viernes, 10 de agosto de 2012

Hermíone y Andrómaca


 HERMÍONE Y ANDRÓMACA, DOS MUJERES PARA UN HOMBRE

Arquetipos. Episodio 5.
Eduardo Casas
1. Una princesa abandonada
Los ríos de la memoria cuentan que la interminable guerra de Troya exaltó la leyenda de la enigmática mujer que la provocó: Helena. Su final fue controvertido. Algunos dicen que su esposo, el rey Menelao, la rescató de Troya, la perdonó por su adulterio con el príncipe Paris y juntos volvieron a la corte de Esparta.
Otros hablan del destierro de Helena, una vez terminada la guerra peregrinando por tierras extranjeras hasta que, atormentada por el pasado y los muertos que pesaban sobre su conciencia, presa de culpa por haber causado la ruina de dos reinos, terminó ahorcándose.
Incluso hay quienes sostienen que Helena fue finalmente divinizada como símbolo perpetuo de belleza y seducción, viviendo junto a los dioses en los Campos Elíseos, esa sección sagrada del mundo subterráneo, el lugar donde las sombras de los hombres virtuosos y los guerreros heroicos llevan una existencia dichosa y feliz, en medio de paisajes verdes y floridos, teniendo la oportunidad –si desean- de regresar, aunque sea fugazmente en alguna aparición, al mundo de los vivos, cosa que no muchos hacen. Pocos quieren volver a nuestro mundo, una vez que se van. Ese hermoso lugar en que moran, a pesar de estar ubicado abajo, en lo que se denomina “infierno”, es la antítesis de la otra región más oscura del Hades llamado Tártaro.
Hay también quienes afirman que al regresar de Troya, la reina Helena y el rey Menelao llegaron hasta donde estaba siendo juzgado el príncipe Orestes -el único hijo varón del rey Agamenón que había vengado la memoria de su padre, al matar, por la influencia de su hermana Electra, a su propia madre Clitemnestra y a su amante, Egisto- allí Orestes pidió ayuda a su tío, el rey Menelao, el cual se la negó. Orestes entonces se vengó matando a la reina Helena y cuando iba a hacer lo mismo con la hija del rey Menelao y la reina Helena, llamada Hermíone, el dios Apolo la salvó, decretando que Helena fuera inmortalizada y llevada a la morada de los dioses. Luego, el mismo dios, concertó el matrimonio entre el príncipe Orestes y la princesa Hermíone conciliando así a las dos partes de una misma familia que estaba enfrentada. Ésta es la historia de Hermíone, la hija de la famosa y legendariamente bella Helena.
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No fue fácil ser la hija de la mujer más conocida y nombrada, la que todos señalaban como la encarnación de la fatalidad amorosa.
Helena fue la doncella más disputada, tuvo el extraño privilegio de elegir, entre numerosos pretendientes, a su esposo, superando así -en su tiempo- la barrera cultural de un sistema patriarcal. Ella ha sido una de las pocas mujeres que ha disfrutado de las prerrogativas de elegir a su propio marido. Durante los años en que vivió feliz con el rey Menelao le dio a éste una hija, Hermíone. Todos estaban tranquilos en el reino de Esparta, en medio de una corte rica y hospitalaria. Sin embargo, esa felicidad se rompió con la llegada del príncipe Paris, proveniente de la ciudad de Troya.
El huésped fue tratado con honores. Cuando el rey partió para asistir a unos funerales reales lejos de su corte, antes de irse, le encargó personalmente a Helena el cuidado del huésped de honor, concediendo el permiso para que el príncipe permaneciera todo el tiempo que quisiera en la ciudad.
No tardó el príncipe Paris en enamorar a la reina Helena, la que, por voluntad de la diosa Afrodita, se dejó seducir con ese amor pasional que es mezcla de ardor divino y trascendente y fuerza peligrosa y destructiva. No sólo fue la belleza proverbial de la reina Helena, también fue la hermosura del príncipe y sus riquezas, las que se conjugaron en esta pasión. Ambos se sedujeron. Como el tiempo era escaso, había que obrar con premura. La reina rápidamente reunió todos los tesoros que pudo, a las mejores esclavas que tenía y huyó con su reciente amante durante la noche. Lo único que dejó en Esparta fue, nada menos, que a su pequeña hija Hermíone.
La princesa vivió bajo la intemperie del abandono de la mujer de la cual todos hablaban y ella, casi que no conocía. No fue fácil vivir con esa herencia. Muchas veces quería silenciar el nombre de su madre por las controversias que generaba. En más de una ocasión no deseaba ser la hija de Helena de Esparta que luego fue llamada Helena de Troya. El escándalo rodeaba su recuerdo. La guerra entre los dos pueblos, durante diez años, nació de una pasión amorosa y del deseo del pueblo de Esparta de no verse burlado por su reina y por el huésped venido de Troya.
La niña vivió rodeada de preguntas sin respuestas y de culpas que se cargaba a sí misma. A pesar de todo quería sobrevivir a esos atroces recuerdos para poder seguir dándose a sí misma una esperanza posible. Su juventud sólo le hablaba de un futuro incierto. Muchas veces pensaba si su madre, alguna vez, volvería, si la reconocería y la aceptaría. Otras tantas se preguntaba por qué la abandonó y si tendría la fuerza como para perdonarla. Una madre no deja en el olvido a una hija sólo por pasión.
Mientras el tiempo y los años pasaban, la princesa seguía cuestionándose sin que nadie tuviera una respuesta adecuada. A menudo la miraban con cariño y compasión, hasta casi con lástima. Nunca tenían una contestación que la satisficiera. ¿Se habrá preguntado, en ciertas ocasiones, la reina Helena por el crecimiento de su hija?; ¿cómo sería el rostro y la sonrisa de su pequeña?; ¿con quién estaría a cargo?
El silencio tiene muchas más preguntas que respuestas y el tiempo no hacía más que ahondarlas. Es difícil convivir con la idea de que la madre de uno es una adúltera, como algunos la llamaban. En la guerra de Troya hubo muchas adúlteras, las tres más famosas han sido la reina Helena, la reina Clitemnestra y hasta la misma diosa Afrodita. Incluso las divinidades sienten el fuego abrasador y vergonzoso de ciertas pasiones inconfesables. Los dioses tienen las mismas debilidades que los seres humanos, nada más que en un grado superlativo. Lo mismo sucede con los talentos. Los dioses tienen los dones y las fragilidades humanas, al máximo. Es la intensidad la que los vuelve especiales. No importa que sea algo deshonroso o virtuoso. La intensidad es el atributo -por excelencia- de los dioses. Tal vez a los seres humanos sólo nos ha quedado una mínima expresión del espíritu. Los dioses no son divinos por carecer de vulnerabilidades sino por tener nuestras mismas cualidades positivas de una manera lo más intensa posible. El espíritu es la verdadera intensidad. Quien no tiene intensidad carece de espíritu.
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El príncipe Paris, si bien era un buen soldado, su actuación, no siempre heroica, produjo más vergüenza que orgullo. Al iniciarse el conflicto bélico -en el momento en que los dos ejércitos se encontraron- en la primera fila de los troyanos estaba el príncipe Paris, cubierto el hombro con una piel de leopardo, desafiante. Sin embargo, no bien vio al rey Menelao, el que fue esposo de Helena, allí presente entre los combatientes, el príncipe Paris se sintió temeroso, retrocedió y desapareció entre el tumulto. Para eludir las recriminaciones de su hermano, el príncipe Héctor de Troya y no quedar como un cobarde, ofreció realizar un combate singular con el rey Menelao, una lucha sólo entre el ofensor y el ofendido. Quien resultara vencedor se quedaría con Helena y con todos sus tesoros como recuperación de los bienes invertidos en la guerra.
