UNA APROXIMACIÓN AL LIBRO ROJO
Enrique Galán Santamaría
“Liber Novus”. Primer Round
El conocimiento de Jung y de la
psicología analítica en nuestro idioma tiene su punto de inflexión en 1999,
cuando la Editorial Trotta inicia la publicación de Obra Completa. La esforzada labor de estos diez años ha
fructificado en la aparición de poco más de la mitad de sus 20 volúmenes. Si se
exceptúan los dos últimos, la bibliografía general (19) y los índices (20), aún
esperan salir a la luz los únicos textos que permanecen inéditos en español
(recopilados en el vol. 2, Investigaciones experimentales) y otros cinco
volúmenes, cuyo contenido se conoce gracias a las antiguas ediciones de otras
editoriales (Paidós, Edhasa, FCE). Los siguientes títulos en aparecer dentro de
la edición de la Obra Completa serán
el 13, sobre la representaciones alquímicas, y, a su tiempo, las obras
fundamentales sobre la psicogénesis de las enfermedades mentales (vol.3), Símbolos de transformación (vol.5), Tipos psicológicos (vol.6) y Aion (vol.9/2). Ultima la publicación de
Obra completa, es previsible que le
sigan los epistolarios y seminarios ya conocidos en otros idiomas.
En cuanto a la obra de autores
junguianos, bien contemporáneos de Jung (E. Neumann, M.L.von Franz, B.Hannah,
A. Jaffé, L. Fierz-David, J.Jacobi, L. Frey-Rohn, E.A. Bennet), bien
posteriores (E.Whitmon, J.Hillman, M.Woodman, M.Jacoby, R.Lopez-Pedraza,
A.Guggenbühl-Craig, V.Kast, L.Zoja, M.Stein) va siendo lentamente vertida al
castellano, y en breve la editorial Manuscritos pondrá a la venta Jung y los post-junguiano, de A.Samuels,
fundamental para orientarse en las distintas corrientes y los diferentes
autores de la psicología analítica. A ello hay que añadir la espléndida
presentación, hace ya años, por parte de A.Ortiz-Osés de los libros del grupo
Eranos, con la publicación de algunos de sus autores (K.Kerenyi, L., Massignos,
E.Otto, H.Corbin, G.Durand) por distintas editoriales. Por último, es justo
señalar a los autores que han ido desbrozando en nuestra lengua este campo (L.Sánchez
Granjel –antes incluso de la publicación los últimos libros de Jung- A.Váquez,
L., Montiel, A.Ortiz-Osés, N.Costa, B.Nanté, E. Eskenazi, M.J.Úriz, P.Quiroga,
P.Muñoz, J.Castillo)
He considerado conveniente recordar
el estado de la producción editorial alrededor de Jung y la Psicología
analítica en castellano, antes de referirme a la obra que motiva esta
recensión, una novedad internacional publicada a mediados de octubre del 2009
por la editorial Norton, simultáneamente en inglés, alemán y japonés: El libro rojo, el autoanálisis de Jung a
través de su imaginación activa entre los años 1913 y 1928. Un libro que con
toda seguridad permitirá ahondar en su obra científica y aclarar algunos
aspectos de su biografía.
Edición de El libro Rojo
La publicación de este libro se debe
al impulso de Sonu Shamdasani y a la capacidad de la Fundación Philemón
–heredera de la Fundación Bollingen-, que pretende publicar todos los inéditos
de Jung- las 10.000 cartas, los seminarios no editados hasta ahora, los cursos dados
en la Escuela Técnica Federal de Zúrich y otros documentos-, que se calcula
componen otros 30 volúmenes, que vendrían a sumarse a los 20 de la Obra Completa y los dos suplementarios
en la edición inglesa (Transformaciones y símbolos de la libido, Conferencias
Zofingia); ofrecer además una nueva traducción de esta versión, las Collected Works, debida al amigo de
Jung, R.F.C.Huyll, por descubrirse lagunas respecto de los textos originales y
algunas otras deficiencias; por último, una nueva edición de Recuerdos, sueños, pensamientos,
ampliada con el abundante material no utilizado por A.Jaffé. Una labor de largo
aliento planificada para ser realizada a lo largo de tres décadas y que
permitirá producir las Complete Works
of C.G. Jung en inglés y alemán. Las primeras entregas de esta labor (Philemon Series) la constituyen los
epistolarios Jung/White (2007) y Jung/Schmid-Gisan (2008) y, ahora, El Libro Rojo (2009), un facsímil de El libro rojo original, propiedad de la
familia Jung y cuya publicación fue decidida en el año 2000, con su
correspondiente transcripción y edición, ampliada con textos que no están
presentes en el original del facsímil.
El editor científico de esta obra,
Sonu Shamdasani, está adscrito al londinense Instituto Wellcome de historia de la
Medicina y es autor de obras ya fundamentales para la historia de la psicología
analítica. Tras editar en 1996 el seminario de Jung sobre el yoga kundalini, en
1998 responde adecuadamente en sus Cult
fictions al primer libro denigratorio sobre Jung de R.Noll (Jung cult),
publica en 2003 el clarificador Jung and
the Making of Modern Psychology – del cual Atalante Ed. quizá se haga cargo
de la versión española-, en 2005 Jung
Stripped Bare By His Biographers, Even, y en 2006, junto al historiador del
psicoanálisis M. Borch-Jacobser, Le
dossier Freud, además de diversos artículos referidos al desarrollo de la
psicología, el psicoanálisis y la psicología analítica. Su edición de El libro rojo está pensada por lo tanto
para la investigación histórica y ofrece claves para calibrar su importancia en
la constitución de la obra científica de Jung.
Con ello no hace sino confirmar lo
que Jung mismo dice en su póstumo Recuerdos,
sueños, pensamiento: “Todos mis trabajos, todo cuanto he creado
espiritualmente, parte de mis imaginaciones y sueños iniciales. En 1912 comenzó
lo que hasta ahora ha durado casi cincuenta años. Todo cuanto he hecho en mi
vida posterior está ya contenido en ellos, aunque sólo en forma de emociones e
imágenes”. Más adelante ratifica que “los años en que ya trataba de aclarar las
imágenes internas constituyeron la época más importante de mi vida, cuando se
decidió todo lo esencial. Entonces comenzó todo y las posteriores
particularidades son sólo complementos y aclaraciones. Toda mi actividad posterior
consistió en perfeccionar lo que brotó de lo inconsciente, y que comenzó
inundándome. Constituyó la materia prima para la obra de mi vida”. Esta materia
prima es El libro rojo recién
publicado.
Para su edición, Sonu Shamdasani se
sirve de todos los documentos disponibles: (1) “Volumen caligráfico”, iniciado
en 1915, aquí reproducido facsímilarmente en las 191 primeras páginas con el
título “Liber Novus”, compuesto de “Liber Primus” y “LIber Secundus”. (2)
“Libros negros”, el registro en seis volúmenes de la imaginación activa de Jung
entre 1913 y 1918, que constituye la fuente del caligráfico, el cual reproduce
algo más del 50% de los libros 2-5, correspondientes a 1913-1914. El periodo
1915-1916, reflejado en los libros 5 y 6, no aparece enel “Volumen
caligráfico”, pero sí en El libro rojo,
bajo el título de “Escrutinios”, (3) Borradores
de “Liber Novus” y de “Escrutinios”, tanto manuscritos como mecanografiados;
los relativos a “Liber Novus” están compuestos entre 1914 y 1915, siendo
corregidos a mediados de los años 20, y los compuestos en 1917 y 1918 son los
relativos a “Escrutinios”, ambos editados mecanográficamente por Cary Baynes
entre 1924 y 1925, en una (4) Transcripción,
otra de las referencias de Shamdasani, quien también se sirve de (5) dos copias
editadas del borrador de “Liber Novus”, una del manuscrito y otra del
mecanografiado, más otro material suplementario de Jung (diarios, cuadernos de
sueños, registros de pacientes o incluso su cartilla militar).
Para Shamdasani, conviene hablar de un
“Liber Novus” compuesto por cuatro partes: “Liber Primus”, “Liber SEcundus”,
“Escrutinios” y la torres de Bollingen, como “liber tertius” y “Liber quarto”,
respectivamente. Su temática es la misma: la relación del yo de Jung con esas
figuras internas que brotan de su inconsciente. En su introducción “Liber
Novus”: El Libro Rojo de C.G.Jung”,
Shamdasani ofrece los datos relevantes históricos, contextuales, biográficos y
profesionales que rodean la constitución y papel de esta obra de Jung, su
“experimento más difícil”, antes de relatar la historia de su formación, sus
contenidos, su papel en la obra de Jung, su papel en la obra científica teórica
y clínica de Jung, y el conocimiento y efectos en su entorno, el Club
Psicológico de Zürich en los años del Dadá.
Sirva esta larga cita de Shamdasani
para hacerse una idea general de este libro “Liber Novus”, presenta así una
serie de imaginaciones activas junto con el intento de Jung por comprender su
significado. Este trabajo de interpretación abarca un número de tópicos
relacionados entre sí: un intento de comprenderse a sí mismo y de integrar y
desarrollar los distintos componentes de su personalidad; un intento de
comprender la estructura de la personalidad humana en general, la relación del
individuo con la sociedad actual y con la comunidad de los muertos y los
efectos psicológicos e históricos del cristianismo, y además por captar el
futuro desarrollo religioso de Occidente. Jung discute muchos otros temas en el
libro, incluyendo la naturaleza del autoconocimiento, la naturaleza del alma,
las relaciones entre pensamiento y sentimiento y los tipos psicológicos, la
relación entre masculinidad y feminidad internas y externas, la unión de los
opuestos, la soledad, el valor de la erudición y el aprendizaje; el prestigio
de la ciencia; el significado de los símbolos y cómo han de entenderse, el
significado de la guerra, la locura divina y la psiquiatría, cómo debe ser
entendida hoy la imitación de Cristo, la muerte de Dios, el significado
histórico de Nietzsche, y la relación entre magia y razón”. Asuntos todos ellos
que el conocedor de Jung reconoce en su obra científica, pero tratados aquí
como reflexión personal de sus vivencias y emociones, expresadas mediante la
progresión dramática de personajes literarios que personifican su inconsciente,
ilustrada por una serie de dibujos muy cuidados que dan fe de los insights y emociones que desencadenarán
sus comentarios.
Descripción de “Liber Novus”
Creo que una somera descripción de la
estructura del libro facilitará la posterior inmersión en sus contenidos de
modo más detallado. El “Liber Primus”
lleva como título “El camino de lo venidero” y consta de once capítulos.
Iniciado en 1915 y escrito sobre siete folios de pergamino en dos columnas de
apretadas palabras formato que ilustra el texto, narra las experiencias
imaginales tenidas por Jung entre noviembre y diciembre 1913.
Comienza su prólogo con citas de
Isaías que hablan de un Dios futuro y la frase de Juan sobre la encarnación del
Verbo. Los cuatro primeros capítulos tratan de la búsqueda del alma en el
desierto, impulsado por el espíritu de las profundidades. Los cuatro siguientes
se ocupan del descenso a los infiernos, el asesinado del héroe y la concepción
del nuevo Dios. Los tres restantes traen a escena a Elías, con su ciega hija
Salomé y la serpiente, quienes acompañarán a Jung en el momento de su
sacrificio en la cruz, el cual devuelve la vista a Salomé. Aquí acaba la acción
dramática de este primer libro. Jung concluye en sus comentarios que “vacío
es el amor sin pensar, hueco el pensar sin amor” y que “vi un dios
nuevo, un muchacho que doma los démones [el prepensar y el amor] en su mano. El
Dios deviene a través de la unificación de los principios en mi”. Tal es la
buena nueva de Isaías y la seguridad en el Lógos
de Juan.
El “Liber Secundus” lleva por título
“Las imágenes de lo errante”. Ya está escrito directamente en el libro de gran
formato, papel idóneo y tapas de piel roja que Jung encargó para trabajar
parsimoniosamente en tales textos y dibujos, y al que adjuntó los folios de
pergamino. Consta de veintiún capítulos, que reproducen las fantasías del 26 de
diciembre de 1913 al 19 de abril de 1914. La imagen plástica cobra una mayor
presencia. Los capitulares imaginistas se hacen más complejos y hay 58 figuras
exentas, que Jung irá realizando a partir de 1918.
Las citas bíblicas que aparecen en
sus prólogo se deben a Isaías, que clama contra aquellos profetas “que quieren
hacer que todo mi pueblo me olvide con los sueños que cada una cuenta”. En los
seis primeros capítulos van apareciendo una serie de personajes –el rojo
diablo, el erudito con su hija, el humilde, el anacoreta, el muerto- que
cierran un ciclo. Los cinco siguientes son de renovación y crecimiento,
centrados en la figura de Izdubar y los encantamientos. La acción durante los
cinco capítulos posteriores transcurre entre el Infierno, el sacrificio y
locura. Los cinco que les siguen son celebratorios –despertar, profecías, el
don de la magia- pero acaban en la cruz. El largo capítulo final está centrado
enteramente en Filemón y consta de varios apartados. De ahí Jung concluye que
“tengo que recuperar un pedazo de Edad Media en mi. Recién hemos terminado la
Edad Media en otros. La piedra angular es estar solo con uno mismo. Este es el
camino”. Ese camino de lo venidero que se iniciaba en “Liber Primus”.
En cuanto s “Escrutinios”, comienza
con fantasías fechadas en “Libros negros” el mismo día en que acaba el libro
anterior –al día siguiente abandona la Asociación Psicoanalítica Internacional
y su presidencia- y que terminan en julio de 1917, con una cesura de año y
medio (junio de 1914 – diciembre 1915). Sin estar organizado en capítulos, sino
en quince apartados establecidos por Shamdasani, en los dos primeros asistimos
al feroz ataque autocrítico de Jung a su yo y en los tres siguientes vemos
reaparecer a Filemón, quien le ayuda con las demandas que le hacen los muertos.
Los apartados 6 a 123 reproducen los Septem
sermones ad mortuos, publicados en edición privada en 1916, pero que aquí
se acompañan de las respuestas de Filemón a las preguntas de Jung. En el
apartado 134 se produce un encuentro con la muerte. El penúltimo apartado,
agregado en 1959, hace aparecer de nuevo a Elías y Salomé, que le abrieron la
vía. En el último, Filemón conversa con una sombra azul que representa a
Cristo.
