lunes, 25 de junio de 2012

Ifigenia, sacrificio y sacerdotisa


IFIGENIA, SACRIFICIO Y SACERDOTISA 

Eduardo Casas



1. El sacrificio de una hija
Un nombre es un destino. Ciertamente el nombre Ifigenia –de quien ahora narraré su historia- significa “mujer de raza fuerte” confirmando, precisamente, su incomparable personalidad. Ella era hija del rey Agamenón y la reina Clitemnestra. Su padre fue el jefe que comandó las tropas de la guerra de toda Grecia contra Troya, la cual terminó con la destrucción total de esa ciudad. El rescate de Helena, la hermosa reina de Esparta, que había sido raptada, era el cometido de esa expedición. Tal vez por eso, hay quienes dicen que Ifigenia ha sido hija de Helena, concebida cuando ésta fue, en razón de su belleza, retenida por el héroe llamado Teseo. Dicen que Agamenón y Clitemnestra sólo fueron los padres adoptivos que la criaron.
Esta versión no es la que comúnmente más se apoya. La historia oficial afirma que Ifigenia era verdadera hija de Agamenón, lo cual hace que su legenda sea aún más dramática.
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El rey Agamenón se había ganado la cólera de la virgen y diosa Artemisa, la cazadora, protectora de los animales salvajes. Venerada por las mujeres jóvenes, guardiana de la virginidad y fiel ayuda en los partos. Ella era una eximia cazadora que portaba arco y flechas. El ciervo y el ciprés le estaban consagrados. Se comenta que fue Agamenón quien mató un ciervo sagrado de la diosa, alardeando ser mejor cazador que ella. Hay quienes, disculpando a Agamenón, afirman que fue uno de sus hombres quien dio caza al venado sagrado.
Para la diosa Artemisa resultaba lo mismo si era Agamenón o uno de sus hombres quien lo había ejecutado. Desde entonces ella juró cruel venganza. Sólo tenía que ser paciente y esperar el tiempo oportuno. Todo llega cuando se trata de saldar deudas pendientes: los dioses nunca olvidan. A ella, no le importaba esperar. Sólo le interesaba poder cobrarse la vida de su ciervo consagrado.
Si uno espera las circunstancias favorables, la venganza viene sola. Para la diosa, la sangre reclamaba sangre. Como eximia cazadora, sabía que el precio de una venganza siempre es caro. Nadie está nunca está dispuesto a pagarlo. Por eso, ella estaba decidida a tomarlo. No importa lo que costara.
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El tiempo pasaba impiadosamente rápido. Cuando los reyes griegos se complotaron para destruir la ciudad de Troya, el camino por mar dependía siempre de los vientos favorables. Agamenón, capitaneaba una inmensa flota. Nunca hasta entonces se había visto algo igual. Eran más de mil barcos y más de diez mil hombres.
De pronto, como por un designio divino, los vientos cesaron de soplar. Todo quedó pesado, detenido y estancado. Se llegó a un punto en que los navíos tuvieron que parar. Nadie sospechaba que Artemisa, la diosa, tenía poder para detener y sujetar los indomables vientos.
Impaciente por llevar días sin poder zarpar, Agamenón consultó al adivino Calcante, conocido también simplemente como Calcas, el cual reveló el secreto de la diosa y además también manifestó su voluntad. Ciertamente Agamenón nunca hubiera querido escuchar ese deseo divino. El precio de la venganza de la diosa estaba a punto de cobrarse de la manera menos esperada.
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Calcante era un poderoso y célebre vaticinador. Nieto del polifacético dios Apolo, divinidad de la luz, el sol, la verdad, la profecía, la medicina, la curación, la música, la poesía y las artes. Apolo era hermano mellizo de la diosa cazadora, Artemisa. Fue Apolo quien -a su nieto- le comunicó el don de la profecía.
Calcante era el profeta autorizado y reconocido para anunciar todo lo referente a la Guerra de Troya y sus héroes. Fue él quien predijo que la contienda duraría diez años, el que aconsejó también la construcción del famoso Caballo de Troya y quien anunció el azaroso regreso de los vencedores a su patria. Algunos afirman que llegó a predecir hasta el mismo día de su propia muerte. Otros dicen que murió tras una competencia de hechicería a manos de un profeta rival.

