Who am I? de Alok Hsu Kwang-han |
El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso
Por Rudolf Otto.
El momento irracional de lo numinoso, hemos dicho, es un elemento
constitutivo de toda religión. Puede aparecer y sentirse de forma más difusa o
más clara, puede quedar encubierto bajo el aspecto racional o, por el
contrario, liberarse de él e irrumpir con fuerza. Puede acentuarse hasta
aparecer como lo incomprensible y lo inaprehensible, y más aún, presentarse
como antinomia o paradoja completa, desconcertante. Esto último sucede, por
ejemplo, en lo que hemos denominado «serie de pensamientos a la manera de Job»
(Lo Santo pp. 111-115). También hemos visto qué fuerza tiene ésta en Lutero. Su expresión más intensa la
hallamos en las siguientes palabras, tomadas de su Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516):
Nuestro bien está escondido, y tan profundamente que se halla escondido
bajo su contrario. Así, nuestra vida está escondida bajo la muerte, la justicia
bajo el pecado, la virtud bajo la falta de firmeza. Y, en general, cualquier
afirmación nuestra de un bien está bajo la negación del mismo, para que quepa
la fe en Dios, que es esencia negativa y bondad y sabiduría y justicia, y no
puede ser poseído ni tocado si no se niegan antes todas nuestras afirmaciones.
Así pues, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, esto es, en la
negación de todo lo que se puede poseer o comprender (II, p. 219)1.
Allí donde tal elemento irracional se hace preponderante, se toma también
plena conciencia del carácter misterioso del objeto trascendente. Y esto tiene
como resultado una decantación «mística». Con ello, es propio de la mística insistir en los aspectos irracionales, las
antinomias y las paradojas, y también, llegado el caso, solazarse en
ellas y practicar con ellas una suerte de juego de la perplejidad. La mística ama los enunciados imposibles,
las coincidentiae oppositorum, las
afirmaciones que para el hombre común no son sólo desconcertantes sino
directamente escandalosas. Y su esencia no se encuentra tanto en el «sistema»
que construye cuanto en esta hostilidad hacia lo comprensible, este juego
descarado, desafiante y osado. Y emplear tales afirmaciones para formar un
sistema significa echar en saco roto el elemento fundamental. Tal cosa resulta
especialmente evidente en el caso de Eckhart,
quien experimenta un placer secreto por expresiones cada vez más osadas, que en
algunos casos sobrecogen y suenan a blasfemia. Lo mismo ocurre en Angelus Silesius, sólo que en su caso
todo esto se convierte a menudo en puro juego de ingenio. Y es que, como se ha
observado repetidamente, el combate serio con las paradojas de lo irracional,
cuando uno se ha acostumbrado a ellas, se convierte en mero estímulo y acicate
para pasatiempos de «genialidad» manierista y baratas agudezas de ingenio, que
luego quedan depositadas en la literatura y en las artes figurativas como mero
ejercicio de prestidigitación con lo estrafalario, lo desconcertante, lo
inaudito y, llegado el caso, lo disparatado: comida picante para paladares
«expresionistas» y asimilados.
Este último proceso puede
observarse también, en alguna medida, en las corrientes zen y za-zen del budismo oriental. Llegado el
caso, también el zen desemboca en lo estrafalario, lo disparatado y lo
insensato, o bien en la ocurrencia picante, el bonmot, la complacencia en lo
curioso o lo inesperado en general. Pero, en su esencia, tiene un origen perfectamente serio en el
elemento irracional de lo numinoso. Por lo demás, este elemento está en
él acentuado hasta un extremo tal que nosotros, que estamos determinados
predominantemente por los aspectos racionales de la religión, en un primer
momento no somos siquiera capaces de advertir que aquí se trata de religión,
más aún, de una religión inusualmente intensa y profunda. El zen es, de hecho,
lo irracional en extremo, casi desvinculado de todos los esquemas racionales.
Cuando se advierte esto, el fenómeno en su conjunto, que en un principio
resulta completamente enigmático, se torna comprensible y clasificable.
