CAPÍTULO VII
CUESTIONES DE ORIENTACIÓN
En la época
primordial, el hombre estaba, en sí mismo, perfectamente equilibrado en cuanto
al complementarismo del yin y del yang; por otra parte, él era yin o pasivo sólo en relación al
Principio, y yang o activo en
relación al Cosmos o al conjunto de las cosas manifestadas; por consiguiente,
se volvía naturalmente hacia el Norte, que es yin[i], como hacia
su propio complementario. Al contrario, el hombre de las épocas ulteriores, a
consecuencia de la degeneración espiritual que corresponde a la marcha descendente
del ciclo, ha devenido yin en
relación al Cosmos; así pues, debe volverse hacia el Sur, que es yang, para recibir de él las influencias
del principio complementario del que ha devenido predominante en él, y para
restablecer, en la medida de lo posible, el equilibrio entre el yin y el yang. La primera de estas dos orientaciones puede llamarse «polar»,
mientras que la segunda es propiamente «solar»: en el primer caso, el hombre,
mirando a la Estrella polar o al «techo del Cielo», tiene el Este a su derecha
y el Oeste a su izquierda; en el segundo caso, mirando al Sol en el meridiano,
tiene al contrario el Este a su izquierda y el Oeste a su derecha; y esto da la
explicación de una particularidad que, en la tradición extremo oriental, puede
parecer bastante extraña a los que no conocen la razón de la misma[ii].
En efecto,
en China el lado al que se atribuye generalmente la preeminencia es la
izquierda; decimos generalmente, ya que no fue constantemente así en todo el
curso de la historia. En la época del historiador Sseu-ma-tsien, es decir, en
el siglo II a. C., la derecha parece haber tenido al contrario preeminencia
sobre la izquierda, al menos en lo que concierne a la jerarquía de las
funciones oficiales[iii]; parece
que haya habido entonces, bajo esta relación al menos, como una suerte de
tentativa de «retorno a los orígenes», que había debido corresponder sin duda a
un cambio de dinastía, ya que tales cambios en el orden humano se ponen siempre
tradicionalmente en correspondencia con ciertas modificaciones del orden
cósmico mismo[iv].
Pero, en una época más antigua, aunque ciertamente muy alejada ya de los
tiempos primordiales, es la izquierda la que predominaba como lo indica
expresamente este pasaje de Lao-tseu: «En los asuntos favorables (o de buen
augurio), se pone arriba la izquierda; en los asuntos funestos, se pone arriba
la derecha»[v].
Hacia la misma época, se dice también: «La humanidad, es la derecha; la Vía, es
la izquierda»[vi],
lo que implica manifiestamente una inferioridad de la derecha en relación a la
izquierda; relativamente la una a la otra, la izquierda correspondía entonces
al yang y la derecha al yin.
Ahora, que
esto sea una consecuencia directa de la orientación tomada al volverse hacia el
Sur, es lo que prueba un tratado atribuido a Kouan-tseu, que habría vivido en
el siglo VII a. C., donde se dice: «La primavera hace nacer (los seres) a la
izquierda, el otoño destruye a la derecha, el verano hace crecer delante, el
invierno pone en reserva detrás». Ahora bien, según la correspondencia que se admite
por todas partes entre las estaciones y los puntos cardinales, la primavera
corresponde al Este y el otoño al Oeste, el verano al Sur y el invierno al
Norte[vii];
así pues, aquí es el Sur el que está delante y el Norte detrás, el Este el que
está a la izquierda y el Oeste a la derecha[viii].
Naturalmente, cuando se toma al contrario la orientación volviéndose hacia el
Norte, la correspondencia de la izquierda y de la derecha se encuentra
invertida, e igualmente la de delante y la de detrás; pero en definitiva, el
lado que tiene la preeminencia, que sea la izquierda en un caso o la derecha en
el otro, es siempre e invariablemente el lado del Este. Eso es lo que importa
esencialmente, ya que con ello se ve que, en el fondo, la tradición extremo
oriental está en perfecto acuerdo con todas las demás doctrinas tradicionales,
en las que el Oriente siempre se considera efectivamente como el «lado
luminoso» (yang) y el Occidente como
el «lado obscuro» (yin) el uno en
relación al otro; puesto que el cambio en las significaciones respectivas de la
derecha y de la izquierda está condicionado por un cambio de orientación, es en
suma perfectamente lógico y no implica absolutamente ninguna contradicción[ix].
Por lo
demás, estas cuestiones de orientación son muy complejas, ya que no solo es
menester prestar mucha atención para no cometer ninguna confusión entre
correspondencias diferentes, sino que también puede ocurrir que, en una misma
correspondencia, la derecha y la izquierda prevalezcan una y otra desde puntos
de vista diferentes. Es lo que indica muy claramente un texto como éste: «La
Vía del Cielo prefiere la derecha, el Sol y la Luna se desplazan hacia el
Occidente; la Vía de la Tierra prefiere la izquierda, el curso del agua corre
hacia el Oriente; igualmente se les dispone arriba (es decir, que uno y otro de
ambos lados tienen títulos a la preeminencia)»[x].
Este pasaje es particularmente interesante, primero porque afirma, cualesquiera
que sean las razones que da para ello y que deben tomarse más bien como simples
«ilustraciones» sacadas de las apariencias sensibles, que la preeminencia de la
derecha está asociada a la «Vía del Cielo» y la de la izquierda a la «Vía de la
Tierra»; ahora bien, la primera es necesariamente superior a la segunda, y, se
puede decir que es porque los hombres han perdido de vista la «Vía del Cielo»
por lo que han llegado a conformarse a la «Vía de la Tierra», lo que marca
bien la diferencia entre la época primordial y las épocas ulteriores de
degeneración espiritual. Después, se puede ver ahí la indicación de una
relación inversa entre el movimiento del Cielo y el movimiento de la Tierra[xi],
lo que está en rigurosa conformidad con la ley general de la analogía; y ello
es siempre así cuando se está en presencia de dos términos que se oponen de tal
manera que uno de ellos es como un reflejo del otro, reflejo que es inverso
como la imagen de un objeto en un espejo lo es en relación a ese objeto mismo,
de suerte que la derecha de la imagen corresponde a la izquierda del objeto e
inversamente[xii].
