LA
TRANSFORMACIÓN ESPIRITUAL
La gran madre. Erich Neumann
Una
fenomenología de las creaciones femeninas de lo inconsciente
SOFÍA
En la unión de madre e hija, la díada de las
grandes diosas es capaz de transformar su original y radical vinculación al
carácter elemental hasta el punto de manifestarse también como un espíritu
femenino puro, la Sofía, la totalidad espiritual femenina, en el que toda
insensibilidad y pesantez quedan transcendidas. A partir de aquí, al díada ya
no conforma únicamente la tierra y el cielo de esa retorta que llamamos mundo,
ni la rueda cíclica que gira en su interior, sin también la máxima esencia y
destilación en que es capaz de transformarse la vida en este mundo.
Esta Sofía femenina, que en la flor alcanza
la suprema manifestación visible de su despliegue[i]
no se desvanece en su abstracción nirvánica de un espíritu masculino, sino que
su espíritu permanece en todo momento, como el perfume de aquélla, vinculado al
substrato terreno de la realidad. El recipiente de transformación, la flor, la
unión de las reunidas Core y Deméter, Isis, o las diosas lunares en las que el
lado luminoso vence a la noche de su propia oscuridad, son todas ellas
expresiones de esta Sofía, la suprema sabiduría femenina.
En el ámbito cristiana patriarcal la Sofía,
es cierto, se ha visto por principio relegada al último lugar por la divinidad
masculina[ii],
pero incluso aquí ha terminado por abrirse paso el arquetipo femenino de la
transformación espiritual. Así, en el poema de Dante la sagrada rosa blanca de
la Virgen es la última de las flores luminosas en manifestarse bajo el
estrellado firmamento nocturno como suprema revelación espiritual de lo
terrenal. En la Virgen con el cuarto creciente lunar a los pies, lo femenino
ocupa también el centro de las esferas terrenal y celestial. Otro tanto ocurre
en la imagen en que la Filosofía, una de las expresiones medievales de la
Sofía, reúne en su torno a las artes, adoctrina a los filósofos e inspira a los
poetas. Para nuestra sorpresa, su figura, oriunda del siglo XII, tiene todavía
tres cabezas, como la Hécate griega. Esta mujer sigue siendo la Gran Madre
incluso cuando encarnada en la Filosofía sostiene en su cuerpo el disco del
mundo con el zodíaco, los planetas, el sol y la luna (incluso en los detalles
la contrafigura exacta de la negativa rueda tibetana de la vida). Y la reina
que entronizada en el centro del paraíso, las virtudes y los evangelios, sostiene
a su hijo sobre el regazo es una vez más el sí mismo femenino como centro
creador del mandala[iii]
El simbolismo del recipiente hace acto de
presencia incluso en el estadio más elevado, donde adopta la figura el
recipiente de la transformación y del espíritu. El simbolismo matriarcal, pese
a los constantes esfuerzos del cristianismo por reprimirlo, se impuso más allá
del significado central del cáliz de la Última Cena y –mitológicmente- del
Grial.
El significado del baño por inmersión
precristiano es ya el del retorno al útero misterioso y lleno de las aguas de
la vida del Gran Femenino. El baño por inmersión, cuyo significado ritual ha
pervivido hasta nuestros días dentro de la tradición judía, se convierte en el
cristianismo en el baño bautismal de la transformación, que, como todavía se
aprecia en una imagen tardía , supone el retorno al huevo cósmico de los
comienzos. Debido a ello, la pila bautismal es un recipiente de transformación,
no solamente la copa del árbol de la vida, sino también la fuente de la vida a
la que el descenso de las aguas superiores del Espíritu Santo transforman en
recipiente alquímico de la renovación.
