jueves, 7 de febrero de 2013

Simbología de los números tres y cuatro en la Vita Nuova


Simbología de los números tres y cuatro en la VITA NUOVA

Rosario Scrimieri
1. Dante a lo largo de la Vita Nueva pone de relieve, como es sabido, la coincidencia del numero nueve[1] con los momentos cruciales de su historia con Beatriz y en el capítulo XXIX[2] explica cómo ese número rige las fechas de la vida y muerte de su amada, concluyendo que ello es debido a que Beatriz es, por analogía, un nueve: al igual que el tres es la raíz del nueve, del mismo modo la trinidad divina es el origen de Beatriz. De esta manera en la Vita Nouva se hace evidente, según los parámetros de la psicología profunda de Jung, la relación del ánima, arquetipo básico de la individuación encarnado por Beatriz, con el símbolo de la trinidad.
La individuación es un proceso de creación de la conciencia y Jung demuestra cómo desde tiempo secular está asociada con el símbolo arquetípico de la trinidad. La trinidad, en primer lugar, significa la consubstancialidad de un proceso que consta de tres partes al que debe corresponder una dinámica de maduración que se realiza en forma inconsciente en el individuo. Las tres personas divinas serían personificaciones de tres fases de un acontecer psíquico, regular e instintivo que recogen y manifiestan los mitos y los ritos. Esa imagen arquetípica, observa Jung, “corresponde a una totalidad del individuo, es decir, de sí mismo que existe como imagen inconsciente y que es totalmente desconocida para la conciencia, ya que a ella no sólo le corresponde la psique consciente, sino también la inconsciente, y ésta no puede ser conocida” (Jung 1981. 261). La idea de totalidad del individuo a la que reenvía la trinidad relaciona, por tanto, indefectiblemente a este arquetipo con el símbolo del si mismo, al que empíricamente no se puede distinguir de una figura divina (Cristo, como Dios, consubstancial al Padre; el Atman, como si mismo individual y como esencia y cosmos a la vez; Tao como condición individual y al tiempo como correcto comportamiento de los sucesos del mundo (Jung 1981: 267)). De ahí, también, el rasgo de santidad que emana de este arquetipo y que capta al hombre: “la santidad es reveladora; es la fuerza numinosa que emana de la figura arquetípica” (Id: 264). Por este motivo, la trinidad no sólo representa la personificación por medio de tres personajes de los procesos psíquicos que llevan a la totalidad, sino que se convierte en la personificación del mismo Dios, uno en tres personas, dotadas todas de la misma naturaleza divina. Así es como explícitamente Dante evoca en la Vita Nuova, de acuerdo con el dogma cristiano trinitario.
Esto no significa, sin embargo, que Dante no esté representando en la Vita Nuova, paralelamente al arquetipo numinoso del tres-trinidad, proyección del si mismo que comprende tres personas participantes de la misma substancia divina, excluyentes del principio femenino, de la “creación”, o sea de la materia” (Jung 1981: 303) -excluyentes, por tanto, del origen del mal-, un impulso hacia la totalidad, al tener en cuenta contenidos de la dimensión terrenal del hombre.
En relación con esta cuestión es necesario recordar el axioma de María Prophetisa, citado por Jung: “El Uno se convierte en Dos; el Dos, en Tres, y del Tercero sale el Uno como Cuarto” (Jung 1957: 34). Aplicado este axioma a la Vita Nuova podríamos adelantar la hipótesis de que Beatriz, por ser un producto del tres, es uno que a la vez ocupa el lugar del cuarto y en consecuencia que el proceso de transformación que se describe en la Vita Nuova obedece a un ritmo ternario pero que el símbolo que emerge de esa dinámica de transformación es una cuaternidad.
Nos movemos, por consiguiente, ante una noción de número vinculado con la idea de ritmo y con su capacidad de simbolizar una cualidad, una forma de estructura así como de la de ser “medida” de la energía psíquica ligada a la manifestación de los arquetipos; una forma, por tanto, diversa de la habitual progresiva. Si consideramos los números desde un punto de vista cualitativo estos no representan cantidades diferentes sino secuencias temporales de una misma cosa y pueden así también ser vistos desde un punto de vista regresivo:
Si coglie dapprima la totalità, poi la faccia successiva, poi la successiva, ma si trata sempre della stessa cosa. Il continuum mumerico è la continuazione del numero uno nell'intera serie; i numeri sono vari aspetti dello stesso numero uno, sempre lo stesso, che forma un continuum sottostante (Von Franz 1986: 123)
Esta idea de continuidad es diferente de la que encontramos en los libros de matemáticas y es a la que se refiere, en cambio, el axioma citado:
Maria conta fino a tre, e poi dice: quei tre sono in realtà tutti quiati l’uno; perciò concepisce nuovamente l’unità dei tre e li rimette insieme come il quattro. La nostra mente ordinariamente scorre in senso progressivo: cotiamo 1, 2, 3, 4, 5…, formando una catena lineare; mentre, quando contiamo qualitativamente, possiamo fare la stessa cosa dicendo: ora ho il quattro, ma il quatro è in realtà il continuum dell’ uno nel tre, onde posso aggiungere quell’unità al tre e ottenere il quattro (Von Franz 1986: 123)
Desde esta perspectiva, podemos considerar que el cuatro es la unidad del tres. Como sucesión o ritmo inherente a un proceso que acontece a un individuo el cuatro es un “uno”, el resultado de una transformación que ha pasado simbólicamente por el uno, el dos y el tres. Lo que describe el axioma de María es una operación mental que trata de hacer comprensible a la reflexión consciente procesos de lo inconsciente donde la idea de tiempo y espacio se relativizan y donde “vi è un continuum, in cui tutti i numeri sono identici, così come tutti gli archetipi sono identici. Possiamo postulare che i numeri, essendo idee archetipiche, siano, nell’inconscio identici, ma, se vogliamo ricostruire questo fatto e formarcene un concetto cosciente, dobbiamo contare qualitativamente in questa forma retrograda” (Von Franz 1986: 125)
2. Dante representa el símbolo de la trinidad valiéndose del lenguaje cristiano. Ese lenguaje, desde la perspectiva del pensamiento junguiano es, como hemos dicho, una transposición de fenómenos internos que acontecen en la conciencia. Esos fenómenos en el caso de Dante han promovido la ampliación de la conciencia y han supuesto, incluso, la superación de la estructura ternaria del símbolo trinitario. Ello ha sido posible gracias al reconocimiento del arquetipo del anima, vinculado en su caso con la dimensión terrenal del hombre, el eros y el principio femenino. El acontecer interno, descrito por Dante, repercute en el símbolo trinitario colectivo pues el proceso de maduración hacia la totalidad –hacia el si mismo en el lenguaje arquetípico- lleva a Dante de modo intuitivo a insinuar la cuaternidad en la propia naturaleza divina, al proponer de modo implícito la analogía entre Beatríz y Cristo y considerar a ésta, en su cualidad de Hija del Padre, como logos divino femenino. Esta intuición ampliaría al cuatro el símbolo trinitario al acoger el aspecto femenino Dios (Cfr. Scrimieri 2001)[3].
