La palabra inesperada
El lenguaje de El libro rojo de Jung
Valentín Romero
Hace ya mucho tiempo que importantes investigadores de los símbolos universales y de los mitos sostuvieron que los acontecimientos fundamentales de la historia humana están determinados por lo que sucede en ese plano de la realidad. La historia en general, cuando no se limita sólo a la descripción de una suma de hecho concatenados, se esfuerza por establecer nexos causales entre un acontecimientos y otro –lectura por cierto completamente válida dentro del ámbito específico-, pero desatienden el trasfondo en donde se constelan las formaciones simbólicas que se plasman en la realidad concreta. Un estudio típico de este tipo de mirada de la historia lo encontramos sobre todo en la obra de Mircea Eliade Mito y Realidad [1]. A estos dominantes del alma humana Jung los llamó arquetipos.
Se abre así, entonces, todo un panorama nuevo ante nosotros. Jung supo vislumbrar que esto que se da a nivel colectivo es posible observarlo en la psique individual, en los procesos inconscientes que se despliegan en el trasfondo psíquico. Pudo advertirlo en su propia psique y en las psiques de sus pacientes. En ese sentido, los símbolos y relatos simbólicos –i, e, mitos-, poseen una autonomía propia ajena a la conciencia y se manifiestan a veces incluso a pesar de la misma. Pero lo importante aquí es que todo este mundo simbólico posee un carácter orientador para los individuos. Y hay más, pues al configurarse anticipadamente en este plano, la conciencia es capaz de anticiparse a ello, como le sucedió a Jung, por ejemplo, respecto de las visiones que tuvo sobre las Guerras Mundiales.
Es en el individuo en donde encontramos desenvolviéndose el mito de cada cultura, y es en el individuo mismo también donde él encuentra su propio mito, su mito individual con el cual participa de aquel mito mayor. Se ve entonces la relevancia que adquiere para un verdadero autoconocimiento del mito personal. Mito que, como decíamos, sabe orientar el viaje del navegante cuando se lo reconoce o irrumpe con psicopatologías individuales o estallido de masas para olvidarlo. ¡De ahí la importancia de los relatos simbólicos –hoy convertidos en entretenimiento vacuo- en las culturas tradicionales!
Jung mismo atestigua que en los momentos previos a escribir El libro rojo se dio cuenta que no sabía qué mito estaba viviendo, cuál era su ecuación personal que lo colocaba ante el mundo como un ser singular frente a otros individuos que buscaban vivir sus propias idas de acuerdo con el sentido que ella les tenía reservado. Necesitaba enterarse del propio mita para inicialmente vislumbrar el sentido de su vida y comprender que cada uno tiene que seguir su propio camino. “Me asaltaba el presentimiento de que el mito tenía un sentido que necesariamente echaría yo de menos si pretendiera vivir fuera de él en la niebla de la propia especulación. Me sentía acosado a preguntarme muy en serio: ‘¿Qué es el mito que tu vives?’ No podía dar una contestación a esta pregunta…. De ahí resultó naturalmente la resolución de aprender a conocer ‘mi’ mito… Era preciso, pues, que yo supiera qué mito inconsciente y preconsciente me había configurado, es decir, de qué rizoma provenía yo”[2].
Y precisamente eso es El libro rojo, su mito personal, cuyo contenido de ninguna manera puede reducirse a un anecdotario, a un diario –ni siquiera de su vida inconsciente-, sino que es su propia aproximación singular a la sabiduría de lo inconsciente, que lo transporta aún más allá del ámbito personal: desemboca en la historia espiritual de su tiempo y cultura, haciendo que lo individual converja con lo colectivo y el mito personal participe del mito universal.
Por eso es que la palabra y el lenguaje de esta obra tienen un valor especial.
