Símbolos
Gnósticos del Self
Carl G. Jung
Puesto que todo conocer
significa algo como un reconocer, no resulta inesperado que lo que he
expuesto como un proceso de desarrollo gradual haya estado presente como
anticipación y prefiguración ya alrededor del comienzo de nuestra era.
Encontramos tales imágenes ideas ya en el gnosticismo, al cual debemos
dedicar ahora nuestra atención; consiste en gran parte en un fenómeno de asimilación,
y es por consiguiente del máximo interés para establecer y explicar esos contenidos que se constelaron en torno del
anuncio del Salvador o de la aparición histórica del mismo o de la
sincronicidad del arquetipo.
En el Elenchos de san Hipólito,
la atracción entre el magneto y el hierro está mencionada, si no me engaño,
tres veces. Primero, en la doctrina de los naasenos. Estos enseñaban que los
cuatro ríos del Paraíso corresponden al ojo, el oído, el olfato y la boca. La
boca, de donde brota la plegaria y por la cual penetra el alimento, corresponde
al cuarto río, el Eufrates. La conocida significación del "cuarto"
hace en cierto modo explicable la relación con el hombre "total",
pues el cuarto completa siempre una
tríada formando la totalidad. "Esta agua (la del Eufrates) -dice
el texto- es aquella de sobre el Firmamento, de la cual, según dicen, declaró
el Salvador: 'Si supieran quién es el que pregunta, tú le hubieses pedido y él
te hubiese dado de beber agua viva surgente’. En esta agua entra cada criatura
[literalmente: naturaleza] para elegir los elementos de sí misma, y de esta
agua viene a juntarse a cada criatura lo que le es propio, más que (como) el
hierro a la piedra heraclea", etc.
La prodigiosa agua del Eufrates tiene, como lo muestra la referencia a Juan 4, 10, el sentido del aqua doctrinae, que perfecciona a cada
criatura en su individualidad, haciendo, por lo tanto, completo al hombre; y
ello prestándole en cierto modo una fuerza magnética que atrae e integra a él
lo que le pertenece y es peculiar. Esta doctrina naasena está, visiblemente, en
perfecto paralelismo con la antes mencionada concepción alquímica: la doctrina
es el magneto que posibilita la integración tanto del lapis como del hombre.
En la doctrina de los peratas reaparecen
puntos de vista semejantes, a tal punto que Hipólito
repite las mismas comparaciones, aunque el caso es sutilmente distinto del
anterior. Nadie, se dice, puede ser salvo sino por el Hijo, "Pero
éste es la Serpiente. Pues, como él ha traído do lo alto los signos del
Padre, así conduce esos signos nuevamente de aquí a lo alto, después de haber
sido despertados del sueño, transfiriendo de aquí allí los signos paternos, que
han procedido como sustanciales de lo sin-sustancia. Esto, dicen, es lo que se
ha dicho: 'Yo soy la puerta'.
Pero, dicen ellos, él transfiere [los signos] a aquellos que cierran el párpado
del ojo, como la nafta atrae de todas partes el fuego, más que al hierro la
piedra heraclea… Así, dicen, es traída
del mundo por la Serpiente la estirpe perfecta, hecha a imagen [del
Padre], consustancial, pero ninguna otra, como quiera haya sido enviada aquí
abajo [desde la esfera divina]", etc.
En este pasaje la cosa se da al revés que antes: la atracción magnética
no procede de la doctrina, el agua, sino del "Hijo", simbolizado por
Serpiente (según Juan 3, 14)."
