Análisis y tragedia
Luigi Zoja
¿Qué es el análisis? ¿Una talking cure?[1] Pero así, todavía no se ha contestado a la pregunta. ¿Es una especialización terapéutica (cure) o una especialización narrativa (talking)? Y en ese caso, ¿forma un género expresivo autónomo, como la poesía y la novela, la comedia o el cine? Una cuestión como esta puede recibir respuestas de las más complejas a las más directas. Co el riesgo de ser demasiado simples, elegimos el segundo camino.
Sustraído al primado de la racionalidad y de la claridad impuesta por nuestro tiempo, expresado en un lenguaje de palabras oscuras pero conmueven, que transmiten más que aquellas claras pero extrañas a los afectos, el relato analítico es un mundo por sí mismo. Sus contenidos y códigos expresivos son sólo suyos y son regulados por la dramática más que por la gramática.
Un género como éste es distinto, más bien es complementario respecto de los géneros narrativos que escuchamos hoy, pero tiene sus precedentes. El análisis como disciplina de estudio tiene su origen en el gran desarrollo psiquiátrico del siglo XIX. Pero como forma expresiva puede encontrársele un antecedente mucho más antiguo: el relato trágico. El protagonista de la tragedia no es un héroe o un dios, sino el relato mismo. La narración es la religión en la que se pliegan condensados sus personajes.
El relato trágico se ha diferenciado siempre de los otros géneros expresivos por características evidentes pero, a la vez misteriosas como el sentido de la tragedia misma.
Mientras la poesía y la novela, una vez surgidas, no mueren nunca, la tragedia florece sólo en épocas extraordinarias, y a veces ni siquiera en ellas. Es cierto que la alimenta el espíritu de los tiempos. Pero es incierto cómo lo hace. Se muestra en la civilización con el máximo esplendor: en la Grecia Antigua de Esquilo, Sófocles y Eurípides, en la Inglaterra isabelina, en la Francia de Racine y Corneille, en la España de Calderón, en el romanticismo de lengua alemana, pero no en el Renacimiento italiano.
La tragedia es autónoma también en esto: no es un género expresivo que, al invocarlo, responda. Porque no es la continuación de nuestra expresión cotidiana, y por lo tanto, de una demanda consciente. No se la puede sentar al escritorio, obligarla, componerla como, a pesar de todo, se puede hacer con la novela. La novela es obra de un autor. La tragedia es obra de un espíritu trágico impersonal, más bien suprapersonal: el autor es sólo la boca encargada de declamarla a un público, que a su vez debe participar del espíritu trágico. Por lo tanto, el espíritu trágico, aunque invisible, es intuible como espíritu del tiempo y del lugar, que inspira tanto al autor como al público.
La tragedia no elige términos medios. Se presenta con nombres y épocas grandes o no se presenta. A pesar de los infinitos estudios, el verdadero porqué se mantiene como un misterio. Pero la tragedia se ríe de nuestra perturbación, porque esa es precisamente la celebración del misterio.
El occidente cristiano –al que pertenecemos también si somos hebreos, musulmanes o budistas- es la civilización más autocrítica de toda la historia- no está molesta en ocasiones, sino permanentemente. Este impresionante malestar atañe a los analistas no menos que a los historiadores, y de ello los analistas deberían proponer explicaciones.
Como Pedro luego del canto del gallo, el Occidente cristiano sufre de los sentimientos de culpa y de remordimiento. Como Pedro antes que el gallo cante, el Occidente cristiano ha traicionado. Pero, a diferencia de Pedro, su traición no es ocasional: es su mismo nacimiento.
El occidente cristiano ha traicionado su raíz cultural griega con la revolución que ha provocado pasando a través del mito, el misterio y el espíritu trágico, desembocando en la filosofía y el racionalismo, como Nietzsche ha descrito en toda su obra y particularmente en el Nacimiento de la Tragedia. Y ha traicionado su raíz religiosa precisamente adhiriendo a la nueva fe. Los cristianos de los orígenes, hebreos o paganos, griegos o romanos, fueron no obstante heréticos: es el destino de quien se convierte.
Así la traición ha permanecido en los genes, en la sangre y en la conciencia atormentada. Así el cristianismo ha reiterado su acto de fundación celebrando el rito antirreligioso descrito en Dostoievski en Los hermanos Karamazov (V, 5): el Gran Inquisidor condena a Cristo que desearía volver a su tierra y sustituir los viables compromisos de la Iglesia por su inviable pureza. De aquí, creo, nace la imagen de densidad y de coherencia que da a los cristianos el hebraísmo: el pueblo es una sola cosa con la religión, y la fe es una sola cosa en el tiempo. Mientras hay un pueblo, hay fe. En ese sentido, el ojo con el que el cristiano –aunque sea laico- mira al hebreo –aunque sea laico- se llena siempre de admiración: una verdad que no cambia aún cuando la admiración se manifiesta en envidia, y la envidia en persecución.
Nosotros “cristianos” en cambio –las comillas son a propósito: no nos basta ser pueblo para ser cristianos, y el espíritu además ha volado lejos- en algún rincón del alma sabemos que tenemos nuestro origen a partir de dos traiciones: haber abandonado la riqueza del mito antiguo por la simplificación del monoteísmo y haber abandonado la profundidad terrible del monoteísmo, que hoy, en su centro histórico –la península italiana- ha degenerado en ese fluido empalagoso de las buenas intenciones llamado “buenismo”.