La palabra inesperada
La crisis espiritual que experimentó –y que plasmó en El libro rojo- trajo aparejada a su vez una crisis del lenguaje que buscaba darle expresión. El lenguaje científico al que estaba acostumbrado no le servía para reproducir de la mejor manera posible lo que acontecía en las profundidades de su alma. De hecho, si hubiera intentado hacerlo, habría abortado lo que quería nacer en él. Debía dejarse hundir en el espíritu de la profundidad, como alguna vez él mismo dijo, para alcanzar su lenguaje y poder expresarlo.
“El símbolo es la palabra que sale por la boca, que no se pronuncia, sino que asciende como una palabra de la fuerza y de la necesidad desde la profundidad del sí mismo y se posa inesperadamente sobre la lengua. Es una palabra asombrosa y tal vez aparece irracionalmente, pero se la reconoce como el símbolo por el hecho de que es extraña al espíritu consciente” (El libro rojo, p. 311)
El estilo que usa surge de la espontaneidad propia de la experiencia en sí. Por eso, uno puede observar cómo va cambiando a medida que las experiencias se van sucediendo. Puede inferirse claramente que su diseño no fue premeditado, sino que más bien creció del experimento al que se sometió arduamente.
“Mi discurso no es claro ni tampoco oscuro, pues es el discurso de alguien que crece” (p. 314)
Lenguaje y vivencia son una y la misma cosa o, como ya señaló en la cita, la palabra aquí es símbolo, no sólo un mero discurso acerca de sus visiones y posibles interpretaciones. Estos símbolos se van desplegando conforme a la propia dinámica psíquico-espiritual a la que el “yo” se entrega.
Esto no quiere decir que haya sido producto de una improvisación, al contrario, hay un cuidado muy preciso en el uso del lenguaje. Si bien, en principio Jung es inspirado por el espíritu de la profundidad –mutatis mutandis un daimon-, en el extenso corpus publicado e inédito de Jung no hubo ningún otro texto que haya sido sometido a una revisión lingüística tan cuidadosa y continua como El libro rojo.
Pero el lector podrá apreciar en su recorrido por la obra que el valor de la palabra va variando de acuerdo a las circunstancias particulares que el “yo” de Jung atraviesa. Puede ser lo más despreciable como expresión del espíritu de este tiempo, dado que desorienta y confunde, y a veces petrifica el desarrollo de la personalidad –como veremos en el caso del anacoreta Amonio en los capítulos IV y V del “Liber Secundus”- o puede ser un verdadero símbolo, voz del espíritu de la profundidad, que pone en movimiento original actuando como palabra potente y transformadora, a veces maldita, otras redentora.
“De la boca sale la palabra, el signo y símbolo. Si la palabra es un signo, entonces no significa nada. Pero si la palabra es un símbolo, entonces significa todo” (p. 311)
Este doble juego de palabra lo encontramos expresado también cuando el “yo” de Jung se da cuenta en el capítulo “Nox tertia”, luego de un fuerte choque con la cosmovisión psiquiátrica en su aspecto más estrecho –y lamentablemente más común- que:
“Hay redes de palabras infernales, sólo palabras, pero ¿qué son las palabras? Sé parco con las palabras, elígelas bien, toma palabras seguras, palabras sin trampas, no enredes unas con otras, para que no surjan redes, pues tú eres el primero en quedar ahí enredado. Pues las palabras tienen significado. De las palabras extraes hacia arriba el inframundo. La palabra es lo más fútil y lo más fuerte. En la palabra fluyen lo vació y lo pleno juntos” (p. 299)
El libro se presenta con una serie de citas bíblicas. Una de ellas es Juan I, 14. Con ello, estamos ante la sugerencia desde el inicio del registro profético de su lenguaje: “Y la palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”. Hay que recordar que toda referencia, no sólo al Cristianismo, sino a toda tradición espiritual, está reelaborada de acuerdo al mensaje nuevo que trae esta obra. Además, ya adentrados en las visiones, nos será dicho que la palabra, el logos, hoy no ha de encarnarse sino espiritualizar el alma humana. Pero este carácter profético desencadena una aguerrida lucha interna entre las dos voces principales de todo el libro: el espíritu de este tiempo y el espíritu de la profundidad. En el medio, por cierto, se encuentra el “yo” que asume el desgarrador papel de conciliador de ambos embates.
