El Mal es Incapaz de Sacrificio
Una Reflexión sobre el Misterio
del Mal en el Libro Rojo de Jung
Bernardo Nanté
En El libro rojo leemos que el 12 de enero
de 1914 tuvo una visión aterradora. Una joven mujer es atada por tres seres
demoníacos, dos de ellos están arrojados a su cuerpo y el más peligroso yace
debajo de ella. Este último tiene su cabeza inclinada hacia atrás y un hilo de
sangre corre por su frente pues la joven logró hincar el ojo de este diablo con
el anzuelo de una caña de pescar. Es evidente que querían martirizar a la joven
hasta la muerte, pero ella supo defenderse y pudo asir el “ojo del mal”. Y aquí
surge una gran enseñanza: si el diablo se mueve ella le arrancará el ojo, pero
el mal no es capaz de sacrificio y por ende no lo hace. Una voz le dice:
“El mal
no puede realizar un sacrificio, no puede sacrificar su ojo, la victoria está
con aquel que puede sacrificar”[1]
Estas
palabras proporcionan una clave fundamental para comprender El libro rojo no tiene como propósito
central especular sobre el mal, sino que su interés principal consiste en saber
cómo habérselas con él. En otras palabras, toda referencia al mal responde
directa o indirectamente a esta pregunta: “¿Qué
he de hacer, qué ha de hacerse con el mal en mi vida, en nuestra vida, en toda
vida?” Y aunque El libro rojo reflexione sobre el mal y a menudo lo aborde
–en apariencia- desde un punto de vista metafísico, se trata en última
instancia de un ejercicio del alma, en definitiva, de una labor ascética que
busca transformar el mal o, al menos, el lugar que el mal ocupa en la
existencia. Este es, por otra parte, el sentido propio de todo mito, es decir,
de toda historia simbólica que sólo “explica” para brindar una orientación y
cuya eficacia se mide por el modo de vida al cual conduce. Los símbolos, en
tanto “realidad psíquica”, son verdaderos más allá de si responden o no a una
“realidad en sí”. El criterio de verdad es su misma eficacia, su cualidad
transformadora, orientadora y, por ello, constituyen una suerte de “saber del
umbral”, pues presentan, por así decirlo, un rostro bifronte, con un lado
conocido junto a otro desconocido que sugiere o anticipa un camino.
Para Jung
el hombre contemporáneo vive en una grave crisis pues ha perdido la conciencia
mítica y carece, en particular, de un “mito acerca del mal”. En un ya célebre
pasaje de Recuerdos, sueños y pensamientos, leemos:
“El mal
se ha convertido actualmente en una potencia visible: una mitad de la humanidad
se apoya en una doctrina fabricada por especulaciones humanas; la otra mitad
enferma por falta de una situación de mito apropiado”.[2]
La
consecuencia más evidente de esta falta de mito apropiado del mal es la guerra,
cuyos principios psíquicos se gestan inadvertidamente en la profundidad de la
psique. Como es sabido, El libro rojo
está vinculado a las visiones que anticiparon a Jung el advenimiento de la
Primera Guerra Mundial y que comenzaron en octubre de 1913. Asimismo, la
“profecía de la guerra” no se detiene en el mero carácter premonitorio de las
visiones, sino en el hecho de que toda guerra es interior y la fuera física es
el resultado de una disociación no resuelta en la intimidad de la psique. Esta
idea se reitera en toda la obra posterior de Jung, ya sea anticipando desde
1932 la posibilidad de una nueva guerra por inadvertencia del carácter psíquico
de las catástrofes que nos amenazan, ya sea en sus últimos textos, en donde
Jung insiste que el hombre, merced al desarrollo de la técnica, recibe cada vez
más en sus frágiles manos energías divinas que pueden ser devastadoras si no se
toma consciencia de su carácter dual. Para ello, es menester descender al fondo
primitivo del alma, asumir las tinieblas, vivir el temor de lo primordial para
así acceder a la luz.