2.1. La trinidad significa un proceso secular de adquisición de la conciencia; es un símbolo dinámico que representa el acto de devenir consciente. Desde esta perspectiva, la transformación que se narra en la Vita Nuova sería el paso del estado del padre al del hijo[4] y la generación de una tercera persona, representada por el espíritu. En este sentido, como transposición de fenómenos que acontecen en la conciencia, el primer movimiento representado en esta obra se correspondería con la edad o el estado del padre; el estado de conciencia temprano en el que simbólicamente aún se es niño, es decir dependiente de una determinada forma previa de visión de la vida y del mundo, un habitus que tiene carácter de ley (Jung 1981: 289). Se correspondería con la primera etapa de la Vita Nuova (I-IV), de plena armonía y sin conflictos, que comprende el período de la infancia y de la adolescencia, hasta 1283, año en que se produce el enamoramiento “adulto” del protagonista. Se puede suponer que hasta ese momento la conciencia ha vivido en estado de unidad, identificada simbólicamente con el estado del padre; una, con el padre; una, consigo misma. En esta fase el mundo del padre se identifica con la “ragione” colectiva a la que Dante invoca como punto de referencia constante en la vivencia de su amor por Beatriz. Su amor se rige siempre según el ·fedele consiglio de la ragione” (II, 9). Desde el punto de vista del sistema junguiano de las funciones de la conciencia[5], la Vita Nuova representaría en su comienzo un estado de equilibrio por el que la intuición y el pensamiento –primera y segunda función de la conciencia en Dante- adaptadas a lo colectivo (al “padre”), guían al protagonista en su modo de vivir el sentimiento. Desde el punto de vista poético, la identificación con el “padre” constituye una actitud de reconocimiento y práctica de la poesía de acuerdo con la tradición.
El segundo movimiento se corresponde con la aparición del hijo simbolizada por la irrupción de la dualidad y del conflicto. El uno se escinde, se convierte en otro y se enfrenta a sí mismo. Del estado de unidad (estado del padre), con que hemos hipotetizado comienza la Vita Nuova, se pasa al estado de dualidad (estado del hijo) al emerger en la conciencia los contenidos de la función inferior, es decir, la dimensión terrenal y corporal hasta el momento inhibida. “Desde este momento hay dos, el uno y el otro, lo que significa una cierta tensión” (Jung 1981: 251). El conflicto entre el padre y el hijo comienza a mostrarse en el protagonista a partir del momento en que la conciencia trata de integrar, de acuerdo con las normas de la razón colectiva, los aspectos desconocidos de la función inferior de la dimensión del eros. Al revelarse esas normas ineficaces el protagonista fracasa en su intento (III-X). El conflicto aparece, por tanto, cuando frente al símbolo externo del “padre” representado por el sistema colectivo comienza a afirmarse en la conciencia la presencia del padre interior arquetípico, el centro irradiante originario del si mismo de donde procede el impulso de transformación del protagonista. El hijo entra en contacto con su padre interno y deviene su propio padre; desde esa nueva cualidad se constituye en guía de sí mismo. “Fili mi, tempus est ut pretermictantur simulacra nostra” (XII, 4) dice el dios Amor a Dante como centro irradiante de la conciencia y emplea la palabra nostra para dar a entender su identificación en él. El rasgo filial hace del protagonista una criatura del dios, símbolo del si mismo, del padre arquetípico interno. Este encuentro con la propia autoridad lleva inevitablemente al distanciamiento, al enfrentamiento con el “padre” colectivo externo pues “el mundo del hijo es el mundo de la escisión”. El hijo se independiza del habitus colectivo y genera la propia reflexión y la propia conciencia. En este sentido, las palabras del dios Amor a Dante apenas citadas indican la aparición de una conciencia dispuesta a abandonar las pautas de comportamiento –en este caso la práctica del “schermo”- de la razón colectiva.
Vivir el conflicto que plantea la función inferior, la dimensión corporal, el eros, significa devenir hijo de sí mismo para abandonar el habitus, los simulacra que impone lo colectivo de acuerdo con la ley del padre. Vivir el conflicto significa también el propósito de integrar ese cuarto excluido, todo cuanto hace referencia a la función inferior: sensación, eros, feminidad, principio de realidad, a través, primero, de la tentativa de recuperar la correspondencia de Beatriz (balada del capítulo XII). Este intento representa el deseo de adecuación del protagonista “hijo” a las exigencias del cuarto excluido, las exigencias de totalidad del hombre. Pero la realidad persiste en su resistencia y ello se concreta en el rechazo definitivo de la amada. Dante en ese momento explícitamente alude a una lucha (XIII, XV), a una oposición entre dos fuerzas antagónicas: la representada por la “razón”, propia de la primera y segunda función, la intuición y el pensamiento –el intelecto y la razón según la terminología medieval- pertenecientes a la parte consciente de la psique, en sintonía con la opinión colectiva –el “padre”-, y aquélla otra representada por las “razones” del sentimiento y de la función sensorial, vinculadas con los nuevos contenidos emergentes de lo inconsciente y con las exigencias individuales del hijo. Se ha producido, por tanto, una escisión del estado primero de unidad que ha generado a “otro” y que crea una situación de conflicto.
