CAPÍTULO XXI
PROVIDENCIA, VOLUNTAD,
DESTINO
Para
completar lo que hemos dicho del ternario Deus,
Homo, Natura, hablaremos un poco de otro ternario que le corresponde
manifiestamente término a término: es el que está formado por la Providencia,
la Voluntad y el Destino, considerados como las tres potencias que rigen el
Universo manifestado. Las consideraciones relativas a este ternario han sido
desarrolladas sobre todo, en los tiempos modernos por Fabre d’Olivet[i],
sobre datos de origen pitagórico; por lo demás, también se refiere secundariamente,
en diversas ocasiones, a la tradición china[ii],
de una manera que implica que ha reconocido su equivalencia con la Gran tríada.
«El hombre, dice, no es ni un animal ni una inteligencia pura; es un ser
intermediario, colocado entre la materia y el espíritu, entre el Cielo y la
Tierra, para ser su lazo»; y se puede reconocer claramente aquí el lugar y el
papel del término mediano de la Tríada extremo oriental. «Que el Hombre
universal[iii]
es una potencia, es lo que es constatado por todos los códigos sagrados de las
naciones, es lo que es sentido por todos los sabios, es lo que es confesado
incluso por los verdaderos conocedores… Las otras dos potencias, en medio de
las que se encuentra colocado, son el Destino y la Providencia. Por debajo de
él está el Destino, naturaleza necesitada y naturada; por encima de él está la
Providencia, naturaleza libre y naturante. Él, como reino hominal, es la
Voluntad mediadora, eficiente, colocada entre estas dos naturalezas para
servirles de lazo, de medio de comunicación, y para reunir dos acciones, dos
movimientos que serían incompatibles sin él». Es interesante notar que los dos
términos extremos del ternario son designados expresamente como Natura naturans y Natura naturata, conformemente a lo que hemos dicho más atrás; y
las dos acciones o los dos movimientos de que se trata no son otra cosa en el
fondo que la acción del Cielo y la reacción de la Tierra, es decir, el
movimiento alternado del yang y del yin. «Estas tres potencias, la
Providencia, el Hombre considerado como reino hominal, y el Destino,
constituyen el ternario universal. Nada escapa a su acción, todo les está
sometido en el Universo, todo, excepto Dios mismo que, envolviéndolos en su
insondable Unidad, forma con ellos esa tétrada de los antiguos, ese inmenso
cuaternario, que es todo en todos, y fuera del cual no hay nada». Aquí hay una
alusión al cuaternario fundamental de los Pitagóricos, simbolizado por la Tetraktys, y lo que hemos dicho
precedentemente, a propósito del ternario Spiritus,
Anima, Corpus, permite comprender suficientemente de qué se trata como
para que no haya necesidad de volver sobre ello. Por otra parte, es menester
precisar todavía, ya que esto es particularmente importante bajo el punto de
vista de las concordancias, que «Dios» es considerado aquí como el Principio en
sí mismo, a diferencia del primer término del ternario Deus, Homo, Natura, de suerte que, en estos dos
casos, la misma palabra no está tomada en la misma acepción; y, aquí, la
Providencia es solo el instrumento de Dios en el gobierno del Universo,
exactamente lo mismo que el Cielo es el instrumento del Principio según la
tradición extremo oriental.
Ahora, para
comprender por qué el término mediano es identificado, no solo al Hombre, sino
más precisamente a la Voluntad humana, es menester saber que, para Fabre
d’Olivet, la voluntad es, en el ser humano, el elemento interior y central que
unifica y envuelve[iv] a las tres
esferas, intelectual, anímica e instintiva, a las cuales corresponden
respectivamente el espíritu, el alma y el cuerpo. Por lo demás, como en el
«microcosmo» se debe encontrar la correspondencia del «macrocosmo», estas tres
esferas representan en él el análogo de las tres potencias universales que son
la Providencia, la Voluntad y el Destino[v];
y la voluntad desempeña, en relación a ellas, un papel que hace de ella como la
imagen del Principio mismo. Esta manera de considerar la voluntad (que, por lo
demás, es menester decirlo, está insuficientemente justificada por consideraciones
de orden más psicológico que verdaderamente metafísico) debe ser aproximada a
lo que hemos dicho precedentemente sobre el tema del Azufre alquímico, ya que
es exactamente de esto de lo que se trata en realidad. Además, aquí hay como
una suerte de paralelismo entre las tres potencias, ya que, por una parte, la
Providencia puede ser concebida evidentemente como la expresión de la Voluntad
Divina, y, por otra, el Destino mismo aparece como una suerte de voluntad
obscura de la Naturaleza. «El Destino es la parte inferior e instintiva de la
Naturaleza universal[vi], que he
llamado naturaleza naturada; a su acción propia se le llama fatalidad; la forma
por la que se manifiesta a nosotros se llama necesidad… La Providencia es la
parte superior e inteligente de la Naturaleza universal, que he llamado
naturaleza naturante; es una ley viva emanada de la Divinidad, por cuyo medio
todas las cosas se determinan en potencia de ser[vii]…
Es la Voluntad del Hombre la que, como potencia mediana (que corresponde a la
parte anímica de la Naturaleza universal), une el Destino a la Providencia; sin
ella, estas dos potencias extremas no solo no se reunirían jamás, sino que no
se conocerían siquiera»[viii].
Otro punto
que es también muy digno de observación, es éste: la Voluntad humana, al unirse
a la Providencia y al colaborar con ella conscientemente[ix],
puede equilibrar al Destino y llegar a neutralizarle[x].
Fabre d’Olivet dice que «el acuerdo de la Voluntad y de la Providencia
constituye el Bien; el Mal nace de su oposición[xi]…
El hombre se perfecciona o se deprava según que tienda a confundirse con la
Unidad universal o a distinguirse de ella»[xii],
es decir, según que, tendiendo hacia el uno o hacia el otro de los polos de la
manifestación[xiii], que
corresponden en efecto a la unidad y a la multiplicidad, alíe su voluntad a la
Providencia o al Destino y se dirija así, ya sea del lado de la «libertad», o
ya sea del lado de la «necesidad». El autor dice también que «la ley
providencial es la ley del hombre divino, que vive principalmente de la vida
intelectual, de la que ella es la reguladora»; por lo demás, no precisa más la
manera en que comprende a este «hombre divino», que, según los casos, puede ser
sin duda asimilado al «hombre trancendente» o solo al «hombre verdadero». Según
la doctrina pitagórica, seguida sobre este punto como sobre tantos otros por
Platón, «la Voluntad animada por la fe (y por consiguiente asociada por eso
mismo a la Providencia) podía sojuzgar a la Necesidad misma, mandar a la
Naturaleza, y operar milagros». El equilibrio entre la Voluntad y la
Providencia, por una parte, y el Destino por la otra, estaba simbolizado
geométricamente por el triángulo rectángulo cuyos lados son respectivamente
proporcionales a los números 3, 4 y 5, triángulo al que el pitagorismo daba una
gran importancia[xiv], y que,
por una coincidencia muy sorprendente también, no la tiene menor en la
tradición extremo oriental. Si la Providencia es representada[xv]
por 3, la Voluntad humana por 4 y el Destino por 5, se tiene en este triángulo:
32 + 42 = 52; la elevación de los números a la
segunda potencia indica que esto se refiere al dominio de las fuerzas
universales, es decir, propiamente al dominio anímico[xvi],
el que corresponde al Hombre en el «macrocosmo», y en el centro del cual, en
tanto que término mediano, se sitúa la voluntad en el «microcosmo»[xvii].
CAPÍTULO XXII
EL TRIPLE TIEMPO
Después de
todo lo que acaba de ser dicho, todavía puede plantearse esta cuestión: ¿hay en
el orden de las determinaciones espaciales y temporales, algo que corresponda a
los tres términos de la Gran Tríada y a ternarios equivalentes? En lo que
concierne al espacio, no hay ninguna dificultad para encontrar una tal
correspondencia, ya que se da inmediatamente por la consideración del «arriba»
y del «abajo», considerados, según la representación geométrica habitual, en
relación a un plano horizontal tomado como «nivel de referencia», y que, para
nosotros, es naturalmente el que corresponde al dominio del estado humano. Este
plano puede ser considerado como mediano, en primer lugar porque se nos aparece
como tal por el hecho de nuestra «perspectiva» propia, en tanto que es el del
estado en el que nos encontramos actualmente, y también porque podemos situar
en él, al menos virtualmente, el centro del conjunto de los estados de manifestación;
por estas razones, corresponde evidentemente al Hombre como término medio de la
Tríada, tanto como al hombre entendido en el sentido ordinario e individual.
Relativamente a este plano, lo que está por encima representa los aspectos
«celestes» del Cosmos, y lo que está por debajo representa sus aspectos
«terrestres», y los extremos límites respectivos de las dos regiones en las que
se divide así el espacio (límites que se sitúan en lo indefinido en los dos
sentidos) son los dos polos de la manifestación, es decir, el Cielo y la Tierra
mismos, que, desde el plano considerado, son vistos a través de estos aspectos
relativamente «celestes» y «terrestres». Las influencias correspondientes se
expresan por dos tendencias contrarias, que pueden ser referidas a las dos
mitades del eje vertical, donde la mitad superior se toma en la dirección
ascendente y la mitad inferior en la dirección descendente a partir del plano
mediano; como éste corresponde naturalmente a la expansión en el sentido
horizontal, intermediaria entre estas dos tendencias opuestas, se ve que
tenemos aquí, además, la correspondencia de los tres gunas de la tradición hindú[xviii]
con los tres términos de la Tríada: sattwa
corresponde así al Cielo, rajas al
Hombre y tamas a la Tierra[xix].