El paraíso es concebido también él como una
transformación “en el recipiente”. Pero al no estar vinculado el pecado
original con el árbol de la vida, sino con el árbol mortal del conocimiento, el
recipiente de vida del paraíso se convierte ahora, por obra de la caída, en
recipiente mortal de la transformación negativa que desciende hacia abajo,
hacia el mundo subterráneo y las abiertas fauces del infierno. Verdad es que el
recipiente sigue siendo todavía dentro de este contexto cristiano lo que
contiene los opuestos[iv], pero su
naturaleza es la de un recipiente inferior-receptivo que se limita a ser
fructificado por los poderes a él contrapuestos de lo alto, el Espíritu Santo,
la paloma o las aguas superiores. Al contrario que aquí, en la alquimia
observamos el renacimiento del original simbolismo matriarcal del recipiente
que contiene la totalidad. La discusión en detalle de este importante aspecto
de la alquimia pertenece a otro lugar; aquí será suficiente con que hagamos
referencia al simbolismo de una sola de estas imágenes. Se trata del viejo
huevo cósmico primigenio, el conocido símbolo de los orígenes del mundo matriarcal
que –como Gran Círculo- contiene el Todo. Su fundamento está constituido por el
dragón caótico de la materia y su nivel más elevado por el espíritu –otra vez
teriomórfico-, que como paloma, como “Pájaro-Espíritu Santo”, es la
quintaesencia de lo que eclosionará de este huevo. El desarrollo que conduce
hasta él está indicado por dos símbolos de crecimiento. Los árboles del sol y
de la luna aluden a los principios masculino y femenino de la tensión
antitética que ha de ser sintetizada, y el entrelazamiento y gradual
escalonamiento de las tres figuras del cuerpo, el alma y el espíritu,
simbolizan la transformación ascendente dentro del recipiente del Gran
Femenino. Sobre la figura del espíritu, cuyos brazos extendidos abrazan los
opuestos, vuela el pájaro superior, que como principio espiritual supremo es el
pájaro de la Gran Madre, la paloma del Espíritu Santo.
El principio alquímico del crecimiento está
también simbolizado en otras muchas imágenes por la serpiente ascendente. La
serpiente es a menudo –no sólo en el relato del Génesis- el “espíritu” tanto
del árbol como del recipiente. La unión de serpiente y vara, cuya aparición se
remonta ya al Egipto predinástico, aparece en muchos mitos como el espíritu
divino, con frecuencia ambiguo, pero siempre numinoso, de un proceso de
crecimiento cuya finalidad es inaprensible para la consciencia. Este fenómeno
gobierna tanto el simbolismo de la “caída” que conduce a la conciencia como el
de la alquimia.
En nuestra imagen el proceso de
transformación que asciende del recipiente está representado por el árbol-pilar
en torno al que se enrosca la serpiente doble de los opuestos que han de ser
reconciliados. Este árbol es coronado por una reina-mercurio que sostiene un
cetro en su mano. Este cetro es una combinación de la vara curativa rodeada por
las serpientes de Hermes-Esculapio y el cetro flordelisado que ya en Creta
fuera símbolo de la diosa y de la reina. La bisexualidad de Mercurio se
corresponde aquí con el hermafroditismo urobórico del Gran Femenino, en el que
están hermanados la figura de la diosa virgen (el lirio) y el carácter de la
transformación y la curación engendradoras (el caduceo de Hermes).
Ambos símbolos reaparecen en una tardía
Anunciación renacentista. En ella el ángel sostiene la vara de la fecundación
salvífica, mientras que junto a María se encuentra el recipiente que ella misma
es. El cuerpo de este recipiente sirve de soporte a la hostia con el nombre del
hijo divino, y sobre ella descuella el lirio de la diosa virgen cretense. Este
recipiente es él mismo la diosa que lleva en su seno al niño divino y solar, y
María –sin que el artista hubiera abrigado esta intención de forma consciente-
se convierte una vez más en labiosa de los comienzos.
Como recipiente re-alumbrador de la
transformación superior, el recipiente femenino es el recipiente de la Sofía y
del Espíritu Santo. Él no sólo da cabida en su interior a lo que ha de
transformarse para espiritualizarlo y divinizarlo –como la crátera de la
gnosis- sino que es también el poder nutricio del que vive lo que se ha
transformado y renacido.
Como penetraba en el estadio elemental
inferior el torrente nutricio de la tierra en el animal y la fuerza fálica del
torrente de los pechos en la boca receptiva del niño, en el estadio de la
transformación espiritual recibe el adulto la “leche virginal” de la Sofía.
