Enrique Galán Santamaría
Madrid, junio 2011
El inusitado éxito
comercial –al menos de su edición inglesa- de un columna de las características
de esta obra póstuma de Jung, publicada cerca del cincuentenario de su muerte,
no puede sino asombrar. Mas allá de la inteligente campaña de marketing por
parte de Norton Ed. y la Fundación Philemon, la noticia de tantas
presentaciones, exposiciones, encuentros, publicaciones a raíz de su puesta a
la venta es índice de su kairós. Intentaré en lo que sigue aportar
algunas de sus probables razones.
Libro de regalo
Empezaré por el
aspecto más exterior y superficial, que toca a su carácter de objeto, tal vez
“precioso”, como el propio Jung quería para el original. Un libro de estas
dimensiones (40x30x5 cm y casi 5 kg de peso) obliga a su exposición. Si
añadimos a eso el abundante aparato gráfico, es fácil adscribirlo al registro
de los libros de arte, facsímiles de códices, libros singulares y demás objetos
editoriales de lujo. No es aventurado pensar que parte del éxito comercial se
debe a estas notas estetizantes que hacen del libro un obsequio muy tentador,
máxime si el autor se presta a todo tipo de mistificaciones (espiritualistas,
mágicas, esotéricas, religiosas, irracionalistas…. Cuando no puramente
elitistas).
Nuestra conciencia
colectiva epocal, dominada por Hermes el comunicador, señor de las encrucijadas
a cielo abierto, ama los signos externos, las desmesuras impactantes, lo
llamativo, la novedad, el espectáculo, lo público. Sobre desinformados, ahítos
del consumo indiscriminado, emborrada la capacidad crítica y frenada la acción
reflexiva bajo una agitación continua, domina la apariencia. U su sacerdocio,
la publicidad, determina con su financiación la ideología y aún la mera
existencia de los mass media. Es decir, nuestro público discurso de verdad.
Un mundo puer con su hipermétrope mirada puesta en el futuro.
Un mundo que ama
el engaño mientras aparentemente clama por la verdad. Masas impotentes añoran
un poder que saben dominado por la mentira. Un poder de avasallamiento de
mayorías por parte de minorías que están en el secreto (“información
privilegiada”). Hermes el tramposo. “Los mercados” son el sujeto del mundo, al
que imponen sus designios a golpe de operación bursátil internacional a la
velocidad de la luz sometiendo a su dominio las legislaciones nacionales con
las que los países se empobrecen de golpe. Hermes el ladrón. Una visión teológica
reconocerá sin esfuerzo al Príncipe de este Mundo, un espanto constituido por
la proyección masiva del poder individual sobre esa figura colectiva,
omnipresente y elusiva, cuyos efectos constituyen el Mal (crueldad, violencia,
destructividad, inconsciencia, cobardía, mala fe).
Es difícil no ser
apocalíptico si se lee el periódico. La realidad mediática en la que se realiza
lo común, en sus muy variadas formas, es una fuete de miedo perpetuo. Más allá,
sin embargo, múltiples realidades aparecen y desaparecen, se entrecruzan,
oponen y fusionan, surgen ferazmente de lo real ante un sujeto (cósmico o
institucional, inorgánico, orgánico o humano, factual o imaginario) que recorta
para sí su porción significativa de ese real ilimitado como realidades múltiples.
En todos estos mundos las reglas no son las del miedo sino las del logro.
El obsequio es un
logro. Alguien manifiesta su afecto a través de un regalo a otro. En ese afecto
pueden concurrir muchos sentimientos, algunos enfrentados, que alimentan el
vínculo interhumano. La antropología del don no tiene límites precisos en su
fenomenología etnográfica pero sí en su concepto de un intercambio más
ceremonial que estrictamente económico, tan reglamentado en el potlatch
de los kwakilut como en el Navidad occidental, y en tantas otras ocasiones que
suelen serlo de alegría. Celebraciones.
Un libro que
reproduce facsimilarmente el códice que Jung elaboró pacientemente durante 16
años para sí mismo es un regalo perfecto. Sea para mentes más proclives a las
magias de un Harry Potter, con sus polvorientos libros donde se oculta el
secreto misterioso, o en su opuesto, para los eruditos familiarizados con esos
saberes que superan cualquier magia imaginable, El libro rojo no puede sino
encandilar. Ante su ordenada desmesura sólo cabe la curiosidad. Y cualquiera
que se interne en él sabe que no se trata de una broma. Y si lo es, será un
divino bromista quien está detrás. Lo habrán adivinado, el juerguista Hermes
intentado engañar a todos los Apolos.
Imponente, esta
última publicación del Jung esotérico (“absolutamente” esotérico por dirigirse
exclusivamente a sí mismo, como señala Giegerich) va a encontrar acomodo en
muchas más casas que el Jung exotérico, el científico del alma con su prolífica
obra. Por esta vía del regalo en una “Sociedad de mercado”, obligada a consumir
en el juego social “lo último”, se difunde este remake romántico ultra consciente
de un códice medieval que narra un vía crucis lleno de referencias orientales.
Cuando el receptor de ese obsequio pase de un asombrado ojear la parte gráfica
del volumen caligráfico para enterarse algo de su contenido se verá aún más
estupefacto. ¿De qué tiempo vienen esas imágenes (una plateada caña de pescar
atravesando un ojo, por ejemplo)? ¿A quién va dirigido ese texto? ¿Qué
finalidad tiene el autor? ¿De dónde extrae ese ímpetu hímnico que sólo
conocemos en los visionarios? ¿De qué se trata realmente el libro? No parece
que quiera convencer de nada, no se enfrenta a nadie, nadie puede sentirse
concernido: carece de actualidad.