Agregaremos
a este propósito una precisión que, aunque parezca bastante simple en sí misma,
no obstante está lejos de carecer de importancia: es que, concretamente cuando
se trata de la derecha y de la izquierda, es menester tener siempre el mayor
cuidado de precisar en relación a qué se consideran; así, cuando se habla de la
derecha y de la izquierda de una figura simbólica, ¿se quiere entender
realmente las de esa figura, o bien las de un espectador que la mira
colocándose frente a ella? Los dos casos pueden presentarse de hecho: cuando se
trata de una figura humana o de algún otro ser vivo, no hay apenas duda sobre
lo que conviene llamar su derecha y su izquierda; pero ya no es lo mismo para
otro objeto cualquiera, para una figura geométrica por ejemplo, o también para un
monumento, y entonces, lo más ordinariamente, se toma la derecha y la izquierda
colocándose en el punto de vista del espectador[xiii];
pero, no obstante, no es siempre forzosamente así, y puede ocurrir también que
se atribuya a veces una derecha y una izquierda a la figura tomada en sí misma,
lo que corresponde a un punto de vista naturalmente inverso del punto de vista
del espectador[xiv]; a falta
de precisar de qué se trata en cada caso, uno puede ser llevado a cometer
errores bastante graves a este respecto[xv].
Otra
cuestión conexa a la de la orientación es la del sentido de las
«circumambulaciones» rituales en las diferentes formas tradicionales; es fácil
darse cuenta de que este sentido se determina en efecto, ya sea por la
orientación «polar» o ya sea por la orientación «solar», en la acepción que
hemos dado más atrás a estas expresiones. Si se consideran las figuras aquí
expuestas[xvi],
el primer sentido es aquel en el que, mirando hacia el Norte, se ven girar las
estrellas alrededor del polo (Fig. 13); por el contrario, el segundo sentido es
aquel en el que se efectúa el movimiento aparente del Sol para un observador
que mira hacia el Sur (Fig. 14). La circumambulación se cumple teniendo
constantemente el centro a su izquierda en el primer caso, y al contrario a su
derecha en el segundo (lo que se llama en sánscrito pradakshinâ); este último modo es el que está en uso, en
particular, en la tradición hindú y tibetana, mientras que el otro se encuentra
concretamente en la tradición islámica[xvii].
A esta diferencia de sentidos se vincula igualmente el hecho de avanzar el pie
derecho o el pie izquierdo el primero en una marcha ritual: considerando
todavía las mismas figuras se puede ver fácilmente que el pie que debe ser
avanzado primero es forzosamente el del lado opuesto al lado que está vuelto
hacia el centro de la circumambulación, es decir, el pie derecho en el primer
caso (Fig. 13) y el pie izquierdo en el segundo (Fig. 14); y este orden de
marcha se observa generalmente, incluso cuando no se trata de circumambulaciones
hablando propiamente, como para marcar de alguna manera la predominancia
respectiva del punto de vista «polar» o del punto de vista «solar», ya sea en
una forma tradicional dada, o ya sea incluso a veces para períodos diferentes
en el curso de la existencia de una misma tradición[xviii].
Así, todas
estas cosas están lejos de reducirse a simples detalles más o menos
insignificantes, como podrían creerlo aquellos que no comprenden nada del
simbolismo ni de los ritos; antes al contrario, están ligadas a todo un conjunto
de nociones que tienen una gran importancia en todas las tradiciones, y se
podrían dar de ello otros muchos ejemplos. A propósito de la orientación,
habría lugar a tratar también cuestiones como las de sus relaciones con el
recorrido del ciclo anual[xix] y con el
simbolismo de las «puertas zodiacales»; por lo demás, se encontraría ahí la
aplicación del sentido inverso, que señalábamos más atrás, en las relaciones
entre el orden «celeste» y el orden «terrestre»; pero estas consideraciones
constituirían aquí una digresión demasiado larga, y encontrarán sin duda mejor
lugar en otros estudios[xx].
CAPÍTULO VIII
NÚMEROS CELESTES Y
NÚMEROS TERRESTRES
La dualidad
del yang y del yin se encuentra también en lo que concierne a los números: según
el Yi-king, los números impares
corresponden al yang, es decir, son
masculinos o activos, y los números pares corresponden al yin, es decir, son femeninos o pasivos. Por lo demás, aquí no hay
nada que sea particular a la tradición extremo oriental, ya que esta
correspondencia es conforme a lo que enseñan todas las doctrinas tradicionales;
en Occidente, es conocida sobre todo por el Pitagorismo, y quizás incluso a
algunos, que se imaginan que se trata de una concepción propia de éste, les
sorprendería mucho saber que esta correspondencia se encuentra exactamente
igual hasta en Extremo Oriente, sin que sea posible suponer en eso
evidentemente la menor «apropiación» por un lado o por el otro, y simplemente
porque se trata de una verdad que debe ser reconocida igualmente en todas partes
donde existe la ciencia tradicional de los números.
Puesto que
los números impares son yang, pueden
llamarse «celestes», y puesto que los números pares son yin, pueden llamarse «terrestres»; pero además de esta
consideración enteramente general, hay ciertos números que son atribuidos más
especialmente al Cielo y a la Tierra, y esto requiere otras explicaciones.
Primero, son sobre todo los primeros números impar y par respectivamente los
que se consideran como los números propios del Cielo y de la Tierra, o como la
expresión de su naturaleza misma, lo que se comprende sin esfuerzo, ya que, en
razón de la primacía que tienen cada uno en su orden, todos los demás números
son como derivados en cierto modo de ellos y no ocupan más que un rango
secundario en relación a ellos en sus series respectivas; así pues, son éstos
los que representan, se podría decir, el yang
y el yin en el grado más alto, o, lo
que equivale a lo mismo, los que expresan más puramente la naturaleza celeste y
la naturaleza terrestre. Ahora bien, a lo que es menester prestar atención, es
que aquí la unidad, al ser propiamente el principio del número, no se cuenta
ella misma como un número; en realidad, lo que la unidad representa no puede
ser sino anterior a la distinción del Cielo y de la Tierra, y ya hemos visto en
efecto que corresponde al principio común de éstos, Tai-ki, el Ser que es idéntico a la Unidad metafísica misma. Así
pues, mientras que 2 es el primero número par, es 3, y no 1, el que se
considera como el primer número impar; por consiguiente, 2 es el número de la
Tierra y 3 el número del Cielo; pero entonces, puesto que 2 es antes que 3 en
la serie de los números, la Tierra parece estar antes que el Cielo, del mismo
modo que el yin aparece antes que el yang; se encuentra así en esta
correspondencia numérica otra expresión, equivalente en el fondo, del mismo
punto de vista cosmológico de que hemos hablado más atrás a propósito del yin y del yang.
Lo que puede
parecer más difícilmente explicable, es que hay otros números que se atribuyen
también al Cielo y a la Tierra, y que, para éstos, se produce, en apariencia al
menos, una suerte de intervención; en efecto, es entonces 5, número impar, el
que se atribuye a la Tierra, y 6, número par, el que se atribuye al Cielo. Aquí
también, se tienen dos términos consecutivos de la serie de los números, donde
el primero en el orden de esta serie corresponde a la Tierra y el segundo al
Cielo; pero, aparte de este carácter que es común a las dos parejas numéricas 2
y 3 por una parte, 5 y 6 por otra, ¿cómo es posible que un número impar o yang sea referido a la Tierra y que un
número par o yin lo sea al Cielo? Se
habla a este propósito, y en suma con razón, de un intercambio «hierogámico»
entre los atributos de los dos principios complementarios[xxi];
por lo demás, en eso no se trata de un caso aislado o excepcional, y pueden
señalarse muchos otros ejemplos de ello en el simbolismo tradicional[xxii].
