sábado, 20 de agosto de 2011

Penélope o el espacio épico de la mujer [1]

                                                  Claudio Díaz [2]

Ilíada y Odisea son los más famosos y antiguos poemas griegos conservados. La tradición clásica los atribuyó al ciego Homero, quien habría vivido hace unos dos mil ochocientos años. Pero narran hechos de la guerra de Troya, que habría ocurrido unos cuatrocientos años antes. La crítica moderna, tal vez con excesiva suspicacia, ha puesto en duda los hechos, el autor y las fechas. Sin embargo, permanece intacta la magia de los poemas. Aquí comentaremos brevemente algunos aspectos de la Odisea.
Ante todo, debemos recordar que ambos poemas estaban destinados a un público que ya conocía los hechos narrados y su contexto. Algo así como nosotros (los chilenos) cuando escuchamos las periódicas conmemoraciones del Combate Naval de Iquique.
Los hechos eran los siguientes:

A partir del Caos original, tres generaciones de dioses se ha sucedido: los Uránidas, los Crónidas y los Olímpicos, cada una más justa que la anterior.

A partir de la tercera generación de dioses, cuatro generaciones de hombres se ha sucedido: los hombres de oro, los hombres de plata, los hombres de bronce y los hombres de hierro; cada una más injusta que la anterior.  La última tan injusta, que los dioses ya no conviven con ella.

Ilíada y Odisea, versan sobre los hombres de bronce, destruidos como consecuencia de la Guerra de Troya. Homero y nosotros, pertenecemos a la generación de hierro.

Así el tema no es una guerra entre otras, sino  un apocalipsis donde concluye el último tiempo en el cual los hombres fueron bastante justos para convivir con los dioses.  Algo que bien merece ser recordado por aquellos que ya no participan de esa convivencia.

Ahora bien, Zeus, el dios soberano entre los Olímpicos, ha llegado al poder destronando a su padre Cronos. Un oráculo le advierte que, a su vez, será destronado por un hijo de la diosa Tetis.

Para eludir el oráculo, Zeus casa a Tetis con un mortal, el héroe Peleo. Se trata de una excepción: aunque los dioses masculinos tienen frecuentes amores con mujeres mortales, no permiten que los hombres tengan amores con diosas.

A la boda son invitados todos los inmortales, salvo la peligrosa Eris, la discordia. Eris se venga enviando una manzana de oro, con el mensaje: “a la más bella”.

Tres poderosas diosas disputan el trofeo: Hera, esposa de Zeus y protectora de la familia; Atenea, hija preferida de Zeus y diosa de la sabiduría práctica; Afrodita, diosa del amor.

Entretanto, Zeus ha tomado otras oportunas medidas. Convertido en cisne, ha seducido a la hermosa Leda, esposa del rey de Esparta. Leda pone un huevo del cual sale Helena, la más bella de las mujeres. Por encargo de Zeus, Afrodita toma a Helena bajo su cuidado. La muchacha recibirá de la diosa todas las gracias de la  seducción y también, la completa irresponsabilidad del deseo. Tal mujer en un mundo de héroes será una incitación a la masacre.

Podemos asumir que Zeus se propone destruir por medio de Helena, a la generación de hombres entre los cuales nacerá el hijo de Tetis. Ya antes los dioses habían hecho lo mismo, cuando crearon a Pandora para destruir a los hombres de oro. Ahora tendrá que haber una cuarta generación de hombres, para que no haya una cuarta generación de dioses.

Zeus utiliza este indirecto procedimiento, porque no puede matar sin más al hijo de una diosa; mucho menos siendo él quien la forzó al matrimonio. Por otra parte, si los hombres actuaran con la debida justicia, ninguna mujer podría hacer que entre sí se matasen.

La fama de la belleza de Helena llegó a todos los rincones de Grecia. En esa tierra era difícil mantener oculto lo bello. Por decenas acudieron los príncipes en demanda de su mano. Su padre legal, el rey de Esparta, se  aterró: nadie podría resistir la ira conjunta de los que resultaren desdeñados. Pero entre los pretendientes se contaba Odiseo (más conocido entre nosotros por su nombre romano, Ulises), rey de Itaca, quien propuso que antes de la elección todos jurasen defender al que resultare elegido. Entonces el rey de Esparta aceptó como esposo para Helena, al apuesto y complaciente Menelao, hermano del poderoso Agamenón de Argos.

Volvamos a la disputa de las tres diosas por la manzana de oro. Estas, con divina prudencia, deciden acudir a un mortal para que resuelva el litigio. Algo así como nosotros acudimos a un niño para que extraiga las boletas premiadas en un sorteo.

Podemos asumir que las tres sobrepasan con su belleza la capacidad de discriminación humana. Así el juicio estaría regido por el Azar y, por lo tanto, sería imparcial. Pero las diosas harán trampa: Hera ofrecerá la soberanía, Atenea ofrecerá la victoria en combate y Afrodita ofrecerá el amor de la más bella de las mujeres (que bien lo sabe, es Helena, su discípula). Ahora no serán ellas las juzgadas, sino la imprudencia del hombre que elija el soborno.

Una rara justicia hizo que ese hombre fuera Paris, hijo segundo del rey de Troya, la ciudad favorita de Zeus. Paris eligió como un caballero, a la más bella de las mujeres. Y entregó a Afrodita la manzana de oro.

La diosa cumplió su promesa e indujo el envío de Paris a  Grecia, como embajador.  Allí éste conoció a Helena, ya casada, y entre ambos brotó una irresistible pasión. Entonces Helena se fugó con Paris a Troya.

Menelao invocó el juramento de los pretendientes; y éstos también cumplieron, azuzados por Hera y Atenea. Una gigantesca coalición se alzó para rescatar a la que no quería ser rescatada. Y así comenzó la guerra, donde los héroes cayeron como en otoño las hojas.

Diez años duró y en ambos bandos los dioses combatieron junto a los hombres; lo cual no es raro, pues lo que estaba en juego era la perduración del Olimpo.

Zeus probó que merecía ser el soberano, conduciendo con equidad las acciones. Es decir, repartiendo los honores y sacrificios entre los héroes favoritos de cada uno de los dioses. El mismo hizo el mayor de los sacrificios, permitiendo que fuera destruida su queridísima Troya. Todo ello, sin dejar de cumplir su magno plan: matar al hijo de Tetis.

Y éste es Aquiles, el héroe absoluto: el más alto, el más bello, el más fuerte, el más ágil, el más valiente, el más diestro, el más elocuente y el que tiene las mejores armas y caballos; también, el más extremoso en su ira, en su amistad, en su pena, en su orgullo... en suma, un ente admirable e insoportable.

Recién nacido su madre lo expone al fuego sagrado del altar de Hestia, el cual consume la parte mortal de su cuerpo: sólo el talón por donde lo sostiene no queda purificado. Ahora es casi un dios; y se comprende bien la precaución adicional tomada por Zeus, al introducir a Helena en el juego. Como el imán atrae al hierro, la guerra atrae a Aquiles y, apenas adolescente, marcha a Troya con los griegos.

No habiendo sido por su edad uno de los pretendientes de Helena, ningún juramento lo ata. La idea de nación todavía no existe y no puede imponerle sus odios y lealtades impersonales. Pero en Troya está Héctor, el hermano mayor de Paris, al que ningún hombre puede vencer. La única prueba digna de Aquiles.

Y este es, por fin, el tema de la Ilíada: la muerte de Héctor. Culminación de la justicia de Zeus. No porque Héctor merezca especialmente morir, sino porque Aquiles merece la gloria humana, ya que su destino divino no se cumplirá. En efecto, todo auditor del poema sabía que, pocos días después, Paris, el arquero infalible, alcanzaría el vulnerable talón de Aquiles y vengaría a su hermano.
 
Aquí pudo concluir el plan de Zeus. Pero era preciso satisfacer a todos los dioses: “tú tomaste este héroe que para mí era querido; ahora yo tomaré ese a quien tú prefieres”. De este modo continuó la agonía de Troya, hasta que no hubo nada por repartir. Y luego vino la persecución contra los vencedores, casi ninguno de los cuales pudo gozar su botín.

Este último es el tema de la Odisea. Intentemos un breve resumen del poema.

Tras diez años de guerra bajo los muros de Troya, ahora derribados, los victoriosos caudillos griegos retornan, dispersos, a su patria. Entre éstos Ulises, rey de Itaca, el que vino de más lejos. Algo más de seiscientos sobrevivientes en doce naves lo siguen. En el camino los aguarda la justicia de los dioses. Muy compleja será en el caso de Ulises, pues muy compleja ha sido la función que éste desempeñó en la Guerra de Troya. Recibirá extraordinarios dones (como las armas de Aquiles, el saco de los vientos, la opción de inmortalidad) y también extraordinarios castigos; pero  ni podrá gozar de los primeros, ni los segundos lo llevarán a la muerte.

Al doblar el extremo sur de Grecia, un poderoso viento arrastra las naves más allá de lo conocido. Y durante diez años vagan buscando el regreso, por una región de nieblas, tormentas y hambrientos espantos, donde enfrentarán al gigante Polifemo, a los gigantes lestrigones, a la hechicera Circe, a las sombras de los muertos, a las Sirenas, a los monstruos Escila y Caribdis, y también a la enervante seducción de la Tierra del Loto, de la isla Ogigia y de la isla Esqueria. Sólo Ulises consigue retornar a su hogar. Veinte años ha pasado desde que zarpara hacia Troya.

En comparación con estas apasionantes aventuras, parece trivial lo que entretanto ocurre en Itaca. Allí esperan Penélope, esposa de Ulises, y Telémaco, el hijo de ambos, recién nacido al zarpar su padre hacia Troya. También espera Laertes, el padre de Ulises, retirado a la vida privada, lejos del palacio.

En toda Grecia reina por un tiempo la paz, pues los hombres en edad de gobernar o bien murieron en Troya o bien, salvo excepciones, naufragaron, o fueron asesinados o desterrados al retornar, perdido el respecto del pueblo, a la vista del escuálido botín de Troya[3] y de los muy mermados ejércitos que volvían.

