viernes, 3 de agosto de 2012

La maldición de los Átridas


La maldición de los Átridas
Arquetipos. Episodio 7.
Eduardo Casas


1. La historia trágica de una familia maldita
Los Átridas son todos unos malditos. Se los reconoce como los descendientes del rey Atreo, de allí el nombre del linaje. Una estirpe maldecida por los dioses y los hombres ya que se fundó con el derramamiento de sangre inocente. Fue el reino de los réprobos. Generaciones y generaciones, envueltas en sangre y pasión. Oscuros tiempos de profundos enfrentamientos cuyo destino estuvo marcado por el asesinato: parricidio, matricidio, filicidio, fratricidio e incesto, entre otras abominaciones. Todo en un ciclo de violencia que no tuvo fin hasta que, definitivamente, pudo ser desatado.
Esta es la historia que comenzó con un pecado contra los dioses, una transgresión que fue más allá de los límites humanos, reclamando venganza divina, difundiéndose en el espacio y en el tiempo, a lo largo de varias generaciones, creando un linaje desventurado y una descendencia maldita.

Esta es la oscura y terrible historia de los Átridas.
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Como todas las cosas, la maldición tuvo un origen. Comenzó con el rey Tántalo y llegó hasta el príncipe Orestes. Entre medio, existieron varias generaciones.
El rey Tántalo era hijo de Zeus y de Pluto, una diosa fluvial. Un día, Zeus –haciendo una excepción- lo invitó a la mesa de los dioses, en el Monte Olimpo. Esa mesa era exclusiva, ningún mortal era comensal en ella. El rey mortal, jactándose de tal invitación entre sus pares, para justificar ante los demás que verdaderamente había accedido a tal privilegio reveló -como garantía ante los terceros- los secretos que había oído en la conversación de la mesa divina. Esta indiscreción fue una grave ofensa ya que divulgó, entre los humanos, los designios ocultos de los dioses.
Además, vanagloriándose estúpidamente, aún más, se atrevió a robar algunos de los más exquisitos manjares del banquete y los repartió entre sus amigos para que comprobaran que, ciertamente, había comido con los dioses. Especialmente sustrajo néctar y ambrosía, delicadezas que conferían la inmortalidad. Los mortales nunca habían probado las exquisiteces sólo reservadas al paladar de los dioses. El rey dijo abiertamente que los había robado, por solidaridad, para ofrecérselos a los hambrientos hombres. Algunos creyeron que gustar la comida de los dioses los iba a hacer más sabios o les transmitiría algunos de los dones o poderes divinos.
Algunos sospechaban que la actitud del rey Tántalo era sólo un vanidoso orgullo cercano a la superficialidad y liviandad de los necios.
Para una sola ocasión, los pecados del rey contra los dioses fueron muchos: profanó con deshonra la morada y la mesa de los dioses, les robó sus manjares deleitables y divulgó algunos de sus secretos. Aunque si se cree que esto fue demasiado, hay que afirmar que -de hecho- no fue todo lo que osadamente hizo.
Para corresponder a la gentileza de la invitación divina, él -a su vez- convocó a los dioses a un banquete que organizó. Allí superó todo lo se podía esperar. Fue más allá del límite. Puso a prueba a todos los dioses. Deseaba comprobar, por sí mismo, si eran verdaderamente omniscientes, si podían llegar a conocer todas las cosas. Para este desafío les entregó a comer -a todos los dioses presentes- algo que él mismo, muy especialmente, había preparado con sus propias manos.
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El rey Tántalo, antes de la fiesta y de manera absolutamente deliberada, había llamado a su hijo el príncipe Pélope, sin ningún aviso previo. Cuando su hijo, confiadamente, llegó, el padre, lo estrechó en sus brazos fuertemente. En ese abrazo llevaba escondida una daga. El padre le dijo al oído que era el abrazo de la despedida. El joven sospechó que su padre se iba de viaje. Cuando el abrazo se hizo más fuerte, el hijo le dijo: “padre, no tienes que preocuparte por nada. Todo saldrá bien, según lo que has planeado”.
Esas fueron sus últimas palabras. Tras pronunciarlas, sorpresivamente, el abrazo se tornó filoso y sangriento. El joven príncipe sintió -por la espalda- el ingreso profundo de la filosa arma. Le cortó la respiración. El padre sonrió: recién ahora estoy ofreciendo un sacrificio digno a los dioses, dijo.
El rey Tántalo dejó de abrazar a su hijo, el príncipe -trastabillando- cayó al suelo, bañado en sangre. Estaba sumido en la incomprensión por el desconcertante actuar paterno.
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El príncipe Pélope ya sin vida, cayó a los pies del rey Tántalo, el cual lo tomó y- en un acceso de locura, entre risa y llanto a la vez- con sus propias manos, lo empezó a abrazar y con la daga comenzó a trozar y a descuartizar el cuerpo de su hijo.
Después de un largo rato, bañados en un fluir constante y abundante de sangre, tomó los miembros mutilados, los besó uno a uno y portándolos en una bolsa, fue a la cocina, siguió trozando y tiró las partes que no fueron usadas, luego preparó el fuego y asó la carne durante largo rato. Deseaba una comida única, exótica, muy especial como era su hijo. Mientras hacía esto, hablaba solo y monologaba como manteniendo una conversación con el príncipe, aquella que hubieran tenido en aquél fatal encuentro.
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La gran cena se realizó en el fastuoso palacio del rey Tántalo. Él quería divertirse y entretenerse con los dioses. Apetitosas y humeantes, las fuentes atravesaban el salón en todas direcciones. Criados engalanados colocaban en los platos de los divinos comensales porciones de carne con hierbas y especias. Nadie sospechaba acerca del destino sufrido por el príncipe Pélope. Los dioses estaban gozosos aquella noche. No se daban cuenta de que involuntariamente, se hacían cómplices de un crimen.
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Se percibía entre la música y las conversaciones de aquél lujoso banquete una atmósfera algo artificial y tensa, extraña y sospechosa. La mirada del rey Tántalo, sonriente e irónica, no dejaba ver sus intenciones. Con terrible atrocidad, intentó que los dioses comieran carne humana de un inocente, sirviéndola de manera muy tentadora y adornándola como una singular ofrenda. Una comida que, seguramente, nunca habían probado los dioses. El pretendía que la corte divina no se olvidara de él y de aquella extravagante comida.
Los dioses contemplaban, en silencio, sus platos sin moverse. Todos, en ese preciso momento, supieron, por su omnisciencia, lo que el monarca había hecho servir. Respetuosos e indignados, no comieron, excepto, Démeter, la diosa madre de la tierra, que por la tristeza de haber perdido a su hija Perséfone, que andaba buscando, la aflicción no le permitió darse cuenta y comió el hombro izquierdo del desdichado. Ella, inadvertidamente, se sirvió su porción con gesto delicado. Al probar el alimento se dio cuenta de que era carne humana de un omóplato.
Los dioses se horrorizaron del sacrificio que el rey había infligido a su propio hijo, presentado como el plato fuerte de la cena. Espantados por el crimen, reprobaron la acción del rey, además decidieron recomponer y resucitar a Pélope, ya que era una víctima inocente. Ellos se levantaron indignados y horrorizados al ver el cuerpo servido en el banquete perteneciente al propio hijo del despiadado anfitrión. Era un crimen digno de la furia implacable de las diosas Erinias, las vengadoras de los lazos familiares ultrajados. Un desafío a la sabiduría de los dioses con homicidio y sacrilegio, incluido. El castigo divino para el rey no se hizo esperar: su destino fue el Tártaro, el lugar más oscuro y frío del Hades, el mundo subterráneo de las sombras.
Inmediatamente, levantándose de la mesa, el dios Zeus ordenó al dios mensajero Hermes que reconstruyera el cuerpo del mutilado príncipe Pélope y lo pusiera en un recipiente mágico, sustituyendo el hueso de su hombro por uno ortopédico forjado de marfil de delfín, hecho por el dios Hefesto, herrero y orfebre muy delicado.
Una vez realizada la obra de arte fue ofrecida por la misma diosa Deméter que había mordido la carne del infortunado, sin querer. El hombro nuevo tenía, además, poderes curativos para quien lo tocara. Las diosas del destino, las Moiras le dieron a todo el cuerpo y el alma del desventurado príncipe, un hálito de vida nueva.
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El castigo otorgado al rey Tántalo -por los ofendidos dioses- remedaba la cena que el propio rey había preparado. La pena otorgada fue proporcional al pecado cometido. La intensidad del castigo fue adecuada para la transgresión realizada. Así se manifestó la justicia divina.
El rey Tántalo fue condenado a padecer hambre y sed eternamente. Lo enviaron al Tártaro, la parte más profunda del inframundo, reservada para los peores malvados. Allí sufrió un castigo eterno. Algunos dicen que estaba sumergido en un inmenso lago, cerca de un árbol con deliciosos frutos, cuando intentaba beber, el agua se retiraba y cuando deseaba comer, se apartaban de su alcance los frutos. Además había una enorme piedra que se balanceaba constantemente sobre su cabeza, amenazando con caer.
Otros comentaban que, sumergido en el lago, hasta la altura del pecho, el rey jamás podía beber. Cuando lo intentaba, las aguas bajaban de nivel; tampoco podía alcanzar nunca las manzanas de un árbol, cuyas ramas se extendían sobre él. En el momento en que alargaba la mano, las ramas se alejaban. Cuando, en raras ocasiones, el agua llegaba hasta sus labios, luego se resbala de su boca, rehusando humedecer su reseca y áspera garganta. Aunque estaba rodeado de árboles, cargados de frutas apetecibles a la vista, no podía aplacar su hambre, las ramas flexibles y huidizas, siempre se le escapaban de las manos por más que se esforzaba.