Zen, en sánscrito dhyána, es el nombre que recibe una importante escuela
de budismo chino-japonés, cuyo mayor
santo es Bodhidharma.
Su forma actual, todavía viva en Japón, le fue conferida hacia el año 800
de nuestra época por el maestro chino Hyakujo. La base doctrinal en que se
funda es el Maháyána. Como también su culto, su mitología y su «cosmos divino»
(si cabe en general emplear esta expresión, tan equívoca, a propósito del
Mabáydna). El elemento solemne de lo numinoso, que gravita en general sobre los
cultos budistas y sobre la actitud de su monacato más refinado, impregna
también sus maravillosos templos, galerías, imaginería religiosa, actos de
culto y comportamientos personales.
A diferencia de la gran escuela principal del
budismo japonés, la Shinshü*, que tiene una orientación esencialmente personal
y busca la redención en el trato personal con la gracia salvífica del buda
personal Amida, los monjes zen son «místicos». Pero
se trata de «místicos prácticos», que unen, como Benito de Nursia, el ora y el labora. Al igual que los
benedictinos, trabajan los campos y se dedican al trabajo manual, o también,
dependiendo de sus talentos, a la actividad creativa, como autores de grandes
obras pictóricas y escultóricas. «Quien no trabaja tampoco debe comer», era la
máxima de Hyakujo. Sin embargo, nada de todo esto constituye su rasgo esencial.
Una vez, en un agradable y tranquilo monasterio de Tokyo le pregunté a un
anciano y venerable abad cuál era «la idea fundamental» del zen. Apremiado por
una pregunta semejante, tuvo que responder con una «idea». Dijo: «Nosotros creemos que el samsára y el
nirvána no son cosas distintas, sino lo mismo. Y que todo el mundo debe
descubrir el corazón de Buddha en su propio corazón». Lo cierto es que
tampoco esto es el punto principal, pues como tal vale algo que no es ni
«dicho», ni «doctrina», ni «tradición». El punto principal del zen no es una idea fundamental, sino una experiencia, que se sustrae no
sólo al concepto, sino incluso a la propia idea.
El zen revela su esencia en los siguientes
momentos, que sus artistas han sabido poner ante los ojos
con incomparable fuerza y sin necesidad de palabras, recurriendo al gesto, al
ademán, la compostura, la expresión del rostro y el cuerpo.
1. Hay que contemplar, ante todo, la imagen del propio Bodhidharma. Un hombre
grave, enérgico, «que se pasó nueve años sentado en silencio ante una pared»,
recogiendo o, mejor dicho, condensando toda la fuerza de su tensión interna,
como una botella de Leiden muy cargada; sus grandes ojos parecen a punto de
saltar fuera del cuerpo, debido a la presión interna, y se clavan en lo
ansiado. Son ojos de exorcista, que pretende conjurar a un demonio o a un dios,
para que revele y entregue su secreto y su propio ser. ¡Quién se atrevería a
decir qué mira, qué pretende forzar! Pero estos rasgos ponen de manifiesto que
se trata de algo enorme, de algo que es la desmesura misma. Las grandes
imágenes de Bodhidharma son, por ello, también «desmesuradas» o «enormes» en
todos los sentidos del término. Salta inmediatamente a la vista que esta figura
sedente busca algo de lo que pende todo, algo frente a lo cual todo lo demás
resulta indiferente, un algo que, en suma, sólo puede poseer lo numinoso. Y
quien se entrega a la contemplación de esta imagen debe experimentar él mismo
un ligero espanto ante aquello que se refleja en estos ojos, en esta
contención.