Sin embargo, ahí
están esos personajes que pueden mover algún recuerdo (¿Elías, Salomé?), las
escenas que se reconocen sin esfuerzo como decorados literarios (el desierto,
el castillo en medio del lago, el campo abierto del viandante…), las
inquietantes escenas con su extraño regusto religioso (crucifixiones con
serpientes de por medio), las socarronas intervenciones de alguien que responde
al nombre de Satán, la enjundia apenas entrevista que surge de la boca de quien
es llamado Filemón, primero ex - mago comprensivo algo precavido y luego
sacerdote de Abraxas, el dios de las ranas. Un filósofo anacoreta y un bon
vivant arrepentido en agridulce compañía, serpientes y pájaros, el alma,
escondida o representada por muchachas sensatas, mujeres apetecibles, llenas de
amor y curadas por él, o bien un espíritu que guá y una Virgen apoteósica en su
nimbo estelar. Cabiros, un cuervo escéptico, el Cielo en su esplendor y hasta
el mismo Salvador en forma de sombra azul…
Ciertamente, para
quien se ve obsequiado por un libro tan singular, buscar en su casa un lugar
para él es ya una hazaña. Si quiere leerlo, dado que no suele ser muy común
poseer un facistol o un atril de esas dimensiones, se verá obligado a despejar
un espacio donde extender el libro abierto. Internarse en el texto, dispuesto a
doble columna, también exigirá su esfuerzo, incrementado si se quiere consultar
la ilustración correspondiente en el facsímil, pues deberá desplazar unos 2 kg
de páginas, o si se intenta leer las notas al pie a una sola columna, ilegibles
en la versión inglesa y afortunadamente aumentado su interlineal en la edición
en castellano. Ciertamente, hay que estar muy motivado para leer este libro
gigantesco. Hacerlo, sin embargo, reportará los correspondientes beneficios.
Composición de Liber Novus
Liber Novus. Así titula su autor este libro escrito
parsimoniosamente para sí mismo, pero al que tuvieron acceso los miembros de su
familia y algunos de sus discípulos y pacientes. Imponente y valioso, su hogar
es desde hace mucho tiempo una caja de seguridad en los silenciosos sótanos de
un Banco suizo. Los herederos de Jung, necesariamente organizados en una
Sociedad de Herederos de Jung para administrar el patrimonio editorial de su
egregio antepasado, contaban con su correspondiente reproducción fotostática
–por utilizar esta expresión desusada en un tiempo en el que la Red se
transforma en Nube- para celebrarla privadamente. Pero apareció Shonu
Shamdasani, historiador de la psicología analítica adscrito al prestigioso
Instituto Wellcome de Historia de la Medicina, quien ha hecho lo imposible para
conseguir que ese material pudiera publicarse adecuadamente y ponerlo en manos
de estudiosos y público en general.
El original de Liber
Novus consta de dos partes, Liber Primus y Liber secundus. El
primero está escrito sobre once pliegos de pergamino, y su aparato gráfico se
concentra en las letras capitulares, con excepción de cuatro pequeñas viñetas
que ilustran momentos cardinales (el descenso a la caverna, la corriente de
agua arrastrando el cadáver de un joven rubio seguido del escarabajo de la
inmortalidad, el asesinato del héroe Sigfrido y el encuentro con Elías y su
ciega hija Salomé). Su última línea lo fecha 1915. La segunda parte, escrita
sobre el libro rojo que Jung encargó al efecto y en cuyas primeras páginas fijó
el pergamino, es fruto de un enorme trabajo ornamental e iconográfico, a veces
de resonancias celtas, otras de un realismo decimonónico en algunas de sus
figuras, junto a una abstracción orientalizante, formas geométricas al lado de
imágenes casi amorfas que encuentran su armonía en un movimiento incesante.
Cuidadosos y parsimoniosos dibujos siempre impactantes que acompañan un texto
en letra gótica y cursiva medieval cuyo abigarramiento descansa en el orden
rectangular de la caja y su rayado paralelo interior.
El facsímil
termina abruptamente en un interesante momento de la peripecia del protagonista
(la espera sorprendida de una corona), veinte nítidas páginas después de la
última figura (p.169), inacabada. Una nota final, también inacabada y escrita
en la caligrafía propia de un médico como el Dr. Jung a modo de epílogo, nos da
noticia en 1959 de que trabajó en él hasta 1930, cuando la alquimia con sus
verdaderos códices absorbería su atención. Dieciséis años de trabajo, entre sus
treinta y ocho y sesenta y cinco.
El facsímil, el
“volumen caligráfico”, como lo denomina su editor Shamdasani, será muy
llamativo, pero nos deja con la miel en los labios. No así la transcripción que
ha preparado aquél a partir del material existente en los archivos de Jung: los
seminales Libros negros, donde se encuentra la descripción primera de las
experiencias y las subsiguientes reflexiones de Jung, los Borradores manuscrito
y mecanográfico del texto (q914-195 para las dos primeras partes, 1917 el de la
tercera) por Jung y la Transcripción de C. Baynes, realizada en 1925 con nuevas
modificaciones de Jung. Gracias a ellos, Shamdasani ha logrado ofrecernos
completo el Liber Novus en tres partes Liber Primus, Liber secundus,
ahora completo y Escrutinios, para su editor un Liber tertius en
busca de un Liber quarto, materializado en la Torre de Bollingen, ese
crisol de la obra jungiana.
Los 11 capítulos
de Liber Primus, titulado “El camino de lo venidero”, los 21 del Liber
secundus, bajo el título de “Las imágenes de lo errante”, y los 15
apartados de Escrutinios componen una doble historia. En primer lugar,
las peripecias del yo imaginal de Jung, su “personalidad 2”, hablando e
interactuando con los diversos personajes a lo largo de su peripecia, en una
genuina novela de formación con inicio y final. En segundo lugar, con textos
más abundantes tomados de los Borradores y los Libros negros, las
reflexiones del yo conciente de Jung, su “personalidad 1”, que extrae las
consecuencias personales e intelectuales pertinentes de esas experiencias
fantaseadas extáticamente en su biblioteca y que impulsarán su obra científica.
La parte reflexiva del capítulo viene diferenciada por el signo [2] en
los dos primeros libros, pues estas reflexiones faltan en Escrutinios,
un material exclusivamente imaginal con reflexiones entreveradas.