A decir verdad, sería menester incluso generalizar más, ya que no se puede
hablar propiamente de «hierogamia» más que cuando los dos complementarios se
consideran expresamente como masculino y femenino el uno en relación al otro,
así como ocurre efectivamente aquí; pero se encuentra también algo semejante en
casos donde el complementarismo reviste aspectos diferentes de éste, y ya lo
hemos indicado en otra parte en lo que concierne al tiempo y al espacio y a los
símbolos que se refieren a ellos respectivamente en las tradiciones de los
pueblos nómadas y de los pueblos sedentarios[xxiii].
Es evidente que, en este caso donde un término temporal y un término espacial
son considerados como complementarios, no se puede asimilar la relación que
existe entre estos dos términos a la de lo masculino y de lo femenino; no
obstante, por ello no es menos verdad que este complementarismo, como cualquier
otro, se vincula de una cierta manera al del Cielo y de la Tierra, ya que el
tiempo es puesto en correspondencia con el Cielo por la noción de los ciclos,
cuya base es esencialmente astronómica, y el espacio con la Tierra en tanto que,
en el orden de las apariencias sensibles, la superficie terrestre representa
propiamente la extensión mensurable. Ciertamente, sería menester no concluir de
esta correspondencia que todos los complementarismos pueden reducirse a un tipo
único, y por esto es por lo que sería erróneo hablar de «hierogamia» en un caso
como el que acabamos de mencionar; lo que es menester decir, es solo que todos
los complementarismos, de cualquier tipo que sean, tienen igualmente su
principio en la primera de todas las dualidades, que es la de la Esencia y de
la Substancia universales, o, según el lenguaje simbólico de la tradición
extremo oriental, la del Cielo y de la Tierra.
Ahora, de lo
que es menester darse cuenta bien para comprender exactamente la significación
diferente de las dos parejas de números atribuidos al Cielo y a la Tierra, es
de que un intercambio como éste de que acabamos de hablar no puede producirse
más que cuando los dos términos complementarios son considerados en su relación
entre ellos, o más especialmente como unidos el uno al otro si se trata de la
«hierogamia» propiamente dicha, y no tomados en sí mismos y cada uno
separadamente del otro. De eso resulta que, mientras que 2 y 3 son la Tierra y
el Cielo en sí mismos y en su naturaleza propia, 5 y 6 son la Tierra y el Cielo
en su acción y reacción recíproca, y por consiguiente desde el punto de vista
de la manifestación que es el producto de esta acción y de esa reacción; por lo
demás, es lo que expresa muy claramente un texto tal como éste: «5 y 6, es la
unión central (tchoung-ho, es decir,
la unión en su centro)[xxiv] del Cielo
y de la Tierra[xxv]». Es lo
que aparece mejor todavía por la constitución misma de los números 5 y 6, que
están formados igualmente de 2 y de 3, pero donde éstos están unidos entre sí
de dos maneras diferentes, por adición para el primero (2 + 3 = 5), y por
multiplicación para el segundo (2 x 3 = 6); por otra parte, es por eso por lo
que estos dos números 5 y 6, que nacen así de la unión del par y del impar, se
consideran el uno y el otro muy generalmente, en el simbolismo de las
diferentes tradiciones, como teniendo un carácter esencialmente «conjuntivo»[xxvi].
Para llevar la explicación más lejos, es menester preguntarse también por qué
hay adición en un caso, el de la Tierra considerada en su unión con el Cielo, y
multiplicación en el otro caso, el del Cielo considerado inversamente en su
unión con la Tierra: es que, aunque cada uno de estos dos principios recibe en
esta unión la influencia del otro, que se conjunta de alguna manera a su naturaleza
propia, la reciben no obstante de una manera diferente. Por la acción del Cielo
sobre la Tierra, el número celeste 3 viene simplemente a agregarse al número
terrestre 2, porque esta acción, al ser propiamente «no actuante», es lo que se
puede llamar una «acción de presencia»; por la reacción de la Tierra al
respecto del Cielo, el número terrestre 2 multiplica al número celeste 3,
porque la potencialidad de la substancia es la raíz misma de la multiplicidad[xxvii].
También se
puede decir que, mientras que 2 y 3 expresan la naturaleza misma de la Tierra y
del Cielo, 5 y 6 expresan solo su «medida», lo que equivale a decir que es
efectivamente desde el punto de vista de la manifestación, y ya no en sí
mismos, como se consideran entonces; ya que, así como lo hemos explicado en
otra parte[xxviii],
la noción misma de la medida está en relación directa con la manifestación. El
Cielo y la Tierra en sí mismos no son en modo alguno mensurables, puesto que no
pertenecen al dominio de la manifestación; aquello por lo cual se puede hablar
de medida, son solo las determinaciones por las cuales aparecen a las miradas
de los seres manifestados[xxix], y que
son lo que se puede llamar las influencias celestes y las influencias
terrestres, que se traducen por las acciones respectivas del yang y del yin. Para comprender de una manera más precisa cómo se aplica esta
noción de medida, es menester volver aquí a la consideración de las formas
geométricas que simbolizan a los dos principios, y que son, como lo hemos visto
precedentemente, el círculo para el Cielo y el cuadrado para la Tierra[xxx]:
las formas rectilíneas, de las que el cuadrado es el prototipo, son medidas por
5 y sus múltiplos, y, de igual modo, las formas circulares son medidas por 6 y
sus múltiplos. Al hablar de los múltiplos de estos dos números, tenemos
principalmente en vista los primeros de estos múltiplos, es decir, el doble del
uno y del otro, o sea, respectivamente 10 y 12; en efecto, la medida natural de
las líneas rectas se efectúa por una división decimal, y la de las líneas
circulares por una división duodecimal; y se puede ver en eso la razón por la
que estos dos números 10 y 12 se toman como base de los principales sistemas de
numeración, sistemas que, por lo demás, a veces se emplean concurrentemente,
como es precisamente el caso de China, porque tienen en realidad aplicaciones
diferentes, de suerte que su coexistencia, en una misma forma tradicional, no
tiene absolutamente nada de arbitrario ni de superfluo[xxxi].
Para
terminar estas precisiones, señalaremos todavía la importancia dada al número
11, en tanto que es la suma de 5 y de 6, lo que hace de él el símbolo de esta
«unión central del Cielo y de la Tierra» de que hemos hablado más atrás, y, por
consiguiente, «el número por el cual se constituye en su perfección (tcheng)[xxxii]
la Vía del Cielo y de la Tierra»[xxxiii]. Esta
importancia del número 11, así como la de sus múltiplos, es también un punto
común a las doctrinas tradicionales más diversas, así como ya lo hemos indicado
en otra ocasión[xxxiv], aunque,
por razones que no aparecen muy claramente, pasa generalmente desapercibida
para los modernos que pretenden estudiar el simbolismo de los números[xxxv].