El mal es
tan poderoso como insondable es su misterio. En toda la obra de Jung el tema del mal gravita como mysterium magnum, como el meollo
impenetrable en torno al cual giran otras cuestiones capitales como, por
ejemplo, lo femenino. El misterio de la conjunción de opuestos suele tomar,
precisamente, el simbolismo de lo masculino y lo femenino; pero es evidente que
la “no dualidad” sugerida, por ejemplo, por la figura del andrógino no tiene
equivalente en el par “bien y mal”. Pareciera, sin embargo, que en el caso del
bien y el mal, los opuestos mantienen su carácter contradictorio e
irreductible: ¿No es acaso percibida como un “bien” la misma conciliación de
estos opuestos? Y, de ser así: ¿No debe concluirse –pese a la oposición de Jung
a la concepción de la privatio boni-,
que el mal carece en última instancia de “naturaleza”? Estas preguntas
permanecen abiertas, como horizontes en cuyos aparentes confines todas
cuestiones se dilatan ilimitadamente. El problema del mal o, mejor, el
“misterio del mal” atraviesa toda la vida y la obra de Jung; ya arrecia en sus
sueños infantiles, es tema central de obras tardías como Aion y Respuesta a Job y
es un leitmotiv de El libro rojo.
Adelantamos,
bajo el riesgo de esquematizar un texto que debe profundizarse en clave
simbólica, la idea central. El mal aparece en El libro rojo bajo una doble clave: por una parte, como todo
aquello que se opone complementariamente al bien y que, por ende, promueve una
conciliación y, por la otra, como todo aquello que se resiste a toda
conciliación de opuestos. En el primer caso, el mal funciona como un estímulo
para el bien, pone en movimiento como lo hace simbólicamente el “calor”; en el
segundo caso, por el contrario, su condición antagónica promueve la parálisis,
como lo hace el “frío”. A esta doble cualidad del mal responden, responden, respectivamente,
las figuras simbólicas de “Mefistófeles” y “Satán”.
“Mefistófeles
es Satán, arropado con mi serpentinidad. Satán mismo es la quintaesencia del
mal, desnudo y por eso sin seducción, ni siquiera inteligente, sino mera
negación sin fuerza convincente”.[3]
Lo antes
señalado puede comprenderse a partir del anuncio fundamental e inicial del
espíritu de la profundidad. Como es sabido, el espíritu de la profundidad toma
el entendimiento de Jung y lo pone al servicio de lo inexplicable, es decir, de
lo contrario al sentido. El espíritu de la profundidad lo saca la fijación unilateral
al “sentido” propio del espíritu de este tiempo, es decir, de aquellos
principios y valores que rigen la “conciencia colectiva”, y lo abre al
contrasentido, con la intención de que pueda elaborar una “fusión mutua”, si se
quiere , una “integración” entre sentido y contrasentido que da por resultado
el suprasentido, es decir, la imagen de Dios. Ahora bien, si Dios fue concebido
hasta ahora sobre todo como racional, bello y bueno; lo no racional, feo y malo será su contrasentido, y el suprasentido
será el Dios bueno-malo y bello-feo, su imagen más completa. El sinsentido es,
en cambio, la sombra del suprasentido, y surge cuando el sujeto se unilateraliza
en el sentido o en el contrasentido y se resiste a toda conciliación de
opuestos.
Así,
podría decirse que los dos modos del mal de El libro rojo se corresponden,
respectivamente, con el contrasentido (“Mefistófeles”) y con el sinsentido
(“Satanás”). Por consiguiente, abrirse al mal es el colmo de apertura al
contrasentido y una respuesta a la irreductibilidad del mal, como puro
antagonismo, propio del sinsentido. En otras palabras, “Querer el mal” es el
modo más eficiente de no caer en él.
“Mas
cuando quieres escaparle al mal, no creas un Dios, sino que todo lo que haces
es tibio y gris. Yo quise a mi Dios en gracia y desgracia. Por eso, también
quiero mi mal. Si mi Dios no fuera superpoderoso, entonces mi mal tampoco sería
superpoderoso. Pero yo quiero que mi Dios sea poderoso y que sea magnífico y
resplandeciente en demasía. Sólo así amo a mi Dios. En virtud del brillo de su
belleza saborearé también el fondo del infierno”. [4]
Así
pueden comprenderse más claramente estas palabras que surgen de una reflexión
inspirada de la visión consignada al inicio del presente escrito:
“Yo
quería el mal, porque vi que aún no era capaz de librarme de él. Y, debido a
que quería el mal, mi alma sostuvo en la mano el precioso anzuelo que habría de
asir el lugar vulnerable del mal. Quien no quiera el mal le falta la
posibilidad de salvar su alma del infierno”.[5]
El mal se
padece siempre y se lo “ama” secretamente. Estamos “atados” al mal sea a través
del amor (desde el contrasentido) o del odio (desde el sentido) y, por ello, el
mal funciona como un sinsentido. La respuesta al mal consiste en abordarlo
desde una aceptación, desde una entrega, desde un sacrificio que trasciende
amor y odio.
