Rosario
Scrimieri
1. Dante a lo largo de la Vita Nueva pone de relieve,
como es sabido, la coincidencia del numero nueve[1]
con los momentos cruciales de su historia con Beatriz y en el capítulo XXIX[2] explica cómo ese número rige las fechas de la
vida y muerte de su amada, concluyendo que ello es debido a que Beatriz es, por
analogía, un nueve: al igual que el tres es la raíz del nueve, del mismo modo
la trinidad divina es el origen de Beatriz. De esta manera en la Vita Nouva
se hace evidente, según los parámetros de la psicología profunda de Jung, la
relación del ánima, arquetipo básico de la individuación encarnado por Beatriz,
con el símbolo de la trinidad.
La individuación es un proceso de creación de la
conciencia y Jung demuestra cómo desde tiempo secular está asociada con el
símbolo arquetípico de la trinidad. La trinidad, en primer lugar, significa la
consubstancialidad de un proceso que consta de tres partes al que debe
corresponder una dinámica de maduración que se realiza en forma inconsciente en
el individuo. Las tres personas divinas serían personificaciones de tres fases
de un acontecer psíquico, regular e instintivo que recogen y manifiestan los
mitos y los ritos. Esa imagen arquetípica, observa Jung, “corresponde a una
totalidad del individuo, es decir, de sí mismo que existe como imagen
inconsciente y que es totalmente desconocida para la conciencia, ya que a ella
no sólo le corresponde la psique consciente, sino también la inconsciente, y
ésta no puede ser conocida” (Jung 1981. 261). La idea de totalidad del
individuo a la que reenvía la trinidad relaciona, por tanto, indefectiblemente
a este arquetipo con el símbolo del si mismo, al que empíricamente no se puede
distinguir de una figura divina (Cristo, como Dios, consubstancial al Padre; el
Atman, como si mismo individual y como esencia y cosmos a la vez; Tao como
condición individual y al tiempo como correcto comportamiento de los sucesos
del mundo (Jung 1981: 267)). De ahí, también, el rasgo de santidad que emana de
este arquetipo y que capta al hombre: “la santidad es reveladora; es la fuerza
numinosa que emana de la figura arquetípica” (Id: 264). Por este motivo, la
trinidad no sólo representa la personificación por medio de tres personajes de
los procesos psíquicos que llevan a la totalidad, sino que se convierte en la
personificación del mismo Dios, uno en tres personas, dotadas todas de la misma
naturaleza divina. Así es como explícitamente Dante evoca en la Vita Nuova,
de acuerdo con el dogma cristiano trinitario.
Esto no significa, sin embargo, que Dante no esté
representando en la Vita Nuova, paralelamente al arquetipo numinoso del
tres-trinidad, proyección del si mismo que comprende tres personas
participantes de la misma substancia divina, excluyentes del principio
femenino, de la “creación”, o sea de la materia” (Jung 1981: 303) -excluyentes,
por tanto, del origen del mal-, un impulso hacia la totalidad, al tener en
cuenta contenidos de la dimensión terrenal del hombre.
En relación con esta cuestión es necesario recordar el
axioma de María Prophetisa, citado por Jung: “El Uno se convierte en Dos; el
Dos, en Tres, y del Tercero sale el Uno como Cuarto” (Jung 1957: 34). Aplicado
este axioma a la Vita Nuova podríamos adelantar la hipótesis de que Beatriz,
por ser un producto del tres, es uno que a la vez ocupa el lugar del cuarto y
en consecuencia que el proceso de transformación que se describe en la Vita
Nuova obedece a un ritmo ternario pero que el símbolo que emerge de esa
dinámica de transformación es una cuaternidad.
Nos movemos, por consiguiente, ante una noción de número
vinculado con la idea de ritmo y con su capacidad de simbolizar una cualidad,
una forma de estructura así como de la de ser “medida” de la energía psíquica ligada
a la manifestación de los arquetipos; una forma, por tanto, diversa de la
habitual progresiva. Si consideramos los números desde un punto de vista
cualitativo estos no representan cantidades diferentes sino secuencias
temporales de una misma cosa y pueden así también ser vistos desde un punto de
vista regresivo:
Si coglie dapprima la totalità, poi la faccia successiva,
poi la successiva, ma si trata sempre della stessa cosa. Il continuum mumerico
è la continuazione del numero uno nell'intera serie; i numeri sono vari aspetti dello stesso numero uno, sempre lo stesso, che forma un continuum sottostante (Von
Franz 1986: 123)
Esta idea de continuidad es diferente de la que
encontramos en los libros de matemáticas y es a la que se refiere, en cambio,
el axioma citado:
Maria conta fino a tre, e poi dice: quei tre sono in
realtà tutti quiati l’uno; perciò concepisce nuovamente l’unità dei tre e li
rimette insieme come il quattro. La nostra mente ordinariamente scorre in senso
progressivo: cotiamo 1, 2, 3, 4, 5…, formando una catena lineare; mentre,
quando contiamo qualitativamente, possiamo fare la stessa cosa dicendo: ora ho
il quattro, ma il quatro è in realtà il continuum dell’ uno nel tre, onde posso
aggiungere quell’unità al tre e ottenere il quattro (Von Franz 1986: 123)
Desde esta perspectiva, podemos considerar que el cuatro
es la unidad del tres. Como sucesión o ritmo inherente a un proceso que
acontece a un individuo el cuatro es un “uno”, el resultado de una
transformación que ha pasado simbólicamente por el uno, el dos y el tres. Lo
que describe el axioma de María es una operación mental que trata de hacer
comprensible a la reflexión consciente procesos de lo inconsciente donde la
idea de tiempo y espacio se relativizan y donde “vi è un continuum, in cui
tutti i numeri sono identici, così come tutti gli archetipi sono identici. Possiamo
postulare che i numeri, essendo idee archetipiche, siano, nell’inconscio
identici, ma, se vogliamo ricostruire questo fatto e formarcene un concetto
cosciente, dobbiamo contare qualitativamente in questa forma retrograda” (Von
Franz 1986: 125)
2. Dante representa el símbolo de la trinidad valiéndose
del lenguaje cristiano. Ese lenguaje, desde la perspectiva del pensamiento
junguiano es, como hemos dicho, una transposición de fenómenos internos que
acontecen en la conciencia. Esos fenómenos en el caso de Dante han promovido la
ampliación de la conciencia y han supuesto, incluso, la superación de la estructura ternaria del símbolo trinitario. Ello ha sido
posible gracias al reconocimiento del arquetipo del anima, vinculado en su caso
con la dimensión terrenal del hombre, el eros y el principio femenino. El acontecer
interno, descrito por Dante, repercute en el símbolo trinitario colectivo pues
el proceso de maduración hacia la totalidad –hacia el si mismo en el lenguaje
arquetípico- lleva a Dante de modo intuitivo a insinuar la cuaternidad en la
propia naturaleza divina, al proponer de modo implícito la analogía entre
Beatríz y Cristo y considerar a ésta, en su cualidad de Hija del Padre, como logos
divino femenino. Esta intuición ampliaría al cuatro el símbolo trinitario al acoger el aspecto femenino Dios (Cfr. Scrimieri 2001)[3].