Estas consideraciones sobre los números podrían ser desarrolladas casi
indefinidamente; pero, hasta aquí, todavía no hemos considerado más que lo que
concierne al Cielo y a la Tierra, que son los dos primeros términos de la Gran
Tríada, y es tiempo de pasar ahora a la consideración del tercer término de
ésta, es decir, del Hombre.
CAPÍTULO IX
EL HIJO DEL CIELO Y DE LA
TIERRA
«El Cielo es
su padre, la Tierra es su madre»: tal es la fórmula iniciática, siempre
idéntica a sí misma en las circunstancias más diversas de tiempos y de lugares[xxxvi],
que determina las relaciones del Hombre con los otros dos términos de la Gran
Tríada, definiéndole como el «Hijo del Cielo y de la Tierra». Por lo demás, ya
es manifiesto, por el hecho mismo de que se trata de una fórmula propiamente
iniciática, que el ser al que se aplica en la plenitud de su sentido es mucho
menos el hombre ordinario, tal como es en las condiciones actuales de nuestro
mundo, que el «hombre verdadero» de quien el iniciado está llamado a realizar
en sí mismo todas las posibilidades. No obstante, conviene insistir en ello un
poco más, ya que se podría objetar a esto que, desde que la manifestación
entera es y no puede ser más que el producto de la unión del Cielo y de la
Tierra, todo hombre, e incluso todo ser, es igualmente y por eso mismo hijo del
Cielo y de la Tierra, puesto que su naturaleza participa necesariamente del uno
y de la otra; y esto es verdad en un cierto sentido, ya que hay efectivamente
en todo ser una esencia y una substancia en la acepción relativa de estos dos
términos, un aspecto yang y un
aspecto yin, un lado «en acto» y un
lado «en potencia», un «interior» y un «exterior». No obstante, hay grados que
observar en esta participación, ya que, en los seres manifestados, las
influencias celestes y terrestres pueden combinarse evidentemente de muchas
maneras y en muchas proporciones diferentes, y, por lo demás, es eso lo que hace
su diversidad indefinida; lo que todo ser es de una cierta manera y en un
cierto grado, solo el Hombre, y con ello entendemos aquí el «hombre verdadero»[xxxvii],
lo es plenamente y «por excelencia» en nuestro estado de existencia, y solo él
es el que tiene, entre sus privilegios, el de poder reconocer efectivamente al
Cielo como su «Verdadero Ancestro»[xxxviii].
Esto
resulta, de una manera directa e inmediata, de la situación propiamente
«central» que ocupa el hombre en este estado de existencia que es el suyo[xxxix],
o al menos, sería menester decir para ser más exacto, que debe ocupar en él en
principio y normalmente, ya que es aquí donde hay lugar a precisar la
diferencia entre el hombre ordinario y el «hombre verdadero». Éste, que desde
el punto de vista tradicional, es en efecto el único que debe ser considerado
como el hombre realmente normal, se llama así porque posee verdaderamente la
plenitud de la naturaleza humana, al haber desarrollado en él la integralidad
de las posibilidades que están implícitas en ella; los demás hombres no tienen
en suma, se podría decir, más que una potencialidad humana más o menos
desarrollada en algunos de sus aspectos (y sobre todo, de una manera general,
en el aspecto que corresponde a la simple modalidad corporal de la
individualidad), pero en todo caso está muy lejos de estar enteramente
«actualizada»; al predominar en ellos este carácter de potencialidad, les hace,
en realidad, hijos de la Tierra mucho más que hijos del Cielo, y es eso también
lo que les hace yin en relación al
Cosmos. Para que el hombre sea verdaderamente el «Hijo del Cielo y de la
Tierra», es menester que, en él, el «acto» sea igual a la «potencia», lo que
implica la realización integral de su humanidad, es decir, la condición misma
del «hombre verdadero»; por eso es por lo que éste está perfectamente
equilibrado bajo la relación del yang
y del yin, y es por eso también por
lo que, al mismo tiempo, al tener la naturaleza celeste necesariamente la
preeminencia sobre la naturaleza terrestre allí donde están realizadas en una igual
medida, él es yang en relación al
Cosmos; solo así puede desempeñar de una manera efectiva el papel «central» que
le pertenece en tanto que hombre, pero a condición de ser en efecto hombre en
la plenitud de la acepción de esta palabra, y solo así, al respecto de los
demás seres manifestados, «él es la imagen del Verdadero Ancestro»[xl].
Ahora,
importa recordar que el «hombre verdadero» es también el «hombre primordial»,
es decir, que su condición es la que era natural a la humanidad en sus
orígenes, condición de la que se ha alejado poco a poco, en el curso de su
ciclo terrestre, para llegar hasta el estado donde está actualmente lo que
hemos llamado el hombre ordinario, y que no es propiamente más que el hombre
caído. Esta decadencia espiritual que entraña al mismo tiempo un desequilibrio
bajo la relación del yang y del yin, puede describirse como un
alejamiento gradual del centro donde se situaba el «hombre primordial»; un ser
es tanto menos yang y tanto más yin cuanto más alejado está del centro,
ya que, en la misma medida precisamente, lo «exterior» predomina en él sobre lo
«interior»; y es por eso por lo que, así como lo decíamos hace un momento,
entonces no es apenas más que un «hijo de la Tierra», que se distingue cada vez
menos «en acto», si no «en potencia», de los seres no humanos que pertenecen al
mismo grado de existencia. A estos seres, al contrario, el «hombre primordial»,
en lugar de situarse simplemente entre ellos, los sintetizaba a todos en su
humanidad plenamente realizada[xli]; debido a
su «interioridad», que envolvía todo su estado de existencia como el Cielo
envuelve a toda la manifestación (ya que es en realidad el centro el que
contiene todo), los comprendía en cierto modo en sí mismo como posibilidades
particulares inclusas en su propia naturaleza[xlii];
y es por eso por lo que el Hombre, como tercer término de la Gran Tríada,
representa efectivamente el conjunto de todos los seres manifestados.
El «lugar»
donde se sitúa este «hombre verdadero», es el punto central donde se unen
efectivamente las potencias del Cielo y de la Tierra; así pues, por eso mismo,
él es el producto directo y acabado de su unión; y es por eso también por lo
que los demás seres, en tanto que producciones secundarias y parciales en
cierto modo, no pueden más que proceder de él según una graduación indefinida,
determinada por su mayor o menor alejamiento de este mismo punto central. Así
pues, como lo indicábamos al comienzo, solo de él se puede decir propiamente y
con toda verdad que es el «Hijo del Cielo y de la Tierra»; lo es «por
excelencia» y en el grado más eminente que pueda ser, mientras que los demás
seres no lo son más que por participación, siendo él mismo, por lo demás,
necesariamente el medio de esa participación, puesto que es solo en su
naturaleza donde el Cielo y la Tierra están inmediatamente unidos, si no en sí
mismos, al menos por sus influencias respectivas en el dominio de existencia al
cual pertenece el estado humano[xliii].