En alguna parte de nuestra alma se encuentra un sentimiento de culpa por haber abandonado aquello que era más temible, pero en un cierto sentido más verdadero porque corresponde más a la dificultad profunda de vivir. Si es así, se trata de un malestar irremediable, porque todo el mundo se ha vuelto unilateral siguiendo esta analgésica simplificación y esta imposible bondad. Y el sentimiento de culpa se manifiesta en una ética y en una educación “cristiana” que alejándome de Cristo, giran en torno a la culpa.
Todo esto es lo contrario a la psicología: si en la acción práctica la presencia de la culpa es eterna e inevitable, ¿qué sentido ha tenido introducir el perdón? ¿Qué sentido ha tenido liberarse del mito, del misterio, del sentimiento trágico de los antiguos, que eran el inmenso tesoro del alma, si antes de elegir volvemos a instituir la culpa, y por lo tanto no ratificarnos al alma una libertad originaria? Surge la duda de si valdría la pena cerrarse al espíritu precristiano del pesimismo griego, el cual incluía la culpa, pero ésta giraba precisamente en torno a esa cualidad inevitable, que constreñía súbitamente a hacerse de ella una razón. La culpa era de hecho concebida en forma diferente. Ella era un producto del destino, no de la responsabilidad individual; y por ella no se podía pedir perdón. No producía por tanto “sentimiento de culpa” como lo entendemos hoy. Era un mal interno, un agregado a la vida como los agregados externos. El encarcelamiento en la categoría de culpa moral y en la autotortura que conlleva es, por el contrario, una “culpa” psicológica del moralismo cristiano y muestra cómo la tragedia, nominalmente muerta, aún nos guía. Es una “tragedia” invisible que deriva de la desaparición de la tragedia visible: se puede suprimir la forma literaria, pero no el estado de desgarro que ella narraba que es una condición originaria del alma.
Con la figura de Yahweh, a menudo absurdo, despiadado, el Antiguo Testamento conserva muchos aspectos del carácter terrible, ambivalente pero profundo de los antiguos dioses paganos que tiende a desaparecer en el cristianismo, donde la divinidad se hace más razonable, predecible, leal en el sentido humano, unilateralmente buena. Entre los méritos de Jung se encuentra haber subrayado[2] esta diferencia fundamental para la psicología colectiva, aunque entre sus pasos falsos está haberla insertado en una contraposición entre los pueblos e incluso entre las razas.
El cristianismo, especialmente en su versión mayoritaria y originaria, la católica romana, no permite que los opuestos se desvíen mutuamente al infinito: tiende a resolverlos en una síntesis unificante, en una bondad que los trasciende, en un dogma, en un criterio adoptado por el pastor que carta el tormento de la elección sobre las espaldas del rebaño. Este camino cristiano cartesiano lleva hacia la nacionalización, la simplificación y la paz –a diferencia de Cristo que portaba la espada (Mateo, 10, 34)- y es similar a aquello de la ciencia con sus sí y no claros y distintos, sus verdades fijas que resuelven definitivamente la ambivalencia.[3]
La vida, sin embargo, sobre todo aquella del hombre metropolitano siempre más abandonada por Dios, vuelve a presentar en la complejidad moderna la ambivalencia originaria de la vida interior.
El hombre moderno no viene de Descartes en la forma lineal. Luego del triunfo del Iluminismo –más bien de la lumière, la lux, como dice la lengua francesa que lo inventó- el hombre esperaba encontrarse definitivamente a su gusto y proseguir siempre más dispuesto a la racionalidad y la modernidad. Ocurrió, en cambio, que sufría en el mundo de pura luz, sin sombra ni clarosocuros. Entonces hizo surgir con fuerza el romanticismo. Volvió a presentar la noche frente al día, la irracionalidad frente a la razón, el misterio frente al conocimiento, revalorando la naturaleza salvaje contrapuesta al ambiente urbano, los pueblos primitivos con sus sentidos mágicos frente a la previsibilidad del europeo. Redescubrió que el hombre no es sólo conciencia, sino también inconsciente. Al principio con la cultura romántica de la lengua alemana (ella ama la profundidad y a veces la oscuridad, como por el contrario la lengua de Descartes y del Iluminismo ama la linealidad). Después, precisamente porque el descubrimiento de la oscuridad se volvía un movimiento profundo y no quería permanecer como teórica académica, descendió a la vida cotidiana, en las ambivalencias que continúan disociando nuestras noches del día. Así nace el psicoanálisis.
El manifiesto de esta nueva complejidad fue la exclamación de Fausto: Tú eres consciente sólo de un impulso! Oh, que nunca conozcas los otros! Ay, dos almas habitan en mi pecho Una quiere separarse de la otra” (Fausto I, 1110-1113)
Bleuler fue quien transformó la disociación fáustica de la complejidad poética en un concepto psiquiátrico, introduciendo la idea de ambivalencia.
El psicoanálisis fue continuación y parte esencial de este movimiento: lo fue en particular con Jung, el discípulo más importante de Bleuler en Burghölzli.
Se dice que quien no conoce la propia historia no se conoce a sí mismo y nosotros los analistas, si no tenemos bien en claro que somos parte de esta gran corriente histórica del alma, no podemos conocernos lo suficiente a nosotros mismos ni conocer nuestra profesión.
El psicoanálisis, por lo tanto, debía ser inventado para restituir un espacio a la oscuridad y a la profundidad, cuyo fardo el hombre moderno no quería seguir cargando, pero que jaqueaban cada intención y continúan haciéndolo. Para reconstruir un lugar en el cual el misterio fuese un huésped sagrado, y no exclusivamente el enemigo a matar.