En virtud de mi debilidad humana, el espíritu de la profundidad me dio esta palabra… Hablo porque si no lo hago, el espíritu [de la profundidad] me roba la alegría y la vida. Soy el siervo que trae la palabra, y no sabe qué es lo que lleva en su mano. Le quemaría su mano si no la pusiera allí donde su amo le ha ordenado que la coloque. El espíritu de este tiempo me habló y dijo: “¿Cuál podría ser la necesidad que te forzara a decir todo esto?... Lo que tú dices, eso es la locura” (p. 227)
Esta polémica menguará cuando el “yo” acepte escuchar la voz de su alma que clama desde la oscuridad, como dice el texto alquímico Aurora Consurgens[3]. Por otro lado, sutilmente se aprecia aquí también algo del “método” junguiano para entrar en términos con lo inconsciente, para facilitar el intercambio entre el “yo” y los aspectos disociados de la psique: permitir que surjan tales contenidos inconscientes antes de intervenir su flujo con consideraciones pertinentes al ámbito consciente, es decir, servir al espíritu de la profundidad aún desconociendo qué es lo que uno lleva en la mano. “Y ¿qué hicieron esos hombres para obtener el progreso redentor? Hasta donde yo puedo ver, no hicieron nada (Wu Wei) sino que dejaron suceder […] El dejar ocurrir, el hacer en el no hacer, el ‘dejarse’ de Meister Eckhart, me sirvieron de llave con la que logré abrir la puerta del Camino: Debe poderse dejar suceder psíquicamente.” [4] Si bien esta última cita es anacrónica, pues corresponde a años posteriores, luego de abandonar El libro rojo, es notable como ya en éste hubo intuido y aplicado –y conceptualizado en La función trascendente de 1916- lo que luego pudo apreciar en el autor taoísta y en el místico renano.
Uno estaría tentado a suponer que con este método las cosas se volverían más ligeras y amenas, que escuchando la voz del alma la vida se llenaría de alguna especie de júbilo o gracia… Hay momentos en la obra que el “yo” encuentra sosiego y quizá transitoriamente tales estados anímicos. Pero dialogando con su alma, esta le dice:
“Quién te da el pensamiento y la palabra? ¿Los creas tu? ¿Acaso no eres mi siervo, un receptor que yace frente a mi puerta y recoge mi limosna? ¿Y te atreves a pensar que eso que tú imaginas y dices podría ser sinsentido? ¿No sabes aún que eso provienen de mi y me pertenece? ‘ Mas yo grité lleno de enojo: ‘Pero entonces mi indignación también tiene que venir de ti, entonces te indignas tú en mí, en contra de ti misma’. El alma pronunció luego palabras ambiguas: “Eso es guerra civil”’(p. 239)
La situación psíquica del “yo” fluctúa constantemente a lo largo de todo el libro. A veces alcanza su acné incluso empujando a Jung a pensar concretamente en el suicidio. Mas. Luego de un gran esfuerzo por comprender la visión que lo puso al borde del abismo, escucha a su alma decirle la palabra redentora acorde a esa situación precisa:
“La verdad suprema es una y la misma con lo contrario al sentido. Esta palabra me salvó y, como una lluvia tras largo calor, se precipitó en mi todo lo que estaba extremadamente tensionado” (p. 250)
Otro momento de la palabra redentora lo encontrarnos cuando Jung tiene que afrontar el encuentro con un aspecto de su ánima, la cual se le aparece completamente frívola, vulgar y ridícula, personificada por una hija de un erudito encerrada en un castillo. Esta vez es él quien otorga la palabra que salva, en uno de los momentos acaso más conmovedores de la obra, cuando le reconoce existencia psíquica a la joven mujer.