Si el plano mediano es considerado como un plano diametral de una esfera (que,
por otra parte, debe ser considerada como de radio indefinido, puesto que
comprende la totalidad del espacio), los dos hemisferios superior e inferior
son, según otro simbolismo del que ya hemos hablado, las dos mitades del «Huevo
del Mundo», que, después de su separación, realizada por la determinación
efectiva del plano mediano, devienen respectivamente el Cielo y la Tierra,
entendidos aquí en su acepción más general[xx];
en el centro del plano mediano mismo se sitúa Hiranyagarbha, que aparece así en el Cosmos como el «Avatâra eterno», y que es por eso mismo
idéntico al «Hombre Universal»[xxi].
En lo que
concierne al tiempo, la cuestión puede parecer más difícil de resolver y no
obstante también hay ahí un ternario, puesto que se habla del «triple tiempo»
(en sánscrito trikâla), es decir, que
el tiempo es considerado bajo tres modalidades, que son el pasado, el presente
y el porvenir; pero, ¿pueden estas tres modalidades ser puestas en relación con
los tres términos de los ternarios tales como los que examinamos aquí?
Primeramente, es menester precisar que el presente puede ser representado como
un punto que divide en dos partes la línea según la cual se desarrolla el
tiempo, y que determina así, en cada instante, la separación (pero también la
unión) entre el pasado y el porvenir de los que es el límite común, del mismo
modo que el plano mediano de que hablábamos hace un momento es el límite de las
dos mitades superior e inferior del espacio. Como lo hemos explicado en otra
parte[xxii],
la representación «rectilínea» del tiempo es insuficiente e inexacta, puesto
que el tiempo es en realidad «cíclico», y puesto que este carácter se encuentra
también hasta en sus menores subdivisiones; pero aquí no vamos a especificar la
forma de la línea representativa, ya que, cualquiera que sea, para el ser que
está situado en un punto de esta línea, las dos partes en las que está dividida
aparecen siempre como situadas respectivamente «antes» y «después» de este
punto, del mismo modo que las dos mitades del espacio aparecían como situadas
«arriba» y «abajo», es decir, por encima y por debajo del plano que se toma
como «nivel de referencia». Para completar a este respecto el paralelismo entre
las determinaciones espaciales y temporales, el punto representativo del
presente siempre puede ser tomado en un cierto sentido como el «medio del
tiempo», puesto que, a partir de este punto, el tiempo no puede aparecer sino
como igualmente indefinido en las dos direcciones opuestas que corresponden al
pasado y al porvenir. Por lo demás, hay algo más: el «hombre verdadero» ocupa
el centro del estado humano, es decir, un punto que debe ser verdaderamente
«central» en relación a todas las condiciones de este estado, comprendida la
condición temporal[xxiii]; así
pues, se puede decir que se sitúa efectivamente en el «medio del tiempo», que
él mismo determina por el hecho de que domina en cierto modo las condiciones
individuales[xxiv],
del mismo modo que, en la tradición china, el Emperador, al colocarse en el
punto central del Ming-tang,
determina el medio del ciclo anual; así pues, el «medio del tiempo» es
propiamente, si se puede expresar así, el «lugar» temporal del «hombre
verdadero», y, para él, este punto es verdaderamente siempre el presente.
Por consiguiente,
si el presente puede ser puesto en correspondencia con el Hombre (y, por lo
demás, incluso en lo que concierne simplemente al ser humano ordinario, es
evidente que solo en el presente puede ejercer su acción, al menos de una manera
directa e inmediata)[xxv], nos queda
ver si no habría también una cierta correspondencia del pasado y del porvenir
con los otros dos términos de la Tríada; y es también una comparación entre las
determinaciones espaciales y temporales la que nos va a proporcionar la indicación
de ello. En efecto, los estados de manifestación inferiores y superiores en
relación al estado humano, que son representados, según el simbolismo espacial,
como situados respectivamente por debajo y por encima de él, son descritos por
otra parte, según el simbolismo temporal, como constituyendo ciclos
respectivamente anteriores y posteriores al ciclo actual. El conjunto de estos
estados forma así dos dominios cuya acción, en tanto que se hace sentir en el
estado humano, se expresa en él por influencias que se pueden llamar
«terrestres» por una parte y «celestes» por la otra, en el sentido que hemos
dado constantemente aquí a estos términos, acción que aparece como la
manifestación respectiva del Destino y de la Providencia; es lo que la
tradición hindú indica muy claramente al atribuir uno de estos dominios a los Asuras y el otro a los Dêvas. En efecto, al considerar los dos
términos de la Tríada bajo el aspecto del Destino y de la Providencia es quizás
cuando la correspondencia es más claramente visible; y es precisamente por eso
por lo que el pasado aparece como «necesitado» y el porvenir como «libre», lo
que es muy exactamente el carácter propio de estas dos potencias. Es cierto que
ahí todavía no se trata en realidad más que una cuestión de «perspectiva», y
que, para un ser que está fuera de la condición temporal, ya no hay ni pasado,
ni porvenir, ni por consiguiente ninguna diferencia entre ellos, puesto que
todo se le aparece en perfecta simultaneidad[xxvi];
pero, bien entendido, aquí hablamos desde el punto de vista de un ser que, al
estar en el tiempo, se encuentra colocado necesariamente por eso mismo entre el
pasado y el porvenir.
«El Destino,
dice sobre este punto Fabre d’Olivet, no da el principio de nada, sino que se
apodera de él desde que es dado, para dominar sus consecuencias. Es solo por la
necesidad de esas consecuencias como influye sobre el porvenir y se hace sentir
en el presente, ya que todo lo que posee en propiedad está en el pasado. Así
pues, se puede entender por Destino esa potencia según la cual concebimos que
las cosas hechas están hechas, que son así y no de otro modo, y que, una vez
colocadas según su naturaleza, tienen resultados forzosos que se desarrollan
sucesiva y necesariamente». Es menester decir que el autor se expresa mucho
menos claramente en lo que concierne a la correspondencia temporal de las otras
dos potencias, y que incluso, en un escrito anterior al que citamos aquí, le ha
ocurrido invertirlas de una manera que parece bastante difícilmente explicable[xxvii].
«La Voluntad del hombre, al desplegar su actividad, modifica las cosas
coexistentes (y por consiguiente presentes), crea otras nuevas, que devienen al
instante la propiedad del Destino, y prepara para el porvenir mutaciones en lo
que estaba hecho, y consecuencias necesarias en lo que acaba de serlo[xxviii]…
El fin de la Providencia es la perfección de todos los seres, y esta perfección,
recibe de Dios mismo su tipo irrefragable. El medio que ella tiene para llegar
a este fin, es lo que llamamos el tiempo. Pero el tiempo no existe para ella
según la idea que tenemos nosotros de él[xxix];
ella lo concibe como un movimiento de eternidad»[xxx].
Todo esto no está perfectamente claro, pero podemos suplir fácilmente esta
laguna; ya lo hemos hecho hace un momento, por lo demás, en lo que concierne al
Hombre, y por consiguiente a la Voluntad. En cuanto a la Providencia, desde el
punto de vista tradicional, es una noción corriente que, según la expresión
coránica, «Dios tiene las llaves de las cosas ocultas»[xxxi],
y por consiguiente, concretamente, de las cosas que, en nuestro mundo, todavía
no se han manifestado[xxxii]; el
porvenir está en efecto oculto para los hombres, al menos en las condiciones
habituales; ahora bien, es evidente que un ser, cualquiera que sea, no puede
tener ninguna influencia sobre lo que no conoce, y que, por consiguiente, el
hombre no podría actuar directamente sobre el porvenir, que, por lo demás, en
su «perspectiva» temporal, no es para él más que lo que todavía no existe. Por
otra parte, esta idea ha permanecido incluso en la mentalidad común, que,
quizás sin tener consciencia muy clara de ello, lo expresa con afirmaciones
proverbiales tales como, por ejemplo, «el hombre propone y Dios dispone», es
decir, que, aunque el hombre se esfuerce, en la medida de sus medios, en
preparar el porvenir, no obstante, éste no será en definitiva más que lo que
Dios quiera que sea, o lo que le haga ser por la acción de su Providencia (de
donde resulta, por lo demás, que la Voluntad actuará tanto más eficazmente en
vistas del porvenir cuanto más estrechamente unida esté a la Providencia); y se
dice también, más explícitamente aún, que «el presente pertenece a los hombres,
pero el porvenir pertenece a Dios». Así pues, no podría haber ninguna duda a
este respecto, y es efectivamente el porvenir el que, entre las modalidades del
«triple tiempo», constituye el dominio propio de la Providencia, como lo exige
por lo demás la simetría de ésta con el Destino que tiene como dominio propio
el pasado, ya que esta simetría debe resultar necesariamente del hecho de que
estas dos potencias representan respectivamente los dos términos extremos del
«ternario universal».
CAPÍTULO XXIII
LA RUEDA CÓSMICA
En ciertas
obras que se vinculan a la tradición hermética[xxxiii],
se encuentra mencionado el ternario Deus,
Homo, Rota, es decir, que, en el ternario que hemos considerado
precedentemente, el tercer término, Natura,
es reemplazado por Rota o la «Rueda»;
se trata aquí de la «rueda cósmica», que es, como ya lo hemos dicho en diversas
ocasiones, un símbolo del mundo manifestado, y que los Rosacrucianos llamaban Rota Mundi [xxxiv].
Así pues, se puede decir que, en general, este símbolo representa a la
«Naturaleza» tomada, según lo que hemos dicho, en su sentido más extenso; pero,
además, es susceptible de diversas significaciones más precisas, entre las
cuales aquí solo consideraremos las que tienen una relación directa con el tema
de nuestro estudio.