Capítulos y apartados de “Liber
Novus” presentan, en una primera parte, las imaginaciones y, en una segunda,
resaltada en la edición por signo [2], los comentarios al respecto. El estilo
es distinto en ambas partes, literario y dramático en la primera, ensayístico
personal, más conceptual en la segunda y, en el caso de los himnos y
encantamientos, con un tono enfático, escritos en el “Volumen caligráfico” con
una letra mayor y a veces enmarcados, y que vienen reproducidos en cursiva en
el texto de la transcripción y traducción.
Esta edición cuenta además con tres
anexos (A, B y C). El primero ofrece una serie de bocetos de mandalas y alguna
capitular de la versión caligráfica, además del boceto del primer mandala
elaborado por Jung, en el que se representa el Systema Munditotius que surge de Septem sermones ad mortuos, y este mismo mándala ya elaborado, tal
como fue publicado anónimamente en la revista Du en 1955. El apéndice B reproduce comentarios de Jung en lenguaje
científico acerca de Elías y Salomé como Logos
y Eros. El último tomado de “Libro negro 5”, se refiere al Sistema Munditotius.
Las notas de Shamdasani, además de
situar las fuentes de citas bíblicas u ofrecer guiños culturales, señala las
obras de Jung donde puede encontrarse el desarrollo científico de las
intuiciones que ahí aparecen, la literatura secundaria pertinente y, en muchos
casos, la continuación a esos textos en los “Libros negros” o las variaciones
entre éstos y el “Volumen caligráfico”. Puede decirse que la soberbia edición
de Shamdasani desbroza varias vías de la investigación posterior.
Trama de “Liber Novus”
Sería ridículo reducir una obra tan
sugerente como esta a su mera acción dramática, pues lo que se ventila es la transformación
personal y profesional de Jung en su edad mediana. Pero creo que es conveniente
seguir de algún modo de hilo de la peripecia psíquica para conocer a algunas de
esas figuras que le salen al paso en la inmersión en su inconsciente. Figuras
que suelen entrar en contacto con él mediante preguntas y que no se ahorran
muchas veces un alto grado de condescendencia y conmiseración en el trato con
este intruso del ámbito de la conciencia, al que en multitud de ocasiones
tratan con bastante paciencia.
“Liber Primus”
Jung parte de una reivindicación del
espíritu de las profundidades, que “Me quitó la fe en la ciencia”, frente a un
espíritu de los tiempos al que califica de “desmedido” y obsesionado por la
“utilidad y el valor” de las cosas, frente al cual busca ese “suprasentido” que
une sentido y sinsentido y nunca muere. Contra esa conciencia colectiva, Jung
comunica a sus imaginarios “amigos” que “el camino está en nosotros, mas no en
los dioses, ni en las doctrinas, ni en las leyes. En nosotros está el camino,
la verdad y la vida”.[i]
Estas palabras del prólogo, que
prepara al periplo de “Liber Primus”, están escritas más de un año después de
la experiencias que en él se relatan, iniciadas en el primer capítulo, “El
reencuentro con el alma”. En él, Jung escribe que “el espíritu de la
profundidades me obligó a hablarle a mi alma, a llamarla como a un ser viviente
y existente en sí mismo”. Por eso, al caer en la cuenta de que había perdido su
alma, exclama: “Alma mía, ¿Dónde estás?”. Para ello cuenta con los sueños, a
los que, en el segundo capítulo, “Alma y Dios”, considera “las palabras
rectoras del alma”. En el capítulo siguiente, “Sobre el servicio al alma”,
sigue llamando a su alma: “He de brindarme por entero a tu mano, pero ¿quién
eres tú? Tengo que aprender a amarte”. El espíritu de las profundidades le
recomienda: “Mira en tu profundidad. Reza a tu profundidad, despierta a los
muertos”. Consigue así contactar por fin con su alma en el capítulo siguiente,
“El desierto” y la primera palabra que proferirá su alma es: “Espera”. Más
adelante responde a las palabras de Jung sin contemplaciones: “Me hablas como
si fueras un niño que se queja con su madre. No soy tu madre”. Y ante la
actitud inquisitiva de Jung le recuerda que “El camino hacia la verdad sólo
está abierto para el que carece de intenciones”.
Establecido el contacto, Jung
continúa su peregrinar, que le lleva en el siguiente capítulo, “Viaje infernal
hacia el futuro”, a una caverna. En Recuerdos,
sueños, pensamientos se refiere a este momento como “el primer paso” en su
camino. En esa caverna, donde entra vadeando un agua oscura y helada, escucha
voces chillonas en el silencio y vislumbra una piedra que desprende una luz
roja. Al levantarla, descubre una corriente de agua que arrastra al cadáver de
un joven rubio con la cabeza sanguinolenta, seguido de un escarabajo negro. Al
final de la corriente ve un sol rojo, velado por miles de serpientes en
movimiento, que al ponerse transforma las aguas en sangre. De esta visión Jung
concluye que “soy víctima de mi pensar”. El héroe rubio debe morir. “La
profundidad y la superficie deben mezclarse para que nazca una vida nueva”. Aún
tendrá que elaborar estas conclusiones en el capítulo posterior, “La escisión
del espíritu”. En él, comprende que “viajar al infierno quiere decir convertirse
uno mismo en infierno. Me parece que soy una forma animal monstruosa por la
cual he trocado mi humanidad”. Y mientras el espíritu de las profundidades le
dice “Baja a tu profundidad, ¡Húndete!”, su alma le espeta, imperiosa, “menos
palabras”, y le dice crudamente acerca de lo que está viviendo: “eso es guerra
civil”. Jung ha comprendido: “Había guerra civil en mi. Yo era para mí mismo
asesino y asesinado”.
Un sueño posterior se lo hará aún más
evidente. En él se ve, junto a un acompañante oscuro, en un paisaje montañoso
donde tienden una emboscada a Sigfrido, quien se anuncia haciendo sonar su
cuerno de caza. Le disparan y dan muerte. Jung entiende que “tenía que matarme
a mí mismo”, en concreto su pensamiento. En este capítulo, “Asesinato del héroe”,
el espíritu de la profundidad le tranquilizará: “La suprema verdad es una y la
misma con lo contrario al sentido”. Esta revelación da paso a una visión
beatífica, en la cual aparecen formas vestidas de seda blanca iluminadas por
luces rojizas, azuladas y verdosas evolucionando por un alegre jardín. Un pensamiento se abre paso
entonces en su mente: “El sentido es un instante y un traspaso de contrasentido
a contrasentido, y el contrasentido sólo un instante y un traspaso de sentido a
sentido”.
El asesinato del héroe, aquél a quien
necesitan los hombres paralizados para imitarle en aras de una pretendida
perfección, permite concebir a un nuevo Dios, relativo, enemigo de la
perfección, un nuevo Dios “que fuerza al hombre a través de sí mismo”, un Dios
ambiguo que une Cielo e Infierno, dado que “la ambigüedad, sin embargo, es el
camino de la vida”. Es lo que da a entender su alma en este capítulo,
“Concepción de Dios”, cuando se dirige a Jung para decirle enigmática que “la
palabra que fue concebida en el vientre de una virgen, se convirtió en un Dios
a quien la tierra está sometida”.
El capítulo siguiente, “Mysterium. Encuentro”, presenta una
novedad radical. Frente a las voces del alma y el espíritu de la profundidad,
surgen figuras humanas: Elías y su ciega hija Salomé, acompañados por una
serpiente. Elías se muestra inflexible ante los intentos de Jung de hacer de
ellos un símbolo: “Nosotros somos reales y no símbolos”, y él debe obedecer, a
pesar del terror que le produce Salomé, quien decapitó a Juan el Bautista y no
deja de hablarle de amor: “Tú me amarás. ¿Me amas? Te amo”. Elías, al decirle a
Jung que “mi sabiduría y mi hija son una”, le pone sobre la pista: “Ella amó al
profeta que anunció al mundo el nuevo Dios”. Asustado ante esta adscripción que
no desea para él, la mente razonante de Jung sólo retiene que “el prepensar
necesita placer” y que “la serpiente es la esencia terrenal del hombre”. Aún
deberá comprender más y pasar por la prueba definitiva.
Esa mayor comprensión se produce en
el capítulo que sigue, “instrucción”, en el que Jung asume que “estoy
extraviado en mi incertidumbre”. Salomé le intentará aclarar qué se está
cociendo: “Elías es tu padre y yo soy tu hermana”. Al preguntar Jung quién es
la madre, Salomé responde que la madre de Cristo, María. Jung tiembla ante esta
identificación sacrílega que niega como puede, tranquilizándose al pensar que
“si el prepensar y el placer se unifican en mi, entonces surge de eso un
tercero, el hijo divino, el cual es el suprasentido, el símbolo, que se convierte
en mi amo y soberano infalible. Mi yo no abarca mis pensamientos”. Así,
entregado a lo que le revelan sus figuras internas, experimenta en el último
capítulo, “Resolución”, el significado de esa identificación con Cristo que
Salomé explicita con su “tú eres Cristo”. Un Cristo leontocéfalo crucificado y
estrujado por la serpiente hasta desangrarse. Sangre que al ser enjugada por
Salomé con su cabello, obra en ella la transformación: “He visto la luz. Tu
obra aquí está cumplida. Vendrán otras cosas. Busca infatigablemente y, sobre
todo, escribe fielmente lo que ves”. Jung extrae las correspondientes
conclusiones: “El Misterio me mostró en la imagen lo que luego habría de vivir.
No poseía ninguno de aquellos bienes que me mostraba el misterio, sino que aún
tenía que adquirirlos todos”. Comienza entonces su segunda andadura.
“Liber Secundus”
“La puerta del Misterio está cerrada
detrás de mí. Espero, sin saber lo que espero”. Así comienza el primer capítulo
de este segundo libro, “El Rojo”. No tardará en ver acercarse desde la lejanía
un caballero pelirrojo vestido de rojo. Piensa inmediatamente que se trata del
Diablo. En el diálogo que tiene lugar, el recién venido, frente a las
pretensiones de Jung al decirle que “espero que algo de la riqueza del mundo
que no vemos quiera venir hacia mi”, muestra su faceta mefistofélica: “Qué
clase de tipo supersticiosos eres que en seguida piensas en el Diablo? Eres
supersticioso y demasiado alemán. Tomas exactamente al pie de la letra lo que
dicen las Santas Escrituras. Tu seriedad huele a fanatismo. Respondes como un
sofista, miras al cristianismo desde fuera y lo aprecias históricamente. ¿No me
reconoces, hermano mío? Soy la alegría.
En las reflexiones que siguen, Jung
ejerce de psicólogo e intuye que “seguramente este Rojo era el Diablo, pero mi
diablo, mi alegría, la alegría de lo serio. Discutí seriamente con mi diablo y
me comporté con él como con una persona real. Esto he aprendido en el misterio:
“A tomar personal y seriamente a aquellos vagabundos desconocidos que habitan
en el mundo interior, ya que son reales porque actúan”. Comprende que el trato
con este “adversario, tu otro punto de vista” no consiste en pasarse a su campo
o convertirse en él, sino que “es precisamente la religión el terreno en el
cual se puede llegar a un entendimiento con el Diablo”, y por lo tanto “es
inevitable mantener con el Diablo una conversación sobre religión”.
Sigue su camino hasta perderse y
llegar, en el segundo capítulo, “El castillo en el bosque” a un antiguo
castillo situado en el centro de un oscuro pantano. En él habitan un anciano
erudito que trabaja afanosamente en su biblioteca, “como si él mismo in persona tuviera que representar
responsablemente el proceso de la veracidad científica”, con su hija, a quien
primero imagina rubia, pálida de ojos azules, como una “insulsa idea de
novela”, y que luego conocerá cuando ella irrumpa repentinamente en la puerta
del cuarto en que se encuentra y le pregunte: ¿llegas finalmente?. Jung duda de
no estar preso de una fantasía vulgar, pero ella replica indignada:
“Desafortunado, ¿cómo puedes dudar de mi realidad? Yo soy la hija del viejo. Él
me mantiene aquí en insoportable cautiverio por amor, pues yo soy su única hija
y el fiel retrato de mi madre tempranamente fallecida”. “¿No es esto una
banalidad infernal?”, piensa Jung, aunque prefiere dejar a un lado esa idea y
decir: “Mi querida niña, pese a todo quiero creerte que eres real ¿Qué puedo
hacer por ti?”. “Qué puedes hacer por mí? Pronunciaste la palabra redentora al
no colocar ya lo banal entre tú y yo. Estaba conjurada por lo banal”.
Jung está maravillado: “¡Oh, esta
belleza del alma! Verla descender hacia el mundo inferior de la realidad. ¡Qué
espectáculo!”. La joven no se deja engatusar: “Sé sensible, amigo mío, y ahora
no tropieces aún sobre lo fabuloso, pues el cuento de hadas es sólo la abuela
de la novela y aún más universal que la novela más leída de tu época. Lo que
corre hace milenios por la boca de toda esta gente es, en efecto, lo más
masticado, pero también lo que está más próximo a la más alta verdad humana.
Por lo tanto, no dejes que lo fabuloso se interponga entre nosotros. Lo
fabuloso no habla en contra, sino a favor de mí y comprueba cuán universalmente
humana soy”. Jung, que se ha sentido agraviado y herido en su dignidad porque
el erudito no ha condescendido a tener con él una conversación académica, ahora
está cautivado: “Rara muchacha, eres desconcertante. En ti encontré algo mucho
mejor. Eres inusual”. “Te equivocas, soy muy usual”, replica ella. “No puedo
creer eso. Dichoso y envidiable el hombre que te liberará”, insiste Jung. “¿Me
amas?”, le pregunta ella entonces. “Por Dios, te amo, pero lamentablemente ya
estoy casado”. Ves, la realidad banal es incluso un redentor. Te agradezco,
querido amigo, y te mando un saludo de Salomé”, se despide irónica la hija del
sabio.
De este diálogo extraerá Jung
conclusiones de largo alcance para su obra posterior. En primer lugar, que
“necesitas conocer tus límites. Si no los conoces, entonces chocas con las
barreras artificiales de tu presunción y de la expectativa de tus prójimos.