“¿Qué puedes hacer por mi? Ya has hecho mucho por mi. Pronunciaste la palabra redentora al no colocar ya lo banal entre tú y yo. Sabe pues: estaba conjurada por lo banal” (p. 260)
Algo parecido sucede con el gigante Izdubar (caps. “Primer día” y “Segundo día”), a quien lo sana mediante “una palabra mágica” explicándole que su mundo corresponde al de las verdades interiores y que existe como una fantasía pero real, es decir, una fantasía con realidad psíquica que tiene tanta efectividad sobre la vida anímica como un hecho o cosa externa. Así puede llevárselo consigo y salvarle la vida.
Este último caso es paradigmático respecto del doble valor de la palabra redentora y maldita que anticipamos más arriba, puesto que en un comenzó, el encuentro y diálogo entre el “yo” e “Izdubar” produce sus efectos en ambos. El “yo” supo en cierta forma asimilar lo que el arcaico Izdubar le transmitió, pero cuando aquel le explicó la teoría heliocéntrica, que el lugar en la tierra donde el sol se pone no existe y por lo tanto jamás podrá alcanzar al astro, cae enfermo de muerte. Palabra maldita que envenena el alma del gigante. Sólo al comprimirlo en un huevo e incubarlo, logra salvarlo.
En esta etapa de ardor interno, se concentra la energía psíquica al máximo; se le dedican sendos encantamientos como una suerte de plegarias cargadas de palabras devocionales para acompañar la transformación. Además, tenemos una larga serie de imágenes de esta incubación incluidas en las páginas del libro (pp. 50-64), en las que puede apreciarse el huevo pasando de un ámbito a otro, quizá dando cuenta externamente de lo que sucede dentro del cascarón, hasta su final eclosión en un fogonazo feroz: la apertura del huevo y la renovación del dios.
En otra ocasión, una muerta le pide a Jung la palabra, el símbolo intermediario, una palabra que es “objeto” potente. Habla la muerta:
“Era de noche cuando fallecí, tú vives aún en el día, todavía tienes días, años por delante. ¿Qué comenzarás? ¡Dime la palabra, ay, que no puedes escuchar! ¡Cuán difícil!, ¡dame la palabra!” (p. 338).
Jung al final se la dará; la palabra es Hap, es decir, uno de los cuatro hijos de Horus, no de los custodios del principio vital de los órganos, que media y enlaza el sombrío mundo de los muertos y el mundo de los vivos.
La tensión que concentra la palabra nunca desaparece el todo, pues justamente allí reside su magia. Como Jano bifronte, como un “problema con cuernos”, la paradoja es puente y paso al otro lado.
“Si dices que el lugar del alma no existe, entonces no existe. Sin embargo, si dices que existe, entonces existe. Nota lo que los antiguos dijeron en la imagen: la palabra es acto de creación. Los antiguos dijeron: al principio fue la palabra. Contempla esto y reflexiona sobre ello. Las palabras que oscilan entre el sinsentido y el suprasentido son las más antiguas y verdaderas” (p. 234)
Aquí ya no se trata del “yo” debatiéndose por escuchar la voz de la conciencia colectiva (espíritu de este tiempo) o la del inconsciente colectivo (espíritu de la profundidad), sino que inmerso en esta última, ha de aceptar la paradoja, la ambivalencia[5] de su mensaje y sostener una tensión mayor aún: la co-existencia del suprasentido (integración estos dos espíritus) y su contracara, el sinsentido. O dicho en forma concreta: aceptar que ninguna palabra es definitiva y que no se la puede fijar a un solo significado, pues así se la apaga, se la identifica y se la usa para construir un nuevo discurso presa del espíritu de este tempo. Por eso la alusión al celebérrimo Juan I, 1: “En el principio existía la palabra” viene a poner en relieve justamente su poder creativo y renovador del sentido en el alma, poder que ha de ser comprendido pero nunca explicado. En ese mismo sentido es la comparación de la palabra con el grano de mostaza germinando en el vientre de una virgen (referencia implícita a Mateo 13, 31-32) al comienzo del capítulo VIII que lleva el sugestivo título “Concepción de Dios”. Es en lo ínfimo donde se concentra el germen de lo venidero a ser incubado, cuyo total desenvolvimiento acontecerá más adelante, como ya vimos, pero mutando el símbolo de esta semilla al huevo divino.