“Padeces
el mal porque lo amas en secreto y sin ser consciente de ti. Quieres evitarlo y
comienzas a odiar el mal. Y, por otro lado, estás atado al mal a través de tu
odio, pues aunque lo ames o lo odies, para ti sigue siendo lo mismo: estás
atado al mal. Al mal hay que aceptarlo. Aquello que queremos queda en nuestras
manos. Aquello que no queremos y que aún así es más fuerte que nosotros nos
arrastra consigo y no podemos detenerlo sin dañarnos a nosotros mismos. Pues
nuestra fuerza permanece aun entonces en el mal. Por lo tanto, tenemos que
aceptar pues nuestro mal, sin amor y sin odio, reconociendo que está ahí y que debe
tener su participación en la vida. Así le quitamos la fuerza de dominarnos” [6]
Pero, de
acuerdo con su obra teórica, esta negación del mal que caracteriza al hombre
occidental contemporáneo tiene para Jung sus raíces conceptuales en la doctrina
de la privatio boni.[7] Para
Jung tal doctrina es incompatible con sus observaciones y comprobaciones empíricas:
“Es
necesario concebir al mal con cierta sustancialidad cuando se lo encuentra en
el plano de la psicología empírica”.[8]
Y, en
otro pasaje, leemos:
“… el
psicólogo se arredra ante las afirmaciones metafísicas, pero debe, sin embargo,
criticar las fundamentaciones reconocidamente humanas de la privatio boni”.[9]
Esta
concepción demasiado optimista le preocupó no sólo por lo que él entiende son
sus consecuencias teóricas en el campo de la psicología, sino porque sus
consecuencias prácticas, observables en el contexto del tratamiento analítico y
en la conducta moral del hombre promedio, son verdaderamente perniciosas moral
y psíquicamente. En el “Prólogo” al libro de su amigo, el padre Víctor White, God and the Unconscious, [10] Jung
dio a conocer el hecho que originó su tesis antes señalada:
“Tuve que
tratar a un paciente, un hombre instruido, que se había complicado en toda
suerte de objetables prácticas de dudosa moralidad. Resultó ser ferviente
partidario de la privatio boni,
porque ella se ajustaba admirablemente a sus designios: el mal en sí mismo no
es nada, una mera sombra, una fútil y efímera disminución del bien, como una nube
pasajera que cubre el sol”.
Por otra
parte, ya en este texto Jung parece haber morigerado sus afirmaciones previas
sobre la ineptitud de la privatio boni,
tal como se evidencia en el siguiente pasaje:
“Estas
críticas son válidas únicamente en el campo empírico; por otra parte, en el metafísico,
el bien puede ser una sustancia y el mal mê
ón. No conozco dato empírico que pudiera acercarse, en lo más mínimo, a
semejante aseveración. Po lo tanto, en este punto el empirista debe guardar
silencio”. [11]
Sin
embargo, con el objeto de demostrar su tesis, dedicó un capítulo de Aion a
consignar y criticar numerosos textos de la Patrística desde Taciano hasta San
Agustin, en donde se niega la realidad del mal.