2. Pero, a la vez, este recogimiento es
cualquier cosa menos cavilación, un forjarse a sí mismo o un querer hallarse a
sí mismo. Y el hallazgo final no es tampoco, por cierto, el resultado de la
propia habilidad, del propio «obrar». La redención que acompaña a este hallazgo
es lo más contrapuesto que quepa pensar a una «autorredención». Las
afirmaciones de algunos intérpretes del budismo, que pretenden ver la
superioridad de éste en el hecho de que enseña la «autorredención», marran
completamente. El hallazgo es, más
bien, un estallido final, una deflagración que acontece simplemente como hecho
místico pleno, pero que no puede ser causada por nada. Sencillamente,
se da o no se da. Ningún hombre puede causarla, producirla, hallarla por sí
mismo. Tampoco cabe denominarla «gracia», pues para poder hablar de «gracia» se
necesita que alguien la otorgue. Con todo, se trata de algo emparentado, en la
medida en que con «gracia» y «vivencia de la gracia» mentamos también el puro misterio
portentoso. Es el abrirse del ojo celeste, y se puede comparar antes al
comienzo de un hechizo que a una «autorredención».
3. ¿Cuál es el contenido de tal hallazgo? Los labios de quienes lo
viven permanecen, a este respecto, firmemente cerrados. Y deben estarlo, pues
si algún dogma existe en esta escuela, ése es precisamente el de la
imposibilidad de pensar hasta el final, el de la completa inefabilidad de la cosa misma. Se trata de la «verdad»
a la que todo remite, que transforma de golpe la vida en su conjunto, que
confiere a la totalidad de la existencia propia y del entorno un sentido que
hasta el presente había pasado inadvertido, incomprendido. Viene acompañada de
una suma excitación del ánimo y una dicha sin límites. Está vinculada a un continuo «estudio de lo
impensable», pero este estudio no es de carácter intelectual, sino una
penetración cada vez más profunda, y en sí misma indescriptible, en la
verdad del zen, así descubierta. Irradia también sobre el modo de vida y brilla
en los rostros de quienes la viven. Les otorga además capacidad de entrega,
pues el sentido de la vida viene a ser ahora el servicio para conseguir la
salvación de todos «los seres que sienten».
Y se revela en un voto cuádruple que se repite a menudo:
Por innúmeros que sean los seres que sienten, yo prometo salvarlos a
todos.
Por inagotable que sea la pasión perversa, yo prometo extinguirla.
Por insondables que sean las santas doctrinas, yo prometo estudiarlas.
Por inaccesible que sea el sendero de los budas, yo prometo alcanzarlo.
Proyecta la mente hacia un ideal supremo, pero a la vez obliga a
renunciar a todo renombre, a aceptar la humildad voluntaria:
Aunque su ideal sea tan alto como la corona de
Vairocana (el supremo entre todos los budas): Su vida debe
estar tan llena de humildad que se prosterne ante los pies de un niño.
Pero toda disciplina personal y
toda acción por los demás se hace sin coacción y «sin mérito», sin
conciencia de uno mismo, sin ejercer presión sobre las cosas y sin obtención de
mérito para uno mismo, sin intención:
La sombra del bambú roza los escalones:
sin que se mueva un átomo de polvo.
La luz de la luna penetra hondo en el fondo del estanque
pero no deja huella en el agua.
El samsára mismo es ahora nirvána. Se detiene así la búsqueda apremiante de una meta de salvación, pensada
fuera del ser, pues lo que se buscaba ha sido hallado en el ámbito del ser, es uno con él. Este mundo a la
deriva, que de otra manera no es sino un montón de mal y sufrimiento, es ahora en cambio el mundo beatífico de
Buddha, brilla en toda su belleza y profundidad transparente, mística,
tal como lo reproduce el pincel inspirado de estos artistas, con inaudita
capacidad de sugestión. Esto conduce a la indiferencia frente a toda sabiduría
libresca y erudición académica, pero es a la vez un cierto tipo de sabiduría extraña, profunda, íntima,
expresada lacónicamente, en rápidas sentencias y versos escuetos,
mediante la mera insinuación. Se trata de una sabiduría que no es, ni mucho
menos, la de la vida cotidiana, y cuya peculiaridad encuentra su mejor
expresión en el contraste con ésta, a saber, en el contraste con la aparente
tosquedad o zafiedad externa de aquellos en los que, como en Sócrates, un
contenido espiritual profundo, al imponerse sobre una figura o un rostro feo o
extravagante, se hace doblemente visible. Figuras de este tipo, objeto de
continua reproducción pictórica y escultórica, son en especial Hanshan y Shite. Las representaciones
que de ellos hizo Shübun me parecen
las más grandes representaciones fisonómicas del arte universal. En ningún
lugar se ha logrado como aquí hacer que lo plenamente ridículo y grotesco de la
apariencia externa quede aniquilado y olvidado ante la irrupción de la
profundidad y, con ello, hacer perceptible la completa indiferencia de todo lo material y externo frente a lo interno.