Cristo es el magneto que atrae así esas partes o sustancias de origen divino en
el hombre, los patrikoi kharaktères (caracteres paternos), los reúne, y
los arrebata consigo al lugar celeste originario. La serpiente es un equivalente del pez. El consenso del pueblo
interpretó la figura anunciada del Redentor como, pero también como serpiente;
como pez, porque había surgido de profundidades desconocidas; como serpiente,
porque salió secretamente la oscuridad. Tanto el pez como la serpiente son, en efecto, símbolos feridos para designar mociones psíquicas o vivencias que
brotan del inconsciente con efecto de sorpresa, terror o salvación. Por
eso se expresan tan a menudo por el motivo del animal auxiliador. La
comparación de Cristo con la serpiente es más auténtica que la comparación con
el pez, y, pese a ello, menos popular en los medios paleocristianos. Pero se
recomendaba a los gnósticos como el antiguo y corriente símbolo del genio benéfico local, el agathodaímón, así como del noûs, que tan caro les era. Ambos
símbolos son de inapreciable valor para la interpretación natural, instintiva,
de la figura de Cristo. Los
símbolos teriomorfos son muy frecuentes en los sueños y en otras
manifestaciones del inconsciente. Expresan el nivel en que se encuentra el
contenido representado por ellos, o sea una inconsciencia tan alejada de la
conciencia humana como la psique de un animal. Los vertebrados de sangre
caliente o de sangre fría, o hasta invertebrados de diversa especie, indican,
por así decirlo, grados del inconsciente. Saber esto es importante para la
psicopatología, porque tales contenidos, en todos los niveles, pueden
desencadenar síntomas que por su tipo y localización están en correspondencia
funcional con el nivel. Así, hay síntomas de tipo marcadamente cerebroespinal y
simpático. Algo de esto pudieron presentir los setianos, pues Hipólito dice
de ellos, a propósito de la Serpiente, que comparaban al Padre con el cerebro (enképhalon),
al hijo con el cerebelo y la médula espinal (parenkephalis drakontoeidés).
La Serpiente simboliza de hecho contenidos y
tendencias "de sangre fría",
inhumanos, de naturaleza tanto espiritual-abstracta como animal-concreta; en
una palabra: lo extrahumano en el hombre.
La tercera mención del magneto se encuentra en la relación de Hipólito sobre la doctrina de los setianos. Esta presenta notables
analogías con la de la alquimia medieval, aunque no puede señalarse ninguna
transmisión directa. Según las palabras de Hipólito,
constituye una teoría de "la composición y la mezcla": el rayo de luz
de lo alto se mezcla, en la forma de una minúscula chispa, con las oscuras
aguas de la profundidad; al morir el viviente, ambas sustancias se separan, y
así también en la muerte figurada de una vivencia mística. Esta es la divisio y separatio del compuesto (tó
dikhásai kai khórisai ta synkekraména). Utilizo adrede los términos latinos
de la alquimia medieval, que significan esencialmente lo mismo que los
respectivos conceptos gnósticos. La "separación" sirve en la alquimia
para extraer el alma o el espíritu de la materia prima. El mercurio que ayuda a
esta operación aparece armado (como también el adepto) con la espada que
hiende, y los setianos se remiten a
Mar. 10, 34: Non veni pacem mittere sed gladium [No he venido a poner
paz sino espada]. La separación tiene por consecuencia que lo que hasta
entonces estaba mezclado con "otro" es atraído ahora a su khóríon
ídion o "lugar propio" y pros ta oikefa ("hacia lo
suyo familiar"), hós sídéros (pros) Hérákleion lithon "como el
hierro hacia la piedra heraclea". De la misma manera la chispa o rayo de
luz se dirige velozmente, "después que, gracias a la doctrina y enseñanza,
ha tomado su parte en el lugar que le corresponde, hacia el Logos, que viene de
lo alto en figura de servidor..."; corre hacia él más velozmente "que
el hierro hacia el imán".
La atracción magnética procede aquí del Logos. Este significa el concepto o idea
articulada y formulada, por lo tanto a la vez un contenido y un
producto de la conciencia. Así el Logos está próximo al aqua
doctrinae, teniendo el primero el privilegio de la personalidad autónoma y
representando la segunda un objeto pasivo del obrar humano. Así como el Logos
está más próximo a la figura del Cristo histórico, así lo está el
"agua" al agua mágica aplicada en el rito (ablución, aspersión,
bautismo). Nuestros tres ejemplos de efecto magnético apuntan a la vez a tres
formas diversas del agente del mismo:
1. El agente es una sustancia pasiva, en sí inanimada, el agua. Se
la extrae en cántaros de lo profundo de la fuente, es manipulada por manos
humanas, se la utiliza en la medida de las necesidades del hombre. Significa la
doctrina accesible, el "aqua doctrinae" o la palabra, (logos),
que se transmite a los otros por el discurso y por el rito.