2.1. La trinidad significa un proceso secular de
adquisición de la conciencia; es un símbolo dinámico que representa el acto de
devenir consciente. Desde esta perspectiva, la transformación que se narra en
la Vita Nuova sería el paso del estado del padre al del hijo[4] y la generación de una tercera persona,
representada por el espíritu. En este sentido, como transposición de fenómenos
que acontecen en la conciencia, el primer movimiento representado en esta obra
se correspondería con la edad o el estado del padre; el estado de conciencia
temprano en el que simbólicamente aún se es niño, es decir dependiente de una
determinada forma previa de visión de la vida y del mundo, un habitus que
tiene carácter de ley (Jung 1981: 289). Se correspondería con la primera
etapa de la Vita Nuova (I-IV), de plena armonía y sin conflictos, que
comprende el período de la infancia y de la adolescencia, hasta 1283, año en
que se produce el enamoramiento “adulto” del protagonista. Se puede suponer que
hasta ese momento la conciencia ha vivido en estado de unidad, identificada
simbólicamente con el estado del padre; una, con el padre; una, consigo misma.
En esta fase el mundo del padre se identifica con la “ragione” colectiva a la
que Dante invoca como punto de referencia constante en la vivencia de su amor
por Beatriz. Su amor se rige siempre según el ·fedele consiglio de la ragione”
(II, 9). Desde el punto de vista del sistema junguiano de las funciones de la
conciencia[5], la Vita Nuova
representaría en su comienzo un estado de equilibrio por el que la intuición y
el pensamiento –primera y segunda función de la conciencia en Dante- adaptadas
a lo colectivo (al “padre”), guían al protagonista en su modo de vivir el
sentimiento. Desde el punto de vista poético, la identificación con el “padre”
constituye una actitud de reconocimiento y práctica de la poesía de acuerdo con
la tradición.
El segundo movimiento se corresponde con la aparición del
hijo simbolizada por la irrupción de la dualidad y del conflicto. El uno se
escinde, se convierte en otro y se enfrenta a sí mismo. Del estado de unidad
(estado del padre), con que hemos hipotetizado comienza la Vita Nuova,
se pasa al estado de dualidad (estado del hijo) al emerger en la conciencia los
contenidos de la función inferior, es decir, la dimensión terrenal y corporal
hasta el momento inhibida. “Desde este momento hay dos, el uno y el otro, lo
que significa una cierta tensión” (Jung 1981: 251). El conflicto entre el padre
y el hijo comienza a mostrarse en el protagonista a partir del momento en que
la conciencia trata de integrar, de acuerdo con las normas de la razón
colectiva, los aspectos desconocidos de la función inferior de la dimensión del
eros. Al revelarse esas normas ineficaces el protagonista fracasa en su intento
(III-X). El conflicto aparece, por tanto, cuando frente al símbolo externo del
“padre” representado por el sistema colectivo comienza a afirmarse en la
conciencia la presencia del padre interior arquetípico, el centro irradiante
originario del si mismo de donde procede el impulso de transformación del
protagonista. El hijo entra en contacto con su padre interno y deviene su
propio padre; desde esa nueva cualidad se constituye en guía de sí mismo. “Fili
mi, tempus est ut pretermictantur simulacra nostra” (XII, 4) dice el dios Amor
a Dante como centro irradiante de la conciencia y emplea la palabra nostra para
dar a entender su identificación en él. El rasgo filial hace del protagonista
una criatura del dios, símbolo del si mismo, del padre arquetípico interno.
Este encuentro con la propia autoridad lleva inevitablemente al
distanciamiento, al enfrentamiento con el “padre” colectivo externo pues “el
mundo del hijo es el mundo de la escisión”. El hijo se independiza del habitus
colectivo y genera la propia reflexión y la propia conciencia. En este
sentido, las palabras del dios Amor a Dante apenas citadas indican la aparición
de una conciencia dispuesta a abandonar las pautas de comportamiento –en este
caso la práctica del “schermo”- de la razón colectiva.
