Titus Burckhardt
La economía moderna, a pesar de todos los conocimientos de que
dispone, no ha querido considerar, desde hace mucho tiempo, una de las bases
más importantes tanto de su propia existencia como de nuestra vida, a saber, la
pureza del agua viva. Semejante olvido demuestra el carácter unilateral de su
desarrollo, el cual, dejando aparte la cuestión del agua, es perjudicial para
muchas otras cosas, y no de las menores, tales como el alma. Mientras el
equilibrio de la Naturaleza permanece intacto, las aguas de la tierra se
purifican permanentemente, en tanto que la ruptura de este equilibrio tiene
como consecuencias la contaminación y la muerte. Por eso no es pura
coincidencia si la «vida» de las aguas simboliza la «vida» del alma humana.
Cuando uno se pregunta qué podría sensibilizar a personas no
demasiado marcadas por el espíritu científico respecto a la amenaza de la
contaminación del agua, se ve enseguida que el sentido natural de la belleza,
que nos permite distinguir a un árbol sano de otro enfermo, también debería
poder funcionar en este caso como señal de alarma. Sin embargo, no ha ocurrido
nada de eso, o muy poco. Esto se debe al hecho de que el hombre moderno separa no sólo
lo «bello» de lo «útil», sino también lo «bello» de lo «real». Esta
manera de pensar es como una escisión en la conciencia, y es difícil
decir si es el efecto, o bien la causa, de ese estado de cosas que por una
parte empuja al hombre a destruir, en una escala cada vez mayor, el equilibrio
de la naturaleza, y por otra le empuja periódicamente a huir del mundo
artificial que él crea con ello. Todavía no se habían visto nunca tan vastas
concentraciones de edificios construidos con piedra, hormigón y hierro; todavía
no se había visto nunca, tampoco, a las poblaciones urbanas, en masas
igualmente enormes, huir periódicamente de sus casas para ir a redescubrir la naturaleza a
la orilla del mar o a la montaña, esa misma Naturaleza que ellos mismos
han rechazado de forma tan inexorable. Sería falso decir que, al ir a
reencontrar la naturaleza, la gente sólo piensa en mantenerse psíquicamente en
buena salud. Muchos, si no todos, buscan en ella al mismo tiempo un descanso
del alma que sólo puede ofrecer una naturaleza todavía virgen, cuya
armonía asegura la preservación de esa belleza que apacigua al alma y libera al
espíritu de la carga de los raciocinios mentales. Y, sin embargo, las mismas
personas que cuando están de vacaciones buscan, conscientemente o no, esa
belleza natural, renegarán de ella como de un lujo «romántico» cada vez que
suponga un obstáculo para sus intereses prácticos. El individuo, con su
intención buena o mala, no desempeña a este respecto más que un papel ínfimo:
todo el mundo, en efecto, está bajo la presión de las fuerzas económicas, y la
gente se disimula a sí misma las consecuencias destructivas de talo cual
desarrollo con una especie de autodefensa inconsciente. Pero, a largo plazo,
semejante actitud conduce al desastre.
La belleza representa siempre un equilibrio de fuerzas, interior e
inagotable, que sumerge nuestra alma y que no puede ser calculado ni producido de
forma mecánica. El sentido de la belleza puede, pues, permitirnos tener una
experiencia directa de estas fuerzas, antes incluso de que las percibamos de
manera diferenciada por medio de la razón discursiva. En esto, por otra parte,
reside una protección de nuestro bienestar físico y moral, cosa que no
se puede olvidar impunemente.