Esta Sofía es también “el espíritu de la esposa” del Apocalipsis, de los que se
ha escrito:
Quien tenga
sed, que se acerque; el que quera, coja de balde agua viva,
Así como la inspiradora esencia creadora que,
como en nuestra imagen, da de beber a criaturas terrenas y supraterrenas.
En este supremo estadio aparece un símbolo
nuevo, en el que los caracteres elemental y transformador del alimento alcanzan
su nivel espiritual más elevado: el corazón fontanal de la Sofía, el alimento
del centro. Este torrente central mana de la Sofía tanto en la imagen de la
Filosofía como en las de la Ecclesia
o la madre cósmica india. Se torna así visible un “órgano” nuevo del que como
pecho cordial fluye alimentando al espíritu la sabiduría del sentimiento y del
centro –y no la de la cabeza y de lo alto-.
En este estadio, el Gran Femenino va
perdiendo de forma cada vez más acusada su carácter arquetípico original de
diosa para convertirse, al menos a primera vista, en concepto y alegoría. La
Sofía, la Filosofía y, dentro ya del ámbito judía, la Torá, la doctrina, y la
Hokhmah, el símbolo cabalístico de la sabiduría, tienden en esta dirección,
mientras que en la Shekinah, la gloria de Dios que vive en el exilio, y en su
personificación, la Raquel que llora por sus hijos, se mantienen o vuelve a
imponerse su carácter más personal.
Pero este tipo de símbolos intelectuales,
como por ejemplo el de Maat, la diosa egipcia de la sabiduría, no tienen por
qué ser producto de una época tardía. Por el contrario, su aparición parece
situarse en los mismos inicios de la evolución del espíritu humano, que empieza
acentuando la figura simbólica visionaria y finaliza en el concepto abstracto.
En psicología hablamos de la ley de la
compensación, aludiendo con ella a la ley por la que lo inconsciente, en sueños
y visiones, en sus reacciones y en tendencias suyas que imprimen una
determinada dirección a los actos, compensa la unilateralidades y desviaciones
enfermizas de la personalidad centrada en el yo y dirigida por la conciencia. Esto
significa que el estrato profundo del que proceden los todopoderosos impulsos e
instintos que amenazan al yo, constituye también el origen de influencias cuya
finalidad es auxiliarlo en su redención.
Las investigaciones de la psicología profunda
han demostrado que la conciencia es, junto con sus conquistas, un “hijo” tardía
de lo inconsciente y que la evolución de la humanidad en general, y de la
personalidad Jumana en particular, ha discurrido –y debe discurrir- siempre en
una dependencia positiva con respecto a las fuerzas espirituales latentes en lo
inconsciente. El hombre contemporáneo experimenta así en un nuevo plano lo
mismo que ya experimentara el primitivo avasallado por sus intuiciones. En lo
inconsciente del poder femenino procreador y nutricio, protector y
transformador de las profundidades, opera una sabiduría que es infinitamente
superior a la de la conciencia diurna y que, sea o no llamada, interviene en la
vida humana con el fin de dirigirla y salvarla a través de la visión y el
símbolo, el ritual y la ley, la poesía y la intuición de la verdad.
Esta sabiduría femenino-maternal no
constituye un saber abstracto y “desinteresado”, sino una sabiduría de la
vinculación amorosa. Al igual que lo inconsciente reacciona y responde, al
igual que el cuerpo “reacciona” en forma viva tanto a los venenos como a los
buenos alimentos, la Sofía no es una divinidad a la que su lejanía numinosa y
radical trascendencia con respecto al mundo volvieran inaccesible al ser
humano, sino una divinidad viva y cercana, amable y siempre presente, presta a
intervenir y a la que se le puede invocar en todo momento.
De ahí que como poder espiritual la Sofía ame y
salve, y que su corazón torrencial sea al mismo tiempo alimento y sabiduría.