En un banquete había profanado la mesa de los dioses y los había engañado, es por eso que éstos sentenciaron al suplicio del deseo de beber y comer, sin nunca poder estar saciado, ni alcanzar el objeto de su necesidad, padeciendo el castigo de una continua insatisfacción.
El rey Tántalo, en su condena, siempre recordaba sus tres pecados fundamentales: ofender a los anfitriones despreciando el deber sagrado de la hospitalidad, haber matado a su hijo inocente y pretender desafiar a los dioses en su ciencia y sabiduría tentándolos a comer carne de un sacrificio humano.
El soberano castigado permanecía en un lugar hermoso con abundantes y variados frutos, apetitosos y deleitables que nunca podía alcanzar. La apariencia no siempre corresponde a la realidad. Lo que más deseamos, a menudo, es lo que siempre está lejos de nuestro alcance.

El rey Tántalo, sin cesar, estiraba su mano con ansiedad y ardor. La sed y el hambre lo consumían. Ni al agua, ni a los frutos, podía llegar, a pesar de estar tan próximos a él. Lo más cercano, no siempre es lo que está más a la mano.
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El príncipe Pélope, después haber sido resucitado, pasó un tiempo sirviendo a los dioses, en el Monte Olimpo, en agradecimiento por haber sido vuelto a la vida. Allí vivió mucho tiempo feliz. Sin embargo, a pesar de haber vuelto a la vida, después de muerto, sin embargo, continuaba siendo un débil mortal. Lamentablemente mucho no duró allí. Fue expulsado por robar néctar y ambrosía de la mesa de los dioses, repitiendo -nefastamente- la acción de su padre.

A menudo los hijos reiteran los errores de los padres y escriben nuevamente la misma historia bajo la ley de las mismas equivocaciones. El príncipe fue exiliado, lejos de los dioses, en las lejanas tierras de un rey que tenía una hermosa hija, la princesa Hipodamía. El soberano no quería que la princesa se casara porque una profecía afirmaba que él moriría por acción de aquél que fuera su yerno.
La hermosa y joven princesa tenía muchos pretendientes, su padre –que no quería dar a conocer el fatal vaticinio- desafió a todos los solicitantes a concursar en una carrera de carros junto a él. Quien ganara se casaría con la princesa. Si los pretendientes perdían, serían -sin excepción- castigados con la muerte.
Lo que nadie sabía es que el mismo rey -mientras se realizaba el concurso- los mataba con su lanza en tanto corrían la carrera. El rey era llevado en su carro conducido por uno de sus esclavos, el cual había recibido la orden expresa del rey de limar anticipadamente y en secreto las ruedas de los carros de los concursantes para que se rompieran durante la carrera.
Cuando se presentó el príncipe Pélope, la princesa Hipodamia quedó impactada por su actitud valerosa. Había algo en él llamativo y refulgente. Una presencia luminosa y singular. Una actitud y un porte distinto. La princesa no sabía nada de la historia de ese luminoso varón que, con su sola presencia, hacía desviar la mirada. Nadie sabía que el príncipe Pélope era un redivivo, alguien que había retornado de la misma muerte, milagrosamente, de nuevo a la vida, por designio divino.
La princesa, al verlo, se enamoró de él y ella, conociendo la estrategia de su padre, le mandó a decir que sobornara al esclavo de su padre para que cambiara los ejes de madera de las ruedas del carro de su amo, el rey, por unos de cera. El príncipe Pélope convenció al esclavo prometiéndole la mitad del reino. Así fue que el esclavo, en secreto, traicionó a su señor y amo. Cambió los clavos de bronce del carro real, aquellos que sujetaban las ruedas al eje por unos clavos de cera de abeja conservados en agua fría.
Cuando al día siguiente, la carrera comenzó, justo cuando el rey estaba alcanzando el carro del príncipe Pélope y preparándose para matarlo, las ruedas del carro real se soltaron debido a que los clavos eran de cera y con la fricción de las ruedas, se habían derretido. El coche se rompió, siendo arrastrado por los caballos. El rey murió al instante, debido a los golpes de su cabeza en el piso. Todo pareció un nefasto e inesperado accidente.
La princesa Hipodamia fingió dolor, aunque internamente no sintió tristeza. Todo salió como lo había planeado con sus cómplices. Ella se sintió, al fin, liberada del yugo paterno ya que su padre la mortificaba al decirle que nunca se casaría.
El príncipe Pélope, victorioso, aprovechando la ocasión, mató al auriga del carro real. El mismo que había traicionado a su rey por la ambición de poseer algo del reino del príncipe. Todos los presentes creyeron que el príncipe mataba al esclavo porque éste, por un descuido irresponsable en la conducción y dirección del carro expuso y terminó con la vida del rey a la vista de todos.
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El gentío gritaba espantado ante el giro inesperado que tuvo el entretenido concurso. De pronto, mientras el esclavo agonizaba, por la herida provocada por la espada del príncipe, se paró como pudo, miró a los ojos al príncipe Pélope y lo maldijo a viva voz, por su traición. El esclavo que traicionó a su rey fue, a la vez traicionado, por el príncipe, el cual lo engañó a pesar de la promesa que había realizado. El esclavo, con su último respiro, de pie, con su mano en alto, frente a todos los presentes, cuyos gritos habían cesado, lo maldijo al príncipe, a toda su descendencia y a las generaciones venideras que llevaran su sangre.
En nombre de todos los dioses, elevó su mano derecha hacia el cielo y en presencia de los que allí estaban, gritó -con la última furia que le quedaba como aliento- una terrible maldición para el príncipe Pélope y toda su estirpe. La maldición hizo retumbar el cielo y temblar la tierra, sacudiendo el firmamento con truenos y relámpagos. Un fuerte viento comenzó a soplar cuando su voz potente, gritó con fuerte eco:
“Maldito, Maldito seas Pélope por tu corazón mentiroso, traicionero y pervertido. De nada te servirá la vida que se te ha dado. Que tu brillo se apague y tu resplandor se agote. Sean oscuros tus días y tus noches más oscuras todavía. No haya agua en tu sed, ni pan en tu hambre. Que los hijos de tus hijos busquen sangre en la sangre y que no haya paz, ni descanso, ni siquiera en el silencio. Que el sufrimiento más agudo sea para ti y para los tuyos. Que a tu descendencia los inquiete la perturbación y el deseo desmedido del rencor que come por dentro el corazón. Que la guerra, sin final, los devore por completo, pactando con sus más secretas ambiciones. Que las sombras de los muertos los persigan y torturen. Que no se rompa la fuerza del castigo y que la muerte sea tu única compañía cuando te quedes solo de ti mismo, mordiendo y escupiendo tu condenado hastío insatisfecho. Que estas palabras indefectiblemente se cumplan a partir de hoy y para siempre. Que te arrepientas de estar vivo. Que la muerte de este día se repita en todos tus días por siempre. Que no haya perdón. Sólo venganza y fatiga. Que tu herencia sea un tiempo vacío, un pasado de gritos, una desesperanza en cada ilusión y una única y continúa pesadilla para tus noches. Que no encuentres nunca la paz. Que así sea”.


