Primero una breve síntesis de la Divina Comedia:
“La Divina Comedia” es la obra maestra de Dante y una de las obras más trascendentes
de la literatura universal. Fue escrita entre los años 1307 y 1321; publicada
por primera vez en la edición de Venecia del año 1555.
El texto está escrito en cantos y va tomando forma de poema; se divide en
tres partes: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso.
La primera parte, narra el descenso de Dante al Infierno, donde se
encuentra con Virgilio, poeta italiano al que admiró mucho por haber plasmado
en sus obras la circunstancias del hombre y de la sociedad de su época. Durante
su recorrido, Dante observa que el infierno está distribuido por los diferentes
pecados que existen y conformado por distintos condenados según sus pecados. Este
lugar, descrito con gran oscuridad, es similar a un embudo, por el que se va
descendiendo hacia los círculos más estrechos y dolorosos del castigo.
En la segunda parte, visita el Purgatorio también junto a Virgilio. Estando aquí, percibe un ambiente colmado por la fatiga tras la ardua búsqueda
del Paraíso. Almas con cierta esperanza, que actuaron con amor pero en forma
errada por sus inclinaciones pecaminosas,
esperan su turno para alcanzar a la presencia divina, por lo tanto, el
purgatorio viene a ser la representación de un estado de transición, entre la
ignorancia y la iluminación.
En la tercera y última parte, Dante se separa de Virgilio, ya que a este no
se le permite entrar al Paraíso por haber sido un pagano durante su existencia.
Aquí aparece la figura divina de Beatriz, como representación de la esencia más
pura de la vida. Ella lo guía por el Paraíso, recorrido que lo empieza a
despojar de sus pecados, impregnándolo de arrepentimiento y profunda paz. El
reino celestial, es la perfecta conciliación de todas las virtudes. Al final,
Dante siente la presencia de Dios, pero al intentar dirigir la mirada hacia Él,
pierde la memoria y sufre un desmayo, del cuál despierta después de un tiempo.
“La Divina Comedia”, puede ser interpretada en
varios sentidos, los cuáles Dante utiliza como recursos para cumplir diferentes
propósitos. El sentido literal es el que expresa el significado de sus palabras.
Pero además, está el sentido alegórico, cuyo propósito es transmitir ciertas ideas o
pensamientos de forma escondida, tras el manto de una bonita ficción. Por otra
parte, está el aspecto moral, el que fomenta de cierta forma los valores y los
preceptos cristianos de la época. Finalmente, muy relacionado con las
verdades concernientes a la gloria eterna, viene un sentido anagógico, que
expresa una verdad sobreentendida.
Reflexiones sobre la divina comedia de Dante, expresión de la sabiduría tradicional
Titus
Burckhardt
Quien
considere a la Divina Comedia de Dante como una pura fantasía poética, en
realidad no la comprende del todo, y quien la vea como una construcción conceptual
envuelta en ropaje poético no le hace justicia. Dante no es un gran poeta, “a
pesar de su filosofía”; es un gran poeta
en virtud de su visión espiritual que, precisamente porque abarca más de cuanto
se pueda imaginar en un principio, condiciona tanto el sentido como la forma de
la obra. Está en la naturaleza del arte sacro el ser a la vez verdadero y
bello, incidiendo así en todos los planos del alma y, al mismo tiempo, en el
corazón, la razón, la imaginación y la percepción sensible, infundiéndoles el
presentimiento de la Unidad divina.
El
artista no es tanto el inventor como el que conoce y percibe, puesto que las
formas que dan sentido a las cosas ya están inscritas en ellas; lo único que
tiene que hacer es separar las cualidades esenciales, que corresponden más al
ser que al devenir, de lo que es accidental y fortuito. Por eso, en su
descripción de los invisibles mundos psíquicos y espirituales, Dante pudo
referirse a la estructura del universo visible tal como los sentidos la captan
desde el punto de vista terrenal. Sobre la validez de este punto de vista,
anclado en la naturaleza del propio hombre, ya nos hemos pronunciado en otro
lugar; sólo nos queda, pues, llamar la atención sobre el significado que, en
parte sobre la base de los prototipos ya existentes, en parte según su propio
criterio, Dante atribuye a los elementos del universo visible.