La oscuridad, la profundidad, la complejidad de nuestra alma que jamás se puede resolver definitivamente, se manifiestan ora en aquello que Bleuler llamó ambivalencia, ora en las dos formas del pensamiento descrito por Jung.[4] En el fondo, la moral, la ley, la ciencia, la política y gran parte de la filosofía se ocupan de aquella parte de nosotros que tiene pensamientos distintos y puede escoger. El análisis, en cambio, es dejado caso solo –la misma religión de buena gana desiste de este campo- con todo esto que en nosotros está paralizado por la ambivalencia, hipnotizado por el misterio y contempla aterido la inutilidad de los más grandes esfuerzos de la voluntad: una no pequeña porción, si se piensa que la mayor parte de nosotros confluye directamente desde un útero a una tumba sin muchos pensamientos claros y distintos, y sin jamás haber tomado elecciones. Una parte mayoritaria además de los pocos que eligen, puesto que acaso también ellos lo hacen sólo en los momentos memorables de su vida.
La ambivalencia es la regla de nuestro funcionamiento psíquico, es la elección, la toma de posición, es la excepción y el doloroso parto. En este sentido la ambivalencia es la condición originaria, todavía amamantada de confusión originaria: y justamente Freud notó que ella es tanto más fuerte cuanto más el hombre pertenece a una cultura primitiva.[5]
La mentalidad y la forma del relato que han narrado esta no pequeña parte del hombre eran llamadas trágica. Se inician en la épica antigua para culminar y apagarse en la propia y verdadera tragedia.
Para el espíritu trágico el hombre, desde el punto de vista de la moral, es una mezcla inseparable de bien y mal: es bueno y malvado no sucesivamente porque se convierta, sino precisamente al mismo momento. Desde el punto de vista de la voluntad y de la distinción mental, el hombre es eterna ambivalencia: quiere una cosa y su contrario no sucesivamente porque cambie de idea, sino que las quiere a la vez.
Desde la antigüedad clásica en adelante, la tragedia ha reaparecido en forma esporádica en distintas épocas. En el largo curso de la historia ella se nos ha hecho cada vez más lejana, hasta haber sido abandonada a favor de la forma de relato más moderno y más optimista. El espíritu trágico fue dejado de lado para dar lugar a otras actitudes, influenciadas en forma creciente por la ciencia que iba ganando importancia respecto de la religión, es decir, actitudes más fácticas, mas positivistas. Pero ya que el hombre continuaba impertérrito experimentando la ambivalencia, he aquí que necesitaba, precisamente en la modernidad, inventar una nueva forma de relato con la que dicha ambivalencia pudiera expresarse. Por esto, para curar esta unilateralidad expresiva de la modernidad, fue inventado el análisis, no para curar disturbios psíquicos que existían desde siempre.
Si escuchamos el mito trágico de Edipo, nos damos cuenta que los grandes descubrimientos de Freud tienen poco que ver con este héroe. El héroe del Edipo Rey de Sófocles no tiene un problema sexual sino un problema de conocimiento. Edipo quiere conocer sus propios orígenes, y esto sucede naturalmente en cada época. Le falta por completo el respeto, natural en tiempos de Sófocles, por aquel fondo de misterio sobre los orígenes y los fines últimos de la vida que la racionalidad no pudo eliminar. Edipo quiere reconstruir y aclarar los eventos de su nacimiento. Encuentra, en cambio, el fondo trágico y misterioso de toda existencia: el drama que nos dice literalmente que, en lugar de la claridad, obtiene la ceguera.
Aquí está la victoria del destino trágico, que se mofa de la pequeña voluntad humana. Si queremos comprender el drama de Edipo, debemos comprender esta lógica: hay que mantenernos en ella porque ya está completa y concluida. Si imaginamos, por ejemplo, que la ceguera sea un castigo por el error de Edipo, ya hemos pasado a una lógica más moderna: la del moralismo cristiano, la de la ciencia para la cual las causas provocan siempre efectos. El triunfo de la ceguera es el triunfo del misterio. Al inicio del Edipo Rey sólo el sabio Tiresias estaba ciego, limitado. Al final, también lo está Edipo, que se había mofado de Tiresias, el adivino que no ve. Edipo ha aceptado los límites de la conciencia y con ellos una forma de sabiduría natural.
Quien, como él, combate sólo por el conocimiento racional es un navegante que está siempre más cansado, siempre más lejos de un puerto. Cada esclarecimiento que logra da lugar a otro, cuya necesidad al principio no se sospechaba. Quien en cambio, acepta el misterio es como un navegante que ha alcanzado una ribera: temible, oscura pero sólida bajo sus pies.
Decía la tragedia que, aun cuando cree elegir, el hombre es solo un pequeño instrumento en las manos del destino, tal como nos enseña el psicoanálisis que su Yo es en esencia un pequeño instrumento en las manos de las fuerzas inconscientes. Y la tragedia no lo decía solo con los contenidos, sino con el mismo existir y no existir, porque su aparecer no lo determina el autor. Y como la tragedia, a diferencia de otras formas narrativas, no la decide su autor sino un espíritu trágico demasiado profundo para ser conocido, así el análisis, a diferencia de las terapias médicas tradicionales, no lo decide el terapeuta sino fuerzas demasiado inconscientes (preferimos ‘inconscientes’ como adjetivo porque no queremos formular una metafísica sino solo describir la desesperante insuficiencia de nuestras conciencias) se sirven de las irresistibles ambivalencias y nos demuestran que son mucho más fuertes que nosotros.