Y esto, además, al modo enteramente «lacónico» del propio zen, con un par de
pinceladas y borrones de prodigiosa tinta china. Al modo exacto de la «sombra
de bambú, que oscila sin mover un átomo de polvo», es decir, con entera
indiferencia frente a todo efecto externo y sin segundas intenciones. Siguiendo
un método en boga, se ha pretendido explicar el Maháyána como «irrupción de la mística del vedánta en el budismo».
Pero las figuras de Hanshan y Shite,
y también las del jocoso barrigón Pu Tai,
nos enseñan cuán precavidos debemos ser frente a todas estas pretendidas
influencias. Tales figuras resultarían simplemente impensables entre los
discípulos de Shankara.
Y la vivencia que nos transmiten, más allá de su carácter inefable, tiene
un carácter completamente distinto del Brahmantiirvána
del vedánta. La afirmación «nirvána y samsára son lo mismo» sería para Shankara una enorme atrocidad. El zen es algo mucho más ingenuo,
mucho más beatífico, mucho más transido de luz, mucho más rico en potencias; lo que quiere hacer con el mundo no es eliminarlo, sino iluminarlo. Se trata también de
mística, pero viene a poner de manifiesto que «mística» no significa en modo
alguno lo mismo en todas partes; y que la mística no es, ni mucho menos, una
categoría esencial, propia y específica, sino una designación puramente formal
para aludir a la preponderancia de lo irracional, que puede tener lugar de muy
diferente manera y con contenidos muy distintos. Si se quisiera buscar correlatos
de figuras como las descritas, los hallaríamos sobre todo entre los discípulos
de Francisco de Asís, como san Egidio y san Ginepro.
4. La nueva visión surge en un acto que irrumpe de pronto. Pero el contenido de dicha vivencia es
completamente incomunicable. Debe surgir en cada uno con plena
originariedad. El «carácter súbito» y la «incomunicabilidad» constituyen, así,
los auténticos dogmas de esta extraña escuela. Por ello los pintores
representan siempre a Bodhidharma rompiendo
y apartando de sí las sútras, los textos sagrados y los escritos escolásticos.
Con todo, también aquí hay maestros y discípulos. Y esta relación es
especialmente importante: no se trata de instruir al discípulo sobre algo
respecto de lo cual no cabe instrucción, sino de, por así decir, conducirlo o,
mejor, empujarlo hasta que la
intuición irrumpa también en él. La mejor ayuda en este sentido es,
obviamente, la contemplación de los efectos de dicha experiencia, que hemos
enunciado en el punto 3. La vivencia intensa de su interconexión debe suscitar
un barrunto preparatorio en las estructuras a priori de la persona receptiva a
ellos, preparándola así para la eclosión. A esto se añade luego toda una serie
de drásticos ejercicios de una extraña pedagogía, que a nosotros nos puede parecer
un puro disparate, pero que manifiestamente alcanza sus fines en el interesado.
A ello se refiere la historia, aparentemente poco estimulante, del
despertar de Hakuin por su maestro Shoju: Hakuin considera que ha hecho ya
grandes avances en el conocimiento de Buddha y expone a su maestro su
sabiduría. Cuando acaba, éste le responde: «¡Puro absurdo!». Hakuin intenta justificarse. Entonces,
su maestro le pega, lo echa de la casa, dejándolo tirado en mitad del fango, y
le insulta: «¡Tú, pasto del demonio!». Hakuin
viene una segunda vez, firmemente decidido a hacer entrar en razón al maestro.
Esta vez, el maestro lo echa por la puerta de la terraza, muro abajo. Y
viéndolo allí tirado, medio atontado, el maestro, desde arriba, se ríe de él
con sorna. Hakuin decide entonces
abandonar a su maestro.