Ya hemos
dicho que las condiciones de ser o de conciencia correspondientes a los siete
cielos planetarios pertenecen al mundo de la materia sutil o psíquica: en
realidad, los diversos movimientos de los planetas demuestran que debe tratarse
aún de un mundo condicionado por la forma. Para ser más exactos, las
condiciones así representadas son de tipo tanto psíquico como espiritual; son
como una extensión del Espíritu divino al campo de la psique, o como una
ascensión de la psique al campo del Espíritu. Y es justo que así sea, puesto
que el hombre es esencialmente espíritu; una condición que en cierto modo
incluya el conocimiento de Dios, puede caracterizarse por una cierta
disposición de ánimo, aunque no quedarse reducida a esto. El propio Dante lo
explica poniendo en labios de Beatriz que el espíritu de cada elegido tiene su
propio “sitial” en el último cielo sin forma, y comparece al mismo tiempo en
una esfera correspondiente a su tipo de beatitud (Paraíso, IV, 28-39). La
naturaleza luminosa de los planetas y la regularidad de sus revoluciones son
una expresión del hecho de que los estados psíquicos a los que aluden ya
participan, a pesar de su colaboración aún individual, del carácter inmutable
del Espíritu puro y eterno. Es como si el alma, sin perder su forma individual,
se convirtiera en un cristal que no opusiera ya ninguna resistencia a la luz
divina.
Dante
traduce la diversa extensión de las esferas que se contienen unas a otras, y
que como tal es de naturaleza cuantitativa, al plano cualitativo, escribiendo:
Los círculos
corpóreos son mayores o menores
Según la mayor o menor virtud
Que por sus partes se extiende.
(Paraíso., XXVIII, 64-66)
La
palabra “virtud” se entiende aquí en el sentido latino de virtus, fuerza
invisible.
La esfera
más alta y más amplia no es el cielo de las estrellas fijas, sino el Empíreo
invisible que se extiende más allá, comunicando su propio movimiento a todos
los demás cielos; en realidad, el movimiento del cielo de las estrellas fijas
no es unitario; está determinado, bien por la revolución diaria, bien por la
precesión de los equinoccios, que funciona en sentido opuesto a aquélla; sólo
el Empíreo posee un movimiento constante respecto al cual se miden todos los
demás movimientos, por lo que Dante dice que el tiempo tiene allí sus raíces y
sus ramas en los demás cielos (Paraíso, XXVII; 118). De hecho, el tiempo es
mensura motus, medida del movimiento y, como en el caso del Cielo supremo, “su
movimiento no está medido por otro, sino que otros están medidos por éste”
(Ibidem, 115-117); con él viene dado el tiempo; corresponde a la duración
unitaria, no mensurable en sí misma, así como, por su desmesurada extensión,
corresponde al espacio total. Traspuesto al ámbito espiritual, esto significa
que la condición ilustrada por esta esfera, a la que Dante tiene acceso al
final de su ascensión, a través de los cielos estrellados, representa el umbral
del mundo puramente espiritual, informal: “Sus partes, cercanísimas y excelsas,
son tan uniformes que no sé decir por qué lugar Beatriz me introdujo” (Paraíso,
XXVII, 100-102)
La naturaleza del
mundo que, inmóvil,
En el centro, a todo lo demás mueve en torno suyo,
Tiene aquí su principio;
No otro lugar que la divina mente
Tiene este cielo, y la virtud que de él emana
Y el amor que lo impulsa, en él se encienden.
Luz y amor lo abarcan en un círculo
Como él a los demás; cerco
Que sólo quien lo circunda entiende.
(Paraíso, XXVII, 106-114)
Desde el umbral,
Dante contempla los coros de ángeles que dan vueltas en torno al centro divino
y se maravilla de que, como “lo ejemplar” (modelo) y “el ejemplo” (copia), los
coros de los ángeles y las esferas celestes que se contienen mutuamente,
“concuerden inversamente” (Paraíso, XXVIII, 55); a lo que Beatriz le responde
que, en correspondencia con la naturaleza corpórea, lo que posee mayor fuerza e
inteligencia debe también ocupar mayor espacio (ibídem, 73-78). En otras
palabras, no existe ninguna imagen espacial que pueda reflejar directamente la
jerarquía de los grados de la existencia, pues Dios es el centro más profundo
del mundo, y como tal es comparable a un plinto en torno al cual gira toda la
vida, siendo al mismo tiempo la realidad omnicomprensiva que sólo sabemos
representarnos como espacio ilimitado.
Si el
orden geocéntrico y, por ende, antropocéntrico, de las esferas celestes;
representa la imagen inversa de la jerarquía teocéntrica de los ángeles, el
embudo infernal con sus simas más estrechas cuanto más profundas es, por así
decirlo, su correspondiente negativo: mientras que el coro de los ángeles está
configurado por el conocimiento de Dios y movido por el amor, el infierno está
determinado por la ignorancia y el odio. Sin embargo, el purgatorio, que, según
las explicaciones de Dante, surge en el polo opuesto de la tierra tras la caída
de Lucifer en el centro terrestre, es un contrapeso del infierno.