2. El agente es un ente animado, autónomo, la serpiente. Aparece
de modo espontáneo o se la encuentra sorpresivamente; fascina: su mirada es
fija, sin interrelación; su sangre es fría; no conoce al hombre: se desliza
sobre el que duerme, y uno al despertar se la encuentra en el zapato quitado, o
en el bolsillo... Por eso expresa el miedo a lo inhumano, y a la vez el
"temor reverencial" ante lo excelso, lo que está por encima de la
esfera humana. Es lo más bajo, el diablo; y lo más alto, el Hijo de Dios, el Logos,
el Noûs, el agathodaímón. La serpiente es una presencia
aterradora; uno la encuentra en el lugar inesperado, en el momento inesperado.
Como el pez, representa y personifica
lo oscuro y abismal, la profundidad acuática, el bosque, la noche y la caverna. Cuando la conciencia
primitiva enuncia: "serpiente", significa una vivencia de lo
extrahumano. No es algo como una alegoría o una metáfora, sino que su peculiar
figura es en sí el símbolo; y no es, esencialmente, que la serpiente signifique
al "Hijo" sino que el "Hijo" tiene figura de
serpiente.
3. El agente es el Lógos,
por una parte idea filosófica y abstracción conceptual del Hijo de Dios
personal y corpóreo, por otra la dynamis de la idea y la palabra.
Es claro que estos tres símbolos
se esfuerzan por figurar la incognoscible esencia del Dios encarnado.
Pero es igualmente claro que en gran medida se hipostasían: es agua real, no
meramente figurada, la que encuentra aplicación en el rito; el Logos es
en el principio en arkhêi, y Dios es el Logos, indudablemente
mucho antes de la Encarnación; tan fuerte acento se pone en el aspecto
"serpiente", que los ofitas
celebraban su eucaristía con una serpiente verdadera, cuyo realismo no era
menor que el de la serpiente de Esculapio
en Epidauro. Igualmente, el "pez" no es mero lenguaje secreto de
los Misterios, sino que, como lo muestran los monumentos, significa algo de por
sí. Por otra parte, el pez había alcanzado su significación paleocristiana sin
efectivo fundamento en la tradición escrita; mientras que la serpiente puede
invocar su fundamento en por lo menos un lógion auténtico.
Los tres símbolos representan fenómenos de
asimilación o adopción, que son en sí de índole numinosa y por lo tanto poseen relativa autonomía. Por cierto, si nunca se
hubiesen dado, eso habría significado que el anuncio de la figura de Cristo no
habría tenido efecto alguno. Esos fenómenos no sólo demuestran la efectividad
del anuncio, sino también constituyen la condición indispensable para que pudiera
alcanzar efecto; en otras palabras: se trata de los prototipos de la figura
anunciada, que estaban latentes en el inconsciente del hombre y por la
aparición de Cristo fueron despertados y atraídos como por un magneto. Por eso Meister Eckhart se vale de igual
simbolismo para representar la relación de Adán, el hombre primordial, por una
parte con Dios y por otra con las criaturas.
Este proceso revoluciona la psique orientada al yo, al poner junto o,
mejor, frente a ése, otro centro y meta, caracterizado por múltiples nombres y
símbolos: pez, serpiente, centro del gavilán marino, punto, mónada, cruz,
paraíso, etcétera. El mito del demiurgo ignorante que se ilusionaba ser el Dios
supremo figura, la perplejidad del yo cuando ya no puede negarse al reconocimiento
de que una instancia supraordinada lo expulsa del trono supremo. Los "mil
nombres" del lapis philosophorum corresponden, por así decirlo, a
las múltiples denominaciones del hombre (ánthrópos) entre los gnósticos;
y así se ve inmediatamente claro lo que se entiende por ello: se trata del
Hombre como unidad mayor y más abarcadora; de la indescriptible totalidad, que consiste en la suma de los
procesos conscientes e inconscientes. A esa totalidad, que, al contrario de la psique subjetiva,
centrada en el yo, es objetiva, he
dado el nombre de sí-mismo, que por lo tanto está en auténtica
correspondencia con la idea gnóstica del ánthrópos.