Vivir el conflicto que plantea la función inferior, la
dimensión corporal, el eros, significa devenir hijo de sí mismo para abandonar
el habitus, los simulacra que impone lo colectivo de acuerdo con la ley
del padre. Vivir el conflicto significa también el propósito de integrar ese
cuarto excluido, todo cuanto hace referencia a la función inferior: sensación,
eros, feminidad, principio de realidad, a través, primero, de la tentativa de
recuperar la correspondencia de Beatriz (balada del capítulo XII). Este intento
representa el deseo de adecuación del protagonista “hijo” a las exigencias del
cuarto excluido, las exigencias de totalidad del hombre. Pero la realidad
persiste en su resistencia y ello se concreta en el rechazo definitivo de la
amada. Dante en ese momento explícitamente alude a una lucha (XIII, XV), a una
oposición entre dos fuerzas antagónicas: la representada por la “razón”, propia
de la primera y segunda función, la intuición y el pensamiento –el intelecto y
la razón según la terminología medieval- pertenecientes a la parte consciente
de la psique, en sintonía con la opinión colectiva –el “padre”-, y aquélla otra
representada por las “razones” del sentimiento y de la función sensorial,
vinculadas con los nuevos contenidos emergentes de lo inconsciente y con las
exigencias individuales del hijo. Se ha producido, por tanto, una escisión del
estado primero de unidad que ha generado a “otro” y que crea una situación de
conflicto.
La resistencia de la realidad –hemos dicho- persiste. De
ahí nace y se impone la solución trinitaria de la etapa de la “lode” que
resuelve el conflicto en un ámbito puramente mental, en el ser pensado
bidimensional del sistema trinitario a partir de la relación exclusiva del
amante con la imagen interiorizada de la amada. Este tres, sin embargo, “se
corresponde sólo con el ser pensado” (Jung 1981: 242) y coincide con el proceso
triádico platónico: lo uno y lo otro, la unidad y la dualidad, unidad que se
reconstruye en un uno, en la unidad del pneuma, en el espíritu hecho palabra y
canto poético, círculo cerrado del padre y del hijo en la manifestación del
espíritu a través de la poesía. Esta es también la solución que encarnaba el
gran canto cortés, la gioia che mai non fina, el amor manifestado como
un proceso eminentemente imaginario y narcisista (Agamben 1993), en el sentido
de que el enamoramiento lo era de una imagen reflejada en la conciencia y de
que en el proceso mental cerrado se han inhibido el cuarto: la dimensión
terrenal de la amada y el principio de realidad.
Dante vive intensamente el estado alcanzado por el
síntesis trinitaria en la tercera persona del espíritu, nacida de la solución
entre el uno y el dos, entre el padre y el hijo; en sentido psicológico, nacida
de la integración de las funciones de la intuición y del pensamiento –aquéllas
que han sido autoridad y guía de la conciencia- con el sentimiento. En el
símbolo de la trinidad cristiana al que alude Dante para explicar la raíz y
origen de Beatriz (XXIX), la dualidad de la vida del padre y del hijo es una dualidad
amorosa que carece de conflictos: de esta vida y aliento amoroso que fluye
entre el padre y el hijo se genera el espíritu santo, como tercera persona que
vuelve a recuperar la cualidad de uno, el estado de unidad, a través de la
síntesis del uno y del dos en el tres. Este ritmo trinitario es el que se
reproduce en la fase de la “lode” a través de la síntesis entre intuición y
pensamiento con el sentimiento realizada en el espacio exclusivo de la
conciencia gracias al poder atractivo del símbolo del ánima, Beatriz, y del
ejercicio de la imaginación concretado en poesía; síntesis que hace caso omiso,
sin embargo, del tiempo y del espacio externos, de la dimensión corporal y del
principio de realidad. Es el triunfo de la imagen interiorizada de la amada como
objeto de culto y de alabanza poética, algo –dice el poeta- “che non mi puote
venire meno” (XVIII, 4), “que no me puede ser arrebatado”, como lo había sido
su saludo, perteneciente a la dimensión externa y concreta de la realidad. Esta
solución es la que mejor se adapta al esquema simbólico de la vida íntima de la
trinidad cristiana que ha excluido del movimiento triádico todo “cuarto”
portador de perturbación, de conflicto y de mal.
La solución en el marco de la pura subjetividad por la
que la conciencia alcanza una síntesis, una armonía, prescindiéndose de toda
relación con la realidad externa y creándose un mundo puramente mental y
autosuficiente, significa el momento de peligro en la relación padre-hijo. Es
el momento de la tentación de la total autonomía: “El estado de “Hijo” es un estado
de conflicto por excelencia: la elección de los caminos posibles está
amenazada por otras tantas desviaciones. La “liberación de la ley” acentúa las
contradicciones, especialmente las morales” (Jung 1981: 291)
Este es el momento en que Dante se sitúa más cerca de una
posición neoplatónica, basada en el arquetipo trinitario y de la que Klein
habla como progresivo acercamiento al “desatare dell’anima”, al despertar del
alma o a la toma de conciencia en la línea de un comportamiento ético amoroso
según la ascesis neoplatónica (Klein 1975: 39); posición también inherente a la
tradición amorosa cortés cuando la conciencia, a partir de la vivencia del
amor, se erigía en creadora de una moral transcendental, al margen de una referencia
externa objetiva, configurándose a sí misma como el punto de apoyo exclusivo
del desarrollo interior –esta sería la causa de la calificación de amoral de la
doctrina del amor cortés. Y posición que, desde el punto de vista del
movimiento triádico que estamos analizando, significa que la solución del
conflicto entre el padre y el hijo no representa a la totalidad porque falta la
incorporación del cuarto, el ser en la realidad externa, encuadrado en el
espacio e inmerso en el devenir temporal. A esto es a lo que Platón aludía en
el Timeo como el problema del cuatro: “Uno, dos, tres, pero el cuarto…
¿dónde se nos queda?” (Jung 1981: 275).
La solución del conflicto padre-hijo, observa Jung, no se
realiza a través de la autonomía absoluta del hijo sino de la subordinación o
del reconocimiento de un punto de referencia ajeno a la propia conciencia. Esto
puede consistir en “la subordinación a cualquier instancia metafísica” que
desde el punto de vista psicológico “es una subordinación a lo inconsciente” (Jung
1981: 291).
La madurez se alcanza cuando el hijo reconstruye su
estado infantil al someterse a la autoridad paterna, bien en forma psicológica,
o proyectada, reconociendo, por ejemplo, la autoridad de la doctrina
eclesiástica. Esta autoridad puede ser sustituida por toda clase de
equivalentes, lo que sólo demuestra que la transición a la tercera persona está
amenazada por toda clase de peligros espirituales, que consisten especialmente
en desviaciones racionalistas contra el instinto (Jung 1981: 292).