Que así sea, repitieron los presentes, junto con los dioses, distanciándose de las malas acciones del triunfal príncipe Pélope. Se hizo, de pronto, un prolongado y espeso silencio. Nadie se atrevió a interrumpir. Nadie hablaba. Sólo se escuchaba un fuerte viento que empezó a soplar, llevando los ecos de esa maldición a su destino, viajando en el aire de ese día que se había oscurecido, de pronto, por el deseo de los dioses, la maldición se esparcía como una niebla oscura por la memoria del tiempo y los rincones del espacio.
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Éste fue el comienzo de aquella maldición del esclavo traicionado que destruyó toda la familia del príncipe Pélope. Cuando éste asumió el reino tuvo varios hijos. Dos de ellos, mataron al favorito que iba a heredar el reino; luego ambos fueron desterrados junto con la reina Hipodamia, su madre, quien no pudiendo soportar el conflicto entre sus hijos, se ahorcó.
La maldición estuvo siempre viva, activa, punzante y desafiante. Recorrió diversas generaciones. Persiguió a padres, hijos, nietos y bisnietos. Nadie se salvó. Todos fueron continuadores del castigo y herederos de la maldición familiar que recibían como funesta sucesión y legado.
La vida y la muerte del primero príncipe y luego rey Pélope se pierden entre los oscuros vericuetos de esa maldición que fue tomando diversas formas en un laberinto de sangre y venganza. Nadie gozó nunca de la tregua de una cierta felicidad, ni de algo de paz al tener sobre sus hombros la carga de una maldición que recorrió varias generaciones.
Durante la guerra de Troya, los huesos del rey Pélope fueron llevados a la ciudad sitiada, ya que un oráculo había sentenciado que los griegos ganarían contra los espartanos si tenían con ellos esos huesos malditos por el odio y el despecho de generaciones y generaciones.
Sin que nadie lo supiera, la memoria de la guerra de Troya era fruto de esa oscura maldición recibida por el príncipe Pélope, el cual fue muerto por su padre, el rey Tántalo, quien lo mutiló y lo sirvió como comida a los dioses, los cuales horrorizados por el sacrificio humano, lo revivieron.

Los dioses ratificaron la maldición del esclavo, cuyo nombre la historia ha ignorado. Los hombres y mujeres descendientes de los reyes Tántalo y Pélope fueron alcanzados, de distintas formas, por una misma maldición. Como los diversos afluentes de un mismo cauce de un río de aguas oscuras, la maldición recorrió vidas, viajes y paisajes. Todos los cauces de ese río condenado desembocaron en el inmenso y tumultuoso mar agitado de la interminable guerra de Troya. Detrás de cada guerra siempre hay una maldición ya que nadie gana. Todo el mundo sufre.
2. Todos contra todos
El príncipe Pélope y la princesa Hipodamia, a pesar de la maldición ganada por el engaño con el cual accedieron al matrimonio, se casaron, fueron coronados reyes y tuvieron gemelos: los príncipes Atreo y Tiestes.
Durante muchos años, padres e hijos, vivieron despreocupados y casi se olvidaron de la eficacia de la maldición proferida. Prefirieron la conveniencia de no creer en ella. Sin embargo, el tiempo se encargó de refrescar la memoria. Fue cumpliendo todo, también la maldición. Con el tiempo todo llega, incluso lo que no deseamos, ni esperamos.
El rey Pélope, además, había tenido un hijo ilegítimo. Algunos dicen que con un ninfa; otros, con una esclava. Lo cierto es que ése era el hijo preferido, el favorito para heredar el reino. Los otros dos hermanos que mucho ambicionaban el trono, instigados por su madre, la reina Hipodamia, mataron a Crísipo, el hijo más amado.
Fue entonces cuando el rey Pélope, al enterarse, de la suerte de su hijo predilecto, profundamente dolorido, desterró a los otros dos incluso junto con su madre, la reina. No podía perdonarlos por semejante acción de complot. Ambos hermanos se refugiaron en la corte de un rey llamado Esténelo. Un oráculo había sentenciado al rey que cuando muriera el heredero a su trono debía ocuparlo un hijo del rey Pélope, sólo así la maldición podía seguir actuando. Cuando murió el rey, que no sabía de la maldición, aunque había comunicado el oráculo, los príncipes Atreo y Tiestes se enfrentaron, entre sí, por el trono.
Se coronaría a aquél de los dos que consiguiera un carnero cuya lana fuera de oro ya que ese animal era considerado un emblema monárquico. El príncipe Atreo, con dificultades, encontró –sin embargo- un singular carnero que tenía vellones de oro y lo sacrificó. El príncipe Tiestes, celoso, convenció a la mujer de su hermano Atreo que él sería su amante y le daría sus bienes si ella le entregaba tan sólo un pequeño vellón de oro del animal. La mujer aceptó.
El príncipe Tiestes le propuso a su hermano que fuera rey aquél que poseyera, aunque fuera tan sólo un vellón de oro de tan extraordinario animal. El príncipe Atreo aceptó, sin sospechar nada del ardid que había tramado su hermano y su esposa, la cual era muy vanidosa y no tuvo reparos en traicionar a su propio marido con tal de seguir promoviendo su desmedida ambición.