Una peculiar Bildungsroman
La narración de la
peripecia se inicia con la búsqueda del alma por parte del científico
Jung, que la ha perdido al quererla cernir conceptualmente. El alma se tomará
su tiempo en aparecer, ya que Jung debe primero discernir la voz del espíritu de
la profundidad, que recomienda despertar a los muertos antes de llevarle al
desierto, donde por fin tendrá atisbos de su alma. No aparecerá ésta
complaciente, un “alma bella”, como en el modelo de toda Bildungsroman, el
ciclo goethiano de Guillermo Meister, sino poniendo las cosas en su
sitio. Lo primero que deberá hacer este Jung anhelante será asumir su guerra
civil interna y desembarazarse, aunque sea arteramente, de su yo heroico. Sólo
así despejará la búsqueda, que lo será de un nuevo Dios que une Cielo e
Infierno, un Dios ambiguo como la vida.
Ardua tarea para
la que va a necesitar aliados en ese mundo imaginal. Aparecen pues Elías y su
hija Ciega Salomé, que le pondrán en contacto con el Misterio, anudando
pre-pensamiento y amor en la cruenta crucifixión de un Jung leontocéfalo,
estrujado por una serpiente hasta desangrarse. Sangre sacrificial que devolverá
a Salomé, deseosa de amor, la vista. Con esta primera iniciación termina Liber
primus, una mera preparación a las diferentes aventuras que esperan a Jung,
las pruebas que deberá sufrir hasta descubrir a ese Dios ambiguo.
Se abre Liber
secundus con una actitud desesperanzada espera que no tarda en verse
recompensada por la aparición de una mefistofélica alegría llena del rojo de la
vida afectiva. Jung aprende en este primer capítulo a dialogar con ese
adversario, el Rojo, que es el otro punto de vista en uno mismo. No se trata ya
de una guerra civil, sino de una conversación religiosa. La tendrá más adelante
con un ilustrado anacoreta en el desierto, pero antes debe atender otros
compromisos. El primero, con esa pareja de padre e hija que encontrará en un
castillo en medio de un lago, un erudito en su biblioteca acompañado de su
encantadora hija huérfana que dará a Jung recuerdos de Salomé mientras éste,
desconcertado, no sabe qué hacer con la banalidad en la que se ve envuelto. El
segundo compromiso le viene a Jung deambulando hacia no se sabe dónde con un
representante de lo humano demasiado humano que morirá esa misma noche en sus
brazos entre vómitos de sangre.
Ya tenemos pues a
Jung en el desierto, siguiendo unas huellas que le llevan hasta un sencillo
anacoreta que vive en un envidiable aislamiento. El anacoreta se descubre como
un filósofo totalmente á la page de las corrientes filosóficas de su
Alejandría natal, incluidas las novedades judía y cristiana. Jung está de
suerte. Este sabio de nombre Amonio le hace caer en la cuenta de los
restringido de sus propias concepciones religiosas y le abre a la sugerente
idea de que plenitud y vacío son la misma cosa. Un instrumento de primer orden
para su búsqueda. Ya puede despojarse de todo y del todo. Morir. Al menos
acercarse a la muerte, en la forma de un muerto cuyo corazón no late nunca, la
mirada perdida en el horizonte marino. De ese diálogo, pero sobre todo de su
visión final de un sol nuevo que asciende desde las aguas marinas para rodar
ardiente hacia la más profunda profundidad, Jung concluye que “la alegría por
las cosas más pequeñas recién te llega cuando has aceptado la muerte”.
El siguiente
avatar de este buscador es el de un “bromista duende del bosque” cubierto de
lujuriante vida y deseoso de perder de vista las desecadas sombras del antaño
alegre Rojo y el ahora decepcionado Amonio: restos de templos tempranos. ¿Cuán
tempranos? Pues en breve se encontrará con un tiempo más antiguo que el del
helenismo, representado esta vez por el mesopotámico Izdubar y su nominalismo
esencial, que tantas posibilidades abre. Aquí comienza el alegra Jung del
bosque, tan seguro en el fondo de sus ciencias epocales, una aventura mayor.
Pues el gigante podrá ser enanizado, y de su transformación en el no tiempo a
base de piadosos encantamientos Jung extraerá su máxima conclusión teológica:
“El Dios sufre cuando el hombre no acoge en sí su oscuridad”, el mal.
El paseo de un
Jung cada vez más orientado en el mundo imaginal le lleva a visitar lugares muy
poco apetecibles. El inframundo nunca lo fue, y tampoco esta vez lo será, con
una cruel presencia femenina exigiendo actos abominables junto a cadáveres
inocentes: su alma. Hacerse cargo de la situación le obliga a dibujar
diecinueve mándalas para serenarse. Tal vez puede así volver a pisar tierra
firme. ¡Ja!
Nuestro héroe
entra cruzando tranquilamente la puerta en una biblioteca y pide la Imitatio
Christi de Kempis. ¿En qué mundo vive este señor?, se pregunta un
bibliotecario buen conocedor de Nietzsche. Jung se entenderá mejor con la
cocinera que trajina al otro lado de una puerta adyacente. Pero ahí es donde se
verá envuelto en un embrollo. Un espectro enloquecido que dice llamarse
Exequiel habla de ir a Jerusalén. No ha salido aún de su asombro Jung cuando se
ve encerrado en el furgón de la policía rumbo a una clínica psiquiátrica. Un
par de doctores se temen lo pero y esperan a que repose para hacer un mejor pronóstico.
El psiquiatra Jung no sale de su asombro y duda de sí. Su alma le echa u cable
recordándole la importancia de reconocer la propia locura y acabar con la vana
palabrería, pero no acaba de convencerle. Nietzsche y Cristo se aúnan en la
delirante charla de un interno. Todo le da vueltas, y ese mareo le lleva a un
trasatlántico, desde el cual divisa una crucifixión, no sabe si de serpiente,
toro o burro, y la emergencia desde el horizonte marino de un árbol que une
Infierno con Cielo. ¡La clave del Dios ambiguo! Eso le permite aferrarse a su
vida y a la palabra, pues “en las palabras lo lleno y lo vacío fluyen juntos”.
Parece que su alma
está contenta con este descubrimiento, pues viene a liberarle del tormento y
llevarle de nuevo a la cocina donde se inició esta particular prueba. Jung
tiene por delante un importante trabajo de poda, empezando por las múltiples
patas del monstruo Atmaviku, ese impulso vital de cuya sangre nacerá un nuevo
conocimiento. Poner límites, eso es lo que le pide su alma: “Sé modesto y
construye tu jardín con sencillez”. “Vuelvo a lo pequeño y real, pues ese es el
gran camino, el camino de lo venidero” es la enseñanza que extrae Jung.