Se dice que bajo la apariencia de la más hermosa de las hijas del rey Príamo de Troya, la diosa Iris, la mensajera de los dioses, para hacerle saber los últimos acontecimientos a Helena, la invitó a presenciar el combate. La diosa la encontró tejiendo un hermoso manto, en el cual se representaban las batallas. Helena, según parece, no estuvo muy gratificada con ir a ver la lucha. La diosa Iris entonces la amenazó si es que pretendía desobedecer. A ninguna diosa le gusta que le desobedezcan. Es una herida en su propio orgullo. Si Helena no obedecía prontamente, la predilección del príncipe Paris hacia ella se transformaría en odio, de tal manera que sería rechazada, tanto por los griegos como por los troyanos. Sería detestada por los dos pueblos considerándola causa de la contienda.
Helena a menudo aseguraba que la guerra era voluntad de los dioses y que, ella -sin desconocer la responsabilidad que le tocaba fue instrumento elegido por ellos. Sin embargo, se supo que Helena no ha sido totalmente inocente en todo lo que ocurrió ya que fue ella quien partió gustosa de Esparta. No fue cautiva y llevada a la fuerza por el príncipe Paris. Se dice que él la raptó, no obstante esa versión, no es creíble debido a la complicidad que hubo en el hecho. Para muchos, Helena fue una reina adúltera. Ella misma lo reconoció ante el rey de Troya, Príamo y su hijo mayor, el príncipe Héctor quienes, sin embargo, la aceptaron gustoso por su renombre y belleza.
Muchos incluso creen que cuando el caballo de madera fue introducido en la ciudad de Troya, como una trampa para destruirla, Helena, no ignoraba lo que se ocultaba en el interior y como estaba a favor de Troya, fue ella quien se acercó llamando a los jefes griegos para que éstos respondieran y así se delataran y los troyanos estuvieran avisados del peligro. Otros afirman que ella, junto al rey de Troya, en las murallas de la ciudad estaba indicando quiénes eran los jefes griegos que bien conocía.
Cuando terminó la guerra Helena no recibió castigo alguno. Dicen que conocía pócimas que echaba en el vino de sus allegados para hacer olvidar las penas. Cuando retornó a Esparta, acompañada del rey Menelao, su primer marido, gozó de los honores y halagos propios de su clase. Los reyes vivieron largos años juntos. También dicen que el rey Menelao fue divinizado. Este honor le fue concedido por pedido de Helena que deseaba compensarlo, de algún modo, por los tormentos que le había causado a él y a su pueblo. En torno a ella y su memoria se han tejido las historias más dispares, ya se tratándola como reina y heroína o como una mujer intrigante e interesada.
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A su regreso la reina Helena se encontró con la princesa Hermíone, la hija que una vez abandonó, la cual ya era una jovencita. El re-encuentro no fue fácil después de tanto tiempo y silencio. Nunca había existido una comunicación entre ellas después que la madre había partido. Hermíone se preguntaba por qué su madre -si fue capaz de llevarse consigo tesoros y bienes- no pudo llevar a su hija: ¿acaso un hijo no es el mayor tesoro que alguien puede tener?; ¿no son los hijos los que muchas veces salvan a los padres?
Entre los remordimientos de Helena, el abandono de su hija fue uno de los mayores. El tiempo y la distancia, además de las consecuencias imprevistas de los hechos, hacen reflexionar y ver con otra perspectiva las opciones tomadas. Helena pidió perdón y se disculpó con su hija. Trató de reconocerla y aceptarla. Le explicó que los dioses, frecuentemente, comprometen a los seres humanos de maneras extrañas que sólo ellos pueden comprender y que, en gran medida, los artilugios de seducción de la diosa Afrodita, habían provocado -en su corazón y en la pasión del príncipe Paris- una tormenta de delirio y amor, próxima al desvarío. El amor les había hecho cometer locuras extremas.
A Hermíone, las razones de su madre le causaron aún más preguntas: ¿cómo el amor pudo provocar abandono? Helena le explicó que el amor de pareja, el amor maternal y filial son diversos. La diosa Afrodita sólo tuvo en cuenta los amores pasionales. Tal vez el tiempo le daría a la joven, la necesaria capacidad para reflexionar la respuesta de su madre y reconciliarse con la decisión tomada en el pasado. A un hijo le resulta duro aceptar el abandono de su madre. Es difícil de vivir. Lo primero que uno hace es culparse a sí mismo. El tiempo hace ver que no podemos inculparnos. Las opciones de los otros son ejercidas por ellos y tomadas libremente. Hay muchas razones para el abandono. No todas son consecuencias del desamor. Las personas pasan por situaciones extremas en las que -a veces- se suele abandonar para sólo después poder reconquistar. Suena paradójico: dejar para reconquistar, perder para ganar, abandonar para recuperar; sin embargo, suele suceder. La vida, las circunstancias en las que estamos y las opciones de las personas pueden favorecer combinaciones muy diversas.
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La princesa Hermíone, hija de la reina Helena y el rey Menelao, sufrió ausencia tras ausencia a lo largo de su vida. Primero el abandono de su madre y luego, por espacio de diez años, no vio a su padre quien -junto con su tío, el rey Agamenón- había ido a rescatar a Helena de las manos del príncipe Paris y del reino de Troya.
El amor y la guerra tuvieron -en la vida de la princesa Hermíone- la misma consecuencia: el abandono. El amor le llevó a su madre y la guerra, a su padre. Como hija única, se sentía totalmente desplazada y olvidada. Nadie reparaba en ella y en su sufrimiento. Tuvo que crecer en medio de la indiferencia y la total intemperie. Sus padres eran fantasmas. Nombres que la rodeaban y perseguían sin nunca poder ver sus rostros, recuerdos vagos y lejanos, ecos de una memoria perdida entre las sombras.
La niña fue entregada al cuidado de la esposa del rey Agamenón, la reina Clitemnestra, la cual ya tenía varios hijos: Orestes, Electra, Ifigenia y Crisótemis. De pequeña, la princesa Hermíone fue prometida a su primo el príncipe Orestes, el mismo que mató a su madre por instigación de su hermana ya que la reina, a su vez, había matado, a su esposo, el rey por haber éste intentado sacrificar a una de sus hija en beneficio de la diosa Artemisa.
La pequeña estaba en medio de un laberinto de sangre y venganza. No se sentía demasiado segura en su nuevo hogar. Alguna vez le habían dicho que su familia estaba maldita y que la fuerza de tal maleficio alcanzaba a todos, sin excepción. Lo que, en ese momento la niña menos necesitaba saber era historia de maldiciones y sombras. Ya tenía suficiente con su vida y con los padres que le habían tocado. Hay heridas que dejan moretones en el alma por muy largo tiempo. Sólo el amor puede sanarlas. Con bastante trabajo, por cierto.
2. Un solo soldado valiente para matar al rey y a la reina
En el campo de batalla, mientras el rey Menelao, el padre de Hermíone, peleaba durante la guerra de Troya -a pesar de la primera promesa de compromiso de su hija realizada al príncipe Orestes- también se la prometió a Neoptólemo, igualmente llamado Pirro, el hijo del más famoso héroe de la guerra, el aguerrido Aquiles. La joven Hermíone fue objeto de dos promesas de compromiso matrimonial realizadas por su padre que provocó una disputa entre dos ambiciones varoniles. Ella misma se sentío trofeo de guerra que su padre ofrecía según las conveniencias políticas.
