martes, 19 de junio de 2012

Dionisio, el dios del disfrute de la vida


DIONISO, EL DIOS DEL DISFRUTE DE LA VIDA.
Arquetipos. Episodio 10.
Eduardo Casas.
1. Un dios con dos nacimientos
Cuando siento el gozo de la vida y la pujante fuerza de las burbujas que exaltan el gusto por todo, lleno de arrojo e ímpetu, me dicen que es Dioniso, también conocido por algunos como Baco, el que inspira mis impulsos: el dios del vino, el éxtasis, el desenfreno sin límites y la liberación, el placer de vivir todo, el descontrol, el furor, el frenesí, el delirio, el extravío, el goce de los sentidos, el placer de disfrutar. El genio de la furia desatada, la locura, la energía desmesurada, el arrebato estremecedor, voluptuoso e incontenible. El dios de la fertilidad. El dios patrón de la agricultura y el teatro. Algunos lo conocen por los efectos liberadores y desinhibidores que produce en el ánimo, poniéndolos en trance entre un mundo y el otro. Lo asocian con el culto, de las almas presidiendo la comunicación entre el universo de los vivos y el de los muertos.
Ya todos saben que Zeus, el dios supremo del Monte Olimpo, es tan poderoso como infiel. En el tiempo inmemorial en que fue definitivamente establecida la jerarquía de los dioses, había una sola familia principal. Zeus se casó con su hermana, la diosa Hera. No es que desee justificarlo pero, tal vez, por eso es que la vivía engañando con cuanta diosa o mortal se le antojara. Esta vez Zeus se fijó, en la princesa Sémele, una mortal. Nadie puede resistir la seducción del poderoso dios y de esa pasión, nació un hijo al que llamaron Dioniso.
La legítima esposa de Zeus, Hera, diosa celosa y vanidosa, descubrió la aventura de su marido cuando Sémele se mostró –en público- embarazada. Tomando el aspecto de una experta niñera, Hera se ganó la amistad de Sémele, quien le confió que Zeus era el auténtico padre del hijo que llevaba en su vientre. Hera fingió no creerlo, sembrando así la duda en Sémele, quien aseguraba saber ciertamente quién era el padre de su hijo. No obstante, Hera insistía que Zeus no se prestaba a tales aventuras. Curiosa entonces Sémele, debido a su deseo de confirmar la autenticidad de la paternidad, siguió un interesado consejo de la vengativa y asusta Hera. Sémele lo hizo, sin saber que, obedeciendo esa sugerencia, encontraría un trágico y fatal desenlace.

Hera, despechada por los amoríos de Zeus y enfurecida por otra de sus muchas infidelidades, fingiendo interés por el cuidado de la integridad del embarazo de Sémele que -estaba ya en los seis meses de la gestación de su hijo- le recomendó una idea perversa y desdichada.
Le dijo que cuando estuviera nuevamente con Zeus le pidiera –como signo de confianza- que se presentara en su natural belleza, sin portar los ornamentos que realzan su presencia. Le insistió en que se empeñase en ver a su amado Zeus en la plenitud de su gloria, tal como se mostraba en presencia de su legítima esposa.
Sémele –según la niñera- era merecedora de gozar de ese extraño privilegio propio de Hera: contemplar la majestuosidad de Zeus y como éste, en un momento de pasión, le había prometido concederle cuanto le pidiese, otorgando así una prueba de amor, al siguiente encuentro, la amante le solicitó a su señor que se despojara de cuanto traía, Zeus intentó -por su bien- persuadirla, ya que sabía de antemano las consecuencias que traería tal acto. Sin embargo, ella seguía firme en su propósito, insistiendo tenazmente. Quería tener el mismo privilegio que la auténtica esposa.
Ante el permanente reclamo y aunque Zeus le volvió a rogar que no le pidiese eso, terminó accediendo, cumpliendo así con el nefasto pedido.