Nunca se los conoce por anticipado, sino que se los ve y se los comprende sólo
cuando se los alcanza. Pero esto también te sucede sólo cuando tienes
equilibrio. Mas el equilibrio sólo lo alcanzas por el hecho de alimentar tu
opuesto”. En este caso, se trata de la contraparte sexual, pues “el varón más
masculino tiene un alma femenina y la mujer más femenina tiene un alma
masculina. El ser humano es masculino y femenino, no es sólo varón o sólo
mujer. Como varón no tienes alma, pues ella está en la mujer; como mujer no
tienes alma, pues ella está en el varón. Pero si te vuelves humano,
entonces el alma viene a ti”. En segundo lugar, que el “mundo interior es
verdaderamente infinito y en nada más pobre que el mundo exterior. El
hombre vive en dos mundos. Un loco vive aquí o allá, pero nunca aquí y
allá”. En tercer lugar, que “todo lo odioso y todo lo repugnante es tu propio
infierno. Tu propio infierno está hecho de todas las cosas que siempre echaste de
tu santuario. Cuando ingreses en tu infierno, nunca pienses que llegas
como alguien que padece la belleza, sino que vienes como un estúpido tonto y
curioso, y admiras las migajas que han caído de tu mesa. El infierno tiene
niveles”.
El siguiente capítulo, “Uno de los
inferiores”, nos muestra a Jung caminando ayudado de un bastón por un paisaje
nevado, cuando de pronto se le une un vagabundo tuerto, sucio y pobremente
vestido, con cicatrices en su rostro. Le cuenta su historia mientras buscan
alojamiento. Perdió el ojo peleando por el amor de una mujer que había tenido
un hijo ilegítimo con otro, dando con sus huesos en la cárcel. Considera a los
granjeros uno patanes y adora la vida urbana, con sus cines, donde “se ve todo
lo que sucede en el mundo”, mientras Jung piensa que “los milagros de hoy son
simplemente menos místicos que técnicos”. Este hombre surgido de la nada muere
durante la noche entre vómitos de sangre. Tal aventura con lo más común de lo
humano lleva a Jung a caer en cuenta de que esa “noche me llegó el conocimiento
de la muerte. Se supera la muerte a través de la superación de la vida común. El
alma se disolvió en la muerte”.
Los dos capítulos siguientes, “El
anacoreta. Dies I” y Dies II”, ponen en escena a un personaje
poco común, un anacoreta al que Jung descubre en el desierto de Libia siguiendo
unos pasos en la arena. Jung aborda respetuosamente, llamándole “padre”, a este
solitario meditador para quien los diez años que lleva allí han pasado en un
suspiro. Amonio, como luego sabremos que se llama, le cuenta a Jung que “antes
de familiarizarme con el cristianismo, yo era un retórico y filósofo en la
ciudad de Alejandría. Muchos estudiantes concurrían a mi, entre ellos muchos
romanos; también entre ellos algunos bárbaros de Galia y Bretaña. No sólo les
enseñaba la historia de la filosofía griega, sino incluso los sistemas más
nuevos entre ellos también el sistema de Filón, que nosotros llamamos el
Judío”. La conversación que mantienen gira naturalmente alrededor de las
Escrituras y el cristianismo. Los comentarios de Jung le parecen al anacoreta
puerilidades propias de un pagano, a pesar de las protestas de aquél, que hace
gala de sus conocimientos. Y tras recordarle que los significados surgen de las
varias lecturas de un libro, le dice tajante: “Guárdate de ser un esclavo de
las palabras”.
Esta conversación espolea a Jung,
quien reflexiona al respecto “¿Qué me ha dicho Amonio? Que las secuencias de
palabras serían polisémicas y que Juan había llevado el Logos al hombre. Esto, en efecto, no sueña realmente muy cristiano.
¿Es quizá un gnóstico? No, eso me parece imposible, pues ciertamente ellos
fueron los peores idólatras de la palabra”. Las dudas le llevan al día
siguiente de nuevo junto a él: “Ten paciencia, maestro, y déjame beber de la fuente
de su sabiduría”. Amonio le cuenta entonces su encuentro con otro sabio que le
introdujo en las verdades del cristianismo: “Dios se ha vuelto carne en su hijo
y nos ha traído la salvación a todos”. Amonio intenta comprender este mensaje
en sus propias categorías, refiriéndose a Osiris como el salvador. Horus como
el hijo del dios, Set como el castigado y vencido. Pero su maestro no ceja en
su verdad sobre el hombre Jesús, el ungido, el Hijo de Dios nacido de una
virgen judía y resucitado al tercer día de su muerte, y acaba convenciéndole.
Jung interviene: “Pero, ¿no crees que al final el cristianismo podría ser, por
cierto, una reconfiguración de vuestras doctrinas egipcias?” Responde Amonio:
“Es un error creer que las religiones en su esencia más íntima son diferentes.
Si se considera fundamentalmente, es siempre una única religión. Cada forma de
religión subsiguiente es el sentido de la precedente”. Jung ha comprendido el
primer día que “en el desierto el solitario está eximido de toda preocupación,
y por eso toda su vida se dirige a los jardines florecientes de su alma, que
sólo son capaces de prosperar bajo un sol ardiente”; y el segundo día, entre
otras muchas cosas, que “la inconmensurable plenitud y el
inconmensurable vacío son uno”. El capítulo siguiente, “La muerte”, va
a poner fin a un ciclo. En él, Jung camina por la playa hasta encontrar a un
hombre sentado en la última duna. Lleva un abrigo arrugado y mantiene inmóvil
su mirada seria y profunda fija en la lejanía. Acepta que el caminante se siente
a su lado y le dice: “Puedes quedarte conmigo si no sientes frío. Ya lo ves,
soy frío y nunca me latió un corazón aún”. “Moreno, dime, ¿esto es el final?”,
le pregunta Jung en un momento dado. “Mira”, -le responde su interlocutor- “un
mar de sangre se hace espuma a mis pies. Sangre y fuego se mezclan en una bola,
una luz roja irrumpe desde su envoltura humeante, un sol nuevo asciende, se
escapa del mar sangriento y rueda ardiendo hacia la profundidad más profunda
desapareciendo bajo mis pies. Miro a mi alrededor. Estoy solo. Ha caído la
noche.”
Soledad, oscuridad, muerte. “¡Cuánto
necesita de la muerte nuestra vida! La alegría por las cosas más pequeñas recién te llega cuando has
aceptado la muerte. Cuando acoges la muerte en ti, entonces es
ciertamente como una noche escarchada y un inquietante presentimiento. La
muerte madura. Me dispongo a vivir mi segunda hora de nacimiento”.
La antigua vida toca a su fin. Por
eso el capítulo que viene a continuación, “Los restos de los templos
tempranos”, se inicia avisando que “otra vez apareció una nueva aventura”. En
su deambular, ve aproximársele a dos extraños, un viejo monje y un tipo alto y
delgado que camina de modo algo infantil. Al verlos más de cerca, se sorprende
al reconocerlos. Se trata de sus viejos conocidos el Jinete Rojo y Amonio, muy
cambiados, avejentados y consumidos. En cuanto la pareja de caminantes lo
contemplan, le reconocen a su vez y, espantados, exclaman “¡Vade retro, Satanás” haciendo el signo
de la cruz. “Queridos amigos, ¿qué les ocurre? Soy el extraño hiperbóreo que te
ha visitado a ti en el desierto, y Rojo, soy el guardián de la torre que has
visitado una vez”. Recelosos, le cuentan la nefasta influencia que tuvo sobre
ellos. Amonio, seducido por la curiosidad de Jung y lleno de dudas, se acercó
de nuevo a los hombres, volvió a Alejandría y viajó a Italia, gozando de las
maravillosas mujeres, del vino y demás placeres, hasta ser rescatado en Nápoles
por el Rojo, que tras la conversación con Jung, cuyo cuerpo está cubierto de
hojas verdes que brotan de su cuerpo, se alegra de verlos juntos.
Pero él ya no es el que fue. “Cuando
había visto la muerte y todo lo espantosamente sublime que reposa alrededor de
ella, y yo mismo me había convertido en la noche y en hielo, se alzaron en mí
una vida y una actividad fastidiosas. Ya no era el hombre que había sido, sino
que una esencia extraña crecía a través de mi. Esta esencia era una risueña
esencia del bosque, un ogro de hojas verdes, un duende del bosque y un
bromista, que no ama otra cosa que lo que enverdece y crece, lleno de capricho
y azar, ni bello ni feo, ni bueno ni malo, antiquísimo y asimismo totalmente
joven. No es un hombre, sino naturaleza espantosa, irrisoria, engañosa y
engañada, llena de inconsistencia y superficial, y aún así alcanza lo profundo
hasta el núcleo del mundo. En las ruinas de los templos creció un árbol verde”.
Una sensación de liberación se ha apoderado de Jung: “Después de maldecir viene
la risa para que el alma sea rescatada de los muertos. El héroe ha caído. Era víctima
de mi ideal, pero los ideales son mortales. ¡Cuánto se han deteriorado mis
ideales y con qué frescura enverdece mi árbol! Ni el bien ni el mal han de ser
mis amos. Los empujo hacia un costado, a los restos irrisorios, y sigo por mi
camino, que me conduce hacia Oriente”.
En la tercera noche de ese viaje
llega a una montaña y el camino se interna entre dos paredes rocosas, una
blanca y hecha de hielo, la otra, negra y de hierro candente. Acelera el paso y
ve venir hacia él a un gigante: “Izdubar, el poderoso toro”. Jung tiembla y
pide clemencia, pero Gilgamés, a quien llamaron equivocadamente Izdubar los
primeros asiriólogos, no tiene nada contra él. Sólo quiere saber de dónde
vienen, y Jung, durante ese “Primer día” que intitula este capítulo, le habla de
las maravillas científicas y tecnológicas de Occidente. Izdubar se asusta de
tal “arte mágica, un veneno que sólo puede destruir y no ayudar”, como
responderá en el “Segundo día” cuando Jung le pide ayuda al constatar que “de
Occidente no podemos esperar auxilio. Pero quizá de Oriente sea posible alguna
ayuda”.
Si el mesopotámico Izdubar duda del
valor de las cerillas, los relojes, los aviones o la redondez de la Tierra
girando alrededor del Sol, el ilustrado Jung duda de la realidad de la figura,
y así se lo comunica: “Mi príncipe, poderoso, pienso que no eres real, sino
sólo una fantasía”. La respuesta es inmediata: “Tus pensamientos me horrorizan.
Son asesinos. ¿Me quieres declarar irreal luego de haberme paralizado
lastimosamente?”, Jung hace gala de sus reflejos: “Tu nombre es tu esencia”.
Esto parece confortar a Izdubar: “Tienes razón, eso también lo dicen nuestros
sacerdotes”. Pero Jung quiere salirse con la suya: “Por lo tanto, ¿quieres
admitir que eres una fantasía?”. Entregado, el gigante muestra su magnanimidad:
“Si eso ayuda, ¡sí!”. Y así siguen juntos el camino hasta llegar a un oscuro y
tranquilo jardín, donde hay una casa apartada. Jung llama a su puerta, pero el
gigante no puede entrar por ella. Para resolver esa situación, Jung lo reduce con
su imaginación al tamaño de un huevo que mete en su bolsillo.
Las conclusiones que extrae Jung de
estos dos días tendrán un largo recorrido en su obra científica y clínica.
Entre sus reflexiones de “Primer día” puede leerse que “el sendero de mi vida
condujo ciertamente por los opuestos repudiados. El poder divino originario es
ciego, pues su rostro se ha vuelto un hombre. El hombre es el rostro de la
divinidad. Dios es el espanto que ama”. En “segundo día” concluye que
“tampoco una fantasía se deja simplemente negar y ser tratada con resignación.
Algo tiene que suceder”. En esta frase se encierra la teoría de la imaginación
activa.
El capítulo que sigue ni siquiera
tiene título y número en el “Volumen caligráfico”, (se trata del 10) y consta
de una serie de himnos enmarcados en orlas y otras figuras exentas bajo el
título de “Los encantamientos”, según permite hacerlo la frase con la que
termina en el “Volumen caligráfico” el capítulo anterior -“Aquí empiezan los
encantamientos”- y, el “Borrador”, donde sí aparece ese título como tal.
Algunas de esas figuras tienen a pie referencias al hinduismo (Brahmannáspati, “Brahma creador de la
palabra”; hiranya-garbha, el “embrión
de oro”; Sátapatha-brâhmanam, “el
Brâhmana de los cien caminos”). Encantamientos y figuras se refieren a la
regeneración de Izdubar, con la frecuente aparición en estas últimas del huevo,
dorado en un principio, blanco al final. El primer encantamiento empieza con la
frase “La Navidad ha llegado. El Dios está en el huevo”, y el último acaba con
la frase “Troqué mis metas más lejanas por lo próximo, por lo tanto, estoy
preparado”. En sus reflexiones al respecto, Jung comenta “lo espantoso es el
encierro de Dios en el huevo”; y más adelante continúa: “Lo encerré amándolo en
el huevo maternal. ¿Acaso no canté el encantamiento para su incubación? Quiero
amar a mi Dios, al indefenso y desvalido. Quiero acogerlo como a un niño”.
“La apertura del huevo” es el título
del capítulo siguiente, que continúa el relato en forma de un himno ilustrado
por la figura inmediatamente anterior, en la cual del huevo sale una gran
llamarada que llega hasta el techo: “A la noche del tercer día me arrodillo en
la alfombra y abro el huevo cuidadosamente. Repentinamente se encuentra Izdubar
parado delante mí, gigante, transformado y perfecto”. El gigante muestra su
extrañeza: “Dónde estoy? ¡Qué estrecho, qué oscuro, qué frío! ¿Estoy en la
tumba? Me pareció como si hubiera estado afuera en el Universo. Sobre y debajo
de mí había un infinito cielo negro con estrellas titilantes. Antiquísimo y
eterno renovándoseme, cayendo de lo más alto a lo más profundo y brillando de
lo más profundo a lo más alto. ¿Dónde estuve? Yo era completamente sol”. Jung
exclama: “¡Oh, Izdubar, ¡Divino!, ¡Qué milagro! ¡Estás sanado!”. “¿Sanado? Estuve
alguna vez enfermo? ¿Quién habla de enfermedad? Fui sol, completamente sol. Yo
soy el sol”, replica éste.