Cuando en un caso de neurosis la terapéutica procura complementar por
medio de contenidos inconscientes, la actitud (o el grado de adaptación)
insuficiente de la conciencia, la intención es instaurar una personalidad más
comprehensiva y construir para ella un centro de gravedad que no coincide
necesariamente con el yo, sino más bien, al incrementarse el conocimiento de
sí, puede inclusive contrariar las tendencias del yo. El nuevo centro atrae "como un magneto" lo que le pertenece,
los que han sido llamados los "signos paternos", es decir todo
aquello que pertenece a las propiedades originarias e invariables de la
estructura fundamental del individuo; lo que es más antiguo que el yo y por lo
tanto se comporta con respecto a éste como el makários oúk ón theós (el
"bienaventurado Dios que no es") de los basilidianos con respecto al Arconte
de la Ogdóada, es decir, el Demiurgo; y, paradójicamente, como el hijo de
este último con respecto a su padre, el Arconte. El hijo se muestra superior,
por cuanto posee un saber sobre el mensaje de lo alto y por lo tanto puede
enseñar a su padre que él no es el supremo Dios. Esta aparente contradicción se
resuelve tomando en consideración la experiencia psicológica que subtiende esa
idea: por una parte, el sí-mismo
aparece, por decirlo así, a
priori, en los productos del inconsciente, o sea en los conocidos
símbolos del círculo y la cuaternidad,
que pueden presentarse ya en los sueños de la primera infancia, por lo tanto
mucho antes de toda posibilidad de conciencia o comprensión; por otra parte,
sólo una confrontación paciente y difícil con los contenidos del inconsciente y
una subsecuente síntesis de datos conscientes e inconscientes conduce a una
"Totalidad", que se sirve a su vez de los símbolos del círculo y de
la cuaternidad a los fines de la representación de sí. En esta fase también los
sueños originales de la infancia son recordados y comprendidos. Los
alquimistas, que a su modo sabían más sobre la esencia del proceso de
individuación que nosotros los modernos, habían expresado de antiguo esa
situación paradójica por el símbolo de la serpiente que se muerde la cola.
El mismo saber, aunque formulado de otro modo, en relación con la época,
poseían también los gnósticos. No les es ajeno un concepto de inconsciente.
Así, en una carta de Valentino extractada
por Epifanio se dice: Ex arkhês ho
Autopátôr autos en heautôi perieîke ta pánta ónta en heautói en agnôsiâi…
[Desde el principio el Autopátór
mismo contenía la totalidad de los entes en sí, en el inconsciente
(literalmente: en la nesciencia)]. El doctor Gilles Quispel ha atraído amablemente mi atención sobre este
pasaje, y cita además a Hipólito: ho Patér... ho anennóêtos kaé aoúsios, ho
mete árrhen mete thêlu…, que traduce así: le Pére... qui est dépourvu de
conscience et de substance, celui qui est ni masculin, ni féminin. El "Padre", pues, no sólo es él
mismo inconsciente y sin cualidad óntica, sino también nirdvandva = sin pares
de opuestos, o sea sin cualidades y por lo tanto incognoscible. Con
esto se ha descrito el estado inconsciente. El texto de Valentino da al Autopátor cualidades positivas:
"Algunos lo llamaron el Eón masculino-femenino, sin edad, siempre joven,
que doquiera contiene el todo y no está contenido en nada". En él estaba
presente la énnoia (conciencia), que "trasmite [como don de gracia] los
tesoros de la grandeza a los que de la grandeza proceden". El que esté
presente la énnoia no demuestra que el Autopátor
mismo sea consciente, pues la
diferenciación de la conciencia resulta sólo de las sucesivas sicigias y
tríadas, que simbolizan puros procesos de conjunción y composición. La
énnoia debe concebirse aquí sin duda como posibilidad latente de conciencia. Oehler traduce énnoia por mens, y
Cornarius por intelligentia y notio. La oposición consciente/inconsciente,
conocido/desconocido me parece más intuitivamente clara y por lo tanto más
verosímil.