Zeus, al despojarse de todo cuanto traía, dejó ver su majestuosa y terrible presencia, siempre oculta ante la vista de los mortales. Apareció rodeado de su natural atmósfera que lo circunscribe de gloria, llena de refulgentes truenos, relámpagos y rayos llameantes y atronadores. Las múltiples chispas, centellas, destellos y fulgores resplandecientes e implacables que salían del turbulento cielo que rodeaba a Zeus no tardaron en relucir y relumbrar cegando y devorando. La pobre Sémele fue inmediatamente alcanzada por múltiples chispas, las cuales hicieron que sus vestidos de princesa comenzaran a arder convirtiéndola en una hoguera viviente. Nadie la socorrió. Ningún dios y tampoco ningún mortal acudió a sus desesperados gritos. Pereció carbonizada, totalmente abrasada. Zeus sospechaba que detrás de este pedido extraño estaba la implacable Hera. Por eso no quiso intervenir y aprovechó la situación para desligarse de su circunstancialmente amante. El fruto que Sémele llevaba en su seno, no obstante, fue salvado por Zeus, ya que era su hijo, al cual lo encerró en su propio muslo, grande y musculoso para que pudiera seguir -con vida- siendo gestado.

A lo lejos, en la cima del Monte Olimpo, se escuchaba la sonora carcajada de triunfo de la vengativa Hera, la cual ya se había despojado de su disfraz de niñera. La diosa rencorosa sabía que aquél humo que se elevaba, a lo lejos, era la señal de que su rival había obedecido fielmente su perverso consejo.
Antes de que Sémele se convirtiera totalmente en cenizas, Zeus –intentando rescatar algo de aquél cuerpo carbonizado- le extrajo del vientre el fruto de su pasión e injertó al feto en su muslo para protegerlo y salvarle la vida hasta que -una vez concluida la maduración del proceso de gestación- pudiera nacer. Como Zeus no tenía vientre femenino para gestar, lo puso en su amplio y carnoso muslo para que, llegado el momento del alumbramiento, pudiera sacarlo de allí. Transcurrido el tiempo previsto, unos meses después, Dioniso nació. Vino al mundo saliendo del muslo de su padre, perfectamente vivo, totalmente formado y bastante crecido.

Dioniso tuvo dos generaciones y dos nacimientos. Uno prematuro y otro a tiempo. Incluso algunos afirman que tuvo dos “madres”: Sémele y su mismo padre Zeus que lo terminó de engendrar en el interior de su cuerpo. Para los dioses, todo es posible. Zeus es padre y madre de Dioniso, el nacido dos veces. Un doble nacimiento para un solo dios. Tal vez por eso –por haber nacido dos veces- es que le guste disfrutar la vida. El riesgo de poder perderla lo preparó para gozar del frenesí embriagador de la existencia.
Hay otros que cuentan una versión diferente del origen de Dioniso. Afirman que es hijo de Zeus y Perséfone la reina del Inframundo. La celosa Hera intentó matar al niño, enviando a los Titanes a descuartizarlo tras engañarlo con juguetes. Zeus -con sus rayos- hizo huir a los Titanes, pero éstos ya se habían comido casi todo el cuerpo del niño, salvo su corazón que fue tomado y salvado, no se sabe, si por la diosa de la sabiduría, Atenea; por Rea, la diosa esposa de Cronos, el dios que devoraba a sus hijos o Démeter, la diosa de la tierra.
Zeus rescató lo que había quedado de su hijo, tomó entre sus manos el corazón aún palpitante y latiendo del pequeño y quiso -desde ese sólo órgano- regenerar todo el cuerpo de Dionisio en el vientre de Sémele.
Se cuenta que Zeus le dio a comer el corazón de Dionisio a Sémele para que ella -de esta manera extraordinaria- quedara embarazada y así su hijo nuevamente pudiera nacer. No deja de ser conmovedor que Dionisio fue recreado solamente –a partir- de su corazón, gracias al cual tuvo una gran sensibilidad y una pasión exacerbada. Por su resistencia tuvo un doble nacimiento. Hay quienes desde pequeños se aferran a la vida y ganan la batalla: se convierten en su propio milagro.
El verdadero origen de Dionisio es un secreto que ha quedado reservado sólo para los dioses. La memoria de los siglos aún no lo ha podido revelar. Lo cierto es que -en ambos relatos de su historia- el nacer y el renacer son el principal motivo de su misterio. Algunos dicen que este origen se puede entender como una muerte y una resurrección simultáneas. Por aquí nunca antes se había oído la historia de un dios muerto y resucitado.