Ahora los que detentan el poder son reyes demasiado viejos, o regentes en nombres de príncipes demasiados jóvenes, o incluso simples usurpadores. Todos demasiado poco seguros en el trono para arriesgarse en aventuras  guerreras. 

Pero siete años después del regreso, los hijos o hermanos ya adultos de los que zarparon hacia Troya, reinician el ciclo de matanza, vengando a los que fueron asesinados y reclamando acceso al poder.

En ese momento, ciento ocho príncipes vecinos llegan al palacio de Itaca en demanda de la mano de Penélope. Su sola colectiva presencia configura una mortal amenaza.

Con Penélope se tiene el trono de Itaca. No porque a ella pertenezca (en esa sociedad patriarcal y guerrera, no poseía el trono quien no fuera capaz de encabezar un asalto); sino porque quien tiene a la mujer del rey, tiene todo lo que el rey posee. En efecto, quien toma aquello cuya pérdida acarrea el mayor deshonor y, por lo tanto, cuya defensa impone el máximo esfuerzo, prueba así que tiene el poder, la decisión o el auxilio divino suficientes para tomar todo lo restante. Así tuvo Egisto, con Clitemnestra el trono de Argos; y Edipo, con Yocasta el trono de Tebas.

La mujer acude a un famoso ardid para dilatar su respuesta. Elegirá nuevo marido cuando concluya de bordar la mortaja de Laertes. Pero desteje de noche lo que teje de día. Durante tres años mantiene el engaño, hasta que una esclava la delata, por amor a uno de los pretendientes de su señora. Estos, enfurecidos, se aposentan en el palacio como sobre un reino vencido. No lo abandonarán, declaran, mientras Penélope no elija nuevo marido.

En ese mundo aristocrático, sólo las normas de cortesía, orgullo de la clase dominante, ponen un frágil dique al ejercicio puro de la fuerza. Pero las normas de cortesía sólo pueden existir integralmente, como un tejido de punto: una sola brecha en la trama y el tejido se desarma. La violación por los pretendientes, de las normas de la hospitalidad y el cortejo y del respeto debido a la familia real, abre la posibilidad cierta de nuevas violaciones. Y en efecto,  pronto los pretendientes traman repartirse los bienes de Ulises y matar a Telémaco.

En este momento intervienen los dioses y permiten que Ulises retorne de la isla Ogigia. El héroe ha sido condenado al destierro, pero no a la destrucción de su linaje.  Después de todo, algo le debe Zeus por la ayuda prestada en el cumplimiento de su plan contra el hijo de Tetis.

Ulises llega disfrazado de mendigo y espía la situación. Sólo lo reconocen su viejo perro “Argos”, que lo saluda meneando la cola y muere de inmediato, y su vieja nodriza, que guarda el secreto. Siempre disfrazado, pone a prueba a su esposa, a su hijo y a los esclavos.

Entretanto, Penélope ha ideado un nuevo plan. Al mismo tiempo que Ulises llega, ha concluido la tela. Poco después revela al mendigo, que ella sólo se casará con quien supere la misma prueba que Ulises superó al conquistarla como esposa: arrojar una flecha a través de los ojos de doce hachas desmangadas clavadas en línea.

Al día siguiente se produce el desenlace. Penélope saca de la armería el gran arco de Ulises y lanza su desafío a los pretendientes. Estos ni siquiera consiguen armar la cuerda. Entonces el mendigo pide el arco, supera fácilmente la prueba y extermina a los pretendientes, auxiliado por su hijo y por dos esclavos fieles, a quienes  oportunamente ha revelado su identidad.

Justo antes del inicio de la matanza, Telémaco ha hecho retirarse a su madre. Cuando ya todo se ha consumado, Ulises se presenta con su identidad verdadera ante Penélope. Y entonces ocurre una de las situaciones más raras de la Odisea. Ambos esposos permanecen largamente en silencio uno frente al otro, sin siquiera tocarse. Incluso Ulises se retira a tomar un baño y sólo al retornar se produce un áspero diálogo entre los esposos, durante el cual Penélope pone a Ulises una prueba de identidad: la descripción de la alcoba matrimonial que el mismo Ulises construyera en torno a un olivo, de modo que el propio árbol fuera a la vez el pilar central del techo y una de las patas de la cama. Sólo después que el héroe supera la prueba, Penélope corre a sus brazos hecha un panal de miel.

Aquí podemos concluir la descripción muy resumida de los hechos. Pasemos ahora a un intento de interpretación, que centraremos en la figura de Penélope.

Interpretar un texto poético equivale a reescribirlo en prosa, extrayendo de aquél todos los contenidos que sean expresables mediante conceptos: es decir, mediante representaciones mentales, o ideas, comunes a todos los sujetos de nuestra cultura[4].

Precisamente por estar construida con conceptos, una interpretación puede ser discutida con argumentos válidos para cualquier interlocutor. Y si está bien construida, puede llegar a ser compartida por los restantes sujetos de la misma cultura, e integrarse con  las otras construcciones conceptuales que ya son compartidas, en una gigantesca estructura mental a la que podemos llamar “una visión de mundo”.
                                                
Sin embargo, la poesía presenta dos formidables problemas a su interpretación.

El primero  es que el lenguaje poético es capaz de comprimir mucho  mayor cantidad de información que la prosa. Una sola página de buena poesía puede requerir volúmenes para su adecuada interpretación.

El segundo problema, por ahora insoluble, es que no todos los contenidos de un texto poético son expresables mediante conceptos. Precisamente los más importantes, esos que provocan la experiencia estética, escapan a toda interpretación. Por eso, nada sustituye al enfrentamiento directo del sujeto con el texto poético.

La interpretación a lo más puede servir de guía para facilitar ese enfrentamiento; particularmente, cuando el estilo de texto resulta poco familiar.

Personalmente, creo que la interpretación no está al servicio del texto poético. Más bien creo que se trata de un producto teórico  valioso en sí mismo, posibilitado por el texto poético.

Ahora bien, ¿por qué centrar esta interpretación en Penélope, personaje aparentemente secundario, simple apéndice de la personalidad literaria de Ulises?

Ante todo porque, como intento probar, Penélope no es un personaje secundario sino un igual de Ulises en el plan de la obra.

En segundo lugar, porque se trata de un interesante estudio de acción femenina en una situación de fuerza extrema. Es decir, precisamente una situación donde una feminista de nuestros días consideraría que es imposible toda acción femenina. Más notable aún, porque Penélope no es una amazona. Carece del carácter y del entrenamiento  físico y mental  necesarios para ejercer personalmente la fuerza.

En tercer lugar y tal vez lo más importante, porque, debo reconocerlo ante ustedes, estoy enamorado de Penélope. La veo en cada mujer interesante que conozco, veo en ella a cada mujer interesante que he conocido.

Penélope y no Helena, es el decantado modelo de femineidad desarrollado por los griegos. Y, como casi todo lo que los griegos hicieron, resultó bien hecho.

¿Qué sabemos de ella?

Ante todo, que es hija del rey Icario[5]. Una princesa pues, educada desde la infancia en las artes aristocráticas, en el dominio del gesto, en la natural aceptación de las ventajas y servidumbres que su clase social le asignaba.

El aristocratismo de la epopeya, un poco molesto para el actual gusto democratizante, es perfectamente admisible en un mundo de guerreros. Se es noble, porque se es buen guerrero.

La epopeya sólo se interesa por los mejores. No por los promedios. Y allí se accede a las grandes pruebas, aquellas donde se exhibe la excelencia extrema, superando previamente pruebas menores. Sólo reyes y nobles llegan a las pruebas mayores, porque son los únicos que antes superaron las menores: justamente esas que les permitieron acceder a la nobleza y el trono.

Es cierto que los hijos de los reyes parten con ventaja; pero también, es más lo que se espera de ellos.

En segundo lugar, sabemos de Penélope que es bella[6]. Aunque nunca como Helena, que no necesitaba de engaños pues le bastaba mostrar el rostro para rendir una ciudad[7].

Más notable todavía, es que Penélope ya es madre y mujer madura cuando despierta tal deseo en sus pretendientes. Si razonablemente suponemos que tendría como mínimo catorce años y como máximo veinte cuando se casó con Ulises, estaría entre los treinta y cuatro y los cuarenta y un años de edad al regreso del héroe. Los pretendientes, por su parte, eran niños cuando Ulises partió[8], claramente menores que Penélope.

Y no sólo a los pretendientes encanta sino, sobre todo, al propio Ulises, el magnífico héroe al cual, ya maduro, dos diosas[9] y una princesa adolescente[10] ofrecen su amor y, con el amor, una ofrece la inmortalidad y otra un reino de maravilla; y a todas rechaza el héroe para volver con Penélope (por favor, no pensemos en algún irresistible vocación monógama; bien servidas dejó Ulises a las diosas, sin sentir el menor remordimiento por ello). Ulises, que antes de conocer a su esposa conoció la belleza insoportable de Helena. ¿Cómo pudo Penélope vencer ese recuerdo?

La Odisea nos da una pista: en lo que Penélope no tenía rival era en dones de Atenea. Es decir, “buen juicio”,  “astucia” y “destreza en labores  primorosas”[11]. Hoy en día ninguna de esas tres virtudes nos parecería suficientemente arrebatadora.

Pero los estudios de Georges Dumézil sobre la religión de los indoeuropeos, y por lo tanto de los griegos, nos permiten afinar nuestro análisis. Acorde con Dumézil, tres funciones complementarias dividen y articulan las partes del universo y del hombre, la sociedad divina y la humana, y todas las acciones.

Son éstas, la función de soberanía, la función bélica y la función productiva. También la inteligencia humana se distribuye entre estas tres funciones. Y precisamente a la función de soberanía corresponde el “buen juicio”; a la función bélica la “astucia” y a la función productiva la “destreza en labores”.  Aceptado esto, lo que Homero nos dice, de un modo claro para su auditorio original, es que Penélope tiene inteligencia total.

Sólo por ganar tiempo me apoyaré en otra autoridad. Dice Ortega y Gasset que propio del varón es realizar su obra fuera de sí mismo y propio de la mujer realizar su obra en sí misma; ella es su propia obra de arte. Del genio depende la calidad de la obra y ya sabemos que Penélope lo tiene. ¿Pero qué, sino encanto, provoca la mujer hecha obra de arte? Esta es el arma de Penélope.