Probablemente
Dante creía en el orden geocéntrico de los cielos estrellados, entendiendo,
desde luego, la posición en el espacio del infierno y del purgatorio sólo en
sentido alegórico; e incluso, en otra parte, dice del sentido de las esferas
celestes:
Así conviene hablar a
vuestro entendimiento,
Ya que sólo aprende mediante los sentidos
Lo que del intelecto hará al fin digno.
Por eso condesciende la Escritura
A vuestra facultad, y pies y manos
A Dios atribuye, y otra cosa entiende;
Y la Santa Iglesia, con aspecto humano
A Gabriel y Miguel os representa
(Paraíso, IV, 40-47)
En su
Convite, Dante habla de los diversos significados de las Sagradas Escrituras,
haciendo valer claramente el mismo razonamiento para el propio poema (Convite,
II, I); habla de los sentidos literal, alegórico, moral y anagógico, observando
que los teólogos entienden el sentido alegórico de otro modo que los poetas,
para los que se trataría, en último término, de “verdades revestidas de
hermosas mentiras”; está claro que el propio Dante utiliza la alegoría en un
sentido más riguroso; y si para expresar una verdad se sirve a veces de fábulas
antiguas, nunca lo hace a la manera superficial y festiva de las alegorías del
Renacimiento. El ejemplo clásico de las cuatro interpretaciones de un texto es
Jerusalén, que en sentido literal es una ciudad Palestina, alegóricamente es la
imagen de la Iglesia, moralmente es el alma creyente y anagógicamente es la
Jerusalén celestial, arquetipo del alma o del mundo contenido en el Espíritu
divino. Es preciso percatarse de que estas cuatro interpretaciones no se
superponen artificialmente o sobre la base de un esquema conceptual cualquiera;
corresponden sencillamente a los cuatro aspectos del mundo al que el hombre
pertenece: a su aspecto exterior o “efectivo” en sentido literal; a sus
aspectos generales en sentido lato o alegórico; a su aspecto interior, referido
al alma y, por ello, moral o ético; y a su aspecto puramente espiritual, que
refleja al propio Dios, es decir, anagógico. Estas diversas “dimensiones” son
inherentes a todo auténtico símbolo que exprese la realidad de manera típica.
A través
de las metáforas que Dante utiliza para describir el infierno, es fácil
observar cómo una verdad espiritual se concreta inmediatamente y sin tentativas
conceptuales en una imagen; así por ejemplo, la metáfora de la selva de zarzas
donde están atrapadas las almas que se pasaron la vida rebelándose contra el
Destino (Infierno, XIII): es la imagen de una condición privada de toda
libertad y satisfacción, de una existencia al borde de la nada, resultado de la
contradicción inherente al suicidio, esto es, de una voluntad que niega y
quiere destruir la existencia, que es, sin embargo, su propia premisa y
sustancia. Ya que el “yo” no puede por sí solo precipitarse en la nada, cae por
su acción destructiva en la nada aparente, representada por las malezas
desiertas y que sigue siendo un “yo” en su sufrimiento impotente más que nunca
concentrado sobre sí mismo. Todo lo que Dante dice de la selva infernal sirve
para profundizar en esta verdad: la planta cuya rama es cortada por un
ignorante se lamenta de su herida y lo llama despiadado; las almas de los
dilapidadores perseguidas por los perros (también ellos desprecian la
existencia dada por Dios) irrumpen en la selva de zarzas y la llenan de sangre,
y el árbol privado de sus ramas implora al poeta que recoja las hojas al pie
del tronco, como si el “yo desautorizado, encerrado en ese árbol, considerase
aún suyos esos fragmentos muertos y ya separados. En ésta, como en otras
descripciones del infierno, cada detalle es de una pavorosa y precisa agudeza
de expresión.
Las
imágenes del infierno son tan plásticas porque están formadas por la misma
materia en que, en su pasión, consiste el alma humana.
En la
descripción del purgatorio se añade una dimensión diferente y menos tangible:
la realidad psíquica alcanza amplitud cósmica, comprendiendo en sí misma el
cielo estrellado, los días y las noches, y el perfume de todas las cosas. A la
vista del paraíso terrestre desde la cima de la montaña del purgatorio, Dante
evoca en unos pocos versos todo el milagro de la primavera; la primavera
terrenal que se convierte en primavera del alma, imagen de la condición
original e íntegra del alma humana.