Magia
¿Qué pasa entonces
con su búsqueda del Dios ambiguo? Su alma no va a abandonarlo, actuando a su
manera y ofreciéndole la oscuridad de la magia cuando él esperaba el don de la
religión para escapar de la miseria de la guerra. ¿Magia a un científico? Sí.
Este Jung imaginal sólo puede postrarse “ante las fuerzas desconocidas”. No
serán tan desconocidas en el fondo, pues son “el propio camino”, eso sí,
plagado de enigmas.
De forma natural,
la magia le lleva al mago, y así conoce a Filemón, que vive junto a su amada
Baucis, apartado ya de esas artes mágicas fundadas en la “simpatía”, sin reglas
y sujetas al azar, una vía necesaria para “invocar al mensajero y la noticia de
lo incomprensible”. El trato amistoso que le brinda Filemón, recomendándole,
vejez, envalentona a nuestro protagonista, que por considerar a aquél “padre de
la sabiduría eterna” se siente en buenas manos. Eso le anima a ir al encuentro
de las nuevas pruebas de su peregrinación.
Cada vez más
teológicas. Ve ascender en el vacío al Trono de Dios, la Trinidad y el Cielo al
completo en un cortejo divino del que no falta Satán. Jung se dirige a él
condescendiente por haberle adscrito a ese cortejo, cosa de la que Satán
abomina, recordándole que sus hijos Cabiros dominan el cuerpo. Sin embargo,
Jung se siente ciertamente liberado: “Soy el señor de mí mismo. No siervo a
nadie y nadie se sirve de mi”. Se permite incluso darse un garbeo por el
infierno, que Satán, le comenta un interno, no parece pisar mucho.
Parece que ya ha
unido Cielo e Infierno, bien y mal. Pero de nuevo aparecen Elías y Salomé para
recordarle que su tarea no ha concluido, pues no ha resuelto el problema del
amor, el del egoísmo, como bien le recuerda llorosa Salomé ante el desprecio
que muestra Jung hacia su amor. Difícil tesitura que enfrentará pertrechado de
un nuevo instrumento, no tan candente como la vara mágica serpentina sino mucho
más espiritual y traído por un pájaro: una corona de oro en cuyo interior puede
leerse “el amor nunca termina”. Suena bien, sin embargo a esa corona acompaña
verse suspendido entre el cielo y la tierra, el “Martyrium”. En tan incómoda
tesitura recibe alguna visita. Aliados como su pájaro blanco y la serpiente
intentan ayudarle a comprender, sin poder hacer mucho más por él. Salomé,
dolida e impotente, le desea ese tormento hasta que sea capaz de comprender.
Espíritus burlones como un filosófico cuervo que le acusa de ser un “ideólogo”,
o el propio Satán riéndose satisfecha del fracaso de los intentos de Jung de
reconciliar los opuestos. En su inermidad -indefensión original-, Jung llega a
insultar a Filemón como “el más astuto de todos los impostores” ¿Arrepentido?
Su serpiente le
ayudará a salir de esa situación desesperada contándole el cuento de un rey que
tiene un hijo gracias a las artes mágicas. Será ese hijo el depositario de la
corona. Jung cae entonces en la cuenta: la corona que le entregó su pájaro no
es para él sino para su hijo “engendrado mágicamente, el hijo de las ranas. Le
di la corona que une lo separado. Yo era potente, ahora soy impotente. Él ha
tomado toda la fortaleza para sí”. Lleno de rencor y rebelión hacia el poder
del hijo, “grande y fuerte, la corona sobre su cabeza”, que le espeta: “Vengo
hacia ti y exijo tu vida. Quiero hacer desaparecer tu mirada. Has de vivir en
tenebrosa soledad. Tú llevas el hijo en tu vientre. Asciendo a los espacios
eternos. Volveré a entender: “Es necesaria una obra con la que se pueda
desperdiciar décadas, recuperar un pedazo de Edad Media en mí. Yo mío, tú eres
un bárbaro, te arrastraré a través de todo un infierno medieval hasta que seas
capaz de hacer soportable la vida contigo. Tú debes ser vasija y útero de la
vida; por lo tanto, te purificaré. La piedra angular es estar sólo con uno
mismo. Éste es el camino”. Con la palabra Finis termina aquí en el Borrador
manuscrito de Jung la parte correspondiente a Liber secundus, tal
como sabemos por el Libro negro 5.
Sin embargo, el
relato continuará en Escrutinios. El primero de sus quince apartados se ocupa
de ese anunciado tratamiento bárbaro infligido a su yo, quien en el segundo
parece haber sido persuadido a su pesar. Así se prepara el terreno para que de
nuevo aparezca su alma, que le dice: “Sé impertérrito y crea. Debes dedicarte a
tu obra”. Surge entonces un anciano de barba blanca y cara afligida que, tras
presentarse como “un anónimo, uno de los muchos que vivió y murió en soledad”,
le comunica que debe volverse serio, despedirse de la ciencia, demasiado pueril
(“mero lenguaje, mera herramienta”) y ponerse manos a la obra. “Pero no sabía a
qué obra, pues todo estaba oscuro”, escribe Jung. Empieza por poner en orden
todo lo que ha estado escribiendo, preparando el Borrador del Liber
Novus durante los años 1914 y 1915.
Años que coinciden
con el inicio y consolidación de la Gran Guerra. Un día de 1915, navegando por
el lago de Zürich ve cómo un alción pesca un gran pez: “Esto es un signo de que
lo inferior será llevado hacia arriba”, le dirá su alma. En efecto, poco
después escucha la voz del anciano que el recomendó trascender la ciencia, “y
esta vez sabía que era Filemón”, pero un Filemón distinto a quien conoció como
mago evasivo y que le dice: “Quiero acuñarte como una moneda. La propia
voluntad no es para ti. Eres la voluntad de la totalidad”. Jung empieza
entonces a intuir la noción de sí mismo, y de que “mediante la unión con el si
mismo alcanzamos al Dios”, aunque “tenemos que pelear con Dios por el sí
mismo”. No parece muy sencillo. El primer paso será iniciar la elaboración del volumen
caligráfico.