Hermíone, en primera instancia, había sido prometida a Orestes, hijo del rey Agamenón. Cuando la hermana del joven, Electra, lo escondió de su tío Egisto y de su madre Clitemnestra, usurpadores del trono por protección -en ausencia de su padre que estaba comandando la guerra de Troya- muchos lo creyeron muerto. Entre ellos estaba su tío, el rey Menelao, quien -por esa razón- comprometió y casó a Hermíone con Neoptólemo, sin llegar el príncipe Orestes a saberlo, mientras permanecía oculto.
Al final de la guerra, Neoptólemo, no se hizo esperar y demandó la presencia y la tenencia de la princesa Hermione. Al muchacho también lo conocían como el hijo del guerrero Aquiles y de la princesa Deidámia. Varios años antes de la guerra, la diosa Tetis, su madre de Aquiles, al saber que su hijo moriría en la guerra, para torcer la mano férrea del destino, lo envío a un reino lejano, disfrazado de muchacha para que no lo reconocieran y pudiera así evitar el envío a la guerra. Allí, en su estancia en la corte, conoció a la hija del rey, de la cual se enamoró, a pesar de la estrategia del disfraz de mujer que portaba.
Aquiles se las ingenió para dar a conocer su verdadera identidad a su enamorada y comenzar una relación que fue interrumpida por su envío a la guerra. Fruto de esa relación nació el único hijo de Aquiles, el cual -una vez que creció- fue convocado para remplazar a su padre en Troya, cuando el príncipe Paris mató a Aquiles, hiriéndolo con una flecha en su talón. Neoptómelo fue quien -a su vez- mató, nada menos, que al rey Príamo, el soberano de la ciudad de Troya, cuando ésta comenzó a arder y a ser devastada por los soldados que estaban escondidos en el interior del famoso y colosal caballo. El príncipe Paris, el hijo del rey Príamo mató a Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo, mató al padre del príncipe Paris, el rey Príamo: ¡qué paradójico intercambio, los hijos de unos mataron a los padres del otro! El hijo del rey Príamo, el príncipe Paris mató a Aquiles y el hijo de Aquiles, Neoptómelo mató al padre del príncipe Paris, Príamo. A veces el odio realiza extrañas cadenas en las cuales -aquellos que se odian- quedan, a sí mismos, atrapados en un laberinto sin salida. La principal víctima del propio odio es siempre uno mismo.
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El hijo de Aquiles pasó su infancia, sin poder conocer a su padre, inspirado por las hazañas que se narraban acerca de él y su legendaria memoria. Aunque se sentía orgulloso de su progenitor, la vida le deparó otra de sus paradojas. Cuando llegó a tierra troyana, habiendo sido convocado para reemplazar a su padre, Aquiles ya estaba muerto. El joven no pudo cumplir con su anhelo de conocerlo. Esperó toda su vida ese momento y –sin embargo- no pudo realizar ese sueño. Esa fue una deuda pendiente que llevó, en su alma, toda su vida.
Fue difícil -para él- vivir siempre sin padre. Para él sólo era un nombre famoso. Sentía que le pertenecía más a los otros que a él. El destino de la guerra no le había permitido conocer a su padre. Sin embargo, se quedó con lo mejor: el recuerdo de la gloria y el honor de su padre. De la memoria común que todos tenían –en la cual se rescataba la valentía de Aquiles- él tomó aquello que le pertenecía como hijo. Cuando tuvo oportunidad de decirle a otros que él era el hijo único de Aquiles, algunos le creían y otros, se reían como si fuera una broma. A él no le importaba si le creían o no. Él tenía la certeza de que era el hijo del más famoso luchador de la guerra de Troya. Él desea ser su memoria viva, el recuerdo perenne de su padre y sus valerosas hazañas.
Le alcanzaba con ese destino. Sabía que su padre también había sido buen hijo y, además, el extraordinario amigo del otro soldado más renombrado de ese tiempo: Patroclo. Cuando Neoptómelo quería estar cerca de su padre, navegaba hasta la isla de Aquilea -donde se encontraba el templo y la imagen dedicada de Aquiles, el semidios más valeroso- allí rezaba y al tocar la imagen que miles de peregrinos veneraban, sentía que era una forma de estar en comunión con su padre. Experimentaba que, a pesar de no haberlo conocido, sin embargo, estaban unidos en el cariño y en las luchas, las de la guerra y las de la vida. Había momentos en que le parecía cercano y, en otros, lo experimentaba lejano. Lo desconocía y lo conocía a la vez. No lo vio personalmente nunca aunque, de algún modo, lo descubrió por la memoria y el relato de muchos otros.
Cuando a Neoptómelo, las curiosas sinuosidades del destino, le pusieron en las manos la espada con la cual dio a muerte al rey de Troya, Príamo mientras rezaba en el altar de Zeus que existía en el palacio real, se sintió –extrañamente- unido a su padre. Su mano le pareció que era la mano y la espada de su padre que, lo ponía en su lugar, para vengarse de toda Troya, matando –nada menos- que al soberano de aquella ilustre ciudad. Fue como si el espíritu de su padre, con su fuerza, su rabia y su ánimo, lo empujaran. Extraña sensación: la muerte del rey convocó al padre y al hijo, que sin conocerse, estaban allí. Uno, en espíritu, y el otro, en la ejecución, de un acto de venganza que dejó a todo el pueblo sin monarca. Lástima que fuera la muerte –pensó Neoptómelo- la que lo hiciera sentir cerca de aquél lejano y ausente padre. ¡Qué pena que no haya sido la vida!
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Mientras tanto llegaba el destino de Neoptómelo de ir –como soldado- hacia Troya, reemplazando a su padre para cumplir el vaticinio del profeta Calcante, se fue entrenando diestramente hasta convertirse en un hábil guerrero. Cuando tenía unos doce años, se produjo la muerte de su padre Aquiles a manos de Paris, dicen que ayudado por el dios Apolo quien dirigió, con precisión, la certera flecha envenenada que acabó con la vida de su padre dándole, justamente, en su talón, el único punto vulnerable de su cuerpo.
Los héroes Odiseo y Diómedes, llegaron –en esos días- al reino donde vivía Neoptómelo, trayendo la noticia del deceso del más grande guerrero de todos los tiempos. Con el permiso de la madre del jovencito, lo llevaron hasta Troya. Transcurrían los últimos días de la guerra. El adivino Calcante, el profeta de los augurios bélicos, había afirmado que los griegos jamás conseguirían tomar -definitivamente- la ciudad, sin la presencia del hijo de Aquiles entre sus filas. Las profecías eran varias y tenían que cumplirse todas para que la victoria fuera total. A la guerra no le importa la juventud y la inexperiencia. La lucha y la muerte, en ese escenario, es igual para todos. El vaticinio aseguraba que el reemplazo del más grande combatiente tenía que ser efectuado por quien portara su propia sangre. Aquiles sólo tenía un único hijo, él debía seguir la obra iniciada por su padre, tomar el puesto de honor de su legendario progenitor y proseguir con su memoria y su destino. Así estaba profetizado.