Con esta reflexión Jung pone de manifiesto que “así como
la transición de la primera a la segunda fase requiere el sacrificio de la
dependencia infantil, así también, en la tercera fase hay que renunciar a la
autonomía absoluta” (Jung 1981: 292). A esta renuncia a la autonomía absoluta y
subordinación de la conciencia a un orden objetivo llega el protagonista de la Vita
Nuova. Este obedece al dinamismo que le impone el devenir de su propia
transformación y que muy pronto le somete al orden que irradia el arquetipo del
si mismo como principio objetivo que rige a la conciencia, diferente del yo.
El cuarto movimiento que se verifica en la Vita Nuova
consiste en la resolución de la síntesis trinitaria en una cuaternidad. El
problema, como dice Platón, es el del cuarto excluido que en el centro de la Vita
Nuova claramente se presenta como reconocimiento de la existencia del mal
que aflige a la condición humana: la enfermedad y la muerte. “Di necessitade
convene che la gentilisssima Beatrice alcuna volta si muoia” (XXIII,3); “Tu pur
morrai” (XXIII, 4)[6]. En realidad, la fase
trinitaria de la “lode” presuponía, aunque a primera vista no lo pareciera,
algo decisivo procedente de la dimensión externa de la realidad: la presencia
de Beatriz en el mundo, algo con lo que contaba sin duda el poeta, que le
procuraba “dolcezza” y “beatitudine” y de lo que dependía su canto y alabanza
poética[7]. Mientras el arquetipo se
manifestaba en la síntesis de intuición, pensamiento y sentimiento, con la
exclusión de los componentes de la cuarta función, se producía el estado
exultante de la vida trinitaria, al margen del tiempo y del espacio físicos,
donde el anima, en el circuito cerrado de la interioridad, era fuente animante
de inspiración poética y de alegría. Ese equilibrio, sin embargo, se rompe
debido a la imposición inevitable de la función excluida que, como principio de
la realidad, se concreta en el nivel literal de la historia en la muerte de
Beatriz. La desaparición en el mundo de la presencia corporal de la amada va a
significar la pérdida de aquello que el poeta creía que no le podría ser
arrebatado, la “gioia” del canto poético.
El movimiento hacia la cuaternidad se produce en la Vita
Nuova, por tanto, a partir de la muerte de Beatriz. En la escisión que se
vuelve a producir entre el padre y el hijo a raíz de esa muerte, al romperse el
equilibrio alcanzado por la síntesis trinitaria, se impone el reconocimiento de
cuanto había sido excluido de aquella síntesis: por un lado, el principio de
realidad manifestado ahora en su forma más trágica y cruel, la muerte, y por
otro, el reconocimiento de cuanto Beatriz simbolizaba como parte de Dante mismo
pues la muerte de Beatriz representa la retirada de la proyección del ánima
realizada en una mujer concreta y la acogida de lo que ella significaba como
función propia. Se impone así el principio femenino en una imagen interior
numinosa, guía hacia la totalidad de si mismo, la totalidad que representa la
activación consciente de las cuatro funciones de la conciencia. Esta
cuaternidad es la que se plasma en la visión del soneto final “oltre la spera
che più larga gira”, donde se representa la tensión pero también la síntesis
entre las cuatro funciones de la conciencia, emergiendo un nuevo estado de
conciencia que ha integrado intuición y percepción de la realidad, pensamiento
y sentimiento, gracias a la atracción numinosa (milagrosa dice Dante) del
arquetipo del anima, puente mediador de la experiencia del si mismo.
El suspiro es una imagen de síntesis de contrarios que
reúne al pensamiento –así lo llama Dante en la prosa- con el sentimiento, la
intuición con la sensorialidad. La visión del soneto representa en primer lugar
una relación del sentimiento y de la intuición: el dolor del sentimiento
(“Amore piangendo”) genera una “intelligenza nova”, una nueva capacidad
intuitiva que a su vez retornado sobre el sentimiento lo depura –lo hace
consciente- de los componentes densos, emocionales, relacionados con la
dimensión corporal, con la función inferior. Los contenidos de esta función que
también comprende el principio de realidad se integran así en una dolorosa
síntesis con los de su opuesta, la intuición, gracias a la mediación del
sentimiento.
En el espacio ampliado de la conciencia que representa
este soneto final hay cabida para que las funciones opuestas coexistan sin que
ninguna de ellas imponga su supremacía a la otra. El pensamiento comprende y
acepta las razones del sentimiento y este acepta y asume las razones que impone
el pensamiento. El yo consciente no se arroga el poder en la conciencia pero
tampoco se deja avasallar por los contenidos emocionales y sensoriales
inconscientes procedentes de la cuarta función. Por eso es una integración que
implica tensión; es una plenitud y a la vez un dolor. Igualmente, en el espacio
ampliado de la conciencia se produce la síntesis entre la intuición y la
percepción sensorial. Hay cabida para que coexistan sin que ninguna de las dos
se imponga a la otra: la capacidad de percibir las cosas como realmente son en
el mundo externo, en el tiempo y en el espacio de la vida histórica donde
existen la pérdida y la muerte (por eso el sentimiento llora, “Amore
piangendo”) y, sin embargo, al mismo tiempo, la capacidad de aprehender una
realidad transcendente (“intelligenza nova”), fuera del tiempo y del espacio
históricos, no percibida por los sentidos sino por la intuición, función que
lleva al protagonista, gracias al poder atractivo del anima, a los umbrales de
experiencia de lo divino. Esa síntesis de contrarios, sin embargo, implica, sí,
una plenitud pero a la vez una tensión, un dolor.