Obsérvese que precisamente la inteligencia es la cualidad dominante de Ulises, “el fecundo en ardides”. Y que tanto él como su esposa son protegidos de Atenea, diosa de la razón práctica. Una agencia matrimonial contemporánea diría que son tal para cual.

Ya caracterizada la mujer, veamos cómo se desarrolla su acción.

Una lectura superficial de la Odisea, nos muestra una Penélope pasiva, incapaz de controlar los acontecimientos, y siempre lloriqueando por el esposo ausente, cual si fuera una débil mental.

Pero no olvidemos que el discurso del esposo ausente es obligatorio en una dama que desee pasar por honesta[12]. Y Penélope es completamente convencional, al menos en lo que a modales respecta.

Bien sabe que sólo normas de cortesía la protegen (y a su hijo) de la violencia. No será ella quien dé lugar a que sean transgredidas.

Por otra parte, Penélope sólo aparece en la obra en el momento cuando los pretendientes, enfurecidos por el engaño de la tela, comienzan sus desmanes en el palacio. Y el palacio es el mundo para Penélope.

No sólo es la protección contra la intemperie y el lugar de la intimidad, como para nosotros la casa. Es también la sede del tesoro y las bodegas, el centro administrativo de las tierras de Ulises, la factoría que produce los alimentos, vestidos y muebles requeridos por sus moradores. Es el símbolo material del poder de su dueño; y la protección policial, mediante sus esclavos armados, contra la amenaza de los desechos sociales. Es una minicomunidad de varias decenas de personas que prácticamente se han criado juntas; y un centro de información de todos los chismes de la isla. Penélope no sale jamás. El único lugar público accesible a las mujeres es el mercado; pero allí no va la reina sino sus esclavas. Podría visitar a sus parientes[13]; pero Penélope es una extranjera sin parientes en la isla. Si tiene amigas, ellas van al palacio. Y al palacio llegan los embajadores, los hombres en demanda de justicia, los viajeros ilustres, los artesanos, mercaderes y poetas ambulantes, etc.

No hay que lamentar mucho el enclaustramiento de la reina: el palacio es el lugar más entretenido de Itaca. Este lugar es el que ahora ha sido violado con la intromisión de los pretendientes. Así, nada tiene de raro que la reina llore. Aunque sólo lo hace en privado, como señora bien educada.

(Obsérvese la coherencia del relato: los pretendientes tienen que ser un número muy alto, para que la intromisión resulte verosímil; pues Penélope fácilmente podría levantar cincuenta esclavos armados. Y tienen que ser príncipes vecinos, para que resulte  verosímil que la comunidad de hombres libres de la isla no haya reaccionado en su contra; luego volveremos sobre este punto).

Pero ahora preguntémonos si acaso la reina lloró todo el tiempo que su esposo estuvo ausente. Hay buenos motivos para pensar que no fue así.

Ante todo, es perfectamente claro que los pretendientes comienzan sus desmanes después de haber descubierto el engaño de la tela. No hay razón para pensar que antes no se hubieran portado como cumplidos caballeros cortejantes; algo que para pocas mujeres resulta doloroso. Y ese período anterior dura tres años completos.

Ya en el Hades, las sombras de los pretendientes muertos por Ulises, cuentan su versión de los hechos; ocasión en la cual no cabe la mentira. Y entonces declaran explícitamente que durante esos tres años Penélope no aceptó pero tampoco rechazó las proposiciones de matrimonio[14]. Telémaco cuenta lo mismo a su padre[15]. Esto significa que la mujer aceptó el cortejo. Y eso no la hace una dama que sólo piensa en su esposo ausente.

Precisamente ese largo cortejo aceptado, inhibió la capacidad de intervención del pueblo de Itaca, cuando la situación se tornó violenta. Más de uno pudo haber pensado: ella se lo buscó.

Pues aunque Penélope está en su derecho de vacilar cuanto desee, no debemos olvidar que en esa época violenta la única garantía de vejez segura y perpetuación de su linaje para un hombre, era disponer de numerosos hijos varones adultos. Los pretendientes ya andan por los veinticinco años y aún no se casan.

Tanto sus padres como los padres de las muchachas casaderas, todos miembros de las más importantes familias de Itaca y sus alrededores, deben haber comenzado a impacientarse y, con toda razón, habrán comenzado a culpar a esa bruja coqueta, que tiene hechizados a los pobres jóvenes inocentes.

Por eso Penélope actúa de modo tan extraño cuando se entera que los pretendientes traman la muerte de su hijo Telémaco. Su primer impulso es enviar por el viejo Laertes, padre de Ulises, para que éste convoque a la Asamblea del Pueblo de Itaca. Pero luego, aconsejada por una esclava, sustituye esa acción práctica por un ruego a su protectora, la diosa Atenea[16].

No es propio de una dama prudente seguir consejos de esclavos, salvo que el consejo sea muy convincente. Ahora bien, ambas acciones no eran incompatibles: ¿por qué entonces renunciar a la acción práctica? Sólo se entiende si Penélope, alertada por el consejo, recuerda que ya no cuenta con la simpatía del pueblo. El viejo Laertes sólo haría el ridículo. Bien pudo ser esto lo insinuado en el consejo de la prudente esclava: sólo insinuado, para no arriesgarse a recibir unos azotes.

Por otra parte, Telémaco en ese momento se encuentra de viaje, en el continente. El lugar más seguro para él. Y es fácil prever que no volverá en algunos días. Penélope aún tiene tiempo de pensar una solución mejor. En efecto, se apresura a terminar la tela y discurre la prueba del arco. Ya volveremos sobre esto.

Parece claro que Penélope ha estado jugando con fuego. La pregunta es por qué.

En el comienzo mismo de la Odisea, hay un indicio terrible. Telémaco ya tiene veinte años. Y eso en el mundo homérico era ser un adulto. Pero Telémaco sólo sabe quejarse del desorden introducido en su casa por los pretendientes; y culpa de ello a su madre. Por cierto no la odia; su actitud más bien es de desolación[17] .

Otros indicios nos revelan que Telémaco no sabe manejar las armas, en un mundo donde los nobles aprenden tal oficio desde la infancia. Así se explica la sorpresa de todos cuando, hacia el final del poema, Telémaco disponga correctamente las hachas para la prueba del arco[18]. También siete años antes, cuando Telémaco tiene trece y Ulises sabe de él por los muertos, éstos cuentan al héroe que su hijo pasa el tiempo en actividades pacíficas y “decorosos banquetes”. Ninguna mención al ejercicio de las armas, la navegación o la caza[19].

Adolescente es Aquiles cuando parte hacia Troya. Adolescente es Ulises cuando mata cuerpo a cuerpo a un enorme jabalí[20]. El asunto está claro: Penélope, responsable de la educación de su hijo, ha hecho de éste un marica. Tal vez esto sea discutible hoy en día; pero no lo era para los auditores originales de Homero.

Por eso, preparando el retorno de Ulises, la diosa Atenea, que nada tiene de maternal, desciende disfrazada a la Tierra y reprende a Telémaco, diciéndole “...medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás a los pretendientes en el palacio: si con ardides o cara a cara; porque es preciso que no andes con niñerías, que ya no tienes edad para ello”[21].

Y ya sea la sangre de Ulises que corre por sus venas, sublevada con el reto, ya sea simple milagro divino, Telémaco al instante se convierte en hombre y guerrero. (Dicho sea de paso, las revoluciones históricas nos muestran con frecuencia la misma brusca conversión; y no de uno, hijo de rey, sino de miles de hombres comunes. No es pues estrafalario lo que nos propone Homero).

Esta falta de Penélope a sus deberes de madre, es gravísima en aquella sociedad guerrera. Y no tiene la excusa del marido ausente. Ella no es una pequeño burguesa del siglo veinte, sino una reina de la Edad de Bronce. Perfectamente pudo encargar a Laertes la educación guerrera de Telémaco, o a su propio padre Icario, o pagar a los mejores mercenarios de Grecia.

Hay otros indicios: las armas colgadas en las paredes de la Gran Sala, están enmohecidas[22]. Y, lo peor de todo, cuando Ulises encuentra a su perro “Argos”, el viejo mastín cazador está lleno de garrapatas, echado sobre un montón de estiércol, a la puerta del palacio[23]. Los aristócratas que escuchaban a Homero, para quienes un buen perro de caza es un miembro de la familia, sentirían arder la ira en sus corazones ante semejante descuido de la reina y sus esclavas.

La Odisea tampoco habla de algún otro perro con el que la reina se hubiera encariñado. Estos indicios nos arrojan un cuadro coherente: Penélope no ama esas prolongaciones de la personalidad masculina tradicional, que son las armas y los perros.

Como me cuesta pensar que no se ame a los perros por sí mismos, y como las armas de la Edad de Bronce son bellísimas, quiero creer que el desamor de la reina estaba dirigido precisamente hacia el tipo de personalidad masculina prolongado en esos entes. Pero no pretendo imponer esta última conclusión, muy subjetiva, a mis respetables lectores.
                                                
Tampoco ama el mar, que era la vida de Grecia. Casi se  desmaya cuando se entera que su hijo grandulón se ha embarcado hacia el continente[24]: un viaje que los barqueros de Itaca efectuaban a diario[25].

Está claro que no desea que Telémaco se parezca a su padre, “el asolador de ciudades”. Si es que ama a Ulises, no ama al hombre completo sino sólo a una parte de él, que Homero no se molesta en decirnos cuál es; pero que sin duda no es aquella que para nosotros hace tan admirable al héroe: su capacidad de acción y manejo de mundo en el seno del peligro y la violencia.

Entre los ciento ocho príncipes que la pretenden, uno sólo parece haber despertado en ella un interés particular, Anfínomo, “porque sus palabras revelaban buenos sentimientos”[26]. Quizá lo que Penélope odia es el violento mundo masculino donde le ha tocado vivir.