[12] Antes
que nadie parece ser Taciano quien representa el principio que más tarde se
formulará como Omne bonum a Deo, omne malum ab homine (“Todo bien
[proviene] de Dios, todo mal del hombre”). Del mismo modo, San Basilio el
Grande (330-379) señala:
“Pues ni
existe la maldad como algo viviente, ni consideramos que para ella haya una
esencia (ousían enhypóstaton). El mal
es una negación (stérêsis,
literalmente ‘despojamiento, privación’) del bien… Así el mal no descansa en
una existencia propia (en idía hypárxei),
sino resulta consiguientemente a la mutilación (pêrômasin) del alma”. [13]
La
publicación reciente del intercambio epistolar entre Jung y White, acaecida
entre los años 1945 y 1960, arroja una luz adicional sobre las preocupaciones
de Jung en torno a un tema tan arduo y, sobre todo, es un testimonio del
impacto que sobre un sacerdote católico de sólida formación teológica y de
profunda convicción religiosa produce la concepción junguiana de la realidad
(psíquica) del mal. En efecto, la
apertura del dominico inglés le cuesta la desconfianza de sus superiores y un
largo exilio en Estados Unidos. Sin embargo, la sintonía –aunque mediada por
controversias teóricas. Que White mantiene con Jung se rompe con la publicación
inglesa de Respuesta a Job. White había podido apreciar el texto en 1951 antes
de su publicación , si bien le expresó sus dudas respecto de si era oportuno
publicarlo. Volvió a leerlo en su versión alemana de 1952 y en una carta (5 de
abril) de ese año le admite que ilumina ángulos oscuros de las Sagradas
Escrituras y de su propia psique. No obstante, reconoce que aún no puede aventurarse
a realizar una reflexión sobre todo el contenido del libro. Tiempo después, en
1955, la obra se publica en inglés y White, expuesto a que sea leída por sus
colegas de Oxford, escribe una reseña en donde se entrelazan párrafos
equilibrados y otros claramente adversos en los que llega a poner en duda la
buena fe de Jung. Aunque el propio White corrige en una segunda versión esta
reseña, este hecho debilita la amistad y el intercambio epistolar cesa entre
los años 1955 y 1959. Jung vuelve a escribirle en 1960 cuando se entera de la
grave enfermedad del dominico. Allí le reitera su amistad y asimismo se lamenta
de ser, a menudo, una “petra scandali”
aunque tal parece ser su misión pues:
“…estamos
casi adormecidos. Se necesita algo de ruido para despertar a los durmientes”. [14]
Antes de
este desenlace, hacia 1953, el propio White le escribió a Jung, pues se le
había exigido al sacerdote la firma de un juramento antimodernista que lo
turbaba como teólogo y junguiano. En realidad , más allá de ese documento, este
hecho externo lo impulsaba a preguntarse si no debía abandonar su comunidad y
su vida de dominico. El propio I Ching describe
en ese entonces su situación crítica con el hexagrama 29, lo Abismal. En
efecto, White le escribe a Jung y le plantea si Cristo ya no es un símbolo del
sí mismo, pues es inadecuado y unilateral, y por otro lado la fe en Cristo debe
ser incondicionada, entonces no es posible predicarlo sin deshonestidad. En
otras palabras, la “Crítica a Cristo” es incompatible con el sacerdocio. La respuesta
de Jung no se hizo esperar; al inicio de una carta del 24 de noviembre de 1953,
escribe:
“Olvida
por una vez la dogmática y escucha qué tiene para decirnos la psicología en
relación con tu problema: Cristo como símbolo está lejos de ser inválido, si
bien es un lado del sí mismo y el Diablo es el otro”. [15]
Y, casi
al final de esa carta agrega:
“Cualquiera
sea tu decisión final, es necesario que antes tomas conciencia que permanecer
en la iglesia tiene sentido pues es importante hacer comprender a la gente qué
significa el símbolo de Cristo, pues tal comprensión es indispensable para un
desarrollo posterior […] La vasta mayoría de la gente está todavía en tal
estado inconsciente, que uno debería casi protegerlos del fuerte impacto de una
real ‘imitatio Christi’. Más aún,
estamos aún en el eón cristiano, amenazados por una completa aniquilación de
nuestro mundo”. [16]
Por
cierto, sólo en la firmeza de un polo es posible abordar el otro. Pero la
banalidad contemporánea vela una tensión de opuestos que aflora con intensidad
catastrófica e intención apocalíptica. Para ello, es menester dar cuenta de esa
totalidad paradójica que quiere realizarse a lo largo de todo El Libro rojo. Inevitablemente, ello se
realiza asintóticamente, pues aunque al mismo tiempo se transmute
cualitativamente (un kairós que
renueve el aión), persiste la
linealidad temporal (khrónos) y, con
ella, lo infinito cuantitativo, lo ilimitado que actúa como un residuo
irreductible.
Como ya
se dijo, el contrasentido, lo “otro”, se presenta a lo largo de todo El libro rojo como el mal que estimula
la conciliación de opuestos. Así, en el “Liber
Primus” el espíritu de la profundidad lleva al “yo” de Jung al desierto de
sí mismo (caps. I a IV), de allí al Infierno en donde debe matar al héroe solar
por la espalda (caps. V a VII), asumiendo el contrasentido en el plano
simbólico y logrando atisbar por primera vez un Dios que asume el bien y mal
(cap. VIII). Para hacerlo, necesita emprender el descenso al Infierno y así
lograr el ascenso:
“Reflexionad
con buen corazón acerca del mal, este es el camino hacia el ascenso. Antes del
ascenso, sin embargo, todo es noche e infierno”[17]
Todo ello
lo preparará para comenzar la integración de una Salomé ciega, de un eros
inferior, acompañada por Elías, un Logos superior (caps. IX a XI). En este
primer movimiento hacia el contrasentido, asesinando por la espalda al
“sentido” (Sigfrido) e incorporando lo femenino, se asume la serpiente, una
ulterior capacidad para integrar opuestos. Y podría decirse que esta “sabiduría
de la serpiente” es la que permite que el “yo” de Jung enfrente y hasta cierto
punto asuma, a lo largo del “Liber Secundus”, los desafíos que la otredad de lo
inconsciente le impone.