Más allá del enigma de Dioniso con su doble nacimiento, su existencia fue un festejo y una algarabía de la sustancia primordial de la vida, la inocencia primera con la que llegamos a este mundo.

2. Pájaro, león y burro
Una vez que Dioniso, doblemente nació, su padre Zeus lo puso bajo tutela. Unos afirman que se lo confió a Hermes, el dios mensajero, el cual -debido a sus continuos viajes por su oficio- lo dejó en manos del rey Átamas y su segunda mujer, Ino. Les aconsejó que lo vistieran como niña para tratar de engañar a la tenaz Hera y librarlo así de su celosa cólera, ya que seguía con el deseo de matar a Dioniso. La diosa descubrió el engaño de la vestimenta y para vengarse de los reyes protectores, les envío la locura como castigo. Entonces Zeus llevó a su hijo fuera del alcance de Hera y lo confió al cuidado de las ninfas de la lluvia. Además, para impedir que su mujer nuevamente lo reconociera, lo transformó en un salvaje cabrito. Es por eso que, aún hoy, se observa a Dioniso acompañado de este animal. Las ninfas que lo criaron se convirtieron posteriormente, como recompensa a sus esfuerzos, en siete estrellas de una constelación.
Otros dicen que el niño fue dado a Rea, algunos afirman que a Perséfone, para que lo criase en el Inframundo, lugar del cual estaría definitivamente lejos de Hera. Tal vez todas estas versiones no pretendan otra cosa que despistar para que así el pequeño dios no fuera encontrado. Creció, gracias al desconocimiento de su paradero, fuera del alcance de la crueldad de la esposa de Zeus.
El tiempo transcurrió sin sobresaltos y Dioniso -ya crecido- un cierto día encontró en el campo un frágil tallo de parra, sin racimos, ni frutos. Para preservar la débil planta, introdujo el tallo en un huesito de pájaro. El injerto era ciertamente extraño. Gracias a los minerales del hueso, el tallo tuvo nutrientes y empezó a crecer rápidamente. Fue entonces cuando lo trasplantó al interior de un hueso más grande, esta vez, de león. Al ver que seguía prosperando visible y saludablemente, acabó por acondicionarlo en un hueso, aún más grande, esta vez lo puso en el fémur de un burro. La planta, ya adulta, con el paso del tiempo, se convirtió en una parra y dio, al fin, sus primeros y exquisitos frutos.
Dioniso se convirtió así en un experto en parras. Vivamente interesado por su inesperado hallazgo de los injertos, no tardó en descubrir el modo de transformar aquellas uvas en vino. Lo asombroso fue que aquella maravillosa bebida tuvo las cualidades de los animales de dicho experimento: la alegría del pájaro, la fuerza del león y la robustez del burro. A partir de entonces, todo el que bebe vino disfruta, momentáneamente, de una alegría volátil como la de un pájaro, luego –si sigue bebiendo- siente la audacia y la fuerza del león, posteriormente, si abusa del vino, advienen inevitablemente en su cabeza y en sus sentidos la lentitud, el entorpecimiento y la pesadez del burro.
Hera, mientras tanto, al enterarse del paradero y de los nuevos descubrimientos de Dioniso, revivió el sentimiento de su antigua venganza y quiso castigarlo con el arrebato de la locura momentánea, al menos se conformaba que la experimentase en determinadas circunstancias. Además cuando estaba sobrio, sin que él lo supiera, Hera lo impulsaba para hacerlo vagar por diversos y extraños países, llevándolo a tierras lejanas donde tenía impuesto el duro oficio de enseñar a los distintos pueblos y culturas, el cultivo de la parra y las propiedades del vino, advirtiendo –incluso- los desórdenes que su consumo exagerado acarreaba ya que el exceso podía convertirse en una enfermedad, la cual se caracteriza por padecer una fuerte necesidad de ingerir vino creando una dependencia física manifestada a través de determinados síntomas de abstinencia cuando no es posible su ingesta. Así se va perdiendo el control sobre los límites de consumo ya que se va elevando, a lo largo del tiempo, su grado de tolerancia.
Dionisio por estos trabajos itinerantes y sus sabias enseñanzas fue purificado por los dioses. También en estos viajes pudo demostrar sus encantamientos y poderes místicos. Aprovechó estos contactos para iniciar, a numerosas regiones, en su culto.
