbrando a tales conductas y modos de actuar, los cuales se irán estructurando y rigidizando con el tiempo. Podemos afirmarlo con fuerza cuando en otro capítulo hemos visto y analizado nuestros propios mecanismos de defensa, frente a nuestros temores, resentimientos, experiencias de faltas de amor, culpas, autoestima disminuida, etc. De hecho, la estructuración más o menos rígida de estos comportamientos defensivos que ordenan los rasgos de nuestra personalidad ocurre en muchas personas, por no decir todas y en algún grado. Pero en ciertos casos, tales mecanismos tienden a organizarse tan intensamente, que nos acostumbramos a reiterar esas conductas ante situaciones que exigirían una mayor flexibilidad, tanto en nuestra confrontación con ellas como en nuestras respuestas. Léase frases, modales, ideas, maneras de apreciar, o posturas generales que, acostumbramos usar con demasiada frecuencia, independientemente de lo que solicita la situación misma concreta. Suele suceder también y casi espontáneamente con algunos roles sociales o profesionales. Los médicos o los sacerdotes, por ejemplo, pueden ser un buen ejemplo. Despiertan en los demás ciertas expectativas que van más allá de lo que pretenden sus personas.

El caso es que ciertas personas pueden empezar a creer realmente que son lo que representan, ubicando su identidad en las formas sociales esperadas por los demás o por si mismos. El futuro psicológico de estas personas (generalmente) no es de buen pronóstico...

No es fácil prescindir de nuestra necesidad de adaptación social frente a lo que los demás piensan, dicen, sienten, aprendiendo a actuar a partir de nuestro interior, de nuestros pensamientos, opiniones, sentimientos personales. Por el contrario, a menudo seremos objetos de presiones externas, o de nuestros temores, de la soledad de no poder tener plena comunión de intereses con otros, o quizás de la posibilidad de ser claramente rechazado. A nadie le gusta ser con­siderado inadaptado, ni menos tildado de "raro", porque no hace o dice o piensa lo mismo que los demás. Hay que afirmar que, si asumimos nuestra verdad con sinceridad, prescindiendo sin cuidado de nuestras máscaras, podría suceder eso.

Junto con ir adaptándose al mundo exterior, las personas se ven obligadas a relegar al olvido lo contrario: Quién es "obligado" a ser "muy fino" en sus modales o muy "controlado", llegará a ser muy sensible a lo contrario, o le provocará risa o vergüenza incontenible un hecho un poco grosero o vergonzoso, según la creativa explicación freudiana de los bochornos de la vida cotidiana. Es que lo grosero y vergonzoso está “vivo” dentro de nosotros, en nuestra parte psíquica inconsciente. Tales sentimientos no pueden gustarnos en sí mismos, y el mundo que nos rodea tampoco los acepta como provenientes de nosotros. El Yo consciente no lo tolera. Ponen a pruebas sus "principios" con respecto a sí mismo o a los demás. Todo esto es la contraparte reprimida de esa máscara de apariencias sociales que tenemos continuamente que actuar, nos gusten o no, y que Jung llama la Sombra.

Tales pensamientos, sentimientos, actitudes, imágenes, lo que sea que hemos reprimido, se “depositan”, por así decirlo, en nuestro inconsciente personal, junto a la energía psíquica que contienen. Se trata del bandolero o ladrón que puede haber en nuestro interior; el descontrolado sexual, el fraudulento, el hombre violento; "la bestia primitiva", en síntesis, que hay dentro de cada uno de nosotros. Todo ello ha aflorado más de una vez en nuestra vida, y hemos sentido gran temor al ex­perimentar­lo. Constituyen un cúmulo de complejos emocionales que -movidos por el temor que nos provocan- solemos catalogar de "cosas malas" o "demonios", que están allí dentro. Esta parte "oscura" de nuestra vida no es otra cosa que esa historia personal dolorosa, penosa, vergonzosa, de la cual, muchas veces ni siquiera tuvimos conciencia, pero que allí está viva y actuante, "ensombrecien­do" nuestra luz aparente (1)

Cuando aprendemos a vivir a partir de nuestro interior, y no sólo de nuestras necesidades de adaptación social, estamos mejor dispuestos a reconciliarnos con nuestra historia reprimida, a través de un reconocimiento de la verdad que hay en ella. Esto es fundamental para nuestra propia paz, y para obtener la concordia fraterna, muchas veces echada a perder o francamente tronchada por la proyección de nuestros problemas personales hacia los demás. Si no estamos reconciliados primero con nosotros mismos, difícilmente estaremos reconciliados con los demás, ya que nuestros resentimientos, culpas, vergüenza, serán necesa­riamente proyec­tados sobre ellos.

Cuando -ciertamente después de bastante tiempo empleado- se ha procurado re-conocer este lado oscuro de nuestra vida, y se ha buscado aceptarlo, como parte de nuestra verdad personal (por dolorosa que sea) integrándolo a nuestra vida consciente, el lado oscuro de nuestra vida al acceder a la concien­cia, se mezcla con nuestra luz consciente. La vida es com­pren­dida, entonces, no como una realidad que es sólo blanca o negra, sino como una mezcla de tonalidades. Se aprende a vivir con nuestra historia per­sonal, no ya temiéndola, sino haciéndola parte nuestra. Más adelante volveremos sobre este tema.