El concepto paulino de ágnoia (ignorantia) podría no estar demasiado
alejado del de agnosia, pues ambos designan el estado inicial inconsciente del
hombre. Dios "miró de/por arriba" este estado; el griego hyperidón
(Vulgata "despiciens") contiene también la idea de
"menospreciar", "desdeñar". En todo caso, la tradición
gnóstica sabe que el Dios supremo vio qué criaturas miserables e inconscientes,
incapaces incluso de andar erguidas, había creado el Demiurgo, y por eso puso
en marcha la obra de redención. En el lugar citado de los Hechos de los Apóstoles, se cuenta cómo Pablo recuerda a los
atenienses, que son "de estirpe divina" -genus ergo cum simus Dei…
y que Dios, volviendo la mirada, con desaprobación, por así decirlo, a
"los tiempos de inconsciencia", ha enviado a la humanidad el mensaje pántas
pantakhoû metanoeîn "para que todos en todas partes cambien su mente",
y, como el estado anterior parecía haber sido tan deplorable, el metanoeîn
asumió el sentido moral de "arrepentirse de los pecados", de modo que
la Vulgata pudo traducirlo por poenitentiam agerre. El pecado por el que hay que hacer
penitencia es, como se ve, la ágnoia
o la agnosia, la inconsciencia.
Pero en este estado no se halla sólo el hombre sino, como hemos visto, según la
concepción gnóstica, también el anennóêtos, el Dios carente de conciencia. Con
esa concepción viene a coincidir en cierto sentido la idea cristiana
tradicional según la cual Dios, del Antiguo al Nuevo Testamento, se ha
transformado del Dios de la cólera en el Dios del amor. A esta idea da expresión
neta aún en el siglo XVII el jesuita Nicolás
Causino.
A este respecto, debo señalar las conclusiones a que llega Riwkah Schärf
en su investigación sobre Satán en el Antiguo Testamento: con la transformación
histórica del concepto de Satán se modifica también la imagen de Yahvéh, de
modo que ya en el Antiguo Testamento, aparte de la que se produce con el Nuevo,
puede hablarse de una diferenciación de la imagen divina. La idea de que el
Dios creador no es consciente, sino quizá sueñe, se encuentra también en la
literatura india:
"¿Quién sabe la verdad? ¿Quién puede decirnos
de dónde nació, de dónde esta creación?
Los dioses nacieron después, y gracias a la creación del universo.
¿Quién puede, pues, saber de dónde surgió?
De dónde surgió esta creación,
ya sea que él la hizo, ya sea que no,
aquel, que en el cielo supremo es su guardián,
sólo aquél sabe, o tal vez ni él lo sabe."