El príncipe Tiestes, al otro día, presentó primero el vellón de oro del singular animal, por lo cual se convirtió en candidato seguro a ser coronado rey. Esa noche, para que la maldición corriera su curso, el dio Zeus envió al príncipe Atreo un mensaje a través del dios mensajero, Hermes, presentándole una estrategia para que su hermano no se quedara con el trono.
El príncipe Atreo debía proponer el desafío de una prueba imposible, si al día siguiente se ponía el sol por el este, él sería el soberano, si se ponía, como siempre, por el oeste, el soberano seria su hermano, el príncipe Tiestes. Esa jornada, el dios Zeus todopoderoso, cambió el curso habitual del sol ya que sólo él podía hacer ese milagro, revirtiendo el curso natural del astro. Con semejante hecho, quedó claramente manifestada la preferencia y la elección divina.
El príncipe Atreo fue coronado rey ya el sol se había movido hacia atrás, de forma inversa a la ruta habitual en su trayecto en el cielo, una hazaña que sólo el omnipotente Zeus pudo haber llevar a cabo. El príncipe Atreo obtuvo el trono y lo primero que hizo fue desterrar a su hermano, competidor y adversario, el príncipe Tiestes. Se quedó con el reino y con la esposa de su hermano como reina, la misma que había traicionado a su esposo por ambición.
Se ejecutó así la venganza. Expulsó al destierro a su hermano y una vez que estuvo a solas con la reina, la que hasta ahora había sido su cuñada, no confiando en la avidez codiciosa de ella, desde la torre más alta del palacio real, la arrojó al mar. La infiel princesa, se ahogó. A la corte, el nuevo rey dijo que la princesa se había suicidado debido a la pena sufrida ya que su antiguo esposo no pudo ocupar el reino vacante.
Pasado un cierto tiempo, el rey Atreo, fingiendo estar arrepentido, manifestó querer reconciliarse con su hermano el príncipe Tiestes. Lo mandó llamar a la corte y -en su honor- celebró un banquete de paz y perdón. Al final del mismo, cuando su hermano, había comido y bebido, contento y satisfecho, el anfitrión presentó en una bandeja las cabezas, pies y manos de las víctimas que su hermano había comido. El príncipe Tiestes reconoció las partes mutiladas de sus cinco hijos en aquellos miembros despedazados. El rey Atreo los había hervido y servido a la mesa. El príncipe Tiestes, gritando horrorizado, ratificó –con su propia voz- sin saberlo las mismas palabras de la terrible y antigua maldición a los descendientes de su hermano, el rey Atreo, para que se cumpliera implacablemente en el nudo ciego del destino. La rúbrica solemne de la antigua maldición dada al rey Tántalo y su linaje tenía ahora, en las palabras del rey Atreo, una fuerza aún mayor, redoblando su eficacia perturbadora. A partir de entonces, los descendientes del rey Atreo fueron conocidos como los Átridas, el linaje doblemente maldito.
El príncipe Tiestes tristemente recordó que, en su familia, su abuelo paterno, el rey Tántalo, hacía mucho había matado y servido a su hijo, el príncipe Pélope como comida para la mesa de los dioses. Ahora, uno de los hijos del rey Pélope, bajo la influencia de la terrible maldición, proseguía con ese macabro ritual de su monstruoso abuelo.
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Las maldiciones maldicen a quien las profiere. El príncipe Tiestes quedó afectado por la fuerza de la misma maldición que profirió. Cegado por el poder de venganza y buscando la eliminación de su hermano, con el cual siempre competía, un oráculo le había aconsejado que si él tenía descendencia con Pelópia, su propia hija, ese hijo maldito -nacido del incesto- mataría al rey Atreo.
Como el odio no tiene límites y obnubila, el príncipe Tiestes, aunque la idea le resultaba horrorosa, sabía que sólo podía deshacerse de su hermano gemelo, tan detestado, si cumplía el fatal oráculo. Cuando se acercó a su hija con esa perversa intención, a pesar de la resistencia de la desdichada joven, el acto incestuoso se realizó por la fuerza. La maldición regía e imperaba tenebrosa. El hijo que posteriormente nació del rey padre y de la princesa hija, fue llamado Egisto, con el tiempo, efectivamente, bajo la larga sombra de la maldición, que alcanzaba a todos, vivió para darle muerte a su tío Atreo, cumpliendo así el fatal oráculo.
Cuando Egisto nació, fue abandonado por su madre, avergonzada por el modo en que su hijo fue concebido. Ella sentía que no lo podía amar, le recordaba permanentemente el desprecio que experimentaba por su propio padre, al cual odiaba profundamente por la herida que le había provocado de por vida.
Cuando la princesa dejó al niño librado a su suerte, un pastor lo encontró y lo llevó a la corte del rey Atreo, su tío, el hermano gemelo de su padre. El rey, ignorando la procedencia del niño, lo amó, lo crió y lo educó como si fuera su propio hijo. No hay que descuidarse demasiado, en cuanto nos distraemos, el destino suele ser muy irónico con nosotros y nuestras inocentes credulidades. La vida siempre busca saldar las deudas pendientes.
Cuando el niño creció y se hizo mayor, la princesa Pelópia, que se enteró que el hijo que ella había abandonado hacía años, un pastor lo había llevado a la corte de su tío, el Rey Atreo, como signo de aprecio y como un silencioso pedido de perdón, le hizo acercar, por sus esclavos, a Egisto una espada. Esa era la espada que el príncipe Tiestes, el padre del niño había sacado a su hermano, el rey Atreo, quien ahora era el padre adoptivo de ese niño.
Cuando Egisto creció aún más y se convirtió en un joven valiente, el rey Atreo envió a buscar al príncipe Tiestes ya que aún se proponía, en secreto, darle muerte. Egisto no sabía que el príncipe Tiestes era su verdadero padre.
El joven, ignorando los propósitos del rey Atreo, su padre adoptivo, cumplió la orden, encontrando el paradero del príncipe Tiestes, su verdadero padre. El muchacho regresó, trayéndolo al príncipe, con la excusa de que su hermano, el rey, le proponía, después de tantos años, un encuentro fraterno de tregua entre ellos.
El príncipe Tiestes, una vez más, confiando en su hermano, fue llevado hasta la corte por su propio hijo quien casi no conocía, ya que su hija, la madre del entonces niño, lo había hecho desaparecer muy prematuramente. Una vez que estuvo el príncipe Tiestes en la corte, se lo tomó prisionero, fue juzgado y sentenciado a muerte. El rey Atreo lo mandó ejecutar, sin dudar. El verdugo designado por el rey para ejecutar la sentencia fue su querido hijo adoptivo, Egisto, el verdadero hijo de la víctima. Egisto consideró esta distinción del rey, un privilegio ya que pensaba que el príncipe Tiestes siempre había sido un traidor al reino.
En el momento de ser ejecutado, cuando Egisto alzó la espada que llevaba, el príncipe reconoció en el arma del joven verdugo a su propia y antigua espada, gritando que se detuviera un momento, pidió que se le concediera su última voluntad. Así fue. No se le negó ese último deseo. El príncipe Tiestes, condenado a muerte, interrogó a Egisto sobre la procedencia de esa espada. El le respondió que se la había dado su madre. El príncipe suplicó entonces que, como deseo póstumo de un sentenciado a muerte, le trajeran a aquella mujer. Egisto no sospechaba que esa mujer, su madre verdadera, era la hija del príncipe Tiestes: la princesa Pelópia.
Ella acudió, siendo buscada en la corte del príncipe Tiestes donde vivía, avergonzada por el recuerdo de lo que su padre había hecho con ella, al sentirse públicamente expuesta y culpabilizada por su maternidad, fruto del abuso, aunque nadie sabía el secreto doloroso de esa historia, tomó la espada que tenía en la mano Egisto, el hijo de ella y de su padre y se dio muerte ante todos. Egisto lloró y allí supo, por la confesión del príncipe Tiestes, que esa mujer era su madre.
El joven absolutamente perturbado por semejante noticia, no pudiendo comprender que había sido el instrumento para la muerte de su madre, tomó nuevamente la espada y fue a consultar el oráculo del dios Apolo, el dios de la verdad y de la luz, en la ciudad de Delfos. Una vez allí le fue revelada toda la verdad. Egisto supo que su padre era aquél condenado a muerte. Al regresar al reino donde se había criado y descubriendo todas las intenciones de su padre adoptivo y verdadero tío, buscó al rey Atreo y lo mató con la espada que le había regalado su madre. Luego Egisto y el príncipe Tiestes, su verdadero padre, reconciliados ante la muerte de la princesa Pelópia, reinaron conjuntamente en la ciudad.
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Los hijos del rey Atreo, los príncipes Agamenón y Menelao, después de la muerte de su padre, se vieron obligados a huir, dirigiendo sus pasos hacia Esparta, donde el rey Tíndaro los recibió cordialmente.
Allí la maldición los esperaba fielmente, no perdía ni su poder, ni su memoria. Ella seguía su curso y su historia. En ella se guardaba un designio: los que deseaban matar, eran matados. Los que se alzaban contra su sangre, sin respeto, eran aniquilados. Los hermanos enemistados y enfrentados, a la larga, hicieron desaparecer su linaje y sus raíces.
La envidia y el odio no nos permiten reconocernos como hermanos. Nos desfiguran por dentro. Terminamos desconociéndonos.
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Asesinado el rey Atreo, sus dos hijos huyeron a Esparta. Tíndaro, el rey, puso a disposición de los dos hermanos, los príncipes Agamenón y Menelao, un ejército con el que lograron derrocar a su tío, el rey Tiestes, el cual estaba en el poder. El príncipe Agamenón fue entonces nombrado rey, en lugar del príncipe Tiestes y se casó con la princesa Clitemnestra, la hija del rey de Esparta. Ella ya se había casado, en primeras nupcias con un hijo de Tiestes, el cual fue muerto -en una batalla- a manos del que ahora era su esposo, el rey Agamenón. Cuando se casó con la princesa Clitemnestra, convirtiéndola en reina, el rey Agamenón arrancó violentamente al hijo de ésta, recién nacido, arrojándolo contra las piedras de un precipicio. No quería nada que perteneciera a su anterior marido. La desconsolada princesa Clitemnestra, habiendo perdido a su esposo e hijo, fue obligada a casarse con el rey Agamenón, el asesino de su familia. A la princesa Clitemnestra no le importaba convertirse en reina de semejante manera. Se casó forzada, aborreciendo a su esposo, el nuevo rey. A pesar de ello, tuvieron varios hijos: Ifigenia, Electra, Crisótemis y Orestes.
El príncipe Menelao, el hermano del rey Agamenón, que había huido con él a Esparta, se desposó -nada menos- con la princesa de ese reino: Helena, legendaria por su proverbial hermosura. Ella, una vez casada fue raptada por el príncipe troyano Paris, en virtud de una promesa de la diosa Afrodita que le concedió el favor de la mujer más bella al nombrarla a ella como la diosa más hermosa. Helena y Paris se casaron en Troya. La alianza entre jefes y guerreros griegos para rescatarla dio origen a la guerra de Troya.
El rey Agamenón, estuvo a cargo de la organización militar durante los diez años que duró la guerra. Al comienzo, la expedición no podía llevarse a cabo porque una calma total de los vientos impedía el desplazamiento de la navegación. Según el oráculo y la consulta realizada al adivino Calcante, el favor de la diosa Artemisa, que retenía los vientos, sólo podía librarse si el rey Agamenón sacrificaba a su hija Ifigenia. Este hecho, aunque algunos afirman que no se realizó, aumentó el aborrecimiento y el odio que la reina Clitemnestra ya le tenía al rey Agamenón. Nuevamente el rey le privaba a la reina de uno de sus hijos.
En el décimo año de la guerra de Troya, el rey Agamenón, tomó la esclava del héroe Aquiles, éste indignado, abandonó el campo de batalla. Sólo salió de su carpa para ir a los ritos fúnebres de su amigo Patroclo, al cual el príncipe Héctor de Troya lo mató, por confusión, al llevar la armadura que le había prestado Aquiles. En su honor, éste mató al príncipe Héctor de Troya en un duelo mortal. El hermano de Héctor, el príncipe Paris, a su vez, hirió a Aquiles -en su talón- dándole muerte en la batalla final. París, por último, fue abatido por Filoctetes, el mismo que mientras navegaba con sus compañeros hacia Troya, fue herido en el pie por una mordedura de serpiente. A causa de la infección de la herida fue abandonado en una isla desierta. Luego fue sacado de allí y llevado a Troya debido a que un oráculo había dicho que ésta no caería mientras Filoctetes no estuviera presente. Se necesitaba su presencia para que Troya sucumbiera. La cadena de la muerte recorría todos los destinos de los protagonistas de la guerra. La maldición estaba como una sombra viva, siempre presente, aunque nadie podía verla.