Para
representar las condiciones puramente espirituales, propias de las esferas
celestes, Dante debe servirse a veces de
metáforas; así por ejemplo, cuando explica cómo el espíritu humano, al
profundizar en la sabiduría divina, se transforma gradualmente en ella: Dante
contempla a Beatriz, que tiene fijos los ojos en las “ruedas eternas”, y,
mientras se concentra en la imagen, le ocurre como a Glauco, que por haber
probado una hierba maravillosa se transformó en dios marino:
El transhumanar,
expresar “per verba”
No se podría, mas baste con el ejemplo
De aquél a quien la gracia de esta experiencia beneficie.
(Paraíso, I, 70-72)
Si bien
en los cantos del Paraíso el lenguaje se vuelve quizá más abstracto, tanto más
ricas de contenido son las imágenes de que se vale Dante; hay en ellas una
auténtica fascinación que revela cómo tenía una visión espiritual de aquello
que intentaba expresar con palabras. Es poeta en tanto en cuanto es visionario
cuando, por ejemplo, compara la ascensión ininterrumpida de las almas santas
obedientes a la atracción divina con el movimiento de los copos de nieve, al
mismo tiempo ascendente y descendente (Paraíso, XXVII, 67-72)
Cuanto
más simple es una imagen, más amplio es su contenido; en realidad, una
prerrogativa de la simbología estriba en saber expresar, con su carácter
concreto y al mismo tiempo abierto, verdades que escapan al concepto mental. No
queremos decir con esto que la metáfora tenga un trasfondo irracional e
inconsciente; su significado es fácilmente reconocible aún cuando trascienda al
mero pensamiento. Este significado procede del espíritu y se abre al espíritu,
al intelecto, del que Dante habla como la capacidad cognoscitiva suprema y más
interior, que por principio está desligada de toda forma sensible y conceptual
y tiene la virtud de llegar hasta la esencia eterna de las cosas:
En el cielo que más
de Su luz toma
Estuve yo y vi casas que narrar
No sabe ni puede el que de allí desciende;
Puesto que cuando a su deseo llega,
Nuestro intelecto tanto profundiza
Que no puede seguirlo la memoria.
(Paraíso, I, 4-9)
Dante ha
exigido a la poesía todo aquello de lo que ella es capaz; no podía elevarse más
alto ni decir más con menos palabras. Un
solo verso como éste, que alude a Beatriz y a la vez al resplandor de la
certeza espiritual, revela toda su maestría:
Venciéndome con la
luz de una sonrisa…
(Paraíso, XVIII, 19)
Dante se
apreció en su justo valor al situarse entre los seis máximos poetas de todos
los tiempos (Infierno, IV, 100-102); la seguridad de este juicio sobre sí mismo
es, por lo demás, típica de él.
Durante
el Renacimiento, aún se discutía si Dante había visitado realmente el paraíso y
el infierno. Aunque este problema pueda parece ingenuo al lector moderno, sin
razón, por otra parte, quizá también él se pregunte de dónde sacaba Dante la
certeza –y si no era certeza, entonces, presunción- que le permitía juzgar tan
clara y duramente el destino del hombre después de la muerte. Una respuesta
sería que, como hombre del siglo XIII, Dante no hubiera podido diluir
psicológicamente la doctrina tradicional de la salvación y la perdición, ni
concebir los ejemplos históricos sino en un sentido típico. Pero con esto aún no
se explica cómo pudo haber experimentado las condiciones que describe tan
vivamente, porque, de un modo u otro, las experimentó. Nuestra respuesta es la
siguiente: el conocimiento del alma humana es esencialmente autoconocimiento que,
si va hasta el fondo, llega mucho más allá de todo lo que puede imaginar el
hombre común. Cuando conoce en qué consiste su alma, el hombre conoce
al mismo tiempo los bastidores psíquicos del mundo humano que lo rodea;
ve las trazas del infierno en esta existencia terrena como lo que son, a saber,
como manifestaciones de una fuerza de atracción que tiene su centro no en el
hombre; sino en una fuerza cósmica inferior, y capta las posibilidades
celestiales aún más directamente, porque cuanto más altas y más reales son, más
entran en un campo del ser en el cual sujeto y objeto son apenas distinguibles.