La
vida nutritiva que ella comunica es la vida del espíritu y la transformación,
y no la de la apatía o la de un permanecer presa de lo inferior. Como
madre-espíritu, la Sofía no está interesada primariamente, como la Gran Madre
del estadio elemental, en el lactante, el niño y la persona inmadura, a los que
por esa misma razón retiente ella en dichos estadios, sino que como divinidad
del Todo y gobernadora de la transformación que progresa desde el estadio
elemental al del espíritu lo que ella busca son personas completas,
personas que hayan recorrido la totalidad del trayecto vital comprendido entre
ambos estadios.
En la evolución patriarcal y
masculino-monoteísta tendente a la abstracción del Occidente judeo-cristiano,
la figura de la diosa femenina de la sabiduría fue destronada y reprimida. Si logró
sobrevivir fue sólo en secreto, la mayor parte de las veces por vías heréticas y revolucionarias. Seguir sus
huellas transciende los límites de nuestra tarea. Aquí no podemos exponer ni la
supervivencia de la Gran Madre en la bruja, ni su retorno en el Renacimiento,
ni su reaparición hasta la Edad Moderna. Tendremos que contentarnos con
ilustrar la irreprimible vitalidad arquetípica de la Gran Madre con la ayuda de
algunas imágenes del ámbito cristiano.
La Vierge
ouvrante, a primera vista la familiar y discretísima madre con el niño,
descubre, al abrirse, el herético secreto encerrado por su seno: el Dios Padre
y el Dios Hijo que en apariencia condescienden graciosamente a admitir en su
morada de señores celestiales a la madre humillada, terrenal y “nada más que
femenina”, están en realidad contenidos en ella, son en realidad “contenidos”
de su seno omnicomprensivo.
Pero la naturaleza continente del carácter
elemental de la Gran Madre no sólo vive en ella o en las numerosas “Vírgenes
protectoras” que acogen bajo su manto extendido a una humanidad necesitada de
auxilio. Su aparición, esta vez casi subrepticia, se produce en otro motivo del ámbito cristiano. En las
representaciones de la Virgen con santa Ana y el niño Jesús, la unión del “grupo
femenino” de la madre, la hija y el niño, de Deméter, Core y el hijo divino,
reaparece en toda su grandeza mítica. Y con frecuencia el carácter filiar y de
Corre de la Virgen con respecto a santa Ana, la Gran Madre, se subraya también
externamente, sentándose a la Virgen con el niño sobre el regazo de santa Ana
como si fuera una niña pequeña.
Contrariamente a la evolución propia de
Occidente, donde el elemento patriarcal vino casi siempre a soterrar y en
muchas ocasiones poco menos que a extinguir al matriarcal, en el ámbito
asiático el substrato matriarcal ha dado prueba de una fortaleza tal, que en la
mayor parte de los lugares el paso del tiempo se ha saldado, si no con la
anulación, sí con una considerable relativización del estrato patriarcal impuesto
sobre él. Este extremo puede comprobarse no sólo en la evolución del hinduismo,
sino también en el budismo patriarcal, caracterizado por su tendencia a la
abstracción y por su hostilidad a la naturaleza. Aquí, Kuan-yin es la diosa que
“escucha los gritos del mundo” y sacrifica su budeidad por amor a sus
padecimientos, la Gran Madre en su aspecto de amante Sofía.
En la India la antigua diosa matriarcal no
sólo logró abrirse camino en el curso de la evolución en el tantrismo, en la
figura de Shakti, el poder femenino primigenio, sino que en términos generales
se puede decir que volvió a reconquistar su sitio como Gran Madre y “Gran
Círculo”. La misma Kali india, en su aspecto no terrible sino positivo,
constituye una figura espiritual cuya libertad, superioridad e independencia
carecen de parangón en la cultura occidental. Y el significado de la figura
divina que como “blanca Tara” simboliza la forma suprema de la transformación
espiritual inducida por lo femenino, llega aún mucho más lejos.
Tara es celebrada como “la que conduce (tarani) más allá de la oscuridad de la
confusión en el ánimo de todos los yogis como la fuerza causal del autodominio
y la liberación “. Mientras que en “el estadio inferior” es la protectora y
redentora, tarati it Tara –la que conduce
felizmente al otro lado, de ahí que se llama Tara”-, en el superior es la que
conduce fuera de la ilusión cósmica, el samsara,
que ella misma ha creado en su aspecto de Maya. Así, Tara “es la quintaesencia
surgida al batirse el mar del conocimiento”.