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A la vuelta de la guerra, al rey Agamenón, lo esperaba un destino funesto. Su mujer había tomado como amante al hijo del rey Tiestes, Egisto. La reina Clitemnestra estaba irritada porque tenía varias cuentas pendientes con el rey Agamenón: la vida de su primer hijo muerto, el sacrificio de su hija Ifigenia que él había perpetrado –según decían- mediante engaños, la amante que traía de Troya, como un trofeo, la adivina Casandra, hija del rey de Troya y la muerte de su primer esposo.
La reina Clitemnestra recibió al rey Agamenón fingiendo alegría y hospitalidad. Una vez dentro del palacio, mientras su esposo tomaba un baño, fríamente lo asesinó con una espada, teniendo la complicidad de Egisto, su amante. La unión matrimonial de la reina Clitemnestra con el rey Agamenón había sido desventurada desde el principio.
Casandra que era una adivina desdichada ya que estaba condenada a no ser nunca creída, había vaticinado la muerte de su amante, el rey Agamenón, su propia muerte y la de sus dos hijos. Nadie nunca le creyó sus vaticinios. Sin embargo, todos se cumplieron. Incluso cuando -en la misma Troya- anunció que la ciudad sería destruida. En la corte de su padre, el rey Tíndaro de Troya, nadie le dio crédito. El dios Apolo le había asignado ese destino a Casandra por no haber correspondido el amor que le tenía el dios de la profecía.
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La maldición tenía miles de voces y de ecos. Gemidos y estertores de sufrimiento acumulado. Lamentos del olvido y llamados de la sangre. Quejas de las almas perdidas en sus destinos. Clamores y llantos que no se apagaban, ni se apaciguaban con el tiempo.
Por todos estos laberintos sangrientos, la maldición seguía fuerte y eficaz, oscuramente poderosa. Insaciable y tremenda, buscaba la sangre de la próxima generación. La violencia generaba mayor violencia, una espiral despiadada buscando la ciega memoria de viejos rencores.