No
podemos detenernos en los detalles de este arduo y sutil tránsito que en buena
medida ya describimos en una obra anterior[18]. Basta
señalar, por ahora, que a principios del capítulo XXI, el último del “Liber
Secundus”, el “yo” recibe de Filemón la comprensión de la magia que torna
autoconsciente esa sabiduría de la serpiente adquirida y elaborada en el
pasado. La magia no es enseñable, va más allá de la razón, es incognoscible y
no se puede entender. La magia es la consciencia de la misma potencia de la
psique que abraza los opuestos y, por ello, es la que permite soportar y, a la
vez, integrar la contradicción. La profecía de la magia se cumple cuando se
asume esta potencia interior. Así, la magia es el camino hacia la “religión”,
hacia la profecía de la religión que devela al “dios venidero” y que deviene en
esa conciliación de lo que es aparentemente inconciliable. Es gracias a esta
comprensión que, por primera vez, puede hablarse de una cierta unión de Dios y
del Diablo. Pero en toda conciliación, hay algo que se sustrae de la potencia
que evita y combate la conciliación promoviendo una quietud es la propiamente
maligna, expresión de ese sentido del que hablamos más arriba. Dice Satanás:
“¡Conciliación
de los opuestos! ¡Igual derecho para todos y todo! ¡Locuras!”[19]
Por
cierto, “Escrutinios”, la tercera parte, sistematiza el tema del mal en los
“Siete Sermones a los muertos”. Los muertos vienen de Jerusalén porque no
hallaron lo que buscaban; son los cristianos que repudiaron su fe, pero no
fueron capaces de comprender el nuevo mensaje. Y si el principio es el Pleroma,
cuyas propiedades son todos los pares de opuestos que “no son” porque en él se
eliminan, en nosotros estos son efectivos porque están diferenciados. Aquello
que Jung denominara en su obra teórica posterior “proceso de individuación”
consiste en seguir el camino de la diferenciación dando cuenta de los opuestos
sin identificarse con ninguno. Por ello, el dios venidero toma la forma de
Abraxas, divinidad superior, por encima de Dios y del Diablo a la que nada se
le contrapone. Si el Pleroma tuviera una esencia, sería la de Abraxas. Y el
hombre está llamado a recrear al Pleroma en él mismo de un modo único e
irrepetible, es decir sin caer en el Pleroma. Por ello, el hombre toma de dios
(dios-sol) el Summum bonum y del
diablo el Infinitum malum y de
Abraxas la vida indeterminada que es la madre del bien y del mal.
Puede
comprenderse más claramente aquello que Jung escribió casi al final de su vida
en Recuerdos, sueños y pensamientos:
“En todo
caso, necesitamos una reorientación, es decir una meténoia. Si se habla del mal
existe el peligro de caer en él. Y ya no está permitido “caer”, ni siquiera en
el bien. Un supuesto bien en el que se cae pierde su carácter moral. No se
trata de que se convirtiera en mal, pero desencadenaría malas consecuencia por
haber caído en él. Toda forma de apasionamiento es mala, indiferentemente si se
trata de alcohol, morfina o idealismo.
