viernes, 23 de mayo de 2014

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso



Who am I? de Alok Hsu Kwang-han

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso

Por Rudolf Otto.
El momento irracional de lo numinoso, hemos dicho, es un elemento constitutivo de toda religión. Puede aparecer y sentirse de forma más difusa o más clara, puede quedar encubierto bajo el aspecto racional o, por el contrario, liberarse de él e irrumpir con fuerza. Puede acentuarse hasta aparecer como lo incomprensible y lo inaprehensible, y más aún, presentarse como antinomia o paradoja completa, desconcertante. Esto último sucede, por ejemplo, en lo que hemos denominado «serie de pensamientos a la manera de Job» (Lo Santo pp. 111-115). También hemos visto qué fuerza tiene ésta en Lutero. Su expresión más intensa la hallamos en las siguientes palabras, tomadas de su Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516):
Nuestro bien está escondido, y tan profundamente que se halla escondido bajo su contrario. Así, nuestra vida está escondida bajo la muerte, la justicia bajo el pecado, la virtud bajo la falta de firmeza. Y, en general, cualquier afirmación nuestra de un bien está bajo la negación del mismo, para que quepa la fe en Dios, que es esencia negativa y bondad y sabiduría y justicia, y no puede ser poseído ni tocado si no se niegan antes todas nuestras afirmaciones. Así pues, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, esto es, en la negación de todo lo que se puede poseer o comprender (II, p. 219)1.
Allí donde tal elemento irracional se hace preponderante, se toma también plena conciencia del carácter misterioso del objeto trascendente. Y esto tiene como resultado una decantación «mística». Con ello, es propio de la mística insistir en los aspectos irracionales, las antinomias y las paradojas, y también, llegado el caso, solazarse en ellas y practicar con ellas una suerte de juego de la perplejidad. La mística ama los enunciados imposibles, las coincidentiae oppositorum, las afirmaciones que para el hombre común no son sólo desconcertantes sino directamente escandalosas. Y su esencia no se encuentra tanto en el «sistema» que construye cuanto en esta hostilidad hacia lo comprensible, este juego descarado, desafiante y osado. Y emplear tales afirmaciones para formar un sistema significa echar en saco roto el elemento fundamental. Tal cosa resulta especialmente evidente en el caso de Eckhart, quien experimenta un placer secreto por expresiones cada vez más osadas, que en algunos casos sobrecogen y suenan a blasfemia. Lo mismo ocurre en Angelus Silesius, sólo que en su caso todo esto se convierte a menudo en puro juego de ingenio. Y es que, como se ha observado repetidamente, el combate serio con las paradojas de lo irracional, cuando uno se ha acostumbrado a ellas, se convierte en mero estímulo y acicate para pasatiempos de «genialidad» manierista y baratas agudezas de ingenio, que luego quedan depositadas en la literatura y en las artes figurativas como mero ejercicio de prestidigitación con lo estrafalario, lo desconcertante, lo inaudito y, llegado el caso, lo disparatado: comida picante para paladares «expresionistas» y asimilados.
Este último proceso puede observarse también, en alguna medida, en las corrientes zen y za-zen del budismo oriental. Llegado el caso, también el zen desemboca en lo estrafalario, lo disparatado y lo insensato, o bien en la ocurrencia picante, el bonmot, la complacencia en lo curioso o lo inesperado en general. Pero, en su esencia, tiene un origen perfectamente serio en el elemento irracional de lo numinoso. Por lo demás, este elemento está en él acentuado hasta un extremo tal que nosotros, que estamos determinados predominantemente por los aspectos racionales de la religión, en un primer momento no somos siquiera capaces de advertir que aquí se trata de religión, más aún, de una religión inusualmente intensa y profunda. El zen es, de hecho, lo irracional en extremo, casi desvinculado de todos los esquemas racionales. Cuando se advierte esto, el fenómeno en su conjunto, que en un principio resulta completamente enigmático, se torna comprensible y clasificable.
Zen, en sánscrito dhyána, es el nombre que recibe una importante escuela de budismo chino-japonés, cuyo mayor santo es Bodhidharma.
Su forma actual, todavía viva en Japón, le fue conferida hacia el año 800 de nuestra época por el maestro chino Hyakujo. La base doctrinal en que se funda es el Maháyána. Como también su culto, su mitología y su «cosmos divino» (si cabe en general emplear esta expresión, tan equívoca, a propósito del Mabáydna). El elemento solemne de lo numinoso, que gravita en general sobre los cultos budistas y sobre la actitud de su monacato más refinado, impregna también sus maravillosos templos, galerías, imaginería religiosa, actos de culto y comportamientos personales.