Cuando fue consultado en esta ocasión, el adivino reveló un oráculo según el cual la diosa Artemisa tenía una deuda pendiente con el rey Agamenón por lo cual estaba reteniendo los vientos del mar obstaculizando el camino del monarca. La única forma de apaciguar a la diosa era derramando sangre. Debía sacrificar, en un altar en honor a la diosa Artemisa, nada menos que a Ifigenia, la hija del rey Agamenón.
Así como la diosa amaba la vida de sus ciervos sagrados, los cuales les estaban dedicados y uno de ellos había sido sacrificado por el orgullo presuntuoso del rey al querer destacarse como el mejor cazador; de manera semejante, el precio de su ostentación y de su profanación sólo se saldaría con la vida sagrada de Ifigenia. No había otra opción. Los vientos sólo volverían a estar libres y desatados sobre la superficie de las aguas si había derramamiento de sangre inocente.
El rey –ante semejante anuncio- quedó estupefacto y mudo. No podía creer semejante pedido. Al principio rotundamente se negó. Se sintió horrorizado, asqueado y escandalizado. Le parecía injusto que su hija pagase por la vida de un ciervo que, si bien pertenecía a la diosa y era consagrado, no obstante seguía siendo un animal. No había punto de comparación. Sin embargo, entendía que los dioses tienen caprichos vividos como extravagantes lujos.
La diosa –no obstante- permaneció inamovible en su voluntad. No había posibilidad de revocar tal decisión. El tiempo de los dioses que todo lo cobra con su extrema paciencia, había llegado a su fin. Ahora el precio era la sangre. El tiempo de espera de la diosa tenía el precio de la sangre ajena, sangre joven e inocente. Así como el rey Agamenón, irresponsablemente había derramado sangre sagrada, ahora él tenía que sentir lo que antiguamente había sido el sufrimiento de la paciente diosa.
Mientras tanto, el mar seguía quieto. Tan inmóvil que no parecía una pesada masa acuática. Se asemejaba a un duro metal brillando a la luz del implacable sol.
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Los días seguían pasando cargados, sin la más mínima brisa, cosa inaudita en el mar. La tripulación comenzó entonces a impacientarse demasiado. El aire permanecía quieto y denso. Nada se movía. Ni siquiera había olas. Todo el ejército comenzó a protestar. El cansancio, el hambre y la sed se empezaron a sentir. El rey Agamenón no quería, ni siquiera remotamente considerar la posibilidad transmitida por el adivino agorero; sin embargo, los miles y miles de soldados griegos no podían seguir permaneciendo allí, estancados. Comenzaron a quejarse y presionar.

El rey sabía que, desde tiempos antiguos, estaba en falta con la diosa. Lo que nunca sospechó fue el precio de esa terrible venganza divina. Los dioses encuentran placer en tales prácticas. Suelen hacer sentir así su poder a los mortales.
Cuando se llegó al límite de la paciencia por tal exasperada situación y la inmensa cantidad de navegantes ya no podía dar más en su ánimo, el rey Agamenón –con todo el dolor de su alma- no tuvo otra opción que empezar a considerar el precio de tal pedido divino. Sin querer pensarlo demasiado, no tenía otra opción –en tales circunstancias- que ceder a tal extrema solicitud. Por lo tanto, con el dolor de rey y de padre, consintió –con su corazón partido- en hacer tal sacrificio.
Mandó a uno de sus hombres de confianza para llamar a su hija que se encontraba en la corte, con su madre, con el pretexto de prometerla al mayor de los héroes griegos, Aquiles, como futuro esposo. Cuando ella llegara, ignorando el verdadero propósito, sin saber que se convertiría el sacrificio vivo y humano para la diosa Artemisa, el vaticinador Calcante sería el encargado de inmolarla en el altar que se construyó especialmente para tal solemne y triste ocasión.
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Cuando después de varios días, vio a su hija felizmente acercarse, corriendo a los brazos de su padre para saludarlo tras la larga ausencia debido a su periplo hacia a Troya, el rey Agamenón lloró amargamente, apretándola fuertemente en sus brazos. El amor y la culpa se le hicieron un nudo en la garganta. Todos los hombres, silenciosos, estaban expectantes. El cielo y el mar continuaban en un espesa y profunda calma que inquietaba de una manera algo siniestra. Todo permanecía en sosiego. Nada se movía. Las velas de los navíos, quietas y los rostros, desanimados.
Calcante, con una respiración agitada y sonora, entre sus ropas, escondía una larga y filosa daga. El rey Agamenón -al dar besos de bienvenida que, en realidad, eran de despedida a su hija- no conseguía observarla sin ver, sobre ella, la sombra de la venganza de la diosa Artemisa.