La figura
geométrica de la que se deriva la rueda es la figura del círculo con su centro;
en el sentido más universal, el centro representa el Principio, simbolizado
geométricamente por el punto como lo es aritméticamente por la unidad, y la
circunferencia representa la manifestación, que es «medida» efectivamente por
el radio emanado del Principio[xxxv]; pero
esta figura, aunque muy simple en apariencia, tiene no obstante múltiples
aplicaciones desde puntos de vista diferentes y más o menos particularizados[xxxvi].
Concretamente, y es esto lo que nos importa sobre todo en este momento, puesto
que el Principio actúa en el Cosmos por medio del Cielo, éste podrá ser
representado igualmente por el centro, y entonces la circunferencia, en la que
se detienen de hecho los radios emanados de éste, representará el otro polo de
la manifestación, es decir, la Tierra, correspondiendo la superficie misma del
círculo, en este caso, al dominio cósmico todo entero; por lo demás, el centro
es unidad y la circunferencia es multiplicidad, lo que expresa bien los
caracteres respectivos de la Esencia y de la Substancia universales. Podremos
limitarnos también a la consideración de un mundo o de un estado de existencia
determinado; entonces, el centro será naturalmente el punto donde la «Actividad
del Cielo» se manifiesta en ese estado, y la circunferencia representará la materia secunda de ese mundo, que
desempeña, relativamente a él, un papel correspondiente al de la materia prima al respecto de la totalidad
de la manifestación universal[xxxvii].
La figura de
la rueda no difiere de la que acabamos de hablar más que por el trazado de un
cierto número de radios, que marcan más explícitamente la relación de la
circunferencia en la que acaban con el centro del que han salido; entiéndase
bien que la circunferencia no podría existir sin su centro, mientras que éste
es absolutamente independiente de ella y contiene principialmente todas las
circunferencias concéntricas posibles, que son determinadas por la mayor o
menos extensión de los radios. Estos radios pueden ser figurados evidentemente
en número variable, puesto que son realmente en multitud indefinida como los
puntos de la circunferencia que son sus extremidades; pero, de hecho, las
figuraciones tradicionales conllevan siempre números que tienen por sí mismos
un valor simbólico particular, valor que se agrega a la significación general
de la rueda para definir las diferentes aplicaciones que se hacen de ella según
los casos[xxxviii].
La forma más simple es aquí la que presenta solo cuatro radios que dividen la
circunferencia en parte iguales, es decir, dos diámetros rectangulares que
forman una cruz en el interior de la circunferencia[xxxix].
Esta figura corresponde naturalmente, desde el punto de vista espacial, a la
determinación de los puntos cardinales[xl];
por otra parte, desde el punto de vista temporal, la circunferencia, si uno la
representa como recorrida en un cierto sentido, es la imagen de un ciclo de
manifestaciones, y las divisiones determinadas sobre esta circunferencia, por
las extremidades de los brazos de la cruz, corresponden entonces a los
diferentes períodos o fases en las que se divide este ciclo; una tal división
puede ser considerada naturalmente, por así decir, a escalas diversas, según se
trate de ciclos más o menos extensos[xli]. Por lo
demás, la idea de la rueda evoca inmediatamente por sí misma la de «rotación»;
esta rotación es la figura del cambio continuo al que están sometidas todas las
cosas manifestadas, y es por eso por lo que se habla también de la «rueda del
devenir»[xlii];
en un tal movimiento, no hay más que un punto único que permanece fijo e
inmutable, y este punto es el centro[xliii].
Aquí no es
necesario insistir más sobre todas estas nociones; solo agregaremos que, si el
centro es primeramente un punto de partida, es también un punto de conclusión:
todo ha salido de él, y todo debe finalmente volver a él. Puesto que todas las
cosas no existen más que por el Principio (o por lo que le representa
relativamente a la manifestación o a un cierto estado de ésta), debe haber
entre ellas y él un lazo permanente, figurado por los radios que unen al centro
todos los puntos de la circunferencia; pero estos radios pueden ser recorridos
en dos sentidos opuestos: primeramente del centro a la circunferencia, y
después de la circunferencia en retorno hacia el centro[xliv].
Así pues, hay ahí dos fases complementarias, de las que la primera es representada
por un movimiento centrífugo y la segunda por un movimiento centrípeto[xlv];
estas dos fases son las que se comparan tradicionalmente, como lo hemos dicho
frecuentemente, a las fases de la respiración, así como al doble movimiento del
corazón. Se ve que tenemos aquí un ternario constituido por el centro, el radio
y la circunferencia, un ternario en el que el radio desempeña exactamente el
papel del término mediano tal como lo hemos definido precedentemente; por eso
es por lo que, en la Gran Tríada extremo oriental, el Hombre es asimilado a
veces al radio de la «rueda cósmica», cuyo centro y cuya circunferencia
corresponden entonces respectivamente al Cielo y a la Tierra. Como el radio
emanado del centro «mide» el Cosmos o el dominio de la manifestación, se ve
también por esto que el «hombre verdadero» es propiamente la «medida de todas
las cosas» en este mundo, y de igual modo el «Hombre Universal» lo es para la
integralidad de la manifestación[xlvi]; y se
podrá observar también a este propósito que, en la figura de la que hablábamos
hace un momento, la cruz formada por los diámetros rectangulares, y que
equivale de una cierta manera al conjunto de todos los radios de la
circunferencia (puesto que todos los momentos de un ciclo están resumidos en
sus fases principales), da precisamente, bajo su forma completa, el símbolo
mismo del «Hombre Universal»[xlvii].
Naturalmente,
este último simbolismo es diferente, en apariencia al menos, del que muestra al
hombre como situado en el centro mismo de un estado de existencia, y al «Hombre
Universal» como identificado al «Eje del Mundo», puesto que corresponde a un
punto de vista igualmente diferente en una cierta medida; pero, en el fondo,
por ello no concuerdan menos exactamente en cuanto a su significación esencial,
y solo es menester tener cuidado, como siempre en parecido caso, de no
confundir los diversos sentidos de los que sus elementos son susceptibles[xlviii].
A este respecto, hay lugar a observar que, en todo punto de la circunferencia y
para este punto, la dirección de la tangente puede ser considerada como la
horizontal, y, por consiguiente, la dirección del radio que le es perpendicular
como la vertical, de suerte que todo radio es en cierto modo un eje vertical.
Así pues, lo alto y lo bajo pueden ser considerados como correspondiendo
siempre a esta dirección del radio, considerado en los dos sentidos opuestos;
pero, mientras que, en el orden de las apariencias sensibles, lo bajo está
hacia el centro (que es entonces el centro de la tierra)[xlix],
aquí es menester hacer la aplicación del «sentido inverso» y considerar el
centro como siendo en realidad el punto más alto[l];
y así, desde cualquier punto de la circunferencia que uno parta, este punto, el
más alto, permanece siempre el mismo. Por consiguiente, uno debe representarse
al Hombre, asimilado al radio de la rueda, como teniendo los pies sobre la
circunferencia y la cabeza tocando el centro; y en efecto, en el «microcosmo»,
se puede decir que bajo todas las relaciones, los pies están en correspondencia
con la Tierra y la cabeza con el Cielo[li].
CAPÍTULO XXIV
EL «TRIRATNA»
Para terminar
el examen de las concordancias entre diferentes ternarios tradicionales,
diremos algunas palabras del ternario Buddha,
Dharma, Sangha, que constituye el Triratna
o «triple joya», y que algunos occidentales llaman, muy impropiamente, una
«Trinidad búdica». Es menester decir de inmediato que no es posible hacer
corresponder exacta y completamente sus términos con los de la Gran Tríada; no
obstante, puede considerarse una tal correspondencia, al menos bajo algunas
relaciones. Primeramente, en efecto, para comenzar por lo que aparece más
claramente a este respecto, el Sangha
o la «Asamblea»[lii], es decir,
la comunicad búdica, representa aquí evidentemente el elemento propiamente
humano; desde el punto especial del budismo, ocupa, en suma, el lugar de la
Humanidad misma[liii], porque
el Sangha es para el budismo la
porción «central», aquella en relación a la cual se considera todo lo demás[liv],
y también porque, de una manera general, toda forma tradicional particular no
puede ocuparse directamente más que de sus adherentes efectivos, y no de los
que están, si se puede expresar así, fuera de su «jurisdicción». Además, la
posición «central» dada al Sangha, en
el orden humano, está realmente justificada (como, por lo demás, podría estarlo
igualmente y al mismo título la de su equivalente en toda otra tradición) por
la presencia en su seno de los Arhats,
que han alcanzado el grado del «hombre verdadero»[lv],
y que, por consiguiente, están situados efectivamente en el centro mismo del
estado humano.
En cuanto al
Buddha, se puede decir que representa
el elemento transcendente, a través del cual se manifiesta la influencia del
Cielo, y que, por consiguiente, «encarna», por así decir, esta influencia al
respecto de sus discípulos directos e indirectos, que se transmiten una
participación en ella unos a otros, y por una «cadena» continua, mediante los
ritos de admisión en el Sangha. Por
lo demás, al decir esto del Buddha,
pensamos menos en el personaje histórico considerado en sí mismo, cualquiera
que haya podido ser de hecho (lo que no tiene más que una importancia enteramente
secundaria desde el punto de vista en que nos colocamos aquí), que en lo que
representa[lvi]
en virtud de los caracteres simbólicos que le son atribuidos[lvii],
y que le hacen aparecer ante todo bajo los rasgos del Avatâra[lviii]. En
suma, su manifestación es propiamente el «redescenso del Cielo a la Tierra» del
que habla la Tabla de Esmeralda, y el
ser que aporta así las influencias celestes a este mundo, después de haberlas
«incorporado» a su propia naturaleza, puede decirse que representa verdaderamente
el Cielo en relación al dominio humano. Seguramente, esta concepción está muy
lejos del budismo «racionalizado» con el que los occidentales han sido familiarizados
por los trabajos de los orientalistas; puede que ella responda a un punto de
vista «mahâyânista», pero ésta no podría ser una objeción válida para nos, ya
que parece que el punto de vista «hinayânista», que se está acostumbrado a
presentar como «original», sin duda porque concuerda demasiado bien con algunas
ideas preconcebidas, no sea en realidad, antes al contrario, nada más que el
producto de una simple degeneración.