Nunca hay que maldecir. Los caminos de la vida son tan sorprendentes, en sus variaciones, que nos pueden llevar al origen o al final, al punto de partida o de llegada del trayecto implacable que recorre silenciosa y despiadada cualquier maldición.
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Tras la muerte del rey Agamenón, la princesa Electra, su hija, envió a su hermano, el príncipe Orestes, fuera de la ciudad, temiendo que el amante de su madre, intentara acabar también con la vida del posible heredero. Cuando fue mayor, el joven visitó el oráculo de Delfos. Allí se le reveló que debía vengar a su padre. Se encaminó entonces a su patria y ofrendó un mechón de su cabello en la tumba de su padre a modo de ofrenda. La princesa Electra, su hermana, estando un día en la tumba de su padre, encontró ese mechón y, lo reconoció, llena de alegría, supo que su hermano estaba cerca. Al poco tiempo se encontraron y planearon juntos la venganza contra su madre. El príncipe Orestes la llevó a cabo. Sabía que si el oráculo había profetizado, él nunca podía escapar de la rueda del destino. A pesar de su conflicto interior -vengar la memoria de su padre, matando a su madre- lo hizo.
La reina Clitemnestra fue asesinada por el príncipe Orestes. También corrió la misma suerte el amante de su madre, Egisto. Por cometer matricidio, las Erinias, espíritus vengadores, diosas aterradoras que se nutren del alma sin descanso de los asesinados violentamente, lo persiguieron hasta hacerlo casi enloquecer.
Esta persecución duró mucho tiempo. Sólo un dios y un solemne tribunal humano podían deshacer la fuerza de la maldición que recorría las generaciones de los Átridas. El príncipe Orestes fue juzgado en la ciudad de Atenas. Defendido por el dios Apolo y la diosa Atenea. El tribunal empató en la cantidad de votos de culpabilidad y de inocencia. Algunos lo veían como un asesino. Otros lo consideraban una víctima de su propio destino.
Por las palabras de la diosa Atenea que manifestaron una justa sabiduría, resultó absuelto. Con este acto, ratificado por los dioses, se desató, para siempre, la larga maldición que gravitaba sobre la familia de los Átridas, los reyes malditos. La fuerza lóbrega que sobre ellos pesaba se disolvió como polvo remolineando en el viento. En el preciso momento en que se impartió la absolución para el príncipe Orestes y cuando la diosa Atenea levantó su mano para el divino perdón, comenzó a soplar un fuerte viento que parecía llevarse todos los ecos mudos de las sombras y el peso de antiguas cargas sin redención. El viento soplaba, renovaba y purificaba. El príncipe Orestes sintió que el viento lo invadía y pasaba entre sus ropas acariciando y limpiando todo.
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La pesada gravidez de la maldición fue abolida por la fuerza misericordiosa con la que la diosa Atenea juzgó el caso del príncipe Orestes, perdonándolo. A pesar de obrar el asesinato de su madre con la complicidad de su hermana, la princesa Electra, sin embargo, los oráculos y las maldiciones estaban señalando fatalmente su destino, del cual no podía huir. Nadie puede escapar, ni burlarse del destino. Todos caminan su propio camino, para bien o para mal.
La bendición de la diosa Atenea deshizo la fuerza compacta y tenebrosa de la maldición. El príncipe Orestes reconoció su crimen, repudiándolo. Las diosas de la venganza -las Erinias de su madre la reina Clitemnestra- siempre lo perseguían y obsesionaban. Sin embargo, nada puede hacer un mortal cuando está sentenciado por un destino trágico. Sólo los dioses pueden condenar o salvar.
Después de muchos años y generaciones infelices, luego de abundante sangre reclamando sangre y de odio desatado en furia, la maldición se debilitó en su fuerza por el poder de la misericordia de la diosa Atenea y así llegó a su fin. La misericordia desata cualquier maldición. Toda la densidad de la oscuridad se vence con un pequeño y frágil rayo de luz.
El poder de la maldición se disolvió, inmediatamente, como ceniza. La muerte -que había sembrado a lo largo de las generaciones- era mucha. Cuando una familia está en contra de su propia sangre, el rencor echa raíces profundas y amargas que, lentamente, todo lo va envenenando. El perdón desata los nudos ciegos de cualquier fuerza oscura. Sólo la absolución y la piedad, la misericordia y la paz, engendran luz. Nadie puede estar en contra de su propia carne. Nadie puede manchar la memoria de los suyos. El odio genera desencuentro, ruptura y desunión. La paz llega cuando cada uno se hace cargo de sus actos y las consecuencias, se arrepiente del mal realizado y procura el bien. La luz nace del bien. No hay ninguna maldición que pueda contra el bien y la fuerza del amor. El más pequeño amor destraba la más poderosa maldición. El amor es bendición: amar bien, queriendo el bien. No hay fuerza en el universo contra esto.
Una vez en la vida, el amor tiene que dejarnos sin opción. Qué sólo él sea nuestra libertad. Que nos saque todo y -sin aliento- es preciso entregar el corazón, sin reservas. Sintiendo su poder sanativo y curador. Dejar de preguntar y liberarse. Sentir que la bendición desciende como una lluvia copiosa del cielo. Hay que dejar que eso ocurra, aunque sea una sola vez en la vida.

3. El arquetipo de la historia de una maldición
Cada uno de los personajes de la historia narrada es un arquetipo en sí mismo. La misma historia de la maldición familiar, entre generaciones, constituye un arquetipo complejo.
El linaje maldito de los Átridas nace de la osada pretensión del rey Tántalo de poner a prueba a los dioses para ver si ellos son sabios y omniscientes. Su pecado fue de la soberbia, procurar ponerse al mismo nivel de los dioses ya que éstos lo habían invitado primero a la mesa del Monte Olimpo. La estrategia que preparó fue absolutamente macabra y sádica, les dio a comer -descuartizado- el cuerpo de su hijo, el príncipe Pélope. Esto lo transformó en un ser despiadado, vil y sin límites. Su soberbia lo encegueció hasta llegar a extremos. El intento de ser como los dioses lo llevó al exceso y la desmesura.
El rey Tántalo es el arquetipo de la soberbia, la más fría y calculadora, la que no tiene reparos en cualquier acción, con tal de llegar a su cometido. Este pecado también aparece en la Biblia, en las primeras páginas del libro del Génesis. Allí se describe la tentación de la primera pareja humana, la de ser como dioses en el conocimiento del bien y del mal, tomando el fruto prohibido (cf. Gn 2,17, 3,5).
Después de caer en la culpa, el jardín paradisíaco del Edén se transformó en la puerta del exilio ya que la primera pareja fue desterrada cargando con la maldición de su pecado.
En el mito griego, la acción sacrílega del rey Tántalo es el punto de partida de la maldición que luego recibirá el príncipe Pélope y toda su descendencia y luego se redobla con la ratificación de la maldición al rey Atreo. Se establece firmemente así una culpa inicial que ensombrece el resto de la estirpe que lleva esa sangre. La culpa del rey Tántalo es pagada en el Tártaro, el lugar reservado para los castigos más severos infligidos por el reino de las sombras, el Hades, donde hay agua y frutos como en un jardín paradisíaco y, sin embargo, no pueden saciar la sed y el hambre. Lo hermoso se transforma por la culpa en algo atormentador. También así sucede en el libro del Génesis, una vez que la primera pareja pecó, fueron expulsado del Paraíso asumiendo las consecuencias de su acción transgresora. Por el pecado de los orígenes, la culpa -transmitida a partir de la primera pareja humana- afectó incluso a toda la Creación, heredera de esa maldición (cf. Rm 8, 19-24).
Hay una misteriosa solidaridad en el mal que se entreteje, más allá de la libertad personal de quien la ha causado, afectando a otras libertades e –incluso- a la condición humana en sí misma. Muchas religiones hablan de mitos originales acerca de la culpa. Casi todas las religiones ponen –en el origen del conflicto- una competencia entre lo humano y lo divino. Cuando lo humano se extralimita, cae en una acción devastadora que arrastra y envuelve a todos por igual. Las religiones conocen este núcleo oscuro del corazón humano envuelto en la soledad de sus propias sombras.
Esto se puede contemplar en la maldición de los Átridas o en los descendientes de Adán y Eva. Hay una culpa solidaria, en el mal, que afecta a todos. No excluye a nadie en sus efectos. Todos lo sienten, de una u otra forma (cf. Jr 32,18).
En la primera competencia entre los hermanos gemelos, los entonces príncipes Atreo y Tiestes, a pesar de que Tiestes -con engaño- consiguió el mechón de oro de la lana del carnero, Atreo fue elegido en razón de que el dios Zeus hizo poner el sol de manera contraria a lo habitual.

Un suceso similar se narra en la Biblia, en el Antiguo Testamento, cuando el juez Gedeón, combatiendo con el pueblo enemigo y pagano de los amorreos, el Dios de Israel, en plena batalla, salió a favor de los suyos, deteniendo el sol y haciendo permanecer la luna inmóvil. Así lo hizo hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. Los astros dejaron de correr casi un día entero. Jamás hubo otra jornada igual, ni antes ni después, en que Dios obedeciera a la voz de un hombre. Esto se realizó manifestando que el Señor combatía en favor de Israel (cf. Jos 1, 12-14).