Supongamos, ahora que tenemos base suficiente para ello, que Penélope no ha abandonado sus deberes de madre, sino que, aprovechando la ausencia de Ulises y la transitoria paz que siguió a la Guerra de Troya, deliberadamente ha modelado a Telémaco según un ideal de hombre pensado por ella. Un hombre pacífico, amistoso, hogareño, de impecables modales[27]y amante de la poesía[28] (que, en esa época, incluía todo saber verbalmente expresable).

Temerosa de la atracción maléfica que las armas ejercen sobre los varones, mantuvo a su hijo lejos de ellas. Quizá un hombre como Menelao le hubiera podido enseñar a valerse de las armas sin sucumbir a su influjo. Pero Helena se quedó con Menelao, el esposo perfecto. Y Penélope no entiende las armas; sólo las teme.

Aceptemos ahora lo que nos dice el poeta: que Penélope tenía “buen juicio”. Una mujer juiciosa sabe perfectamente que en ese mundo guerrero un hombre desarmado no puede ser rey y ni siquiera conservar su hacienda. Entonces, y ésta es mi tesis principal, Penélope para proteger a su hijo, intenta una hazaña extraordinaria: desarmar también a todos los vecinos que pudieran disputarle la corona de Itaca[29]. Y los desarmará con armas femeninas.

Los ciento ocho príncipes llegan al mismo tiempo[30]. Y eso es impensable que ocurra por azar. Pero todo se aclara si suponemos que Penélope los atrajo. Quizá con ayuda del poeta Femio, muy querido en el palacio, quien pudo, por ejemplo, cantar la soledad de la reina en las principales mansiones de la región[31]. Y así durante tres años Penélope tuvo comiendo en su mano a la más peligrosa concentración de hombres orgullosos y violentos que ha manejado solo con encanto una mujer.

Si el atractivo de Penélope no fuera producto de una acción controlada por ella, habría operado continuamente; es decir, también antes y después de la llegada del grupo que murió a manos de Ulises. Y no se hubiera limitado geográficamente a los príncipes vecinos (como no se limitó a tales en el caso de Helena). 

Pero esta hazaña de Penélope lleva consigo el pecado, como también ocurre a casi todos los héroes masculinos. Penélope ha usado la seducción, que es arma de Afrodita, al servicio del dominio. Y eso no podía gustar a la diosa, para quien el recto fin de la seducción es el placer. Resulta evidente la mano de Afrodita en los hechos que destruyeron el plan de Penélope: la esclava enamorada que revela a los pretendientes el engaño de la tela[32]. Y las esclavas, a diferencia de su ama, sí otorgan y reciben placer de los pretendientes[33]. Luego Ulises las castigará por ello[34].

Ahora podemos inferir un enlace secreto entre los dos grandes poemas atribuidos a Homero. En la Ilíada, la gran heroína es Helena, protegida de Afrodita. Y su acción es frustrada principalmente por la intervención de Atenea.

En la Odisea, la gran heroína es Penélope, protegida de Atenea. Y su acción es frustrada por la intervención de Afrodita. La justicia de Zeus sólo está satisfecha si ambas diosas pagan igual precio. Por eso sostuve al comienzo de este análisis que, en la Odisea, Penélope es una figura igual a la de Ulises. Pero según las convenciones de la epopeya, dos figuras iguales deben enfrentarse. Pronto lo veremos.

Destruido su plan y amenazada la vida de su hijo, Penélope intenta una nueva magistral jugada. Debe concluir la tela para que no se diga que no cumple su palabra[35]. Pero sabe bien que la situación ha cambiado; rotas las normas de cortesía por la ocupación del palacio, ya nada se opone al libre juego de la violencia. Si elige marido, los ciento siete restantes se aliarán en su contra; y entonces ella, su hijo y el palacio, serán legítima presa de guerra. Tampoco puede rechazar un cortejo que previamente aceptó, pues en ese caso tendría a los ciento ocho en contra y el pueblo los aplaudiría. Entonces discurre la prueba del arco. Quizá en este momento por primera vez recuerde en serio a su marido[36]. Sabe que fue el único capaz de superar esta prueba, entre todos los pretendientes rechazados por Helena.

Nadie en ese mundo aristocrático puede eludir una prueba caballeresca y conservar su prestigio. Si, como es razonable esperar, ninguno la supera, la reina podrá acudir al pueblo y a los reyes vecinos (por ejemplo al poderoso Néstor de Pilos, amigo de su esposo), para que desalojen a los intrusos. Se trata, claro, de una solución de emergencia, pues no garantiza el trono para Telémaco.

Justo en ese momento, los dioses traen de vuelta a Ulises: el único que puede garantizar el trono para su hijo, pues se mueve en el seno de la violencia como el pez en el agua. Viene ahora un fino juego de astucia que enfrenta a los dos grandes iguales, Ulises y Penélope, donde, a mi juicio, el vencedor es la mujer.

En la interpretación tradicional. Ulises disfrazado de mendigo sólo es reconocido por su perro y por su vieja nodriza[37]. ¿Pero acaso en ese mundo aristocrático se admite que una esclava pueda ser más sagaz que su ama? ¿Acaso no es Penélope la más sagaz de las mujeres?

Por si fuera poco, toda la clase de presagios han anunciado la presencia del héroe[38]. Y en el mundo griego la prueba fundamental de sagacidad era saber reconocer el presagio.
                                                 
¿Acaso no podría Penélope, que durante tres años ha engañado a ciento ocho, simular que no ha reconocido a su marido? Si hacemos esta suposición, se aclara de inmediato una serie de extraños comportamientos de la reina.

Ulises, por más disfrazado que esté, no puede dejar de ser el héroe que es. Y llega ostentosamente al palacio, ofendiendo de inmediato al cabecilla de los pretendientes[39] y trabándose luego en pelea con otro mendigo, al cual propina una feroz paliza[40]. Pero el palacio está lleno de ojos y oídos que aún sirven a Penélope. Entonces ella se presenta en la Gran Sala, donde todos los invitados se encuentran, con el  evidentísimo pretexto de advertir a su hijo contra los pretendientes[41]. Algo que Telémaco sabía de sobra, incluso desde antes que los pretendientes intentasen asesinarlo.

Luego, y de modo que el recién llegado la escuche, Penélope cuenta a los pretendientes el último consejo que le dio Ulises antes de partir hacia Troya: que si él no volviera, ella debería esperar hasta que su hijo fuera adulto y luego casarse de nuevo[42]. Información innecesaria para los pretendientes, que opinaban lo mismo; pero un oportuno recordatorio para su esposo, en caso de que éste fuera el recién llegado. En efecto, si éste es el Ulises que ella conoció, ya debería estar preguntándose cómo es que ciento ocho pretendientes pudieron llegar al mismo tiempo. 

Después viene una larga entrevista privada con el recién llegado, provocada por ella misma. Entrevista donde Penélope desde el inicio da una justificatoria versión de su relación con los pretendientes[43]. Algo que parece demasiado personal para que una reina se lo cuente a un mendigo; pero muy necesario si ella ya descubrió que el forastero es su esposo, pues bien sabe lo que éste podría hacer si sospechara que ha sido traicionado.

Al final de la entrevista Penélope le cuenta un sueño que presagia la muerte de los pretendientes a manos de Ulises. El presagio es tan obvio que hasta un niño podría dilucidarlo; y por cierto el recién llegado lo hace[44]. Pero al hacerlo le indica implícitamente a Penélope que, si es Ulises, intentará cumplir el presagio.

De inmediato la mujer echa marcha atrás en su discurso; la creyente se torna escéptica. Y entonces revela al mendigo su decisión de someter a los pretendientes a la prueba del arco[45]. Algo que no conviene que éstos sepan anticipadamente y que ninguna mujer prudente contaría a un desconocido. Pero una información decisiva para su interlocutor, si es que éste es Ulises y viene a matar.

El escepticismo de Penélope se justifica plenamente si aceptamos que ella ha descubierto a su esposo.

En efecto ella, que según esta hipótesis jamás entendió los recursos de Ulises para  la violencia, sólo ve la desproporción de la situación.

Ante todo, que Ulises perdió al ejército que partió con él hacia Troya. Un hombre solo que retorna podría pasar desapercibido en la isla; pero no una hueste de al menos seiscientos, ni los grandes buques necesarios para traerlos. Las familias de esos hombres pedirán cuentas al rey, y se unirán a las familias de los pretendientes si Ulises mata a estos últimos. Algo desastroso para las expectativas de Telémaco al trono. 

Por otra parte, en su sensata cabecita no debe caber siquiera como hipótesis el que un hombre solo y envejecido venza en un juego de violencia a ciento ocho en la plenitud del vigor. Quizá mate  algunos; y eso sería aún peor que ninguno pues los restantes, enardecidos, acabarían de inmediato con el palacio y sus moradores. Mucho más útil que este Ulises presente, sería para ella la vaga amenaza de un Ulises ausente pero siempre capaz de retornar con su ejército de veteranos.

Es por eso que Penélope anticipa al mendigo la prueba del arco. Con ese plan de ella no será necesario que alguien muera.

Cabe ahora preguntarse por qué si Penélope reconoció a su esposo, en el mismo momento no se le echó a los brazos.

Hay una primera respuesta, simple: Penélope jamás recibe a un hombre sino en presencia de sus esclavas; pero ya no puede confiar en que éstas guarden un secreto y no quiere arriesgar la seguridad de Ulises. Sin embargo, ella parece bastante lista para saber que al menos puede confiar en la vieja nodriza de su esposo; y también para enviar a éste alguna señal que las esclavas no entiendan.

Creo pues que la respuesta es otra, más compleja y más emocionante.

Consignemos un dato adicional: en la entrevista con el mendigo, Penélope llora cuando éste le cuenta un ficticio relato de sus desventuras[46]. Si Penélope ha reconocido a Ulises, sabe que el relato es ficticio y, por lo tanto, más verosímil sería que le causara risa y no llanto (como risa causa a la diosa Atenea otra parecida mentira de Ulises, al momento de llegar éste a Itaca)[47]. Por otra parte, aunque Penélope acude a engaños, la dignidad le impone ciertos límites, y aún si fuese capaz de simular el llanto, creo que no lo haría; mucho menos ante su esposo.