La teología de Meister Eckhart
conoce una "Divinidad" a la cual, fuera de la unidad y el ser, no
puede atribuirse ninguna cualidad. ella west no es aún el Señor, y representa
una absoluta coincidencia de los opuestos: Doch
sîn einveltigiu nâtûre ist von formen fórmelos, von werdenne werdelós, von
wesenne weselós und ist von sachen sachelos", etc. Unión de los opuestos es sinónimo de inconsciente,
hasta donde la lógica humana alcanza, pues la conciencia presupone a la vez una diferencia y una relación entre
sujeto y objeto. Donde no hay, o no hay aún, "otro", cesa la
posibilidad de conciencia. Sólo el Padre, que emana (erquillende) de la Divinidad,
o sea sólo Dios, "tiene noticia de si"', se hace "consciente de
sí mismo" y "aparece frente a sí como Persona". Así del Padre
procede el Hijo como Concepto Primero de su propia esencia. En su unidad
originaria, "nada conoce" sino el Uno "suprarreal
(überwirklich)" que El es. Así como la Divinidad es esencialmente
inconsciente, así también lo es el hombre que vive en Dios. En su sermón sobre
el Beati pauperes spiritu (Mat. 5, 3) dice Eckhart: "… el hombre que haya de tener esta pobreza, ha de
tener todo lo que él era cuando no vivía de ninguna manera, ni en él, ni en la
verdad, ni en Dios: ha de estar, pues, despojado y horro de todo saber, tal que
ningún conocimiento de Dios esté viviente en él; pues cuando el hombre estaba
en la eterna naturaleza de Dios, no vivía en él otra cosa: lo que allí vivía
era él mismo. Y así decimos el hombre ha de estar así libre de su propio saber,
como cuando no era nada; y deje obrar a Dios lo que quiera, y esté al hombre
horro, como cuando vino de Dios.” Y por eso el hombre debe amar (minnen) a Dios
del siguiente modo: “Has de amarlo como es: ya un no-Dios, un no-Espíritu, una
no-persona, una no-imagen: como que es un mero, puro, claro Uno, aparte de toda
dualidad, y en ese Uno hemos de sumirnos eternamente, de nada a nada. A ello
Dios nos ayude. Amén.“
El espíritu universal de Meister
Eckhart conoce, sin saberlo, la experiencia india primordial, como la
gnóstica, y él mismo es la flor más bella en el árbol del "liber
spiritus", que caracteriza los comienzos del siglo XIV. Seiscientos
años permanecieron sepultados los escritos del Maestro, pues "su tiempo no
era aún llegado". Sólo en el siglo XIX se encontró un público en
condiciones de medir aproximadamente la magnitud de su espíritu.
Tales proposiciones
sobre la esencia de Dios representan transformaciones de la imagen divina que
corren paralelas a los cambios en el estado de conciencia del hombre, sin que
se pueda siempre establecer con seguridad cuál de los dos fenómenos sea causa
del otro. La imagen divina no es ninguna invención, sino una vivencia que se
aparece espontáneamente al hombre; como cualquiera puede advertirlo,
suficientemente, si no prefiere a la verdad el deslumbrarse con prejuicios de
cosmovisión. La imagen divina (inconsciente primero) está, pues, en condiciones
de modificar el estado de conciencia, así como éste puede aportar sus
correcciones a la imagen divina (consciente). Por supuesto, nada tiene esto que
ver con la verdad primera, el Dios desconocido; nada, por lo menos, que pudiera
demostrarse. Pero, psicológicamente, la idea de la agnosia de Dios o del anennóêtos theós es de máxima
importancia en la medida en que identifica la Divinidad en cuanto idéntica a sí
misma con la numinosidad del inconsciente; testimonios de lo cual son la
filosofía del Átman-Púrusha en
Oriente y, como hemos visto, Meister
Eckhart en Occidente.
Ahora bien; cuando
la psicología se apodera de este fenómeno, sólo puede hacerlo si se abstiene
expresamente de pronunciar juicios metafísicos y no se arroga el derecho de
profesar convicciones presuntamente autorizadas por su experiencia científica.
Pero esto último está en realidad fuera de cuestión. Lo que la psicología puede
establecer es única y exclusivamente la presencia de símbolos figurativos, cuya
interpretación no está en modo alguno fijada a priori. Lo que se puede
establecer con cierta seguridad es que los símbolos representan cierto carácter
total y por ende significan presumiblemente "totalidad". Por lo común
son símbolos "unitivos" (vereinigende), o sea conjunciones de
opuestos, de naturaleza simple (dualidad) o doble (cuaternidad, o sea
cuaternarios). Surgen del choque entre la conciencia y el inconsciente y de la
confusión resultante, que los alquimistas denominaban chaos o nigredo. Empíricamente, esta confusión se expresa por
desorientación e inquietud. En tal momento, la simbólica del círculo o de la
cuaternidad aparece como un principio ordenador compensatorio, que representa
como cumplida la unificación de los opuestos en conflicto, abriendo el camino a
un aquietamiento saludable ("salvación" o "redención"). Por
lo pronto, la psicología no tiene ninguna posibilidad de establecer sino que el símbolo de la totalidad significa la
totalización del individuo. Pero, por otra parte, debe no sólo admitir
sino poner de relieve que la simbólica de la totalidad aplica figuras o
esquemas que desde lo antiguo y en las religiones más diversas expresan el
fundamento cósmico y la divinidad. Así, el
círculo es un conocido símbolo de Dios, lo mismo que la cruz (en determinado sentido) y la cuaternidad en general, como en
la visión de Ezequiel, o el "Rex
gloriae" con los cuatro Evangelistas, o en el gnosticismo, Bárbelo (= Dios en cuatro) y Kolorbas (= todos cuatro); y también la dualidad (el Tao, el
Hermafrodita, padre-madre) y finalmente la figura humana (Niño, Hijo,
Anthrôpos) así como la personalidad individual: Cristo, Buddha; para citar sólo
los motivos principales.