Pero mientras pasa por un pueblo pidiendo limosna, acontece el prodigio: Un pequeño suceso indiferente (como el brillo de la jarra en Böhme *) sirve de ocasión para que, de repente, se abra en él el ojo espiritual de la verdad zen.
Pero mientras pasa por un pueblo pidiendo limosna, acontece el prodigio: Un pequeño suceso indiferente (como el brillo de la jarra en Böhme *) sirve de ocasión para que, de repente, se abra en él el ojo espiritual de la verdad zen.
*. Son muy numerosas las vivencias de este tipo, que actúan como
desencadenante, haciendo que el hielo se rompa, que la tensión acumulada se
descargue, que la disolución cristalice, que caigan los velos que cubren los
ojos. En los siguientes versos, Yenju se refiere a su vivencia del satori. Un
haz de leña cae al suelo. Y esta circunstancia intrascendente se convierte en
ocasión para que, de súbito, se abra en él el ojo interior, para que surja a
manera de relámpago la Bodhi incomunicable, para que se ilumine el conocimiento
que es capaz de transformarlo todo y nada puede comunicar, suscitándose en él
una clarividencia sobre todo y a través de todo.
Le invade entonces una dicha sin límites y, casi fuera de sí, vuelve a su maestro. Antes de franquear el umbral,
el maestro le reconoce, se inclina ante él y le dice:
«¿Qué alegre embajada traes? Rápido, rápido, entra». Hakuin narra lo que le ha sucedido. Entonces, el anciano le
acaricia tiernamente: «Ahora lo posees, ahora lo posees».
Como instrumento de ayuda para la eclosión sirven también los coloquios —que son, desde luego, los más extraños que se hayan dado nunca entre almas sedientas de salvación—. Sus lacónicas declaraciones —que en algunos casos son literalmente monosilábicas— a menudo dan la impresión de carecer de todo sentido. Pero, en realidad, portan una alusión oculta, que en cualquier caso sólo puede apreciar aquel que está acostumbrado a esta clase de enigmas y ha sido instruido en ellos. No se trata de «enseñanzas» sino, más bien, de una suerte de cachetes que se le dan al alma para instruirla, para conducirla por medio de ideogramas en una determinada dirección. Son conversaciones como la siguiente, que tiene lugar entre Ummon y su discípulo:
Como instrumento de ayuda para la eclosión sirven también los coloquios —que son, desde luego, los más extraños que se hayan dado nunca entre almas sedientas de salvación—. Sus lacónicas declaraciones —que en algunos casos son literalmente monosilábicas— a menudo dan la impresión de carecer de todo sentido. Pero, en realidad, portan una alusión oculta, que en cualquier caso sólo puede apreciar aquel que está acostumbrado a esta clase de enigmas y ha sido instruido en ellos. No se trata de «enseñanzas» sino, más bien, de una suerte de cachetes que se le dan al alma para instruirla, para conducirla por medio de ideogramas en una determinada dirección. Son conversaciones como la siguiente, que tiene lugar entre Ummon y su discípulo:
¿Cuál es el sable (espiritual) de Ummon?
¡Zas!
¿Cuál es el camino directo a Ummon?
El más interior.
¿Cuál de las tres Káyas del Buddha anuncia la doctrina?
¡Algo cayó! - No se trata de algo distinto.
Nada terreno existe ya, ni derecha ni izquierda.
Y las corrientes, las montañas, la amplia esfera terrestre
-En todo ello resplandece el cuerpo de Dharma-rája.
Bukko (1226-1286) describe su vivencia de forma semejante. A él, el impulso
misterioso hacia el satori le llega de noche, mientras espera sentado sin
dormir, cuando suena súbitamente el gong desde el cuarto del abad.
«Salté de mi cama y salí a la noche iluminada por la
luna, y eché a correr hacia el cobertizo del jardín. Y aquí, mirando al cielo,
grité exultante: ¡Qué grande es el Dharmakáya! ¡Qué grande e infinito para
siempre!».