En la Ilíada y en la Odisea los héroes frecuentemente lloran y ese llanto siempre es “veraz”. Aunque el descontrol en general es indigno, el llanto es un estado de descontrol permitido. Pero sólo por causa del bien perdido o reencontrado; no por dolor físico o por miedo; y, sobre todo, nunca en presencia de extraños; Ulises en Feacia[48] y Telémaco en Esparta,[49] se cubren en rostro para  llorar; Penélope ni una sola vez llora en presencia de los pretendientes. (Por cierto, ésta es una norma aristocrática; la gente común puede llorar como le plazca).

Esta norma nos indica la función inter subjetiva asignada al llanto; revelar a los amigos una verdad sobre el que llora, la verdad del bien que lo completa o, correlativamente, la magnitud del vacío que porta. Y permite a ellos ejercer la compasión; es decir, el “padecer con”. Simular el llanto sería engañar al amigo justamente en aquello que al amigo está reservado, el compartir nuestro vacío.

Héroes y dioses frecuentemente engañan, pues el engaño es un arma de guerra y se está en un mundo guerrero. Pero hay un límite al engaño, que sólo los indignos traspasan: el juramento. Creo que otro límite es el llanto.

Si Penélope llora ante el mendigo, es porque compadece. ¿A quién, si sabe que el relato es ficticio? 
  
No al mendigo igualmente ficticio, sino al esposo real oculto bajo esos harapos. Y no las desventuras ficticias del relato, sino las desventuras reales que llevaron al esposo a intentar esas ficciones. Desventuras reales que ella aún desconoce, pero cuya magnitud infiere de sus efectos.

¿Tan mal está el padre de su hijo, que cree poder engañarla con ese tonto disfraz?

¿O más bien, aún a sabiendas que no la engaña, él juega a ser otro e implícitamente le pide a ella, que lo acompañe en ese juego?

¿Y para qué jugaría a ser un mendigo, sino para no verse obligado a actuar como todos esperan que lo haga el héroe Ulises, acción que ya no se siente capaz de realizar?

Y a pesar de eso este hombre vencido se arriesga a verla a ella, pues sin duda la ama. Este hombre que veinte años atrás hacía de ella la envidia de todas las mujeres...

El sufrimiento de Ulises ante el poder y el respeto perdidos, su vergüenza de presentarse sin nada que ofrecer ante la mujer que ama, y la desesperación de no soportar este nuevo estado (desesperación que quizá lo lleve a intentar alguna torpe violencia), es lo que ella compadece. Es por piedad a su esposo que le sigue el juego de ser otro y no lo descubre, ni siquiera en privado.

Penélope no se engaña con el engaño; se engaña con la verdad: la dimensión heroica de su esposo, que sitúa a éste más allá de todo cálculo sensato. Lo cual tal vez sea un rasgo esencial de la femineidad, según la concepción homérica.

Creemos que esta interpretación del primer encuentro entre los esposos es más concordante que la tradicional, con la totalidad de los datos contenidos en el poema. Y también más respetuosa con la inteligencia de Homero, de los griegos y de Penélope.

Finalmente llegamos al extraordinario episodio del encuentro “oficial” de los esposos, después de la muerte de los pretendientes.

En ese momento, ya no queda nadie en el palacio que tenga la menor duda sobre la identidad del héroe[50]. Pero Penélope se  permite un larguísimo silencio. Y luego tiene el descaro de someter a Ulises a una prueba de identidad, la descripción de la alcoba matrimonial, a la cual, según Penélope, ningún otro hombre ha entrado[51].  Tradicionalmente se ha estimado que esta es una contraprueba, para Ulises, de la inocencia de Penélope.

Yo prefiero suponer que se trata de una broma de Penélope mediante la cual ésta sella la paz con su esposo, obligándolo a reconocer que es ella la vencedora en el encuentro de ingenios. A cambio, se le echará en los brazos.

En efecto, si Ulises es tan listo como  suponemos, lo primero que se ha preguntado es cómo pudieron llegar todos los pretendientes al mismo tiempo. También habrá concluido que  la única respuesta razonable es que Penélope los atrajo. Lo que Ulises no tiene cómo saber,  es por qué habrá hecho cosa tan peligrosa Penélope. En efecto, para entenderlo tendría que saber que Telémaco ha sido educado lejos de las armas. Y eso no lo sabe, ya que  encontró a su hijo convertido en guerrero por la intervención de Atenea. Algo que también ha sorprendido a Penélope y que, en todo caso, ella no está dispuesta a aclarar, pues encubre una falta mucho más grave que algún desliz del deseo en veinte años de soledad: encubre una falta contra la subsistencia misma de aquella sociedad patriarcal y guerrera.

Careciendo de la respuesta verdadera, Ulises tenderá a pensar que Penélope usó a la multitud de los pretendientes para encubrir al que verdaderamente le interesaba. El quizá podría perdonar eso, puesto que ama a Penélope. Pero el héroe tiene una imagen pública que debe cuidar.  Necesita una explicación que exculpe a su esposa. Y ésta, como reina que es, no está dispuesta a darla ni a ser amable con un hombre que duda de ella. Por otra parte, si es tan lista como se nos dice, sabe que no hay modo de probar la inocencia: su marido simplemente tendrá que renunciar a interrogarla. El por su parte sabe que si pregunta y la respuesta no es satisfactoria, deberá hacer justicia. Si siento ocho varones culpables murieron, también deberá morir la mujer culpable o él no será justo rey sino tirano.

El largo silencio entre los esposos, no es un proceso de reconocimiento, sino un duelo de voluntades. Finalmente, es ella quien da la salida: le propone a Ulises cambiar los papeles y que sea él el enjuiciado. Si ella es el juez, entonces se la presumirá por encima de toda sospecha; pues sólo reconocida como justa reina podría Penélope reconocer con justicia a Ulises en el recién llegado. La transacción se efectúa indirectamente, por intermedio de las respuestas que ambos dan a Telémaco[52]. Una vez aceptada por Ulises, cualquier dato podría servir como prueba de reconocimiento. Penélope elige la alcoba, a sabiendas que cualquier cómplice de adulterio podría superar la misma prueba y a sabiendas que Ulises de inmediato caerá en la cuenta de ello. Por eso es una broma (no olvidemos también, que Penélope debe vengar la infundada compasión que ese salvaje tramposo e insensible de su marido, la indujo a sufrir la noche anterior).

Como toda broma, ésta está cargada de subentendidos y de conclusiones invertidas: Penélope acepta que se ponga en duda su castidad, el valor superior (aquel cuyo incumplimiento tiene por consecuencia el castigo mayor); pero no acepta que se ponga en  duda sus buenos modales, el valor inferior.

Si ella hubiera llevado amantes al lecho, jamás cometería la grosería de igualar con éstos a su marido en una prueba común de reconocimiento. Así la prueba elegida, en efecto indica a Ulises que la mujer es inocente, al menos de la falta que él sospecha; pero sólo a condición que él acepte el subentendido de los modales de su  esposa.

Nada pues se ha probado. Solo se ha transferido el acto de fe exigido al marido, del plano ético al plano estético. Lo cual resulta deliciosamente frívolo. Y a la vez, dramático.

Para una persona común, los modales son algo tal vez conveniente; pero, en todo caso, secundario.

Para una reina, en cambio, son precisamente aquello que permite reconocerla como tal. Ser rey o reina es algo que, como los modales, pertenece totalmente a la exterioridad de la persona, a lo que ella es y acepta ser para los otros; por lo tanto, algo que sólo existe en el seno de la convención. Penélope no aceptará ser enjuiciada fuera de esa convención; no dirá una palabra (es decir, no reconocerá juez alguno) si en ese mismo acto no se la reconoce a ella como reina. En eso precisamente se diferencia de una advenediza inteligente: esta última podría copiar los modales; pero no cifraría en ellos su orgullo ni por causa de ese orgullo pondría en riesgo su vida.

Mucho tiempo después, a los griegos les encantaba repetir la anécdota donde Alejandro Magno recibe a Poros, rey del Punjab, al cual acaba de vencer en la batalla del Hydaspes: ambos hombres están heridos; Alejandro pregunta “¿cómo esperas que te trate?”; y Poros contesta, “como rey”, aludiendo a la vez a sí mismo y al  otro. Esto es retórica masculina y por eso todo hombre de inmediato la entiende.

En la broma de Penélope está contenido lo mismo; pero es retórica femenina y por eso sólo un amante la entiende. Ahora quizá ustedes comprendan, y me perdonen, la indiscreción de haber declarado mi amor por ella.

Otro notable ejemplo de retórica femenina nos ofrece Homero, también por boca de Penélope, cuando ésta responde a las proposiciones que se le hace de tomar nuevo marido.  Esta respuesta aparece tres veces en la Odisea, con leves diferencias entre una y otra. Tales repeticiones son características de la poesía aédica, siempre oral y ocasionalmente de gran extensión; pues sirven como auxilios mnemotécnicos para el recitador y su auditorio[53] .

La tercera vez aparece en el testimonio que las sombras de los pretendientes entregan en el Hades[54]. Sólo ésta transcribiré completa, subrayando las partes que han cambiado respecto de las anteriores: “¡Jóvenes pretendientes míos! Ya que ha muerto el divinal Odiseo, aguardad para instar mis bodas que complete este lienzo -no sea que se me pierdan inútilmente los hilos- a fin de que tenga sudario el héroe Laertes cuando le alcance la Parca fatal de la aterradora muerte. ¡No se me vaya a indignar alguna de las aqueas del pueblo si ve enterrar sin mortaja, a un hombre que ha poseído tantos bienes!”.

La segunda vez aparece en el testimonio de Penélope ante Ulises disfrazado de mendigo[55]: “... el divino Odiseo... le sorprenda la Parca fatal...”.

La primera vez aparece en el testimonio de los pretendientes ante la Asamblea de Itaca[56]: “... el divinal Odiseo... le sorprenda la Parca...”.