La historia del mito griego en donde Zeus hizo que el sol tuviera un recorrido inverso al habitual y la narración de la Biblia donde el Dios de Israel detuvo el sol y la luna en favor de Gedeón y su pueblo, muestran simbólicamente la condescendencia de lo divino, de manera extraordinaria, hacia lo humano. No haremos la consideración científica si tales fenómenos -con el sol y la luna- son posibles. Los mitos griegos y la Biblia no pretenden hacer ciencia y especulaciones astronómicas. Nos enseñan otra cosa, en este caso, por ejemplo: el favor y la preferencia de los dioses, los milagros que revelan esta elección y la fuerza de la omnipotencia divina ya que el sol y la luna son las máximas luminarias de nuestro cielo. Todo es posible cuando los dioses se apiadan de los hombres y condescienden a sus anhelos.
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El acto vil e inaudito de matar al hijo y ofrecerlo como comida, no sólo el despiadado rey Tántalo lo hizo en la mesa de los dioses sino que se vuelve a repetir cuando el rey Atreo le dio a su hermano, el príncipe Tiestes, a comer los miembros mutilados de los cinco hijos de éste. Este repulsivo acto sólo puede nacer del odio y el rechazo.
Si bien en el relato de los Átridas este hecho es literal podemos también considerarlo desde un punto de vista metafórico. Los padres muchas veces comen, de variadas maneras, a sus hijos. Los fagocitan, los exprimen, los dejan sin fuerzas, sin energía y sin vida propia. De muchas formas, la identificación padres e hijos puede volverse insana. Siendo el vínculo más constitutivo es también el más susceptible de ser contaminado. De hecho, es un lazo que permanece y se trabaja toda la vida. Es el más gozoso y doloroso, el más esencial y conflictivo, el más estructurante y complejo de todos los lazos humanos. El que más nos construye y el que más nos puede malograr.
Para aquellos que no profesan la fe católica -cuando decimos que comemos el Cuerpo y bebemos la Sangre de Jesús- a menudo les suena algo extraño. A los mismos judíos contemporáneos del Señor les pasó. Así quedó consignado en el Cuarto Evangelio cuando Jesús dice: “les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre es quien les da el verdadero pan del cielo. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Los judíos discutían entre sí diciendo: ¿cómo este hombre puede darnos a comer su carne? Jesús les respondió: les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que me come, vivirá por mí. Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: ¡es duro este lenguaje!, ¿quién puede escucharlo? Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: ¿esto los escandaliza?, ¿qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? (Jn 6,32. 51-52. 57. 60-62). El comer con los dioses, participar de la mesa divina, compartir sus manjares o comer su carne y beber su sangre es una aspiración que todas las religiones añoran y lo han expresado, cada una a su manera. El mismo Jesús, en una de sus parábolas, habla de participar en la mesa y en el banquete del Reino de los cielos (cf. Mt 22,1-14).
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La maldición familiar que recorre la historia de los reyes Átridas manifiesta que, los de la misma sangre, se constituyen en enemigos que hay que eliminar. La maldición los enceguece a todos: cada uno da muerte a otro. Esta historia de maldición y venganza entre hermanos, nos recuerda a la historia de la Biblia en la cual un hermano envidioso, Caín, da muerte a su hermano justo, Abel (cf. Gn 4,1-16). Caín sintió envidia por la ofrenda presentada por Abel a Dios ofreciendo lo mejor de su rebaño, mientras que Caín otorgó sólo frutos de la tierra. Por lo cual, su envidia lo cegó y mató a su hermano. Después del fratricidio quedó señalado: Dios lo marcó en su frente para que todos lo reconocieran. La marca de esa señal que Caín consideró como maldición, misteriosamente, a modo de tatuaje de Dios, lo salvó ya que, a manera de escudo y protección, impidió que otros lo mataran. La señal de Dios no fue para la venganza sino para el arrepentimiento.
En el caso del mito narrado sucedió algo similar, los príncipes Atreo y Tiestes tuvieron que conseguir un carnero con vellones de oro. A raíz de este hecho, debido a la competencia que sostuvieron por el trono, se consolidó, aún más, su rivalidad.
En el caso de la Biblia, Caín es considerado un maldito. Ese deshonroso título lo hereda hasta el mismo Jesús. San Pablo afirma “Maldito el que está colgado de un madero” (Gál 3, 13) citando a ley judía del Antiguo Testamento. Las maldiciones, en la Biblia, cuando aparecen (cf Gn 12, 3; 24, 41; 26, 28; Dt 21,13; 27,14-26; 28, 2. 15; Jr 17, 5-8; 20, 14; Jb 31,30; Neh 10,29; Zac 5,3) no son meras palabras.
En la concepción Bíblica, las palabras no son solamente vocablos sino instrumentos poderosos, agentes eficaces que realizan lo que dicen, empezando por la Palabra de Dios que nunca vuelve vacía sino que realiza lo que el Señor le ha encargado (cf. Is 55,10-11). La Creación ha sido hecha por una Palabra que hace lo que dice, tal como cuenta el libro del Génesis.
Las bendiciones o maldiciones son palabras que se realizan, realidades dinámicas y activas que tienen una misión y un encargo. Detrás de cada palabra proferida está el alma y la energía de quien la pronuncia, el deseo y la voluntad de quien la dice. En el Evangelio, el mismo Jesús, en una ocasión, maldice a una higuera porque no tiene frutos (cf. Mc 11,14; 20, 21). Esta acción del Señor es también un gesto profético.
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La maldición que rigió la vida de los reyes Átridas generó una cadena de venganzas continuas entre padres, esposos, hijos y hermanos. Nadie se salvó. En la Antigüedad existía un derecho y un deber de venganza ya que se jugaba el honor público de una persona o de un pueblo. Recién con el cristianismo apareció una fuerte crítica a ese derecho y deber de venganza ya que Jesús postuló el amor universal incluyendo los propios enemigos (cf. Lc 6, 27-37; Mt 5, 43-48). San Pablo nos recuerda que la venganza es sólo del Señor, Él es el único que puede ejercerla. En la Carta a los Romanos afirma: “no tomen la justicia por su cuenta. Dejen que sea Dios quien castigue. Dice la Escritura: mía es la venganza. Yo daré lo que se merece, dice el Señor” (12, 19).
Ciertamente el deseo de venganza y revancha -muchas veces- lo experimentamos cuando nos sentimos heridos u ofendidos. No es un sentimiento cristiano. El Dios Amor, el Dios de la justicia, la misericordia y el perdón, no puede justificar la venganza. Cuando uno decide no vengarse no es debilidad, ni deshonor sino que tiene conciencia que el destino de las acciones humanas, las nuestras y las ajenas, no está en nosotros poder sopesarlas con exactitud. Su recompensa o reprobación está en las manos de Aquél que es el Justo por excelencia.
El Dios justiciero, vengador y vengativo del Antiguo Testamento ha sido reemplazado por el Dios del amor misericordioso del Nuevo Testamento revelado en Jesús, quien como Justo sufriente, ha tomado sobre sí, el castigo de todos para redimirnos.
En el Antiguo Testamento se encuentra la figura del pueblo de Israel como siervo sufriente (cf. Is 40,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13; 53,12) y la de Job como un justo dolorido inocentemente. Cuando uno sufre, muchas veces, se pregunta si es culpable de algo. Une el origen del sufrimiento con una supuesta culpa o castigo. Vincula la experiencia existencial del sufrimiento con la dimensión ética de las acciones y su mérito.
Buscar una culpa, sea psicológica o moral, no ayuda para resolver el misterio del sufrimiento. Tampoco se trata de un pecado personal o de culpas de otros (cf. Jn 9,2-3). No debemos inculparnos a nosotros, ni mucho menos, a Dios. Nadie puede explicar el origen del propio sufrimiento o del padecimiento ajeno. Conviene no explicarlo sino aceptarlo.
El arquetipo del justo sufriente se asemeja al del mártir, aunque hay una diferencia. El mártir sufre por ser fiel a sus convicciones. El justo sufriente desconoce la razón por la que sufre. El origen y la finalidad de su sufrimiento resulta un misterio. Job no puede explicar su angustia, lo único que puede es maldecirla o bendecirla. Una vez que acepta el sufrimiento, éste le revela el sentido que tiene en su vida.
El sufrimiento siempre transforma. A algunos los vuelve más sombríos y opacos y a otros, más luminosos y resplandecientes. Cada uno transfigura, a su modo, el propio sufrimiento. Hay personas sufridas que destellan una luz particular, una verdadera sabiduría y una paz que les han sido dados en razón de sus padecimientos. Los contemplamos con temor reverencial. Muchas veces, en silencio. El sufrimiento no se puede profanar con palabras superficiales. Nos queda resonando en el corazón siempre un “¿por qué?” cada vez que sufrimos y no alcanzamos a vislumbrar el sentido de tal padecimiento. Ese “por qué” se parece a la interrogación que los niños le hacen a sus padres cuando están asomando al misterio de las cosas en este mundo. El sufrimiento nos vuelve como niños ante Dios, siempre en los labios nace un nuevo “por qué”.
4. La maldición se cambia por bendición
Los reyes Átridas, la familia maldita, tienen -en la fuerza de su despecho y odio- la sentencia de estar unos en contra de los otros para, mutuamente, eliminarse. Jesús, en su Evangelio, nos dice que solamente su opción puede provocar tal enfrentamiento, lo demás, no lo justifica: “estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra” (Lc 12, 53).
Estas palabras son eco del pronunciamiento que hizo antiguamente el profeta Miqueas cuando dijo: “el hijo trata con desdén al padre, la hija se levanta contra la madre y la nuera contra su suegra. Los enemigos del hombre son los de su propia casa” (7,6). (Efecto eco). El Evangelio de Mateo, a su vez, afirma que “el hermano entregará a la muerte al hermano y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres y les causarán la muerte.” (10,21).
En todos los tiempos existieron familias desunidas. La verdadera maldición de una familia es su propia desunión. Allí radica el germen de todo mal. No hay mayor desintegración que la que viene desde adentro.
El mito griego pone, en el corazón de una familia, la semilla propagadora de la destrucción a través del maleficio de una maldición haciéndonos ver, por contraste, que no hay mayor tesoro y bendición que la familia. La simiente de mal y muerte que lleve dentro de sí cualquier familia es su más eficaz maldición.
No obstante, cualquier maldición se desata con amor, el cual es más fuerte que toda muerte (cf. Ct 8,6). No hay mayor bendición que el amor. Sólo él libera, desata, cura, transfigura, bendice y se propaga, fecundamente, de manera aún más asombrosa que cualquier otra fuerza oscura. La bendición de la luz libera toda maldición.
El amor y el desamor siempre vuelven al corazón del cual salieron. Las maldiciones y las bendiciones regresan multiplicadas. No hay que hacer el mal porque retorna potenciado. Hay que amar porque siempre regresa multiplicado (cf. Lc 11,24-26). El amor permanentemente es fecundo y solidario. Nos hacemos bien, haciendo el bien.
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En el comienzo de la narración del mito griego de los Átridas, el príncipe Pélope, una vez que es matado, descuartizado y asado por su propio padre, el rey Tántalo, para ser servido como comida de los dioses es retornado a la vida, por la acción de los mismos dioses, que no aceptan la vida de un inocente sacrificado. El príncipe Pélope es regresado a la vida por la acción divina.
Esto nos recuerda a Jesús, el cual se dio -a sí mismo- como comida y bebida en la Última Cena en la Eucaristía, luego ofreció su cuerpo martirizado como sacrificio redentor en la Cruz y posteriormente Dios, su Padre, lo resucitó retornándolo a la vida.
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En el mito de los Átridas, la maldición recorre la vida de padres e hijos, castigando en unos la culpa de los otros. En el Antiguo Testamento, el rey David, después de tener un hijo quien será, nada menos que el rey Salomón, fruto del adulterio con Betsabé, la esposa del soldado Urías que el rey David mandó a matar, el castigo al pecado del padre se prolonga en la vida del hijo. Salomón fue el más sabio de los reyes de Israel, No obstante, también se pervirtió por el contacto con sus esposas paganas. El rey David se arrepintió y su pecado fue perdonado; no obstante, en la vida de su hijo se pagaron las consecuencias.
David, cuando aún era pastor fue capaz de matar al gigante Goliat. Aunque no supo dominar su pasión por Betsabé, al igual que le sucedió a su hijo, el rey Salomón, con sucesivas mujeres. El estigma de la debilidad los persiguió y los hizo sucumbir.
En el Antiguo Testamento el rey David y el rey Salomón no son los únicos ejemplos donde la culpa intergeneracional es presentada en solidaridad de destinos como maldiciones ancestrales dinásticas, de linaje o familiares. Este tipo de maldiciones son invocaciones de condenación y mal sobre muchos miembros de una misma familia o estirpe con el fin de traer consecuencias negativas de efecto prolongado en sus vidas.
Estas maldiciones aparecen en la Biblia en el libro del Éxodo (cf. 20,5; 34, 7) y en el libro del profeta Jeremías (cf. 32, 18). Sin embargo, en el mismo Antiguo Testamento hay una revocación de la ley de estas maldiciones (cf. 2 Cro 25, 4) ya que cada uno responde por sus actos desde su propia libertad (cf. Dt 24, 16; Jr 31,30; Ez 18,20). En el Nuevo Testamento, Jesús explícitamente dejó sin efecto esta perspectiva en la escena del ciego de nacimiento cuando le preguntan al Señor quién pecó para que naciera sin luz en los ojos: ¿él o sus padres? (cf. Jn 9, 1-3). Para Jesús nadie viene a pagar la culpa de otro. Todo sucede para que se manifieste la gloria de Dios. A partir de la venida del Señor la maldición se cambia en bendición.