Por el contrario, precisamente cuando cree elegir el hombre es más pequeño que nunca, impotente y condenado. Porque cree finalmente haber vencido con su lucidez las pasiones humanas, cuando en verdad es movilizado por la más solapada e invisible de todas: la hybris,[6] la arrogancia que vuelve ciego, o más precisamente incapaces de estimar las proporciones humanas. La hybris es el único verdadero pecado común a todas las religiones. El único pecado común a todas las épocas: pecado religioso y laico, natural y cultural, antiguo y moderno. Es el orgullo para el hebreo y el cristiano, la ilusión de la acción para el budista. Es la multiplicación de las necesidades hasta la metástasis, que ofende las leyes de la naturaleza; es la arrogancia del hombre singular que ofende a la sociedad. Era pecado contra los equilibrios del destino para los antiguos, es pecado contra el equilibrio psíquico para los modernos (hybris de la conciencia, la pretensión de que todo aquello que advenga en la psique es consciente y carente de misterio[7]), pecado que cierra el círculo llevándonos de vuelta a la antigüedad, porque precisamente de este género era la arrogancia cognoscitiva de Edipo.
Condenando la hybris, ya la tragedia estaba encargada de enseñar una modestia adecuada a aquello que el moderno psicoanálisis llama principio de realidad. La hybris es loca pretensión de hacer el destino y de concebir la psique como a uno le parece. La arrogancia de quien cree sustituir a dios: gobernando el mundo interno, porque decide guiar las emociones con la voluntad, por lo tanto, administrar la vida autónoma del alma; o gobernando el mundo externo, porque asume la parte de dios en administrar la verdad y con ello, a menudo, la vida y la muerte. Más que de la sangre, el horror incrédulo que nos dejan los terroristas políticos viene de la estupidez omnipotente. Cada tanto, un pensador asesino ha creído decidir intelectualmente pasiones imprevistas, infinitamente más numerosas y complejas que su simple intelecto.
En general, la hybris es la ingenuidad de quien actúa idolatrando las propias decisiones. Gran parte del recelo de los políticos difundido en todo Occidente se puede interpretar no como desinterés o preferencia por otro político, sino precisamente como desconfianza por la incurable hybris de quien dispone del poder.
Estamos frente a una paradoja de nuestros tiempos. La tragedia como forma de narración ha desaparecido. Pero la tragedia era el relato de la hybris: la parábola que mostraba la inutilidad y la ruina de la arrogancia. Y la hybris está hoy más difundida que nunca.
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¿Cómo se refleja todo esto en el análisis? Como, es difícil decirlo. Pero se refleja constantemente. El análisis es un intento de volvernos más conscientes a través de una continua autocrítica, un lento trabajo para deconstruir toda la ingenua omnipotencia que llevamos dentro. Pero la conciencia que se acrecienta puede ser a su vez tentada por la omnipotencia, como la rana que imita al buey.
El analista navega entre Escila y Caribdis: debe volver a levantar al paciente que carece de confianza en sí mismo, pero debe también frenarlo cuando es poseído por el frenesí de la conciencia, de la arrogancia del análisis por el análisis. Debe recordarles, como lo hace el Evangelio, que “quien se exalte será humillado y quien se humille será exaltado” (Mateo, 23, 12; Lucas, 18, 14, etc)
Pero precisamente aquí está el peligro más grave, no solamente para el paciente sino también para el analista, pues debe hablar como el Evangelio, pero mantener bien en claro que su palabra no es el Evangelio. Por lo tanto, también para él la hybris es el riesgo escondido y constante. Y no lo es sólo para el analista en particular, sino para toda la teoría psicoanalítica. Basta recordar lo que escribían diferentes maestros en los años sesenta y setenta: asociado a la revolución para una sociedad más justa, la difusión del psicoanálisis habría promovido un tipo de higiene psíquica general. Releerlo nos refiere de golpe a una hybris positivista, al happy ending de la vivencia psicoterapéutica universal. Y algo de aquella mentalidad sobrevive donde menos se lo espera. Incluso libros muy críticos a la hybris de nuestro tempo recuerdan ya hasta por el título: Cien años de psicoanálisis… y todo sigue igual[8]. ¿Quién ha dicho que nos habría ido mejor? ¿Quién si no una hybris antitrágica que precisamente el análisis debería combatir?
El sentimiento de culpa es universal, pero no explica todo. La fascinación de los norteamericanos por los nativos de América no puede ser explicada sólo por el sentimiento de culpa del exterminio del pasado ni por la ideología politically correct del presente. Si así fuese, bastaría rescribir la historia del lado de los vencidos y poner en marcha programas para la recuperación de aquellos nichos de la sociedad en los que se han refugiado. Pero aunque esto llegue a realizarse, la sed de cultura hacia los indios no se agota. La fascinación americana por los nativos va mucho más allá de algo objetivo, concreto, racional, no es sólo ansia de descubrir las raíces, puesto que por las venas americanas corre menos sangre india que cuanto alcohol es permitido a un conductor, y por cierto, el mismo nombre América es florentino.
Hay una forma más simple de explicarla. Precediendo todos los consumos de Occidente, América ha inventado también la forma de relato que domina el mundo desarrollado. Hollywood ha escrito el código de narración moderna ya de sus héroes: hombres y mujeres que eligen, que forman parte del bien y confían su consumación a la voluntad y no dudan del triunfo final. No es verdad que esta forma de relato padece de unilateralidad antitrágica. Ella sanciona la desaparición de la tragedia del lenguaje de nuestro tiempo.