3. El problema del cuarto, respecto de la trinidad platónica (y también
cristiana), por consiguiente, es el problema de la incorporación del principio
de la realidad así como de la dimensión corporal y terrenal del hombre; dicho
con otras palabras, la necesidad de tener en cuenta la existencia del “mal”,
entendido en sus múltiples posibilidades de manifestación: como la serie de
acontecimientos de la propia historia que se oponen al principio de deseo (como
ha sido para Dante el rechazo de Beatriz); como la sombra negativa individual
que abre la perspectiva del mal moral (como ha sido para Dante el
reconocimiento de la sombra trágica cavalcantiana que le lleva a la
desintegración moral); como todo aquello, finalmente, que pone en peligro la
seguridad, la continuidad de la vida y que llena de sufrimiento y horror al
hombre, como la enfermedad y la muerte[8]. Y
el problema del cuarto implica así mismo, como hemos visto, la cuestión de la
inclusión / exclusión de la mujer, del principio femenino en el sistema
trinitario, cuestión que en la tradición judeo-cristiana no está separada del
mal pues la mujer aparece en esa tradición formando parte de la constelación
tierra, materia, cuerpo, serie de la que se origina el pecado y que se
corresponde con los contenidos de la función sensorial, relegados a lo
inconsciente en el sistema medieval. Por ello, la imposición en la Vita Nuova
del principio de realidad a causa de la muerte de Beatriz va a significar
paradójicamente también el reconocimiento del principio femenino respecto de la
ampliación de la conciencia y de la identidad poética. El riesgo de la síntesis
triádica platónica era que expulsaba de ella tanto al tú concreto como a la
mujer concreta (no por nada –observa Jung- Platón fue célibe).
La trinidad medieval cristiana es eminentemente triádica, no contempla el
cuarto ni puede incorporar al cuarto en el ámbito divino trinitario, pues es
inconcebible que el mal, que el príncipe de este mundo que lo representa (el
“diabolo”), tenga algún tipo de relación con Dios. Jung considera esta
situación propia de una psicología que llama justamente “psicología medieval”:
“con ello no se quiere mencionar ningún retroceso ni ningún juicio valorativo,
sino una problemática especial: hay en tales casos una inconsciencia y un
correspondiente primitivismo de tal magnitud, que aparece como indicada una
espiritualización compensatoria. El símbolo salvador es entonces una tríada en
la que falta el cuarto rechazado incondicionalmente” (Jung 1981: 298-299).
Tampoco la trinidad cristiana medieval incorpora a “la que da a luz a
Dios”, a la mujer, representada por la Virgen María aunque “la iconografía de
la Edad Media, elaboró un símbolo cuaternario por medio de las representaciones
de la coronación de María, y por decirlo así, callandito la introdujo” (Jung
1981: 280) al lado de la trinidad. “La assumptio beatae Mariae Virginis
significa un recibimiento del alma de María con el cuerpo y es una
doctrina cristiana aceptada” (Jung 1981: 280), elevada en 1950 al grado de
dogma de fe por la Iglesia católica. La importancia de este hecho es
fundamental para Jung pues significa el haber ascendido al ámbito de la
Trinidad divina, reino del espíritu y de lo masculino, la materia y la
feminidad, colmando así la necesidad profunda de síntesis de contrarios de
creyente, que como compensación había desarrollado desde la Edad Media el culto a la Virgen. San Bernardo promovió precisamente ese culto para contrarrestar el espacio vacío que había dejado el símbolo trinitario
cristiano respecto de la mujer; vacío que era una de las causas del gran poder
de atracción que en lo inconsciente ejercía la concepción y la poesía del amor
cortés.
Se supera, por tanto, en el símbolo de la cuaternidad la condena y el
rechazo que la mujer suscitaba en el hombre a causa de su pertenencia a lo desconocido
inconsciente. Así se explica psicológicamente la naturaleza mediadora de la
mujer respecto de lo divino: por su pertenencia a lo inconsciente y por la
función mediadora que en el hombre (varón) cumple el arquetipo que la
representa , el ánima, respecto del si mismo, la imagen de Dios en el alma[9]. Este explícito reconocimiento como mediadora
entre el hombre y lo divino es lo que todavía no se atreve a hacer Guinizzelli,
el “padre” del “stilnovismo”, al finalizar la canción “Al cor gentil rimpaira sempre
Amore”, mientras que Dante da abiertamente ese paso. En este aspecto se percibe
la tensión de la Vita Nuova hacia la cuaternidad pues Dante integra el
principio femenino como fuente de una nueva vida del espíritu.
4. No quisiera terminar estas reflexiones sin insistir en la tensión, en la
oscilación, que se establece en la Vita Nuova entre el tres y el cuatro
y entre el cuatro y el tres, pues la dirección de la oscilación podría verse
tanto en un sentido como en otro[10]. De
esta tensión, a mi modo de ver, sigue participando, a pesar de la distancia
temporal, nuestro tiempo aunque hoy el parámetro colectivo trinitario medieval
no esté explícitamente vigente. En relación con este problema, la pregunta que
surge al concluir la lectura de la Vita Nuova sería: ¿Se representa en
esta obra un movimiento del tres hacia el cuatro, en el sentido, como
hemos interpretado, de una dinámica hacia la integración de los contenidos de
las cuatro funciones de la conciencia, con lo que ello implica de reconocimiento
de los componentes de la función inferior: la sensorialidad, la corporalidad,
la feminidad, la admisión del principio de realidad, del mal y de la muerte? ¿O
se produciría en esta obra el movimiento contrario? A la vista de la brutalidad
de los inherentes al poder de la nobleza, del poder mercantil de las ciudades,
del menosprecio hacia la mujer y de la crudeza de las relaciones del hombre con
ella, regidas por el interés material o por el instinto sexual –la muer vista
como primer estadio de la manifestación del ánima: “Eva, Tierra, meramente
biológica, en la que la esposa-madre sólo representa la mujer que debe ser
preñada” (Jung 1993: 36)- ¿No se representaría, más bien, en esta obra un
movimiento compensatorio del cuatro hacia el tres, de exclusión de los contenidos
desintegrados y desintegrados de la conciencia propios de la cuarta función: el
rechazo de la dimensión terrenal y corporal del hombre, de lo femenino en
cuanto Eva como puro instinto sexual, de cuanto constituye la naturaleza
“inferior” del hombre escindida de las funciones superiores? Recordemos a este
respecto las palabras de Jung arriba citadas, en relación con la trinidad
cristiana medieval: hay en ese momento de la historia “una inconsciencia y un
correspondiente primitivismo de tal magnitud, que aparece como indicada una
espiritualización compensatoria. El símbolo salvador es entonces una tríada en
la que falta el cuarto rechazado incondicionalmente” (Jung 1981: 298-299).