Una vez en la guerra, a pesar de su juventud, Neoptómelo –pisando por primera vez un suelo ensangrentado por diez años de combate- tomó el mando en la batalla y no tardó en ganarse la admiración de todos, debido a la gran valentía y arrojo que mostró. Los griegos comenzaron a llamarlo por el nombre que conservó hasta el día de su muerte: Neoptólemo que significa “joven guerrero”.
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El hijo de Aquiles fue uno de los soldados escondidos dentro del famoso caballo de madera que permitió la invasión a la ciudad. Cuando salió de ese monumental escondite, en el tumulto del caos que se había generado aquella noche, fue abriéndose camino -como si lo guiará el ímpetu de un impulso ciego- hasta el palacio real donde, franqueando todas las murallas y los guardias, se le presentó la oportunidad de llegar hasta los aposentos reales y tener frente a frente, nada menos, que al rey de Troya. El monarca estaba rezando a solas. Todos sus guardias estaban fuera del recinto. Neoptómelo sentió una rara sensación de electricidad por todo el cuerpo, una mezcla de excitación sanguínea y enceguecimiento y ofuscación que no le permitió pensar sino que lo impulsó a obrar, casi instintivamente. Aunque los latidos del corazón eran acelerados y rítmicos, el pulso no le tembló. Creyó ver, fugazmente, como entre el humo del incienso del altar, la figura de su padre, asintiendo y dándole ánimo. Fue para él como una señal de lo alto. El rey Príamo, casi no ofreció resistencia. Tenía los ojos cerrados sumidos en una profunda y sigilosa plegaria. Los ruidos de afuera, tapaban los sonidos de adentro. Ése era el momento para acabar con la vida del rey. Era la ocasión de vengar, de algún modo, la muerte de su padre acaecida por la flecha del príncipe Paris, hijo del rey de Troya.
Cuando el rey abrió los ojos se encontró –justo en su pecho- con el haz plateado y filoso de una espada empuñada por la mano de un joven soldado cuyos ojos parecían de fuego, de ese mismo fuego que estaba –en ese momento- consumiendo toda la ciudad de Troya. En las llamaradas rojizas de los ojos de Neoptómelo, embebidos en sangre, no había lugar para otra cosa. Sin pensarlo, hundió -con todas sus fuerzas- la espada en el pecho del monarca. Las palabras de la oración se convirtieron en un surco ahogado de sangre espesa que salió por la boca del rey.
El rey pensó que, al menos, moría rezando, invocando al dios supremo Zeus. El joven soldado, en cambio, pensaba que ésa era su primer batalla y su primer victoria. Era la primera vez que daba muerte a alguien. Se sentía fuerte y -a la vez- extraño. Su víctima era, nada menos, que el mismísimo rey.
El monarca, antes de desplomarse, le regaló una última mirada compasiva. Vio en el rostro de ese joven a su propio hijo -el príncipe Héctor- del que hacía poco se había despedido. Ahora volvía a reunirse con él.
El soberano, antes de caer al suelo, le dijo a Neoptómelo: soldado, me regalas la posibilidad de reunirme con mi hijo. Neoptómelo le respondió: eres tú, rey, el que me obsequias la posibilidad de sentir la presencia de mi padre.
Neoptómelo, en ese momento -con fuerza- le sacó del corazón, la espada ensangrentada. El rey gimió de dolor y con su último aliento le preguntó: ¿y quién es tu padre?
El soldado, con un extraño brillo en los ojos y en la voz, le contestó: mi padre fue Aquiles, el que mató a tu hijo Héctor.
El rey sonriendo -entre hilos de sangre que salían de su boca- dijo antes de caer desplomado: ¡extraño destino el de los dioses!; al padre que dio muerte a mi hijo ahora le toca a su hijo dar muerte al padre de su víctima.
Así es rey- dijo Neoptómelo- los dioses a quien tú estabas rezando han querido cerrar todos los caminos de esta historia sangrienta, la cual llega ahora a su fin.
En ese momento, el soberano cayó muerto. Hubo un breve silencio que pareció lento como siglos. El joven pensaba en que en su espada se habían unido el talón vulnerado de su padre y el corazón traspasado del rey. El veneno de una flecha y el filo de una espada los había unido en una misma guerra.
Estaba pensando en eso cuando la reina Hécuba entró gritando a la sala. El palacio comenzaba a arder. El soldado, dejando en el suelo al rey, reconoció a la mujer que entraba llorando. Ella quedó temblando frente al joven que tenía ensangrentada su espada con la sangre del rey. Neoptómelo, la miró fijo y le dijo: reina de Troya, te toca ahora seguir a tu rey.
Esas fueron las últimas palabras que la reina Hécuba escuchó en este mundo.
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Pasado un breve tiempo, después de la muerte de los reyes de Troya y de la desaparición de muchos en la ciudad, en reconocimiento a su valor, a Neoptómelo -además de muchos objetos de valor- le fue entregada –como botín de guerra- la que había sido la mujer del príncipe Héctor de Troya. Andrómaca -la esposa del difunto príncipe Héctor- y el príncipe Heleno, el otro hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, le fueron dados ambos en calidad de esclavos.
La guerra raramente tiene piedad con los pierden. No importa que hayan sido príncipes y vivido en la corte fastuosa de la célebre Troya. Cuando se pierde, todos somos iguales. No se tienen derechos, ni privilegios, ni anhelos, ni sueños. Sólo queda la memoria de un pasado que, lentamente, se va borrando por la humillación y el desprecio. Las huellas dolorosas del ayer se convierten en las heridas abiertas de hoy. Las lágrimas se transformaron en sangre.
Los príncipes tuvieron que ser esclavos. El destino dio, vez más, otra de sus inesperadas vueltas, poniendo todo en otro lugar. La vida se contempla y se experimenta de manera distinta en cada vuelta del camino. Muchas veces lo que están arriba, comienzan a estar abajo. Los de abajo, arriba. Los últimos son primeros y los primeros, últimos. Nadie tiene comprado un lugar definitivo en la vida. No hay puestos fijos. La rueda del destino nos pone a veces arriba, otras veces, abajo. Siempre nos mueve. Constantemente cambia y -nosotros- con ella. El círculo del tiempo se abre y se cierra pasando por el centro y desplazándonos de lugar. Cada tiempo tiene su lugar.
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Al terminar la guerra uno cree que todo el horror ha terminado; sin embargo, los estragos internos son los que comienzan. La guerra de adentro continúa. No deja nunca en paz. Los miedos y fantasmas, las pesadillas y torturas toman diversas formas que jamás descansan. Neoptólemo, regresó a su tierra, después de su primera experiencia de soldado, llevaba las heridas de la guerra en su cuerpo y en su alma. La guerra no perdona. A nadie trata bien. El joven sentía que en Troya había dejado toda su juventud ajada por los filos de las espadas.
El guerrero experimentaba que había madurado, en ese tiempo, mucho más que todos los años anteriormente vividos. Trajo consigo a su tierra a la princesa Andrómaca. El padre de la princesa había sido matado, junto con sus siete hijos varones, por Aquiles. Su madre se había suicidado tras perder a toda su familia. La princesa Andrómaca no podía ni siquiera intentar que surgiera algún afecto con el hombre que era hijo de quien había exterminado a toda su familia. Para todos los troyanos, Aquiles era una sombra terrible que pesaba en sus memorias. Para ella, la presencia de Neoptómelo era ahora un recordatorio viviente del final de su familia y de su país.