A diferencia de la gran escuela principal del budismo japonés, la Shinshü*, que tiene una orientación esencialmente personal y busca la redención en el trato personal con la gracia salvífica del buda personal Amida, los monjes zen son «místicos». Pero se trata de «místicos prácticos», que unen, como Benito de Nursia, el ora y el labora. Al igual que los benedictinos, trabajan los campos y se dedican al trabajo manual, o también, dependiendo de sus talentos, a la actividad creativa, como autores de grandes obras pictóricas y escultóricas. «Quien no trabaja tampoco debe comer», era la máxima de Hyakujo. Sin embargo, nada de todo esto constituye su rasgo esencial. Una vez, en un agradable y tranquilo monasterio de Tokyo le pregunté a un anciano y venerable abad cuál era «la idea fundamental» del zen. Apremiado por una pregunta semejante, tuvo que responder con una «idea». Dijo: «Nosotros creemos que el samsára y el nirvána no son cosas distintas, sino lo mismo. Y que todo el mundo debe descubrir el corazón de Buddha en su propio corazón». Lo cierto es que tampoco esto es el punto principal, pues como tal vale algo que no es ni «dicho», ni «doctrina», ni «tradición». El punto principal del zen no es una idea fundamental, sino una experiencia, que se sustrae no sólo al concepto, sino incluso a la propia idea.
El zen revela su esencia en los siguientes momentos, que sus artistas han sabido poner ante los ojos con incomparable fuerza y sin necesidad de palabras, recurriendo al gesto, al ademán, la compostura, la expresión del rostro y el cuerpo.
1. Hay que contemplar, ante todo, la imagen del propio Bodhidharma. Un hombre grave, enérgico, «que se pasó nueve años sentado en silencio ante una pared», recogiendo o, mejor dicho, condensando toda la fuerza de su tensión interna, como una botella de Leiden muy cargada; sus grandes ojos parecen a punto de saltar fuera del cuerpo, debido a la presión interna, y se clavan en lo ansiado. Son ojos de exorcista, que pretende conjurar a un demonio o a un dios, para que revele y entregue su secreto y su propio ser. ¡Quién se atrevería a decir qué mira, qué pretende forzar! Pero estos rasgos ponen de manifiesto que se trata de algo enorme, de algo que es la desmesura misma. Las grandes imágenes de Bodhidharma son, por ello, también «desmesuradas» o «enormes» en todos los sentidos del término. Salta inmediatamente a la vista que esta figura sedente busca algo de lo que pende todo, algo frente a lo cual todo lo demás resulta indiferente, un algo que, en suma, sólo puede poseer lo numinoso. Y quien se entrega a la contemplación de esta imagen debe experimentar él mismo un ligero espanto ante aquello que se refleja en estos ojos, en esta contención.
2. Pero, a la vez, este recogimiento es cualquier cosa menos cavilación, un forjarse a sí mismo o un querer hallarse a sí mismo. Y el hallazgo final no es tampoco, por cierto, el resultado de la propia habilidad, del propio «obrar». La redención que acompaña a este hallazgo es lo más contrapuesto que quepa pensar a una «autorredención». Las afirmaciones de algunos intérpretes del budismo, que pretenden ver la superioridad de éste en el hecho de que enseña la «autorredención», marran completamente. El hallazgo es, más bien, un estallido final, una deflagración que acontece simplemente como hecho místico pleno, pero que no puede ser causada por nada. Sencillamente, se da o no se da. Ningún hombre puede causarla, producirla, hallarla por sí mismo. Tampoco cabe denominarla «gracia», pues para poder hablar de «gracia» se necesita que alguien la otorgue. Con todo, se trata de algo emparentado, en la medida en que con «gracia» y «vivencia de la gracia» mentamos también el puro misterio portentoso. Es el abrirse del ojo celeste, y se puede comparar antes al comienzo de un hechizo que a una «autorredención».