Como ya lo
hemos explicado en otra parte[xliv], la
iniciación, en su primera fase, la que concierne propiamente a las
posibilidades del estado humano y que constituye lo que se llama los «misterios
menores», tiene precisamente como meta la restauración del «estado primordial»;
en otros términos, por esta iniciación, si se realiza efectivamente, el hombre
es conducido, de la condición «descentrada» que es al presente la suya, a la
situación central que debe pertenecerle normalmente, y es restablecido en todas
las prerrogativas inherentes a esa situación central. Así pues, el «hombre
verdadero» es el que ha llegado efectivamente al término de los «misterios
menores», es decir, a la perfección misma del estado humano; por eso, en
adelante está establecido definitivamente en el «Invariable Medio» (Tchoung-young), y escapa desde entonces
a las vicisitudes de la «rueda cósmica», puesto que el centro no participa en
el movimiento de la rueda, sino que es el punto fijo e inmutable alrededor del
cual se efectúa este movimiento[xlv]. Así, sin
haber alcanzado todavía el grado supremo que es la meta final de la iniciación
y el término de los «misterios mayores», el «hombre verdadero», al haber pasado
de la circunferencia al centro, de lo «exterior» a lo «interior», desempeña
realmente, en relación a este mundo que es el suyo[xlvi],
la función del «motor inmóvil», cuya «acción de presencia» imita, en su
dominio, la actividad «no actuante» del Cielo[xlvii].
CAPÍTULO X
EL HOMBRE Y LOS TRES
MUNDOS
Cuando se
comparan entre sí diferentes ternarios tradicionales, si realmente es posible
hacerlos corresponder término a término, es menester guardarse bien de concluir
de ello que los términos correspondientes son necesariamente idénticos, y esto
inclusive en los casos en los que algunos de estos términos tienen
designaciones similares, ya que puede ocurrir muy bien que esas designaciones
estén aplicadas por transposición analógica a niveles diferentes. Esta
precisión se impone concretamente en lo que concierne a la comparación de la
Gran Tríada extremo oriental con el Tribhuvana
hindú: los «tres mundos» que constituyen este último son, como se sabe, la
Tierra (Bhû), la Atmósfera (Bhuvas) y el Cielo (Swar); pero el Cielo y la Tierra no son aquí el Tien y el Ti de la tradición extremo oriental, que corresponden siempre a Purusha y a Prakriti de la tradición hindú[xlviii].
En efecto, mientras que éstos están fuera de la manifestación, de la que son
los principios inmediatos, los «tres mundos» representan al contrario el
conjunto de la manifestación misma, dividida en sus tres grados fundamentales,
que constituyen respectivamente el dominio de la manifestación informal, el de
la manifestación sutil, y el de la manifestación grosera o corporal.
Dicho esto,
para justificar el empleo de términos que en los dos casos uno está obligado a
traducir por las mismas palabras «Cielo» y «Tierra», basta precisar que la
manifestación informal es evidentemente aquella donde predominan las
influencias celestes; y la manifestación grosera aquella donde predominan las
influencias terrestres, en el sentido que hemos dado precedentemente a estas
expresiones; se puede decir también, lo que equivale a lo mismo, que la primera
está del lado de la esencia y que la segunda está del lado de la substancia,
sin que sea posible no obstante identificarlas de ninguna manera a la Esencia y
a la Substancia universales en sí mismas[xlix].
En cuanto a la manifestación sutil, que constituye el «mundo intermediario» (antariksha), es en efecto un término
medio a este respecto, y procede de las dos categorías de influencias
complementarias en proporciones tales que no se puede decir que la una predomine
claramente sobre la otra, al menos en cuanto al conjunto, y aunque, en su
enorme complejidad, contiene elementos que pueden estar más cerca del lado
esencial o del lado substancial, en todo caso, por eso no están menos del lado
de la substancia en relación a la manifestación informal, y al contrario, del
lado de la esencia en relación a la manifestación grosera.
Al menos,
este término medio del Tribhuvana no
podría ser confundido de ninguna manera con el de la Gran Tríada, que es el
Hombre, aunque no obstante presenta con él una cierta relación que, si bien no
es inmediatamente aparente, por eso no es menos real, y que indicaremos
enseguida; de hecho, no desempeña el mismo papel que él desde todos los puntos
de vista. En efecto, el término medio de la Gran Tríada es propiamente el
producto o la resultante de los dos extremos, lo que se expresa por su
designación tradicional como el «Hijo del Cielo y de la Tierra»; aquí, por el
contrario, la manifestación sutil no procede más que de la manifestación informal,
y la manifestación grosera procede a su vez de la manifestación sutil, es
decir, que cada término, en el orden descendente, tiene en el que le precede su
principio inmediato. Así pues, no es bajo esta relación del orden de producción
de los términos como la concordancia entre los dos ternarios puede ser
establecida válidamente; ella no puede serlo más que «estáticamente», en cierto
modo, cuando, una vez ya producidos los tres términos, los dos extremos
aparecen como correspondiendo relativamente a la esencia y a la substancia en
el dominio de la manifestación universal tomada en su conjunto como teniendo
una constitución análoga a la de un ser particular, es decir, tomada
propiamente como el «macrocosmo».
No vamos a
volver a hablar largamente de la analogía constitutiva del «macrocosmo» y del
«microcosmo», sobre la que ya hemos explicado suficientemente en el curso de
otros estudios; lo que es menester retener aquí sobre todo, es que un ser tal
como el hombre, en tanto que «microcosmo», debe necesariamente participar de
los «tres mundos» y tener en él elementos que se le corresponden
respectivamente; y, en efecto, la misma división general ternaria le es
igualmente aplicable: pertenece por el espíritu al dominio de la manifestación
informal, por el alma al dominio de la manifestación sutil, y por el cuerpo al
dominio de la manifestación grosera; tendremos que volver sobre esto un poco
más adelante con algunos desarrollos, ya que se trata de una ocasión de mostrar
de una manera más precisa las relaciones de diferentes ternarios que están
entre los más importantes que se pueda tener que considerar. Por lo demás, es
el hombre, y por ello es menester entender sobre todo el «hombre verdadero» o
plenamente realizado, el que, más que todo otro ser, es verdaderamente el
«microcosmo», y eso también en razón de su situación «central», que hace de él
como una imagen o más bien como una «suma» (en el sentido latino de esta
palabra) de todo el conjunto de la manifestación, puesto que su naturaleza,
como lo decíamos precedentemente, sintetiza en sí misma la naturaleza de todos
los demás seres, de suerte que no puede encontrarse nada en la manifestación
que no tenga en el hombre su representación y su correspondencia. Esto no es
una simple manera de hablar más o menos «metafórica», como los modernos se
sienten inclinados a creerlo tan gustosamente, sino más bien la expresión de
una verdad rigurosa, sobre la que se funda una notable parte de las ciencias
tradicionales; en eso reside concretamente la explicación de las correlaciones
que existen, de la manera más «positiva», entre las modificaciones del orden
humano y las del orden cósmico, y sobre las que la tradición extremo oriental
insiste quizás más todavía que cualquier otra para sacar de ellas prácticamente
todas las aplicaciones que conllevan.