Se podría objetar a esto que los hombres en todas las épocas han
distinguido entre lo bello y lo útil; un bosquecillo podado siempre ha
constituido un lujo, mientras que un bosque se consideraba generalmente desde
un punto de vista utilitario. Se podría incluso argumentar que ha habido que
esperar a la educación moderna para inculcar el deseo de proteger determinada
porción de la naturaleza con una finalidad puramente estética. Y, sin embargo, en
épocas lejanas existían también bosques sagrados, que el hacha del
leñador no podía abatir. Su finalidad no era ni la explotación, en el sentido
moderno del término, ni el lujo. Belleza y realidad –dos atributos que el
mundo moderno distingue espontáneamente– estaban, y siguen estando, para
aquellos que tienen un punto de vista premoderno sobre lo sagrado,
inseparablemente unidas. Todavía en nuestros días encontramos bosques
sagrados en el Japón o la India, como existían antaño en la Europa
precristiana; los citamos como un ejemplo entre otros de naturaleza sagrada,
pues hay también montañas sagradas, así como elementos naturales que nos tocan
de más cerca, tales como fuentes, ríos o lagos. Incluso en la civilización
cristiana, que evitaba en general venerar estos diversos fenómenos de la
naturaleza, existían, y existen aún, fuentes y lagos –por ejemplo, el pozo de
Chartres y la fuente de Lourdes– que, por su conexión con acontecimientos
milagrosos, han llegado a ser considerados sagrados. Lo importante aquí no es
que determinada montaña o fuente sea vista como sagrada, luego inviolable, sino
más bien que un fenómeno particular sea invariablemente el ejemplo de todo un
conjunto de cosas ligadas unas a otras, de un orden total de la naturaleza, que
posee una importancia vital para una comunidad humana más o menos grande y que
expresa una realidad superior, o sobrenatural. Así, para los antiguos germanos,
el bosque era la base indispensable de su vida material, al mismo tiempo que
tenía la función de santuario que acogía una presencia divina. Todo bosque
poseía esta cualidad, y en este sentido era inviolable. No obstante, como el
bosque también tenía fines utilitarios, ciertos bosques particulares se
reservaban sólo para el ámbito sagrado; su función era recordar la
inviolabilidad de principio y la importancia espiritual del bosque como tal. La
vaca sagrada de los hindúes presenta un caso similar: en realidad, para ellos, toda
criatura viviente es sagrada, es decir, inviolable y simbólica,
pues según la doctrina hindú toda vida consciente participa del Espíritu
divino. Como, sin embargo, es imposible evitar en toda circunstancia dar muerte
a criaturas vivas, la ley de inviolabilidad se limitó prácticamente a algunas
especies simbólicas, entre las cuales la vaca ocupa un lugar especial como
encarnación de la misericordia maternal del cosmos. Al renunciar a
abatir las vacas, los hindúes muestran su veneración, en principio, por toda vida; al
mismo tiempo, protegen una de las bases más fundamentales de su modo de vida,
que durante milenios ha dependido de la agricultura y de la cría del ganado.
Del mismo modo, las fuentes sagradas, tan numerosas en la Cristiandad medieval,
llamaban la atención sobre el aspecto sagrado del agua como tal; recordaban que
el
agua es un símbolo de gracia, lo que aparece claramente en el
simbolismo del bautismo. Lo sagrado se define por el temor
reverencial del que es objeto: es el reflejo de un principio eterno, y por lo
tanto indestructible; de ahí proviene directamente la inviolabilidad de la que
goza.
Existen otros elementos que pueden revestir un aspecto sagrado, en
función de la fe de un pueblo determinado y de su mentalidad hereditaria. Los
cuatro elementos –tierra, agua, aire y fuego–, que constituyen los modos
fundamentales de la manifestación sensible, están casi en todas partes –excepto
en el mundo moderno y racionalista– impregnados de una cualidad sagrada.
Desde este punto de vista, la tierra es ilimitada, el aire, es
inasible, el fuego es por naturaleza de una pureza inviolable. Sólo
el agua es susceptible de ser ensuciada: por eso es objeto de una protección
particular.
Aquí se imponen algunas observaciones en lo que respecta a los
cuatro elementos: éstos no tienen evidentemente nada que ver con lo que se
designa con el mismo término en la química moderna; como ya hemos dicho, los
«elementos» en el sentido tradicional representan los modos de manifestación
con los que la substancia de la que el mundo está creado se comunica a nuestros
cinco sentidos: son respectivamente los modos sólido, líquido, volátil e ígneo.
Existen, desde luego, otros líquidos aparte del agua, pero ninguno
reviste para nosotros tal aspecto de pureza ni desempeña un papel tan
importante para la preservación de la vida. Asimismo, el aire dista de ser el
único gas de la naturaleza, pero es el único que podemos respirar.
Los cuatro elementos son, pues, los modos más simples de la materia
en el orden cósmico. Transpuestos al microcosmo humano, son también la imagen más simple
de nuestra alma, que, como tal, es inaprensible, pero cuyas
características fundamentales se pueden comparar a los cuatro elementos.
Es en esta perspectiva como san Francisco de Asís glorifica a
Dios por los cuatro elementos, uno detrás de otro, en su famoso «Cántico al
Sol». En lo que respecta al agua, escribe: «Alabado seas, Señor, por la
Hermana Agua, que es muy útil y humilde, y preciosa y casta» (Laudato
si, o Signore, per sor acqua, la quale e molto utile ed umile e preziosa e
casta). Se podría tomar este verso por una simple alegoría poética, pero de
hecho su sentido es mucho más profundo: la humildad y la castidad describen bien la
cualidad del agua, que, en un río, se adapta a cualquier forma, sin por ello
perder nada de su pureza. También aquí se encuentra una
imagen del alma, que puede recibir toda clase de impresiones y plegarse a todas
las formas al tiempo que permanece fiel a su esencia propia e indivisa.