La resistencia de la realidad –hemos dicho- persiste. De ahí nace y se impone la solución trinitaria de la etapa de la “lode” que resuelve el conflicto en un ámbito puramente mental, en el ser pensado bidimensional del sistema trinitario a partir de la relación exclusiva del amante con la imagen interiorizada de la amada. Este tres, sin embargo, “se corresponde sólo con el ser pensado” (Jung 1981: 242) y coincide con el proceso triádico platónico: lo uno y lo otro, la unidad y la dualidad, unidad que se reconstruye en un uno, en la unidad del pneuma, en el espíritu hecho palabra y canto poético, círculo cerrado del padre y del hijo en la manifestación del espíritu a través de la poesía. Esta es también la solución que encarnaba el gran canto cortés, la gioia che mai non fina, el amor manifestado como un proceso eminentemente imaginario y narcisista (Agamben 1993), en el sentido de que el enamoramiento lo era de una imagen reflejada en la conciencia y de que en el proceso mental cerrado se han inhibido el cuarto: la dimensión terrenal de la amada y el principio de realidad.
Dante vive intensamente el estado alcanzado por el síntesis trinitaria en la tercera persona del espíritu, nacida de la solución entre el uno y el dos, entre el padre y el hijo; en sentido psicológico, nacida de la integración de las funciones de la intuición y del pensamiento –aquéllas que han sido autoridad y guía de la conciencia- con el sentimiento. En el símbolo de la trinidad cristiana al que alude Dante para explicar la raíz y origen de Beatriz (XXIX), la dualidad de la vida del padre y del hijo es una dualidad amorosa que carece de conflictos: de esta vida y aliento amoroso que fluye entre el padre y el hijo se genera el espíritu santo, como tercera persona que vuelve a recuperar la cualidad de uno, el estado de unidad, a través de la síntesis del uno y del dos en el tres. Este ritmo trinitario es el que se reproduce en la fase de la “lode” a través de la síntesis entre intuición y pensamiento con el sentimiento realizada en el espacio exclusivo de la conciencia gracias al poder atractivo del símbolo del ánima, Beatriz, y del ejercicio de la imaginación concretado en poesía; síntesis que hace caso omiso, sin embargo, del tiempo y del espacio externos, de la dimensión corporal y del principio de realidad. Es el triunfo de la imagen interiorizada de la amada como objeto de culto y de alabanza poética, algo –dice el poeta- “che non mi puote venire meno” (XVIII, 4), “que no me puede ser arrebatado”, como lo había sido su saludo, perteneciente a la dimensión externa y concreta de la realidad. Esta solución es la que mejor se adapta al esquema simbólico de la vida íntima de la trinidad cristiana que ha excluido del movimiento triádico todo “cuarto” portador de perturbación, de conflicto y de mal.
La solución en el marco de la pura subjetividad por la que la conciencia alcanza una síntesis, una armonía, prescindiéndose de toda relación con la realidad externa y creándose un mundo puramente mental y autosuficiente, significa el momento de peligro en la relación padre-hijo. Es el momento de la tentación de la total autonomía: “El estado de “Hijo” es un estado de conflicto por excelencia: la elección de los caminos posibles está amenazada por otras tantas desviaciones. La “liberación de la ley” acentúa las contradicciones, especialmente las morales” (Jung 1981: 291)
Este es el momento en que Dante se sitúa más cerca de una posición neoplatónica, basada en el arquetipo trinitario y de la que Klein habla como progresivo acercamiento al “desatare dell’anima”, al despertar del alma o a la toma de conciencia en la línea de un comportamiento ético amoroso según la ascesis neoplatónica (Klein 1975: 39); posición también inherente a la tradición amorosa cortés cuando la conciencia, a partir de la vivencia del amor, se erigía en creadora de una moral transcendental, al margen de una referencia externa objetiva, configurándose a sí misma como el punto de apoyo exclusivo del desarrollo interior –esta sería la causa de la calificación de amoral de la doctrina del amor cortés. Y posición que, desde el punto de vista del movimiento triádico que estamos analizando, significa que la solución del conflicto entre el padre y el hijo no representa a la totalidad porque falta la incorporación del cuarto, el ser en la realidad externa, encuadrado en el espacio e inmerso en el devenir temporal. A esto es a lo que Platón aludía en el Timeo como el problema del cuatro: “Uno, dos, tres, pero el cuarto… ¿dónde se nos queda?” (Jung 1981: 275).
La solución del conflicto padre-hijo, observa Jung, no se realiza a través de la autonomía absoluta del hijo sino de la subordinación o del reconocimiento de un punto de referencia ajeno a la propia conciencia. Esto puede consistir en “la subordinación a cualquier instancia metafísica” que desde el punto de vista psicológico “es una subordinación a lo inconsciente” (Jung 1981: 291).
La madurez se alcanza cuando el hijo reconstruye su estado infantil al someterse a la autoridad paterna, bien en forma psicológica, o proyectada, reconociendo, por ejemplo, la autoridad de la doctrina eclesiástica. Esta autoridad puede ser sustituida por toda clase de equivalentes, lo que sólo demuestra que la transición a la tercera persona está amenazada por toda clase de peligros espirituales, que consisten especialmente en desviaciones racionalistas contra el instinto (Jung 1981: 292).