Con la sangre de Ifigenia venía para el rey y su tripulación la promesa divina de obtener vientos favorables para zarpar a destino. Sólo la sangre vertida, desataría libremente a los vientos.
Al llegar al lugar indicado, su padre la tomó y la llevó suavemente del brazo hasta Calcante, quien silenciosamente la condujo hasta el altar. La joven creía que allí sería desposada con el valiente y apuesto Aquiles. Se preguntaba cuál de todos esos hombres que la miraban de una manera extraña sería su prometido. Intentó adivinarlo, contemplando sus rostros. Sólo captó tristes miradas de benevolencia y despedida. Algunos de esos rudos hombres tenían la mirada empañada y húmeda de emoción. Miró a su padre y éste parecía que también tenía algo del agua de mar en sus ojos acuosos. Cuando ella posó su mirada en la de él, parecía que el rey la abrazaba con su mirada, triste y dulce a la vez, luego el soberano miró al adivino Calcante, asintió con su cabeza, moviéndola casi imperceptible y levemente y cerró los ojos. Después de unos minutos interminables, los abrió y miró hacia el cielo. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre su pecho. La sal de esas lágrimas se confundieron con la sal del agua del mar. En ese momento su pensamiento, casi sin poder evitarlo, fue hacia aquél lugar paradisiaco donde estaba un hermoso y joven ciervo que una vez mató simplemente por puro placer.
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A Ifigenia le comenzó a parecer extraño aquél ritual de compromiso para los esponsales. Calcante, inmutable, la recostó sobre el altar. Luego cuatro hombres fuertes se aceraron. Allí fue cuando la joven comenzó a sentir temor, aunque trataba de tranquilizarse ya que nada malo podía pasar estando su padre. Los soldados la tomaron y la sujetaron de pies y manos. Su respiración comenzó agitarse. Presintió que algo extraño ocurría. Volvió a pensar que nada raro podía pasar. Su padre, el jefe de todos esos hombres, estaba allí. Lo buscó con su mirada, incómoda por la posición física en la que estaba, cuando al fin lo pudo ver, su padre tenía los ojos cerrados. Eso le pareció aún más extraño. Algo estaba ocurriendo. Algo estaba saliendo mal. ¿Por qué el rey estaba como ausente en el casamiento de su hija? Tal vez, él no lo haya querido o no haya estado convencido pensaba Ifigenia. Tampoco podía ver a Aquiles, su prometido. Nadie festejaba. Todo era silencio. Aquél ritual parecía más la despedida de un muerto que el festejo de un compromiso.
Mientras ella pensaba en todo esto, los hombres robustos comenzaron a sujetarla más fuertemente, impidiendo la totalidad de sus movimientos. Al no poder entender lo que estaba pasando, un horrible presentimiento que se le cruzó por la cabeza. Empezó a gritar para que su padre, abriera los ojos, la oyera y la defendiera. No sólo que su padre no abrió los ojos sino que tampoco parecía escucharla. Un soldado le tapó la boca. Ella, antes de cerrar sus ojos, sin comprender lo que estaba pasando y sin entender por qué su padre lo estaba permitiendo y consintiendo, vio -con el reflejo del sol- un haz plateado en la mano de Calcante que, solemnemente, se levantaba sobre ella. Luego… no sintió nada.
En medio de aquél silencio que nuevamente reinaba, de pronto, un viento comenzó a soplar sobre el extenso manto de un mar que recién ahora comenzaba a moverse.
2. Los destinos de una familia singular.
Hay quienes aseguran que el sacrifico se realizó y que la sangre de la joven se mezcló con el agua salada del mar, tiñéndola de rojo. Esta inmolación martirial de Ifigenia, en la flor de su juventud, siendo aún doncella, se convirtió en la futura justificación del crimen que su madre, Clitemnestra, cometió contra su marido, cuando él regresó victorioso después de la guerra de Troya. La reina vengó así la muerte de su hija ya que transcurridos los meses, Ifigenia no volvió, ni tampoco llegaron noticias de su compromiso. Sólo se sabía que su prometido, Aquiles, seguía luchando en tierra extranjera. Se confirmó así, en la corte, la sospecha que muchos decían: que su hija había sido sacrificada por la ambición de su padre, en el intento de derrotar a Troya.