3. ¿Cuál es el contenido de tal hallazgo? Los labios de quienes lo viven permanecen, a este respecto, firmemente cerrados. Y deben estarlo, pues si algún dogma existe en esta escuela, ése es precisamente el de la imposibilidad de pensar hasta el final, el de la completa inefabilidad de la cosa misma. Se trata de la «verdad» a la que todo remite, que transforma de golpe la vida en su conjunto, que confiere a la totalidad de la existencia propia y del entorno un sentido que hasta el presente había pasado inadvertido, incomprendido. Viene acompañada de una suma excitación del ánimo y una dicha sin límites. Está vinculada a un continuo «estudio de lo impensable», pero este estudio no es de carácter intelectual, sino una penetración cada vez más profunda, y en sí misma indescriptible, en la verdad del zen, así descubierta. Irradia también sobre el modo de vida y brilla en los rostros de quienes la viven. Les otorga además capacidad de entrega, pues el sentido de la vida viene a ser ahora el servicio para conseguir la salvación de todos «los seres que sienten».
Y se revela en un voto cuádruple que se repite a menudo:
Por innúmeros que sean los seres que sienten, yo prometo salvarlos a todos.
Por inagotable que sea la pasión perversa, yo prometo extinguirla.
Por insondables que sean las santas doctrinas, yo prometo estudiarlas.
Por inaccesible que sea el sendero de los budas, yo prometo alcanzarlo.
Proyecta la mente hacia un ideal supremo, pero a la vez obliga a renunciar a todo renombre, a aceptar la humildad voluntaria:
Aunque su ideal sea tan alto como la corona de Vairocana (el supremo entre todos los budas): Su vida debe estar tan llena de humildad que se prosterne ante los pies de un niño.
Pero toda disciplina personal y toda acción por los demás se hace sin coacción y «sin mérito», sin conciencia de uno mismo, sin ejercer presión sobre las cosas y sin obtención de mérito para uno mismo, sin intención:
La sombra del bambú roza los escalones:
sin que se mueva un átomo de polvo.
La luz de la luna penetra hondo en el fondo del estanque
pero no deja huella en el agua.
El samsára mismo es ahora nirvána. Se detiene así la búsqueda apremiante de una meta de salvación, pensada fuera del ser, pues lo que se buscaba ha sido hallado en el ámbito del ser, es uno con él. Este mundo a la deriva, que de otra manera no es sino un montón de mal y sufrimiento, es ahora en cambio el mundo beatífico de Buddha, brilla en toda su belleza y profundidad transparente, mística, tal como lo reproduce el pincel inspirado de estos artistas, con inaudita capacidad de sugestión. Esto conduce a la indiferencia frente a toda sabiduría libresca y erudición académica, pero es a la vez un cierto tipo de sabiduría extraña, profunda, íntima, expresada lacónicamente, en rápidas sentencias y versos escuetos, mediante la mera insinuación. Se trata de una sabiduría que no es, ni mucho menos, la de la vida cotidiana, y cuya peculiaridad encuentra su mejor expresión en el contraste con ésta, a saber, en el contraste con la aparente tosquedad o zafiedad externa de aquellos en los que, como en Sócrates, un contenido espiritual profundo, al imponerse sobre una figura o un rostro feo o extravagante, se hace doblemente visible. Figuras de este tipo, objeto de continua reproducción pictórica y escultórica, son en especial Hanshan y Shite. Las representaciones que de ellos hizo Shübun me parecen las más grandes representaciones fisonómicas del arte universal. En ningún lugar se ha logrado como aquí hacer que lo plenamente ridículo y grotesco de la apariencia externa quede aniquilado y olvidado ante la irrupción de la profundidad y, con ello, hacer perceptible la completa indiferencia de todo lo material y externo frente a lo interno. Y esto, además, al modo enteramente «lacónico» del propio zen, con un par de pinceladas y borrones de prodigiosa tinta china. Al modo exacto de la «sombra de bambú, que oscila sin mover un átomo de polvo», es decir, con entera indiferencia frente a todo efecto externo y sin segundas intenciones. Siguiendo un método en boga, se ha pretendido explicar el Maháyána como «irrupción de la mística del vedánta en el budismo». Pero las figuras de Hanshan y Shite, y también las del jocoso barrigón Pu Tai, nos enseñan cuán precavidos debemos ser frente a todas estas pretendidas influencias. Tales figuras resultarían simplemente impensables entre los discípulos de Shankara.