Dante
recorre el infierno como espectador de excepción. “No te cuides de ello, sino
mira y pasa” le dice Virgilio. Participa de la beatitud de las condiciones
celestiales en tanto en cuanto ésta consiste en el propio mirar. Sale del
purgatorio sin sufrir ni una sola de las penas con las que otros deben expiar
sus errores, y los propios ángeles borran de círculo en círculo las marcas del
pecado de su frente. ¿Qué significa esto sino que Dante no procede por la vía
del mérito activo sino por gracia particular, la del Conocimiento? Si Virgilio
le dice que para él no hay otra vía hacia Beatriz, la Sabiduría divina, que la
que pasa por el infierno, esto significa que el conocimiento de Dios se alcanza
por la vía del autoconocimiento; el autoconocimiento exige que se tengan en
cuenta todos los abismos de la naturaleza humana y se eliminen todas las
ilusiones sobre uno mismo radicadas en el alma pasional; no hay
expiación mayor que ésta. Sólo en el último peldaño del purgatorio, Dante se ve
obligado a atravesar el fuego para llegar al paraíso terrenal. Y si Beatriz va
en seguida a su encuentro con reproches ardientes que mueven a su alma a un
doloroso arrepentimiento (Purgatorio, XXX, 55 ss), el sentido del discurso de
la mujer es que él se ha aferrado por demasiado tiempo a su imagen terrena,
hasta seguirla al reino de lo invisible; ella no le recrimina ningún pecado en
particular, sino el de haberse concentrado en lo que es eterno y real, y respecto
a lo cual todo el resto no es más que una ilusión.
La
severidad con que Dante juzga a sus contemporáneos no tiene nada que ver con la
intolerancia que olvida la esencia imprevisible de la gracia divina; Dante
colocó en el paraíso almas que nadie esperaba encontrar en él. Lo contrario
ocurre con la aparente tolerancia de nuestro tiempo, que se basa en una duda
evidente o secreta sobre el destino último del hombre; es como un crepúsculo en
el cual ni la luz ni la sombra se perfilan claramente. Dante sabía mejor que
nadie, qué es la dignidad original del hombre, distinguía claramente en el
hombre el rayo de luz divina, cuya prenda infinitamente preciosa cuyo desprecio
debía reconocer como culpa y traición.
Para él,
la dignidad primordial del hombre consiste esencialmente en el don del
“intelecto”, que no es la mera capacidad de pensar, sino que es como un rayo de
luz interior que une al alma con la fuente divina de todo conocimiento:
Bien veo que jamás se
sacia
Nuestro intelecto, si no lo ilustra aquella Verdad,
Fuera del cual no hay nada cierto.
(Paraíso, IV, 125-126)
De las
almas condenadas, Dante dice que han perdido el bien del intelecto (Infierno,
III, 18); lo cual no significa que ya no tengan capacidad de pensar, desde el
momento en que Dante las hace razonar entre sí; poseen incluso el don de prever
vagamente el futuro, ignorando al mismo tiempo el presente (Infierno, X, 97 ss).
Lo que en ellas ha quedado sepultado para siempre es la visión del corazón, esa
capacidad situada en el centro del ser, allí donde se unen amor y conocimiento.
Dante describe el auténtico amor como una especie de conocimiento y al espíritu
–el intelecto- como amante: a fin de cuentas, ambos, no tienen sino una misma
meta, que es infinita.
En el
hombre incorrupto, todas las demás capacidades psíquicas se refieren al centro
esencial: “yo soy como el centro del círculo, al cual todas las partes de la
circunferencia se refieren de igual modo”, pone Dante en boca del
amor-intellectus en su Vita nova, “pero tu no eres así” (XII, 4). En la medida
en que el ambicionar y el querer se alejan de este centro impiden al alma
abrirse espiritualmente a lo eterno: “la pasión, el intelecto ata” (Paraíso,
XIII, 120). Cuando Dante dice de las almas condenadas que han perdido el bien
del intelecto, quiere decir que en ellas la voluntad se ha desviado
definitivamente del centro esencial. El impulso volitivo que niega a Dios se ha
vuelto en ellas instinto central; están en el infierno porque, a fin de
cuentas, quieren el infierno:
Los que murieron con
Dios airados
De todos los países aquí acuden,
Y a traspasar el rio se apresuran;
Tanto la justicia divina los incita
Que el temor se convierte en deseo.
(Infierno, III, 122-126)
No ocurre
lo mismo con las almas que sufren las penas del purgatorio: su voluntad no ha
negado el elemento divino del hombre, sino que lo ha buscado en lugares
erróneos; en su nostalgia del infinito, se han dejado engañar: en un pasaje del
Paraíso dice Beatriz a Dante:
Veo claramente cómo
ya resplandece
En tu intelecto la eterna luz
Que, vista por sí sola y para siempre,
El amor enciende;
Y si otra cosa vuestro amor reclama,
De aquélla no es sino un vestigio
Mal conocido que en ésta se trasluce.