Por otra
parte, hemos hecho alusión a una relación más particular del hombre con el
«mundo intermediario», que es lo que se podría llamar una relación de
«función»: colocado entre el Cielo y la Tierra, no solo en el sentido principial
que tienen en la Gran Tríada, sino también en el sentido más especializado que
tienen en el Tribhuvana, es decir,
entre el mundo espiritual y el mundo corporal, y participando a la vez del uno
y del otro por su constitución, el hombre tiene por eso mismo, al respecto del
conjunto del Cosmos, un papel intermediario comparable al que tiene en el ser
vivo el alma entre el espíritu y el cuerpo. Ahora bien, lo que hay que precisar
particularmente a este respecto, es que, precisamente, es en el dominio intermediario
cuyo conjunto se designa como alma, o también como la «forma sutil», donde se
encuentra comprendido el elemento que es propiamente característico de la
individualidad humana como tal, y que es la «mente» (manas), de suerte que, se podría decir, este elemento
específicamente humano se sitúa en el hombre como el hombre mismo se sitúa en
el Cosmos.
Desde
entonces es fácil comprender que la función en relación a la cual se establece
la correspondencia del hombre con el término medio del Tribhuvana, o con el alma que le representa en el ser vivo, es
propiamente una función de «mediación»: el principio anímico ha sido calificado
frecuentemente de «mediador» entre el espíritu y el cuerpo[l];
y, de igual modo, el hombre tiene verdaderamente un papel de «mediador» entre
el Cielo y la Tierra, así como lo explicaremos más ampliamente después. Es en
eso solo, y no en tanto que el hombre es el «Hijo del Cielo y de la Tierra»,
como puede establecerse una correspondencia término a término entre la Gran
Tríada y el Tribhuvana, sin que esta
correspondencia implique de ninguna manera una identificación de los términos
de la una a los del otro; éste es el punto de vista que hemos llamado
«estático», para distinguirle del que se podría decir «genético»[li],
es decir, del que concierne al orden de producción de los términos, y para el
que una tal concordancia no es ya posible, como se verá mejor todavía por las
consideraciones siguientes.
CAPÍTULO XI
«SPIRITUS», «ANIMA»,
«CORPUS»
La división
ternaria es la más general y al mismo tiempo la más simple que se pueda
establecer para definir la constitución de un ser vivo, y en particular la del
hombre, ya que debe entenderse bien que la dualidad cartesiana del «espíritu» y
del «cuerpo», que se ha impuesto en cierto modo a todo el pensamiento
occidental moderno, no podría corresponder de ninguna manera a la realidad; ya
hemos insistido en esto con frecuencia en otras partes para no tener necesidad
de volver a ello. Por lo demás, la distinción del espíritu, del alma y del
cuerpo es la que ha sido admitida unánimemente por todas las doctrinas
tradicionales de Occidente, ya sea en la antigüedad o en la edad media; el
hecho de que más tarde se haya llegado a olvidarla hasta el punto de no ver en
los términos de «espíritu» y de «alma» más que una suerte de sinónimos, por lo
demás bastante vagos, y a emplearlos indistintamente el uno por el otro,
mientras que designan propiamente realidades de orden totalmente diferente, es
quizás uno de los ejemplos más llamativos que se puedan dar de la confusión que
caracteriza a la mentalidad moderna. Por lo demás, este error tiene
consecuencias que no son todas de orden puramente teórico, y evidentemente ello
le hace aún más peligroso[lii]; pero no
es de esto de lo que vamos a ocuparnos aquí, y solo queremos, en lo que
concierne a la división ternaria tradicional, precisar algunos puntos que
tienen una relación más directa con el tema de nuestro estudio.
Esta
distinción del espíritu, del alma y del cuerpo ha sido aplicada al «macrocosmo»
tanto como al «microcosmo», puesto que la constitución del uno es análoga a la
del otro, de suerte que se deben encontrar necesariamente elementos que se
correspondan rigurosamente por una parte y por otra. Esta consideración, en los
Griegos, parece vincularse sobre todo a la doctrina cosmológica de los
Pitagóricos, que, por lo demás, no hacía en realidad más que «readaptar»
enseñanzas mucho más antiguas; Platón se ha inspirado de esta doctrina y la ha
seguido mucho más de cerca de lo que se cree de ordinario, y es en parte por su
mediación como algo de ella se ha transmitido a los filósofos posteriores,
tales por ejemplo como los Estoicos, cuyo punto de vista mucho más exotérico ha
mutilado y deformado muy frecuentemente las concepciones de que se trata. Los
Pitagóricos consideraban un cuaternario fundamental que comprendía primero el
Principio, transcendente en relación al Cosmos, después el Espíritu y el Alma
universales, y por último la Hylê
primordial[liii];
importa precisar que esta última, en tanto que pura potencialidad, no puede ser
asimilada al cuerpo, y que corresponde más bien a la «Tierra» de la Gran Tríada
que a la del Tribhuvana, mientras que
el Espíritu y el Alma universales recuerdan manifiestamente a los otros dos
términos de este último. En cuanto al Principio transcendente, corresponde en
alguno aspectos al «Cielo» de la Gran Tríada, pero no obstante, por otra parte,
se identifica también al Ser o a la Unidad metafísica, es decir, a Tai-ki; parece faltar aquí una
distinción clara, que, por lo demás, no era quizás exigida por el punto de
vista, mucho menos metafísico que cosmológico, en el que estaba establecido el
cuaternario de que se trata. Sea como sea, los Estoicos deformaron está
enseñanza en un sentido «naturalista», al perder de vista su Principio
transcendente, y al no considerar ya más que un «Dios» inmanente que, para
ellos, se asimilaba pura y simplemente al Spiritus
Mundi; no decimos al Anima Mundi,
contrariamente a lo que parecen creer algunos de sus intérpretes afectados por
la confusión moderna del espíritu y del alma, ya que en realidad, para los
Estoicos tanto como para aquellos que seguían más fielmente la doctrina
tradicional, esta Anima Mundi no ha
tenido nunca más que un papel simplemente «demiúrgico», en el sentido más
estricto de esta palabra, en la elaboración del Cosmos a partir de la Hylê primordial.