Clitemnestra no podía dar crédito a semejante versión. Sobre todo sabiendo del afecto que su esposo le tenía a Ifigenia. No podía creer que -por deseos políticos- él sacrificara todo, incluso la vida de su propia hija.
Corrieron también otros comentarios que han sido, finalmente, los que prevalecieron. La mayoría de los hombres presentes, en aquél extraño ritual, sostienen que -cuando el sacrificio se iba a realizar- la diosa Artemisa, queriendo poner a prueba a Agamenón y no permitiendo que se derramara sangre humana de una víctima inocente, se apiadó de la joven e hizo aparecer, entre los presentes, un ciervo perdido. Otros dicen un ternero, un toro y hasta un oso. Lo cierto es que tales animales no frecuentan la cercanía del mar y, sin embargo, milagrosamente, allí estaba la que sirvió como verdadera víctima del sacrificio.
Los dioses suelen cambiar de opinión y tener conductas extrañas. De hecho siempre hacen aquello que desean. Cuando apareció el animal, merodeando el altar del sacrificio, los hombres que estaban presenciando el ritual interpretaron que la diosa Artemisa quería la sustitución de Ifigenia. La aparición del animal fue un presagio de que la diosa no deseaba el sacrificio de la joven y que la ofensa de su padre quedaba saldada.
En ese momento, algunos hombres tenían los ojos cerrados por no querer mirar el sangriento acto; otros, estaban distraídos observando la aparición del ciervo, lo cierto es que, en medio, de la distracción, la joven despareció, no se sabe bien cómo, ni por obra de quién.
Se comentaba que la diosa, milagrosamente, la trasladó a otro lugar donde oficia de sacerdotisa en su templo como virgen consagrada. Allí tiene el ingrato oficio de sacrificar a los náufragos extranjeros que llegan a la costa. Se sabe que a los habitantes de esas tierras no les agradaban los extranjeros. Ifigenia no entendía esa especie de fobia étnica, no comprendía esa discriminación en razón de la raza. Le parecía irracional. Sin embargo, no tenía opción. Si la diosa le había perdonado la vida e indultado el crimen a su padre, no podía menos que estar al servicio de ella, dedicada en cuerpo y alma, obedientemente.
Ifigenia pasó largos años en ese lugar siendo sacerdotisa del templo. Nunca más supo nada de su familia. Le repugnaba tener que sacrificar a los pobres extranjeros, le recordaba su infortunado destino. También ella estuvo en un altar a punto de convertirse en ofrenda divina. Ahora era quien todos los días le obsequiaba a la diosa su ofrenda, viviendo en una perpetua consagración.

Nunca más supo de Agamenón, su padre, ni de su prometido –Aquiles- ni siquiera de su propia familia. Nunca más supo de nadie. A menudo, para consolarse, pensaba que había sido elegida por la diosa Artemisa, lo cual era ciertamente un honor; no obstante, no podía evitar de reflexionar qué otro sería su destino si se hubiera convertido en víctima de la diosa o, incluso, en esposa del famoso héroe. Ahora, sin haber elegido, estaba en tierras lejanas, en un templo inmenso donde las voces subían como ecos que se multiplicaban en un espejo infinito de sonidos. Ella permanecía siempre parada y muda, con la mirada perdida y el corazón ausente, junto a un altar con olor a sangre extranjera que le manchaba las manos y la túnica blanca. En ese remoto país y en ese lugar sagrado siempre se sentía una extraña.
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Ifigenia se había convertido en una mujer sin pasado. Nada había de su memoria, sus raíces y su familia. Orestes y Electra eran hermanos de Ifigenia. Un día Orestes recibió la revelación en el oráculo de Delfos del dios Apolo, el hermano gemelo de Artemisa, que debía trasladarse a una tierra extranjera donde se erigía uno de los santuarios de la diosa. Allí debía apoderarse de la imagen que, según la tradición, había caído del cielo.
El motivo por el cual el oráculo enviaba a Orestes a aquella tierra era el siguiente: cuando Ifigenia, la hija mayor de Agamenón, había de ser sacrificada, la diosa Artemisa, substrayendo a la muchacha de la mirada de los griegos, la llevó a través de tierras y mares, hasta su santuario, en tierra extranjera. Allí fue nombrada sacerdotisa y debía cumplir la costumbre de aquel pueblo: sacrificar a la diosa todo extranjero que llegará. La mayoría de las víctimas eran griegos, compatriotas suyos. Lo cual aumentaba aún más su dolor.