Como la
“redentora” (Tarini), La Gran Maya se
enrosca en un eterno abrazo amoroso entorno a Chiva, el “imperturbable”, quien
en la cristalina intocabilidad de su meditación yoga representa de manera
excelsa la actitud del liberado…
Como la
“perfección del conocimiento”-prajna
paramita- que confiere la iluminación y el nirvana, Tara es la femineidad
sublime en el ciclo de los buddhas y bodhisattvas, especialmente reverenciada
en el Tibet matriarcal…
En el
budismo tántrico asciende a la cumbre misma del panteón: como prajna paramita es la madre de todos los
buddhas; en realidad, no significa otra cosa que la misma iluminación por la
que se alcanza la budeidad; param ita;
(habiendo= “curzado (ita) a la otra
orilla (param)”, transporta sobre el
torrente del samsara a la orilla del nirvana. El signo que la distingue como
la sabiduría de la iluminación es el libro sobre el loto junto a su hombro, mientras que sus manos forman el círuclo de la contemplación
interna de la doctrina verdadera (dharma-cakra-mudra)
La Gran Maya
hechicera ue encadena a todos los seres con placer a los horrores del samsara no puede ser tachada de culpable
por tentarlos con la existencia de las innumerables formas que Todo lo abraza,
con el océano de la vida de cuyos terrores ella se esfuerza una y otra vez por
salvar a algunos como “señora de los barcos”, mientras el entero océano de la
vida no es más que el juego de
rielar y ondear de su Shakti. De estas olas de la vida presa en sus propias redes
emergen siempre individuos maduras para la liberación: como capullos de loto
que, en la metáfora del Buddha, se alzan sobre la superficie de las aguas y
abren sus pétalos a la inquebrantable luz del cielo.
Ella no es sólo el poder de la divinidad en
la rueda de la vida que girando como un torbellino reitera el ciclo global de
los nacimientos y las muertes, sino también el poder del centro que, dentro de
ese mismo ciclo, apremia a la conciencia y al conocimiento, a la transformación
y a la iluminación.
Tal y como se dice en la plegaria que Brahma
eleva a la Gran Diosa:
Tú eres el
espíritu prístino cuya naturaleza es bienaventuranza; tú eres la naturaleza
última y la clara luz del cielo que ilumina y quebranta el autohipnotismo del
terrible ciclo del renacimiento, y tú eres la que envuelve por siempre al
universo en tu propia y profundísima oscuridad.
Pero esta iluminación no es como un rayo que
cayera del cielo iluminándolo todo con su luz, sino un elemento vivo que hunde
primero sus raíces en el subsuelo pantanoso de las profundidades, que se abre paso
luego lentamente y en cerrado capullo a través de las aguas llenas de
luminosidad de la vida, y que sólo al final, como el loto al extender sus
pétalos, se abre “a la inquebrantable luz del cielo”.
Como la humanidad misma se despliega también
el Gran Femenino dentro de ella: al principio la diosa de los tiempos remotos,
asentada sobre sí misma en la apatía de su carácter elemental, ignorante de
todo lo que no sea el misterio interno de su cuerpo; al final la Tara que
sostiene en su mano izquierda el loto en flor del despliegue anímico y extiende
su diestra hacia el mundo en gesto de obsequio. Con sus ojos entrecerrados, su
meditación atiene tanto al mundo interno como al externo: una imagen eterna del
espíritu femenino redentor. Juntas, ambas forman la unidad deliran Femenino,
que en la totalidad de su despliegue llena el mundo desde el estadio más
inferior, el elemental, hasta el más elevado, el de la transformación
espiritual.
Así, en la imagen de la Trimurti india tropezamos como estadio más profundo con el símbolo
terrenal de la tortuga materna; sobre ella descansa la Gran Madre Terrible, el
cráneo del que brotan las dos llamas de los opuestos, y sobre ésta la Gran
Madre Sofía, el loto. Al respecto escribe Jung:
El conjunto
se corresponde con el opus de la
alquimia, donde la tortuga es la massa
confusa, el cráneo el vas de la transformación, y la flor el símbolo del sí-mismo o totalidad.