Acabamos de
decir la elaboración del Cosmos, pero sería quizás más exacto decir aquí la
formación del Corpus Mundi, primero
porque la función «demiúrgica» es en efecto propiamente una función «formadora»[liv],
y después porque, en un cierto sentido, el Espíritu y el alma universales
forman ellos mismos parte del Cosmos; en un cierto sentido, ya que, a decir
verdad, pueden ser considerados bajo un doble punto de vista, que corresponde
también en cierto modo a lo que hemos llamado más atrás el punto de vista
«genético» y el punto de vista «estático», ya sea como «principios» (en un
sentido relativo), o ya sea como «elementos» constitutivos del ser
«macrocósmico». Esto proviene de que, desde que se trata del dominio de la
Existencia manifestada, estamos más acá de la distinción de la Esencia y de la
Substancia; del lado «esencial», el Espíritu y el Alma son, a niveles
diferentes, como «reflexiones» del Principio mismo de la manifestación; del
lado «substancial», aparecen al contrario como «producciones» sacadas de la materia prima, aunque determinen ellos
mismos sus producciones ulteriores en el sentido descendente[lv],
y esto porque, para situarse efectivamente en lo manifestado, es menester que
devengan ellos mismos parte integrante de la manifestación universal. La
relación de estos dos puntos de vista es representada simbólicamente por el
complementarismo del rayo luminoso y del plano de reflexión, que son necesarios
el uno y el otro para que se produzca una imagen, de suerte que, por una parte,
la imagen es verdaderamente un reflejo de la fuente luminosa misma, y por otra,
se sitúa en el grado de realidad que está marcada por el plano de reflexión[lvi];
para emplear el lenguaje de la tradición extremo oriental, el rayo luminoso
corresponde aquí a las influencias celestes y el plano de reflexión a las
influencias terrestres, lo que coincide bien con la consideración del aspecto
«esencial» y del aspecto «substancial» de la manifestación[lvii].
Naturalmente,
estas precisiones, que acabamos de formular a propósito de la constitución del
«macrocosmo», se aplican también en lo que concierne al espíritu y al alma en
el «microcosmo»; únicamente el cuerpo no puede ser considerado nunca, hablando
propiamente, como un «principio», porque, al ser la conclusión y el término
final de la manifestación (esto, bien entendido, por lo que se refiere a
nuestro mundo o a nuestro grado de existencia), no es más que «producto» y no
puede devenir «productor» bajo ninguna relación. Por este carácter, el cuerpo
expresa, tan completamente como es posible en el orden manifestado, la
pasividad substancial; pero, al mismo tiempo, por eso mismo se diferencia
también, de la manera más evidente, de la Substancia misma, que concurre en
tanto que principio «maternal» a la producción de la manifestación. A este
respecto, se puede decir que el ternario del espíritu, del alma y del cuerpo
está constituido de manera muy diferente que los ternarios formados de dos
términos complementarios y en cierto modo simétricos y de un producto que ocupa
entre ellos una situación intermediaria; en este caso (y también, no hay que
decirlo, en el caso del Tribhuvana al
que corresponde exactamente), los dos primeros términos se sitúan del mismo
lado en relación al tercero, y, si éste puede considerarse en suma también como
su producto, ellos no desempeñan ya en esta producción un papel simétrico: el
cuerpo tiene en el alma su principio inmediato, pero no procede del espíritu
más que indirectamente y por la intermediación del alma. Es solo cuando se
considera el ser como enteramente constituido, y por consiguiente desde el
punto de vista que hemos llamado «estático», cuando, viendo en el espíritu su
aspecto «esencial» y en el cuerpo su aspecto «substancial», se puede encontrar
bajo esta relación una simetría, ya no entre los dos primeros términos del
ternario, sino entre el primero y el último; el alma es entonces, bajo la misma
relación, intermediaria entre el espíritu y el cuerpo (y es lo que justifica su
designación como principio «mediador», designación que hemos indicado
precedentemente), pero por ello no permanece menos, como segundo término,
forzosamente anterior al tercero[lviii], y, por
consiguiente, no podría ser considerada de ninguna manera como un producto o
una resultante de los dos términos extremos.
También
puede plantearse otra cuestión: ¿cómo es que, a pesar de la falta de simetría
que acabamos de indicar entre ellos, el espíritu y el alma se toman a veces no
obstante de una cierta manera como complementarios, siendo considerado el
espíritu entonces generalmente como principio masculino y el alma como
principio femenino? Es que, siendo el espíritu lo que, en la manifestación,
está más cerca del polo esencial, el alma se encuentra, relativamente a él, del
lado substancial; así, si se toma el uno en relación a la otra, el espíritu es yang y el alma es yin, y es por eso por lo que frecuentemente son simbolizados
respectivamente por el Sol y por la Luna, lo que, por lo demás, puede
justificarse también más completamente diciendo que el espíritu es la luz
emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta más que
una reflexión de esta luz. Además, el mundo «intermediario», que se puede
llamar también el dominio «anímico», es propiamente el medio donde se elaboran
las formas, lo que, en suma, constituye efectivamente un papel «substancial» o
«maternal»; y esta elaboración se opera bajo la acción o más bien bajo la
influencia del espíritu, que tiene así, a este respecto, un papel «esencial» o
«paternal»; por lo demás, entiéndase bien que en eso no se trata, para el
espíritu, más que de una «acción de presencia», a imitación de la actividad «no
actuante» del Cielo[lix].
Añadiremos
algunas palabras sobre el tema de los principales símbolos del Anima Mundi: uno de los más habituales
es la serpiente, en razón de que el mundo «anímico» es el dominio propio de las
fuerzas cósmicas, que, aunque actúan también en el mundo corporal, pertenecen
en sí mismas al orden sutil; y esto se vincula naturalmente a lo que hemos
dicho más atrás del simbolismo de la doble espiral y del simbolismo del
caduceo; por lo demás, la dualidad de los aspectos que reviste la fuerza
cósmica corresponde bien al carácter intermediario de este mundo «anímico», que
hace de él propiamente el lugar de encuentro de las influencias celestes y de
las influencias terrestres. Por otra parte, la serpiente, en tanto que símbolo
del Anima Mundi, se representa lo más
frecuentemente bajo la forma del Ouroboros;
esta forma conviene en efecto al principio anímico en tanto que está del lado
de la esencia en relación al mundo corporal; pero, bien entendido, está al
contrario del lado de la substancia en relación al mundo espiritual, de suerte
que, según el punto de vista desde el que se le considere, puede tomar los atributos
de la esencia o los de la substancia, lo que da, por así decir, la apariencia
de una doble naturaleza. Estos dos aspectos se encuentran reunidos de una
manera bastante notable en otro símbolo del Anima
Mundi, que pertenece al hermetismo de la edad media (Fig. 15): en él se ve
un círculo en el interior de un cuadrado «animado», es decir, colocado sobre
uno de sus ángulos para sugerir la idea del movimiento, mientras que el
cuadrado que reposa sobre su base expresa al contrario la idea de estabilidad[lx];
y lo que hace a esta figura particularmente interesante desde el punto de vista
donde nos colocamos al presente, es que las formas circular y cuadrada que son
sus elementos tienen en ella significaciones respectivas exactamente
concordantes con las que tienen en la tradición extremo oriental[lxi].