(Paraíso, V, 7-12)
Cuando
con la muerte desaparecen el objeto de la pasión y la ilusión de su bondad
divina, estas almas experimentan su ansia como lo que realmente es: un
consumirse por las apariencias que no acarrea sino dolores. Debatiéndose dentro
de los límites de su placer, reconocen negativa e indirectamente qué es la
realidad divina, este conocimiento es su arrepentimiento. Con ello desaparece
gradualmente el instinto errado que continúa actuando en ellas sin la
aprobación del corazón, hasta que la negación de la negación no desemboque en
el Sí de la libertad primordial, vuelta hacia Dios:
De la mundicia, sólo
la voluntad da prueba,
Que, completamente libre para cambiar de sitio,
Al alma induce y a su deseo ayuda
Ya antes lo quiso, mas no le dejó el talento,
Que, contra su voluntad, la divina justicia
Tanto como puso en pecar pone en tormento.
(Purgatorio, XXI, 61-66)
Aquí
hemos tocado un motivo de fondo de la Divina Comedia: la relación recíproca
entre conocimiento y voluntad. El conocimiento de las verdades eternas está
potencialmente presente en el espíritu humano, el intelecto; pero su desarrollo
está en un primer momento condicionado por la voluntad: negativamente, por el
pecado del deseo, y positivamente, por su superación. Las diversas penas del
purgatorio descritas por Dante pueden interpretarse, por tanto, bien como
estados sucesivos a la muerte, bien como peldaños del acceso que conduce a la
condición intacta y original en la que conocimiento y querer o, más
exactamente, el conocimiento del fin eterno del hombre y la aspiración al
placer, ya no son divergentes. En el momento en que Dante entra en el paraíso
terrenal, en la cumbre de la montaña del purgatorio, Virgilio le dice:
No esperes mis
palabras ya, ni mi consejo:
Libre, recto y sano es tu albedrío,
Y error sería no hacer según su juicio:
Por lo que corona y mitra yo te ciño.
(Purgatorio, XXVII, 139-142)
El
paraíso terrenal es, por así decirlo, el “lugar” cósmico donde el rayo del
Espíritu divino, que traspasa todos los cielos, toca a la condición humana,
pues a partir de ésta, Dante se ha elevado hasta Dios por Beatriz.
Mientras
que en el hombre pecador es la voluntad la que determina la medida de su
conocimiento, en los elegidos la voluntad surge de su Conciencia del orden
divino. Su voluntad es, en otras palabras, la expresión espontánea de su visión
de Dios, por lo cual su jerarquía en el cielo no viene dictada por ninguna
coerción; esto es lo que el alma de Piccarda explica al Poeta en el cielo de la
luna, respondiendo a la pregunta de si los Bienaventurados de una esfera no
aspiran a una esfera superior “para ver más y para mejor hacerse afectos”:
Hermano, nuestra
voluntad se aquieta
Por la virtud de caridad que nos lleva a querer
Sólo lo que tenemos y otra cosa no ansía.
Si deseásemos estar más elevados,
En desacuerdo estarían nuestros deseos
Con la voluntad de Aquel que aquí nos puso;
Verás que eso no cabe aquí en estas esferas
Si aquí la caridad es necesaria
Y su naturaleza bien las consideras:
Constituye más bien, la bienaventuranza
Que te conformes a la voluntad divina
Para que nuestras voluntades sean una sola:
El ir así, de grado en grado, como vamos
Por este reino, a todo el reino place,
Tanto como al Rey, que a su querer confórmanos:
En su voluntad está nuestra paz:
Ella es aquel mar donde todo confluye,
Tanto lo que ella crea como lo que genera
La naturaleza.
(Paraíso, III, 70-87)
Conformarse
a la voluntad divina no significa falta de libertad, sino, al contrario: la
voluntad que se rebela contra Dios es por ello mismo víctima de la coerción,
por lo cual “los que con Dios mueres airados” tienen miedo de llegar al
infierno “al que la divina justicia les incita” (Infierno, III, 121-126); la
aparente libertad de la pasión se transforma en esclavitud del instinto ¡Que, contra
su voluntad, la divina justicia, tanto como puso en pecar pone en tormento”
(Purgatorio, XXI, 61-66), mientras que la voluntad de aquellos que conocen a
Dios brota de la misma fuente de la libertad. La verdadera libertad de la
voluntad depende, por consiguiente, de su relación con la Verdad, que a su vez
constituye el contenido del conocimiento esencial. Por el contrario, la más
alta visión de Dios de que Dante habla en su obra, está en armonía con el
cumplimiento espontáneo de la voluntad divina. El conocimiento coincide con la
Verdad divina y la voluntad coincide con el Amor divino, y ambas cualidades se
revelan como aspectos del Ser divino, uno inmóvil y otro en movimiento. Esta es
la conclusión de la Divina Comedia y al mismo tiempo la respuesta al esfuerzo
de Dante por captar el origen eterno del ser humano en la Divinidad:
Mas no para eso eran
mis plumas;
Si no hubiera sido mi mente iluminada
Por un fulgor que satisfizo su deseo.