La joven había transcurrido muchos largos años lejos de su patria, no sabiendo nada de la suerte de su casa. En aquella ocasión, llegó corriendo un pastor que traía la noticia del desembarco de dos jóvenes griegos que habían sido tomados prisioneros. Fueron llevados ante la presencia de la sacerdotisa para el ritual del sacrificio. Ella interrogó interesadamente a uno de ellos preguntando por su origen, su familia y su tierra. Así supo que Troya había quedado totalmente arrasada. Al preguntar por el jefe de la tripulación, el rey Agamenón, se enteró que su padre había sido asesinado por su misma esposa Clitemnestra y su amante Egisto. También supo que Electra clamó venganza e hizo que su hermano Orestes vengara a su padre, matando a su madre y al amante de ésta. Además, se informó que su hermano, habiendo vengado a su padre, vivió perseguido, sumido en la culpa, no hallando paz en ninguna parte. Le dijeron, por último, que Electra se había resentido amargamente por acumular tanto remordimiento y que Orestes deambulaba atormentado, señalado por todos, como un parricida.¡Paradójica familia: los integrantes que no se mataron entre ellos estaban locos o creyendo que los otros estaban muertos!
Ifigenia, ante este panorama, tuvo internamente una fuerte conmoción y resolvió darle al extranjero griego un mensaje de retorno para consolar a su familia en Grecia. Le perdonaría la vida a él y a su amigo, sin que lo supiera la guardia del Templo. En el mensaje le comunicaba a su hermano que ella estaba viva en ese lejano lugar y que fuera pronto a buscarla y rescatarla.
Ifigenia, no sabía que el mismo prisionero que estaba ante sus ojos era su mismísimo hermano al cual no había reconocido. Le ofreció la liberación si llevaba consigo una carta. Orestes, no reconociendo tampoco a su hermana perdida y temiendo un engaño, por parte de la sacerdotisa, se rehusó a tal encargo, ofreciendo a Pílades, su amigo, que estaba prisionero como él, que pudiera llevar la carta, mientras él se quedaba allí para ser sacrificado por los dos. Pretendía así liberar a su compañero de tal desdichada suerte. Tras un conflicto de amistad y reconocimiento de mutuo afecto, ya que Pílades no quería dejar a su camarada morir, terminó por acceder al pedido, debido a los ruegos insistentes.
El joven Orestes preguntó, casi por casualidad y sin ninguna esperanza, si se encontraba allí una hermosa joven llamada Ifigenia. La sacerdotisa, sorprendida de que alguien preguntara por ella, incluso invocando con exactitud su nombre, le dijo al extranjero que ella era Ifigenia. Orestes, se sintió perturbado y conmovido. Con esfuerzo la reconoció admirado. Luego abrazó a su hermana, largo tiempo, afectuosamente como intentando recuperar todos estos años sin su afecto. Ella, incluso cuando él la rodeaba con sus brazos, se resistía a creer que ese hombre, tan distinto a como ella lo recordaba, fuera su hermano Orestes. Sin embargo, algunos relatos de detalles familiares develados por el joven, le dieron fe en sus palabras.
Los tres allí reunidos -la sacerdotisa y los dos prisioneros- inmediatamente tramaron una estrategia para poder huir esa misma noche. Ella le diría al rey que los extranjeros estaban infectados con una enfermedad desconocida y que habían contagiado de impureza la imagen de la venerada diosa, por lo cual pedió permiso al rey para ir a purificar a las víctimas y a la imagen de la diosa. El rey –ante la preocupante noticia y por temor a expandir el contagio de la desconocida enfermedad en sus tierras- asintió inmediatamente. Se cubrió la cabeza para no ser infectado y mandó purificar el templo, mientras Ifigenia y los prisioneros huían, llevando con ellos la imagen de la diosa. Es así como aquella famosa sacerdotisa huyó, abandonando esa tierra y su templo. Al llegar –después de una larga travesía- a su esperada y extrañada tierra, dejó en un templo nuevo la imagen que la había acompañado durante esos largos años de exilio. No obstante, en su patria, continuó oficiando de sacerdotisa. Era lo único que ella había aprendido a hacer.