Podemos encontrar correspondencias en nuestros propios místicos, por
ejemplo, en el Cristianismo verdadero de Johann
Amdt:
«El Espíritu Santo, maestro celestial, nos instruye sin esfuerzo ni
trabajo, y nos trae a la mente todo en un momento, iluminando nuestro entendimiento
con toda celeridad y sin esfuerzo» (V, 1,3, 2).
Se trata de un «acontecer» y, en
concreto, de un acontecer «momentáneo»: «Entonces acontece a menudo,
como si dijéramos en un momento, el tesoro oculto en nuestra alma» (véase W
Koepp, Johann Amdt. Eine Untersuchung über die Mystik im Luthertum, 1912, p. 232.
Koepp denomina a este elemento momentáneo, con acierto, «chispazo», «lo
súbito», repitiendo con ello el término empleado por el zen).
Correcto.
¿Cuál es el ojo de la ley verdadero?
¿Cuál es el ojo de la ley verdadero?
En todas partes.
¿Cuál es el camino?
Hacia delante.
¿Por qué no puede hacerse uno monje sin permiso de los padres?
¡Superficial!
No lo entiendo.
No lo entiendo.
Profundo.
¿Cómo se posee un ojo (vidente) en una pregunta?
¿Cómo se posee un ojo (vidente) en una pregunta?
Ciego.
O también un sermón como el que sigue:
Ummon está sentado en su cátedra. Un monje se acerca y le pide respuesta
para sus preguntas. Ummon grita: ¡Oh
monjes! Entonces, todos los monjes se vuelven a él. Y el maestro se levanta y
abandona en silencio la sala.
5. En todo esto intenta expresarse,
mediante declaraciones, actos y gestos enteramente paradójicos, algo que es en
sí mismo completamente irracional y pura paradoja. Su índole paradójica —y a la
vez, su carácter plenamente interno, pues se opone a toda aparición externa y a
todo afán de exhibición— se pone de manifiesto en un rasgo especialmente
llamativo: su experiencia debe ser y permanecer plenamente interior,
retrocediendo desde la esfera de la conciencia, el discurso y la expresión
hasta el ámbito de la más profunda interioridad. Uno debe portarla en sí mismo como porta su propia salud, de la
que sólo llega a tener noticia cuando la pierde, o como porta su propia vida,
que es aquello de lo que tanto menos se sabe y tanto menos se habla cuanto más
pujante y viva está. De ahí precisamente surgen esas afirmaciones de los
maestros, aparentemente chocantes, como cuando dicen que no quieren saber ni
oír nada de Buddha o del propio zen. Cuando
se llega a tener conciencia de todas estas cosas, es porque ya no se poseen de
forma originaria y auténtica. Y cuando uno comienza a razonar acerca de
ellas, ya han desaparecido: «Cuando
empieza a hablar el alma, iay!, es porque ya no habla el alma!». De la
misma manera que la nobleza que toma conciencia de sí misma deja de ser
nobleza, el zen que habla acerca del zen deja de ser zen. Así, Goso le dice a su discípulo Yengo:
«Contigo todo va bien. Sólo tienes un pequeño
defecto». Yengo pregunta
repetidamente: «¿Cuál?». Finalmente, el maestro le dice: «Tienes demasiado zen
encima».
Otro monje le pregunta: «¿Por qué odias que se hable de zen?». «Me
estomaga», responde el maestro. Lo que le causa repulsión es que se quiera
hablar de algo que no debe ser
discutido, sino vivido en una profundidad libre de palabras. Y de este
sentimiento surgen luego acciones aparentemente impías. Por ejemplo, la del
maestro que, un día frío, se calienta quemando imágenes de Buddha. O las
alusiones despectivas a los conceptos de la propia religión, fruto de una
objetivación. Así, por ejemplo, cuando Rinzai
dice: «Oh vosotros, perseguidores de la verdad. Cuando acertáis en Buddha, lo
matáis. Cuando acertáis en el patriarca, lo matáis». O cuando Ummon, un día, traza con su bastón una
línea en la arena y dice: «Ahí están todos los budas, innumerables como la
arena, hablando de tonterías».