Por lo
demás, sería menester no tomar la correspondencia que acabamos de indicar por
una identidad pura y simple, ya que, si el Buddha
representa de una cierta manera el principio «celeste», no obstante, eso no es
más que en un sentido relativo, y en tanto que es en realidad el «mediador», es
decir, en tanto que desempeña el papel propio del «Hombre Universal»[lix].
Así pues, en lo que concierne al Sangha,
para asimilarle a la Humanidad, hemos debido restringirnos a la consideración
de ésta en el sentido individual exclusivamente (comprendido el estado del
«hombre verdadero», que no es todavía más que la perfección de la
individualidad); y todavía es menester agregar que la Humanidad aparece aquí
como concebida «colectivamente» (puesto que se trata de una «Asamblea») más
bien que «específicamente». Por consiguiente, si hemos encontrado aquí una
relación comparable a la del Cielo y del Hombre, los dos términos de esta
relación están comprendidos, no obstante, en lo que la tradición extremo
oriental designa como el «Hombre», en el sentido más completo y más
«comprehensivo» de esta palabra, y que debe contener en efecto en sí mismo una
imagen de la Gran Tríada toda entera.
En lo que
concierne al Dharma o a la «Ley», es
más difícil encontrar una correspondencia precisa, incluso con reservas como
las que acabamos de formular para los otros dos términos del ternario; por lo
demás, la palabra dharma tiene en
sánscrito sentidos múltiples, que es menester saber distinguir en los
diferentes casos donde se emplea, y que hacen casi imposible una definición
general. No obstante, se puede hacer observar que la raíz de esta palabra tiene
propiamente el sentido de «soportar»[lx], y hacer a
este respecto una aproximación con la Tierra que «soporta», según lo que se ha
explicado más atrás; se trata en suma de un principio de conservación de los
seres, y, por consiguiente, de estabilidad, en tanto al menos en que ésta es compatible
con las condiciones de la manifestación, ya que todas las aplicaciones del dharma conciernen siempre al mundo
manifestado; y, así como lo hemos dicho a propósito del papel atribuido a
Niu-koua, la función de asegurar la estabilidad del mundo se refiere al lado «substancial»
de la manifestación. Por otra parte, es cierto que la idea de estabilidad se
refiere a algo que, en el dominio mismo del cambio, escapa a este cambio, y por
consiguiente, debe situarse en el «Invariable Medio»; pero es algo que viene
del polo «substancial», es decir, del lado de las influencias terrestres, por
la parte inferior del eje recorrido en el sentido ascendente[lxi].
Por lo demás, comprendida así, la noción del dharma no está limitada al hombre, sino que se extiende a todos los
seres y a todos sus estados de manifestación; por consiguiente, se puede decir
que, en sí misma, es de orden propiamente cósmico; pero, en la concepción
búdica de la «Ley», su aplicación se hace especialmente al orden humano, de
suerte que, si presenta una cierta correspondencia relativa con el término
inferior de la Gran Tríada, es también en relación a la Humanidad, entendida
siempre en el sentido individual, como este término debe ser considerado aquí.
Se puede
observar también que, en la idea de «ley», en todos los sentidos en todas las
aplicaciones de las que es susceptible, hay siempre un cierto carácter de «necesidad»[lxii]
o de «constricción» que la sitúa del lado del «Destino», y también que el dharma, para todo ser manifestado,
expresa en suma la conformidad a las condiciones que le son impuestas
exteriormente por el medio ambiente, es decir, por la «Naturaleza» en el
sentido más extenso de esta palabra. Se puede comprender desde ahora por qué el
Dharma búdico tiene como símbolo
principal la rueda, según lo que hemos expuesto precedentemente al respecto de
la significación de ésta[lxiii]; y al
mismo tiempo, por esta representación, se ve que se trata de un principio
pasivo en relación al Buddha, puesto
que es éste el que «hace girar la rueda de la Ley»[lxiv].
Por lo demás, ello debe ser así evidentemente, desde que el Buddha se sitúa del lado de las influencias
celestes como el Dharma se sitúa del
lado de las influencias terrestres; y se puede agregar que el Buddha, por eso mismo que está más allá
de las condiciones del mundo manifestado, no tendría nada en común con el Dharma[lxv],
si no tuviera que hacer su aplicación a la Humanidad, lo mismo que, según lo
que hemos dicho más atrás, la Providencia no tendría nada en común con el
Destino sin el Hombre que liga uno al otro estos dos términos extremos del
«ternario universal».
CAPÍTULO XXV
LA CIUDAD DE LOS SAUCES
Aunque, como
lo hemos dicho desde el comienzo, no teníamos la intención de estudiar
especialmente aquí el simbolismo ritual de la Tien-ti-houei, en él se encuentra no obstante un punto sobre el que
tenemos que llamar la atención, ya que se refiere claramente a un simbolismo
«polar» que no carece de relación con algunas de las consideraciones que hemos
expuesto. El carácter «primordial» de un tal simbolismo, cualesquiera que sean
las formas particulares que puede revestir, aparece concretamente por lo que
hemos dicho al respecto de la orientación; y esto es fácil de comprender,
puesto que el centro es el «lugar» que corresponde al «estado primordial», y
puesto que, por otra parte, el centro y el polo son en el fondo una sola y
misma cosa, ya que en eso se trata siempre del punto único que permanece fijo e
invariable en todas las revoluciones de la «rueda del devenir»[lxvi].
Así pues, el centro del estado humano puede ser representado como el polo
terrestre, y el centro del Universo total como el polo celeste; y se puede
decir que el primero es así el «lugar» del «hombre verdadero», y que el segundo
es el «lugar» del «hombre transcendente». Además, el polo terrestre es como el
reflejo del polo celeste, puesto que, en tanto que está identificado al centro,
es el punto donde se manifiesta directamente la «Actividad del Cielo»; y estos
dos polos están unidos uno al otro por el «Eje del Mundo», según la dirección
del cual se ejerce esta «Actividad del Cielo»[lxvii].
Por eso es por lo que símbolos estelares, que pertenecen propiamente al polo
celeste, pueden ser referidos también al polo terrestre, donde se reflejan, si
se puede expresar así, por «proyección» en el dominio correspondiente. Desde entonces,
salvo en los casos donde estos dos polos se marcan expresamente por símbolos
distintos, no hay lugar a diferenciarlos, teniendo así su aplicación el mismo
simbolismo en dos grados de universalidad diferentes; y esto, que expresa la
identidad virtual del centro del estado humano con el centro del ser total[lxviii],
corresponde también, al mismo tiempo, a lo que decíamos más atrás, que, desde
el punto de vista humano, el «hombre verdadero» no puede ser distinguido de la
«huella» del «hombre transcendente».
En la
iniciación a la Tien-ti-houei, el
neófito, después de haber pasado por diferentes etapas preliminares, de las que
la última es designada como el «Círculo del Cielo y de la Tierra» (Tien-ti-kiuen), llega finalmente a la
«Ciudad de los Sauces» (Mou-yang-tcheng),
que es llamada también la «Casa de la Gran Paz» (Tai-ping-chouang)[lxix]. El
primero de estos dos nombres se explica por el hecho de que, en China, el sauce
es un símbolo de inmortalidad; equivale pues a la acacia en la Masonería, o al
«ramo de oro» en los misterios antiguos[lxx];
y, en razón de esta significación, la «Ciudad de los Sauces» es propiamente la
«morada de los Inmortales»[lxxi]. En
cuanto a la segunda denominación, indica también tan claramente como es posible
que se trata de un lugar considerado como «central»[lxxii],
ya que la Gran Paz (en árabe Es-Sakînah)[lxxiii],
es la misma cosa que la Shekinah de
la Kabbala hebraica, es decir, la «presencia divina» que es la manifestación
misma de la «Actividad del Cielo», y que, como ya lo hemos dicho, no puede
residir efectivamente más que en un lugar tal, o en un «santuario» tradicional
que se le asimila. Por lo demás, este centro puede representar, según lo que
acabamos de decir, ya sea el centro del mundo humano, o ya sea el centro del
Universo total; el hecho de que está más allá del «Círculo del Cielo y de la Tierra»
expresa, según la primera significación, que aquel que ha llegado a él escapa
por eso mismo al movimiento de la «rueda cósmica» y a las vicisitudes del yin y del yang, y, por consiguiente, a la alternancia de las vidas y de las
muertes que es su consecuencia, de suerte que se le puede ser llamar
verdaderamente «inmortal»[lxxiv]; y,
según la segunda significación, hay en eso una alusión bastante explícita a la
situación «extracósmica» del «techo del Cielo».