Jung está hablando de la creación de
su Dios: “Caminé hacia Oriente donde sale el sol. Ciertamente, yo mismo quería
abrazar el sol y ascender con él al amanecer. Sin embargo, él me salió al
encuentro y se interpuso en mi camino. Cuando vencí al Dios, su fuerza me
inundó. Pero cuando el Dios reposaba en el huevo y aguardaba su comienzo,
entonces mi fuerza se fue en él. Mi Dios me ha desgarrado cruelmente, ha bebido
la savia de mi vida, bebió en sí la fuerza suprema de mi amor y se volvió
magnífico y fuerte como el sol. El poder de mi voluntad desapareció con él. No
supe cómo me ocurrió”. Entre las reflexiones que siguen sobre este Dios íntimo
comparecen el mal y el bien, y la necesidad del mal: “Tenemos que aceptar pues
nuestro mal, sin amor y sin odio, reconociendo que está ahí y que debe tener su
participación en la vida. Así le quitamos la fuerza de dominarnos. El Dios
sufre cuando el hombre no acoge en sí su oscuridad.“
En consecuencia, sus pasos llevarán a
Jung al lugar del horror y del mal. Así, el capítulo que viene a continuación,
“El Infierno”, se inicia con estas palabras: “Después de la creación de mi
Dios, una visión me dio la noticia de que yo había alcanzado el inframundo”. Ve
allí a una joven peligrosa, con un hombre de aspecto diabólico bajo ella,
mientras dos demonios serpentinos rodean los pies y el cuerpo de la doncella.
Hay en todo ello “una expresión inhumana del vivo mal”. La muchacha clava una
pequeña caña de pescar plateada en el ojo del hombre. “El horror me paraliza”.
Jung reflexiona a continuación que “yo quería el mal, porque vi que aún no era
capaz de librarme de él. Y debido a que quería el mal, mi alma sostuvo en la
mano el precioso anzuelo”.
Pero no acabará ahí el horror, pues
el siguiente capítulo, “El asesinato sacrificial”, traerá nuevas pruebas.
Pensando que tuve “la visión que yo no quería ver, el espanto que no quería
vivir”, Jung deambula por un lugar donde “pérfidas serpientes repugnantes se
retuercen lentamente por los arbustos secos”. Distingue entre las piedras una
muñeca con la cabeza rota, y un poco más allá el cuerpo de una niña llena de
horribles heridas, su cabeza destrozada y las piedras cercanas manchadas de
sangre y restos de cerebro. Una mujer velada está tranquilamente sentada a su
lado. La figura femenina le pregunta: “¿Qué dices de esto?” “Me rehúso a
comprender algo así. No puedo hablar de esto sin enfurecerme”, responde Jung.
Ella le conmina a que tome un pedazo del hígado de la niña y lo coma: “Soy el
alma de esta niña. Tienes que hacer este acto por mi”. Venciendo su
repugnancia, Jung obedece. “Lo terrible está hecho”. La mujer retira entonces
su velo y aparece una preciosa doncella pelirroja. “¿Me reconoces?”. “¿Qué
curiosamente conocida me resultas? ¿Quién eres?”, dice Jung. “Soy tu alma”
responde la mujer.
Jung empieza a comprender algo: “El
sacrificio está cometido: el niño divino, la imagen de la configuración del
Dios está muerta, y he comido carne de la víctima sacrificial”. Retoma entonces
la reflexión sobre la necesidad del mal: “El hombre tiene que reconocer su
culpa compartida en la acción del mal. Mediante esta acción reconoce tanto el
mal como el bien y que mediante el retiro de su fuerza vital destruye la imagen
de la configuración de Dios, con lo que también se separa de Dios. Esto sucede
en pos de la salvación del alma que es la verdadera madre del niño divino”. Así
a través del asesinato de la víctima retomé otra vez las fuerzas originarias en
mí y las añadí a mi alma. Ya no están más en estado latente, sino que están
despiertas y activas e irradian el resplandor de su efecto divino en mi alma”.
Diecinueve figuras mandálicas concluyen este capítulo.
Si la experiencia anterior ha sido infernal,
los cuatro capítulo que vienen a continuación tienen mucho de purgatorio. El
primero de ellos lleva por título “La locura divina” y en él vemos a Jung en un
gran hall con dos puertas. Entra en la que está a su derecha y se encuentra en
una amplia biblioteca donde un hombrecillo pálido y delgado le pregunta qué
quiere. Jung le pide Imitación de Cristo,
de Kempis, lo cual resulta chocante al bibliotecario, que le inquiere entonces
por sus posibles intereses teológicos o filosóficos. Jung le responde que
“usted sabe que tengo un aprecio extraordinariamente alto por la ciencia, pero
a decir verdad hay instantes en la vida en los que la ciencia también nos deja
vacíos y enfermos. En tales momentos un libro como el de Tomás significa
muchísimo para mí, pues está escrito desde el alma”.
Se inicia un animado diálogo acerca
de la obra de Nietzsche y su célebre idea de la muerte del Dios cristiano, con
las libertades y responsabilidades consiguientes, los sentimientos de
superioridad e inferioridad que mueve todo
ello. Al respecto, Jung dice que conoce “hombres que no necesitan la
superioridad sino la inferioridad”, sin entender por inferioridad la
resignación. Por su parte, el bibliotecario considera “la falta de sentido de
realidad en la religión directamente un perjuicio. Por lo demás, ahora también
existe una cantidad de sucedáneos para la pérdida de oportunidad para orar,
pérdida ocasionada por la desintegración de la religión”, como son el Zaratustra de Nietzsche o Fausto. Jung le da la razón, aunque
piensa que Nietzsche interesa a quienes quieren ser más libres, pero que él
cree “haber descubierto en el último tiempo que también necesitamos, sin
embargo, una verdad para quienes están entre la espada y la pared. Para tales,
tal vez sea más necesaria una verdad deprimente que empequeñece e interioriza
al hombre”. De tal secuencia Jung concluye que “lo divino quiere vivir conmigo.
Mi resistencia es en vano”. Y que “nuestro modelo natural es Cristo. Luchamos
contra Cristo, le destronamos y creímos ser los vencedores. Sin embargo, Él
permaneció en nosotros y nos dominó”. Eso sí, “el camino de Cristo termina en
la cruz”.
En “Nox secunda”, el capítulo que viene a continuación, Jung traspasa
la puerta de la izquierda, da a una cocina donde trajina una cocinera alta y
gruesa. Al ver ésta el libro que Jung se apresta a leer, comenta que heredó de
su madre uno idéntico y que también lo lee por ser un buen libro para rezar a
la caída de la tarde, preguntándole entonces si es un pastor. A Jung le
interesa más bien el “método intuitivo” que recomienda Tomás de Kempis, y
siguen hablando amigablemente. Hasta que, de pronto, “un hombre barbudo con
cabellera desgreñada y ojos brillantes y tétricos se detiene y se dirige a mí:
“Marchamos hacia Jerusalén para rezar junto al Santo Sepulcro”. Jung le pide
que le lleven con él, pero el hombre le dice: “no puedes, tú tienes un cuerpo.
Pero nosotros somos muertos. Me llamo Ezequiel, soy un anabaptista”.
Ante esa agitación de Jung que la
cocinera no puede calmar, aparece el bibliotecario y llama a la policía, que se
lleva a Jung a la comisaría, desde donde le llevan a un hospital psiquiátrico.
Allí lo recibe un amable supervisor y dos doctores. Uno de ellos, profesor a su
vez, se fija en Jung. “¿Qué libro tiene ahí? O sea, una forma de locura
religiosa, paranoia religiosa. Vea, querido, la imitación de Cristo lleva hoy
al manicomio”. El profesor le pregunta si oye voces. Jung se refiere a los
anabaptistas y trae a colación el método intuitivo. “Extraordinario, el hombre
tiene también neologismos. El pronóstico, naturalmente, es malo”. El psiquiatra
Jung se ve tratado como loco y todo lo que diga será tomado en su contra.
Las consideraciones que siguen a la
escena se refieren a la profundidad del problema de la locura, de la locura
divina y de cualquier otra de sus formas que no pueden ser integradas en la
sociedad actual. En cualquier caso, siempre implican al caos, un caos que no es
“simple, sino uno infinitamente múltiple. Lleno de figuras que en virtud de su
perfección actúan avasallante y desconcertantemente. Estas figuras son los
muertos, todas las imágenes de tu configuración pretérita, las masas de muertos
de la historia humana, los cortejos de espíritus del pasado”. Observando que “vivimos
sólo en la superficie, sólo en el hoy y pensamos sólo en el mañana,
sólo queremos hacer el trabajo con resultado seguro”, cree más bien que “hay
una obra necesaria pero oculta y extraña, una obra principal que
tienes que hacer en secreto por el bien de los muertos”. Y antes de no haber
cumplido esto, no puede lograr su trabajo exterior.
La noche siguiente, la “Nox tertia” que da título al capítulo,
su alma se dirige a Jung “susurrando incisiva e inquietantemente: “Palabras,
palabras, no produzcas tantas palabras. Calla y escucha: ¿Has reconocido tu
locura y la admites? ¿Has visto que todos tus trasfondos se encuentran llenos
de locura? ¿No prefieres reconocer tu locura y darle amablemente la bienvenida?
Tú quisiste aceptar todo, entonces acepta también tu locura. Permite que la luz
de tu locura brille y ha de surgir para ti una gran luz. La locura no debe ser
despreciada ni temida, sino que has de darle la vida. Si quieres encontrar
caminos, entonces no tienes que rehuir de la locura, ya que ella, por cierto,
constituye una gran parte de tu ser”. “No sabía que así fuese”, balbucea Jung.
Su alma sigue: “alégrate de que puedas reconocerlo, así evitas volverte su
víctima. La locura es una forma particular del espíritu y se adhiere a
todas las doctrinas y filosofías, pero aún más a la vida cotidiana, pues la
vida misma está llena de locuras y es de modo completamente esencial
irracional. Por eso el hombre aspira a la razón, para poder darse reglas. La vida
misma no tiene ninguna regla. Ese es su misterio y su ley ignota. Lo
que llamas ‘conocimiento’ es un intento de imponer a la vida algo comprensible”.
“Eso me suena muy desconsolador, despierta mi desacuerdo”, protesta Jung. “No
tienes en absoluto nada que contradecir, te encuentras en el manicomio. Ahí
está el pequeño profesor obeso”.
“Sí querido mío, usted está
confundido. Habla de forma completamente incoherente”, dice el doctor. Jung
intenta ser razonable: “yo también creo que me he perdido por completo. ¿Estoy
realmente loco? Todo está espantosamente confuso”. “Tenga paciencia, ya se le
pasará. Ahora, duerma”. “Gracias, pero tengo un poco de miedo”, responde Jung.
Un interno aparece y le dice que parece un fantasma. Jung comenta que cree
haberse vuelto loco, todo le da vueltas. Aquél le comenta que está mareado. Al
fondo, el profesor lo invita a jugar con él a las cartas y a beber algo. “Para
mí esto se pasa de la raya”, protesta débilmente Jung, no cosechando sino
carcajadas generales. El interno de antes se dirige de nuevo a él: “Soy
Nietzsche, pero el Nietzsche rebautizado, soy también Cristo el redentor, y
predestinado para redimir el mundo, pero ellos no me dejan. El profesor es el
Diablo, cada atardecer, en el ocaso, engendra con la madre de Dios un niño. Al
amanecer lo da a luz. Luego vienen todos los diablos juntos y matan al niño de
forma cruel”.
Jung intenta tranquilizarse. Se tumba
aferrado a los costados de la cama para protegerse “del terrible oleaje” y fija
su mirada en la pared, donde ve una raya en la pared. Es la línea del
horizonte, por donde asciende el Sol, con una cruz de la que pende no sabe si
una serpiente, un toro o un burro. “Yo espero oculto angustiado. Veo salir un
árbol del mar. Su copa alcanza el cielo y sus raíces se extienden abajo hasta
el infierno. Estoy completamente solo y desanimado. Es como si toda vida
hubiera huido de mí, como entregada por completo a lo inconcebible y temible.
Esta es la noche en que todos los diques se quiebran, donde se movió lo que
hasta ahora estaba fijo, donde las piedras se transformaron en serpientes y
todo ser vivo se puso rígido”. Jung se sostiene en lo inmediato: “Sólo mi vida
es la verdad, la verdad en general. Creamos la verdad en tanto que vivimos”. Y,
del mismo modo, se apoya en las palabras: “Pues las palabras tienen
significados. En la palabra fluyen lo vacío y lo pleno juntos. Por eso es la
palabra una imagen de Dios. La palabra es lo más grande y lo más pequeño que
creó el hombre”.
Está empezando a comprender el
sentido del tormento que ha caído sobre él: “Terrible es el caos: días llenos
de plomo total, noches llenas de horror. Pero quien ha visto el caos ha visto
el orden y el desorden de lo infinito, él entiende de las leyes
ilegítimas”. Y puede pensar que “así como Cristo atormentó la carne mediante el
espíritu, así atormentará el Dios de este tiempo al espíritu mediante la carne.
Pues nuestro espíritu ha devenido una descarada ramera, un esclavo de las
palabras creadas por el hombre y ya no más la palabra divina misma”.
La “Nos quarta” trae el alivio. Su alma le habla con una voz alegre:
“Se han de construir pasos aireados entre todas las cosas opuestas. La vida
sigue su curso hacia delante, del nacimiento a la muerte, de la muerte al
nacimiento, inquebrantable como el curso del sol. Todo sigue ese curso”. Así, a
la negra pesadilla sigue el despertar, y Jung se ve de nuevo hablando en la
cocina con la cocinera y el bibliotecario, que hace comentarios sobre el libro
de Tomás de Kempis. Tiene lugar luego una escena con los personajes de Parsifal de Wagner. Jung concluye de
toda esta pesadilla y sus sangrientas burlas preguntándose “¿Quieres tener
seguridad sobre la verdad y el error? La seguridad dentro de lo uno o lo otro
no sólo es posible sino también necesaria, pero la seguridad en lo uno es
protección y resistencia contra lo otro. Cuando el Dios entre en mi vida,
entonces retorno a mi miseria por amor a él. Asumo la carga de la miseria sobre
mí y llevo toda mi fealdad y ridiculez; también todo lo abyecto en mí. De tal
forma alivio al Dios de todo lo confuso y sin sentido que lo acometería si yo
no lo aceptara. Así preparo el camino para el hacer del Dios”. Las figuras de
la versión caligráfica en este
capítulo nos muestran a un dragón de múltiples patas. Atmaviktu, que quiere
engullir el sol, y con el cual se enfrenta el “joven partidario”, mientras
Telésforo se impone a un animal que representa el “espíritu malo del hombre”.
De las patas del monstruo que el joven corta con su espada fluye la sangre, que
forma una especie de árbol.