Y la vivencia que nos transmiten, más allá de su carácter inefable, tiene un carácter completamente distinto del Brahmantiirvána del vedánta. La afirmación «nirvána y samsára son lo mismo» sería para Shankara una enorme atrocidad. El zen es algo mucho más ingenuo, mucho más beatífico, mucho más transido de luz, mucho más rico en potencias; lo que quiere hacer con el mundo no es eliminarlo, sino iluminarlo. Se trata también de mística, pero viene a poner de manifiesto que «mística» no significa en modo alguno lo mismo en todas partes; y que la mística no es, ni mucho menos, una categoría esencial, propia y específica, sino una designación puramente formal para aludir a la preponderancia de lo irracional, que puede tener lugar de muy diferente manera y con contenidos muy distintos. Si se quisiera buscar correlatos de figuras como las descritas, los hallaríamos sobre todo entre los discípulos de Francisco de Asís, como san Egidio y san Ginepro.
4. La nueva visión surge en un acto que irrumpe de pronto. Pero el contenido de dicha vivencia es completamente incomunicable. Debe surgir en cada uno con plena originariedad. El «carácter súbito» y la «incomunicabilidad» constituyen, así, los auténticos dogmas de esta extraña escuela. Por ello los pintores representan siempre a Bodhidharma rompiendo y apartando de sí las sútras, los textos sagrados y los escritos escolásticos. Con todo, también aquí hay maestros y discípulos. Y esta relación es especialmente importante: no se trata de instruir al discípulo sobre algo respecto de lo cual no cabe instrucción, sino de, por así decir, conducirlo o, mejor, empujarlo hasta que la intuición irrumpa también en él. La mejor ayuda en este sentido es, obviamente, la contemplación de los efectos de dicha experiencia, que hemos enunciado en el punto 3. La vivencia intensa de su interconexión debe suscitar un barrunto preparatorio en las estructuras a priori de la persona receptiva a ellos, preparándola así para la eclosión. A esto se añade luego toda una serie de drásticos ejercicios de una extraña pedagogía, que a nosotros nos puede parecer un puro disparate, pero que manifiestamente alcanza sus fines en el interesado.
A ello se refiere la historia, aparentemente poco estimulante, del despertar de Hakuin por su maestro Shoju: Hakuin considera que ha hecho ya grandes avances en el conocimiento de Buddha y expone a su maestro su sabiduría. Cuando acaba, éste le responde: «¡Puro absurdo!». Hakuin intenta justificarse. Entonces, su maestro le pega, lo echa de la casa, dejándolo tirado en mitad del fango, y le insulta: «¡Tú, pasto del demonio!». Hakuin viene una segunda vez, firmemente decidido a hacer entrar en razón al maestro. Esta vez, el maestro lo echa por la puerta de la terraza, muro abajo. Y viéndolo allí tirado, medio atontado, el maestro, desde arriba, se ríe de él con sorna. Hakuin decide entonces abandonar a su maestro.
Pero mientras pasa por un pueblo pidiendo limosna, acontece el prodigio: Un pequeño suceso indiferente (como el brillo de la jarra en Böhme *) sirve de ocasión para que, de repente, se abra en él el ojo espiritual de la verdad zen.
*. Son muy numerosas las vivencias de este tipo, que actúan como desencadenante, haciendo que el hielo se rompa, que la tensión acumulada se descargue, que la disolución cristalice, que caigan los velos que cubren los ojos. En los siguientes versos, Yenju se refiere a su vivencia del satori. Un haz de leña cae al suelo. Y esta circunstancia intrascendente se convierte en ocasión para que, de súbito, se abra en él el ojo interior, para que surja a manera de relámpago la Bodhi incomunicable, para que se ilumine el conocimiento que es capaz de transformarlo todo y nada puede comunicar, suscitándose en él una clarividencia sobre todo y a través de todo.
Le invade entonces una dicha sin límites y, casi fuera de sí, vuelve a su maestro. Antes de franquear el umbral, el maestro le reconoce, se inclina ante él y le dice:
«¿Qué alegre embajada traes? Rápido, rápido, entra». Hakuin narra lo que le ha sucedido. Entonces, el anciano le acaricia tiernamente: «Ahora lo posees, ahora lo posees».
Como instrumento de ayuda para la eclosión sirven también los coloquios —que son, desde luego, los más extraños que se hayan dado nunca entre almas sedientas de salvación—. Sus lacónicas declaraciones —que en algunos casos son literalmente monosilábicas— a menudo dan la impresión de carecer de todo sentido. Pero, en realidad, portan una alusión oculta, que en cualquier caso sólo puede apreciar aquel que está acostumbrado a esta clase de enigmas y ha sido instruido en ellos. No se trata de «enseñanzas» sino, más bien, de una suerte de cachetes que se le dan al alma para instruirla, para conducirla por medio de ideogramas en una determinada dirección. Son conversaciones como la siguiente, que tiene lugar entre Ummon y su discípulo:
¿Cuál es el sable (espiritual) de Ummon?