Sobre el gran fondo americano no es necesario, por cierto, buscar demasiado lejos –ni en el espacio ni en el tempo- para encontrar un remedio a esta parcialidad. Los discursos de José, de Caballo Loco, de todo líder indio, nos transmiten aquello que es más difícil de escuchar en los relatos de la América voluntarista, y en general en todo el mundo desarrollado: la dignidad trágica. El héroe de Hollywood se enardece por la injusticia si ha sido perjudicado algún derecho suyo: el líder indio sabe que la vida es la sede del drama, no de la justicia, y se prepara con compostura para el próximo golpe de destino. El héroe de Hollywood combate para vencer. El líder indio sabe que solo puede aplazar la derrota. El héroe de Hollywood cree que la voluntad es todo. Como el héroe trágico, el líder indio cree que la voluntad no es nada y que ella siempre debería seguir su curso, no porque sea parte de un programa, sino porque es parte del destino. El héroe hollywoodense es ingenuo; el líder sabio. La sed de relatos de los nativos es tal porque los de la cultura dominante son unilaterales: no tanto, o no sólo, desde el punto de vista de la historia, cuanto del punto de vista del espíritu.
La atención prestada a la voz del primitivo no es por lo tanto sólo una necesidad histórica, sino también una necesidad psicológica de la conciencia colectiva americana, y en general moderna. ¿Y que le ha sucedido a la conciencia individual? Algo absolutamente semejante. La voluntad no es suficiente para afrontar los obstáculos de la vida. A menudo, precisamente los sujetos más volitivos se encuentran paralizados: no a causa de las circunstancias externas, sino de las internas. El sujeto moderno se da cuenta de que quiere una cosa y su contrario a la vez, se da cuenta también que no se trata de un tropiezo ocasional, sino de una suerte de condición “natural” y permanente, que corresponde al descubrimiento de la psique profunda y de su ambivalencia.
La solución más natural a este obstáculo “natural” es llevar el problema a un profesional preparado llamado analista. Lo que aquí es natural no es la confianza en el profesional –en general no se lo conoce personalmente y esta confianza es técnica, autoimpuesta, e incluso un acto de voluntad- son la disposición para relatar el propio tormento y la confianza que sirve para eso. Lo que es arquetípico es la fe en la narración. Y la narración de la ambivalencia es, inconscientemente, por vía terapéutica e individual, el descubrimiento del relato del dolor: el relato trágico.
He aquí por tanto que no es una casualidad si el análisis se ha difundido tanto en el siglo XX, en el “siglo americano”.[9] No porque nuestra época sea más neurótica que las pasadas, sino porque, como todas las épocas, necesita del relato.[10] Y ya que los emblemas de este siglo se despliegan en forma extrema en la antropología de Hollywood, los valores conscientes padecen de optimismo voluntarista y de unilateralidad antitrágica. He aquí entonces que, para compensar esta unilateralidad, América y toda la modernidad han dado un gran espacio a los relatos de los nativos en su cultura y al relato analítico en su privacidad. Cuando los mass media advierten que nuestras condiciones económicas y sociales nos están preparando tiempos trágicos, intuyen algo central, pero invierten el problema. No es que la carencia económica y social nos harán sentir en un mundo trágico, sino que la carencia del sentimiento trágico hará que pierda el sentido una economía y una sociedad que acaso sean las más saturadas de las historias.
Los antiguos griegos inventaron por tanto el relato de Occidente: esa épica y tragedia que podemos considerar un todo único y llamarlo relato trágico. Los griegos sentían que la vida es el instante, el relato en cambio es lo eterno. El relato de la vida, por tanto, es superior a la vida. Ni siquiera nuestra experiencia moderna –hecha de individualismo omnipotente- puede contradecir ese sentimiento. Ciertamente, hemos perdido los relatos por excelencia, los mitos de los orígenes que los griegos aprovechaban para los argumentos de la tragedia. Ya no sabemos que había antes de nuestro nacimiento así como tampoco sabemos que habrá luego de nuestra muerte. A pesar de esto, mas bien precisamente por esto, también para nosotros modernos el relato, manteniéndose como la experiencia más importante, conserva lo eterno.
La necesidad de eternidad de la mente no disminuye en absoluto con la disminución de los discursos sobre la eternidad y con el vaciamiento del mito, de la religión, de la metafísica. Esta necesidad ya no reside en una tradición colectiva y gloriosa, sino en la narración de una experiencia individual y cualquiera: la de L’Etranger de Camus, del Ulysses de Joyce.
Para nosotros modernos, el verdadero relato viene a su vez de la vida. Es el instante que se trasciende y se hace eterno, que expresa no la casualidad sino el sentido; incluso –no es sólo un juego de palabras- el sentido de la casualidad. También el existencialismo busca la salvación de la cotidianeidad en la narración. Nosotros laicos ya no buscamos relatar nuestra fe religiosa, sino inquebrantablemente -¿arquetípicamente?- continuamos teniendo fe en el relato.[11]
Así, la cura psicoterapéutica se muestra buena y convincente cuando asume la estructura de un relato bien hecho. Pero es un prejuicio moderno –céntrico. No es la cura que se hace relato, es el relato que se vista de curación.
Es el relato que ha conservado la propia autonomía y ha pedido ser reinventado. El relato trágico existía mucho antes de la psicoterapia y ya entonces buscaba el mismo fin que ésta se propuso en el último siglo: no el placer, sino el sentido.