En el capítulo siguiente “Las tres
profecías”, comienza una nueva andadura, liberadora: “Cosas maravillosas se
acercaron”. Jung llama a su alma, quien aparece preguntándole: “Quiero aceptar
lo que das. No me corresponde a mí el derecho a juzgar o rechazar”. Al alma
pronuncia un largo parlamento que resumo: “Entonces escucha: todas las
batallas, ¿Quieres aceptar todo eso?; todas las supersticiones, ¿quieres
también eso?; todas las epidemias y catástrofes naturales, ¿aceptas todo esto?;
los tesoros de todas las culturas pasadas, las magníficas imágenes de los
dioses, los libros llenos de la sabiduría perdida, ¿aceptas todo esto?”. “Eso
es un mundo, no soy capaz de abarcar esa extensión. ¿Cómo puedo aceptarlo?”,
responde Jung abrumado. Su alma se muestra irreductible: “Pero ¿Tú quisiste
aceptar todo? No conoces tus límites. ¿No puedes restringirte?”. Jung no es un
insensato: “Debo restringirme. ¿Quién es capaz de abarcar alguna vez este
reino?”. Su alma es muy precisa: “Sé modesto y construye tu jardín con
sencillez”.
Empieza a hacerse la luz, pero surgen
nuevas dudas. “El alma me dio cosas viejas que insinúan lo futuro: el lamento
de la guerra, la oscuridad de la magia y el regalo de la religión. Estas tres
cosas se corresponden. ¿Pensaste en una nueva religión?”. Jung no se deja
engañar por sí mismo: “Vuelvo a lo pequeño y real, pues ese es el gran camino,
el camino de lo venidero. Vuelvo a mi simple realidad, a mi pequeño ser
innegable. Tomo mi cuchillo y juzgo sobre todo eso creció sin medida ni meta.
Alrededor mío crecieron bosques, plantas entrelazadas treparon en mí y estoy
completamente cubierto de interminable lozanía. La profundidad es inagotable,
ella da todo. Todo es tan bueno como nada. Un conocedor quiere conocerse a sí
mismo. Ese es su límite”.
Pertrechado con esta humildad que lo
ancla en su verdad, Jung se abre a la nueva prueba de la que habla el siguiente
capítulo, “El don de la magia”. Aquí, su alma le ofrece algo con estas
palabras: “Eleva tus manos extendidas y recibe lo que te llega”. “¿Qué es? ¿Una
vara? ¿Una serpiente negra? Una vara negra en forma de serpiente con dos perlas
como ojos y un aro amarillo alrededor del cuello. ¿No es como una vara mágica”,
confirma su alma. “¿Qué tengo que ver yo con la magia? ¿Es la vara mágica una
desdicha? ¿Es la magia una desdicha?”, se alarma Jung. “Sí, para aquellos que
la poseen, pero la magia tiene mucho que ver contigo”, acalla las protestas su
alma. “Sabes que el hombre no termina nunca de codiciar las artes negras y las
cosas que no le cuestan ningún trabajo”, lo previene Jung. “La magia no es
fácil y cuesta sacrificios”, sentencia el alma.
Si debe sacrificar el amor, la
humanidad, Jung rechaza ese don. “No seas precipitado. El sacrificio que
demanda la magia es el consuelo”, le
aclara su alma.
“¿Consuelo? ¿Entiendo bien? Es
indeciblemente difícil entenderte. ¿Ha de ser sacrificado el consuelo que doy o
el que recibo?”. “Ambos. ¿Quieres o no la vara?”, dice tajante el alma. “¿Me
encierras en la coraza del rigor glacial? ¿Envuelves mi corazón en férreas
certezas? ¿Qué es la magia? ¿Qué hay con la magia? No creo en ella, no puedo
creer en ella. ¿He de sacrificar a la magia un gran pedazo de humanidad?”,
protesta Jung. “Abandona sólo una vez tus prejuicios ciegos y gestos críticos,
de lo contrario jamás comprenderás nada. ¿Todavía quieres desperdiciar muchos
años esperando?”, aconseja el alma. Jung le replica: “Ten paciencia, mi ciencia
todavía no está superada. Exiges mucho, casi demasiado. En definitiva, ¿es la
ciencia imprescindible para la vida? ¿Es la ciencia vida? Hay hombres que viven
sin ciencia. Pero ¿superar la ciencia en aras de la magia? Eso es siniestro y
amenazante. ¿No tienes una palabra de luz para mi?”. Harta, el alma corta por
lo sano: “¡Ay, pides consuelo! ¿Quieres la vara o no la quieres?”
“Desgarras mi corazón. Quiero
someterme a la vida, pero ¡cuán difícil es! Quiero la vara negra porque es la
primera cosa que me dio la oscuridad. No sé qué significa esta vara, ni lo que
da. He recibido la vara negra, la sostengo en mi mano, a la enigmática, es fría
y pesada como el acero. Los ojos de perla de la serpiente me miran de modo
ciego y deslumbrante. ¿Qué hay contigo, regalo misterioso? ¿Esencia de la
naturaleza, dura y eternamente desconsolada, pero suma de toda la misteriosa
fuerza creadora? ¿Qué poderosas artes dormitan en ti? ¿Cuál es el signo de tu
ser? Te he aceptado. ¡Cuán pesada tensión traes contigo! He dado albergue al
mensajero de la noche. Me parece como si debiera ocurrir algo que quebrante
esta insoportable tensión que me trajo la vara”, dice Jung entre el anhelo y la
aprensión. “Aguarda, mantén los ojos y los oídos abiertos”, recomienda el alma.
“Me inclino, alma mía, ante los poderes desconocidos, quisiera consagrar un
altar a todo Dios desconocido. Debo someterme. El acero negro en mi corazón me
da una fuerza misteriosa”, acabará aceptando finalmente Jung.
La suerte está echada. ¿Qué nuevas
responsabilidades ha adquirido Jung con ese don de su alma? En las reflexiones
correspondientes a este capítulo se sabe comprometido: “Ingresa en el gran
camino y coge lo próximo. Llenos de enigmas están los regalos de la oscuridad.
Hay puentes vertiginosos sobre abismos eternamente profundos. Pero sigue los
enigmas. Protege los enigmas, llévalos en tu corazón, caliéntalos, embarázate
de ellos. Así llevas futuro. Sólo hay un camino y ése es tu camino, sólo una
redención y ésa es tu redención. ¿Crees que vendrá ayuda de fuera? Lo venidero
es creado en ti y a partir de ti. Por eso, mira en ti mismo. No compares, no
midas. Ningún otro camino es parecido al tuyo. Debes completar el camino dentro
de ti. Grande es el poder del camino. En él crecen juntos el cielo y el
infierno, las fuerzas de lo alto y las fuerzas de lo bajo se unen en él. Mágica
es la naturaleza del camino, mágicas son la súplica y la invocación, mágicas
son la maldición y la acción si ocurren en el gran camino”. Con esa asunción, Jung
sabe que “tu obra, solitaria, no se consumará en eones, aunque avanzara día
tras día”.
El camino aceptado es “El camino de
la cruz”, título del penúltimo capítulo de este “Liber Secundus”. Este capítulo,
dedicado fundamentalmente a las reflexiones consiguientes a la aceptación de la
vara mágica, se abre con la siguiente descripción: “Vi cómo la serpiente negra
subía retorciéndose en la madera de la cruz. Reptaba dentro del cuero del
crucificado y volvía a aparecer transformada por su boca. Se había vuelto
blanca”. Y continúa Jung: “En verdad, el camino conduce a través del
crucificado. Cuán grande debe ser la devoción de quien asume vivir su propia vida,
parece ser imposiblemente difícil. Quien va hacia sí mismo desciende. Se le
presentan formas lamentables y ridículas, formas de su propia esencia, y se ve
obligado a aceptar aquellas formas de su propia esencia por compasión, que es
precisamente la aceptación de lo ínfimo en nosotros. Cuánta sangre tiene que
correr aún hasta que al hombre se le abran los ojos y mire su propio camino y a
su propio enemigo”.
Recuerda poco después que “de la boca
sale la palabra, el signo y símbolo. Si la palabra es signo, no significa nada,
pero si la palabra es un símbolo entonces significa todo. En el símbolo está la
redención de la fuerza humana limitada que lucha con la oscuridad. Nuestra
libertad no está fuera de nosotros, sino dentro. La libertad interna sólo se
crea mediante el símbolo, una puerta abierta que conduce a un cuarto nuevo,
de cuya existencia nada se sabía antes, el alma de la humanidad”. La tarea
asumida, “dar a luz lo viejo en una época nueva”, sólo puede hacerse con
voluntad e intención, “pero voluntad e intención son meramente partes de mí
mismo, insuficientes para expresar mi totalidad”. Se impone pues seguir
buscando ayuda con ojos y oídos bien abiertos, como le sugiere su alma. Una
búsqueda que el llevará a conocer a Filemón en el último capítulo de este
“Liber Secundus”, “El mago”.
“Tras una larga búsqueda encontré en
el campo la pequeña casa ante la que se extiende un cantero de tulipanes
florecientes, y donde habitan el mago Filemón y su mujer, Baucis. Filemón es un
mago que todavía no fue capaz de desterrar la ancianidad, sin embargo, él la
vive dignamente. Parece ser un mago jubilado que se ha retirado del negocio. Su
avidez e impulso creativo se le han extinguido. Y disfruta la bien merecida
tranquilidad. La vara mágica está en un armario junto al sexto y séptimo libros
de Moisés, y la sabiduría de Hermes Trimegisto. Filemón es un anciano y se volvió
algo imbécil”. Jung se dirige a él: “Filemón, viejo maestro brujo, ¿cómo
estás?”. “Me va bien, extraño. ¿Qué quieres por aquí?”. Jung le expone su deseo
de aprender las artes negras propias de la magia. Filemón se muestra cauteloso:
“No hay nada que contar. Tú eres más erudito que yo. Antiguamente he ayudado
aquí y allá a la gente contra enfermedades y daños de diferentes tipos”. “¿Cómo
hacías?”, le pregunta el inquisitivo Jung. “Sencillamente con simpatía”,
responde el viejo mago.
Jung no se da por satisfecho e
insiste. Se escuda en que la magia no se enseña en la Universidad a pesar de
que “todos los pueblos de todos los tiempos y todos los lugares tengan esos
mismos usos de la magia”, suficiente motivo para conocerla. Filemón se
impacienta: “Eres insolente e indiscreto. Puedes ver cuán poco sabes de magia y
cuán incorrecto es lo que representas de ella. Sobre todo debes saber que la
magia es lo negativo de lo que se puede conocer. Magia es precisamente
todo lo que no se entiende. La magia no se enseña ni se aprende. Es necio que
queras aprender magia. Si renuncias antes a tu razón, entonces ya puedes
también experimentar algo útil”. “Eso me parece un experimento peligroso
–protesta Jung-, no se puede dejar a la razón así no más. Viejo diablo, me
haces sentir envidia de la vejez carente de razón”. Divertido ante su
desorientación, Filemón exclama: “¡Vaya, un joven que quiere ser un anciano!
¿Por qué? Quiere aprender la magia y no se atreve en virtud de su juventud. Tal
vez ser tonto sea ya un avance en el camino de la magia. Haces avances en el
conocimiento de la magia, de modo que debo creer que tienes buena disposición
para ella”. “Te agradezco, Filemón, es suficiente, estoy mareado. Adios.”
Jung deja el pequeño jardín y baja
por la calle. Hay grupos de gente que lo miran furtivamente. Oye decir a su
espalda: “Mira, ahí va él, el discípulo del anciano Filemón. Ha conversado
mucho con el anciano. Ha aprendido algo”. “Callad, malditos locos –quisiera
gritarles Jung- pero no puedo, pues no sé si por cierto he aprendido algo. Y
porque callo creen aún más que he recibido de Filemón el arte negra”. Es
momento de pensar, no de hablar, de extraer alguna conclusión de su diálogo con
Filemón.
Jung empieza a fijar algunos
pensamientos: “Es un error creer que haya prácticas mágicas que se puedan
aprender. La magia no se puede comprender, pues sólo se puede comprender lo que
es conforme a la razón. Mas la magia es conforme a lo irracional. Ahora bien,
el mundo no es sólo conforme a la razón, sino también conforme a lo irracional.
La distinción entre razón y lo irracional es arbitraria y depende del estado
del comprender. Se puede enseñar el camino que conduce al caos, pero la magia
no puede enseñarse. Este parecer es confuso, pero así es la magia. La razón
crea orden y claridad, la magia aporta confusión y falta de claridad. En lo
conforme a la razón no se necesita la magia. Lo mágico es justamente lo carente
de leyes, lo que ocurre sin regla, por así decir, casualmente”.
Pero “necesitamos la magia para poder
recibir o invocar al mensajero y la noticia de lo incomprensible. Por eso debo unir
los dos poderes contrapuestos de mi alma y mantenerlos unidos en el fiel
matrimonio hasta el final de mi vida, pues el mago se llama Filemón y su mujer
Baucis. Lo que Cristo ha mantenido separado en sí mismo y, a través de su
ejemplo en los otros, yo lo mantengo unido. Ir demasiado lejos en lo bueno
significa al mismo tiempo ir demasiado lejos en lo malo, así que mantenemos
unidos a ambos”. La luz empieza a abrirse paso en su mente: “Yo conozco,
Filemón, tu último secreto: eres un amante, un amante de tu alma, que guarda
medrosa y celosamente su tesoro. Filemón, el anfitrión de los dioses, tu
sabiduría es sabiduría de serpientes. No eres ni cristiano ni pagano. Eres el
padre de todas las verdades eternas. No eres una luz que brilla en la
oscuridad, tampoco el Salvador que establece una verdad eterna. Tu sabiduría es
invisible, tu verdad incognoscible, pero necesitas a los hombres en virtud de
las cosas pequeñas”.
Protegido por esta seguridad que le
permite algo más que tantear en la oscuridad, Jung sigue su camino: “Ahora que
había aprendido la magia con Filemón, toqué una dulce canción mágica para
invocar a mi alma”. Ésta comparece y le dice: “¿Te has dado cuenta del curso
serpentino del devenir anímico?”. Una serpiente se arrastra entonces rápida
hasta Jung y se instala tranquilamente a sus pies. Cae entonces en la cuenta de
que “mi alma era una serpiente. Este reconocimiento le dio a mi alma un aspecto
nuevo. Las serpientes son sabias y yo quería que mi alma de serpiente me
comunicara su sabiduría. Y atardeció y llegó la noche. Le hablé a la serpiente
y dije: ‘no sé que hay que decir. Se cocina en todas las ollas”. “Se está
preparando una comida –le dice su alma-, una unión con toda la humanidad”.