Con esta reflexión Jung pone de manifiesto que “así como la transición de la primera a la segunda fase requiere el sacrificio de la dependencia infantil, así también, en la tercera fase hay que renunciar a la autonomía absoluta” (Jung 1981: 292). A esta renuncia a la autonomía absoluta y subordinación de la conciencia a un orden objetivo llega el protagonista de la Vita Nuova. Este obedece al dinamismo que le impone el devenir de su propia transformación y que muy pronto le somete al orden que irradia el arquetipo del si mismo como principio objetivo que rige a la conciencia, diferente del yo.
El cuarto movimiento que se verifica en la Vita Nuova consiste en la resolución de la síntesis trinitaria en una cuaternidad. El problema, como dice Platón, es el del cuarto excluido que en el centro de la Vita Nuova claramente se presenta como reconocimiento de la existencia del mal que aflige a la condición humana: la enfermedad y la muerte. “Di necessitade convene che la gentilisssima Beatrice alcuna volta si muoia” (XXIII,3); “Tu pur morrai” (XXIII, 4)[6]. En realidad, la fase trinitaria de la “lode” presuponía, aunque a primera vista no lo pareciera, algo decisivo procedente de la dimensión externa de la realidad: la presencia de Beatriz en el mundo, algo con lo que contaba sin duda el poeta, que le procuraba “dolcezza” y “beatitudine” y de lo que dependía su canto y alabanza poética[7]. Mientras el arquetipo se manifestaba en la síntesis de intuición, pensamiento y sentimiento, con la exclusión de los componentes de la cuarta función, se producía el estado exultante de la vida trinitaria, al margen del tiempo y del espacio físicos, donde el anima, en el circuito cerrado de la interioridad, era fuente animante de inspiración poética y de alegría. Ese equilibrio, sin embargo, se rompe debido a la imposición inevitable de la función excluida que, como principio de la realidad, se concreta en el nivel literal de la historia en la muerte de Beatriz. La desaparición en el mundo de la presencia corporal de la amada va a significar la pérdida de aquello que el poeta creía que no le podría ser arrebatado, la “gioia” del canto poético.
El movimiento hacia la cuaternidad se produce en la Vita Nuova, por tanto, a partir de la muerte de Beatriz. En la escisión que se vuelve a producir entre el padre y el hijo a raíz de esa muerte, al romperse el equilibrio alcanzado por la síntesis trinitaria, se impone el reconocimiento de cuanto había sido excluido de aquella síntesis: por un lado, el principio de realidad manifestado ahora en su forma más trágica y cruel, la muerte, y por otro, el reconocimiento de cuanto Beatriz simbolizaba como parte de Dante mismo pues la muerte de Beatriz representa la retirada de la proyección del ánima realizada en una mujer concreta y la acogida de lo que ella significaba como función propia. Se impone así el principio femenino en una imagen interior numinosa, guía hacia la totalidad de si mismo, la totalidad que representa la activación consciente de las cuatro funciones de la conciencia. Esta cuaternidad es la que se plasma en la visión del soneto final “oltre la spera che più larga gira”, donde se representa la tensión pero también la síntesis entre las cuatro funciones de la conciencia, emergiendo un nuevo estado de conciencia que ha integrado intuición y percepción de la realidad, pensamiento y sentimiento, gracias a la atracción numinosa (milagrosa dice Dante) del arquetipo del anima, puente mediador de la experiencia del si mismo.
El suspiro es una imagen de síntesis de contrarios que reúne al pensamiento –así lo llama Dante en la prosa- con el sentimiento, la intuición con la sensorialidad. La visión del soneto representa en primer lugar una relación del sentimiento y de la intuición: el dolor del sentimiento (“Amore piangendo”) genera una “intelligenza nova”, una nueva capacidad intuitiva que a su vez retornado sobre el sentimiento lo depura –lo hace consciente- de los componentes densos, emocionales, relacionados con la dimensión corporal, con la función inferior. Los contenidos de esta función que también comprende el principio de realidad se integran así en una dolorosa síntesis con los de su opuesta, la intuición, gracias a la mediación del sentimiento.
En el espacio ampliado de la conciencia que representa este soneto final hay cabida para que las funciones opuestas coexistan sin que ninguna de ellas imponga su supremacía a la otra. El pensamiento comprende y acepta las razones del sentimiento y este acepta y asume las razones que impone el pensamiento. El yo consciente no se arroga el poder en la conciencia pero tampoco se deja avasallar por los contenidos emocionales y sensoriales inconscientes procedentes de la cuarta función. Por eso es una integración que implica tensión; es una plenitud y a la vez un dolor. Igualmente, en el espacio ampliado de la conciencia se produce la síntesis entre la intuición y la percepción sensorial. Hay cabida para que coexistan sin que ninguna de las dos se imponga a la otra: la capacidad de percibir las cosas como realmente son en el mundo externo, en el tiempo y en el espacio de la vida  histórica donde existen la pérdida y la muerte (por eso el sentimiento llora, “Amore piangendo”) y, sin embargo, al mismo tiempo, la capacidad de aprehender una realidad transcendente (“intelligenza nova”), fuera del tiempo y del espacio históricos, no percibida por los sentidos sino por la intuición, función que lleva al protagonista, gracias al poder atractivo del anima, a los umbrales de experiencia de lo divino. Esa síntesis de contrarios, sin embargo, implica, sí, una plenitud pero a la vez una tensión, un dolor.