Así se transformó en el dios de la viña, el vino, la inspiración y el delirio de la embriaguez. Sus adoradores y sacerdotisas fueron llamadas “ménades” . Eran famosas por sus excesos. Estas costumbres se han introducido abundantemente en el imperio de Roma. Allí lo llaman el dios Baco y sus fiestas –caracterizadas por todo tipo de excesos- han sido denominadas “bacanales”, las cuales son tan públicamente escandalosas, que se tuvieron que prohibir.
Estas celebraciones eran en secreto y con la sola participación de mujeres. Posteriormente, se extendió a los hombres. Se hacían grandes procesiones de los dioses de la tierra y la fecundidad con todos los excesos imaginables: comidas, bebidas, danzas y otros placeres. Fueron llamados “los misterios de Dioniso” o “misterios dionisíacos”.
Dicen que el héroe Orfeo -el que entró al inframundo para rescatar a su amada- los inventó. En estas fiestas incluso se cometían hasta crímenes y conspiraciones políticas. Un decreto del Senado, inscrito en una tablilla de bronce, las prohibió. Sólo en ciertas ocasiones especiales podían ser aprobadas. Pese al severo castigo infligido a quienes violaban este decreto, las bacanales no desaparecieron totalmente y tuvieron un papel importante en las costumbres disolutas del Imperio romano.
La memoria de Dioniso persiste a lo largo de los siglos. Su influencia está vigente y muy presente en la actual cultura del desenfreno sin límites, en el desmedido placer y en todas las adicciones que alienan: drogas, alcohol, velocidad, juego y sexo, consumidos como escapismo y evasión. Cuando “todo está permitido”, el poder de Dioniso está dentro nuestro.
Ciertamente este arquetipo es fuertemente ambiguo y ambivalente. El gozo de la vida con el goce del placer sin límites. Una cosa es el gozo y otra el goce. El gozo es sano, integral y asume la dimensión espiritual. El goce en cambio, embota y entorpece. Sólo procura la satisfacción de los sentidos, comprometiendo la lucidez de la mente y el corazón. Una cosa es disfrutar y otra, alienarse. Dioniso tiene una cara luminosa -el sano gozo- y otra sombría, el goce desmedido. En nosotros está el límite. Cada uno tiene que ver si está más cerca del pájaro, del león o del burro. Del pájaro ágil y volátil que se alegra; del león decidido, firme y sanamente agresivo que sabe cuál es su territorio y lo defiende o del burro embotado y pesado que ya ni siquiera puede moverse.
Tenemos que procurar una vida más sana y con mejor calidad. Es preciso cuidar nuestro pequeño mundo. Sólo así podremos, entre todos, cuidar y curar al mundo entero.
3. Todo lo que tocaba se convertía en oro
Dioniso no es un dios solitario. Al contrario, resulta altamente sociable y festivo. Siempre está rodeado de un séquito de Ménadas mujeres adoradoras que experimentan el éxtasis divino.
Él lleva un atuendo llamado “basjaris”, una piel de zorro, cabrito o leopardo que Zeus le había dado para disfrazarlo y ocultarlo del odio de Hera. Esa piel, simboliza la viña, la fauna y el instinto animal, salvaje y primitivo que caracteriza el impulso primario de vida y de placer.
El toro, la serpiente, la hiedra y el vino son sus signos característicos. Él está estrechamente asociado con los centauros, seres con cabeza y torso de humano y cuerpo de caballo. También lo acompañan sátiros, creaturas masculinas que vagan por bosques y montañas. Son alegres, pícaros, desenfadados, provocativos y festivos. Amantes del vino, bailarines y perseguidores de ninfas y mujeres.
A Dionisio se lo suele ver en un carro tirado por panteras.También es reconocido por el tirso, una larga asta adornada con hiedra venenosa que siempre lleva. Además, la parra y la higuera le están consagradas. La imagen del dios se puede ver en muchas vasijas para beber vino. Siempre aparece como un joven llamativo. Una vez, sentado junto a la orilla del mar, fue visto por los trabajadores de un barco que creyeron que –por su apariencia- era un príncipe. Intentaron secuestrarlo y llevarlo lejos para venderlo como esclavo o pedir un buen rescate. Mientras el dios se hallaba descansando en unas rocas de la playa, fue apresado y conducido a la embarcación. Intentaron atarlo con cuerdas pero no podían sujetarlo. El capitán, reconociendo con admiración y temor, que era el famoso dios aconsejó a sus compañeros que lo desembarcaran, de lo contrario era mucho el riesgo y tendrían grandes inconvenientes y males.