Cuando Troya fue conquistada y saqueada, la princesa Andrómaca sufrió el horror no sólo de ver morir a su marido, el príncipe Héctor en lucha con Aquiles sino, además, también vio morir a su pequeño hijo que fue despeñado, desde lo alto de una torre, mientras ella era tomada cautiva. Su vida cambió trágicamente.
Era prisionera de Neoptómelo. Hacía muchas cosas que nunca antes en la corte realizaba. Ahora no era una princesa, era una condenada. En sus días y en su alma no había más que una tristeza honda como un abismo. El tiempo fue pasando y ella tuvo un hijo de Neoptómelo. Esto no quiere decir que se convirtió en esposa del guerrero. Él se manejaba con ella como un amo con su sierva. Andrómaca sabía que parte de su humillación pública era ese hijo. Ella debía tener el hijo de su enemigo y soportar -siendo una princesa destronada- el sometimiento de un destino de esclava para siempre. El hijo actual que ninguna culpa tenía de la historia heredada, le hacía recordar a Andrómaca a su hijo troyano. Hay quienes sostienen que el hijo de la princesa Andrómaca y del príncipe Héctor, no murió sino que desapareció debido al peligro que corría su vida ya que toda la corte había sido asesinada.
Pasado un tiempo, Neoptólemo -a su vez- se enamoró verdaderamente de Hermíone, la hija de Helena de Troya y se casó con ella ya que el rey Menelao, el padre de la princesa, se la había prometido. La princesa Hermíone recordaba que su padre, primero la había entregado en compromiso al príncipe Orestes y cuando éste fue juzgado por la muerte de su padre, el rey Agamenón, resultó confiada entonces al hijo del legendario Aquiles. El príncipe Orestes, sin embargo, una vez que fue juzgado por el tribunal y absuelto de su asesinato por el veredicto de la diosa Atenea, intentando emprender una nueva vida, recordó el compromiso con el que su tío, el rey Menelao, le había prometido su hija, la princesa Hermíone. El príncipe Orestes ignoraba que ella había sido prometida a otro hombre y que ya se había casado con él.
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En una ocasión Neoptólemo fue al oráculo de Delfos para tratar de ganarse el favor del dios del sol y la luz, Apolo. Mientras tanto Hermíone conoció, en la casa que compartía con Neoptómelo, a la antigua princesa de Troya, la viuda del príncipe Héctor que era -en el presente- la sierva de su actual esposo, la cual había tenido un hijo. Por esta razón, Hermíone detestó a Andrómaca ya que le resultó, a pesar de que era tratada sólo como una sierva, una competencia y una rival. A menudo las dos recordaban que eran princesas y que ahora –desgraciadamente- compartían el mismo techo y hasta el mismo hombre.
Neoptómelo, por su parte, no se sentía amado por ninguna de las dos. Andrómaca sentía desprecio por él y por su sangre. El padre del hombre que la había tomado era quien hizo desaparecer a toda su familia, su corte y su ciudad. Un silencioso odio tenía para con él en su corazón. El hijo que le había dado no era hijo del amor. Ella sentía que era hijo de la venganza. Neoptómelo se aseguró así que Andrómaca no olvidase nunca su pasado.
Tampoco sentía que Hermíone lo amaba ya que ella estuvo primero ofrecida a otro hombre proveniente de la realeza –el príncipe Orestes- y, ahora, por el curso del destino estaba con él que era un simple soldado, hijo de otro soldado –Aquiles- que, aunque fuera legendario y semidios, no perteneció nunca a la realeza. Neoptómelo tenía dos mujeres y ningún amor.
3. El triángulo se convierte en cuadrado
Con el paso del tiempo, la relación triangular entre Neoptómelo, Hermíone y Andrómaca, se fue tornando insostenible, especialmente por la envidia y los celos de las dos mujeres. La pelea entre sus dos mujeres le recordaba la guerra de la cual provenía.
La princesa Hermíone y su padre, el rey Menelao, empezaron a desear la muerte de la princesa Andrómaca y del hijo que había tenido con Neoptómelo. Andrómaca no tardó en darse cuenta de ese oscuro propósito, por lo cual ella envió, en secreto, a su hijo a otro lugar. Lo refugió, para protegerlo, en el santuario de la diosa Tetis -la madre de Aquiles, la abuela paterna del pequeño- y envío un mensaje al anciano rey Peleo, el padre de Aquiles, el abuelo paterno del niño.
Mientras tanto Hermíone le pedía a Neoptómelo un hijo para no sentirse en desigualdad de condiciones que Andrómaca y aunque lo intentaron, ese hijo deseado no venía. Por su parte, para aumentar aún más la rabia de Hermíone -y sin que ella lo quisiera- Andrómaca había tenido con Aquiles tres hijos más. Parecía que los dioses y el destino se burlaban de Hermíone, la cual se sentía, cada vez, más frustrada en su condición no sólo de princesa sino, además, de mujer.

La fertilidad de la ahora esclava Andrómaca, la cual Neoptómelo había tomado como concubina, despertó los celos de la princesa Hermíone acusándola -frente a todos- haciéndola responsable de su esterilidad. Andrómaca se defendió diciendo que no había dado ninguna pócima, ni realizado conjuro alguno ya que ella no era una hechicera. La esterilidad de Hermíone era fruto del resentimiento provocado por el abandono, el orgullo y los celos. Esto irritó -aún más- el despecho de la estéril mujer. Hermíone pidió a su padre, el rey Menelao que matara a Andrómaca cuando Neoptómelo estuviera ausente por los asuntos de su oficio de soldado. El rey Menelao no quería matarla. Había corrido ya demasiada sangre real en el curso de la guerra. La princesa Andrómaca fue tomada por el rey Menelao y sacada de la presencia de su hija ya que la irritaba. Muchos comentaban que era deshonrosa la carencia de hijos por parte de la princesa Hermíone. En el futuro de esa casa prevalecería la sangre del hijo de la concubina, una princesa extranjera con sangre troyana.
No estaba asegurada la descendencia y la herencia. Por esta razón y habiendo convencido a su padre, la princesa Hermíone le comunicó a Neoptómelo que la sierva troyana que había tomado como concubina sería degollada y la suerte del hijo primogénito de ambos estaba echada. Andrómaca al enterarse le pareció que haber sido princesa y terminar convertida en esclava y trofeo de guerra no era nada, en comparación con la noticia que estaba recibiendo. Por su parte, Neoptómelo no podía hacer demasiado ya que si manifestaba algún veredicto en favor de Andrómaca, levantaría la sospecha de Hermíone y sus celos se verían justificados por la preferencia del disputado varón. Por lo tanto, la vida de Andrómaca, parecía estar llegando a su fin. A ella, lo que más le importaba era la suerte de su hijo primogénito. Ya había perdido el hijo del príncipe Héctor en Troya. Ahora estaba a punto de perder el hijo que el destierro le había concedido. Todo nexo con la vida era siempre cortado en la existencia de la desdichada Andrómaca.
Mientras el destino tomaba este curso, el anciano rey Peleo a quien ella le había enviado un mensaje, el padre de Aquiles y abuelo de Neoptómelo, llegó en ese momento para tratar de impedir la muerte de la desventurada Andrómaca y de su inocente hijo.