Faltó aquí fuerza a la alta fantasía;
Mi deseo y mi voluntad, empero, ya giraban
Como rueda a la que a su vez impulsa
El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas.
(Paraíso, XXXIII, 139-145)
Nunca
faltará algún estudioso que asegure que Beatriz no existió jamás, sosteniendo
que todo lo que Dante dice de ella se refiere en realidad a la Sabiduría
divina, la Sophia. Esta concepción indica la confusión ente símbolo auténtico y
alegoría, en la acepción que el Renacimiento da a este término; en este
sentido, una alegoría es más o menos una invención conceptual, un disfraz
artificioso de conceptos generales, mientras que la simbología auténtica está
contenida, como ya decíamos en la esencia de las cosas mismas. El hecho de que
Dante preste a la Sabiduría divina la imagen y el nombre de una mujer noble y
bella viene dictado por una ley imperiosa; no sólo cuanto objeto de
conocimiento, inherente a la Sabiduría divina, sino también porque la presencia
de la divina Sophia se le ha revelado a través de la mujer amada. Esto nos
proporciona la clave para comprender, por lo menos en líneas generales, la
alquimia espiritual en virtud de la cual el profeta transforma las apariencias
sensibles en esencialidad suprasensible: si el amor capta toda voluntad
llevándola a confluir al centro del ser, un amor tal tiene la posibilidad de
convertirse en conocimiento de Dios. El medio que conduce del amor al
conocimiento, es la belleza: cuando ésta se experimenta en su inagotable
esencia que libera de todos los confines, le es inherente un aspecto de la
Sabiduría divina; por eso la atracción entre los sexos puede conducir al
conocimiento de lo divino, ya que el deseo puede ser absorbido y anulado por el
amor, y la pasión por la experiencia de la belleza.
El fuego
que Dante debe atravesar en el último escalón antes de alcanzar el Paraíso
terrenal (Purgatorio, XXVII), es el fuego en el que los lujuriosos debe, purgar
sus pecados. “Entre tu y Beatriz está este muro”, dice Virgilio a Dante en el
momento en que éste teme atravesar las llamas (ibid., 36). “Tan pronto estuve
dentro, me habría arrojado a un vidrio ardiente para refrescarme”. (Ibid.,
49-50). La inmortal Beatriz hace frente
a Dante, primero con severidad (Purgatorio, XXX, 103 ss), pero después con
tierno amor, y, mientras lo conduce hacia las esferas celestes, le revela su
propia belleza, que su mirada resiste a duras penas (Paraíso, XXI, 1 ss.,
XXIII, 46.48). Es significativo que Dante no se refiera más, como en su Vita
Nova, a la belleza del alma de Beatriz, a su bondad, a su inocencia, a su
humildad, sino que hable solamente de su belleza visible: lo que es exterior se
convierte en símbolo de lo interior, la percepción sensible se convierte en
expresión de la visión espiritual.
Dante aún
no es capaz de mirar directamente la luz divina, y por eso la contempla en el
espejo de los ojos de Beatriz (Paraíso, XVIII, 16-18; XXVIII, 3 ss). Solo al
final, en el cielo supremo, Beatriz se substrae completamente de su vista y su
mirada permanece fija en la fuente de luz divina hasta consumirse en ella
(Paraíso, XXXIII, 82-84)
La justicia movió a
mi supremo autor:
Me hicieron la divina potestad,
La suma sabiduría y el amor primero.
Antes que yo, nada hubo creado
Sino lo eterno, y permanezco eternamente:
Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza.
(Infierno, III, 1-9)
Frente a
estas célebres palabras escritas en la puerta del infierno, más de un lector
moderno tiende a decir con el Poeta: “Maestro, su significado me espanta”
(Ibid., 12) pues les resulta difícil conciliar la representación de la condena
eterna con la idea de amor divino, “el amor primero”. Sin embargo, para Dante
el amor divino es el origen de la creación como tal; en realidad, el amor
divino ha proporcionado la existencia al mundo creado “de la nada”, haciéndolo
participar del Ser divino. Así entendido, el amor divino, sin ser distinto del
amor, pierde todos los límites que se le puedan atribuir desde un punto de
vista humano; es la expresión de la abundancia del Ser y de la beatitud
contenida en Dios, un exceso que revierte en la nada o en el casi nada. En
realidad, en la medida en que el mundo es distinto de Dios, tiene su raíz en la
nada. Por otra parte, le es inherente necesariamente una parte de negación de
dios, y la amplitud ilimitada del amor divino se pone de manifiesto tanto en la
aceptación de, incluso, esta negación de Dios como en la concesión de su
existencia. Por lo tanto, la existencia de las posibilidades infernales depende
del amor divino, pero al mismo tiempo tales posibilidades son condenadas por la
justicia divina como negaciones de Dios.