“Horripilantemente dulce ese pensamiento en esa cena ser el invitado y la
comida a la vez”, exclama Jung. “Ese fue justamente el supremo placer de
Cristo”, le recuerda su alma serpentina.
“Locura y razón quieren casarse. Todo
es sí y no. Los opuestos se abrazan. Las olas de una corriente oscura y una
clara corren precipitándose unas en otras. Nunca antes sentí algo así. Estoy en
una rígida tensión. El exceso de su tensión parece significar lo último y
supremo en posibilidad de sentimiento”. El alma no olvida su ironía: “Te
expresas patética y filosóficamente. Tú sabes que todo esto también puede
decirse muy sencillamente. Por ejemplo, podría decirse que estás enamorado.
Podrías resolver todo en el pensar”. “¿Mi entendimiento? ¿Mi pensar? No tengo
más entendimiento”, balbucea Jung. Su alma incide: “Reniegas de todo lo que
creías. Te olvidaste completamente de quién eres. Incluso reniegas de Fausto,
que pasó delante de los espectros con andar tranquilo”. “¿Cómo será ahora
puesto que Dios y el Diablo han devenido uno? ¿Corresponde la lucha de los
opuestos a las condiciones imprescindibles de vida?”, pregunta Jung a la
serpiente, que responde: “Verdaderamente, tú me hostigas. La contraposición
era, por cierto, un elemento de vida para mí. Espero que te hayas dado cuenta
de esto. Con tus innovaciones se me desploma para mí esta fuente de fuerza. No
te puedo ni atraer con pathos, ni
enojarte con banalidad. Estoy algo desconcertada”.
Un poco después, Jung ve cómo
asciende suavemente el trono de Dios por el espacio vacío, seguido por la
Trinidad, el Cielo al completo y, finalmente, Satanás mismo, que no puede ir
mucho más allá pues el mundo superior le resulta demasiado frío. Jung no
desaprovecha esta oportunidad fáustica de dirigirse al Diablo: “Bienvenido,
tórrido carácter siniestro. ¿Mi alma te sacó rudamente de lo profundo?”.
Satanás responde despreciativo: “¿Qué quieres de mí? No te necesito,
impertinente”. Jung no se arredra: “Eres el más vital de toda la dogmática.
Hemos unido los opuestos. Entre otras cosas, también te hemos hecho uno con
Dios”. Satanás se irrita: “Ay, locos, ahí sí que han armado algo hermoso. Claro
que hemos sentido vuestra seriedad. El orden del más allá está conmovido en los
fundamentos. Lo absoluto siempre fue enemigo de lo viviente”. Jung cae entonces
en la cuenta: “Me iluminas. Tú eres vida personal. La quintaesencia de lo
personal”. Poco después se le aparecerán los Cabiros: “Venimos a saludarte como
el señor de la naturaleza inferior. Conocemos el camino desconocido y las recónditas
leyes de la materia viviente. Llevamos a cabo lo que para ti es imposible”.
“Engendros del Diablo”, les espetará Jung más adelante.
En este momento de la trama está
dispuesta la última figura del “Volumen caligráfico”, que Jung dejó
expresamente inacabada por estar para él asociada a la muerte, según sabemos
por Recuerdos, sueños pensamientos.
El texto continúa: “Puse mi pie en nueva tierra. Soy el señor de mí mismo. No
sirvo a nadie y nadie se sirve de mí. Por eso tengo lo que necesito. Me he
unido con la serpiente del Más Allá. Fue aceptado lo más allá de mí. Cuando
esta obra estuvo completada fui feliz, me alegré y me acometió la curiosidad
por qué más podría haber en mi Más Allá”. Le pide a la serpiente que le
proporcione alguna información al respecto, pero su alma se muestra cansada.
Aún así, le guiará hacia el Infierno, donde Jung se encuentra con un condenado,
que está allí por haber envenenado a sus padres y a su esposa en honor a Dios y
a sus propios ideales. Ante la pregunta de Jung sobre si no le atormenta mucho
el Diablo en aquel mundo tan aburrido donde no pasa nada dada la ausencia de
tiempo, el condenado responde que no suele verse al Diablo mucho por allí.
Será de nuevo el alma quien le hable
del Diablo: “Satanás es el eterno adversario, pues nunca puedes armonizar la
vida personal con la vida absoluta”. Concluye entonces Jung que “el Diablo es
la suma de lo oscuro de la naturaleza humana, por eso aquel que vive en la
oscuridad aspira a ser según la imagen del Diablo”. Él ha hollado las oscuras
profundidades, sin querer vencerlas, uniéndose al mundo de los muertos: “La
muerte me confiere durabilidad y estabilidad. Cuando reconocí las pretensiones
de los muertos en mí y las satisfice, abandoné mi antigua ambición personal y
el mundo tuvo que considerarme como un muerto”. Le dice entonces a la
serpiente: “Vuelvo la mirada como hacia un trabajo realizado”. Ésta le trae a
la realidad: “Todavía no hay nada consumado. Recién comienza. La vida recién ha
de comenzar”.
Reaparecen entonces Elías y Salomé.
Jung piensa que “el cielo está consumado y las puertas del Mysterium se han
abierto de nuevo”. Elías le dice que Salomé debe ser para él, pero Jung replica
que está casado. Salomé vuelve a confesarle su amor y, dolida, le pregunta:
“¿Por qué me desprecias? Quiero ser tu criada y servirte”. Jung que quiere ser
libre, sin amos ni esclavos, le da las gracias por su amor, pero sólo la acepta
en aras del placer y la rechaza en lo concerniente al amor. Salomé llora. Jung
cree haber hecho un sacrificio al no amarla, pero su alma serpentina cuestiona
mucho ese sacrificio, duda enormemente de que Jung haya llevado hasta el fondo
su sentimiento y le recomienda que no angustie de nuevo a Salomé. “Me he
equivocado a mi favor. Es grave si dices la verdad. ¿Es esa la razón por la
cual Salomé sigue llorando?”. “Sí”, responde su serpiente, que se transforma en
un pajarito que asciende hacia las nubes hasta desaparecer. El pájaro le dice:
“¿Me escuchas? Ahora estoy lejos. El Cielo está siempre lejos. El Infierno está
mucho más cerca de la tierra. Encontré algo para ti, una corona abandonada”.
Jung tiene la corona en la mano.
En este momento Jung pone fin al
”Volumen caligráfico”. Pero no al relato, que podemos seguir gracias al
“Borrador”. Por él sabemos que se trata de una corona de oro, que lleva grabada
en su interior la sentencia “El amor nunca termina”. Bien, se dice Jung. “¡Un
regalo del Cielo!”, pero ¿qué hay con eso?”. El pájaro aparece de nuevo. “Estoy
aquí. ¿Estás satisfecho?”. “En parte –responde Jung-, el obsequio es
enigmático. ¿Qué piensas de la corona?”, “¿Qué pienso? Nada. Ella habla en
verdad por sí misma”, responde aquel. Y se va, apareciendo entonces la
serpiente, que le alecciona: “Tienes que poder estar suspendido, si quieres
solucionar problemas. ¡Observa a Salomé!”. “Primero estuve crucificado, ahora
estoy apenas colgado, menos elegante, pero no
menos tortuoso. Quizá tenga que ser decapitado por tercera vez. ¿Eres
insaciable?”, teme Jung, pero Salomé le responde con sencillez: “¿Qué puedo
hacer para eso? He renunciado por completo a ti. Pensé que eras invulnerable
desde que tienes la vara de serpiente negra”. “El efecto de la vara me parece
dudoso, me ayuda evidentemente a soportar el estar ahorcado. ¿No quieres al
menos descolgarme de la cuerda?”, implora Jung.
Salomé le confiesa su impotencia:
“¿Cómo puedo hacerlo? Cuelgas muy alto. Estás colgado alto en la copa del árbol
de la vida donde yo no puedo llegar. ¿No puedes ayudarte a ti mismo, tú
conocedor de la sabiduría de la serpiente?”. Jung aprovecha para preguntarle
sobre la corona. Ante ello, Salomé, alegrándose de modo extático, exclama:
“¿Tienes la corona? Bienaventurado, ¿de qué te quejas todavía?”, y desaparece.
Jung vuelve a quedarse solo con su tormento, sin comprender y colgado. Salomé le
dice entonces cruelmente: “Quédate colgado hasta que comprendas”.
“Yo callo y cuelgo alto sobre el
suelo de una rama oscilante del árbol divino. Mis manos están atadas y estoy
completamente desamparado. Así cuelgo por tres días y tres noches. ¿De dónde ha
de venir ayuda?”, se duele Jung. Surge el pájaro entre las nubes, intentando
darle ánimos: “Buscamos la ayuda de las nubes que pasan sobre tu cabeza, si no
nos ayuda otra cosa”. Jung empieza a entender el significado de la corona. Se
trata de “la corona de la vida eterna, la corona de Martirium”. Colgado entre el cielo y la tierra se pregunta si
realmente el amor no tiene fin. “Eso depende por completo del concepto”,
escucha, y mirando en esa dirección ve a un viejo cuervo posado en una rama
cercana, que filosofa mientras espera comer sus despojos. “¿Cómo es que depende
del concepto?”, es capaz de musitar Jung. “De tu concepto de amor y de aquél”,
responde el cuervo. Jung intenta justificarse hablando del amor celestial y
terrenal, recordando que él es un hombre, a lo que el cuervo replica: “Eres un
ideólogo”. “Tonto cuervito, aléjate de mi”, escupe Jung. Muy cerca de él, se
mueve una rama y se acerca una serpiente negra con brillantes ojos perlados.
“Hermana y vara encantada negra. ¿De dónde vienes? Pensé que habías volado como
pájaro al cielo ¿Traes ayuda?”, “No soy una sino dos, soy lo uno y lo otro.
Aquí sólo estoy como lo serpentino, lo mágico. En el peor de los casos estoy
dispuesta a conducirte al Hades”, replica la serpiente. Una negra sombra se condensa
entonces en el aire ante Jung, oyéndose decir a la voz de Satanás, con una risa
de desprecio: “Eso pasa por la conciliación de los opuestos. Desdícete e
inmediatamente estarás abajo la tierra que enverdece. ¡Conciliación de los
opuestos! ¡Igual derecho para todos y todo! ¡Locuras!”.
Desesperado, Jung llama a Salomé,
añora a su pájaro: “Mi esperanza está en mi pájaro blanco”. En efecto, ésta
aparece para aleccionarle: “Si amas la tierra, entonces estás colgado; si amas
el cielo, entonces estás suspendido. Todo lo que está debajo de ti es la
tierra, todo lo que está encima de ti es el cielo. Estás colgado si aspiras a
lo que está debajo de ti”. Jung le pregunta entonces por el enigma de la
corona. “Corona y serpiente son opuestos y uno. ¿No viste a la serpiente que
coronó la cabeza del crucificado? El misterio de la serpiente y la corona es
que ‘el amor nunca termina”. “¿Pero Salomé?”, ¿Qué ha de suceder con Salomé?”,
suplica Jung comprendiendo la alusión. “Salomé es como tú eres. Vuela, le
crecerán las alas a ella”, responde enigmático el pájaro. Jung siente miedo.
“La completitud de lo efectuado
secretamente se aproxima –reflexiona Jung- lo que vi, lo describí en palabras tan
bien como pude. Las palabras son pobres y la belleza no les es dada. Pero, ¿es la
verdad bella y la belleza, verdad? Del amor se puede hablar con bellas
palabras, pero ¿de la vida? No hablo más en virtud del amor, sino en virtud de
la vida. ¿Por qué, oh espíritu de la profundidad tenebrosa, me obligas a decir:
quien
ama, no vive y quien vive, no ama? ¿Todo ha de ser trastocado en su
opuesto? Te reconozco, Filemón, ¡tú, el más astuto de todos los embaucadores!
Me has engañado, mi alma virgen engendró para ti el abominable gusano, maldito
charlatán. ¿Dónde está Salomé? ¿Dónde la pregunta irresoluble del amor? Ninguna
pregunta más”. La solución vendrá otra vez de la serpiente, que surge cuando
cae la noche y las nubes amenazan lluvia, para contarle un cuento: “Había una
vez un rey que no tenía hijos…”. Después del cuento y tras una charla en la que
Jung intenta aprehender su significado, la serpiente le recuerda que “el hijo
crece desde si”.
“El mito comienza, sólo el que ha de
ser vivido, no el que ha de ser cantado. Me someto al hijo, al engendrado
mágicamente, al nacido irrealmente, al hijo de las ranas, al que está sobre las
orillas del agua, habla con sus padres y escucha su cantar nocturno. Está
realmente lleno de misterio y en fuerza supera a todos los hombres. Llamé a mi
serpiente, mi compañera nocturna. Pero ahí emergió mi hijo del agua, mi hijo
grande y fuerte, la corona sobre su cabeza, ondeante melena de león, y él me
dijo: “Vengo hacia ti y exijo tu vida. Ahora retorno al eterno resplandor y
fulgor, al eterno ardor del sol, y te dejo librado a tu terrenalidad. Tú
permaneces con los hombres. Tu obra pertenece a la tierra. Me elevo nuevamente
a mi tierra, en la luz, en el huevo, en el sol, en el más íntimo estar
oprimidos, en el eterno y anhelante ardor. Así sale el sol en tu corazón e
irradia en el mundo frío. Hombres, no luces divinas, han de iluminar su
oscuridad. Estaré presente y no presente. Me escucharás y no me escucharás.
Existiré y no existiré. Nadie tiene tu Dios más que tú mismo. Él está todo el tiempo
contigo”.
“Llegué a mi sí-mismo, una figura
fútil y lastimera: ¡Mi yo! No he deseado a este tipo como compañía. Me encontré
con él. Mi propio yo me horroriza”. Jung ha comprendido tras su peregrinaje que
“es necesaria una obra con la que se pueda desperdiciar décadas, con la que
necesariamente se tenga que desperdiciar. Tengo que recuperar un pedazo de Edad
Media en mi. Recién hemos terminado la Edad Media en otros. Ascetismo,
Inquisición, suplicio, están a la mano y se imponen. Un infierno medieval”.
Jung comenzará entonces a constituir este “Libere Novus”, con su fuerte impronta
medieval. El camino hacia lo venidero ha sido desbrozado: “El toque maestro es
estar solo con uno mismo. Ese es el camino”.