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Por su parte, el príncipe Orestes buscaba noticias de su prometida, la princesa Hermíone. Después de un tiempo de buscarla, consiguió encontrarla. Ella le contó que ahora estaba casada con Neoptómelo, el hijo de Aquiles ya que su padre había roto la promesa de entregarla a él. También le suplicó que la protegiera porque al no poder dar hijos a su esposo, su vida corría peligro, ya que la sierva de su marido, la antigua princesa, esposa de Héctor de Troya, le estaba dando los hijos que ella no podía. El príncipe Orestes, al escuchar la historia, le prometió cuidarla y la invitó a huir con él hacia Esparta y así cumplir con el destino que, primeramente, se había designado. Además ideó un plan para deshacerse de Neoptólemo y matarlo.
La princesa Hermíone, tal vez sin querer y casi inconscientemente estaba repitiendo la historia de su madre Helena, la cual escapando de Esparta fue llevada -por la pasión del príncipe Paris- hacia Troya. Hay hijos que vuelven a repetir la historia de sus padres. Cuando no se aprende de la historia vivida, se la vuelve a repetir: la historia regresa hasta que logremos aprenderla.
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Como Neoptólemo no conseguía tener hijos con la princesa Hermíone y queriendo saber si las acusaciones de su mujer a Andrómaca eran ciertas o no, se dirigió –preocupado- para consultar al oráculo de Delfos y pedir consejo ante tal situación. Estando en el famoso templo, de manera sorpresiva, se encontró allí, nada menos que con el príncipe Orestes, quien manifestó que la princesa Hermíone, había sido primero prometida a él por el rey Menelao y que Neoptómelo, al desposarla, la había ultrajado. Por eso que en ella, la fuente de la vida, se había cerrado.
Así comenzó una contienda que tomó estado público y a la que se sumaron los adivinos y las profetizas del oráculo. El príncipe Orestes había difundido, engañosamente en toda la población de Delfos, que Neoptólemo venía para destruir el hermoso templo del dios Apolo.
Cuando el soldado llegó a la ciudad, ya todos estaban prevenidos y le tendieron una trampa. Al ingresar al atrio del templo, Neoptólemo fue tomado por sorpresa y el gentío que estaba escondido entre las columnas del templo y los árboles sagrados del lugar, lo apresó y tomando las piedras que estaban dispersas en aquél sitio lo comenzaron a lapidar. En un solo momento quedó bajo una lluvia de piedras de diversos tamaños, repartidas por todo su cuerpo, que lo golpeaban, herían y ensangrentaban sin poder escapar. La gente lo había rodeado sin permitirle el paso y cada uno fue arrojando su piedra al cuerpo del soldado indefenso.
Cuando ya estaba aturdido y atontado por tantas piedras, antes de perder el conocimiento y morir, la rueda se abrió y apareció el príncipe Orestes con un gran espada en su mano. Neoptómelo no pudo escapar, ni protegerse. Orestes le clavó en el pecho a Neoptómelo su espada y cuando éste cayó al suelo, rodeado de todas las piedras que lo habían herido, el príncipe Orestes se acercó y le dijo: “Yo soy el príncipe Orestes a quien el rey Menelao prometió, en primera instancia, a su hija Hermíone. Tú la has tomado, ya que el rey no ha podido mantener su palabra, haciéndola desdichada e infértil. La has humillado frente a tu esclava y tu sierva, esa princesa extranjera de Troya, quien te ha dado los hijos que Hermíone no ha podido. Andrómaca no te ha amado. Todo lo contrario, ella continuamente te ha despreciado. Son los hijos del despecho y del resentimiento, los hijos de la angustia y del rencor, los que han nacido de ese vientre infortunado. Tú ahora mueres en el atrio del templo del dios Apolo. Hasta los mismos dioses te rechazan, de igual forma que te han repudiado tus mujeres, tus hijos y todo este pueblo”.
Cuando el príncipe Orestes terminó de hablar, aparecieron -detrás de él- los sacerdotes y adivinos del templo, cada uno con su daga en la mano y terminaron lo que el príncipe empezó. Cada uno le fue enterrando en el cuerpo robusto del soldado el filo de su daga, hasta hacerlo morir definitivamente. Bañado en sangre y moretones, entre cortes y magullones, en el ingreso del templo, la gente se alejó y dejó allí tirado, el cuerpo del soldado. Su gloria fue sólo la memoria de Troya. Tal vez los dioses no perdonaron que hace algunos años, el joven haya matado a la pareja real, el rey Príamo y la reina Hécuba, en el altar de sus ruegos. El destino de sangre de los reyes lo haya alcanzado ahora al valeroso soldado.
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A pesar de que Neoptólemo fue lapidado por el pueblo de Delfos y los adivinos del templo, la diosa Tetis, esposa de Peleo, madre de Aquiles y abuela de Neoptómelo, ordenó que el soldado fuera enterrado en el interior del recinto sagrado y en esa misma ciudad de Delfos ya que el príncipe Orestes, de acuerdo a su conveniencia, había informado aquella parte de la historia que más le convenía a sus propósitos. Además, la diosa, igualmente dispuso que la princesa Andrómaca y el príncipe Heleno, hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba, hermano del príncipe Héctor y del príncipe Paris y del princesa Casandra fueran liberados. Ambos príncipes, Andrómaca y Heleno, habían sido tomados por siervos y esclavos por Neoptómelo.
El príncipe Heleno, al igual que su hermana la princesa Casandra, era un famoso adivino. La princesa Andrómaca al sentirse definitivamente liberada y no teniendo ni hogar, ni reino a dónde ir, ni hombre que la protegiera, se casó entonces con su cuñado, el príncipe Heleno que estaba en iguales condiciones que ella. Vivió en las tierras que su difunto marido le había legado a su hermano. Allí, con el tiempo, pudo recuperarse de su experiencia de la guerra y de la pesadilla de ser cautiva y rehén de los vencedores. En esa tierra, con el príncipe Heleno, al cual aprendió a amar y respetar, tuvo un hijo, el fruto de una esperanza nueva que fue muy compañero de los hijos del destierro que Andrómaca había tenido con Neoptómelo.
El príncipe Orestes, por su parte, se casó con su prima la princesa Hermíone, la cual pudo tener finalmente un hijo, el cual fue su heredero. La infertilidad de la princesa Hermíone terminó, lo cual muchos consideraron un signo divino de bendición. El príncipe Orestes que había sido absuelto por su primer crimen, al matar bajo la influencia de su hermana Electra a su madre, la reina Clitemnestra y su amante el rey Egisto; ahora fue igualmente absuelto, debido a que le correspondía, en primer lugar, la promesa realizada por el rey Menelao de tomar por prometida a la princesa Hermíone, la cual -también con el tiempo- pudo superar su resentimiento y despecho, intentando ser feliz ella misma, sin considerar la condición y el destino de los otros.
A veces hay amores que no prosperan por algún secreto designio. No todos los obstáculos de un amor son amenazas. A veces son bendiciones. Se convierten en posibilidades que abren otros rumbos y direcciones que, en una primera instancia, no se hubieran pensado. Los caminos del amor son muchos y variados. Cada uno debe saber cuál es el suyo. De lo contrario, transitamos amores equivocados que sólo deparan frustración e infecundidad.
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Los caminos del amor suelen ser paradójicos y hasta contradictorios. De todo se vale el amor para salir victorioso. Toma incluso los senderos equivocados y las calles sin salida para internarse. Entra y sale libremente de cualquier laberinto. Se mira en los espejos y en los rostros de todos los seres humanos. Prueba las lágrimas y las risas se lo encuentra entre las canciones y las plegarias de la guerra.
El amor rompe las cadenas y se pone sólo las que él libremente decide tomar. Abraza todos los sufrimientos para convertirlos en luz de su propio milagro. Los padecimientos de amor son los más luminosos, aunque nos llenen de oscuridades y zozobras el alma.