O, en otra ocasión: «Ahí fuera en el patio están el dios celestial y
Buddha, hablando de budismo. ¡Vaya ruido arman!».
Con todo, el discurso puede también, llegado el caso, cambiar de registro
y adoptar un tono completamente distinto. Puede, por ejemplo, apuntar de forma
queda, insinuante, al lenguaje de las cosas que nos rodean, con la esperanza de
que éste se torne perceptible para el discípulo. Así, por ejemplo, Ummon, yendo un día hacia la sala de
enseñanza, escucha de repente el sonido profundo de la campana del templo y dice:
«En este ancho, ancho mundo, ¿por qué nos seguimos preocupando por las
vestiduras monacales, si la campana suena de esta manera?».
De tales indicaciones se ha apropiado, muy especialmente, la pintura
budista. Así, por ejemplo, las palabras de Ummon
que acabamos de citar han sido trasladadas a la pintura en el cuadro
titulado La campana del templo al
atardecer. Allí está el ancho, ancho mundo. Y puede verse, medio
difuminado, el monasterio. Los trazos de escritura que acompañan al cuadro se
refieren al sonido de la campana. Uno tiene la impresión de oírla. Pero nada de
esto es «sentimiento de la naturaleza».
Es zen. Y zen también es el elemento paradójico contenido en algunos
cuadros que, hoy día, podrían ser interpretados como forma precoz, oriental, de
«expresionismo»: por ejemplo, esos raros paisajes, profundamente
impresionantes, en los que unas pocas manchas, a primera vista casi
indescifrables, quintaesencian un mundo completo en miniatura, con un laconismo
típicamente zen, haciendo de él un ideograma de lo inefable-incomunicable.
Aquí, efectivamente, se hace visible el nirvána en el samsára, y el corazón
único de Buddha, como dimensión profunda de las cosas, late con un pálpito tan
claramente perceptible que corta el aliento.
Pero todo esto es ya «decir» demasiado.
El satori del que habla el zen, y especialmente la vivencia de Bukko,
quizá se pueda comparar con lo que cuenta acerca de sí mismo Alfred Tennyson en sus Memorias:
Había pasado la tarde en una gran ciudad, con dos amigos. Habíamos estado
leyendo y discutiendo de poesía y filosofía. Nos separamos hacia medianoche.
Me quedaba un largo viaje hasta llegar a casa. Mi alma, que estaba
todavía profundamente bajo el influjo de las ideas, imágenes y sentimientos
suscitados por la lectura y la conversación, se hallaba tranquila y sosegada.
Me encontraba en un estado de gozo reposado, casi pasivo. Propiamente
hablando, no pensaba, sino que dejaba que los pensamientos, las imágenes y los
sentimientos se deslizasen, por así decir, por mi mente. De repente, de una
forma completamente inesperada, me vi envuelto en una nube de tonos flamígeros.
Por un momento, pensé que se trataba de un fuego, de un incendio que sucedía en
algún lugar cercano. Pero al momento advertí que el fuego estaba dentro de mí
mismo. Entonces me sobrevino un sentimiento de júbilo, de alegría sin límites,
acompañado o seguido inmediatamente por una clarividencia indescriptible. Así,
entre otras cosas, vi —no se trataba de una mera creencia, sino que
efectivamente veía— que el Todo no está formado de materia inerte sino que, al
contrario, es una presencia viva; que el orden del mundo es tal que, sin
excepción ni azar alguno, todas las cosas actúan unas sobre otras de la mejor
manera posible.
Esta visión duró pocos segundos. Luego pasó, Pero su recuerdo, y el
sentimiento de realidad de lo que mostró, ha seguido vivo durante los
veinticinco años transcurridos desde entonces.
La diferencia entre esto y la pura vivencia del zen es, en todo caso, que
el contenido de la experiencia de Tennyson
se aproxima mucho más que la del zen a lo conceptual y a lo nombrable. Pues la
actitud del hombre occidental, mucho más conceptual, viene quizá a falsificar
la propia experiencia en la interpretación posterior que de ella se ensaya.
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