Empieza a
aclararse la problemática del egoísmo que le tuvo en suspenso: ”Olvidamos
nuestro si mismo y así nos volvemos secretamente egoístas también en
nuestras mejores aspiraciones”, pues nada queremos saber de “qué enorme
cantidad de amargura, injusticia y veneno esconde el sí mismo de un hombre”.
Por eso “tengo que liberar a mi si mismo de Dios”, un dios que es amor y odio,
belleza y atrocidad, sabiduría y carencia de sentido, poder e impotencia,
omnipresencia y “mi criatura”. Un Dios que nos enferma, que “nos llena con caos
fluctuante”.
El regreso de los muertos
No han terminado
pues las aventuras de su peregrinar por los paisajes del alma, sino que se
complican hasta las apoteosis final. Una vez más, debe entenderse con los
muertos, esta vez representados por tres sombras. Una de ellas, materializada
como mujer, le pide con urgencia y sin contemplaciones una palabra que Jung
desconoce, un símbolo (fálico) que es “el otro polo de Dios”, “sangre, mucha
sangre” y una iglesia para “vivir con vosotros y participar de vuestra vida”.
Jung se muestra indignado ante la idea de una idea de una iglesia, ni
quiere morir o ser enterrado. La muerta hace caso omiso de sus protestas, y
convoca a los muertos en nombre del vivo para que “lo pasado siga viviendo en
el presente”. “La historia de la humanidad es más antigua y más sabia que tu”,
le dirá al despedirse. Jung se hunde entonces en la tristeza, y angustiado se
dirige a su alma en el espacio superior, para quejarse de “ser crucificado en
el árbol de la vida”.
Mientras la
increpa, advierte a su espalda a Filemón y siente “la presencia de lo bueno y
lo bello”. Éste le tranquiliza aconsejándole que se diferencie de su alma.
Envalentonado, a ella se dirige entonces en un tono acusatorio que provoca el
sollozo en quien un poco antes quería todo de él. Filemón, silencioso hasta ese
momento, se dirigirá sin embargo al alma alabándola como “engendradora de
Dios”, lo cual parece tranquilizarla. De todos modos, Jung no ceja en su
ataque, la trata de mentirosa y le exige que le entregue la joya cuyo
resplandor él vislumbra a través de su vestido: el amor humano. Vuelve a
terciar Filemón recordando que “Dios y hombre son ilusos desilusionados,
poderosos impotentes” y que “sólo la diversidad es riqueza”. Al ver que su alma
sigue allí, Jung la interpela desagradablemente, reclamándole la salvación del
hombre. Un alma acorralada le responderá que construya un “horno de fundición,
un crisol” para renovar lo viejo y desgastado, lo roto e innecesario.
Aparentemente,
Jung cree estar aprendiendo de su alma hasta que la inquietud y el miedo le
hacen dudar de si “todo debe ser destruido, calcinado, aniquilado”.
Precisamente es ese miedo el que deberá ser sacrificado para la propiciación
del actuante “señor de este mundo”, Abraxas. Confundido, Jung teme haber
perdido a su alma, que aparecerá empero para anunciarle una visita, la de los
muertos que no encontraron en Jerusalén lo que buscaban, capitaneados por aquel
Ezequiel que le metió en líos. Será entonces Filemón quien los instruya con su
luz recitándoles los Septem sermones ad mortuos, la cosmología de
Abraxas, “esencia del pleroma”. A Jung le dirá que “el hombre es una puerta por
donde se agolpa el tren de los dioses y el devenir y transcurrir de todos los
tiempos”. Los sermones de Filemón, que ya conocíamos firmados por Basilides de
Alejandría, acallaron a los muertos, pero a Jung le surgió un nuevo anhelo por
el “tesoro oscuro y dorado, y su luz azul de estrella”. Filemón le recomienda
entonces que entregue a la llama sagrada “todo lo que quiere quemar”.
Aparece entonces
“una forma oscura con ojos dorados”. Ante el miedo de Jung, le responde:
“Puedes llamarme muerte. En la mitad de la vida comienza la muerte”. Filemón
corre de nuevo en su ayuda y muestra a Jung el espectáculo de un cielo con
forma de mujer cubierta por su séptuple manto de estrellas. A ese ser, Madre
Anónima, se dirige Filemón intercediendo por un Jung que quiere convertirse en
su hijo. “Antes, que se purifique”, responde una voz femenina sin miramientos.
Para ello, deberá ser “disipado, destrozado y esparcido a todos los vientos”.
Sólo quedará su sombra y será “una corriente de agua que busca todos los valles
y corre hacia la profundidad”.
Jung siente que
debe mantenerse fiel al amor y liberarse de la sujeción a los hombres y las
cosas: “Sólo así crece la luz de la estrella, sólo así alcanzo mi naturaleza
estelar, mi más verdadero e interno si mismo que es simple y único”. Una noche
aparece Filemón, trayéndole el consuelo de un pez plateado. Un poco más allá se
vislumbra una sombra azul. Filemón se dirigirá a ella y, por el trato
respetuoso, sabemos que es Cristo. Le dice que “lo que uno puede hacer por los
hombres, eso lo has hecho y acabado. Ahora ha llegado el tiempo en que cada uno
tiene que hacer su propia obra de redención”. Asumiendo para sí esas palabras,
Jung se siente solo y asustado.
Más adelante verá
en sueños a Elías y Salomé, gracias a los cuales entró en el Mysterium.
Las cosas han cambiado en este peregrinar. Ahora Elías ha quedado atrás,
escandalizado ante la muerte del Dios único y la multiplicidad consiguiente.
Salomé se muestra más abierta, ve que los hombres han tomado la delantera a los
dioses y que lo múltiple resulta más placentero. Jung comprende con más
claridad la dialéctica entre lo Uno y lo múltiple y sabe que debe seguir su
camino, que le habla de un Dios “cuyo cuerpo es un hombre, pero cuyo espíritu
es tan grande como el mundo”. Su alma le somete a una última “artimaña” al
reflejarle oníricamente como Diablo, aunque en un susurro también le hablará de
“la tolerancia para con el diablo” por parte de los dioses, porque sólo en la
excepción de la ley la vida puede prosperar. El hombre se rebela ante los
dioses acompañado por el Diablo.