3. El problema del cuarto, respecto de la trinidad platónica (y también cristiana), por consiguiente, es el problema de la incorporación del principio de la realidad así como de la dimensión corporal y terrenal del hombre; dicho con otras palabras, la necesidad de tener en cuenta la existencia del “mal”, entendido en sus múltiples posibilidades de manifestación: como la serie de acontecimientos de la propia historia que se oponen al principio de deseo (como ha sido para Dante el rechazo de Beatriz); como la sombra negativa individual que abre la perspectiva del mal moral (como ha sido para Dante el reconocimiento de la sombra trágica cavalcantiana que le lleva a la desintegración moral); como todo aquello, finalmente, que pone en peligro la seguridad, la continuidad de la vida y que llena de sufrimiento y horror al hombre, como la enfermedad y la muerte[8]. Y el problema del cuarto implica así mismo, como hemos visto, la cuestión de la inclusión / exclusión de la mujer, del principio femenino en el sistema trinitario, cuestión que en la tradición judeo-cristiana no está separada del mal pues la mujer aparece en esa tradición formando parte de la constelación tierra, materia, cuerpo, serie de la que se origina el pecado y que se corresponde con los contenidos de la función sensorial, relegados a lo inconsciente en el sistema medieval. Por ello, la imposición en la Vita Nuova del principio de realidad a causa de la muerte de Beatriz va a significar paradójicamente también el reconocimiento del principio femenino respecto de la ampliación de la conciencia y de la identidad poética. El riesgo de la síntesis triádica platónica era que expulsaba de ella tanto al tú concreto como a la mujer concreta (no por nada –observa Jung- Platón fue célibe).
La trinidad medieval cristiana es eminentemente triádica, no contempla el cuarto ni puede incorporar al cuarto en el ámbito divino trinitario, pues es inconcebible que el mal, que el príncipe de este mundo que lo representa (el “diabolo”), tenga algún tipo de relación con Dios. Jung considera esta situación propia de una psicología que llama justamente “psicología medieval”: “con ello no se quiere mencionar ningún retroceso ni ningún juicio valorativo, sino una problemática especial: hay en tales casos una inconsciencia y un correspondiente primitivismo de tal magnitud, que aparece como indicada una espiritualización compensatoria. El símbolo salvador es entonces una tríada en la que falta el cuarto rechazado incondicionalmente” (Jung 1981: 298-299).
Tampoco la trinidad cristiana medieval incorpora a “la que da a luz a Dios”, a la mujer, representada por la Virgen María aunque “la iconografía de la Edad Media, elaboró un símbolo cuaternario por medio de las representaciones de la coronación de María, y por decirlo así, callandito la introdujo” (Jung 1981: 280) al lado de la trinidad. “La assumptio beatae Mariae Virginis significa un recibimiento del alma de María con el cuerpo y es una doctrina cristiana aceptada” (Jung 1981: 280), elevada en 1950 al grado de dogma de fe por la Iglesia católica. La importancia de este hecho es fundamental para Jung pues significa el haber ascendido al ámbito de la Trinidad divina, reino del espíritu y de lo masculino, la materia y la feminidad, colmando así la necesidad profunda de síntesis de contrarios de creyente, que como compensación había desarrollado desde la Edad Media el culto a la Virgen. San Bernardo promovió precisamente ese culto para contrarrestar el espacio vacío que había dejado el símbolo trinitario cristiano respecto de la mujer; vacío que era una de las causas del gran poder de atracción que en lo inconsciente ejercía la concepción y la poesía del amor cortés.
Se supera, por tanto, en el símbolo de la cuaternidad la condena y el rechazo que la mujer suscitaba en el hombre a causa de su pertenencia a lo desconocido inconsciente. Así se explica psicológicamente la naturaleza mediadora de la mujer respecto de lo divino: por su pertenencia a lo inconsciente y por la función mediadora que en el hombre (varón) cumple el arquetipo que la representa , el ánima, respecto del si mismo, la imagen de Dios en el alma[9]. Este explícito reconocimiento como mediadora entre el hombre y lo divino es lo que todavía no se atreve a hacer Guinizzelli, el “padre” del “stilnovismo”, al finalizar la canción “Al cor gentil rimpaira sempre Amore”, mientras que Dante da abiertamente ese paso. En este aspecto se percibe la tensión de la Vita Nuova hacia la cuaternidad pues Dante integra el principio femenino como fuente de una nueva vida del espíritu.
4. No quisiera terminar estas reflexiones sin insistir en la tensión, en la oscilación, que se establece en la Vita Nuova entre el tres y el cuatro y entre el cuatro y el tres, pues la dirección de la oscilación podría verse tanto en un sentido como en otro[10]. De esta tensión, a mi modo de ver, sigue participando, a pesar de la distancia temporal, nuestro tiempo aunque hoy el parámetro colectivo trinitario medieval no esté explícitamente vigente. En relación con este problema, la pregunta que surge al concluir la lectura de la Vita Nuova sería: ¿Se representa en esta obra un  movimiento del tres hacia el cuatro, en el sentido, como hemos interpretado, de una dinámica hacia la integración de los contenidos de las cuatro funciones de la conciencia, con lo que ello implica de reconocimiento de los componentes de la función inferior: la sensorialidad, la corporalidad, la feminidad, la admisión del principio de realidad, del mal y de la muerte? ¿O se produciría en esta obra el movimiento contrario? A la vista de la brutalidad de los inherentes al poder de la nobleza, del poder mercantil de las ciudades, del menosprecio hacia la mujer y de la crudeza de las relaciones del hombre con ella, regidas por el interés material o por el instinto sexual –la muer vista como primer estadio de la manifestación del ánima: “Eva, Tierra, meramente biológica, en la que la esposa-madre sólo representa la mujer que debe ser preñada” (Jung 1993: 36)- ¿No se representaría, más bien, en esta obra un movimiento compensatorio del cuatro hacia el tres, de exclusión de los contenidos desintegrados y desintegrados de la conciencia propios de la cuarta función: el rechazo de la dimensión terrenal y corporal del hombre, de lo femenino en cuanto Eva como puro instinto sexual, de cuanto constituye la naturaleza “inferior” del hombre escindida de las funciones superiores? Recordemos a este respecto las palabras de Jung arriba citadas, en relación con la trinidad cristiana medieval: hay en ese momento de la historia “una inconsciencia y un correspondiente primitivismo de tal magnitud, que aparece como indicada una espiritualización compensatoria. El símbolo salvador es entonces una tríada en la que falta el cuarto rechazado incondicionalmente” (Jung 1981: 298-299).