Otra serie de citas bíblicas respecto del valor de la palabra la encontramos al inicio del “Liber Secundus”, “Las imágenes de lo errante”. Allí Jeremías (23, 25-28) advierte sobre aquellos falsos profetas que hablan en nombre de Dios: “El profeta que tiene un sueño, que lo cuente, y el que tiene mi palabra, que la diga de verdad”. Estos versos marcan un claro contraste con el mensaje del “Liber Novus”, puesto que la novedad radica en que cada uno debe seguir su propia voz de la profundidad, sus propios sueños, sus propias imágenes de lo errante. El hombre debe dejar de ser oveja y rebaño, ya es hora que deje de ser niño y se convierta en adulto, siguiendo su propio camino sin imitar el de nadie, ni siquiera el de Cristo. Pero esto el hombre actual cree tenerlo muy en claro y se entrega a sus caprichos efímeros, sin saber que corre exactamente en sentido contrario. Intenta liberarse de todo lo que lo ata pero en el fondo no sabe para qué.
Sin duda alguna, el punto álgido de todo el libro respecto de la palabra lo podremos encontrar en la visión del anacoreta Amonio. Allí se nos aparece el tema tratado en detalle y hasta con cierta erudición –pero sin perder un ápice de vitalidad- al abordar la palabra en Juan y Filón de Alejandría, cuestión polémica en la historia de la Filosofía[6]. El diálogo transcurre en la línea del adoctrinamiento maestro (Amonio), discípulo (“yo”), aunque al final la relación en un sentido se invierte. Amonio le enseña al “yo” que las palabras tienen distintos de sentido, por eso él, solitario en el desierto, puede releer una y otra vez los Evangelios, porque siempre hay más por descubrir y por conocer.
“Cada palabra puede tener un efecto engendrador en tu espíritu. Y si finalmente has apartado el libro por una semana y luego lo vuelves a tomar después de que tu espíritu haya atravesado distintas transformaciones, entonces te alumbrará más de una nueva luz” (p. 266)
Pero después de saber esto, Amonio había sido un retórico y filósofo en Alejandría y le confesó al “yo” cómo hubo estado en aquel entonces obnubilado por el juego del lenguaje que distrae y desencamina:
“Disfrutábamos terriblemente las palabras y los nombres, nuestras propias criaturas miserables, y les adjudicábamos inclusive la potencia divina. En efecto, creíamos incluso en su realidad y suponíamos poseer lo divino y haberlo fijado en palabras” (p. 267)
Le advierte que el logos que Juan toma de Filón para su Evangelio no es un concepto muerto al que se le adjudica incluso la vida divina, como para éste último, sino que es un nombre para designar la “Luz” y al “Hijo del Hombre”. Pues, de lo contrario, lo muerto no adquiere vida y lo viviente es asesinado.[7]
“Clamas por la palabra que tiene un único significado y ningún otro, para escapar de lo polisémico sin límites. La palabra se convierte en Dios para ti, pues te protege de las incontables posibilidades de la interpretación. La palabra es magia protectora contra los demonios de lo infinito que desgarran tu alma y quieren esparcirla a todos los vientos. Estás salvado cuando finalmente puedes decir: esto es esto y sólo esto. Pronuncias la palabra mágica y lo ilimitado se conjura en lo finito. Por eso, los hombres buscan y crean palabras” (p. 268)
Exhorta a romper los muros de las palabras, a derribar dioses y profanar templos, ya que el hombre se aferra a ellas como si fueran reales, olvidando que en todo caso son vehículos que impulsan al alma hacia lo absoluto, no significantes determinantes de la vida humana. Por cierto, vemos aquí otra notable muestra de la actualidad de la obra en la crítica que el “yo” deja al descubierto, si se considera la orientación que tienen hoy las ciencias humanas.
“El dios de la Palabra es frío y muerto e ilumina de lejos como la luna, enigmática e inalcanzablemente. Deja que la palabra regrese a su creador, al hombre, así la palabra es elevada a él. Que el hombre sea la luz, el límite, la media” (p. 268).