El último apartado
de este libro de Jung termina con un sugerente diálogo entre Filemón y la
“sombra azul” crística. En él se identifica a Simón Mago y Helena, primeras
voces del gnosticismo, con Filemón y Baucis, anfitriones de los dioses de
Virgilio a Goethe. Filemón recuerda a la sombra azul que el Diablo, en tanto
naturaleza divina, es hermano de Cristo, pero a causa de su naturaleza humana,
también su padre, y que lleva ya mucho tiempo, tal vez demasiado, entre los
hombres. Por eso Filemón le recuerda a Cristo que su naturaleza es también la de
la serpiente, y que quienes acogieron al gusano, que les regaló lamento y
abominación, también acogerán a su hermano, cuyo regalo, según dice este mismo,
será “la belleza del sufrimiento”.
Se ha completado
el ciclo. El camino de lo venidero, a través de la enrancia, llevaba a la
diferenciación de la creatura y la apoteosis del pleroma, que integra en sí
como Abraxas todo opuesto. Pero la última palabra la tiene Ánthropos. No un
mero hombre que se ve llevado a redimir a los dioses, sino que debe encarnar en
sí a los hermanos “gusano” y “sombra azul”, asumiendo el lamento y la
abominación para comprender la belleza del sufrimiento. Jung había descubierto
su mito, un mito que no era suyo, sino del eón cristiano. En los estertores de
este eón, el Dr. Jung se veía obligado a dar voz al espíritu de la profundidad
y su suprasentido, cediendo la palabra a los muertos. Es decir, a los
antepasados, ese “hombre de dos millones de años” en cada uno de nosotros.
Festín de eruditos
Más allá de las
referencias del propio Jung en Recuerdos, sueños, pensamientos a su Libro
rojo y alguna que otra noticia por parte de familiares o discípulos
dilectos de aquella época de la I Guerra Mundial y entreguerras, poco podía
saberse del contenido y características de este libro. Dada la extraordinaria
importancia que le otorgaba su autor como fuente de su obra posterior se
prestaba a todo tipo de fantasías y mistificaciones.
En 1975, en la
exposición que con ocasión del centenario de Jung tuvo lugar durante los meses
de marzo y abril en la Helmhaus de Zürich, antes de iniciar su periplo por
otras ciudades suizas (Basilea y Berna) y, modificada en forma de paneles
fotográficos, continuarlo por Norteamérica )bajo el patrocinio de Smithsonian
Institute) e Inglaterra, pudieron contemplarse seis ilustraciones de este libro
singular. La publicación, dos años después, de Jung: Bild und Wort, al
cuidado de A. Jaffé a modo de catálogo de dicha exposición, las integraba en el
capítulo titulado “Confrontación con lo inconsciente”, aunque el texto no iba
mucho más allá de lo dicho en Recuerdos…., si bien reproducía el escrito
que acompañaba la publicación en la revista Du, en su número de abril de
1955, del diagrama del “Systema Munditotius”. Ahí jaffé caracteriza el material
gráfico como perteneciente al estilo art nouveau.
De las 58 figuras
del LR se reproducían las correspondientes a las páginas 54, 64, 115, 125 y 129
del volumen caligráfico, más un pequeño dibujo de Fanes que no está
presente en LR, aunque es semejante al de la página 113. Gracias a la
publicación de El libro rojo sabemos ahora que algunas otras imágenes
habían sido publicadas como material gráfico en varias obras suyas, aunque
referidas a pacientes, como las figuras 3, 6 y 10 de su “Comentario al Secreto
de la Flor de Oro” (1929) o los cuadros 6, 28 y 36 de “Sobre el simbolismo
del mandala” (1950). Pero nada se sabía del texto, excepto la importancia que
en él tiene Filemón y los Septem sermones ad mortuos, publicados como
apéndice en Recuerdos….
Es comprensible
que con estos aperitivos la comunidad junguiana, que se extiende bastante más
allá del ámbito de la estricta dedicación a la psicoterapia, haya celebrado la
publicación de este libro y se vuelque en él. Aunque la sagaz edición de
Shamdasani nos ofrece algo muy diferente del nuco volumen caligráfico
reproducido en facsímil. No sólo completa el Liber secundus sino que
redondea con Escrutinios el Liber Novus, además, de ofrecernos en
notas al pie de la multitud de datos relevantes para su intelección. Sin ese
trabajo de edición tendríamos un libro precioso, sí, una obra singular dentro
de la enormidad de la obra científica de Jung, donde ocuparía un lugar
complicado, más una fenomenología del proceso de individuación que, como
considera su editor, “nada menos que el libro central de su obra”.
El acierto de
Shamdasani ha sido transcribir, además de las reflexiones del Borrador
manuscrito y del mecanografiado (1914-15, 1917) una selección del
enorme material presente en los Libros negros relativo a los distintos
capítulos de Liber Primus y Liber secundus, donde se comprueba el
trabajo de Jung para hacerse progresivamente con los contenidos imaginales y
darles una formulación intelectual, que posteriormente desplegará científicamente
a lo largo de cuatro décadas. Sin esa elaboración reflexiva, que reproduce el
trabajo analítico de un verdadero autoanálisis de su inconsciente colectivo
(sin ninguna referencia personal, por lo tanto) no tendría sentido la enorme
laboriosidad puesta en juego enla creación del El libro rojo, tantas
horas de parsimoniosa escritura y cuidadoso trabajo plástico, con sus esbozos y
puntillosa realización final, como resulta evidente en una primera hojeada.
Todo lo contrario de una espontaneidad ciega o, como creen algunos ignorantes,
escritura automática en estado de trance.
Hay que recordar
que no se trata de un divertimento o un capricho esteticista, “artístico”, sino
de una necesidad que brota de la movilización psíquica que llevó a Jung a dudar
de su cordura. Nada sabemos aún, más allá de lo comentado por el autor en sus
memorias, del tormento experimentado en su vida privada al ver cómo se iba al
traste su vida profesional ante los ataques de sus colegas psicoanalistas, cómo
se complicaba su vida afectiva, con amoríos más o menos contra transferenciales
y una familia de cinco hijos pequeños (su última hija, Helena, nace en 1914),
en plena vorágine), en los albores de la I Guerra Mundial y sus consecuentes
horrores europeos. El hundimiento de su existencia es lo que provocó que se
lanzara a este “experimento difícil” para no volverse loco.