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Acerca de los años finales de Ifigenia e incluso de su muerte, se conoce muy poco. Algunos dicen que finalmente la diosa Artemisa, después de tantos años de fiel servicio, le concedió como don y premio la inmortalidad. Hay otros que sostienen que Ifigenia se identificó con la diosa de la noche, Hécate convirtiéndose en ella para desaparecer en las sombras. Otros, en cambio, afirman que finalmente se casó con su prometido Aquiles, en secreto, cumpliendo así el pretexto del engaño de su padre cuando usó esa excusa para que su hija fuera sacrificada.
¡Vaya a saber cómo Ifigenia terminó sus días! Algunas veces el viento del mar parece decir su nombre. En el templo extranjero, donde sirvió durante sus mejores años, una vez se encontró en el altar este poema escrito anónimamente en su honor. Los versos rezaban así:
La estrategia política y la guerra se rigen por el código inflexible de almas de hierro, cuyo pie insensible pisotea las rosas en la tierra. Prisionero en los picos de la sierra de una diosa arrogante e irascible, duerme el viento, a la flota inaccesible, y su velamen en quietud se encierra. Agamenón, para salvar la empresa, no duda en inmolar a la princesa, padre inhumano a diosa sanguinaria.
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Aunque ha pasado ya mucho tiempo de aquél suceso en que su padre la convocó en ese lugar del mar en que el viento no soplaba, Ifigenia algunas noches se despertaba bañada en sudor por la pesadilla recurrente de su sacrificio. Acechada por los miedos llenos de escalofríos y las heridas que resisten a sanar, recordaba tristemente la dura mirada de aquél hombre con una gran y filosa daga en la mano.
El tiempo no siempre borra. A veces marca -aún más- las cosas, fijándolas en el alma. A menudo nos esforzamos por echar a todos los fantasmas pero -sin embargo- siempre alguno se resiste y permanece hostigando. Es difícil superar esos traumas cuando ha sido el padre el que ha herido o, al menos, ha permitido que los otros lo hagan.
3. El arquetipo de la víctima y del victimario.
Ifigenia es el arquetipo de la inocencia, la pureza y la ingenuidad. Ella camina fielmente hacia su destino, desconociendo los propósitos divinos y humanos que rigen su vida. Es, fundamentalmente, el prototipo de la víctima inocente, utilizada y manipulada sin que sepa del designio por la cual es instrumentalizada. Es la mujer víctima, tanto de los demás como de las circunstancias. No importa lo que cueste y el precio personal que eso pueda acarrear.
Hay personas que son víctimas y han otras que se victimizan. Con esa actitud llaman la atención, obtienen lo que quieren y se ponen en el centro de la escena. Ciertamente este rol es una estrategia en las relaciones y resulta, cuando se lo descubre, algo fastidioso.
Hay quienes siempre se lamentan, se quejan de todas formas y están lastimosamente del lado sufriente de la vida, echándole la culpa a los demás.
Ifigenia, a su vez, tiene también la contracara del arquetipo de la víctima: el victimario. De ser ofrenda para la diosa, se convierte en sacerdotisa de Artemisa, con el encargo de asesinar a todos los extranjeros que se llegaban al templo. A veces en la vida pasamos de un rol, a su opuesto, de manera muy rápida, obligado por las circunstancias, por necesidad o por conveniencia. Ejecutamos lo que nunca hubiéramos sospechado hacer o lo que siempre nos negábamos a realizar.
Muchas víctimas terminan siendo victimarios y muchos victimarios siendo víctimas en el devenir de las impredecibles circunstancias.
Ifigenia fue víctima sin elegirlo y fue también sacerdotisa sin elegirlo. Tanto su papel de víctima, como su rol de victimaria, no fueron escogidos por ella. Si bien la obediencia y la aceptación superan la sumisión inicial; no obstante, ella tuvo que infligir a otros, permanentemente, lo que le hubiere tocado en suerte a ella. Eso fue muy difícil de sobrellevar para ella.
Ifigenia sabía lo que era la impotencia y el terror desesperado de la víctima indefensa. También conocía la frialdad y la omnipotencia del victimario que, impunemente, se siente que puede hacer cualquier cosa con su prisionero o rehén.
Son las dos caras de un mismo arquetipo: la debilidad sumisa de la víctima y el poder desmedido del victimario. La impotencia y la omnipotencia, los dos opuestos complementarios de un mismo rostro.
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El arquetipo de la sacerdotisa representa a la guardiana de los misterios, la que tiene la sabiduría de un conocimiento sagaz e intuitivo y ha adquirido la prudencia que penetra en lo más profundo de la mente, buscando en el interior, descubriendo las verdades ocultas del inconsciente y estimulando la creatividad e inspiración. Representa el silencio, el recogimiento, la quietud, la contemplación y la feminidad divina.