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La maldición de los Átridas constituye un arquetipo complejo de soberbia, odio y venganza en donde se desarrolla una secuencia de pecados que van, desde el asesinato en todas sus formas familiares (parricidio, matricidio, filicidio y fratricidio), hasta el incesto y otras atrocidades como el canibalismo y los sacrificios humanos.
Hemos considerado, además, en el Antiguo Testamento, las maldiciones como fuerzas de palabras que se cumplen, sentencias malintencionadas de exclusión y muerte. A menudo abarcan generaciones sucesivas como es el caso del rey David y el rey Salomón. También reflexionamos sobre las consecuencias del sufrimiento, sobre todo el padecimiento inocente, como es el caso de Job hasta llegar, en el Nuevo Testamento, a Jesús, el cual San Pablo, citando la Palabra de Dios, lo llama duramente “Maldito” por colgar de un madero, como decía la Antigua Ley. Él es el siervo doliente, injustamente sufrido, tal como anunció el profeta Isaías.
Todas estas historias de los mitos griegos y la Biblia -el pecado original, Caín y Abel, Gedeón y Job, David y Salomón, entre otras- nos hacen descubrir que no hay que subestimar la capacidad de odio y venganza, por un lado y la potencialidad de amor y redención, por otro. Las fuerzas de la oscuridad y de la luz están siempre en puja en todos los corazones humanos.
Uno nunca sabe en qué momento puede volverse, debido al imperio de las circunstancias, repentinamente un héroe o un villano. Muchos héroes anónimos reaccionan valerosamente, incluso arriesgando su vida, en medio de situaciones que nunca hubieran imaginado estar.
No debemos subestimar nuestra capacidad espiritual y psicológica para el mal y para el bien. Por lo mismo que podemos ser crueles, con la misma fuerza, podemos ser bondadosos. La decisión está sólo en nosotros y en nuestra libertad. 

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