Esta obra es un
festín para los eruditos. Primero, por la amplitud de su temática, que interesa
a psiquiatras, psicólogos, filósofos, historiadores de las religiones y
teólogos, sociólogos, poetas, artistas. Segundo, por el modo en que elabora los
contenidos imaginales en enseñanzas morales, especialmente importante para los
psicoterapeutas. En tercer lugar, por su aspecto visionario, que promueve el
estudio de los investigadores del fenómeno místico como cognición del numen
invisible. En cuarto lugar, dada la importancia del material gráfico en el
libro, para los estudiosos de la psicología de la creación artística o del arte
como terapia. En quinto lugar, para los historiadores de la psicología profunda
y de la psicología analítica en particular, como el propio Shamdasani, pues El
libro rojo presenta en forma condensada e intuitiva la obra característica
de Jung, que aparece así como una enorme amplificación (vía la alquimia) de
estos contenidos imaginales. Last but not least, para los psicobiógrafos
de Jung, que pueden atisbar las formas que toma esa “confrontación con lo
inconsciente” en la edad mediana de Jung (37-65 años, recuerdo), para la que él
mismo postula una enantiodromía.
Jung sabe que en
todo trastorno psíquico hay una pérdida del alma, por eso Liber Novus
comienza con su búsqueda. Debe apelar por ello al espíritu de la profundidad,
nutrido de la experiencia de todos los muertos, de las épocas históricas en las
que vivieron, con sus descubrimientos y olvidos, errores y éxitos. Su alma no
será una amorosa madre, sino pájaro y serpiente, logos y eros, bromista y guía
espiritual, pre pensamiento y ceguera, señora de los muertos que existe
tremendas pruebas y virgen aureolada de estrellas que obliga a una purificación
por el fuego, obediente con los dioses y secreta aliada del diablo, acicate y
remanso, sufriente y evanescente, individual y colectiva, ctónica y anhelante
del empíreo con sus brasas eternas… Una intermediaria que lleva a Jung hasta
Filemón, esa figura imaginal del sí mismo que le conmina a diferenciarse de su
alma para acceder al conocimiento del pleroma y su esencia vital, Abraxas. Así,
el psiquiatra Jung se verá abocado en pleno siglo XX a estudiar el camino
inaugurado por la alquimia que liga a si gnosticismo y hermetismo en un
complemento a la dogmática cristiana antimaterialista, hasta desembocar en la
sutura de la escisión occidental entre Oriente y Occidente dando fe de esa
psique común a la especia humana, más allá de las diferencias culturales e
históricas. Es la diferenciación del Anthropos, no como fenómeno azaroso del
cosmos sino su misma conciencia. ¿Dónde encontrar bien y mal, sino en el
corazón del hombre, unidos ahí indisolublemente para crear conciencia y
consciencia? ¿Dónde captar el sentido del cosmos sino a través de esta conciencia?
Es comprensible
que la propuesta de Jung haya suscitado todo tipo de reacciones, pues la unión
de contrarios, esos opuestos que constituyen la psique tanto como la material,
encandila a incautos y sabios lo mismo que espanta a dogmáticos y salvadores varios.
El libro rojo que ahora es de cualquiera servirá para comprender que el
pensamiento de Jung surge de unas específicas experiencias vitales imaginales.
Paradigma de la imaginación activa
El último aspecto
que me gustaría tratar en relación al Libro rojo es precisamente el
relativo a su propia naturaleza como expresión ejemplar de “imaginación
activa”. Es sabido que se entiende por ello la técnica propuesta por Jung para
la relación personal con el propio inconsciente a través de la función trascendente.
Aunque Jung no
publicó hasta 1957 su artículo sobre esta función, lo escribió precisamente en
plena realización de su Liber Novus, en 1916, cuando ya había escrito
todos los textos que lo componen y tenía preparados los Borradores
manuscrito y mecanográfico de sus dos primeras partes. Con su “más peligroso
experimento” había descubierto una metodología para que yo e inconsciente
dialogaran en pie de igualdad. Ya no se trataba de que el yo vigil recogiera
como precios los recuerdos dispersos de las peripecias de su yo onírico e
intentara trenzar un sentido, sino que las propias figuras de lo inconsciente
podían ser interpeladas desde la conciencia en busca de respuesta. ¡Y vaya si
responden!
Se observará que
la acción dramática que vertebra Liber Novus se compone de diálogos.
Jung habla con las figuras que se le van apareciendo, las escucha, responde. A
veces protesta, otras asiente humildemente. Cuando no busca respuesta a sus
afanes, las estimula con sus comentarios, pero siempre escucha con mucho interés,
defendiendo sus posiciones tanto como intentando comprender bien lo que se le
dice, aunque no pocas veces le embargue la incertidumbre.
A lo largo de la
historia vemos cómo todos los participantes sufren transformaciones, no sólo
Jung. Su alma no es idéntica como pájaro o serpiente, cuando le suplica amor o
le conmina a comer el hígado de la niña asesinada, al ofrecerle el don de la
magia o escandalizada ante su negativa a obedecer a los dioses. El Rojo y
Amonio sufren un cambio radical, enantiodrómico, desde su primera aparición
ante el Jung que está iniciando su búsqueda hasta su encuentro final con un
Jung verdeante. El sabio seguro Elías del principio se muestra confuso en su
última aparición, mientras la hija que recuperó la vista con la sangre del Jung
crucificado es ahora independiente de su padre. El Filemón desconfiado y
socarrón del Liber secundus aparece majestuoso, lleno de urgencia y
tacto en Escrutinios. El muerto humano en el confín de la playa es un
ser de ojos dorados cuando los muertos que vienen de Jerusalén ya han sido
instruidos. O ese Satán mefistofélico, irónico como caballero Rojo, malhumorado
después den el cortejo divino o sarcástico cuando Jung pende en la nada. Y el
propio Jung asqueado ante el encuentro consigo mismo no es idéntico al que
asiste respetuoso al último diálogo entre Filemón y Cristo, cayendo en la
cuenta del enorme trabajo que tiene por delante para comprender la belleza del
sufrimiento.