Ahora, lo
que también es muy destacable, es que la «Ciudad de los Sauces» es representada
ritualmente por un celemín lleno de arroz, en el que están plantados diversos
estandartes simbólicos[lxxv]; esta
figuración puede parecer más bien extraña, pero se explica sin esfuerzo desde
que se sabe que, en China, el «Celemín» (Teou)
es el nombre de la Osa Mayor[lxxvi]. Ahora
bien, se sabe cual es la importancia dada tradicionalmente a esta constelación;
y, en la tradición hindú, concretamente, la Osa Mayor (sapta-riksha) es considerada simbólicamente como la mansión de los
siete Rishis, lo que hace de ella
efectivamente un equivalente de la «morada de los Inmortales». Además, como los
siete Rishis representan la sabiduría
«suprahumana» de los ciclos anteriores al nuestro, es también como una suerte
de «arca» en el que está encerrado el depósito del conocimiento tradicional, a
fin de asegurar su conservación y su transmisión de edad en edad[lxxvii];
por eso también, es una imagen de los centros espirituales que tienen en efecto
esta función, y, ante todo, es una imagen del centro supremo que guarda el depósito
de la Tradición primordial.
A este
propósito, mencionaremos otro símbolo «polar» no menos interesante, que se
encuentra en los antiguos rituales de la Masonería operativa: según algunos de
estos rituales, la letra G está figurada en el centro de la bóveda, en el punto
mismo que corresponde a la Estrella Polar[lxxviii];
una plomada, suspendida de esta letra G, cae directamente en el centro de un swastika trazado sobre el piso, que
representa así el polo terrestre[lxxix]: es la
«plomada del Gran Arquitecto del Universo», que, suspendida del punto
geométrico de la «Gran Unidad»[lxxx],
desciende del polo celeste al polo terrestre, y es así la figura del «Eje del
Mundo». Puesto que hemos sido llevado a hablar de la letra G, diremos que ésta
debería ser en realidad un iod
hebraico, al que sustituyó, en Inglaterra, a consecuencia de una asimilación
fonética de iod con God, lo que, por lo demás, en el fondo,
no cambia en nada su sentido[lxxxi]; puesto
que las diversas interpretaciones que se han dado de ello ordinariamente (y de
las que la más importante es la que se refiere a la «Geometría»), no son en su
mayor parte posibles más que en las lenguas occidentales modernas, no
representan, digan lo que digan algunos[lxxxii],
más que acepciones secundarias que han venido a agruparse accesoriamente
alrededor de esta significación esencial[lxxxiii].
La letra iod, primera del Tetragrama,
representa el Principio, de suerte que es considerada como constituyendo ella
sola un nombre divino; por lo demás, por su forma, ella es en sí misma el
elemento principal del que se derivan todas las demás letras del alfabeto
hebraico[lxxxiv].
Es menester agregar que la letra correspondiente I del alfabeto latino es
también, tanto por su forma rectilínea como por su valor en las cifras romanas,
un símbolo de la unidad[lxxxv]; y lo
que es al menos curioso, es que el sonido de esta letra es el mismo que el de
la palabra china i, que, como lo
hemos visto, significa igualmente la unidad, ya sea en su sentido aritmético, o
ya sea en su transposición metafísica[lxxxvi].
Lo que es quizás más curioso aún, es que Dante, en la Divina Comedia, hace decir a Adam que el primer nombre de Dios fue
I[lxxxvii]
(lo que corresponde todavía, según lo que acabamos de explicar, a la
«primordialidad» del simbolismo «polar»), siendo el nombre que vino después Él, y que Francesco da Barberino, en su Tractatus Amoris, se ha hecho
representar a sí mismo en una actitud de adoración delante de la letra I[lxxxviii].
Es fácil comprender ahora lo que significa esto: ya sea que se trate del iod hebraico o del i chino, este «primer nombre de Dios», que era también, según toda
verosimilitud, su nombre secreto en los Fedeli
d’Amore, no es otra cosa, en definitiva, que la expresión misma de la Unidad
principial[lxxxix].
CAPÍTULO XXVI
LA VÍA DEL MEDIO
Terminaremos
este estudio por una última precisión al respecto de la «Vía del Medio»: hemos
dicho que ésta, identificada a la «Vía del Cielo», es representada por el eje
vertical considerado en el sentido ascendente; pero hay lugar a agregar que esto
corresponde propiamente al punto de vista de un ser que, colocando en el centro
del estado humano, tiende a elevarse desde ahí a los estados superiores, sin
haber llegado todavía a la realización total. Al contrario, cuando este ser se
ha identificado con el eje por su «ascensión», según la dirección de éste,
hasta el «techo del Cielo», por así decir ha llevado por eso mismo el centro
del estado humano, que ha sido su punto de partida, a coincidir para él con el
centro del ser total. En otros términos, para un tal ser, el polo terrestre no
es sino uno con el polo celeste; y, en efecto, ello debe ser necesariamente
así, puesto que ha llegado finalmente al estado principial que es anterior (si
se puede emplear todavía en parecido caso una palabra que evoca el simbolismo
temporal) a la separación del Cielo y de la Tierra. Desde ese entonces, ya no
hay eje hablando propiamente, como si este ser, a medida que se identificaba al
eje, en cierto modo lo hubiera «reabsorbido» hasta reducirle a un punto único;
pero, bien entendido, ese punto es el centro que contiene en sí mismo todas las
posibilidades, ya no solo las de un estado particular, sino las de la totalidad
de los estados manifestados y no manifestados. Solo para los demás seres el eje
subsiste tal cual era, puesto que no ha cambiado nada en su estado y puesto que
han permanecido en el dominio de las posibilidades humanas; así pues, no es
sino en relación a ellos como se puede hablar de «redescenso» como lo hemos
hecho, y desde entonces es fácil comprender que este «redescenso» aparente
(que, no obstante, es también una realidad en su orden) no podría afectar de
ninguna manera al «hombre transcendente» mismo.
El centro
del ser total es el «Santo Palacio» de la Kabbala hebraica, del cual ya hemos
hablado en otra parte[xc]; para
continuar empleando el simbolismo espacial, es, se podría decir, la «séptima
dirección», que no es ninguna dirección particular, sino que las contiene a
todas principialmente. Es también, según otro simbolismo que quizás tendremos
la ocasión de exponer más completamente algún día, el «séptimo rayo» del Sol,
el que pasa por su centro mismo, y que, a decir verdad, no siendo más que uno
con ese centro, no puede ser representado realmente más que por un punto único.
Es todavía la verdadera «Vía del Medio», en su acepción absoluta, ya que es
solo el centro el que es el «Medio» en todos los sentidos; y, cuando decimos
aquí «sentidos», no lo entendemos solo de las diferentes significaciones de las
que una palabra es susceptible, sino que hacemos alusión también, una vez más,
al simbolismo de las direcciones del espacio. Los centros de los diversos
estados de existencia no tienen en efecto el carácter de «Medio» más que por
participación y como por reflejo, y, por consiguiente, no lo tienen más que incompletamente;
si se retoma aquí la representación geométrica de los tres ejes de coordenadas
a los que se refiere el espacio, se puede decir que un tal punto es el «Medio»
en relación a dos de estos ejes, que son los ejes horizontales que determinan
el plano del que él es el centro, pero no en relación al tercero, es decir, al
eje vertical según el que recibe esa participación del centro total.
En la «Vía
del Medio», tal como acabamos de entenderla, no hay «ni derecha ni izquierda,
ni delante ni detrás, ni arriba ni abajo»; y se puede ver fácilmente que, en
tanto que el ser no ha llegado al centro total, solo los dos primeros de estos
tres conjuntos de términos complementarios pueden devenir inexistentes para él.
En efecto, desde que el ser ha llegado al centro de su estado de manifestación,
está más allá de todas las oposiciones contingentes que resultan de las
vicisitudes del yin y del yang[xci],
y desde ese entonces ya no hay «ni derecha ni izquierda»; además, la sucesión
temporal ha desaparecido, transmutada en simultaneidad en el punto central y
«primordial» del estado humano[xcii] (y sería
naturalmente lo mismo para todo otro modo de sucesión, si se tratase de las
condiciones de otro estado de existencia), y es así como se puede decir, según
lo que hemos expuesto a propósito del «triple tiempo», que ya no hay «ni
delante ni detrás»; pero hay todavía «arriba y abajo» en relación a ese punto,
e incluso en todo el recorrido del eje vertical, y es por eso por lo que este
último no es todavía la «Vía del Medio» más que en un sentido relativo. Para
que no haya «ni arriba ni abajo», es menester que el punto donde el ser se
sitúa esté identificado efectivamente al centro de todos los estados; desde
este punto, extendiéndose indefinida e igualmente en todos los sentidos, parte
el «vórtice esférico universal» de que hemos hablado en otra parte[xciii],
y que es la «Vía» según la cual se fluyen las modificaciones de todas las
cosas; pero este «vórtice» mismo, no siendo en realidad más que el despliegue
de las posibilidades del punto central, debe ser concebido como contenido todo
entero en él principialmente[xciv], ya que,
desde el punto de vista principial (que no es ningún punto de vista particular
y «distintivo»), es el centro el que es el todo. Por eso es por lo que, según
la palabra de Lao-tseu, «la vía que es una vía (que puede ser recorrida) no es
la Vía (absoluta)»[xcv], ya que,
para el ser que está establecido efectivamente en el centro total y universal,
es ese punto único mismo, y solo él, el que es verdaderamente la «Vía» fuera de
la cual no es nada.
[i]
Concretamente en su Histoire
philosophique du Genre humain; es de la disertación introductoria de esta
obra (publicada primeramente bajo el título De
l’État social de l’Homme) de donde se han sacado, salvo indicación
contraria, las citas que siguen. — En los Examens
des Vers dorés de Pythagore, aparecidos anteriormente, se encuentran
también puntos de vista sobre este tema, pero expuestos de una manera menos
clara: Fabre d’Olivet parece considerar a veces en ellos el Destino y la
Voluntad como correlativos, dominando la Providencia a la vez al uno y a la
otra, lo que no concuerda con la correspondencia que tenemos en vista al
presente. — Señalamos incidentalmente que es sobre una aplicación de la
concepción de estas tres potencias universales al orden social como Saint-Yves
d’Alveydre ha construido su teoría de la «sinarquía».