El amor es un peregrino infatigable, nunca descansa de su viaje y aunque pase por el mismo lugar, nunca lo hace del mismo modo. Nos llama y nos toca de manera diversa. Nos regala ojos para el alma, nuevas miradas y nuevas lágrimas que serán arcos iris que llenen, otra vez, de esperanza.
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El trayecto por el que la princesa Hermíone y el príncipe Orestes llegaron a unirse no fue fácil y, a primera vista, nadie hubiera dicho que fuera amor.
Un comienzo remoto se encuentra cuando el príncipe Orestes y la princesa Electra, su hermana, se complotaron para vengar al rey Agamenón, su padre, matando a su madre, la reina Clitemnestra y a su amante, el rey Egisto. Una vez que el matricidio se llevó a cabo, algunos fueron partidarios que los hermanos fueran castigados con la pena capital, el exilio, esa cárcel sin paredes y sin rejas, tan inmensa como el desierto en el cual todos se sentían extraños y perdidos. El exilio era el olvido, morir en vida, desterrado de la tierra y los afectos. Habitar en la sombra de la desmemoria, en el abismo que se abre más allá de la frontera conocida.

Algunos alababan al príncipe Orestes por haber vengado a su padre considerando al crimen como un acto de justicia. Otros, en cambio, pedían para los hermanos, la condena máxima de la muerte. Pílades, el amigo íntimo de los hermanos, deseaba morir con ellos. Lo cierto es que los hermanos resultaron condenados a muerte.
Pílades y Orestes, como estrategia, decidieron matar a Helena antes de morir ellos, ya que el rey Menelao, tío de Orestes y Electra, esposo de Helena, había mostrado poco interés en salvar a sus sobrinos. Electra propuso que si tomaban a Hermíone como rehén, los tres tenían la posibilidad de salvarse de la muerte. Orestes y Pílades encerraron entonces a los sirvientes de Helena y se dispusieron a asesinarla. Los esclavos consiguieron liberarse y corrieron en ayuda de su ama. Tras ponerse en fuga, Orestes y Pílades tomaron a Hermíone como rehén y quemaron el palacio de Helena. En ese momento, se presentó el rey Menelao y el príncipe Orestes amenazó con matar a la princesa Hermíone, la hija del rey a no ser que anule la condena de muerte que pesaba sobre ellos.
Se afirma que el dios Apolo salvó a Helena por orden de Zeus, el padre de la reina, quien la recibió entre los inmortales dioses. Además, el mismo dios de la verdad, le reveló al rey Menelao que debía tomar otra esposa, a Pílades que debía casarse con la princesa Electra y al príncipe Orestes que debía ser juzgado en Atenas donde sería absuelto por la intervención de la diosa Atenea para luego tomar a la princesa Hermíone como esposa, la cual estaba retenida por el soldado Neoptómelo, hijo de Aquiles.
Es así como entonces el rey y padre de la princesa Hermíone le prometió a su sobrino el príncipe Orestes a su hija. El padre, en medio de la guerra de Troya, olvidando el designio de los dioses o cambiando personalmente él de opinión re-ofreció a su hija a Neoptómelo, quien había tomado por concubina a la princesa Andrómaca. Es así como la princesa Hermíone tuvo que transitar un largo camino hasta llegar nuevamente a la promesa primera de ser la mujer del príncipe Orestes. El laberinto de la historia y del amor tiene sus vueltas hasta llegar al lugar designado.
Quizás pueda pensarse que el rey y padre de Hermíone se equivocó al prometer a su hija dos veces, complicando las circunstancias del casamiento de la princesa. Sin embargo, los dioses nunca olvidan sus designios y hacen que todas las circunstancias, por adversas que parezcan, vuelvan al cauce primero que estaba trazado. Lo que los hombres tuercen, los dioses enderezan. A veces el bien surge de múltiples equivocaciones.
Tal vez en la vida no haya fracasos. Todo es un aprendizaje, incluso el error. Para los dioses no existen errores humanos, los diversos caminos y sus designios, tarde o temprano, se cumplen fielmente para con cada uno.
Hay caminos que van y vienen de manera sinuosa. Existen senderos que parecen que nos extraviaran o no tuvieran salida. Sin embargo, hay que transitarlos porque –misteriosamente- nos llevan a la ruta que hay que tomar. Para poder andar algunos caminos principales, hay que peregrinar muchos otros alternativos y adyacentes. Tomar incluso algunos atajos.
Aquellos caminos que son para nosotros, nos encuentran. Senderos que nos salen al paso. Aunque –aparentemente- no andemos por ellos. De pronto, sorpresivamente está ahí, el amor, meciéndose como una pequeña flor en medio de la hierba del campo. Humildemente aparece ahí, sin que nosotros lo hayamos podido ver.
4. Abandonados en el abandono
La historia del mito que se ha narrado es una cadena de idas y venidas, contratiempos y contradicciones, equivocaciones y reconciliaciones, encuentros y desencuentros, amores y desamores en los que intervienen las libertades humanas y sus circunstancias, unidas al querer divino y al destino. En un determinado momento de la narración todo conspira en contra: el príncipe Orestes busca a la princesa Hermíone; Neoptómelo está con Hermíone pero, a su vez, toma a la princesa Andrómaca convertida en esclava, la cual desprecia al soldado, estableciéndose una competencia entre ambas mujeres hasta que el nudo de relaciones se desata y Orestes y Hermíone -que estaban destinados por la primera promesa incumplida del rey Menelao- logran estar juntos, después de algunas peripecias en la vida de todos.
El encuentro entre las princesas Hermíone y Andrómaca es tan intenso -en su rivalidad- como la competencia trágica entre el príncipe Orestes y el soldado Neoptómelo. El amor y la muerte, el odio y el rencor se dan cita en estos corazones. Los extravíos zigzagueantes de la historia posibilitan el encuentro final, no sin saldo de muerte y pérdida.
Entre las princesas Hermíone y Andrómaca se establece una competencia, no por el hombre en cuestión –Neoptómelo- ya que éste es despreciado y resistido por la princesa Andrómaca, la cual es desterrada y tomada como cautiva, sino que la rivalidad entre ambas se entabla por la condición social de las mujeres (las dos son princesas, aunque una es tomada como sierva) y por la capacidad natural propia que caracteriza la feminidad: la fecundidad. La esclava es quien concibe y la que es considerada señora resulta infértil. La identidad femenina -en lo social y en lo natural- resulta sometida a crisis a través del drama de las protagonistas.
Una historia similar aparece en el Antiguo Testamento cuando el ya anciano patriarca Abraham, el padre del pueblo elegido, recibe la promesa de la descendencia de un hijo. Su esposa Sarai, por su avanzada edad, no puede concebir; por lo tanto, el patriarca –con el permiso de ella- toma a su sierva, la cual le da un hijo, Ismael. A partir de ese momento, se desata entre las mujeres, un enfrentamiento debido a la herencia que recibirá el hijo de la esclava. Esta situación termina con el destierro de la esclava Agar y de su hijo, abandonados en el desierto. Mientras tanto, Dios le cambia el nombre a la esposa legítima de Abraham, llamándola Sara, de la cual nacerá después, prodigiosamente por la acción de Dios ya que ambos eran ancianos, un vástago que será el heredero de la promesa y del pueblo naciente, Isaac. (cf. Gn 16, 1- 16; 17, 15-27; 18, 1-15, 21, 1-21).