En este sentido, la trinidad tendría un significado precioso en el desarrollo de la vida del espíritu desde el comienzo del cristianismo[11], cuando el principio de un Dios espiritual tenía que imponerse a la visión pagana reinante, una visión en que “l’expérience de la divinité ou de l’esprit était projetée dans la realité matérielle du monde” (Von Franz 1991: 40). Si, como explica M:L. Von Franz, al inicio de la era cristiana el hombre empieza a interrogarse de manera crítica sobre el origen del mal, es entonces cuando se instaura la escisión entre lo “alto” y lo “bajo” , entre el mundo del Hijo y el mundo del Adversario. Por ello, la vía de lo inconsciente tal como se manifestaba en los sueños y visiones de los primeros cristianos conducía inequívocamente hacia lo alto, hacia hacer conscientes los aspectos “luminosos” de lo inconsciente. Y en este momento es cuando cobre su real importancia la dinámica de la cuaternidad, inherente al paganismo, hacia la trinidad cristiana. La preferencia atribuida a la trinidad sobre la cuaternidad natural “revèle un processus appelé à compenser, comme l’a montrè Jung, une attitude mettant sans duote trop l’accent sur le “bas” chez l’homme de l’antiquité tardive et du Moyen Age (Von Fran 1991: 40). En este aspecto: “/…/ la Trinité, prenant le pas sur la quaternité en tant que symbole naturel de la totalité, comporte una signification suprême el salvatrice” (Id: 46).
En las visiones de los primeros cristianos la vía de la toma de conciencia conducía siempre hacia lo alto, sin que nunca pasara por un descenso ad ínferos, como ocurría en la época de los misterios paganos o como aparece en el viaje de Dante en la Commedia (o como se presenta en los sueños de las personas de los tiempos actuales). Ello significa que en aquel momento la empresa de la separación de la naturaleza, de lo instintivo, en favor del despertar de la reflexividad y del pensamiento era tan difícil “qui’il suffit d’un seul coup d’oeil en arrière (comme le firent la femme de Lot et aussi Orphée) pour succomber au puissant pouvoir du passé” (Von Franz 1991: 38).
Desde esta dialéctica entre el primitivo pagano (perdurable en la Edad Media) y el espíritu medieval cristiano, parece evidente que lo que rige en la Vita Nuova es una dinámica del cuatro hacia el tres. Pero al tiempo tampoco es tan obvia la adscripción exclusiva de esta obra al régimen de la trinidad, a pesar de que Dante haga explícito el símbolo trinitario colectivo y de que el nueve, múltiplo del tres, sea el número que simboliza a Beatriz. En este sentido, si nos atenemos a la lógica cualitativa y no cuantitativa que gobierna la simbología numérica, el nueve, producto del tres, es ya un cuarto, en el sentido de que es uno que se añade al tres, abriéndose así la vía de la trinidad hacia la cuaternidad. Hay, por tanto, como he dicho al comienzo, una oscilación del tres hacia el cuatro y del cuatro hacia el tres en esta obra. Desde la perspectiva de lo que ocurría en la sociedad de finales del siglo XIII y de principios del siglo XIV, era necesaria y válida todavía para el hombre de aquella época (los hombres del pueblo llano, el burgués al que empiezan a poseer las razones de la ganancia ilimitada, el noble y los mismos clérigos con su violencia y afán de poder, movidos todos ellos por los contenidos inconscientes desintegrados y desintegrados de la función inferior) la llamada a salir de lo “inferior”, de lo “bajo”, propio de la dimensión natural y terrenal del hombre; era necesaria, frente a la “inconsciencia y la primitividad” de una mentalidad todavía pagana, una espiritualización compensadora. Y en ese sentido se consagraría en la Vita Nuova sin ambivalencias el símbolo de la trinidad y una tensión del cuatro hacia el tres. La figura de Beatriz como un nueve, producto de la trinidad divina, aparecería como una llamada a la “elevación” de lo “bajo” que el cuatro como tierra, como “creación” material, como mujer representa.
Pero, por otro lado, desde la perspectiva del intelectual creyente del tiempo del Dante, del hombre de pensamiento y del filósofo que va por delante del resto de los hombres de su tiempo, el problema se plantea a la inversa, como la oscilación del tres hacia el cuatro. En el soneto final de la Vita Nuova desde esta perspectiva, se daría el paso hacia la cuaternidad que representa la síntesis de las cuatro funciones de la conciencia gracias al símbolo de Beatriz, que Dante presenta como un nueve, producto del tres, pero que cualitativamente se resuelve como un uno que agrega a la trinidad. Como sabemos, el filósofo e  intelectual cristiano medieval, en aras de la espiritualización y del desarrollo de las facultades superiores de la razón y del intelecto, había sometido los contenidos de la cuarta función a una fuerte represión. Ahora a ese filósofo e intelectual se le plantea la necesidad de recuperar esos aspectos, situados en los “infiernos” de la psique con el fin de conseguir la totalidad; una recuperación que implica la redención de esos contenidos al ser integrados en la conciencia de un modo consciente: “anche quando la totalità uomo non è esplicita, è il piano vero dentro il quale si muovono filosofi e poeti” (Gagliardi 1997: 8).
Por ello, creo que responde más a la realidad de lo representado en esta obra, el concluir diciendo que en ella triunfa a nivel explícito el tres, el símbolo colectivo de la Trinidad, como punto de referencia y como llamada a la tensión espiritual del hombre y de la mujer medios del tiempo de Dante. Mientras que de modo implícito se produce una apertura hacia el cuatro, hacia el símbolo de la cuaternidad como exigencia de la integración del cuarto excluido y como llamada a la totalidad, al homo totus que Dante como hombre adelantado de su tiempo representa.