En este sentido, la trinidad tendría un significado precioso en el desarrollo
de la vida del espíritu desde el comienzo del cristianismo[11], cuando el principio de un Dios espiritual
tenía que imponerse a la visión pagana reinante, una visión en que
“l’expérience de la divinité ou de l’esprit était projetée dans la realité matérielle
du monde” (Von Franz 1991: 40). Si, como explica M:L. Von Franz, al inicio de
la era cristiana el hombre empieza a interrogarse de manera crítica sobre el
origen del mal, es entonces cuando se instaura la escisión entre lo “alto” y lo
“bajo” , entre el mundo del Hijo y el mundo del Adversario. Por ello, la vía de
lo inconsciente tal como se manifestaba en los sueños y visiones de los primeros
cristianos conducía inequívocamente hacia lo alto, hacia hacer conscientes los
aspectos “luminosos” de lo inconsciente. Y en este momento es cuando cobre su
real importancia la dinámica de la cuaternidad, inherente al paganismo, hacia
la trinidad cristiana. La preferencia atribuida a la trinidad sobre la
cuaternidad natural “revèle un processus appelé à compenser, comme l’a montrè
Jung, une attitude mettant sans duote trop l’accent sur le “bas” chez l’homme
de l’antiquité tardive et du Moyen Age (Von Fran 1991: 40). En este aspecto:
“/…/ la Trinité, prenant le pas sur la quaternité en tant que symbole naturel de
la totalité, comporte una signification suprême el salvatrice” (Id: 46).
En las visiones de los primeros cristianos la vía de la toma de conciencia
conducía siempre hacia lo alto, sin que nunca pasara por un descenso ad
ínferos, como ocurría en la época de los misterios paganos o como aparece
en el viaje de Dante en la Commedia (o como se presenta en los sueños de
las personas de los tiempos actuales). Ello significa que en aquel momento la
empresa de la separación de la naturaleza, de lo instintivo, en favor del
despertar de la reflexividad y del pensamiento era tan difícil “qui’il suffit
d’un seul coup d’oeil en arrière (comme le firent la femme de Lot et aussi
Orphée) pour succomber au puissant pouvoir du passé” (Von Franz 1991: 38).
Desde esta dialéctica entre el primitivo pagano (perdurable en la Edad
Media) y el espíritu medieval cristiano, parece evidente que lo que rige en la Vita
Nuova es una dinámica del cuatro hacia el tres. Pero al tiempo tampoco es
tan obvia la adscripción exclusiva de esta obra al régimen de la trinidad, a
pesar de que Dante haga explícito el símbolo trinitario colectivo y de que el
nueve, múltiplo del tres, sea el número que simboliza a Beatriz. En este
sentido, si nos atenemos a la lógica cualitativa y no cuantitativa que gobierna
la simbología numérica, el nueve, producto del tres, es ya un cuarto, en el
sentido de que es uno que se añade al tres, abriéndose así la vía de la
trinidad hacia la cuaternidad. Hay, por tanto, como he dicho al comienzo, una
oscilación del tres hacia el cuatro y del cuatro hacia el tres en esta obra.
Desde la perspectiva de lo que ocurría en la sociedad de finales del siglo XIII
y de principios del siglo XIV, era necesaria y válida todavía para el hombre de
aquella época (los hombres del pueblo llano, el burgués al que empiezan a
poseer las razones de la ganancia ilimitada, el noble y los mismos clérigos con
su violencia y afán de poder, movidos todos ellos por los contenidos
inconscientes desintegrados y desintegrados de la función inferior) la llamada
a salir de lo “inferior”, de lo “bajo”, propio de la dimensión natural y
terrenal del hombre; era necesaria, frente a la “inconsciencia y la
primitividad” de una mentalidad todavía pagana, una espiritualización
compensadora. Y en ese sentido se consagraría en la Vita Nuova sin
ambivalencias el símbolo de la trinidad y una tensión del cuatro hacia el tres.
La figura de Beatriz como un nueve, producto de la trinidad divina, aparecería
como una llamada a la “elevación” de lo “bajo” que el cuatro como tierra, como
“creación” material, como mujer representa.
Pero, por otro lado, desde la perspectiva del intelectual creyente del
tiempo del Dante, del hombre de pensamiento y del filósofo que va por delante
del resto de los hombres de su tiempo, el problema se plantea a la inversa,
como la oscilación del tres hacia el cuatro. En el soneto final de la Vita
Nuova desde esta perspectiva, se daría el paso hacia la cuaternidad que
representa la síntesis de las cuatro funciones de la conciencia gracias al
símbolo de Beatriz, que Dante presenta como un nueve, producto del tres, pero
que cualitativamente se resuelve como un uno que agrega a la trinidad. Como
sabemos, el filósofo e intelectual cristiano medieval, en aras de la
espiritualización y del desarrollo de las facultades superiores de la razón y
del intelecto, había sometido los contenidos de la cuarta función a una fuerte
represión. Ahora a ese filósofo e intelectual se le plantea la necesidad de recuperar esos aspectos, situados en los “infiernos” de la
psique con el fin de conseguir la totalidad; una recuperación que implica la
redención de esos contenidos al ser integrados en la conciencia de un modo
consciente: “anche quando la totalità uomo non è esplicita, è il piano vero
dentro il quale si muovono filosofi e poeti” (Gagliardi 1997: 8).