El Apóstol San Pablo, en el Nuevo Testamento, toma esta historia como una alegoría del pueblo de Dios. En la Carta a los Gálatas dice: “Abraham tuvo dos hijos: uno de su esclava y otro de su mujer, que era libre. El hijo de la esclava nació según la carne; en cambio, el hijo de la mujer libre, nació en virtud de la promesa. Hay en todo esto un simbolismo: estas dos mujeres representan las dos Alianzas. La primera Alianza, la del monte Sinaí -que engendró un pueblo para la esclavitud- está representada por Agar. El monte Sinaí se encuentra en Arabia y corresponde a la Jerusalén actual. Pero hay otra Jerusalén, la celestial, que es libre y es nuestra madre. Nosotros somos como Isaac, hijos de la promesa. Y así como el hijo, nacido según la carne, perseguía al hijo nacido por obra del Espíritu, así también sucede ahora. No somos hijos de una esclava sino libres” (4, 22.31).
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Todos los protagonistas de este mito buscan la afirmación de su propia identidad. Neoptómelo necesita desprenderse de su herencia de “ser hijo de” Aquiles para demostrar que él, por sí mismo, es tan valeroso como su progenitor. Él quiere ganarse su propio lugar en la guerra y en la historia. De hecho mata, nada menos, que a la pareja real de Troya.
Algo similar le sucede a la princesa Hermíone. Ella es la hija abandonada de la legendaria Helena. La joven tiene que luchar con su pasado y con el fantasma de la belleza singular de su madre para ejercer su propio destino, a pesar del olvido de los otros y del abandono de su madre por largos años.
Por su parte, la princesa Andrómaca tiene que lidiar con un destino duro. Muerto su esposo y reducido su hijo, es desterrada. Es tomada cautiva como sierva y esclava. Tiene que dar hijos a la sangre de su enemigo y del enemigo de su pueblo. Asume el desprecio y la humillación pública como princesa, esposa, madre y mujer. A pesar de toda esa devastación; sin embargo, se reivindica de su destino y redime su honor: vuelve a casarse con un hombre que la ama, la cuida y tiene hijos del amor y no sólo fruto de la venganza. Como princesa pasa de la mejor de las situaciones, la corte real de Troya, a la peor de las circunstancias: tomada esclava del vencedor. Sin embargo, a pesar de todo, esos cambios no afectan su persona en el rol de mujer, esposa y madre. Ella misma se abre camino, desde una dura historia, para revertirla a pesar de tener todo en contra, especialmente el desprecio de la princesa Hermíone y el interés de Neoptómelo.
En el entrecruce del destino, los personajes nos hacen ver que en dichas circunstancias humanas, amparadas divinamente por los dioses obrando activamente, no hay “ganadores” o “perdedores” absolutos. Tampoco hay inocentes y culpables de manera definitiva. Aparentemente los dioses no se revelan demasiado, aunque siempre están detrás de las situaciones.
La princesa Hermínone empieza la historia en situación de pérdida. Aparece como una hija abandonada por su madre y entregada, por dos veces, en promesas matrimoniales por su padre a dos pretendientes distintos, generando esto confusión y enredos en la historia.
La princesa Andrómaca formaba parte de la corte de Troya y luego pasa por la esclavitud del destierro, aunque posteriormente se reivindica.
Neoptómelo comienza siendo un reconocido soldado de la guerra y termina despreciado y lapidado en el templo de Apolo, debido a una falsa información malintencionada. El príncipe Orestes -que está en esta historia como en un segundo plano- sin embargo es el que desencadena los encuentros y desencuentros entre los demás protagonistas y, sin demasiados escrúpulos, en la mentira y el asesinato, provoca el desenlace final de la historia y el acomodamiento definitivo de cada protagonista del triángulo fatal. Con la aparición del príncipe Orestes el triángulo formado por las princesas Hermíone y Andrómaca y el soldado Neoptómelo, se transforma en un cuadrado. La figura vincular del entretejido de la historia cambia.
Los lazos humanos suele ser así. Los tramos que dibujan las historias y los roles se van acomodando en tanto acontecen los sucesos. Transitamos luces y sombras, inocencias y culpabilidades, bondades y maldades.
El Apóstol San Pablo, en su carta a los Romanos, nos lustra al respecto cuando afirma: “Difícilmente se puede encontrar alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres porque todos pecaron. Si la falta de uno solo provocó la muerte de todos, la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre todos. Si por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón, vivirán y reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han recibido abundantemente la gracia. Y de la misma manera que por la desobediencia de un solo hombre, todos se convirtieron en pecadores, también por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en justos. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (7, 7-20).
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En gran medida, en el mito narrado, las historias de los protagonistas reflejan abandono. Fue abandonada la princesa Hermínone por su madre Helena. Abandonado el soldado Neoptómelo por su padre Aquiles. Abandonada a su suerte de esclava la princesa Andrómaca. Cada uno tiene que reconstruir una historia de abandonos y heridas. Sobrevivir a las consecuencias afectivas y efectivas del desamor. Todos son arquetipos de algún abandono.
Para cualquier abandono humano, el Evangelio nos muestra al principal abandonado de nuestra fe: Jesús. Durante su ministerio público, sus seguidores -al descubrir las exigencias del seguimiento del Maestro- no tardan en dejarlo, tal como aparece en el Evangelio cuando Jesús le advierte a sus discípulos después del discurso del pan de vida: “¿ustedes también quieren irse?” (Jn 6, 67).
A medida que avanza la incomprensión de Jesús en el Evangelio y se va hacia el desenlace de su vida, la gente, los fariseos y los sacerdotes lo van abandonando y tramando su muerte. El apóstol traidor, lo abandona en su corazón, antes de entregarlo por treinta monedas. En la Cruz, ninguno de sus discípulos permanece. Todos lo dejan, excepto Juan que está junto a María.

El grito final del Crucificado es un reclamo en la intemperie absoluta del total despojo, incluso y sobre todo el de Dios: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (cf. Mt 27,46).
La desaparición y el ocultamiento de Dios, del telón de fondo de la Pasión de su Hijo martirizado, nos habla de una máxima elocuencia de Dios a través del silencio, el cual parece, incluso, hasta despiadado. En la muerte, Jesús no encuentra nada. Ni siquiera a Dios. El Hijo está abandonado por su Padre.
Esta cruz de abandono en la cual se provoca la redención es la única posibilidad de reversión de cualquier otro abandono humano y divino. Si Jesús no lo hubiera pasado, no podría redimirlo. Era necesario el abandono de Dios en la cruz de Jesús. Sólo así, todos los otros abandonos humanos pueden ser redimidos, reconciliados, revertidos, sanados y transformados.

En cada abandono humano hay una posibilidad -dolorosa y fecunda- de la gracia pascual que está realmente actuando. El abandono de Jesús no nos permite sentirnos tan solos en la desnudez de las intemperies humanas. Él allí abraza y contiene a todo aquél que esté y que se sienta abandonado.
Sólo el amor cubre y cura todo abandono. El amor es presencia y compañía. Contiene y sostiene. Mientras que el abandono nos diluye en el anonimato, nos hace desaparecer y nos invisibiliza para otros, el amor nos hace aparecer. Nos devuelve la identidad y el reconocimiento. Somos alguien para alguien. El amor nos identifica y nos pronuncia como únicos.

Hermíone, Andrómaca, Neoptómelo y Jesús: mitos que nos revelan lo más profundo de nosotros mismos. 

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