El hombre debe abandonar la identificación con la palabra que es sólo luz y reconocer su propia oscuridad para que el logos ascienda hacia él e ilumine su oscuridad. Sólo así puede ejercer en el alma su poder salvífico.
“Honra a la oscuridad como a la luz, así iluminas tu oscuridad” (p. 268)
Luego, el “yo” falla al intentar elevar una plegaria, pero consigue en un sueño dentro de la visión al menos orarle al sol, a un escarabajo y a las piedras. Apenado, le confiesa a Amonio lo sucedido y éste lo consuela dando un paso más en la enseñanza que le está impartiendo, pues ya está operando en él una transformación. Le dice:
“No te preocupes por eso. Si no encontraste palabras, aún así tu alma ha encontrado palabras impronunciables para saludar al día naciente” (p. 270)
La palabra impronunciable, el silencio, la ausencia de toda expresión para referir a lo sublime. Una idea recurrente en toda Tradición y en los grandes hombres de la historia de la humanidad. Se advierte así la utilización de la palabra simbólica, la paradójica y el silencio como tres formas distintas de expresión y aproximación a lo absoluto.
Por último, hacia el final del libro, el mago Filemón dedica a una turba de muertos, que buscaban la redención que no lograron cuando vivos, una serie de sermones que fueron publicados con anterioridad a El libro rojo bajo el título Septem Sermones ad Mortuos (Siete Sermones a los Muertos). En estos sermones que ocupan gran parte de los “Escrutinios” asistimos acaso al mejor ejemplo de la potencia transformadora de la palabra. Luego de acabar los siete sermones, y tras ardua resistencia por parte de los muertos, alcanzan la redención y como humo se elevan al cielo. Se trata de un discurso que habla directamente a las almas errantes en el hombre, es decir, sobre aquello que en él no hubo alcanzado la completitud, abre la comprensión para la concepción de una imagen de Dios que abarque todos los opuestos.
Tres registros
Como señala la nota de los traductores de la versión inglesa, el lenguaje del “Liber Novus” sigue tres registros estilísticos diversos: descriptivo, conceptual y profético–mántico. Cada uno tiene sus propias características que los hace distinguibles uno de otro. El lector puede identificarlos en el texto además por la tipografía empleada. Esta forma de escribir en tres registros es muy marcada al comienzo del libro pero a medida que se avanza, estos comienzan a entremezclarse y ya no es tan fácil discernirlos. Las visiones se superponen a las reflexiones e inspiraciones, perdiendo su ordenamiento. A continuación, presentamos brevemente estos tres registros con los ejemplos pertinentes tomados del “LIber Primus”, cap. VII: Asesinato del héroe.
1. Registro descriptivo
Reporta fielmente las visiones, diálogos y vivencia de los encuentros imaginales del “yo” de Jung con los personajes, situaciones, lugares, etc. Es el ámbito del símbolo puro. En cierto sentido correspondería al hundimiento en lo inconsciente como respuesta al llamado de su alma.
“Mas, a la noche siguiente, tuve una visión: estaba con un joven en una alta montaña. Era antes del amanecer, el cielo oriental ya estaba claro. Entonces el cuerno de Sigfrido resonó sobre las montañas con sonido jubiloso. Allí supimos que vendría nuestro enemigo mortal […] Bajó osada y magníficamente sobre la roca escarpada y llegó al sendero estrecho, donde nosotros esperábamos ocultos. Disparamos simultáneamente y cayó herido de muerte. Acto seguido di la vuelta para huir y se precipitó una lluvia tremenda” (p. 249)
2. Registro conceptual
Este estilo se ocupa de realizar un comentario y reflexión sobre el sentido de la visión que permanece firme y discerniblemente conceptual. Está en relación con lo que anticipamos respecto del esfuerzo que debe hacer la conciencia para comprender lo que ha sucedido pero sin reducir la visión a lo ya conocido: el símbolo siempre implica algo nuevo, siempre obliga a un esfuerzo de comprensión y expansión de la conciencia. Correspondería al intento por parte del “yo” de asimilar e integrar el contenido psíquico que se consteló en la profundidad.