Ya no
está permitido dejarse seducir por los términos antagónicos. El criterio del
proceder ético ya no puede consistir en que lo que se reconoce como “bueno”
posea el carácter de un imperativo categórico y que el llamado mal sea
incondicionalmente evitado. Mediante el reconocimiento de la realidad del mal,
el bien se clasifica necesariamente como la mitad de una oposición. Lo mismo
vale para el mal. Ambos juntos constituyen una totalidad paradójica”[20]
A partir
del desarrollo anterior se vislumbra qué significa “aceptar el mal”. En El libro rojo leemos:
“Padeces
el mal porque lo amas en secreto y sin ser consciente de ti. Quieres evitarlo y
comienzas a odiar el mal. Y, por otro lado, estás atado al mal a través de tu
odio, pues aunque lo ames o lo odies, para ti sigue siendo lo mismo: estás
atado al mal. Al mal hay que aceptarlo. Aquello que queremos queda en nuestras
manos. Aquello que no queremos y que aún así es más fuerte que nosotros nos
arrastra consigo y no podemos detenerlo sin dañarnos a nosotros mismos. Pues
nuestra fuerza permanece aún entonces en el mal. Por lo tanto, tenemos que
aceptar pues nuestro mal, sin amor y sin odio, reconociendo que está ahí y que
debe tener su participación en la vida. Así le quitamos la fuerza de
dominarnos”[21]
Como todo
misterio, el misterio del mal no puede resolverse, sólo horadarse. El tema del
mal cierra El libro rojo como un tema que permanece abierto. En la última visión
de “escrutinios”, Filemón se encuentra con una sombra azul, Cristo. La sombra
no parece comprender que no está en su propio jardín, en el mundo de los
cielos. Filemón le enseña que está en el mundo de los hombres, pero los hombres
se han transformado, ya no son esclavos, embusteros de los dioses o deudos de
Cristo, sino que conceden hospitalidad a los dioses. Y como le dieron
hospitalidad a su hermano Satán, al que rechazó en el desierto, ahora viene
Cristo, pues donde está uno está el otro. Y cuando la sombra acepta su carácter
serpentino, ya sea en su prefiguración en la serpiente de bronce o en su
descenso a los infiernos, le pregunta si sabe qué le trae. Filemón lo ignora,
sólo que el gusano trajo abominación y espanto. La sombra azul le dice:
“Te traigo
la belleza del sufrimiento. Esto es lo que necesita el que hospeda al gusano”[22]
Puede
suponerse, acaso, que tal belleza es por definición una condición crística.
Pues si el sufrimiento es una forma de sacrificio, irresistible para el mal,
que parece ser un atisbo de ese suprasentido, cuya formulación puede leerse
como en un espejo invertido en el gozoso sufrimiento del místico. Así en “La
llama de amor viva” de San Juan de la Cruz leemos:
“¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado!
Que a vida eterna sabe
Y toda deuda paga:
Matando, muerte en vida la has trocado”.
[1] Jung, CG., El libro rojo, El hilo de Ariadna:
Buenos Aires, 2010, “Liber Secundus”, cap. XII: “El infierno”, p.287
[2] Jung, CG., Recuerdos, sueños y pensamientos, Seix
Barral: Barcelona, 1981, p.336
[3] Jung, CG., El libro rojo, op.cit, “Liber Secundus”,
cap. XXI: “El mago”, p.324
[4] Jung, CG., El libro rojo, op.cit,, cap. XII: “El
infierno”, p.287 - 288
[5] Ib p. 288
[6] Ib, “Liber Secundus”,
cap. XI: “La apertura del huevo”, p.286
[7] Retomamos aquí Nanté,
B., “Jung y el problema del mal”, en El
hilo de Ariadna, Vol. I, 2008
[8] Jung, CG., Aion, Paidós: Barcelona, 1992, p. 54
(Aún no ha sido publicado en Obra
Completa 9/2, Trotta: Madrid. El pasaje corresponde al § 75)
[9] Jung, CG., Aion, op.cit, p. 60 (O/C 9/2, § 85)
[10] Jung, CG., Foreword, en White, V., God and the Unconscious, spring
publications: Dallas, 1982, p. XX (asimismo Prólogo al libro de Víctor White God and the unconscious”, en O/C II, § 457)
[11] Ibid, p, XXII (O/C II, § 459)
[12] Jung, CG., Aion, op.cit., cap.V: “Cristo, símbolo
del sí mismo” passim
[13] Ibid. , § 82
[14] Conrad Lammers A.
& Cunningham A. (eds), The Jung-White Letters, Londres y Nueva York:
Routledge, Philemon Series, 2007, p. 287
[15] Ibid., pg. 218
[16] Ibid., pg. 222
[17] Jung, CG., El libro rojo., op.cit, “liber Secundus”,
cap. VIII: “Concepción de Dios”, p.243
[18] Nanté, B., El libro rojoj de Jung. Claves para la
comprensión de una obra inexplicable, El Hilo de Ariadna: Buenos Aires,
2010, Véase en particular “Un mapa general del “Liber Novus”, pp. 229 - 243
[19] Jung, CG., El libro rojo, op.cit: “Liber SEcundus” cap. XI, p.328
[20] Jung, CG., Recuerdos, op.cit., pp. 333 y s.
[21] Jung, CG., El libro rojo, op.cit., Liber Seundus: “cap.
XI, p. 286