«El
alma humana se parece al agua», pudo escribir Goethe, retornando así
una analogía que se encuentra tanto en las Escrituras sagradas del Próximo
Oriente como en las del Extremo Oriente. El alma se parece al agua, igual que el
espíritu es comparable al viento o al aire.
Sería demasiado largo enumerar todos los mitos y costumbres en los
que el agua aparece como una imagen o reflejo del alma. La idea de que el
alma puede reconocerse a sí misma contemplando el agua –encontrando en su juego
la animación de la vida, en su inmovilidad un alivio, y en su transparencia, la
pureza– quizá en ninguna parte está tan difundida como entre los
japoneses. La vida japonesa en su conjunto, y en la medida en que todavía está
determinada por la tradición, se halla penetrada de este sentido de pureza,
simplicidad y docilidad que se encuentra prefigurado en el agua. Los japoneses
acuden en peregrinación a ciertos saltos de agua famosos en su país y pueden
pasar horas contemplando la superficie tranquila del estanque de un templo. La
historia del sabio chino Hsuyu –un tema que reaparece constantemente en la
pintura japonesa– es reveladora: al enterarse de que el Emperador deseaba poner
todo su reino en sus manos, huyó a las montañas y se lavó las orejas bajo un
salto de agua. El pintor Harunobu lo representa con los rasgos alegóricos de
una joven noble que en la soledad de las montañas se lava la oreja bajo un hilo
de agua que cae verticalmente.
Para los hindúes, el agua como elemento vital se identifica con el
Ganges, el cual, desde su fuente que brota en los Himalayas, la montaña de los
Dioses,
riega las llanuras más vastas y más pobladas de la India. El agua del Ganges se
considera pura, desde su fuente hasta su estuario, y de hecho está
preservada de toda polución por la arena fina que arrastra en su curso. A
quien se baña en el Ganges con espíritu de arrepentimiento, todos sus pecados
le son perdonados: la purificación interior encuentra aquí su soporte simbólico
en la purificación exterior, la que procura el agua del río sagrado. Es
como si esta agua lustral viniera del cielo, pues su origen en los hielos
eternos del «techo del mundo» simboliza el origen celestial de la gracia
divina, la cual, en cuanto «agua viva», encuentra su fuente en la Paz inmutable
y eterna. En este caso, y en los ritos comparables que encontramos en
otras religiones o en otros pueblos, la correspondencia entre el agua y el alma
ayuda a ésta a purificarse, o más exactamente a recobrar su pureza original y
esencial.
Así, el agua simboliza el alma. Desde otro punto de vista –pero de
un modo análogo– simboliza la materia prima del macrocosmo. En efecto, al igual
que el agua encierra en sí, en el estado de puras posibilidades, la totalidad de
las formas que puede tomar en su fluir y en sus surgimientos, también
la materia prima contiene todas las formas del mundo en el estado
indiferenciado.
En el relato bíblico de la creación, se dice que en el origen,
antes de que la Tierra fuese creada, el Espíritu de Dios se cernía sobre las
aguas; en las Escrituras hindúes se puede leer que todos los habitantes de la
tierra han nacido del océano primordial. El «agua», en estos mitos, no se debe
entender en el sentido literal; sin embargo, la imagen que estos relatos
cosmogónicos evocan en nuestro espíritu es una imagen exacta a su manera, y lo
más adecuada posible, pues nada puede traducir mejor que el agua la unidad indiferenciada
y pasiva de la materia prima.
Los mitos según los cuales toda cosa fue creada a partir de un mar
original encuentran un eco en este versículo coránico: «Nosotros (Dios) hemos
creado toda cosa viviente a partir del agua». La alegoría bíblica del Espíritu
de Dios cirniéndose sobre las aguas encuentra su equivalente en el símbolo
hindú de Hamsa, el cisne divino que hace que se abra el huevo de oro del cosmos
que flota en el océano primordial. En definitiva, cada una de estas
representaciones alegóricas vuelve a encontrarse en el Corán, cuando se dice
que al principio el Trono de Dios descansaba sobre las aguas.
La flor del loto abierta, asiento de las divinidades de la India,
es también un «trono de Dios» que flota sobre el agua de la materia prima, o
sobre el agua de las posibilidades principiales. Este símbolo, que la India ha
transmitido a la mitología y al arte budistas, nos lleva del agua como imagen
de la substancia primordial del mundo al agua como reflejo del alma.