Dioniso empleó entonces una estrategia: empezó inmediatamente a divertirlos. Primero hizo correr por la cubierta de la nave olas inmensas de un vino exquisito que exhalaba un olor embriagador. A continuación lo vieron trepar por el mástil más alto y enroscar a la vela una viña y una hiedra que comenzaron a invadirlo todo con sus ramas. Los marineros que al principio se divertían luego comenzaron a sentir temor -al contemplar tantos prodigios- comprendiendo entonces que el piloto tenía razón y le instaron que hiciera regresar el barco a la costa. Dioniso, mientras tanto, transformó el mástil y los remos en serpientes y llenó la nave del sonido de flautas, para que los marineros estuvieron aturdidos. Por último, él mismo se transformó -primero en león y luego en oso- con lo cual sembró el espanto. Los tripulantes corrían aterrados a refugiarse y al huir, enloquecidos, se tiraron al mar. Dioniso –por último- los transformó en hermosos delfines. Sólo perdonó al capitán, por haber reconocido, desde el principio, su naturaleza divina.
Una vez Dioniso halló a su antiguo maestro y padre adoptivo, Sileno, con el cual las ninfas habían compartido la educación del pequeño dios. Sileno es el padre de la tribu de los sátiros, mitad hombre y mitad cabra, seres con orejas puntiagudas y cuernos en la cabeza, abundante cabellera y cola de cabrito. Llevan pieles de animales como vestidura.
Sileno es también el nombre genérico que se da a los sátiros llegados a la vejez. Junto a los innumerables silenos, se destaca principalmente el anciano y sabio Sileno. Él tiene el don profético y sólo por fuerza o por astucia se puede arrancar su saber oracular. La ebriedad es la condición esencial de sus revelaciones. Sileno es bastante feo: tiene la nariz chata y la mirada de toro. Dotado de un vientre prominente, cabalga grotescamente en un burro sobre el cual, casi nunca, se sostiene por estar casi siempre borracho.
Un día desapareció. El sátiro anciano había estado bebiendo -como de costumbre- y fue llevado ebrio por algunos campesinos ante el rey, Midas, el cual lo reconoció y lo trató amablemente dándole hospitalidad durante diez días y diez noches. Sileno divertía al rey y a sus amigos con historias y canciones. Al undécimo día, Midas llevó a Sileno de regreso con Dioniso. Éste ofreció a Midas que eligiera la recompensa que deseara por haber cuidado de su maestro. El rey entonces le pidió el don de que todo lo que tocara se transformara en oro. Dioniso accedió, aunque lamentó que el monarca no hubiese hecho una elección mejor. Midas se regocijó en su nuevo poder, que se apresuró en poner a prueba, tocando y convirtiendo en oro una rama de roble y una piedra. Deleitado, tan pronto como llegó a casa ordenó a los sirvientes que dispusieran un festín en la mesa. Entonces halló que su pan, su carne, su agua y su vino y hasta su hija -a la cual abrazó- se convertían en oro.
Midas, una vez que satisfizo su ambición de oro, se esforzó –lo más rápidamente posible- en desprenderse de su poder. Despreció el don que tanto había codiciado. Quiso renunciar a lo que los otros llamaban “el toque de Midas”. Ese don se había convertido en su maldición. A veces lo que más deseamos, se transforma luego en nuestro castigo.
Suplicó entonces a Dioniso, rogando ser liberado tanto de su don como de su hambre. Cuando su codicia estuvo calmada, seguía –no obstante- el hambre voraz de su estómago. Todos los apetitos son muy parecidos, en el fondo.
Dioniso oyó el clamor del rey desesperado y consintió diciendo a Midas que se bañase en el río. Midas así lo hizo, y cuando tocó las aguas el poder pasó a éstas y las arenas del río se convirtieron en granitos de oro. El rey aprendió la lección: hay que tener cuidado de lo que se desea porque es posible que se nos conceda.