La figura de Ifigenia, a pesar de estar consagrada a una diosa mujer, no representa totalmente el arquetipo de la sacerdotisa ya que ella sólo oficia los rituales con un sentido de obediencia práctica. No es una mediadora de sabiduría profética y contemplativa. No ejerce dones adivinatorios sino, más bien, es sólo una hacedora de rituales cruentos y sacrificios.
En eso se parece a los sacerdotes del Antiguo Testamento que acudían al templo sólo en función de las prácticas de inmolación. La docencia religiosa la tenían los escribas y el rol vaticinador lo poseían los profetas. Los sacerdotes de la Antigua Alianza se consagraban -según las prescripciones del Antiguo Testamento- para los sacrificios que ofrecía el pueblo.
Ifigenia es también una sacerdotisa que sólo practica rituales de sangre. No ejerce funciones de sabiduría magisterial, con poderes adivinatorios o proféticos. De hecho, hasta ignora lo que había sido de su familia. Ella simplemente estaba consagrada para ofrecer la sangre de sus víctimas en medio de una cultura extranjera.
Ella es la que, de algún modo, repite -en los otros- el destino que le tocó o que le hubiere tocado. No eligió su camino y tampoco el oficio que tenía. La víctima se volvió verdugo. Es preciso trabajar la impotencia y el resentimiento interior que quedan de las consecuencias de acciones de otros que son inesperadas para nosotros y que nos toman por víctimas indefensas. Si no se elaboran esos sentimientos, es muy posible que generen, en nosotros, deseos de venganza.
Ifigenia recordaba la mirada dura de aquél que oficiaba de verdugo en su sacrificio. Esos fantasmas la atormentaban. Volvían una y otra vez. A veces se puede vivir sin ellos y respirar tranquilo un poco y otras veces, están ahí, recordándonos que no se han ido para siempre, lamentablemente.
4. Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su Padre.
El Dios del Antiguo Testamento requería diversos tipos de sacrificios, incluso inmolaciones cruentas de seres vivos como, por ejemplo, distintos animales. Con el sacrificio de Jesús en la Cruz, todos los anteriores han sido definitivamente suplantados ya que “es imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados" (Hb 10, 4).
Diversas religiones a lo largo de los tiempos han admitido, incluso el horror de los sacrificios humanos. El Antiguo Testamento claramente no es partidario de eso. Aunque hay una escena en que llega al límite de este umbral.
Abraham, el primer Patriarca de Israel, después de engendrar -en su vejez- a su único hijo, Isaac, lo tiene que entregar –obedientemente- sacrificándolo con sus propias manos, por pedido del mismo Dios que lo prueba en su fe. Una vez que, dolorosamente el padre está dispuesto a hacerlo, en el momento mismo en que se iba a producir el sacrificio, cuando empuña su cuchillo, se aparece un ángel que -en nombre del Señor- lo detiene, poniendo -en lugar de su hijo único- a un carnero atascado en los arbustos del lugar (cf. Gn 22,1-19).
En el caso de Ifigenia es suplantada por un ciervo, Isaac -en cambio- es reemplazado por un carnero. La prueba divina está más en el valor y la extrema obediencia de los padres –el rey Agamenón o el patriarca Abraham- que en el sacrificio de los hijos. De hecho, ambos padres han tenido el debate de su conciencia ante tal pedido y han sufrido por tener que llevarlo a cabo, casi sin opción ante las circunstancias dadas. El único consuelo que tuvieron se sostenía en que la voluntad divina solicitaba ese osado pedido. Se acentúa así la extrema absolutez de la voluntad divina, en todos sus requerimientos, por extremos que sean y el sometimiento de la voluntad humana, tanto de los padres como de los hijos.
Los progenitores realizaron su sacrificio interior, incruento, hasta llegar a la ofrenda exterior y cruenta de la inmolación de sus hijos. Con el sacrificio de un hijo, un padre lo da todo. No hay más que se pueda pedir. Se lo ha exigido todo, cuando se pide entregar a un hijo. No hay nada que pueda compararse a tal pérdida.
Lo que estuvo a punto de realizarse en el Antiguo Testamento con Abraham e Isaac y en la mitología griega con Agamenón e Ifigenia y no llegó a ejecutarse, se realiza de manera plena y extrema -en el Nuevo Testamento- con el Padre Dios y Jesús, en la Cruz.