[ii] Por lo
demás, no parece haber conocido de ella más que el lado Confucionista, aunque,
en los Examens des Vers dorés de Pythagore,
se le ocurre citar una vez a Lao-tseu.
[iii] Esta
expresión debe ser entendida aquí en un sentido restringido, ya que no parece
que su concepción se haya extendido más allá del estado propiamente humano; en
efecto, es evidente que, cuando se transpone a la totalidad de los estados del
ser, ya no se podría hablar del «reino hominal», lo que no tiene realmente
sentido más que en nuestro mundo.
[iv] Aquí
también, es menester acordarse de que es el centro el que contiene todo en
realidad.
[v] Se
recordará lo que hemos dicho, a propósito de los «tres mundos», de la
correspondencia más particular del Hombre con el dominio anímico o psíquico.
[vi] Ésta es
entendida aquí en el sentido más general, y comprende entonces, como «tres
naturalezas en una sola Naturaleza», el conjunto de los tres términos del
«ternario universal», es decir, en suma todo lo que no es el Principio mismo.
[vii] Este
término es impropio, puesto que la potencialidad pertenece al contrario al otro
polo de la manifestación; sería menester decir «principialmente» o «en
esencia».
[viii] En otra
parte, Fabre d’Olivet, designa como los agentes respectivos de las tres
potencias universales, a los seres que los Pitagóricos llamaban los «Dioses
inmortales», los «Héroes glorificados» y los «Demonios terrestres»,
«relativamente a su elevación respectiva y a la posición armónica de los tres
mundos que habitaban» (Examens des Vers
dorés de Pythagore, 3er Examen).
[ix] Colaborar
así con la Providencia, es lo que se llama propiamente, en la terminología
masónica, trabajar en la realización del «plan del Gran Arquitecto del
Universo» (cf. Apercepciones sobre la Iniciación,
cap. XXXI).
[x] Es lo que
los Rosacrucianos expresaban por el adagio Sapiens
dominabitur astris, donde las «influencias astrales» representan, como lo
hemos explicado más atrás, el conjunto de todas las influencias que emanan del
medio cósmico y que actúan sobre el individuo para determinarle exteriormente.
[xi] En el
fondo, esto identifica el bien y el mal a las dos tendencias contrarias que
vamos a indicar, con todas sus consecuencias respectivas.
[xii] Examens des Vers dorés de Pythagore, 12º
Examen.
[xiii] Se trata de
las dos tendencias contrarias, ascendente una y descendente la otra, que son
designadas como sattwa y tamas en la tradición hindú.
[xiv] Este
triángulo se encuentra también en el simbolismo masónico, y ya hemos hecho
alusión a él a propósito de la escuadra del Venerable; el triángulo mismo
completo aparece en las insignias del Past
Master. Diremos en esta ocasión que una parte notable del simbolismo
masónico se deriva directamente del pitagorismo, por una «cadena»
ininterrumpida, a través de los Collegia
fabrorum romanos y las corporaciones de constructores de la Edad Media; el
triángulo de que se trata aquí es un ejemplo de ello, y tenemos otro en la
Estrella radiante, idéntica al Pentalpha
que servía de «medio de reconocimiento» a los pitagóricos (cf. Apercepciones sobre la Iniciación, cap.
XVI).
[xv] Aquí
encontramos de nuevo 3 como número «celeste» y 5 como número «terrestre», de
igual modo que en la tradición extremo oriental, aunque ésta no los considera
así como correlativos, puesto que 3 se asocia en ella a 2 y 5 a 6, así como lo
hemos explicado más atrás; en cuanto a 4, corresponde a la cruz como símbolo
del «Hombre Universal».
[xvi] Este
dominio es en efecto el segundo de los «tres mundos», ya sea que se los
considere en el sentido ascendente o en el sentido descendente; la elevación a
las potencias sucesivas, que representan grados de universalización creciente,
corresponde al sentido ascendente (cf. El
Simbolismo de la Cruz, cap. XII, y Los
Principios del Cálculo infinitesimal, cap. XX).
[xvii] Según el
esquema dado por Fabre d’Olivet, este centro de la esfera anímica es al mismo
tiempo el punto de tangencia de las otras dos esferas intelectual e instintiva,
cuyos centros están situados en dos puntos diametralmente opuestos de la
circunferencia de esta misma esfera mediana: «Este centro, al desplegar su
circunferencia, alcanza a los otros centros, y reúne en sí mismo los puntos
opuestos de las dos circunferencias que despliegan (es decir, el punto más bajo
de la una y el punto más alto de la otra), de suerte que las tres esferas
vitales, al moverse la una en la otra, se comunican sus naturalezas diversas, y
llevan de la una a la otra su influencia respectiva y recíproca» — Así pues,
las circunferencias representativas de dos esferas consecutivas (intelectual y
anímica, anímica e instintiva) presentan la disposición cuyas propiedades hemos
señalado a propósito de la figura 3, puesto que cada una de ellas pasa por el
centro de la otra.
[xviii] Cf. El Simbolismo de la Cruz, cap. V.
[xix] Se
recordará aquí lo que hemos indicado más atrás al respecto del carácter
«sáttwico» o «tamásico» que toma la Voluntad humana, neutra o «rajásica» en sí
misma, según se alíe a la Providencia o al Destino.
[xx] Esto deber
ser relacionado con lo que hemos dicho de los dos hemisferios a propósito de la
doble espiral, y también con la división del símbolo yin-yang en sus dos mitades.
[xxi] Cf. Apercepciones sobre la Iniciación, cap.
XLVIII.
[xxii] El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. V.
[xxiii] Aquí no
puede hablarse del «hombre transcendente», puesto que éste está enteramente más
allá de la condición temporal, así como de todas las demás; pero, si ocurre que
se sitúa en el estado humano según lo que hemos explicado precedentemente,
ocupa en él a fortiori, la posición
central a todos los respectos.
[xxiv] Cf. Apercepciones sobre la Iniciación, cap.
XLII, y también El Esoterismo de Dante,
cap. VIII.
[xxv] Si el
«hombre verdadero» puede ejercer una influencia en un momento cualquiera del
tiempo, es porque, desde el punto central donde está situado, puede, a
voluntad, hacer ese momento presente para él.
[xxvi] Con mayor
razón es así al respecto del Principio; haremos observar a este propósito que
el Tetragrama hebraico es considerado como constituido gramaticalmente por la
contracción de los tres tiempos del verbo «ser»; por eso mismo, designa al
Principio, es decir, al Ser puro, que envuelve en sí mismo los tres términos
del «ternario universal», según la expresión de Fabre d’Olivet, como la Eternidad
que le es inherente envuelve en sí misma el «triple tiempo».
[xxvii] En los Examens des Vers dorés de Pythagore (12º
Examen), dice en efecto que «la potencia de la voluntad se ejerce sobre las
cosas por hacer o sobre el porvenir; la necesidad del destino, se ejerce sobre
las cosas hechas o sobre el pasado… La libertad reina en el porvenir, la
necesidad en el pasado, y la providencia sobre el presente». Esto equivale a
hacer de la Providencia el término mediano, y, al atribuir la «libertad» como
carácter propio a la Voluntad, a presentar a ésta como lo opuesto del Destino,
lo que no podría concordar de ninguna manera con las relaciones reales de los
tres términos, tal como las ha expuesto él mismo un poco más adelante.
[xxviii] Se puede
decir en efecto que la Voluntad trabaja con vistas al porvenir, en tanto que
éste es una consecución del presente, pero, bien entendido, esto no es en modo
alguno la misma cosa que decir que ella opera directamente sobre el porvenir
mismo como tal.
[xxix] Esto es
evidente, puesto que ella corresponde a lo que es superior al estado humano,
estado del que el tiempo no es más que una de las condiciones especiales; pero
convendría agregar, para mayor precisión, que la Providencia se sirve del
tiempo en tanto que éste está, para nosotros, dirigido «hacia adelante», es
decir, en el sentido del porvenir, lo que implica por otra parte el hecho de
que el pasado pertenece al Destino.
[xxx] Parece que
esto sea una alusión a lo que los escolásticos llamaban aevum o aeviternitas,
términos que designaban modos de duración diferentes del tiempo y que
condicionan los estados «angélicos», es decir, supraindividuales, que aparecen
en efecto como «celestes» en relación al estado humano.
[xxxi] Qorân, VI, 59.
[xxxii] Decimos
concretamente, ya que no hay que decir que aquí no se trata en realidad más que
una parte infinitesimal de las «cosas ocultas» (el-ghaybu), que comprenden todo lo no manifestado.
[xxxiii]
Concretamente en el Absconditorum Clavis
de Guillaume Postel. — Se podrá observar que el título de este libro es el
equivalente literal de la expresión coránica que hemos citado un poco más
atrás.
[xxxiv] Cf. la
figura de la Rota Mundi dada por
Leibnitz en su tratado De Arte
combinatoria (ver Los Principios del
Cálculo infinitesimal, Prefacio); se observará que esta figura es una rueda
de ocho radios, como el Dharma-chakra,
del que hablaremos más adelante.
[xxxv] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. III.