Desde siempre, para salir de la insignificancia y el dolor, los hombres se unen en torno al fuego y el canto, tanto en la tribu como en la Grecia de Homero. Homero se volvió eterno porque un día su relato fue escrito. Desde entonces, es el relato del evento que conmueve, más que el evento mismo. Homero se volvió inmortal porque había dicho precisamente esto: que los hechos importantes ocurren para ser narrados. Los dioses quisieron la destrucción de Troya para que fuera relatada (Odisea, VIII, 579-580). Odiseo, que sabe retener el llanto cuando ve el tormento y la muerte de personas queridas, no puede contener las lágrimas cuando escucha el relato de las propias aventuras (ibídem, 86-88 y 522-531). Los protagonistas de la guerra de Troya no pueden evitar el dolor, ni sueñan con evitarlo: lo que cuenta para ellos, y da sentido a sus acciones, es que serán relatadas (Ilíada, VI, 358)
En verdad, nosotros analistas ¿cumplimos con algo diferente? El análisis parece restituir un sentido a la vida del individuo en cuanto responde a los eventos según un orden creativo y narrativo, más que según un orden interpretativo.[12] Es un poco menos estrecho que la soledad: en torno al fuego se está de a dos. La experiencia enseña que el dolor puede ser transformado no tanto cuando una fuerza externa lo medica, sino cuando una interna lo organiza como relato. Si el relato de la vida es superior a la vida, será el relato del dolor lo que superará el dolor.
El happy ending se olvida en cambio de aquella sabiduría de la antigüedad y esta experiencia analítica, se concentra en el intento de vencer el dolor. Una degradación similar es quizá la más dramática de nuestro tiempo: la degradación del drama. ¿El nuevo milenio va a ser un milenio sin sentimiento trágico?
Con la filosofía, nos recuerda Nietzsche, o mejor ya con Sócrates, nace el optimismo de la voluntad. Se prepara el terreno para la ciencia, la racionalidad, la desaparición de la profundidad y del misterio en nombre de un laicismo saturado.
El análisis, fenómeno aparentemente moderno (pero construido con una lógica preiluminista y en buena medida presocrática, porque prefiere la vida del sabio particular a la sabiduría abstracta), el análisis –y no la filosofía- es el heredero de la tragedia. Es el retorno del culto de Dionisio desaparecido –el dios ambiguo, el dios ambivalente- la irresolución del dualismo –el bien y el mal con cuyo barro Dios nos ha amasado- la inalterabilidad del destino que me habita como me habita Dios, el alma o lo inconsciente. El verdadero análisis está formado con espíritu y con decisión trágica, no con espíritu médico positivista que quiere curar y no se ocupa del alma. Es desafiado a nutrirse de aquella porción personal del destino que la jerga junguiana llama individuación.
El sentido de pertenencia que da el reconocer un destino como “propio” no conlleva, en rigor, una curación. Pero sí a experimentar una “consolación metafísica” similar a aquella que Nietzsche atribuía a la tragedia.[13] Nuestra historia significa reencontrar aquel sentido de sí mismo que hace que seamos quienes somos, precisamente porque somos hijos de aquella historia –de aquella raíz- y no de otra.[14]
El análisis es la interminabilidad de la paradoja, y además la experiencia de la contradicción y de la ambivalencia como acontecimientos que no me definen, y sin embargo me dan una identidad. Pero si el análisis es esto –y ciertamente también es esto- es diferente del optimismo socrático-médico.
A través de tiempos tan lejanos y diferentes, una afinidad secreta puede unir fenómenos aparentemente muy separados en la línea de la historia. Tragedia y análisis son por un lado parientes, como precisamente por el otro lo son filosofía –al menos aquella de tradición socrática- y medicina. El primer binomio respeta la ambivalencia inherente a la experiencia humana. Su modelo respeta el misterio de la vida, no fuerza el mundo a imagen del Yo sino que acepta la evidencia de que aquél lo precede. La Filosofía y la Medicina, en cambio tienen en común una tendencia a la finalización, volitiva y univalente.
En este sentido, el análisis es precisamente uno de los pocos antídotos de la hybris moderna: la tentación de poder siempre más y de afrontar cada problema como si se pudiese resolver. Para el paciente su fin no es ‘hacer’ algo nuevo (esta cuestión es la distinción específica de las terapias breves o con fines particulares) sino ‘ser’, incluso cuando no puede hacer nada, o casi nada.
¿Pero las consideraciones sobre la tragedia pueden ayudar en un análisis concreto? Yo creo que sí. Por regla, en la práctica el analista respeta las “acciones dramáticas” de su paciente –los momentos más desgarradores de su existencia y la exposición que él hace por instinto, porque su sensibilidad le dice que intervenir rompería el relato que el paciente hace de sí mismo, y que en esos momentos el relato tiene la preponderancia ante todo. Si sobreponemos al modelo de trabajo analítico un “modelo trágico”, su antepasado y semejante, podremos pues ayudar al analista a comprender por qué se comporta así: su comportamiento no nace en aquel instante y por casualidad, sino que es un fruto que crece del mismo árbol que ha producido la tragedia.