Las religiones griegas y judías no se atrevieron a tanto. No avalaron sacrificios humanos. La religión cristiana, ciertamente, no los requiere, ni los justifica, excepto el sacrificio humano hecho por Jesús en la Cruz en favor de todos nosotros.
El cristianismo se funda en el acto de un sacrificio humano, en el cual Jesús, el Hijo de Dios, se entregó libremente por amor. Al ser el Dios Encarnado, su inmolación como verdadero sacrificio humano fue realizada por una Persona Divina. Dios mismo se sacrificó en la Persona del Hijo. Dios es el sacrificio y la víctima a la vez. Jesús es sacerdote y templo, víctima y altar simultáneamente.

Hay un texto del Nuevo Testamento que nos habla que Dios, el Padre, no perdonó la vida de su Hijo Jesús. Dice así la Carta a los Romanos: “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El mismo que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?” (Rm 8, 31-32).
El Dios que pide a Abraham su primogénito, Isaac, el hijo de la primicia, aparentemente actúa de forma benévola, ya que el sacrificio humano de Isaac no se llevó a cabo. En cambio, en el pasaje bíblico citado, Dios entrega a su Unigénito al sacrificio sin “perdonarlo”, sin rescatarlo de la muerte injusta como a Isaac.
Este “no perdón” de Dios a Jesús se entiende según el sentido de la frase que sigue: “lo entregó por todos nosotros”. El Evangelio de Juan también afirma que “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16). La entrega del Hijo -por parte del Padre- es amor y no condena (cf. 3, 17).
Todo lo que posee el Padre es su único Hijo. Este “no perdón” es el reverso del amor absoluto y gratuito. No perdonó a su Hijo para perdonarnos a todos. Sacrificó a su Hijo para redimirnos a nosotros.
Lo que se le perdonó a Abrahán y a Isaac y a Agamenón e Ifigenia, no se le perdonó a Jesús en favor de todos. El sacrificio humano del Señor, de una vez para siempre, abolió los sacrificios. La Redención ya está definitivamente realizada a partir de la ofrenda que es Jesús en su Pascua.

El Padre no perdonó a su Hijo para poder perdonarnos a todos nosotros. Entregó a su Hijo, el cual es sustitución “por todos”. Jesús ha ocupado y está permanentemente ocupando el lugar de nosotros, pecadores. Su sacrificio nos salvó y lo sigue haciendo hasta el final de los tiempos. La Carta a los Hebreos afirma que “si la sangre de machos cabríos y de toros santificaba a los contaminados, ¡cuánto más la Sangre de Cristo purifica nuestras conciencias de las obras muertas!” (Hb 9,13-14).
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Tenemos que discernir hasta dónde el amor y el sacrificio nos llevan. El amor sin sacrificio es sólo búsqueda de placer; el sacrificio sin amor, es mera victimización. Hay que unir ambas realidades. En algún fecundo momento se encuentran –amor y sacrifico- convocados en un mismo corazón.
No hay que inmolarse innecesariamente. Tampoco exigir que los otros lo hagan, si no es preciso. Dios no nos pide que nos inmolemos continuamente. No hay que tener miedo a lo que Dios nos pueda solicitar. No hay que experimentar temor por la entrega: “Dios es amor” (Jn 4,8.16). No necesita nada de cuanto tenemos o podemos darle.
Cuando nos pide algo es para que nosotros tengamos una providencia mayor, un beneficio, aún más pleno, para nosotros o para otros. Los cristianos no tenemos un Dios sádico y vengativo que se satisface con el sufrimiento y el sacrificio de sus hijos. Dios “no perdonó” a Jesús para poder perdonarnos a todos. Lo abandonó a Él para re-encontrarnos a nosotros. Lo entregó a Jesús, para reconciliarse con todos.
A nosotros -según la captación de nuestra propia “lógica”- nos parece que Dios tiene maneras extrañas de amarnos. Cuando estamos dispuestos a la entrega, Dios multiplica “el ciento por uno” según su incalculable medida. El Señor nos devuelve todo lo que entregamos. Lo recobramos aún más abundante y plenamente.
Cada uno a su debido tiempo, ya sea como padres o como hijos, tiene que ser capaz de ofrecer el amor sacrificial y el sacrificio amoroso de aquellos que se entregan, unos por el bien de los otros.

Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su Padre: arquetipos, mitos que revelan lo más profundo de nosotros mismos. (Efecto eco)
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