Hay cosas que sólo son propias de los dioses. Los mortales no podemos desearlas sin ser castigados por nuestra ambición pretenciosa y nuestra soberbia desmedida. Hay dones que son propios sólo de los dioses. No resultan naturales para nosotros. Es preciso respetar el curso de la vida con sus muchos dones.. En la corriente de la vida hay riquezas para todos si sabemos respetar ese ciclo sin fin en que existencia se va transformando continuamente.
4. El vino de Dioniso y el vino de Jesús
A menudo se ha contrastado al dios Dioniso con el dios Apolo como dos arquetipos opuestos. El primero es el principio de la fuerza vital y la energía incontrolable y el segundo, el principio estético, la música, las formas sutiles y la belleza. No son opuestos sino, más bien, complementarios. Todos los arquetipos son polivantes y -a la vez- ambivalentes. Cada uno tiene luz y sombra. No son dos caras sino una sola con diversas perspectivas y proporciones. La luz y la sombra, lo femenino y lo masculino, lo racional y lo intuitivo, son componentes de todos los arquetipos. Todo en el universo está llenos de la fuerza y energía de los diversos, opuestos y complementarios arquetipos. Estas polaridades coexisten permitiendo que la energía fluya.
Dioniso es optimismo, esperanza y buen humor. Desdramatiza, aligera la carga. Es dueño de una osadía pícara, capaz de decir lo que nadie se atreve. Ha superado sus debilidades teniendo la inocente sabiduría de reírse de sí mismo. Para él, la religión no está emparentada con la ley del “no” y la “prohibición” sino con el lado gustoso, humano y disfrutable de la vida.
Para este arquetipo, lo religioso no es extraño al placer y al humor. Incluso hay que reírse de sí mismo y de nuestros defectos. Nos burlamos de las supuestas superioridades de nuestro ego. Exorcizamos nuestras hipocresías y solemnidades. La risa tiene un potencial terapéutico. Es música que sale de adentro del cuerpo. El humor resulta sanador. Nos hace superar marginaciones, exclusiones y discriminaciones, con su capacidad de resistir sin quebrarnos, sacando de nosotros, nuevas fortalezas.
Este arquetipo, no obstante, tiene también su aspecto sombrío. Cuanto más se desarrolla un rasgo elevado, más peligrosa es también la sombra. Dioniso puede ser también burla cruel, ironía hiriente y sarcástica, frenesí desmesurado y riesgo peligroso que camina por los precipicios y cornisas de la vida tentado de caer en el abismo del vacío y en la vana superficialidad del sin sentido.
Dioniso -con sus luces y sombras- tiene puntos de conexión y diferencia con Jesús. Hay quienes sostienen que el comer el Cuerpo y beber la sangre de Jesús en la Eucaristía fueron influencias son influencias del culto a Dioniso y sus rituales. La vid y el vino ciertamente aparecen en la Biblia. La vid -en el Antiguo Testamento- simboliza al pueblo de Israel y el mismo Jesús, en el Nuevo Testamento, afirma que es la vid y nosotros somos sus sarmientos (Cf. Jn 15,5). El vino aparece en el primer milagro de Jesús en la exagerada medida de seiscientos litros en las Bodas de Caná (Cf. 2,6).
En el festival de Dioniso –según cuentan- los sacerdotes colocaban tres vasijas en una habitación sellada y al día siguiente aparecían milagrosamente llenas de vino. Hay quienes afirman que el simbolismo del vino en el Evangelio de Juan incluyendo el milagro en la que el Señor transforma el agua en vino, está destinado a mostrar a los primeros cristianos que Jesús es superior a Dioniso, al cual se lo conoce también como una divinidad de vida, muerte y resurrección, debido a su doble nacimiento interpretado como un renacer, un volver a la vida y un resurgir.
La doble generación y el doble nacimiento de Dioniso también se dan en el Hijo de Dios.