“Vivimos también en nuestros sueños, no sólo vivimos de día. Incluso consumamos nuestros más grandes actos en el sueño. Aquella noche mi vida estuvo amenazada, pues tenía que matar a mi amo y dios, no es un duelo abierto; pues, ¿qué mortal sería capaz de matar a un dios en un duelo? Sólo puedes alcanzar a tu dios con el asesinato por la espalda, si quieres superarlo. Esto, sin embargo, es lo más amargo para los hombres mortales: nuestros dioses quieren ser superados, pues necesitan la renovación. Cuando los hombres matan a sus príncipes, lo hacen porque no pueden matar a sus dioses y porque no saben que deberían matar a sus dioses en sí mismos” (p. 250).
3. Registro profético-mántico
Este último estilo tiene un tono más elevado, más lírico que el resto. Busca ampliar el sentido de las visiones por inspiración, por un dejarse llevar hacia ámbitos más amplios y poéticos que el registro conceptual, acaso más difusos que éste, pero más ricos. Correspondería con el intento de amplificación simbólica, es decir, la ampliación del sentido de los símbolos con un cierto margen de libertad.
“Cuando el dios se vuelve viejo, se convierte en sombra, en sinsentido, desciende a lo inferior. La verdad más grande se convierte en la mentira más grande; el día más claro, en la noche más oscura. Tal como el día supone la noche y la noche el día, así el sentido supone el contrasentido, y el contrasentido el sentido. El día no es por sí mismo, la noche no es por sí misma. Lo real, que es por sí mismo, es el día y la noche. Por lo tanto, lo real es sentido y contrasentido” (p. 250)
Estas variantes de estilo permiten que la experiencia visionaria de Jung pueda ser abordada desde todas las funciones psíquicas, comunican por todas las vías dadas a la conciencia para conocer tanto el mundo interno como el externo –es decir, las funciones pensar, sentir, sensopercibir e intuir, cuya base común la conforma la imaginación- las ideas, sentimientos, impresiones y captaciones inmediatas de su sentido.
[1] Eliade, M., Mito y Realidad, Labor: Barcelona, 1991
[2] Jung. C.G., Símbolos de transformación, Paidós:Barcelona, 1982, p. 17
[3] “Por eso he clamado desde la profundidad y desde el abismo de la tierra mi voz se dirige hacia vosotros, que pasáis por el camino” Aurora Consurgens, parábola VII: “Conversación del bienamado y bienamada”, traducción propia.
[4] Jung., CG., & Wilhelm, R., El Secreto de la Flor de Oro, Paidós: Barcelona, 2003, p. 34
[5] “La lengua que hablo tiene que ser ambigua o bien equívoca para hacer justicia a la naturaleza psíquica en su doble aspecto. Aspiro consciente e intencionadamente a la expresión equívoca, porque es superior a la univocidad y corresonde a la naturaleza del ser”, en Obra Completa D. “Epistolario”, Cartas II, pp. 283 y ss. Citado por S.Shamdassani en Jung, C.G., El libro rojo, El hilo de Ariadna: Buenos Aires, 2010, p. 244, n. 143.
[6] Para una introducción al tema cfr. Nante, B., El libro rojo de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable, el hilo de Ariadna: Buenos Aires, 2010, pp. 378 y ss
[7] “Hasta ahora no se ha observado con suficiente claridad y a fondo que nuestra época, a pesar del predominio de la irreligiosidad, está por así decir cargada con el aporte de al era cristiana, es decir, el ‘dominio de la Palabra’, de ese logos que representa la figura central de la fe cristiana. La palabra se convirtió literalmente en nuestro Dios y ha seguido siéndolo….”, en Jung., C.G., “Presente y futuro”, OC 10, § 554. Citado por S. Shamdasani en Jung C.G., El libro rojo… op.cit., p. 267, n. 47