Notas 
 [1]   Relativamente tarde la crítica se dio cuenta de la importancia de los números tres y nueve en la disposición de los poemas en el “libello”. Estos se ordenan simétricamente y el número tres es el principio guía de esta ordenación. La obra tiene tres canciones que constituyen sus tres pilares temáticos, siendo el centro medio de la misma segunda, dedicada a la visión profética de la muerte de Beatriz. En total contiene 31 composiciones y un ojo atento al significado simbólico de las dos cifras que componen ese número descubre también en ellas el signo de la Trinidad, que es Tres y Uno (Singleton 1968: 109). La primera canción está precedida de un número de poemas que forman un grupo por sí solo. Son diez y todas, menos una, son sonetos. La parte final está en perfecto equilibrio con la inicial: a la tercera canción siguen diez poesías y todas son sonetos, menos una. Por tanto, la primera y tercera partes son equidistantes y diferencian las poesías más breves en un primer y en un tercer grupo. En el centro, entre la primera y la tercera canción hay nueve poesías y la que ocupa el centro exacto de este grupo es la segunda canción, que resulta ser el eje central, tanto respecto del número nueve como respecto del número tres. Todo ello no cabe duda de que es producto consciente de un proyecto; es como una arquitectura externa, una fachada que a pesar de su evidencia no fue vista por los lectores hasta la mitad del siglo pasado: el primer estudioso que divulgó el descubrimiento de este esquema simétrico fue C.E.Norton, en 1859 aunque unos veinte años antes el diseño en sus líneas esenciales había sido puesto de relieve por Gabriele Rosetti (Singleton 1968: 110). El esquema numérico que se suele ofrecer en casi todas las ediciones de Vita Nuova es: 10; I; 4- II- 4; III; 10 (los números romanos corresponden a las canciones). Singleton prefiere, dada la importancia simbólica del número nueve y dado que se puede considerar el primer soneto como un prólogo y el último como un epílogo, el siguiente esquema: 1, 9, I; 4, II, 4; III, 9, 1, subrayándose, así, según este autor, que la disposición de los poemas va más allá de un mero designio de ornamentación extrínseca y que contribuye a la finalidad primera de la obra: “la rivelazione mediante Segni che Beatrice è un miracolo, che ella stessa è un numero nove, il numero che, come i miracoli, è il prodotto di tre volte tre” (Singleton 1968: 111) según las explicaciones que da el propio Dante en el capítulo XXIX.
[2]   “/…/ ma più sottilmente pensando, e secondo la infallibile veritade, questo numero fue ella medessima; per similitudine dico e ciò intendo così. Lo numero del tre è la radice del nove, però che, sanza numero altro alcuno, per sé medesimo fa nove, sì come vedemo manifestantemente che tre via tre fa nove. Dunque se lo tre è fattrore per sé medesimo del nove, e lo fattore per sé medesimo de li miracoli è tre, cioè Padre e Figlio e spirito Santo, li quali sono tre e uno, quiesta donna fue accompagnata da questo numero del nove a dare ad intendere ch’ella era nove, cioè uno miracolo, la cui radice, cioè del miracolo, è solamente la mirabile Trinitade. Forse ancora per più sottile persona si vederebbe in ciò più sottile ragione; ma quiesta è quella ch’io ne veggio, e che più mi piace” (XXIX, 3.4).
[3]   “El cristianismo medieval considera inconscientemente al dios Hijo engendrado exclusivamente de dios Padre sin la mediación de lo femenino y necesitando sólo de la mujer madre en el momento de su encarnación y de su rebajarse a la materia. En este sentido /…/ hay en Dante una oculta tensión a romper ese esquema a favor del arquetipo de la cuaternidad, al tratar de incluir al cuarto excluido, el principio femenino. Beatriz no sólo sería un milagro de Dios, una creatura excelsa pero externa a la vida divina sino que también las alusiones implícitas que la hacen imago de Cristo la convertirían en imago Dei, la harían como Dios. /…/ El principio femenino entraba en juego en el sistema de pensamiento medieval sólo bajo la forma de mujer, como criatura y materia, a través de la figura de maría: ella es el medio para que el hijo de dios se encarne (sin que entremos a considerar en este momento los aspectos negativos que para ese pensamiento tenía la mujer debido a su nefasta participación en la caída del primer hombre). Ahora, el principio femenino representado por Beatriz, es visto por Dante como analogía de Cristo, como imago Dei. Dante /…/ está enfatizando el aspecto femenino de la divinidad y por tanto el aspecto femenino de su propia alma hecha a imagen y semejanza de Dios” (Scrimieri 2001: 73-74)
[4]   “La relación de Padre a Hijo no es, precisamente, aritmética, ya que los dos, como Uno y el Otro están todavía unidos en el Uno original y en aptitud permanente de transformarse en dos. Por ello el Hijo es “eternamente” engendrado por el Padre y el sacrificio de la muerte es “eternamente” un acto presente” (Jung 1981: 251)
[5]    La experiencia de muchos años y no una razón a priori llevó a Jung a hacer la distinción de cuatro funciones básicas que estructuran la conciencia y que se ordenan en dos parejas de contrarios; dos funciones racionales: el pensamiento y el sentimiento; y dos irracionales: la sensación y la intuición. Cada una de ellas comprende y elabora los datos externos de acuerdo con sus rasgos. El pensamiento somete los contenidos de las representaciones a un acto de juzgar; ordena bajo conceptos estos contenidos según la norma racional consciente colectiva. El sentimiento, en cambio, introduce entre el yo y un contenido dado un determinado valor en el sentido de su aceptación o rechazo (“placer” o “displacer”). De ahí que el sentimiento sea un proceso enteramente subjetivo. La intuición transmite percepciones por vía inconsciente y al igual que la sensación es una función perceptiva irracional; sus contenidos tienen el carácter de lo dado, al contrario del sentimiento y del pensamiento que tienen el carácter de lo “derivado”, de lo “producido” (Jung 1994: 539). Finalmente “la sensación es la función que transmite un estímulo físico de la percepción” (Jung 1994: 549), no sólo de carácter externo sino también interno, es decir, de las alteraciones de los órganos internos. La sensación es, por tanto percepción mediante los órganos de los sentidos y del “sentido corporal” (sensación cinestésica, vasomotora, etc.). La experiencia demuestra a Jung que cada individuo comienza a adaptarse a la realidad a partir de una de estas funciones; ésta se desarrolla y diferencia de un modo más intenso que las otras, convirtiéndose en la función dominante, encontrándose siempre a disposición del yo consciente. Por eso Jung la denomina función superior o diferenciada. Frente a ésta , su opuesta, es llamada “inferior” y reside en lo inconsciente; la pareja formada por las otras dos en parte pertenece a lo consciente y en parte a lo inconsciente denominándose, la más próxima a la consciencia, segunda función o auxiliar, y su opuesta, tercera; ésta residiría para la mayoría de las personas en la zona de lo inconsciente.