Las variaciones de estas respuestas podrían deberse a error del copista griego, del traductor o del editor moderno; pero también podrían deberse al propósito del poeta. No estoy capacitado para evaluar las tres primeras opciones; pero la cuarta me parece probable, dado que la respuesta atribuida a Penélope se perfecciona literariamente entre su primera y su tercera versión. Así, en la segunda se explicita el carácter fatal (es decir, inevitable) de la Parca; y en la tercera ésta, mejor que sorprender, “alcanza” a su víctima. La imagen asociada es la de una carrera que el héroe siempre acaba perdiendo frente a la Parca incansable; pero en la cual se esfuerza hasta el final, no para ganar sino para fijar su propia medida en el punto más alto posible. Aquí la sorpresa la pone el hombre. Este perfeccionamiento literario en tres etapas (cantidad paradigmática, como en las clasificaciones “niñez, adultez y vejez” o “aprendiz, compañero y maestro”), que concluye en el último canto del poema y además en el Hades (el lugar donde ya nada puede cambiar y donde lo dicho es definitivo), difícilmente puede aceptarse como azaroso o como producto de un error.

Por otra parte, el calificativo que sólo en la segunda versión recibe Odiseo (“divino”, menos correcto pero más elogioso que “divinal”, usado en las otras dos versiones), parece una señal del poeta destinada a indicar a sus más atentos auditores que Penélope ya ha descubierto a su marido bajo el disfraz de mendigo y, temiendo su ira, intenta mejorar la imagen que él tiene de ella, simulando que es más alta la imagen que ella tiene de él.

Aun si estas variaciones de la respuesta de la reina no se encontraran en el más autorizado texto griego, o en la traducción de Segalá, no necesariamente deberían ser consideradas errores; sino (como creo que diría Jung), válidas e inconscientemente guiadas interpretaciones sobre el poema. Pues los simples errores suelen disminuir el sentido de un texto; no aumentarlo, como sí ocurre aquí.

Pasemos ahora al análisis de las partes invariables en estas versiones (para lo cual conviene tener ante la vista, la transcripción completa de la tercera, seis párrafos atrás).

Audazmente la reina comienza su discurso haciendo explícito lo que la coquetería y el pudor convencionales prefieren dejar tácito: que ella tiene mayor edad que sus pretendientes y que los acepta como tales. Si hubiera querido diferir esa aceptación, o bien rechazarlos, pudo utilizar un vocativo menos comprometedor, como “¡Ilustres visitantes!”.  Pero quizá en ese momento ella todavía no está segura del poder de su seducción y quiere inducir en los pretendientes el máximo de esperanza para evitar que, desalentados, retornen a sus hogares.

Sin embargo la reina debe tener extremo cuidado con el tono que usa, pues a ningún varón (sobre todo del tipo dominante) le agrada que lo consideren insuficientemente adulto, ni que la mujer a la cual pretende se sienta demasiado segura de haberlo conquistado, al menos antes que él se siente igualmente seguro de haberla conquistado a ella (situación esta última, incompatible con la vacilación de la mujer entre varios). Un tono juguetón, reforzado por mucha gracia personal, es el mejor que puedo imaginar para este discurso de la reina. Un tono que contradiga sutilmente la audacia del vocativo usado, como si éste fuera precedido de un prologo semejante a “ya que sin duda en broma decís amarme, os seguiré el juego hasta su loca consecuencia (¡oh, qué divertido es!) y simularé que soy una gran seductora; recibid pues mi primera respuesta a vuestras proposiciones, a ver cómo lo hago en este papel... (quizá después haya otras respuestas, si sois persistentes)”.

Luego la reina concede la premisa fundamental: que Ulises ha muerto. Esta es una concesión obligatoria, si la mujer acepta el cortejo y pretende seguir pasando por honesta. Es también una concesión sensata, después de siete años sin noticias de su esposo. ¿Acaso “el fecundo en ardides”, estando vivo, no hubiera hallado en todo ese tiempo algún modo de enviar noticia de sí?. Por otra parte, en aquella heroica sociedad quien hubiera dado muerte o capturado a guerrero tan famoso como Ulises, sin duda se habría jactado de ello y en toda Grecia se sabría. Más aún, quien capturaba un guerrero famoso solía acogerlo en vasallaje o pedir rescate por él[57].  Y Ulises no ha desaparecido solo sino con unos 600 compañeros, todos hombres de guerra, de los cuales bastaría uno que escapara a la muerte o la captura para que el misterio se resolviera, al menos parcialmente. Así, lo más sensato era suponer un nada improbable naufragio, sin sobrevivientes ni testigos. En cambio, no era sensato suponer lo que según el poema “realmente” ocurrió: el rapto de la flotilla de Ulises por el viento; es decir, por los dioses.

Pero tras estas dos primeras etapas argumentales, claramente favorables a las esperanzas de los pretendientes, la reina en su discurso no pasa a la consecuencia obvia: elegir nuevo marido o, al menos, fijar un plazo razonable para ello. El lugar de esto, introduce una cláusula envenenada: la terminación de la mortaja de Laertes.

En principio, nada sería más justo. Ningún testigo de los hechos y ningún auditor del poema que los recuerda, pondría en duda que la reina debe este último servicio al padre de su primer marido. Laertes en efecto está muy envejecido[58]. Y si Penélope se casa de nuevo, no podrá seguir ocupándose de él[59]. La cláusula de la reina precave así el nada desdeñable riesgo de que Laertes sea sepultado sin el vestido más adecuado. Algo particularmente importante en esa sociedad[60]. Y aunque sin duda el palacio de Itaca tenía en sus almacenes más de un lienzo que podría servir de mortaja[61], Penélope debió considerar que ninguno era bastante digno de Laertes, o de ella misma como responsable de ese rito. También la reina podría hacer venir un hábil artesano de Micenas o incluso de Egipto, para que tejiera una digna mortaja. Pero ella misma era famosa por su destreza como tejedora[62]. No podía hacer venir un artesano sin reconocer que esa fama no era merecida o que ella no tenía bastante respeto por su suegro.

La cláusula de la reina no requiere, pues, argumentación alguna en su favor. Sin embargo Penélope nos sorprende apoyándola con dos debilísimos argumentos: que si no teje la mortaja, los hilos podrían perderse sin provecho; y que si Laertes es enterrado sin ella, algunas de las aqueas (es decir, las griegas) del pueblo podría indignarse. El primer argumento es serio en boca de una costurerita proletaria del siglo XIX d.C.; pero es un chiste en boca de Penélope quien, sin siquiera enterarse del precio, compraría de inmediato una nueva partida de hilos y además una nueva esclava para cuidarlos (la anterior tal vez ya estaría moliendo trigo con una piedra)[63]. El segundo argumento también es un chiste: ¿Le iría a importar a la reina la opinión de una vecina sobre lo que era de buena costumbre, justo en el momento cuando aquélla iniciaba su coqueteo de al menos tres años con los ciento ocho mejores “partidos” de esa región de Grecia, todos menores que ella? ¡Eso sí iba a ser un escándalo, tanto mayor cuanto más se prolongara! A Penélope, como a cualquier rey o reina de esa época, la opinión desfavorable del pueblo sólo podía preocuparle si era colectiva y amotinadamente expresada[64]

Mucho más importante sería para ella la opinión de los “notables” de la comunidad. Y cabe suponer que estos últimos (cuyos hijos eran los pretendientes)[65] ya están previendo un cambio (en principio, incruento) de dinastía en Itaca, que podría beneficiar a sus respectivas familias; pues tendería a dispersar el poder antes centralizado por la fuerte personalidad de Ulises. En esta etapa temprana del cortejo, los ”notables” sin duda desean que Penélope lo acepte; y si ella lo hace serán sus aliados, al menos por un tiempo. Más aún, no la condenarían si ella redujera a un mínimo protocolar su preocupación por Laertes; es decir, por la dinastía saliente; pues cuanto antes se olvide a esta última, tanto mejor para la dinastía entrante.

Penélope desea lo contrario; pero no que se haga evidente. Entonces simula ser una divertida cabecita loca que nada entiende de política: justamente lo que un varón dominante esperaría encontrar. Y para ello añade no uno sino dos argumentos, no complementarios entre sí, ambos innecesarios y triviales, como si fuera incapaz de centrarse en lo importante. Pero la reina debe evitar ser confundida con una tonta; por eso en su parlamento a los pretendientes incluye el bello pasaje “... a fin de que tenga mortaja el héroe Laertes cuando lo alcance la Parca fatal de la aterradora muerte...”.

A estas alturas de nuestro análisis, tal vez podamos concluir que Penélope, mediante la nube de contradictorias informaciones sobre sí misma y sobre sus propósitos enviada a los pretendientes en un solo parlamento de aspecto trivial (y con menos de ocho líneas en la versión  castellana de bolsillo), les ha enredado de tal modo la cabeza que ellos no perciben que ella a nada se está comprometiendo. No dice cuándo concluirá la tela, ni que tomará nuevo marido una vez que la concluya. Sólo dice que a partir de ese momento sus pretendientes podrán instarla al matrimonio; es decir, que sólo entonces ella podría considerar tales proposiciones.

Peor aún, la reina los ha puesto en un limbo existencial. ¿Pues qué es un “pretendiente”? Alguien que “pretende” algo; se subentiende que algo honesto, cuando la pretensión se refiere a una mujer honesta. Y esto, durante casi toda la Historia, sólo pudo ser el matrimonio. Por cierto, la pretensión es un acto personal, que puede mantenerse secreto incluso para la pretendida. También cuando una mujer honesta acepta a uno o más varones como pretendientes, sólo puede hacerlo en el subentendido del matrimonio; pero entonces ella debe hacer públicas su intención de casarse y, a la vez, la condición de “aceptables” de sus pretendientes aceptados (de modo que no resulte deshonroso para éstos el evento de no ser el finalmente elegido). Esta era una de las pocas ocasiones donde el espacio público se abría a la mujer en ese mundo patriarcal.  Sin embargo Penélope, aunque los acepta como pretendientes no hace pública todavía su intención de casarse. Ellos pues, son “pretendientes”; pero sólo más tarde descubrirán que no saben a qué lo son.

Hasta aquí sólo hemos considerado los medios argumentales utilizados en la Odisea para hacer presente al personaje Penélope. Es decir, aquellos medios que podría ser admitidos  en un proceso judicial.