Sin embargo, todos estos símbolos, tortuga,
recipiente mortal y flor, son símbolos matriarcales e transformación del Gran
Femenino. Con leves modificaciones, todos ellos reaparecen en la imagen de
nuestra Tara, en la que están comprendidos todos los estadios de la
transformación.
Cada una de las fases de la transformación
tiene como fundamento la unidad del loto y de la cobra, del poder de la vida y
del poder de la muerte. La base está formada por el mundo ciego de la tortuga,
el dominio lunar de la tierra y del agua; sobre él descansa el árbol de la vida
al que rodean los dos dragones de la vida disociada en los opuestos. La copa de
ese árbol está formada por el segundo loto, sobre el que se yergue orgulloso y
lleno de poder el león solar del espíritu masculino nacido de él. Sin embargo,
sobre el león, pero ya no cabalgándolo, sino entronizada en su propio loto, se
eleva la diosa, la Sofía-Tara. Esta última está rodeada por la llameante
gloriola de un círculo espiritual, en el que, empezando ya por el león, la vida
animal del mundo inferior se transforma en una luz vegetal, la iluminación
crecida y creciente que es características de su naturaleza. Las manos de la
diosa están llenas de flores, y sobre ella se extiende el dosel de fuego de la
luz tachonado de flores estelares de plata. Este dosel es ella misma: luna,
loto y tara del conocimiento supremo.
Hemos ido familiarizándonos con los estadios
de la autorrevelación del sí mismo-femenino en su objetivación en el mundo de
los arquetipos, símbolos, imágenes y ritos, como un mundo eterno e histórico.
Los reinos ascendentes de símbolos en los que se lo femenino se torna visible
con sus caracteres elemental y transformador como Gran Círculo, Señora de las
plantas y de las bestias, alumbradora del espíritu y Sofía nutricia, se
corresponden con estadios del auto despliegue de la esencia femenina. Esta
última se manifiesta en la mujer como “Eterno Femenino” y es infinitamente más
que cada una de las mujeres en que se encarna terrenalmente y que cualquiera de
sus manifestaciones vivas o simbólicas. Pero estas manifestaciones del Gran
Femenino en todas las épocas y culturas, y en la totalidad de los seres humanos
de los tiempos prehistóricos e históricos, aparecen también en la realidad viva
de la mujer moderna, en sus sueños y visiones, en sus obsesiones y fantasías,
proyecciones y relaciones, fijaciones y trasformaciones de la personalidad.
La Gran Diosa –resumiendo con este nombre lo
que hemos intentado exponer como la unidad y multiplicad arquetípicas de la
esencia femenina- es la encarnación del sí mismo femenino que se despliega
tanto en la historia de la humanidad como en la historia de cada mujer individual;
su realidad determina lo mismo la vida individual que la colectiva. Este mundo psíquico
arquetípico reunido en las múltiples figuras de esta Gran Diosa,, es el poder
oculto en el trasfondo que todavía en nuestros días –en parte con los mismos símbolos
y en el mismo orden evolutivo, en parte con modificaciones y variaciones dinámicas
– sigue determinando la historia anímica de la humanidad moderna y, sobre todo,
de la mujer moderna.
[i] K.Kerényi
“Hermes der Seelenführer_ Das Mythologems vom mannlichen Lebensurprung_
Eranos-fahrbuch 1942, IX. Pg. 90
[ii] Herbert J.A
Rose, A Handbook of Greek Mythology, London, 1950, pg. 265
[iii] Para el
significado psicológico del
mandala cf. Los trabajos de Jung y su escuela. Para el simbolismo del
mandala cf. Sobre todo Jung y Wilhelm, Das Geherimnis del Goldenen Blüte,
Zürich, 1929
[iv] Cf. Jung
Psychologie and Alchemie, índice s.v. “Antítesis”, y Der Geist Mercurius, en
Symbolik des Geistes, Zürich, 1953 [El espíritu Mercurio, OC 13]