El análisis puede reproducir en el ámbito privado e individual aquel espíritu trágico que, en momentos grandiosos y decisivos, se ha apoderado de toda una cultura. La experiencia, de hecho, enseña que la tragedia no puede ser la expresión ordinaria y permanente de toda una cultura. Comúnmente se desvanece, luego tiende a reaparecer en singulares conjunciones de transformaciones y creaciones.[15]
¿no le sucede acaso algo parecido al individuo? Si se somete al análisis permanentemente, su impulso se apaga y deviene un burócrata de lo inconsciente. Si por el contrario no hace de ello una intención permanente –un programa para lo inconsciente- al tiempo debido podrá, si es necesario, retomarlo cuando se presente –autónomamente más que siguiendo un propósito- un nuevo período de transformación. En el fondo, nosotros hablamos de algo muy parecido cuando reflexionamos acera de la motivación del paciente y sobre la importancia de verificar a fondo tal motivación, sea al inicio de análisis o a lo largo del tiempo. Un análisis emprendido porque ha estado prescrito, un análisis producido por una intención técnica, pero sin pasión profunda, tiene limitadas posibilidades de éxito, en cambio, tiene más posibilidades un análisis al que el paciente arriba por circunstancias fortuitas, sin comprender por qué, pero en el que relata sobre sí mismo con entusiasmo desesperado, una aparente paradoja. Esto equivale a decir que el primer modelo, aquel de la cura médica, es menos adecuado al análisis que el del relato trágico: el coraje de vivir la paradoja era precisamente aquel de los héroes trágicos. Cada paciente que llega hasta el fondo de lo que llamamos confrontación con la sombra tiene algo de los héroes del mal a los cuales la tragedia nos tiene acostumbrados. Este tipo de héroe trágico (Medea, Macbeth) distingue el mal pero asiste pasmado a la perversión que lo arrastra; ya no se comprende a sí mismo ni por qué debe llevar a cabo este tormento. Sabe ser dos cosas a la vez, y sin embargo sabe que la ambivalencia no le impedirá llevarlo a cabo. Medea no asesina a sus hijos porque no los ame, pues en ese caso sería sólo un personaje criminal. Es un personaje trágico porque asesina a su hijos a pesar de que los ama.
El malvado de Hollywood ha perdido esta compleja humanidad. Y el hombre del siglo hollywoodense ya no tiene modelos para el propio desgarramiento, para la propia confrontación con la sombra. Está obligado a hacer de ello el “siglo del análisis” para descubrir el espíritu trágico. Si ha de salir bien, obedecerá a las pasiones, y en el pozo de esta obediencia podría también encontrar una redención más profunda que un cambio de la propia conducta poco creíble, imprevisto y muy intencional. El paciente igual que el héroe trágico siente de hecho que en la convicción de poder mejorar de improviso puede esconderse no poca hybris: la arrogancia de quien quiere cambiar el destino por la tragedia; la arrogancia de quien quiere imponer de súbito y a toda costa la conciencia a lo inconsciente, mediante el análisis.
Si el paciente puede ser héroe trágico, también el analista debe tener la posibilidad de respetarlo como tal. Precisamente, los momentos que, significativamente, llamamos “dramáticos”, mejor que interpretarlos puede mirarlos como se mira un drama trágico: con respeto por la grandeza del personaje –cada uno deberá tener la suya- y participación por su acción, pero sin teoría reconstituida. Como la aparición de la verdadera tragedia, a menudo la aparición del momento de la verdad en el análisis –que es luego aquella del verdadero análisis- no es teorizable, ni predecible porque no es un concepto sino una visión. Sólo más tarde, con el drama consumado, se lo podrá evaluar.
El paciente que está en análisis trae consigo dos cosas personalísimas: el relato y el dolor. Ambos son suyos al punto de no ser transferibles y de ser únicos. Al punto que el análisis podría ser mortalmente herido si el analista le dijera que su relato y su dolor no son únicos. Así como relato y dolor están unidos entre sí por un nudo que no se puede desatar, el paciente no puede, ni debe olvidar su sufrimiento y su historia. La cosa nueva que el relato puede producir es el sentido. A través de ello la energía y la mirada que eran sólo indirectamente curativas –de los sufrimientos de su historia fragmentada- pueden encontrar una continuidad y una dolorosa pertenencia a una vivencia unitaria, que vuelve a vivir también en el futuro.
Positivista como la ciencia, el cristianismo se opone siempre a la muerte. Misterioso, problemático, ambivalente como la tragedia, el análisis se interroga por el fin de la vida sin conocer una respuesta fehaciente. El análisis sabe que no puede oponerse en cada caso y con todas sus fuerzas al paciente que habla de suicidio, pues aquellas palabras pueden ser un capítulo necesario de su relato. También con este propósito, e incluso a veces sin darse cuenta, el análisis ha finalizado no con inventarse una visión nueva, sino con descubrir aquella clásica; y con ella el código trágico, por el cual, a diferencia de cristianismo, el momento último, la salida de frente a la muerte, era profundamente personal y se la respetaba. Era, más que una salida, un lazo inescrutable entre el individuo y su destino.
Precisamente, a causa de un profundo parentesco con el modelo trágico más que con el modelo médico, el analista no puede estar fanáticamente del lado de la vida. Debe ser, sí, apasionadamente aliado del paciente –de su bienestar, de su vida y en condiciones límites de su muerte- pero no paradójicamente- y quizá sabemos que por el sentir trágico la paradoja es una confirmación, no una contradicción- de contener la propia pasión. En esto ya pensaba Freud, también manteniendo un modelo médico y siéndole ajeno el concepto de individuación, cuando recomendaba al terapeuta[16] no dejarse tomar por un deseo demasiado intenso de curar y no hacerse demasiados programas acerca del camino de la curación. Como sabemos, Freud estaba profundamente influenciado no sólo de una profusa experiencia de técnica analítica, sino también de un profundo conocimiento de los autores trágicos. El mito trágico decía que la ceguera golpea precisamente a quien haya querido ver demasiado; y acaso a esto era a lo que Freud dirigía su escucha más de lo que imaginamos.