Pero el poema también utiliza medios simbólicos para hacer presente a su personaje. Siendo más complejos de analizar que los anteriores, por ahora sólo consideraremos algunos.

Penélope comienza su tela cuando llegan los pretendientes; la concluye cuando llega Ulises, que pondrá término a las vidas de aquellos[66]. Y la tela es una mortaja. La semejanza de Penélope con las Parcas, que tejen los destinos humanos, resulta evidente.

La reina desteje de noche lo que teje de día. Si trata de ganar tiempo (como sostiene la interpretación tradicional y los propios pretendientes ingenuamente creen), no parece estar usando el método más inteligente; en efecto, ¿para qué darse doble trabajo y arriesgarse a ser sorprendida, cuando le bastaría con tejer más lento? Prefiero pensar que, si cada día la teje de nuevo, es porque pertenece a la esencia de la tela el cambiar, como la vida. Sólo cuando la vida de los pretendientes ya está decidida, la tela alcanza su forma final. (Cabe también la figura inversa: cuando la tela deja de cambiar, la vida de los pretendientes termina. En este último caso, al sorprender a Penélope destejiendo, los pretendientes han provocado su propia muerte).

Por otra parte, durante tres años los pretendientes han llevado una vida de perros falderos, olvidando el destino de lobos que aquella sociedad asignaba a los varones de noble cuna. Penélope ha capturado sus almas con lazos tan tenues e intrincados, como esos que unen a la tela una imagen bordada: los lazos de su encanto (encanto que en ella es, como el tejido, una obra del espíritu). Pero, a la vez, lazos que anulan la virtud viril del hombre, según el único modelo de virilidad que esa sociedad conoce: la del guerrero.

Dado que un viejo recurso mágico para adueñarse del alma de otro consiste en capturar la imagen de éste (recurso que explica la resistencia de algunos primitivos contemporáneos a dejarse fotografiar), resulta seductor pensar que la tela de Penélope contenía las imágenes de los pretendientes. Por cierto de modo no muy evidente, ya que ellos no lo perciben cuando la reina les muestra la obra terminada[67]. Sabemos que Penélope es una hábil tejedora de figuras de animales[68]: ¿no sería los animales heráldicos pertenecientes a los clanes de los pretendientes, o a los signos astrológicos de éstos, lo que ella bordó?

Si así fuera, la mortaja de Laertes adquiriría un terrible significado: permitirá al viejo héroe irse a la tumba rodeado por una hecatombe humana (honor que en la Ilíada sólo obtiene Patroclo). Quizá con ello Penélope consiga afianzar los derechos de su hijo al trono de Itaca. En efecto, Telémaco se ha quejado de perder fama por causa de la muerte oculta de su padre[69]. Y aunque posteriormente Ulises retorna, el oráculo de los muertos lo ha condenado a morir lejos del mar[70], es decir, lejos de Itaca y de Grecia; por tanto, “ocultamente”. Entonces, magnificando los ritos fúnebres de Laertes, éstos podrían llenar el intervalo generacional y dar a su nieto la fama anhelada.

Ahora bien, en la Odisea hay tres figuras femeninas, Penélope, Circe y Calypso, que presentan una importante característica común: ser atrapadoras de hombres. También las tres habitan en islas y sus visitantes las encuentran tejiendo[71]. La semejanza podría ser aún mayor entre las dos primeras, pues Circe atrapa a sus víctimas convirtiéndolas en animales verdaderos y Penélope lo haría convirtiéndolas en animales del bordado. Por otra parte, Circe claramente es una guardiana del mundo de los muertos[72]. Ambas figuras femeninas están particularmente relacionadas con la muerte. Pero Circe es una hechicera; ¿lo será también Penélope? Creo que no; ya que en caso de serlo, no hubiera perdido su control sobre los  pretendientes.

Así pues, la tela no es mágica; es sólo como si lo fuera. Su función entre los hechos relatados por la Odisea (hechos que los destinatarios originales del poema daban por ocurridos) es operar como presagio. Es decir, como indicio que, al ojo del prudente, revela la inminencia de acontecimientos decisivos. Los presagios son enviados por los dioses. Y el tejido es arte de Atenea, la diosa que domina toda la acción de la Odisea. Así, cuanto aparezca en la tela, ocurrirá también  fuera de ella; pero, en este caso, no por magia de la tela sino por poder de la diosa, que guía a un tiempo las acciones de los guerreros y los dedos de la tejedora.

Pero la tela también cumple una importante función en el relato de los hechos. La de producir en la mente de quien lo escucha una sucesión de amenazadoras imágenes que se articulan con los componentes argumentales del texto y matizan (más bien sombríamente) el sentido que éste arroja. Este sombrío matiz revela el poder atribuido a la mujer por la sociedad que produjo el poema.
                                                
Confirmando esta tesis, explicitemos otra terrible analogía: Penélope espera, teje y atrapa, igual como hace la araña. Y la araña es creación de Atenea. Más aún, Robert Graves es sus Mitos Griegos, sostiene que una de las etimologías del nombre de Penélope hace referencia a la tela de la araña.

El segundo gran símbolo asociado con Penélope, es el estrafalario lecho matrimonial construido por Ulises. “Creció dentro del patio un olivo... En torno de aquél labré las paredes de mi alcoba...” (Canto XXIII, 189-210). El olivo está así rodeado por la habitación, a su vez rodeada por el patio; se trata del patio interior, presumiblemente rodeado por el palacio; el palacio rodeado por la isla y ésta rodeada por el mar y por las restantes tierras que constituyen el dominio de Ulises. Claramente estamos en presencia de un reiterado símbolo del Centro[73]. También, por ser árbol, un símbolo de  fijeza  y autoctonía. Y se trata de  un olivo, otra creación de Atenea. A este Centro, está insolublemente unido el lecho; es decir, el lugar específico para el deseo, la lealtad y los sueños de la que allí repose. Simbólicamente, Penélope es una cautiva.

Quizá un dato significativo sea que Itaca queda en el mismo paralelo que Delfos, centro sagrado del mundo griego[74] (ni una sola vez mencionado en la Odisea). Pero en las proximidades de Delfos, al pie del Parnaso, está la mansión de Autólico, abuelo materno y donador de nombre al héroe. En ese mismo lugar, Ulises realiza la primera de sus hazañas, la muerte del jabalí que, recíprocamente, dejará en su vencedor, para siempre, una cicatriz identificadora, una especie de “nombre visual”[75].

Podría tratarse de una alusión a la dependencia de Itaca como Centro secundario, respecto del Centro principal, Delfos. En la Ilíada (Canto II, 191-198), Ulises es descrito como semejante a un carnero. Y precisamente el signo del carnero, Aries, corresponde a Itaca para un zodiaco centrado en Delfos y con Capricornio hacia el norte. Este método de orientación era común en el mundo griego, como se expone detalladamente en la importante obra de Jean Richer Geographié Sacrée du Monde Grec (Hachette, París, 1966). 

¿Por qué Ulises habrá tomado tantas precauciones al construir su lecho matrimonial? Tal vez, porque éste estaba destinado a Helena, la primera pretendida y la mujer “centrífuga” por excelencia.

Penélope, atrapada en el Centro, sólo desde allí podrá operar en el mundo. No tendrá entonces más remedio que convertirse ella misma en atrapadora, o bien renunciar a la acción. Es el lecho de Ulises lo que forzará a su esposa a la semejanza con la araña. Los dos símbolos están coordinados.

Queda por averiguar si es propio de la epopeya deslizar en el relato pequeñas pistas que lleven a auditores atentos, hacia conclusiones a veces diametralmente opuestas a las que llega el común. En el caso de la Odisea al menos, la respuesta es sí. Hay varias lecturas secretas encerradas en ella y sólo accesibles a iniciados o a intérpretes muy atentos. Por ejemplo, los datos náuticos que a un piloto avezado le permitirían seguir la ruta de Ulises, descubiertos por Pillot en 1969[76].

Los poetas ambulantes que cantaban y recomponían estos versos, eran tan elitistas como la sociedad a la que pertenecían. No podían seleccionar a su auditorio; pero ponían las condiciones para que éste se seleccionase a sí mismo, según diferentes niveles de  comprensión. Algo de esta técnica está todavía en las parábolas de Cristo: “el que tenga oídos, que oiga” (p. ej., Marcos 4,23).

Aquí sólo creemos haber levantado una punta del velo que cubre otra de esas lecturas secretas.

Si la Odisea fuera un texto historiográfico, yo estaría obligado a probar que no cabe otra interpretación distinta de la aquí propuesta. Pero siendo un texto poético, me basta con probar que esta interpretación es posible. La prueba reside en la no contradicción con los datos y en la donación de un sentido. Si la interpretación es posible, entonces pertenece al texto, al igual que cualquiera otra que sea también posible. Esta es una de las gracias de la poesía.

Vemos así que Penélope es mucho más que el modelo de pasiva fidelidad conyugal presentado por la retórica tradicional. Es, como todas las heroínas de la epopeya (Helena, Clitemnestra, Antígona, Medea, Ariadna, etc...), una mujer de fuerte personalidad que intenta imponer en el mundo un proyecto propio.  Rara vez tienen éxito, como tampoco los héroes masculinos. Pero al igual que éstos, ellas dan una digna pelea. Y cambian en direcciones imprevistas el curso de los acontecimientos.

Este modelo de mujer era justamente el que gustaba a las aristocracias feudales, público principal de la epopeya. El modelo de mujer sumisa y pasiva es propio de clases sociales más inseguras, las llamadas “clases medias”.

Estas, mientras no tienen acceso al poder, se protegen enclaustrando a sus mujeres (su posibilidad de perpetuación como grupo humano), contra el atractivo y el abuso que sobre esas mujeres ejercen los varones de la clase dominante; y también, contra la temida grosería del proletariado. Cuando la nueva clase accede al poder, lleva consigo el modelo de mujer que elaboró en el estado anterior y, transitoriamente, lo impone como ideal social. Pero apenas adquiere seguridad en su nuevo estado, permite que sus mujeres se liberen o, más exactamente, no puede impedir que éstas lo hagan.