Por ello, creo que responde más a la realidad de lo representado en esta
obra, el concluir diciendo que en ella triunfa a nivel explícito el tres, el
símbolo colectivo de la Trinidad, como punto de referencia y como llamada a la
tensión espiritual del hombre y de la mujer medios del tiempo de Dante.
Mientras que de modo implícito se produce una apertura hacia el cuatro, hacia
el símbolo de la cuaternidad como exigencia de la integración del cuarto
excluido y como llamada a la totalidad, al homo totus que Dante como
hombre adelantado de su tiempo representa.
Notas
[1] Relativamente
tarde la crítica se dio cuenta de la importancia de los números tres y nueve en
la disposición de los poemas en el “libello”. Estos se ordenan simétricamente y
el número tres es el principio guía de esta ordenación. La obra tiene tres
canciones que constituyen sus tres pilares temáticos, siendo el centro medio de
la misma segunda, dedicada a la visión profética de la muerte de Beatriz. En
total contiene 31 composiciones y un ojo atento al significado simbólico de las
dos cifras que componen ese número descubre también en ellas el signo de la
Trinidad, que es Tres y Uno (Singleton 1968: 109). La primera canción está
precedida de un número de poemas que forman un grupo por sí solo. Son diez y
todas, menos una, son sonetos. La parte final está en perfecto equilibrio con
la inicial: a la tercera canción siguen diez poesías y todas son sonetos, menos
una. Por tanto, la primera y tercera partes son equidistantes y diferencian las
poesías más breves en un primer y en un tercer grupo. En el centro, entre la
primera y la tercera canción hay nueve poesías y la que ocupa el centro exacto
de este grupo es la segunda canción, que resulta ser el eje central, tanto
respecto del número nueve como respecto del número tres. Todo ello no cabe duda
de que es producto consciente de un proyecto; es como una arquitectura externa,
una fachada que a pesar de su evidencia no fue vista por los lectores hasta la
mitad del siglo pasado: el primer estudioso que divulgó el descubrimiento de
este esquema simétrico fue C.E.Norton, en 1859 aunque unos veinte años antes el
diseño en sus líneas esenciales había sido puesto de relieve por Gabriele
Rosetti (Singleton 1968: 110). El esquema numérico que se suele ofrecer en casi
todas las ediciones de Vita Nuova es: 10; I; 4- II- 4; III; 10 (los
números romanos corresponden a las canciones). Singleton prefiere, dada la
importancia simbólica del número nueve y dado que se puede considerar el primer
soneto como un prólogo y el último como un epílogo, el siguiente esquema: 1, 9,
I; 4, II, 4; III, 9, 1, subrayándose, así, según este autor, que la disposición
de los poemas va más allá de un mero designio de ornamentación extrínseca y que
contribuye a la finalidad primera de la obra: “la rivelazione mediante Segni
che Beatrice è un miracolo, che ella stessa è un numero nove, il numero che,
come i miracoli, è il prodotto di tre volte tre” (Singleton 1968: 111) según
las explicaciones que da el propio Dante en el capítulo XXIX.
[2] “/…/ ma più sottilmente pensando, e secondo la infallibile
veritade, questo numero fue ella medessima; per similitudine dico e ciò intendo
così. Lo numero del tre è la radice del nove, però che, sanza numero altro
alcuno, per sé medesimo fa nove, sì come vedemo manifestantemente che tre via
tre fa nove. Dunque se lo tre è fattrore per sé medesimo del nove, e lo fattore
per sé medesimo de li miracoli è tre, cioè Padre e Figlio e spirito Santo, li
quali sono tre e uno, quiesta donna fue accompagnata da questo numero del nove
a dare ad intendere ch’ella era nove, cioè uno miracolo, la cui radice, cioè
del miracolo, è solamente la mirabile Trinitade. Forse ancora per più sottile
persona si vederebbe in ciò più sottile ragione; ma quiesta è quella ch’io ne
veggio, e che più mi piace” (XXIX, 3.4).
[3] “El cristianismo medieval considera inconscientemente al dios
Hijo engendrado exclusivamente de dios Padre sin la mediación de lo femenino y
necesitando sólo de la mujer madre en el momento de su encarnación y de su
rebajarse a la materia. En este sentido /…/ hay en Dante una oculta tensión a
romper ese esquema a favor del arquetipo de la cuaternidad, al tratar de
incluir al cuarto excluido, el principio femenino. Beatriz no sólo sería un
milagro de Dios, una creatura excelsa pero externa a la vida divina sino que
también las alusiones implícitas que la hacen imago de Cristo la
convertirían en imago Dei, la harían como Dios. /…/ El principio
femenino entraba en juego en el sistema de pensamiento medieval sólo bajo la
forma de mujer, como criatura y materia, a través de la figura de maría: ella
es el medio para que el hijo de dios se encarne (sin que entremos a considerar
en este momento los aspectos negativos que para ese pensamiento tenía la mujer
debido a su nefasta participación en la caída del primer hombre). Ahora, el
principio femenino representado por Beatriz, es visto por Dante como analogía
de Cristo, como imago Dei. Dante /…/ está enfatizando el aspecto femenino
de la divinidad y por tanto el aspecto femenino de su propia alma hecha a
imagen y semejanza de Dios” (Scrimieri 2001: 73-74)
[4] “La relación de Padre a Hijo no es, precisamente, aritmética,
ya que los dos, como Uno y el Otro están todavía unidos en el Uno
original y en aptitud permanente de transformarse en dos. Por ello el Hijo es
“eternamente” engendrado por el Padre y el sacrificio de la muerte es
“eternamente” un acto presente” (Jung 1981: 251)
[5] La experiencia de muchos años y no una razón a priori
llevó a Jung a hacer la distinción de cuatro funciones básicas que estructuran
la conciencia y que se ordenan en dos parejas de contrarios; dos funciones
racionales: el pensamiento y el sentimiento; y dos irracionales: la sensación