¡Zas!
¿Cuál es el camino directo a Ummon?
El más interior.
¿Cuál de las tres Káyas del Buddha anuncia la doctrina?
¡Algo cayó! - No se trata de algo distinto.
Nada terreno existe ya, ni derecha ni izquierda.
Y las corrientes, las montañas, la amplia esfera terrestre
-En todo ello resplandece el cuerpo de Dharma-rája.
Bukko (1226-1286) describe su vivencia de forma semejante. A él, el impulso misterioso hacia el satori le llega de noche, mientras espera sentado sin dormir, cuando suena súbitamente el gong desde el cuarto del abad.
«Salté de mi cama y salí a la noche iluminada por la luna, y eché a correr hacia el cobertizo del jardín. Y aquí, mirando al cielo, grité exultante: ¡Qué grande es el Dharmakáya! ¡Qué grande e infinito para siempre!».
Podemos encontrar correspondencias en nuestros propios místicos, por ejemplo, en el Cristianismo verdadero de Johann Amdt:
«El Espíritu Santo, maestro celestial, nos instruye sin esfuerzo ni trabajo, y nos trae a la mente todo en un momento, iluminando nuestro entendimiento con toda celeridad y sin esfuerzo» (V, 1,3, 2).
Se trata de un «acontecer» y, en concreto, de un acontecer «momentáneo»: «Entonces acontece a menudo, como si dijéramos en un momento, el tesoro oculto en nuestra alma» (véase W Koepp, Johann Amdt. Eine Untersuchung über die Mystik im Luthertum, 1912, p. 232. Koepp denomina a este elemento momentáneo, con acierto, «chispazo», «lo súbito», repitiendo con ello el término empleado por el zen).
Correcto.
¿Cuál es el ojo de la ley verdadero?
En todas partes.
¿Cuál es el camino?
Hacia delante.
¿Por qué no puede hacerse uno monje sin permiso de los padres?
¡Superficial!
No lo entiendo.
Profundo.
¿Cómo se posee un ojo (vidente) en una pregunta?
Ciego.
O también un sermón como el que sigue: Ummon está sentado en su cátedra. Un monje se acerca y le pide respuesta para sus preguntas. Ummon grita: ¡Oh monjes! Entonces, todos los monjes se vuelven a él. Y el maestro se levanta y abandona en silencio la sala.
5. En todo esto intenta expresarse, mediante declaraciones, actos y gestos enteramente paradójicos, algo que es en sí mismo completamente irracional y pura paradoja. Su índole paradójica —y a la vez, su carácter plenamente interno, pues se opone a toda aparición externa y a todo afán de exhibición— se pone de manifiesto en un rasgo especialmente llamativo: su experiencia debe ser y permanecer plenamente interior, retrocediendo desde la esfera de la conciencia, el discurso y la expresión hasta el ámbito de la más profunda interioridad. Uno debe portarla en sí mismo como porta su propia salud, de la que sólo llega a tener noticia cuando la pierde, o como porta su propia vida, que es aquello de lo que tanto menos se sabe y tanto menos se habla cuanto más pujante y viva está. De ahí precisamente surgen esas afirmaciones de los maestros, aparentemente chocantes, como cuando dicen que no quieren saber ni oír nada de Buddha o del propio zen. Cuando se llega a tener conciencia de todas estas cosas, es porque ya no se poseen de forma originaria y auténtica. Y cuando uno comienza a razonar acerca de ellas, ya han desaparecido: «Cuando empieza a hablar el alma, iay!, es porque ya no habla el alma!». De la misma manera que la nobleza que toma conciencia de sí misma deja de ser nobleza, el zen que habla acerca del zen deja de ser zen. Así, Goso le dice a su discípulo Yengo:
«Contigo todo va bien. Sólo tienes un pequeño defecto». Yengo pregunta repetidamente: «¿Cuál?». Finalmente, el maestro le dice: «Tienes demasiado zen encima».