Así en la Edad Contemporánea de nuestra Cultura Occidental, hemos visto cómo la alta burguesía, cuando accede al poder en el s. XIX, impone por un tiempo su anterior modelo de respetabilidad femenina, durante la llamada “Era Victoriana”. Pero luego, durante la llamada “Belle Époque”, permite a sus mujeres aproximarse mucho a las sueltísimas costumbres de las damas nobles del s. XVIII. Y también, cuando a raíz de la Primera Guerra Mundial sube la pequeña burguesía al poder, transitoriamente impone su propio  modelo de respetabilidad femenina, hasta que éste se desmorona (esperemos que definitivamente) en la década contestataria de los años sesentas del siglo XX.

Para Grecia podemos aplicar este esquema evolutivo, mientras no dispongamos de otro mejor.

En Atenas, la comunidad que aquí más interesa, el avance de la democracia entre los ss. VI y V a.C., significó el ascenso de la clase media (constituida principalmente por los pequeños propietarios rurales y por los artesanos urbanos, que prestaban servicio militar en la falange); pero demasiado pronto esta clase fue competida por el ascenso del proletariado (que prestaba servicio de  remeros en la flota)[77]; y eso impidió a los primeros adquirir suficiente seguridad para liberar a sus mujeres.

Fueron los rétores atenienses de este período, leyendo la Odisea con el anteojo de sus ideales femeninos mesocráticos, quienes originaron la interpretación tradicional, y banal, sobre la figura de Penélope. Interpretación que el prestigio cultural de Atenas impuso en Roma. Y que fue reforzada por la posterior cristianización de la cultura, con su propio ideal de mujer apartada de la vida pública, según el modelo de María.

Esta interpretación se internalizó socialmente con el detestable procedimiento de la pedagogía humanista, consistente en utilizar modelos clásicos para ejemplificar conductas éticas (según el código ético vigente al momento de utilizar el modelo; no al momento de haberlo creado); lo cual era considerado muy formativo para un joven que aspirase a ser “culto” y a desempeñar cargos de responsabilidad. Procedimiento  pedagógico que sólo en nuestro siglo XX se abandonó.

Parece llegado el momento de revisar tal interpretación tradicional.

P.S.:  No he hallado sentido a la inclusión en el poema del estrafalario episodio donde Ulises, tras matar a los pretendientes y pasar la noche con Penélope, abandona el palacio dejando allí a su esposa y los cadáveres; pero llevándose a Telémaco y los dos esclavos fieles que combatieron junto a él, para ir a casa de Laertes, en el campo, donde se propone presentar resistencia a los eventuales vengadores de la masacre[78]. En otras palabras, Penélope y sus esclavas son abandonadas completamente indefensas (y con ellas, las no desdeñables riquezas que aún quedan en el palacio), ante la multitud de doloridos y furiosos parientes, que sin duda (y no sin razón) culparán a la reina por la locura y la muerte de sus hijos.

¿Pertenecerá este episodio a un poema más antiguo en el cual Penélope, culpable ya sea de ambición política o de corrupción hedonista, no logra sortear el escrutinio de Ulises y es condenada por éste a enfrentar un caso mucho más extremo de la situación que ella misma anteriormente creara y para la cual estaba tan bien dotada; a saber, manipular una multitud mediante seducción y astucia?

En tal caso, la última recomendación de Ulises a su esposa no sería una tontería sino un sarcasmo cruelmente justiciero: “¡Mujer! Los dos hemos padecidos muchos trabajos: tú aquí llorando por mi vuelta tan abundante en fatigas; y yo sufriendo los infortunios que me enviaron Zeus y los demás dioses para detenerme lejos de la patria cuando anhelaba volver a ella. Mas, ya que nos hemos reunido nuevamente en este deseado lecho, tú cuidarás de mis bienes en el palacio /.../ y a ti, oh mujer, aunque eres juiciosa, oye lo que te encomiendo: como al salir el sol se divulgará la noticia de que maté en el palacio a los pretendientes, vete a lo alto de la casa con tus siervas y quédate allí sin mirar a nadie ni preguntar cosa alguna”[79].

Y toda sutileza sentimental entre los esposos, desaparecería. El poema sólo contendría un único juego de astucias guerreras, entre todos los protagonistas.




[1] Texto publicado en la Revista de Ciencias Sociales, No 40, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso, en 1.996. La presente es una versión revisada el 2.011,  de ese escrito.
[2] Profesor del Instituto de Historia de la misma universidad.

[3](Al prolongarse la guerra, la ciudad asediada gastó su tesoro en la obtención de aliados. Prácticamenteel único botín consistió en las armas y mujeres de los troyanos: las primeras sin duda bastante usadas; y las segundas, cuanto más bellas y valiosas –como Casandra- tanto mayor causa de trágicos conflictos con las griegas).
[4] (Su condición de “comunes” les viene a los conceptos de ser las únicas representaciones mentales totalmente transferibles de sujeto a sujeto mediante palabras, a su vez de uso común; palabras “del mercado” podría decirse. Otras representaciones mentales, incluso mucho más frecuentes que los conceptos, como son por ejemplo las imágenes, sólo pueden ser parcialmente transferibles mediante palabras; y por eso nunca son totalmente “comunes”).
[5] I, 338-249 (los números romanos indican Cantos de la Odisea y los números  arábigos indican versos, según la traducción de Luis Segalá, en ed. Juventud, Barcelona, 1960).
[6] XVIII, 224-233.
[7] Ilíada, III, 156-160; Esquilo, Agamemnón, estásimo II, estrofa III.
[8] XVI, 453-464; y XXI, 94.
[9] V, 117-143;  y X, 347-357.
[10] VI, 251-259;  y VII, 40-134 y 314-332.
[11] II, 87-132.
[12] XIX, 135-175 y 607-617.
[13] IV, 837-865.
[14] XXIV, 103-199.
[15] XVI, 118-140.
[16] IV, 757-803.
[17]  I, 245-264.
[18] XXI, 118-131.
[19] XI, 189-209.
[20] XIX,425-482.
[21] I,266-314.
[22] XIX, 5-22
[23] XVII, 298-312
[24] IV, 733-742.
[25] XX, 203-208.
[26] XVI, 406-412
[27] I, 123-136.
[28] I, 361-375;  y XXII, 371-389.
[29] XVI, 118-140.
[30] II, 87-132;  y XXIV, 111-199.
[31] La reina tenía buen motivo para desear esa simultaneidad, si ya sabía (tal vez por alguna danzarina viajera) que es más fácil seducir a muchos hombres agrupados en vez de a otros tantos uno a uno. Fenómeno hoy bien conocido en el mundo del espectáculo y que nosotros explicamos como una retroalimentación colectiva del estímulo.
[32] XXIV, 128-199
[33] XX, 1-18.
[34] XXII, 464-518.
[35] XIX, 135-175;  y XXIV, 128-199.
[36] Una reina griega preocupada por la desaparición de su esposo, no habría olvidado consultar algún oráculo famoso de la época, como Dodona (Odisea, XVIIII,  280-324). Si Homero, tan cuidadoso para resaltar los comportamientos “correctos”, no dice que Penélope haya tomado tal precaución antes de aceptar el cortejo (tampoco después), podemos asumir que ella no lo hizo.
[37] XVII, 298-312; y XIX, 483-492.
[38] I, 192-225; II, 167-183; XV, 169-191 y 565-575; XVII, 153-162 y 558-580; XIX, 39-44 y 528-577; XX, 68-133, 376-383 y 390-396; XXI, 155-165.
[39] XVII, 473-498
[40] XVIII, 95-112
[41] XVIII, 177-182
[42] XVIII, 271-299
[43] XIX, 135-175
[44] XIX, 528-600.
[45] XIX, 579-600.
[46] XIX, 218-231 y 266-269.
[47] XIII, 297-321.
[48] VIII, 530-545
[49] IV, 118-125
[50] XXII, 402-408, 466-469 y 533ss;  también  XXIII, 136-171.
[51] XXIII, 180-236
[52] XXIII, 100-127.
[53] Finley, El mundo de Odiseo (1.977), Fondo de Cultura Económica, México, 1.978, págs.  32-33.
[54] XXIV, 128-199
[55] XIX, 135-175
[56] II, 87-132
[57] XIV, 261-314; Ilíada, VI, 46-54 y XXI, 74-96.
[58] XXIV, 231-255.
[59] XV, 12-47.
[60] I, 254-264; XI, 54-91; XXIV, 38-102; Ilíada, XXIII.
[61] II, 352-363; XIV, 88-120; XIX, 326-350; XXI, 1-78.
[62] II, 87-132; XIX, 239-256; XXIV, 128-199.
[63] IV, 126-141; XX, 110-130.
[64] Ilíada, II, 188-206 y 211-277.
[65] II, 43-81; XV, 552-564; XVI, 118-140; XX, 40-47; XXIII, 117-127; XXIV, 111-126 y 443-455.
[66] XXIV, 128-199.
[67] XXIV, 128-199
[68] XIX, 239-265.
[69] I, 245-264.
[70] XI, 109-144.
[71] XI, 109-144.
[72] Ver, del autor,  “El viaje de Ulises: un rito  iniciático”, en Revista de Ciencias Sociales, no 39, Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso, 1995, p.368-369.
[73] Ver, de Mircea Eliade, Tratado de Historia de las Religiones, cap. VIII  no 112 y cap. X no 143
[74] Esquilo, Las Euménides, prologo, y Las Coéforas, Estácimo III, estrofa II.
[75] XIX, 404-482.
[76] Gilbert Pillot, El Código Secreto de la Odisea, Plaza y Janes, Barcelona, 1976.
[77] La flota era la vida Atenas, desde que ésta especializó su producción y se hizo dependiente del comercio a larga distancia, para alimentar a su creciente población. Los remeros, a su vez, eran el motor de la flota. Y eso les dio suficiente poder de negociación para que no pareciera realista seguir negándoles el voto. La opción de sustituirlos por esclavos hubiera requerido un poder  militar o bien económico, muy superior al que Atenas tenía.                                                
[78] XXIII, 363 ss. y XXIV, 429 ss.
[79] XXIII, 363-378

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