“Escrutinios”
El 19 de abril de 1914 Jung inicia
esta tercera parte de su “Liber Novus”, según puede comprobarse en los “Libros
negros 5 y 6”. La fecha corresponde al mismo día de la última visión de “Liber
Secundus” y al día previo al envío de su carta de dimisión a la Asociación
Psicoanalítica Internacional, de la que aún era el Presidente. La
transformación interna empieza a exteriorizarse.
En “Escrutinios”, del que existe
también un “Borrador”, no figuran títulos originales para sus diferentes
capítulos o apartados, razón por la que en esta edición se ha optado por
distinguir quince apartados, expresados mediante números dentro de paréntesis
sinópticos. Entre la redacción de los primeros y el tercero se produce una
cesura de año y medio, concretamente entre el 3 de junio de 1914 y el 2 de
diciembre de 1915. Conviene recordar que la Primera Guerra Mundial se
desencadena a causa del asesinato del heredero del Imperio de los Habsburgo el
28 de junio de 1914.
En los dos primeros apartados de este
libro Jung se las entiende con su yo, en unos términos mucho más ácidos de lo
que cualquiera de sus críticos podría haber utilizado. Partiendo de las
preguntas ¡¿Qué soy? ¿Qué es mi yo?”, Jung se dirige a su yo: “Te hablo a ti,
mi yo ahora. ¿Acaso no tienes buenas cualidades de las que poder preciarte un
poco? Estás siempre convencido de tener razón. ¡Tú querías ser superior! Eso es
irrisorio. Eres inferior, eres inferior. Tu progreso desde el Medioevo temprano
parece ser insignificantemente ínfimo. Predicas hipócritamente la serenidad. No
me hables de tu amor. Aquello que tú llamas amor está empapado de interés
propio y codicia. Pero tú hablas con grandes palabras de eso. Te corresponde
burla, no consideración. Tu susceptibilidad es tu forma peculiar de violencia”.
No parece que Jung se considerara un nuevo profeta o un nuevo Dios, como
algunos han querido demostrar. Su autocrítica no es meramente retórica. Por
eso, “después de haberle dicho a mi yo éstas y muchas otras palabras malvadas,
noté que comencé a tolerar el estar solo conmigo mismo”.
Entonces vuelve su alma: “¡Cuán lejos
estás!”. “Eres tú alma mía –repara Jung-- ¿Desde qué altura y lejanía me
hablas?”. “Estoy sobre ti. Mi lejanía es una lejanía mundana. El
camino inseguro es buen camino. Sé impertérrito y crea”, le orienta su
alma. “Temo cometer una injusticia con los hombres si sigo mi propio camino”,
duda Jung. Pero su alma es inflexible: “¿No te preanuncié una tenebrosa
soledad?”. Una soledad relativa, pues pronto aparece una nueva figura, “un
hombre anciano con una barba blanca y cara afligida”, que se presenta ante Jung
para sacarle de dudas: “soy un anónimo, uno de los muchos que vivió y murió en
soledad. Tu mano va hacia la profundidad. La ciencia es superficie en un grado
demasiado alto, mero lenguaje, mera herramienta. Pero tú debes poner manos a la
obra. Todavía no es el atardecer de todos los días. Lo peor llega al final. La
mano que primero golpea, golpea mejor”. Todo ello sume a Jung en la tristeza de
la que viene a salvarle su alma: “Lo más grande va a lo más pequeño”.
La Guerra Mundial estalla. Jung termina así este segundo apartado: ¡ahí se me
abrieron mis ojos acerca de muchas cosas que había experimentado antes y eso me
dio también el valor para decir todo lo que había escrito en las partes
anteriores de este libro”. Empieza entonces a escribir el “Borrador” de “Liber
Novus”.
En el verano de 1915 ve a un águila
pescadora cazar un gran pez en el lago. Por la noche, oye decir a su alma:
“esto es signo de que lo inferior será llevado hacia arriba”. Poco tiempo
después reaparecerá Filemón. Pero cambiado. “Primero se me apareció como un
mago que vivía en tierras lejanas, pero luego sentí su cercanía y desde que el
Dios se ha elevado, sé que Filemón me ha embriagado y me ha dado un lenguaje
ajeno a mí mismo y un sentir diferente”. Las primeras palabras de Filemón han sido
esta vez no las de alguien que ve en Jung un entrometido que quiere aprender
magia, sino que muestran un interés personal: “Te daré la vuelta bruscamente.
Quiero dominarte. Quiero acuñarte como una moneda, quiero entablar negocios
contigo. La propia voluntad no es para ti. Eres la voluntad de la totalidad”.
Jung comienza entonces la elaboración del “Volumen caligráfico”.
¿De qué Dios está hablando Jung? En
este tercer apartado Jung empieza a definir sus peligros y sus notas
características: “En la enfermedad experimento al Dios. Él aparece como nuestra
enfermedad de la que debemos curarnos, nuestra herida más grave. El Dios es un
movimiento inalcanzablemente poderoso que arrastra consigo al si-mismo a lo
ilimitado, a la disolución. Tenemos que aspirar a liberar el sí-mismo de Dios
para poder vivir. Cuando se nos aparece Dios, estamos por lo pronto impotentes,
absortos, divididos, enfermos, envenenados con veneno fortísimo, pero
embriagados de suprema salud. El Dios que experimenté es más que amor, también
es odio; es más que sabiduría, también es carencia de sentido; más que poder,
también es impotencia; más que omnipotencia, también es mi creatura”. Filemón
aparecerá la noche siguiente para exhortarle: “Ven más cerca, entra en la tumba
de Dios. El lugar de tu trabajo debe estar en la bóveda misma. El Dios no ha de
habitar en ti, sino tú has de habitar en él”. Estas palabras confunden a Jung,
quien pensaba más bien en cómo liberarse del Dios.
La confusión irá a más. Unas semanas
después, se le aproximan en una visión tres sombras. Sabe que son muertos. Se
destaca la figura de una mujer que se dirige a él perentoriamente: “Dame la
palabra, el símbolo, el mediador. Necesitamos del símbolo, tenemos hambre de
él, créanos luz”. Jung no sabe de qué está hablando esta mujer, pero ve en su
propia mano ese signo, semejante a un falo. La mujer dice entonces. “Esto es el
Hap, el símbolo que deseábamos, que necesitábamos. Es terriblemente simple,
torpemente neófito, semejante a la naturaleza de Dios, el otro polo de Dios, el
extracto de todos los líquidos corporales. Del cuero proviene el pensamiento
resplandeciente. Queremos daros la noticia de lo que tenéis necesidad de saber.
Tengo el poder, yo mando, tú obedeces. Sin mí no hay salvación”. “¿Eres el
Diablo?”, exclama Jung lleno de horror. “Somos sombras –dice la muerta- Conviértete
en sombra y aprehenderás lo que te damos”. “No quiero morir para descender a
vuestras oscuridades”, se defiende Jung. “No necesitas morir. Sólo tienes que
dejarte enterrar”, le responde.
“Temo que me destruyas”, confesará
Jung después de un largo diálogo. “Yo soy la vida que sólo destruye lo inútil”,
exclama la sombra, que más adelante pregunta “¿Dónde está la iglesia? ¿Dónde
está la comunidad?”. Aquí Jung salta indignado: “Esto es locura pura. ¿Qué
dices de una Iglesia? ¿Soy un profeta? ¿Cómo podría arrogarme tal cosa? Soy
meramente un hombre al que no le corresponde el derecho de querer mejor que los
otros”. “Quiero la Iglesia, es necesaria para ti y los otros. La Iglesia es
algo natural. La ceremonia santa debe disolverse y devenir espíritu. La comunidad
con los muertos es lo que tú y los muertos necesitan. Grande es la necesidad de
los muertos. La historia de la humanidad es más antigua y más sabia que tú”.
Todo ello deja a Jung sumido en la confusión y la tristeza.
Ve en la lejanía a su alma irradiando
luz desde lo alto. Se dirige a ella en un largo parlamento que inicia
refiriéndose a lo que acaba de tener lugar, y continúa: “Tu ves que rebasa el
poder y la comprensión de un hombre. Pero yo quiero aceptarlo en virtud de ti y
de mi. Ser crucificado en el árbol de la vida. ¡Oh, amargura! ¡Oh, doloroso
callar!”. Algo más tarde aparecerá Filemón a su lado. Le habla con duras
palabras: “Los dioses no necesitan tu ayuda; tú, ridículo idólatra de ídolos
que te crees a ti mismo un Dios. Lo que más necesitas es tu ayuda misma. No
necesitas jugar a ser Dios. Calla, completa la maldita obra de redención en ti
mismo. Sabe que a los demonios quieren azotarte para que hagas su obra, que no
es la tuya. Y tú, loco, crees que eso eres tú mismo y que es tu obra. ¿Por qué?
Porque no puedes diferenciarte de tu alma”. Esa alma que le dirá después: “No
olvides amarme. Quiero todo, pues necesito todo para el gran viaje que pienso
hacer después de tu desaparición”.
Los apartados siguientes, del 6 al
12, se ocupan de los Septem sermones ad
mortuos, de los que Jung haría una edición privada en 1916 y que serían
publicados como apéndice en Recuerdos,
sueños, pensamientos. Jung cuenta en este largo diálogo con A. Jaffé cómo
los escribió en tres tardes, después de una situación caótica en su casa: sus
hijas veían fantasmas, su hijo tuvo una pesadilla terrible, el timbre de la
puerta sonaba insistentemente sin que hubiera nadie… “Había una atmósfera
extrañamente cargada a mi alrededor y tenía la sensación de que el aire estaba lleno
de entes fantasmagóricos, la casa estaba repleta de gentío, toda llena de
espíritus. Apenas hube dejado al pluma, desapareció la legión de espectros. El
aquelarre había terminado. Esto fue en 1916”. Para Jung, estas conversaciones
con los muertos suponen “un cierto croquis o resumen del contenido general de
lo inconsciente, una especie de prólogo de lo que yo tenía que comunicar al
mundo acerca de lo inconsciente”. Estos siete sermones, declamados por Filemón
y firmados por Basílides de Alejandría, llevarán a Jung a estudiar
profundamente el gnosticismo.
El primer sermón responde a la
demanda de los muertos: “Venimos de vuelta de Jerusalén, donde no encontramos
lo que buscábamos. Te imploramos la entrada. Tienes lo que requerimos. No tu
sangre, tu luz”. Recordemos que en el capítulo XV de “Liber Secundus” aparece
Ezequiel informando de ese viaje. Aquí vuelven para recibir las enseñanzas de
Filemón, que pregona la existencia de un arconte de los días, Abraxas, de quien
tratarán detalladamente los sermones dos y tres. En el segundo sermón, que
responde a la demanda de los muertos acerca de Dios, Filemón les ilustra: “Dios
y Diablo son diferenciados por lleno y vacío, generación y destrucción. Lo efectivo les es común, está por encima
de ellos y es un Dios por encima de Dios, pues unifica la plenitud y el vacío
en su efecto. Este es un Dios del que vosotros nada sabíais. Nosotros lo
llamamos por su nombre, Abraxas. Él es todavía más indeterminado que Dios y
Diablo. Abraxas es efecto, a él no se le contrapone nada sino lo irreal. Si el
Pleroma tuviera una esencia, entonces Abraxas sería su manifestación”.
Los muertos querrán saber más sobre
este Dios, y Filemón se extiende en el tercer sermón, dedicado a este Dios de
los opuestos: “El poder de Abraxas es ambivalente. Pronuncia la palabra digna
de ser honrada y condenada, que es a la vez vida y muerte. Abraxas engendra
verdad y mentira, bien y mal, luz y tinieblas en la misma palabra y en el mismo
acto. Es el gran Pan, Príapo, el hermafrodita del comienzo más inferior, el
señor de las ranas y los sapos, que viven en el agua y suben a la tierra. Es la
cópula sagrada”. Los restantes sermones se refieren a dioses y diablos, la
Iglesia, la sexualidad y la espiritualidad, y, finalmente, los hombres.
En “Escrutinios”, cada sermón genera
en Jung una serie de preguntas que dirige a Filemón, al que llama “padre”, para
entender más claramente estos sermones. Filemón, tratándole de “hijo”, le
proporciona una serie de explicaciones. Al final de todas ellas, Jung le dice:
“Excelso, ¿cuándo me obsequiarás el tesoro oscuro y dorado, y su luz azul de
estrella?”. “Cuando tú hayas entregado a la llama sagrada todo lo que quieres
quemar”, responde Filemón. Y sigue Jung: “En cuanto Filemón dijo estas
palabras, ahí apareció desde las sombras de la noche una forma oscura con ojos
dorados”. Jung le pregunta si es su enemigo, pero el oscuro responde: “Vengo de
lejos. Vengo del Oriente y sigo el fuego brillante que me precede, Filemón. No
soy tu enemigo, soy un extraño. Mi piel es oscura y mi ojo brilla dorado.
Traigo abstinencia, abstinencia de alegría y padecimiento en el hombre. El
interesarse produce alienación. Compasión, pero no participación. Compasión con
el mundo y un acallado querer en el otro. Puedes llamarme muerte”. Filemón toca
entonces sus ojos y Jung ve que “el cielo tenía la forma de una mujer, séptuple
era su manto de estrellas y la cubría completamente”. Filemón se dirige a ella
con estas palabras: “Madre, que me protege y lo protege de los dioses: él
quiere convertirse en tu hijo”, a lo que aquélla responde: “No puedo aceptarlo
como hijo. Pues, antes, que se purifique hasta que la abstinencia se complete”.
Jung concluye de estas experiencias
que “si estoy sujeto a los hombres y a las cosas, entonces mi vida no puede
avanzar, no puedo alcanzar mi propia y más profunda naturaleza. Tampoco puede
comenzar la muerte en mí como una nueva vida, sino que siento tan sólo miedo
ante la muerte. Sólo la fidelidad y la entrega voluntaria al amor hace crecer
la luz de la estrella, sólo así alcanzo mi naturaleza estelar, mi más verdadero
e interno sí-mismo que es simple y único. Asumí toda la alegría y toda clase de
tormento de mi esencia, y permanecí fiel a mi amor para padecer lo que
corresponde a cada uno en su índole. Y estaba solo y estaba asustado”. Está
respondiendo con ello a Filemón, quien dirigiéndose al nuevo Dios sentencia:
“Ha llegado el tiempo en que cada uno tiene que hacer su propia obra de la
redención. La humanidad ha envejecido y un nuevo mes [platónico] ha comenzado”.