Otro monje le pregunta: «¿Por qué odias que se hable de zen?». «Me estomaga», responde el maestro. Lo que le causa repulsión es que se quiera hablar de algo que no debe ser discutido, sino vivido en una profundidad libre de palabras. Y de este sentimiento surgen luego acciones aparentemente impías. Por ejemplo, la del maestro que, un día frío, se calienta quemando imágenes de Buddha. O las alusiones despectivas a los conceptos de la propia religión, fruto de una objetivación. Así, por ejemplo, cuando Rinzai dice: «Oh vosotros, perseguidores de la verdad. Cuando acertáis en Buddha, lo matáis. Cuando acertáis en el patriarca, lo matáis». O cuando Ummon, un día, traza con su bastón una línea en la arena y dice: «Ahí están todos los budas, innumerables como la arena, hablando de tonterías».
O, en otra ocasión: «Ahí fuera en el patio están el dios celestial y Buddha, hablando de budismo. ¡Vaya ruido arman!».
Con todo, el discurso puede también, llegado el caso, cambiar de registro y adoptar un tono completamente distinto. Puede, por ejemplo, apuntar de forma queda, insinuante, al lenguaje de las cosas que nos rodean, con la esperanza de que éste se torne perceptible para el discípulo. Así, por ejemplo, Ummon, yendo un día hacia la sala de enseñanza, escucha de repente el sonido profundo de la campana del templo y dice: «En este ancho, ancho mundo, ¿por qué nos seguimos preocupando por las vestiduras monacales, si la campana suena de esta manera?».
De tales indicaciones se ha apropiado, muy especialmente, la pintura budista. Así, por ejemplo, las palabras de Ummon que acabamos de citar han sido trasladadas a la pintura en el cuadro titulado La campana del templo al atardecer. Allí está el ancho, ancho mundo. Y puede verse, medio difuminado, el monasterio. Los trazos de escritura que acompañan al cuadro se refieren al sonido de la campana. Uno tiene la impresión de oírla. Pero nada de esto es «sentimiento de la naturaleza».
Es zen. Y zen también es el elemento paradójico contenido en algunos cuadros que, hoy día, podrían ser interpretados como forma precoz, oriental, de «expresionismo»: por ejemplo, esos raros paisajes, profundamente impresionantes, en los que unas pocas manchas, a primera vista casi indescifrables, quintaesencian un mundo completo en miniatura, con un laconismo típicamente zen, haciendo de él un ideograma de lo inefable-incomunicable. Aquí, efectivamente, se hace visible el nirvána en el samsára, y el corazón único de Buddha, como dimensión profunda de las cosas, late con un pálpito tan claramente perceptible que corta el aliento.
Pero todo esto es ya «decir» demasiado.
El satori del que habla el zen, y especialmente la vivencia de Bukko, quizá se pueda comparar con lo que cuenta acerca de sí mismo Alfred Tennyson en sus Memorias:
Había pasado la tarde en una gran ciudad, con dos amigos. Habíamos estado leyendo y discutiendo de poesía y filosofía. Nos separamos hacia medianoche.
Me quedaba un largo viaje hasta llegar a casa. Mi alma, que estaba todavía profundamente bajo el influjo de las ideas, imágenes y sentimientos suscitados por la lectura y la conversación, se hallaba tranquila y sosegada.
Me encontraba en un estado de gozo reposado, casi pasivo. Propiamente hablando, no pensaba, sino que dejaba que los pensamientos, las imágenes y los sentimientos se deslizasen, por así decir, por mi mente. De repente, de una forma completamente inesperada, me vi envuelto en una nube de tonos flamígeros. Por un momento, pensé que se trataba de un fuego, de un incendio que sucedía en algún lugar cercano. Pero al momento advertí que el fuego estaba dentro de mí mismo. Entonces me sobrevino un sentimiento de júbilo, de alegría sin límites, acompañado o seguido inmediatamente por una clarividencia indescriptible. Así, entre otras cosas, vi —no se trataba de una mera creencia, sino que efectivamente veía— que el Todo no está formado de materia inerte sino que, al contrario, es una presencia viva; que el orden del mundo es tal que, sin excepción ni azar alguno, todas las cosas actúan unas sobre otras de la mejor manera posible.
Esta visión duró pocos segundos. Luego pasó, Pero su recuerdo, y el sentimiento de realidad de lo que mostró, ha seguido vivo durante los veinticinco años transcurridos desde entonces.
La diferencia entre esto y la pura vivencia del zen es, en todo caso, que el contenido de la experiencia de Tennyson se aproxima mucho más que la del zen a lo conceptual y a lo nombrable. Pues la actitud del hombre occidental, mucho más conceptual, viene quizá a falsificar la propia experiencia en la interpretación posterior que de ella se ensaya.

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