Todas estas figuras
se muestran en la experiencia psicológica como expresiones de la totalidad del
hombre unificada. El hecho de que esta meta y desiderátum se designe como
"Dios" prueba que posee carácter numinoso, y, en efecto, las
vivencias, sueños y visiones de ese tipo tienen una índole fascinadora e
impresionante que es sentida así espontáneamente, aun por personas libres de
todo prejuicio por carecer de conocimientos psicológicos previos. No es, pues,
de asombrarse si el entendimiento ingenuo no distingue en modo alguno entre
Dios y la imagen vivenciada. Por eso, dondequiera que uno encuentra símbolos
alusivos a la totalidad psíquica, encuentra también la concepción ingenua de
que con ellos se presenta a Dios. Si se trata, por ejemplo, de una de esas no
raras figuraciones románicas del Hijo del Hombre acompañado de tres ángeles
teriocéfalos y otro de cabeza humana, lo primero que a uno se le ocurre es
suponer que el Hijo del Hombre representa al hombre común, y que el problema
del uno frente a tres alude al conocido esquema de una función diferenciada
frente a la indiferenciación de las tres restantes. Pero con esta
interpretación se desvalorizaría el símbolo según el modo de ver tradicional,
en la cual se representa a la segunda Persona de la Divinidad en su cuádruple
aspecto pancósmico. La psicología, naturalmente, no puede hacer suya esta
interpretación; sólo puede registrar la existencia de ella, y compararla con el
hecho de que en principio los mismos símbolos, en particular el problema del
uno frente a tres, aparecen a menudo en los productos espontáneos del
inconsciente, donde muestran referirse a la totalidad psíquica del individuo.
Tales símbolos indican la presencia de un arquetipo de características
correspondientes, del cual parece derivar la cuaternidad de las funciones de
orientación de la conciencia. Ahora bien; la totalidad, ya que sobrepasa en una extensión indefinida e
indefinible el ámbito de la conciencia, abarca
siempre en sí al inconsciente, y con él a la totalidad de los arquetipos.
Pero éstos están en correspondencia
complementaria con el "mundo exterior", y tienen por lo tanto
carácter "cósmico". Eso explica su numinosidad y por lo tanto
su índole "divina".
Para completar mi
exposición, quisiera mencionar aquí ciertos símbolos gnósticos del fundamento
cósmico o del arcano, sobre todo los sinónimos correspondientes al
"fundamento cósmico". Por esta expresión entiende la psicología una
imagen del trasfondo inconsciente que da origen a la conciencia. Aquí se trata
principalmente de la figura del demiurgo. Los gnósticos disponen de gran
cantidad de símbolos para representar el origen, el centro del ente, el creador
o la sustancia divina inherente a la criatura. El lector no ha de dejarse
confundir por la multitud de estas imágenes, sino recordará en cada caso que
cada una de ellas representa simplemente otro aspecto del misterio divino
inherente a cada ente creado. Al reunir los símbolos gnósticos no hago sino
efectuar como la amplificación de una única idea trascendental, tan incluyente
y tan imposible de visualizar, que requiere diversas expresiones para
representar esa diversidad de aspectos.
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