El penúltimo apartado de
“Escrutinios” trae una nueva aparición de Elías y Salomé, las figuras que
abrieron la puerta a estos misterios de Jung. Previamente a invocarlos se le
habían presentado en un sueño, en el que Elías se mostraba preocupado. En el diálogo
imaginal, Elías dice que tiene miedo, pues ha oído “una palabra maliciosa sobre
la muerte de Dios. Sólo hay un Dios y no puede morir”. Jung se asombra de que
Elías no sepa qué trae el futuro, esto es, “que el Dios uno se fue y que muchos
dioses y demonios han vuelto de nuevo al hombre”. Elías abomina del politeísmo,
pero Salomé lo acepta. Jung se preguntará: “¿Es una presunción, o un hombre ha de
convertirse en el salvador de los dioses después que los hombres estén
redimidos por el mediador divino?”. Su alma le responde: “Los dioses
necesitan el mediador y el salvador humano. Sólo puedes ayudar a los hombres
a través de los dioses, no inmediatamente. El hombre a través de su
gracia posee un poder maravilloso sobre los dioses”.
Jung no las tiene todas consigo
respecto a las metas de los dioses: “¿Hacen los dioses aquello que yo quiero?
Yo quiero los frutos de mi trabajo. ¿Qué hacen los dioses por mi? Ellos quieren
que sus metas sean cumplidas, pero ¿dónde queda el cumplimiento de mi meta?
Quieren que yo ponga mis fuerzas a su servicio ¿Dónde está su mérito? El hombre
padeció torturas infernales y los dioses no estuvieron complacidos aún con eso.
¿Acaso no hicieron que el hombre se encandile a tal punto que creyera que ya no
había más dioses y que sólo habría un Dios que sería un padre potentado?”. Ante
estos comentarios, el alma exclama asombrada: “¿No quieres obedecer a los
dioses?”. “Los dioses están insatisfechos, porque reciben demasiadas víctimas:
los altares de la encandilada humanidad emanan sangre”, observa sarcástico
Jung.
El último apartado de este libro
tercero consiste en un diálogo entre Filemón y una sombra azul que en el
“Libro negro VI” está identificada como Cristo. Es Filemón
el primero en hablar: “Te encuentro en el jardín, amado. El pecado del mundo le
ha dado belleza a tu rostro. Bienvenido al jardín, mi señor, mi amado, mi
hermano”. La sombra azul responde: “Oh,
Simón Mago, o sea cual fuere tu nombre, ¿estás tú en mi jardín o estoy yo en el
tuyo?”. “Oh señor, tú estás en mi jardín. Helena, o como sea que la llames, y
yo somos tus criados. Simón y Helena se han convertido en Filemón y Baucis y
así somos anfitriones de los dioses. Oh señor, aquí estás en el mundo de los
hombres. Los hombres se han transformado. No son más los esclavos ni los
embusteros de los dioses. Antes de ti vino el gusano espantoso [Satanás] que tú
bien conoces; tu hermano, en tanto eres de naturaleza divina, tu padre, en
tanto eres de naturaleza humana. Reconoce, oh señor y amado, que tu naturaleza
es también la de la serpiente”. Dice entonces la sombra azul: “Dices la verdad.
No mientes. ¿Sabes lo que te traigo?”. “Eso no lo sé. Sólo sé una cosa, que
aquel que es el anfitrión del gusano también necesita a su hermano. El lamento
y la abominación fueron el regalo del gusano. ¿Qué nos darás tú?”. “Te traigo
la belleza del sufrimiento. Esto es lo que necesita el que hospeda al gusano”,
responde la sombra azul.
Así termina este “Liber Novus”, que
Jung dejó inacabado. En el epílogo añadido al “Volumen caligráfico” en otoño de
1959, dos años antes de su muerte, y también inacabado en medio de una frase,
escribe: “He trabajado en este libro durante 16 años. En 1930, el conocimiento
de la alquimia me apartó de él. El comienzo del fin sucedió en 1928, cuando
Richard Wilhelm me envió el texto de La
Flor de Oro, un tratado de alquimia. Entonces, el contenido del libro halló
el camino a la realidad y ya no pude seguir trabajando en él. Al observador
superficial le parecerá una locura. De hecho se hubiera convertido en una
locura si yo no hubiera podido captar la avasalladora fuerza de las
experiencias originarias. Siempre supe que aquellas experiencias contenían algo
precioso y, por eso, no supe hacer nada mejor que ponerlas por escrito en un
libro ‘precioso’, es decir, valioso, y pintar las imágenes que surgían al
revivirlas”.
Imaginación activa y conocimiento
La descripción a vista de pájaro de
la trama de esta obra, con su precipitación y ritmo sincopado, sus elisiones,
resúmenes y síntesis, podría dar lugar a una idea equivocada de lo que aquí se
cuece. Al privilegiar el aspecto literario, más accesible, se pensaría que no
es más que un divertimento de Jung, o un producto con pretensiones artísticas
no muy originales. Él mismo comenta en Recuerdo…
su pugna con una voz interna –que reproducía la de una discípula y amiga, M.
Moltzer- sugiriendo que si no era ciencia, esa producción debía ser arte, ante
lo que Jung se rebela: “No es arte; al contrario, es naturaleza”. Se trataba de
acceder a la “matriz de la fantasía creadora de mitos”. Por ello, “el retoque
estético en El libro rojo era
necesario, por más que me molestase, pues sólo gracias a ello tuve conocimiento
de mi obligación moral respecto a las imágenes”.
También sería fácil creer que hay
mucho trabajo literario para colorear la acción dramática en un derroche de
autocomplacencia. Sin embargo, no sólo sabemos, gracias a Shamdasani, de la
continuidad entre los “Libros negros”, los “Borradores” y el “Volumen
caligráfico”, sino que es el propio Jung quien comenta que “anoté las fantasías
lo mejor que pude y me esforcé en dar expresión a las condiciones psíquicas
bajo las cuales surgían. Sólo pude hacerlo en un lenguaje muy torpe, en un
‘lenguaje poético’, el estilo propio de los arquetipos, que hablan de un modo
patético e incluso engolado. Un estilo que me resulta penoso y me produce
dentera. Yo no sabía de qué se trataba, así que no me quedaba más recurso que
anotarlo todo en el mismo estilo elegido por lo inconsciente. Anotaba las
fantasías, que con frecuencia me parecían absurdas y contra las cuales ofrecía
yo resistencias, por ser una mezcla infernal de cosas sublimes y ridículas”.
La realidad es pues muy otra, tal
como la describe Jung. Con 37 años, sus 12 de profesión están jalonados de
hitos importantes para la psicología profunda. Ha establecido un puente entre
la psiquiatría académica y el psicoanálisis desde su primera obra sobre un caso
plagado de fenómenos mediúmnicos, con la demostración experimental de la
existencia de complejos inconscientes y la primera lectura psicoanalítica de
las psicosis. Como primer presidente de la Asociación Psicoanalítica
Internacional, ha extendido internacionalmente el psicoanálisis, hasta entonces
puramente vienés, organizado la publicación de su primer Anuario, establecido
la necesidad del análisis didáctico, profundizado el análisis psicoanalítico de
la mitología y ampliado la significación de los conceptos cardinales del
psicoanálisis: inconsciente y libido. Fue esta ampliación precisamente la que
rechazó Freud, provocando una cobarde defenestración y negación de Jung por
parte de un psicoanálisis freudiano, que ahí comienza su escolasticismo.
“Después de separarme de Freud,
comenzó para mi una época de inseguridad interior, de desorientación, incluso.
No había encontrado todavía mi lugar propio. Cuando me separé de Freud sabía
que caía en lo no conocido. Más allá de Freud, no sabía propiamente nada, pero
había dado el primer paso en la oscuridad”: Habiendo indagado sobre el valor
psicológico del mito en su Trasformaciones y símbolos de la libido, la obra que
provocaría esa separación, Jung no podía dejar de preguntarse “¿Cuál
es tu mito, el mito en el que tú vives?”. Para responder a esa
cuestión, “no me quedaba otro recurso que esperar a vivir más y prestar
atención a mis fantasías. Me abandoné conscientemente a los impulsos de lo
inconsciente”.
El resultado fue verse inundado por
un “incesante torrente de fantasías, e hice lo posible para no perder mi
orientación y hallar mi camino. Me encontraba desamparado en un mundo extraño y
todo me parecía difícil e incomprensible. Vivía constantemente en intensa
tensión. Debía dominar mis emociones mediante ejercicios de yoga, hasta que
recuperaba mi tranquilidad y podía reemprender mi trabajo con lo inconsciente,
dar la palabra a las imágenes y voces internas. Debía hallar el sentido de lo
que experimentaba en las fantasías, con la sensación de estar sometido a una
voluntad superior”.
Esta necesidad de confrontarse con su
propio inconsciente la formuló Jung como un “experimento científico que ensayaba
en mí mismo”. Para ello debía “dejarme caer en las fantasías. Sentía incluso un
fuerte miedo, temía perder mi autocontrol, pero debía arriesgarme a apresar
estas imágenes, es decir, hallar aquellas imágenes que se ocultaban tras las
emociones, sentía tranquilidad interna. Mi experimento me afirmó en la
convicción de lo valioso que es, desde el punto de vista terapéutico, hacer
conscientes las imágenes que se hallan detrás de las emociones”. Frente a los
sueños, fuente de imaginaciones pasivas, Jung había dado con un método para
indagar conscientemente en lo inconsciente: la imaginación activa.
Así pues, “mi ciencia fue el medio y
la única posibilidad de salir de aquel caos. Invertí todas mis fuerzas para
comprender todos los temas, cada imagen en particular, en ordenarlas lo más
racionalmente posible y realizarlas en vida, sabiendo que con las imágenes de
lo inconsciente se impone al hombre una difícil responsabilidad. Me costó
cuarenta y cinco años incluir en el costal de mi obra científica las cosas que
entonces sentía y anotaba. Mi obra constituye un esfuerzo más o menos acertado
de hacer constar esta materia candente en la cosmovisión de mi época”.
La obra científica de Jung durante
este período de su autoanálisis a través de la imaginación activa, que se
extiende desde su abandono del psicoanálisis freudiano (1913) hasta su entrada
de lleno en la alquimia (1928), va a establecer los cimientos de la psicología
analítica. A una propuesta tentativa de tipología psicológica en 1913 le sigue
la primera teorización en 1916 de la imaginación activa, basada en la “función
trascendente” – en un texto publicado al final de su carrera, en 1957-; la
presentación en 1919 del concepto de arquetipo psicológico; su gran obra sobre
las funciones psíquicas, Tipos psicológicos,
en 1921; la formulación acabada de su concepción de inconsciente en Lo inconsciente en la vida normal y
patológica, de 1926; y su idea del desarrollo psíquico, el proceso de
individuación, en 1928, con Las
relaciones entre el yo y lo inconsciente. Sin contar con otros muchos
escritos menores y su seminario fundamental relativo a la imaginación activa,
celebrado en 1925 –cuando ya estaban listas las transcripciones mecanográficas
de “Liber Novus” y de “Escrutinios” realizadas por Cary Baynes- y titulado Psicología analítica, que tuvo lugar en
el Club Psicológico de Zürich y cuyo texto sería preparado también por Baynes.
No sería publicado sino hasta 1990.
Pero en el resto de su obra
científica se ven desarrolladas muchas de las intuiciones que surgieron en esa
confrontación, fundamentalmente elaboradas en sus paralelos alquímicos, y que
se refieren a la transformación de Dios y la conjunción de los opuestos, con la
intuición de un saber absoluto expresado en la sincronicidad. Quiere decir todo
ello que la formulación científica de las intuiciones y revelaciones
experimentadas en unas cuantas jornadas de los años 1913, 1914, 1915 y 1916,
esa “corriente de lava y las pasiones que existían en su fuego”, llevó décadas.
Para un mundo como el actual, incapaz
de demorar los deseos, en el que toda ocurrencia sin fondo se publicita como un
gran descubrimiento y una novedad “histórica”, como suele decirse puerilmente,
para el cual el pasado sólo es un cúmulo de errores y equivocaciones, donde el
trabajo callado se califica de fracaso y falta de competitividad, en este mundo
extravertido para el que toda interioridad es sospechosa, El libro rojo de Jung contrasta con su originalidad y profundidad. Pero
lejos de ser una mera curiosidad que remite a un romanticismo que idealiza el
Medievo, o un libro imponente al que rendir pleitesía desde una infantil
fantasía heroica, ofrece una vía práctica para que cada cual aprenda a indagar
en su interior, en esa psique que no es mera subjetividad, sino una objetividad
cósmica. En su laboriosa composición, “LIber Novus” manifiesta que lo
inconsciente es un espacio psíquico y no un enemigo interior que se denominaría
“el inconsciente”, una psique ciega puramente impulsiva o el resultado de un
tramposo uso lingüístico. Tampoco sería este inconsciente un estrato psíquico
relativo a las innumerables experiencias biográficas de cada cual, ni una
psicología infantil dominada por las figuras familiares, o la justificación de
cobardías e inferioridades individuales. Este inconsciente se manifiesta como
la fuente de la que brota todo conocimiento, todo sentido. Aunque será labor
de la conciencia dotar de existencia objetiva esa riqueza que
se hace patente en la historia de la humanidad y que representa así la
laboriosa tarea de la autoconciencia del cosmos.
Este libro, pues, una novedad
paradójica en cuanto inédito de un autor que hace medio siglo que no está entre
nosotros, que remite a saberes que se hunden en milenios olvidados y proyecta
un futuro aún desconocido, ofrece varios niveles de lectura y un contenido que
aquí sólo se ha querido esbozar para información de los interesados. Que más
allá de los psicólogos analíticos y los analizandos que se enfrentan con su
propia imaginación activa, abarca también al lector común de obras de ficción,
pues este libro puede leerse como una novela de formación interior; a los
estudiosos de la función psicológica de las artes plásticas y la creatividad en
general; y a todo aquel que intuye o sabe que su vida personal no es
el mero resultado de lo que los demás hacen de ella, sino el despliegue de fuerzas
poderosas que habitan en nuestro interior manifestándose con total autonomía.
FIN
[i] Las citas que ofrezco a continuación no son
estrictamente literales, sino que las compongo seleccionando en los textos
fragmentos que uno sin señalar sus hiatos, como es común, mediante el signo
(…), para facilitar su lectura sin pérdida de sentido, y no las remito a
página.