y la intuición. Cada una de ellas comprende y elabora los datos externos de
acuerdo con sus rasgos. El pensamiento somete los contenidos de las
representaciones a un acto de juzgar; ordena bajo conceptos estos contenidos
según la norma racional consciente colectiva. El sentimiento, en cambio,
introduce entre el yo y un contenido dado un determinado valor en el sentido de
su aceptación o rechazo (“placer” o “displacer”). De ahí que el sentimiento sea
un proceso enteramente subjetivo. La intuición transmite percepciones por vía
inconsciente y al igual que la sensación es una función perceptiva irracional;
sus contenidos tienen el carácter de lo dado, al contrario del sentimiento y
del pensamiento que tienen el carácter de lo “derivado”, de lo “producido”
(Jung 1994: 539). Finalmente “la sensación es la función que transmite un
estímulo físico de la percepción” (Jung 1994: 549), no sólo de carácter externo
sino también interno, es decir, de las alteraciones de los órganos internos. La
sensación es, por tanto percepción mediante los órganos de los sentidos y del
“sentido corporal” (sensación cinestésica, vasomotora, etc.). La experiencia
demuestra a Jung que cada individuo comienza a adaptarse a la realidad a partir
de una de estas funciones; ésta se desarrolla y diferencia de un modo más
intenso que las otras, convirtiéndose en la función dominante, encontrándose
siempre a disposición del yo consciente. Por eso Jung la denomina función
superior o diferenciada. Frente a ésta , su opuesta, es llamada “inferior” y
reside en lo inconsciente; la pareja formada por las otras dos en parte
pertenece a lo consciente y en parte a lo inconsciente denominándose, la más
próxima a la consciencia, segunda función o auxiliar, y su opuesta, tercera;
ésta residiría para la mayoría de las personas en la zona de lo inconsciente.
[6] Hemos puesto de relieve cómo ya desde los comienzos de la Vita
Nuova, en el nivel literal de la historia narrada, está presente la muerte:
en el episodio de la joven amiga de Beatriz (VIII), en la del padre de ésta (XXII),
imponiéndose de modo radical con la propia muerte de la amada.
[7] “Allor sente la frale anima mia / tanta dolcezza, che’l viso
ne smore, /poi prende Amore in me tanta vertute, /che fa li miei spiriti gir
parlando, /ed escon for chiamando / la donna mia, per darmi piì salute. /
Questo m’avvene ovunque ella mi vede” (XXVII): Así dicen los últimos versos de
Dante antes de que su canto se interrumpa bruscamente por la muerte de Beatriz.
[8] “Si vemos la Trinidad como un proceso, éste se prolongaría
hasta la cuaternidad absoluta con la adición del cuarto” (Jung 1981: 303). Y
este cuarto es la resistencia de la materia, la realidad de la enfermedad y de
la muerte, la presencia del dolor y del pecado. Pero “la sombra y la voluntad
opuesta son las condiciones ineludibles de toda realización” (Jung 1981: 303) y
“el sufrimiento inevitable ligado a la vida no se puede eludir” (Jung 1981:
304).
[9] La mujer se constituye así en función mediadora entre
consciente e inconsciente. Hay una decisiva vinculación de la vida del espíritu
y del principio femenino: “… cuando los pensamientos, especialmente los juicios
y reconocimientos, son transmitidos a la conciencia por medio de una actividad
inconsciente, se utiliza, curiosamente, el arquetipo de cierta figura femenina,
o sea del ánima, de la amada-madre. Tal parece como si la inspiración
procediera de la madre o de la madre o de la amada, de la femme inspiratrice.
Ésta es la razón por la que el Espíritu Santo tendría la tendencia a
cambiar su género neutro (top neuma) por el femenino. (Por lo demás, la palabra
hebrea para espíritu, ruach, es predominantemente femenina). Espíritu
Santo y Logos se confunden en el concepto gnóstico de la sophia
(sabiduría), como también en el de sapientia de la filosofía natural de
la Edad Media, de la que se dice: “in gremio matris sedet sapientia patris”
(Jung 1981: 273-274)
[10] “Ya en el axioma de Maria
Prophetissa la cuaternidad está condicionada y aparece poco clara. En la
alquimia existen tanto cuatro como tres regimina (procedimientos), tanto
cuatro como tres colores. Cierto es que siempre hay cuatro elementos, pero a
menudo tres de ellos están reunidos y uno asume una posición especial: a veces
es la tierra, a veces el fuego. /…/ Esa inseguridad, esa fluctuación, indican
“tanto una cosa como la otra”, es decir, que las representaciones fundamentales
son tanto cuaternarias como ternarias. El psicólogo no puede dejar de señalar
que también la psicología del inconsciente conoce una análoga perplejidad: la
función menos diferenciada, esto es, la llamada función inferior, está
contaminada con el inconsciente , lleva consigo, junto con otros arquetipos,
también el del Selbst (si mismo) “to en tetarton”, como dice María.
Cuatro tiene la significación de lo femenino de lo maternal de lo físico; tres,
la de lo masculino, de lo paterno, espiritual. La inseguridad entre Cuatro y
Tres significa pues un fluctuar entre lo espiritual y lo físico y constituye
por eso un ejemplo bien elocuente de que toda verdad humana es siempre penúltima”
(Jung 1957: 37-38).
[11] “Si existe algo que podamos llamar una historia espiritual
occidental…. Debería basarse en la historia de que la personalidad del hombre
de Occidente se despertó por influencia del dogma de la Trinidad” (Koepgen en
Jung 1981: 264). E igualmente: “La tríada es un arquetipo, que con energía
rectora no sólo favorece el desarrollo espiritual, sino que, en algunas
circunstancias lo obliga” (Jung 1981:301).
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JUNG; C:G. (1957), Psicología y alquimia, Buenos Aires, Santiago, Rueda Editor
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