El Cuarto Evangelio comienza diciendo que, en la eternidad, “en el principio” (Cf. 1,1), el Hijo de Dios existía como Palabra eterna, nacida de Dios y que esa Palabra, pronunciada por Dios, gestada desde siempre, ha venido -en el tiempo- a nacer de la carne humana. La Palabra se ha revestido de nuestra condición mortal (Cf. 1,14). Esta Palabra -que es el Hijo- Verbo concebido y nacido eternamente de Dios, el Padre, a la vez –por su Encarnación- ha sido concebido en el seno de una mujer virgen, sin participación de varón, teniendo un nacimiento -en el tiempo- como cualquier creatura mortal. El Hijo de Dios, por lo tanto, ha tenido dos concepciones, dos gestaciones y dos nacimientos: uno eterno, en Dios, concebido y nacido -sin tiempo- desde el Padre, sin colaboración de creatura alguna y otro temporal e histórico, concebido, gestado y nacido de María, la Madre, sin concurso de varón.
En su nacimiento eterno, el Hijo tiene Padre –Dios- pero no tiene Madre. En su nacimiento temporal, tiene Madre –María- pero no posee padre humano que lo engendre. El Verbo de Dios es siempre Hijo, nacido del Padre, en la eternidad; nacido de la Madre, en la temporalidad. No sólo Dioniso sino también Jesús ha tenido un doble nacimiento: en la eternidad y en el tiempo. En Navidad celebramos este misterio: el Hijo eterno de Dios se ha hecho carne humana en María.
Además, no sólo Dioniso puede ser considerado un dios que muere y resucita -ya que del vientre de su madre, no nacido, pasa al muslo de su padre para ser dado a luz- sino que Jesús muerto y sepultado también surge del seno de la tierra donde estuvo enterrado, resurgiendo con nueva vida para siempre.
También el vino está íntimamente relacionado con los misterios de Jesús. Al comenzar su manifestación pública, aparece el signo del vino abundante en su primer milagro. En la Última Cena, el Señor quiso que el vino fuera, no sólo el símbolo sino la realidad de su propia Sangre. Ella nos transmite la vida de la gracia. La Sangre del Hijo de Dios, la que vertió de su costado traspasado, cae en nuestro interior con la misma eficacia de redención de la Cruz.
Al igual que Dioniso, el dios del disfrute, Jesús también ha sabido gozar de la existencia y la ha agradecido en plenitud. Sus milagros son un restablecimiento de la vida en su máxima expresión de salud. No sólo los enfermos sino, hasta los muertos, se han visto beneficiados por su acción milagrosa. La vida, la enfermedad, la agonía y la muerte no son límites para Jesús.
El cristianismo -muchas veces- se ha asociado con una religión doliente por su inclinación al sufrimiento y sacrificio. Ese cristianismo triste, melancólico, afligido, apenado, abatido, desconsolado y apesadumbrado, no deja ver el lado luminoso, vital y placentero que también tiene la experiencia religiosa, en general, y en particular, el cristianismo, con su anuncio de la Resurrección, la vida y la esperanza.
Jesús disfrutó de todo lo humano: la comida, la bebida, los afectos humanos, la amistad, el trabajo, el descanso, la oración, los pájaros del cielo y los lirios del campo, tal como ha quedado atestiguado en los Evangelios.
Sabe disfrutar de la vida como verdadero don del Padre sin los excesos ilimitados, insanos y desbocado de la locura de Dioniso.
Gozar la vida es una profunda sabiduría, un verdadero arte humano y una la gracia de Dios. A menudo nos ponemos del lado doliente, sufriente y sombrío de nuestra precaria existencia mortal. La vida es tan fugazmente breve que resulta una necedad no disfrutarla. Hay cosas que no tienen una segunda oportunidad. Acontecen una única vez, duran un solo presente.
Tenemos que aprender a valorar y complacernos con la vida y con todo lo que ella nos ofrece abundantemente. Dioniso ha traído a la fiesta de la existencia una bolsa colmada de promesas que no siempre tenemos en cuenta. Sin embargo, él nos lee el corazón, se conmueve y nos colma con sus bendiciones.
Jesús también nos ha confiado la secreta sabiduría del gozo como un don de las manos providentes de Dios a través de las cosas.
Dioniso y Jesús nos enseñan el secreto placer para regocijarnos. Hay que curar la vida y el mundo si queremos gozarlos. Arquetipos, los mitos de ayer siguen vivos hoy. 

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