Pero la
imaginación activa no consta únicamente de diálogos. Está también todo el
meticuloso trabajo plástico, que fija la evolución de las emociones, y el
esfuerzo de reflexión necesario para hacer pertinentes esos descubrimientos.
Los diálogos apelan tanto a la formulación intelectual como a su configuración
iconográfica, sean capitulares historiadas, secuencias vandálicas o la
imponente visión del gigante Izdubar, la imagen de la sabiduría velada que se
derrama sobre los hombres o las sangrantes escenas sacrificiales. Más allá de
estos tormentos, de esa pequeñez ante la magnificiencia de la serpiente o de
Atmaviktu que amenaza con devorar el sol, están las luminosidades enmarcadas
por las ramas del árbol o que brotan diamantinamente en el centro del mándala.
La buena nueva de una conciencia que brota de lo inconsciente.
Jung consideraba
la imaginación activa, frente a la imaginación pasiva propia del sueño o el
fantaseo continuo que revela la vida del alma, un instrumento capital para
captar la objetividad psíquica y, mas técnicamente, para salir de las
procelosas aguas de la transferencia. En efecto, y aunque por ahora no sepamos
qué relación guardan algunas de las figuras femeninas de Liber Novus con
las mujeres concretas con las que Jung mantenía relaciones íntimas, como Toni
Wolff en el momento concreto de la elaboración de El Libro rojo, cuando
como analista de su analista le ayudaba a orientarse en su mundo interior,
podemos pensar que a través de los diálogos imaginales con la inquietante
Salomé –una figura principal en el arte simbolismo de aquel momento-, la joven
hija del erudito, que pone a Jung sobre la pista de la importancia del cuento
popular, la cruel pelirroja del inframundo o la cocinera que lee Imitatio
Chrsti al caer la tarde y en cuya cocina Jung es detenido y llevado al
psiquiátrico, Jung está diferenciando su ánima de las mujeres sobre las que la
proyecta.
Lo mismo puede
decirse de esas otras figuras humanas demasiado humanas, como el humilde
camorrista que muere en sus brazos, los psiquiatras que le diagnostican desde
la superioridad que les da la cercanía a las autoridades policiales, el erudito
trajinando en su gabinete, trasuntos muy posibles de la propia persona de Jung,
de su sombra llena de egoísmo y soberbia. Con todas ellas debe lidiar, es
decir, acogerlas, confrontarlas, comprenderlas y liberarlas. Redimirlas.
Con El libro rojo
se hace patente a que se refería Jung cuando habla de imaginación activa en su
seminario zuriqués de 1925, en Las relaciones entre el yo y lo inconsciente, de
1928, o en sus Conferencias Travistock de 1035. Pues no es lo mismo informar de
un método que verlo en funcionamiento, con toda su complejidad. Se comprueba
así que utilizar la imaginación activa consume mucho tiempo, existe a la vez
una atención mantenida en un estado más o menos visionario que permita la
expresión de figuras inconscientes personalizadas y una conciencia del yo
suficientemente diferenciada. Pero además supone un trabajo posterior de
reflexión y elaboración, cuando no una dedicación aún más aplicada para la
realización de imágenes pictóricas complejas que deben ir necesariamente
precedidas de esbozos, elección de colores y demás. La expresión de las
emociones no es una mera actuación automática, impulsiva, sino un trabajo
parsimonioso que requiere tiempo, cuidado, atención, ensayos y correcciones. Es
precisamente esa dedicación lo que obra la transformación psíquica, el opus individual.
También revela
este libro de Jung, escrito en su biblioteca, como bien recuerda Shamdasani,
cuánto debe su imaginería a los conocimientos previos. En este caso, al ímprobo
trabajo que le llevó la investigación necesaria para escribir Transformaciones
y símbolos de la libido, dejándole exhausto hasta el punto de impedirle leer
literatura científica durante tres años. Precisamente fue ese libro, presentado
en forma de dos enormes artículos para el Anuario psicoanalítico de los años
1911 y 1912, el que le puso en la pista de su desconocimiento sobre el mito que
a él le movía y que sí había podido descubrir en el texto de Miss Frank Miller.
La búsqueda de su propio mito es lo que le llevó a ese experimento en el que
alumbró un hijo de la imaginación, ese dios de las ranas que imprimiría a su
obra posterior la especificidad junguiana, una tarea ímproba de búsqueda de
imágenes de la transformación interna proyectada en la transformación material
externa y que le sumergió en el alquimia, con su exuberante riqueza, su
paradójica terminología, su veladura consciente en forma de símbolos y más
símbolos entrecruzados. Pudo así volcar en el crisol de la alquimia toda la
imaginería etnográfica y religiosa del conjunto de la humanidad que había dado
pie a su hipótesis de un inconsciente colectivo.
Así, de las
múltiples oportunidades que ofrece El libro rojo, no es la menor este
aspecto pedagógico para la realización de la imaginación activa personal, pues
si bien todo análisis pasa en un primer momento por la relación humana, con sus
diferentes niveles de complejidad, sólo puede cumplir su verdadero objetivo
cuando el yo del analizando, habiendo diferenciado los contenidos proyectados,
puede mantener un diálogo fluido con su si mismo mediante esta imaginación
activa. La vía individual del camino propio.
A la vista de este
libro monumental es fácil pensar que van a renovarse los estudios junguianos,
aumentará el uso de la imaginación activa y su desarrollo arte terapéutico,
aguzándose y extendiéndose la práctica de la psicoterapia junguiana, pero
también se colige que con este documento puede intensificarse la investigación
sobre la imaginación científica, esto es, cómo se transforman los contenidos
intuitivos personales en hipótesis de validez general. Lo mismo vale para la
actividad artística, en lo que toca a la relación entre emociones y
representaciones. Permite también perfilar qué planos ocupan imagen y concepto,
cómo lo imaginal se hace pensamiento.
Así pues, ¡ larga vida al Liber Novus de
Carl Gustav Jung ¡
Enrique Galán Santamaría
Madrid, junio 2011
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