La acción dirigida a un fin y a algo bueno nos resulta familiar porque pertenece no sólo a la mentalidad médica, positivista, sino más antiguamente a aquella hebraica y cristiana. Aunque el tormento de Job es terrible, no es trágico, porque ha sido querido por Dios con un fin de justicia.[17] Esta intención de situar aquella mentalidad –científica y religiosa- toda sobre uno mismo es imponente, opuesta a aquella de la tragedia y, creo, también a la del análisis. El tormento del paciente, en efecto, no es en sí justo, ni forma parte de un plan divino en contra de la justicia. Puede, es verdad, adquirir sentido un día, pero también puede ser sólo un divague sin sentido. Ciertamente, depende de él que su relato pueda ser compuesto y escuchado. La experiencia analítica ideal sus pende la intención sin sus pender la emoción, tanto del paciente como del analista, obteniendo así una suerte de emoción pura. Pero esta forma, se describe precisamente la cualidad trágica. Una cualidad que Joyce presente así: “La emoción trágica, de hecho, es un rostro que mira en dos direcciones, hacia el terror y hacia la piedad, que conjuntamente forman sus fases…” (Pocas líneas arriba decía: “La piedad es el sentimiento que paraliza la mente ante la presencia de todo lo que es grave y constante en el sufrimiento humano. El terror es el sentimiento que paraliza la mente ante la presencia de todo lo que es grave y constante en el sufrimiento humano, y lo une con la causa secreta”).
“Uso la palabra paraliza. Quiero decir que la emoción trágica es estática… Los sentimientos excitados por un arte falso son cinéticos, el deseo y la repulsión. El deseo nos incita a poseer… la repulsión al abandono… La emoción (trágica)… es estática. Paraliza y eleva la mente por encima del deseo y de la repugnancia”[18]
[1] Denominación que la “paciente número cero” de la historia del psicoanálisis –la famosa Anna O.- descrita por Breuer dio a su terapia. Cfr.Ellenberger. H., La scoperta dell’inconscio, Boringhieri: Torino, 1972, cpa. VII, p. 554. (Hay traducción española: Ellenberger, H., El descubrimiento del inconsciente, Gredos: Madrid, 1976)
[2] Jung, C.G., “Respuesta a Job”, en Obra Completa II, Trotta: Madrid, 2008
[3] Bleuer, E., Trattato di Psichiatria, Feltrinelli: Milán, 1967. (Hay trad. Española: Bleuer, E. Tratado de Psiquiatría, Espasa Calpe: Madrid, 1967) Bleuler intuye lo esencial cuando habla de ello como de una trágica disociación íntima (p. 537), mientras que a nuestro parecer se desvía del propio intento de clasificación psiquiátrica cuando hace de ello la base de un disturbio del funcionamiento mental. La ambivalencia nos parece, por el contrario, la base normal y originaria del funcionamiento psíquico.
[4] Jung, C.G., Símbolos de transformación, Paidós: Barcelona, 1982, caps. I y II.
[5] Freud, S., “Totem y tabú”, en Obras Completas XIII, Amorrortu: Buenos Aires
[6] He tratado este tema en Crecimiento y culpa, Anabasi: Milán, 1993.
[7] Jung, C.G., “Psicología y Religión”, en OC II… op.cit.
[8] Hillman, J. & Ventura, M., Cien años de psicoanalísis… y todo sigue igual. (We have had a hundred years of Psychotherapy and the World is getting worse) Sudamericana: Buenos Aires, 1995, trad. J. Collyer
[9] Cfr. Alvi, G., II secolo americano, Adelphi: Milán, 1996. La definición de siglo XX como “siglo americano” es atribuida a F.D.Roosvelt.
[10] Véase: Reale, B., Le macchie di Leonardo, Moretti & Vitali: Bérgamo, 1998.
[11] Los estudios sobre serial killers muestran que en diferentes casos el asesino ha preferido conscientemente una vida de presidiario o una muerte en las manos del verdugo al insostenible de una vida tan anónima de no poder ser jamás relatada (debo la información a un ensayo aún inédito de Carole Beebe Tarantelli)
[12] Jaffé., A., Der Mythus von Sinn, Daimon: Zürich, 1967
[13] Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, Alianza: Madrid, 1973
[14] El gran relieve de un libro aparentemente pequeño como Al di sopra del malato e della malattia de Guggenbühl. Craig está precisamente en el espíritu trágico –conmovedor pero no sentimental- con que describe la inevitabilidad de la presencia de la sombra en el análisis: que a pesar de esto, y precisamente por esto, conserva su sentido.
[15] Steiner, G., Morte della tragedia, Garzanti: Milán, 1961, sobre todo el cap, IX (Hay trad. Española: Steiner, G., La muerte de la tragedia, Azul: Barcelona, 2001)
[16] Por ejemplo en “Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico”, en Obras Completas XII, Amorrortu: Buenos Aires.
[17] Steiner, G., op. Cit.
[18] Joyce, J., Ritratto dell’artista de giovane, Newton: Roma, 1995, p. 209 (Hay trad. Española: Joyce, J., Retrato del artista adolescente, Alianza: Madrid, 1978)