Lo que sucede, según nuestra modesta ex­pe­riencia, es que esa verdad, hasta ahora oculta, entra a formar parte de nuestra vida ordinaria. Nuestra historia dolorosa, penosa, culpógena, nos regala su energía, la que estaba reprimida, y con ella una nueva verdad de contenido que enriquece nuestra per­sonalidad con nuevos matices. Por ejemplo, si la agresividad ha sido el elemento reprimido, el Yo se fortalece con su energía, y la per­sonalidad entera es la de una persona más decidida, franca y transparente a lo que verdaderamente piensa y siente; si ha sido la sexualidad, ocurre algo semejante: la comunicación y la capacidad de vinculación interpersonal que ella supone, también aparecen en la personali­dad, enriqueciéndola.

Al  dar cabida a la verdad del corazón, mas allá de la verdad que hay en la sociedad (aunque no se trate de despre­ciarla), integrando esas verdades ocultadas a nuestra conciencia propia y ajena a través de la vida, fortaleciéndose así nuestra libertad, tan importante para que nuestros actos sean actos "humanos", maduros, se va aumentando la posibilidad de hacer comunión también con esas esferas de nuestra existen­cia y, a través de ellas, con el mundo que nos rodea. La superación de nuestras rigideces, o de nuestros temores, no puede sino favorecer el otro gran dinamismo de crecimiento de nuestra naturaleza que es la reintegración en comunión de amor con todo  en un camino de amplitud y de totalidad crecientes.

Esta apertura gradual a la comunión se va ampliando con el redescubrimiento cada vez más vital y profundo con aquello que podríamos llamar “nuestras raíces de humanidad”: los arquetipos junguianos. Estas no son otras que aquellas funciones psíquicas que hemos heredado por el simple hecho de ser humanos y para que lo seamos de verdad, en autoconciencia y comportamientos. Se las reconoce porque cada vez que aparecen en nuestra vida, buscando un hogar en ella, algo se conmueve dentro de nosotros mismos. Son, por ejemplo, el lugar del Padre o de la Madre en nuestras vidas. Ellos son más que “mi” padre o “mi” madre. Son un símbolo de desarrollo humano. Una vez le escuchamos a un educador que decía a sus alumnos: -`No se peleen con su padres, porque los tienen en su médula ósea´. Una linda forma pedagógica de expresar la profundidad psicológica de las imágenes paternas y maternas. Otros similares podrían ser, nuestra condición de Hijos (con todo lo que ello puede significar) o la de Hermanos, o bien la necesidad humana de poder siempre contar con un grupo de pertenencia (como la familia o una comunidad de amigos), o la de la sociedad de tener “Héroes”, que sean capaces de poder dar la vida con olvido de sí por una causa. En este sentido, el Señor Jesucristo es el gran héroe que no “ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por todos”, invitando a sus discípulos a tomar el mismo camino: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor”  (Mc 10, 43-44).

Se trata de un proceso de reconciliación de tendencias polares, entre la cuales, talvez el par más importante tanto a niveles individuales como sociales, es la integración de lo femenino y lo masculino en ambos sexos. El hombre, integrando su lado femenino reprimido, se hace más delicado, preocupado por la vida misma de las personas, adquiriendo una intuición y sentido de las cosas que le hacía falta. La mujer, por su parte, integrando su masculinidad reprimida, se hace más consciente, estable, decidida y entra a formar parte activa de la sociedad y la cultura, sin dejar su feminidad.

Cuando ambas polaridades no están reconciliadas, en la unidad de un ser humano maduro, hombre o mujer, la contraparte reprimida es inexorablemente proyectada. Siendo nuestras sociedades occidentales, en general, masivamente “machistas”, no es de extrañar que, junto a la disminución de la mujer en muchos planos de la vida social, se proyecte su belleza, sobre todo en los medios de comunicación, transformada en erotismo, lo cual es rebajarla y ponerla al servicio del consumismo y el dinero.

Finalmente, lo más importante, a nuestro juicio, porque preside con su fuerza todas las funciones psíquicas humanizantes, está en la curiosidad infinita y la búsqueda del sentido de la vida. A esta fuerza, cuando toma carácter definitivo y radical los pueblos la llaman “Dios”, en su religiosidad natural. El Dios que nos ha salido al encuentro en Jesucristo y de cuyas manos salió y pende el Tejido Vivo que nos hace comunidad con todo. Su Palabra enviada asumiendo lo nuestro, no puede dejar de tener eco en nosotros, porque de algún modo, y muy profundo, ya está en nosotros en esa raíz de humanidad.

En síntesis, quien recorre este camino, aquí tan suscintamente bosquejado, lo ha hecho saliendo de su egocentrismo -sin que él o ella sepan cómo- y redescubriendo, junto a su libertad y madurez propias, la comunión creciente con todas las cosas. Eso lo ha logrado en el encuentro con la dimensión psicológica de la verdad. A la vez nos capacita para poder vivirla con mayor responsabilidad en sus otras dimensiones.

(1) Estos complejos emocionales rechazados por nuestra parte consciente, en su afán de vivir a partir del exterior, no pueden gustarnos. Por eso con frecuencia los ubicamos en los demás o en situaciones externas a nosotros. El dicho refleja este fenómeno: "El cojo echa la culpa al empedrado” ...o bien: “el ladrón cree que todos son de su misma condición”. Es el mecanismo de defensa conocido en psicología como "proyección" y que hemos visto anteriormente.