[xxxvi] En
astrología, es el signo del Sol, que es en efecto, para nosotros, el centro del
mundo sensible, y que, por esta razón, se toma tradicionalmente como un símbolo
del «Corazón del Mundo» (cf. Apercepciones
sobre la Iniciación, cap. XLVII); ya hemos hablado suficientemente sobre el
simbolismo de los «rayos solares» como para que apenas haya necesidad de
recordarle a este propósito. En alquimia, es el signo del oro, que, en tanto
que «luz mineral», corresponde, entre los metales, al Sol entre los planetas.
En la ciencia de los números, es el símbolo del denario, en tanto que éste
constituye un ciclo numeral completo; desde este punto de vista, el centro es 1
y la circunferencia 9, que forman juntos el total de 10, ya que la unidad, al
ser el principio mismo de los números, debe ser colocada en el centro y no
sobre la circunferencia, cuya medida natural, por lo demás, no se efectúa por
la división decimal, así como lo hemos explicado más atrás, sino por una
división según múltiplos de 3, 9 y 12.
[xxxvii] Para todo
esto, uno podrá remitirse a las consideraciones que hemos desarrollado en El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos.
[xxxviii] Las formas
que se encuentran más habitualmente son las ruedas de seis y de ocho radios, y
también de doce y dieciséis, números dobles de los primeros.
[xxxix] Hemos hablado
en otra parte de la relaciones de esta figura con la del swastika (El Simbolismo de la
Cruz, cap. X).
[xl] Ver más
atrás, Figuras 13 y 14.
[xli] Se tendrán
así por ejemplo, solo en el orden de la existencia terrestre, los cuatro
momentos principales del día, las cuatro fases de la lunación, las cuatro
estaciones del año, y también, por otra parte, las cuatro edades tradicionales
de la humanidad, así como las de la vida humana individual, es decir, en suma,
de una manera general todas las correspondencias cuaternarias del género de
aquellas a las que ya hemos hecho alusión en lo que precede.
[xlii] Cf. la
«rueda de la Fortuna» en la antigüedad occidental, y el simbolismo de la décima
lámina del Tarot.
[xliii] Por lo
demás, el centro debe ser concebido como conteniendo principialmente a la rueda
toda entera, y es por eso por lo que Guillaume Postel describe el centro del Edén (que, él mismo, es a la vez el
«centro del mundo» y su imagen) como «la Rueda en el medio de la Rueda», lo que
corresponde a lo que hemos explicado a propósito del Ming-tang.
[xliv] Así pues,
se podría concebir la reacción del principio pasivo como una «resistencia» que
detiene las influencias emanadas del principio activo y que limita su campo de
acción; por lo demás, es lo que indica también el simbolismo del «plano de
reflexión».
[xlv] Es menester
poner mucho cuidado en precisar que, aquí, estos dos movimientos son tales en relación
al Principio, y no en relación a la manifestación; esto a fin de evitar los
errores a los que se podría ser conducido si se olvidara hacer la aplicación
del «sentido inverso».
[xlvi] Cf. El Simbolismo de la Cruz, cap. XVI.
[xlvii] Sobre esta
misma figura, explicada por la equivalencias numéricas de sus elementos, ver también
L.-Cl. de Saint-Martin, Tableau naturel
des rapports qui existent entre Dieu, l’Homme et l’Univers, cap. XVIII. —
Habitualmente se designa esta obra por el título abreviado de Tableau naturel, pero damos aquí el
título completo para hacer observar que, al tomarse en él la palabra «Universo»
en el sentido de «Naturaleza» en general, contiene la mención explícita del
ternario Deus, Homo, Natura.
[xlviii] Para dar
aquí otro ejemplo que se refiere al mismo tema, en la tradición hindú y a veces
también en la tradición extremo oriental, el Cielo y la Tierra son
representados como las dos ruedas del «carro cósmico»; el «Eje del Mundo» es
figurado entonces por el eje que une estas dos ruedas en sus centros, y que,
por esta razón, debe ser supuesto vertical, como el «puente» de que hemos
hablado precedentemente. En este caso, la correspondencia de las diferentes
partes del carro no es evidentemente la misma que cuando, como lo hemos dicho
más atrás, son el palio y el piso los que representaban respectivamente el
Cielo y la Tierra, siendo entonces el mástil la figura del «Eje del Mundo» (lo
que corresponde a la posición normal de un carro ordinario); aquí, por lo
demás, las ruedas del carro no se toman en consideración especialmente.
[xlix] Cf. El Esoterismo de Dante, cap. VIII.
[l] Por lo
demás, esta «inversión» resulta del hecho de que, en el primer caso, el hombre
está situado en el exterior de la circunferencia (que representa entonces la
superficie de la tierra), mientras que, en el segundo caso, está en su
interior.
[li] Es para
afirmar aún más esta correspondencia, ya marcada por la forma misma de las
partes del cuerpo así como por su situación respectiva, por lo que los antiguos
Confucionistas llevaban un bonete redondo y zapatos cuadrados, lo que hay que
aproximar también a lo que hemos dicho más atrás sobre el tema de la forma de
la indumentaria ritual de los príncipes.
[lii] Evitamos el
empleo del término «Iglesia», que, aunque tiene etimológicamente poco más o menos
la misma significación, ha tomado en el Cristianismo un sentido especial que no
puede aplicarse en otra parte, de igual modo que el término «Sinagoga», que
tiene también la misma significación original, ha tomado por su lado un sentido
específicamente judaico.
[liii] Uno podrá
acordarse aquí de lo que hemos dicho al comienzo respecto al papel similar del
término houei, o de lo que
representa, en el caso de la Tien-ti-houei.
[liv] Ya hemos
explicado este punto de vista, en otro caso, a propósito de la situación
«central» atribuida al Imperio chino.
[lv] Los Bodhisattwas, que se podrían hacer
corresponder al grado de «hombre transcendente», escapan por eso mismo al
dominio de la comunidad terrestre y residen propiamente en los «Cielos», de
donde no «vuelven», por vía de la realización «descendente», más que para
manifestarse como Buddhas.
[lvi] Por lo
demás, solo a este respecto se le da el nombre de Buddha y solo a este respecto le conviene realmente, puesto que no
es un nombre individual, que, además, no podría aplicarse verdaderamente en
parecido caso (cf. Apercepciones sobre la
Iniciación, cap. XXVII).
[lvii] Bien
entendido, decir que estos caracteres son simbólicos, no quiere decir de ningún
modo que no hayan sido poseídos de hecho por un personaje real (y diríamos
gustosamente que tanto más real cuanto más se desvanece su individualidad ante
estos caracteres); ya hemos hablado bastante frecuentemente del valor simbólico
que tienen necesariamente los hechos históricos en sí mismos como para que
halla lugar a insistir más en ello (cf. concretamente El Simbolismo de la Cruz, Prefacio), y, en esta ocasión, solo
recordaremos todavía una vez más, que «la verdad histórica misma no es sólida
más que cuando deriva del Principio» (Tchoang-tseu,
cap. XXV).
[lviii] Para más
precisiones sobre este tema, no podríamos hacer nada mejor que remitir a los
diversos trabajos en los que A. K. Coomaraswamy ha tratado esta cuestión,
concretamente sus Elements of Buddhist
Iconography y The Nature of Buddhist
Art.
[lix] A este
propósito, uno podrá remitirse a lo que hemos dicho más atrás sobre el «hombre
transcendente» y el «hombre verdadero», y sobre las relaciones de los
diferentes grados de las jerarquías taoísta y confucionista.
[lx] La raíz dhri significa llevar, soportar,
sostener, mantener.
[lxi] La raíz dhri está emparentada, como forma y como
sentido, a otra raíz, dhru, de la que
deriva la palabra dhruva que designa
el polo; también se puede decir que la idea de «polo» o de «eje» del mundo
manifestado desempeña un papel importante en la concepción misma del dharma. — Sobre la estabilidad o la
inmovilidad como reflejo inverso de la inmutabilidad principial en el punto más
bajo de la manifestación, cf. El Reino de
la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XX.
[lxii] En esto
puede tratarse, según los casos, sea de necesidad lógica o matemática, sea de
necesidad «física», sea todavía de la necesidad llamada «moral», bastante
impropiamente por lo demás; el Dharma
búdico entra naturalmente en este último caso.
[lxiii] El Dharma-chakra o «rueda de la Ley» es
generalmente una rueda de ocho radios; éstos, que pueden ser puestos en
relación naturalmente, en el simbolismo espacial, con los cuatro puntos cardinales
y los cuatro puntos intermediarios, corresponden, en el budismo mismo, a los
ocho senderos de la «Vía Excelente», así como a los ocho pétalos del «Loto de
la Buena Ley» (que se puede comparar también, por otra parte, a las ocho
«bienaventuranzas» del Evangelio). — Por lo demás, se encuentra una disposición
similar en los ocho koua o trigramas
de Fo-hi; se puede observar a este propósito que el título del Yi-king es interpretado como
significando «Libro de las mutaciones» o «de los cambios en la revolución circular»,
sentido que presenta una relación evidente con el simbolismo de la rueda.
[lxiv] Así pues,
en eso desempeña un papel similar al del Chakravartî
o «monarca universal» en otra aplicación del simbolismo de la rueda; por lo
demás, se dice que Shâkya-Muni tuvo que escoger entre la función del Buddha y la del Chakravartî.
[lxv] Esta
ausencia de relación con el Dharma
corresponde al estado del Pratyêka-Buddha,
quien, llegado al término de la realización total, no «redesciende» a la
manifestación.
[lxvi] Para lo que
concierne más particularmente al simbolismo del polo, remitimos a nuestro
estudio sobre El Rey del Mundo.
[lxvii] Son las dos
extremidades del eje del «carro cósmico», cuando las dos ruedas de éste
representan el Cielo y la Tierra, con la significación que estos dos términos
tienen en el Tribhuvana.