[6]   Hemos puesto de relieve cómo ya desde los comienzos de la Vita Nuova, en el nivel literal de la historia narrada, está presente la muerte: en el episodio de la joven amiga de Beatriz (VIII), en la del padre de ésta (XXII), imponiéndose de modo radical con la propia muerte de la amada.
[7]   “Allor sente la frale anima mia / tanta dolcezza, che’l viso ne smore, /poi prende Amore in me tanta vertute, /che fa li miei spiriti gir parlando, /ed escon for chiamando / la donna mia, per darmi piì salute. / Questo m’avvene ovunque ella mi vede” (XXVII): Así dicen los últimos versos de Dante antes de que su canto se interrumpa bruscamente por la muerte de Beatriz.
[8]   “Si vemos la Trinidad como un proceso, éste se prolongaría hasta la cuaternidad absoluta con la adición del cuarto” (Jung 1981: 303). Y este cuarto es la resistencia de la materia, la realidad de la enfermedad y de la muerte, la presencia del dolor y del pecado. Pero “la sombra y la voluntad opuesta son las condiciones ineludibles de toda realización” (Jung 1981: 303) y “el sufrimiento inevitable ligado a la vida no se puede eludir” (Jung 1981: 304).
[9]   La mujer se constituye así en función mediadora entre consciente e inconsciente. Hay una decisiva vinculación de la vida del espíritu y del principio femenino: “… cuando los pensamientos, especialmente los juicios y reconocimientos, son transmitidos a la conciencia por medio de una actividad inconsciente, se utiliza, curiosamente, el arquetipo de cierta figura femenina, o sea del ánima, de la amada-madre. Tal parece como si la inspiración procediera de la madre o de la madre o de la amada, de la femme inspiratrice. Ésta es la razón por la que el Espíritu Santo tendría la tendencia a cambiar su género neutro (top neuma) por el femenino. (Por lo demás, la palabra hebrea para espíritu, ruach, es predominantemente femenina). Espíritu Santo y Logos se confunden en el concepto gnóstico de la sophia (sabiduría), como también en el de sapientia de la filosofía natural de la Edad Media, de la que se dice: “in gremio matris sedet sapientia patris” (Jung 1981: 273-274)
[10]  “Ya en el axioma de Maria Prophetissa la cuaternidad está condicionada y aparece poco clara. En la alquimia existen tanto cuatro como tres regimina (procedimientos), tanto cuatro como tres colores. Cierto es que siempre hay cuatro elementos, pero a menudo tres de ellos están reunidos y uno asume una posición especial: a veces es la tierra, a veces el fuego. /…/ Esa inseguridad, esa fluctuación, indican “tanto una cosa como la otra”, es decir, que las representaciones fundamentales son tanto cuaternarias como ternarias. El psicólogo no puede dejar de señalar que también la psicología del inconsciente conoce una análoga perplejidad: la función menos diferenciada, esto es, la llamada función inferior, está contaminada con el inconsciente , lleva consigo, junto con otros arquetipos, también el del Selbst (si mismo) “to en tetarton”, como dice María. Cuatro tiene la significación de lo femenino de lo maternal de lo físico; tres, la de lo masculino, de lo paterno, espiritual. La inseguridad entre Cuatro y Tres significa pues un fluctuar entre lo espiritual y lo físico y constituye por eso un ejemplo bien elocuente de que toda verdad humana es siempre penúltima” (Jung 1957: 37-38).
[11]  “Si existe algo que podamos llamar una historia espiritual occidental…. Debería basarse en la historia de que la personalidad del hombre de Occidente se despertó por influencia del dogma de la Trinidad” (Koepgen en Jung 1981: 264). E igualmente: “La tríada es un arquetipo, que con energía rectora no sólo favorece el desarrollo espiritual, sino que, en algunas circunstancias lo obliga” (Jung 1981:301).



Referencias Bibliográficas
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 ALIGHIERI, D. (1993), Vita Nuova. Premessa di Maria Corti, Introduzione e cura di Manuela Colombo, Milano, Feltrinelli. 
 GAGLIARDI, A. (1997), Guido Cavalcanti e Dante. Una quiestione d'amore, Catanzaro, Pullano. 
 JUNG; C:G. (1957), Psicología y alquimia, Buenos Aires, Santiago, Rueda Editor
 JUNG; C:G. (1981), Simbología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económico
 JUNG; C:G. (1993), Psicología de la transferencia, Barcelona, Paidós
 JUNG; C:G. (1994), Tipos psicológicos, Barcelona, Edhasa
 KLEIN, R. (1975), Le dome e l'intelligibile,Toorino, Einaudi
 SCRIMIERI, R. (2001), La analogía Beatriz-Cristo, en Cuadernos de Filología Italiana, 8, pp. 65-77 
 SINGLETON, CH. S. (1968), Saggio sulla "Vita Nuova", Bologna, II, Mulino
 VON FRANZ, M.L. (1986), Le trace del futuro. Devinazione e tempo, Como, Red Edizioni
 VON FRANZ, M.L. (1991), La passion perpétue, Paris, Ed. Jacqueline Renard.

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