El loto del Buddha o del Bodhisattva, en efecto, se eleva por encima de las
aguas del alma, igual que el espíritu iluminado por el conocimiento se libera
de la existencia pasiva. El agua representa aquí algo que debe ser superado,
pero no por ello deja de poseer un aspecto benéfico, pues en ella está enraizada la flor
cuyo cáliz encierra la «preciosa joya» de Boddhi, el Espíritu divino.
El Buddha es él mismo este Espíritu, puesto que es «la Joya en el Loto».
Esta breve exposición debería bastar para presentar un panorama
general de los diferentes significados que puede tener el agua como símbolo,
aunque se podrían mencionar muchos otros ejemplos de este género. Pero no se
trata solamente de demostrar que en todas las culturas que podemos denominar
«prerracionalistas» –y en esta expresión no entra ninguna intención peyorativa–
la significación del agua iba mucho más allá de un nivel simplemente físico o
biológico. Las realidades espirituales de las que es soporte simbólico nunca se
le asocian de un modo arbitrario, sino que derivan directamente y con toda
lógica de su esencia. La contemplación espiritual de la naturaleza, que percibe
a través de las formas fundamentales y permanentes sus prototipos y su causa
eterna, no tiene nada de puramente sentimental; no depende tampoco de
circunstancias geográficas e históricas, a pesar del reinado del mundo moderno,
del que este tipo de contemplación parece haber sido desterrado. Decimos «parece»,
porque esta contemplación espiritual de las cosas está enraizada demasiado
profundamente en el corazón del hombre para poder desaparecer del todo. Se
perpetúa incluso de forma inconsciente, y no sería difícil mostrar cómo la
atracción misteriosa del agua como elemento sagrado, manifestación simbólica de
una realidad psíquica o cósmica, sobrevive todavía en el arte, en particular en
la pintura y la poesía.
¿Quién no ha sentido nunca, a la vista de un lago límpido en la
montaña, o de una fuente que brota de la roca, siquiera un poco de ese temor
reverencial que es inseparable de lo sagrado? Los pueblos de antaño sabían
mejor que nosotros que no se puede alterar impunemente el equilibrio de la
naturaleza. Nuestros conocimientos científicos superiores son totalmente
insuficientes para protegernos de todas las reacciones de una naturaleza
perturbada. Y aun en el caso de que pudiéramos protegernos contra toda reacción
del entorno físico, no tendríamos la seguridad de que entonces el mundo
psíquico y sutil no se vengara de nosotros. Una simple mirada a África y Asia,
donde el equilibrio espiritual de las antiguas culturas ha sido trastocado por
todas partes y donde se cuestiona la existencia misma de estas culturas, basta
para comprender que todavía podemos llegar a una destrucción total de las
«aguas vivas» del espíritu, en comparación con lo cual la contaminación de
nuestras aguas materiales sería un mal bien ligero.
En
conclusión, para mostrar que incluso en la Europa moderna existen todavía aguas
sagradas, recordemos la existencia de Lough Derg, en Donegal, el condado más
septentrional de Irlanda. En medio de este «lough» (lago) se yergue una isla en
la que se pueden encontrar cierto número de santuarios cristianos que datan de
la Edad Media, así como una cueva, que representa la entrada a los Infiernos.
La llaman «Purgatorio de San Patricio», pues la tradición quiere que ése sea el
lugar en el que san Patricio, el apóstol de Irlanda, hizo aparecer ante los
paganos, en una visión, el Infierno y la montaña del Purgatorio. Esta isla es
desde la alta Edad Media el centro de una peregrinación sometida a reglas muy
estrictas. Los peregrinos, que llegan allí en barco, sólo pueden caminar sobre
su suelo descalzos, a la vez que ayunan y se entregan a ejercicios espirituales
durante tres días. Estos ejercicios consisten esencialmente en arrodillarse
sobre las rocas y rezar ante cierto número de cruces erigidas en honor de los
santos irlandeses más eminentes. Cada vez que un peregrino termina sus
devociones ante esas «estaciones», que están dispuestas como las cuentas de un
rosario, se dirige a un gran peñasco que domina el agua, no lejos de la orilla;
allí, después de ofrecer algunas oraciones, recita en voz alta el Credo
mientras recorre con la vista el agua del lago. Las personas que han realizado
esta peregrinación afirman que esos momentos de soledad, en contemplación ante
el lago apacible rodeado de colinas deshabitadas, han dejado en su corazón algo
inexpresable.
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