“Antes
que yo, nada hubo creado, Sino lo eterno, y permanezco eternamente”: las
lenguas semíticas distinguen entre la eternidad, que sólo se refiere a Dios,
equivalente a un eterno Ahora, y la duración eterna, propia de las condiciones
del más allá; el latín escolástico
distingue entre aeternitas y perpetuitas, pero no así el latín vulgar, por lo
cual ni siquiera Dante pudo expresar claramente esta distinción. Pero ¿quién
sabía mejor que él que la duración del más allá no es idéntica a la eternidad
de Dios, así como la existencia fuera del tiempo del mundo de los ángeles no es
comparable a la duración del infierno, parecida a un tiempo rígido? Si bien la
condición de los condenados no tiene fin en sí misma, vista desde Dios no puede
ser sino finita.
“Vosotros,
los que entráis, abandonad toda esperanza”: inversamente podría decirse: quien
todavía espera en Dios, no deberá pasar por esta puerta. La condición de los
condenados es la desesperación, así como la esperanza sería la mano abierta
para recibir la gracia.
Al lector
moderno le parece extraño que Virgilio, que, sabio y benévolo, pudo conducir a
Dante hasta la cima del Purgatorio, deba tener su propia sede, como todos los
demás sabios y héroes de la antigüedad, en el limbo. Sin embargo, Danto no pudo
colocar al no bautizado Virgilio en uno de los cielos sólo alcanzables en
virtud de la gracia. Mas, si se observa
detenidamente, en la obra dantesca de pone en evidencia una extraña fractura
que aparece como el indicio de una dimensión no realizada. En su conjunto,
describe el limbo como un lugar oscuro, sin luz y sin cielo, pero apenas Dante
entra con Virgilio en el “noble castillo” donde pasean los sabios de la
antigüedad “por prados de fresco verdor”, habla de un “lugar abierto, luminoso
y algo” (Infierno, IV, 115 ss), como si ya no se encontrara en las capas
subterráneas de la tierra.
“Había allí gentes de
mirar reposado y grave,
de gran autoridad en su semblante
Hablaban con parsimonia, la voz suave”
(Ibid., 112-114)
Todo esto
ya no tiene nada que ver con el infierno, pero tampoco puede incluirse
directamente bajo la gracia cristiana.
Se
plantea aquí, pues el problema de si Dante tenía una actitud fundamentalmente
negativo respecto a las fes no cristianas. En un pasaje del Paraíso, en el que
Dante coloca entre los elegidos al príncipe troyano Rifeo (XX, 67 ss), habla de
la imponderabilidad de la elección divina y aconseja a los hombres que no la
juzguen a la ligera. ¿Qué podría significar Rifeo para Dante sino un ejemplo
lejano de un santo extra – eclesiástico? No decimos extra-cristiano, puesto que
para Dante cualquier revelación de Dios en el hombre es Cristo.
Surge un
segundo problema: ¿Era consciente Dante de que la configuración de la Divina
Comedio se acercaba mucho a ciertas obras de la mística islámica que le son
afines? El género del poema épico que describe en forma alegórica la vía del
que conoce a Dios no es raro en el mundo islámico. Es presumible que algunas de
esas obras hubieran sido traducidas en lengua provenzal, y es bien sabido que
la comunidad a la que Dante pertenecía, los “Fedeli d’Amore”, tenía relación
con la Orden de los Templarios, situada en Oriente y abierta al mundo
espiritual islámico. Es posible encontrar para casi cada elemento importante de
la Divina Comedia un prototipo correspondiente en los escritos esotéricos del
Islam: para la interpretación de las órbitas de los planetas como niveles de
conciencia espiritual; para la subdivisión del infierno; para la figura y el
papel de Beatriz, etc. Sin embargo, a juzgar por ciertos pasajes del Infierno
de Dante (XXVIII, 22), es más bien improbable que él hubiera conocido y
reconocido al Islam como religión. Es mucho más verosímil que hubiese tenido
acceso a escritos no directamente islámicos; las cosas que en este sentido se
adjudiquen a Dante resultarán mucho más fuera de lugar de lo que la investigación
comparada pueda suponer. Las verdades espirituales son como son, y los
espíritus pueden encontrarse en un nivel determinado de conciencia sin haber
conocido jamás la existencia uno del
otro en el plano terrenal.
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