[lxviii] Ver las
consideraciones que hemos expuesto sobre este punto en El Simbolismo de la Cruz.
[lxix] Ver B.
Favre, Les Societés secrètes en Chine,
cap. VIII. — El autor ha visto bien lo que es el simbolismo del celemín del que
hablaremos enseguida, pero no ha sabido sacar las consecuencias más
importantes.
[lxx] Cf. El Esoterismo de Dante, cap. V.
[lxxi] Sobre la
«morada de inmortalidad», cf. El Rey del
Mundo, cap. VII, y El Reino de la
Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXIII.
[lxxii] En el
simbolismo masónico, la acacia se encuentra también en la «Cámara del Medio».
[lxxiii] Cf. el Rey del Mundo, cap. III, y El Simbolismo de la Cruz, cap. VII y
VIII. — Es también la Pax profunda de
los Rosa-Cruz; se recordará, por otra parte, que el nombre de la «Gran Paz» (Tai-ping) fue adoptado, en el siglo XIX,
por una organización emanada de la Pe-lien-houei.
[lxxiv] No es
todavía, para el «hombre verdadero», más que la inmortalidad virtual, pero que
devendrá plenamente efectiva por el paso directo, a partir del estado humano,
al estado supremo e incondicionado (cf. El
Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XVIII).
[lxxv] Se podría
hacer aquí una aproximación con los estandartes del «Campo de los Príncipes» en
el «cuadro» del grado 32 de la Masonería escocesa, donde, por una coincidencia
más extraordinaria todavía, se encuentra además, entre varias palabras extrañas
y difíciles de interpretar, la palabra Salix
que significa precisamente «sauce»; por lo demás, no queremos sacar ninguna
consecuencia de este último hecho, que solo indicamos a título de curiosidad. —
En cuanto a la presencia del arroz en el celemín, evoca los «vasos de
abundancia» de las diversas tradiciones, cuyo ejemplo más conocido en Occidente
es el Grial, y que tienen también una
significación central (cf. El Rey del
Mundo, cap. V); el arroz representa aquí el «alimento de la inmortalidad»,
que, por lo demás, tiene como equivalente el «brebaje de inmortalidad».
[lxxvi] Aquí no hay
ningún «retruécano», contrariamente a lo que dice B. Favre; el celemín es muy
realmente aquí el símbolo mismo de la Osa Mayor, como la balanza lo fue en una
época anterior, ya que, siguiendo la tradición extremo oriental, la Osa Mayor
era llamada la «Balanza de jade», es decir, según la significación simbólica
del jade, Balanza perfecta (como en otras partes la Osa Mayor y la Osa Menor
fueron asimiladas a los dos platillos de una balanza), antes de que este nombre
de la Balanza fuera transferido a una constelación zodiacal (cf. El Rey del Mundo, cap. X).
[lxxvii] El arroz (que equivale naturalmente al
trigo en otras tradiciones) tiene también una significación en relación con
este punto de vista, ya que el alimento simboliza el conocimiento, puesto que
el primero es asimilado corporalmente por el ser como el segundo lo es
intelectualmente (cf. El Hombre y su
devenir según el Vêdânta, cap. IX). Por lo demás, esta significación se
vincula inmediatamente a la que ya hemos indicado: en efecto, es el
conocimiento tradicional (entendido en el sentido de conocimiento efectivo y no
simplemente teórico) el que es el verdadero «alimento de inmortalidad», o,
según la expresión evangélica, el «pan descendido del Cielo» (San Juan, 6), ya que, «no solamente de
pan (terrestre) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios» (San Mateo 4:4; San Lucas 4:4), es decir, de una manera
general, el que emana de un origen «suprahumano». — Señalamos a este propósito
que la expresión ton arton ton epiousion,
en el texto griego del Pater Noster,
no significa de ningún modo el «pan cotidiano», como se tiene costumbre de
traducirlo, sino muy literalmente «el pan supraesencial» (y no
«suprasubstancial» como lo dicen algunos, debido a la confusión sobre el
sentido del término ousia que hemos
indicado en El Reino de la Cantidad y los
Signos de los Tiempos, cap. I), o «supraceleste» si se entiende el Cielo en
el sentido extremo oriental, es decir, que procede del Principio mismo y que,
por consiguiente, da al hombre el medio de ponerse en comunicación con éste.
[lxxviii] Por otra
parte, la Osa Mayor está figurada también actualmente todavía en el techo de
muchas Logias masónicas, incluso «especulativas».
[lxxix] Señalamos
muy particularmente esto a la atención de aquellos que pretenden que «hacemos
del swastika el signo del polo»,
cuando solo decimos que tal es en realidad su sentido tradicional; ¡quizás no
podrán igualmente llegar hasta suponer que somos nosotros quienes hemos «hecho»
también los rituales de la Masonería operativa!
[lxxx] Este mismo
punto es también, en la Kabbala hebraica, del que está suspendida la balanza de
que se habla en el Siphra di-Tseniutha,
ya que es sobre el polo donde reposa el equilibrio del mundo; y este punto es
designado como «un lugar que no es», es decir, como lo «no manifestado», lo que
corresponde, en la tradición extremo oriental, a la asimilación de la Estrella
polar, en tanto que «techo del Cielo», al «lugar» del Principio mismo; esto
está igualmente en relación con lo que hemos dicho más atrás de la balanza a
propósito de la Osa Mayor. Los dos platillos de la balanza, con su movimiento
alternativo de subida y de bajada, se refieren naturalmente a las vicisitudes
del yin y del yang; por lo demás, la correspondencia con el yin de un lado y el yang
del otro vale, de una manera general, para todos los símbolos que presentan una
simetría axial.
[lxxxi] La
substitución del iod por la G está
indicada concretamente, pero sin que la razón de ello sea explicada, en la Récapitulation de toute la Maçonnerie ou
description et explication de l’Hiéroglyphe universel du Maître des Maîtres,
obra anónima atribuida a Delaulnaye.
[lxxxii] Hay quienes
parecen creer incluso que no es sino después que la letra G habría sido
considerada como la inicial de God;
éstos ignoran evidentemente el hecho de que sustituyó al iod, que es lo que le da toda su verdadera significación bajo el
punto de vista esotérico e iniciático.
[lxxxiii] Los
rituales recientes del grado de Compañero, para encontrar cinco
interpretaciones a la letra G, le dan frecuentemente sentidos que son más bien
forzados e insignificantes; por lo demás, este grado ha sido particularmente
maltratado, si se puede decir así, a consecuencia de los esfuerzos que se han
hecho para «modernizarle». — En el centro de la Estrella radiante, la letra G
representa el principio divino que reside en el «corazón» del hombre «dos veces
nacido» (cf. Apercepciones sobre la Iniciación,
cap. XLVIII).
[lxxxiv] Se sabe que
el valor numérico de esta letra es 10, y, a este propósito, remitimos a lo que
ha sido dicho más atrás sobre el simbolismo del punto en el centro del círculo.
[lxxxv] Quizás
tendremos algún día la ocasión de estudiar el simbolismo geométrico del algunas
letras del alfabeto latino y el uso que se ha hecho de ellas en las
iniciaciones occidentales.
[lxxxvi] El carácter
i es también un trazo rectilíneo; no
difiere de la letra latina I más que en que está colocado horizontalmente en
lugar de estarlo verticalmente. — En el alfabeto árabe, es la primera letra alif, que vale numéricamente la unidad y
que tiene la forma de un trazo rectilíneo vertical.
[lxxxvii] Paradiso XXVI, 133-134. — En un epigrama
atribuido a Dante, la letra I es llamada la «novena figura», según su rango en
el alfabeto latino, aunque el iod, al
cual corresponde, sea la décima letra del alfabeto hebraico; por otra parte, se
sabe que el número 9 tenía para Dante una importancia simbólica muy particular,
como se ve concretamente en la Vita Nuova
(cf. El Esoterismo de Dante, cap. II
y VI).
[lxxxviii] Ver Luigi
Valli, Il Linguaggio segreto di Dante e
dei «Fedeli d’Amore», volumen II,
pp. 120-121, donde se encuentra la reproducción de esta figura.
[lxxxix] Estas
precisiones habrían podido ser utilizadas por aquellos que han buscado
establecer aproximaciones entre la Tien-ti-houei
y las iniciaciones occidentales; pero es probable que las hayan ignorado, ya
que, sin duda, no tenían apenas datos precisos sobre la Masonería operativa, y
todavía menos sobre los Fedeli d’Amore.
[xc] Cf. El Rey del Mundo, cap. VII, y El Simbolismo de la Cruz, cap. VI.
[xci] Cf. El Simbolismo de la Cruz, cap. VII. — Si
se quiere, se podría tomar como tipo de estas oposiciones la del «bien» y del
«mal», pero a condición de entender estos términos en la acepción más extensa,
y de no atenerse exclusivamente al sentido simplemente «moral» que se le da más
ordinariamente; y todavía éste no sería nada más que un caso particular, ya
que, en realidad, hay muchos otros géneros de oposiciones que no pueden
reducirse de ninguna manera a ésta, como por ejemplo las de los elementos
(fuego y agua, aire y tierra) y las de las cualidades sensibles (seco y húmedo,
caliente y frío).
[xcii] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. XXIII.
[xciii] El Simbolismo de la Cruz, cap. XX.
[xciv] Aquí se
trata todavía de un caso del «vuelco» simbólico que resulta del paso de lo
«exterior» a lo «interior», ya que este punto central es evidentemente
«interior» en relación a todas las cosas, aunque, por lo demás, para el que ha
llegado a él, ya no haya realmente ni «exterior» ni «interior», sino solo una
«totalidad» absoluta e indivisa.