CAPÍTULO XII
EL AZUFRE, EL MERCURIO Y
LA SAL
La
consideración del ternario del espíritu, del alma y del cuerpo nos conduce
bastante naturalmente a la del ternario alquímico del Azufre, del Mercurio y de
la Sal[lxii],
ya que éste le es comparable en muchos aspectos, aunque procede no obstante de
un punto de vista algo diferente, lo que aparece concretamente en el hecho de
que el complementarismo de los dos primeros términos está en él mucho más
acentuado, de donde una simetría que, como ya lo hemos visto, no existe
verdaderamente en el caso del espíritu y del alma. Lo que constituye una de las
grandes dificultades de la comprehensión de los escritos alquímicos o
herméticos en general, es que los mismos términos se toman en ellos muy
frecuentemente en múltiples acepciones, que corresponden a puntos de vista
diversos; pero, si ello es así en particular para el Azufre y el Mercurio, por
ello no es menos verdad que el primero se considera constantemente como un
principio activo o masculino, y el segundo como un principio pasivo o femenino;
en cuanto a la Sal, es neutra en cierto modo, así como conviene al producto de
los dos complementarios, en el cual se equilibran las tendencias inversas
inherentes a sus naturalezas respectivas.
Sin entrar
en detalles que estarían aquí fuera de propósito, se puede decir que el Azufre,
cuyo carácter activo le hace asimilable a un principio ígneo, es esencialmente
un principio de actividad interior, que se considera que irradia a partir del
centro mismo del ser. En el hombre, o por similitud con éste, esta fuerza
interna se identifica frecuentemente de una cierta manera con el poder de la
voluntad; por lo demás, esto no es exacto más que a condición de entender la
voluntad en un sentido mucho más profundo que su sentido psicológico ordinario,
y de una manera análoga a aquella donde se puede hablar por ejemplo de la
«Voluntad divina»[lxiii] o, según
la terminología extremo oriental, de la «Voluntad del Cielo», puesto que su
origen es propiamente «central», mientras que todo lo que considera la
psicología es simplemente «periférico» y no se refiere en suma más que a
modificaciones superficiales del ser. Por lo demás, es intencionadamente como
mencionamos aquí la «Voluntad del Cielo», ya que, sin poder ser asimilado al
Cielo mismo, el Azufre, por su «interioridad», pertenece al menos,
evidentemente, a la categoría de las influencias celestes; y, en lo que
concierne a su identificación con la voluntad, se puede decir que, si no es
verdaderamente aplicable al caso del hombre ordinario (a quien la psicología
toma exclusivamente como objeto de su estudio), sí está plenamente justificada,
por el contrario, en el caso del «hombre verdadero», que se sitúa en el centro
de todas las cosas, y cuya voluntad, por consiguiente, está necesariamente
unida a la «Voluntad del Cielo»[lxiv].
En cuanto al
Mercurio, su pasividad, correlativamente a la actividad del Azufre, hace que se
le mire como un principio húmedo[lxv]; y que se
le considere como reaccionando desde el exterior, de suerte que desempeña a
este respecto el papel de una fuerza centrípeta y compresiva, que se opone a la
acción centrífuga y expansiva del Azufre y que la limita en cierto modo. Por
todos estos caracteres respectivamente complementarios, actividad y pasividad,
«interioridad» y «exterioridad», expansión y compresión, se ve que, para volver
al lenguaje extremo oriental, el Azufre es yang
y el Mercurio es yin, y que, si el
primero es referido al orden de las influencias celestes, el segundo debe serlo
al orden de las influencias terrestres. No obstante, es menester tener en
cuenta que el Mercurio no se sitúa en el dominio corporal, sino más bien en el
dominio sutil o «anímico»: en razón de su carácter de «exterioridad», se le
puede considerar como representando el «ambiente», y éste debe ser concebido
entonces como constituido por el conjunto de las corrientes de la doble fuerza
cósmica de la que hemos hablado precedentemente[lxvi].
Por lo demás, es en razón de la doble naturaleza o del doble aspecto que
presenta esta fuerza, y que es como un carácter inherente a todo lo que
pertenece al «mundo intermediario», por lo que el Mercurio, aunque se considera
principalmente como un principio húmedo así como acabamos de decirlo, no
obstante a veces es descrito como un «agua ígnea» (e inclusive alternativamente
como un «fuego líquido»)[lxvii], y eso
sobre todo en tanto que sufre la acción del Azufre, que «vigoriza» esta doble
naturaleza y la hace pasar de la potencia al acto[lxviii].
De la acción
interior del Azufre y de la reacción exterior del Mercurio, resulta una suerte
de «cristalización» que determina, se podría decir, un límite común a lo
interior y a lo exterior, o una zona neutra donde se encuentran y se
estabilizan las influencias opuestas que proceden respectivamente del uno y del
otro; el producto de esta «cristalización» es la Sal[lxix],
que es representada por el cubo, en tanto que éste es a la vez el tipo de la
forma cristalina y el símbolo de la estabilidad[lxx].
Por eso mismo de que marca, en cuanto a la manifestación individual de un ser,
la separación de lo interior y de lo exterior, este tercer término constituye
para ese ser como una «envoltura» por la cual está a la vez en contacto con el
«ambiente» bajo una cierta relación y aislado de éste bajo otra; en eso
corresponde al cuerpo, que desempeña efectivamente este papel «terminante» en
un caso como el de la individualidad humana[lxxi].
Por otra parte, se ha visto por lo que precede la relación evidente del Azufre
con el espíritu y la del Mercurio con el alma; pero, aquí también, es menester
prestar la mayor atención, al comparar entre sí diferentes ternarios, a que la
correspondencia de sus términos puede variar según el punto de vista desde el
cual se los considera. En efecto, el Mercurio, en tanto que principio
«anímico», corresponde al «mundo intermediario» o al término mediano del Tribhuvana, y la Sal, en tanto que es,
no diremos idéntica, pero sí al menos comparable al cuerpo, ocupa la misma
posición extrema que el dominio de la manifestación grosera; pero, bajo otra
relación, la situación respectiva de estos dos términos aparece como la inversa
de ésta, es decir, que es la Sal la que deviene entonces el término mediano.
Este último punto de vista es el más característico de la concepción
específicamente hermética del ternario de que se trata, en razón del papel
simétrico que da al Azufre y al Mercurio: la Sal es entonces intermediaria
entre ellos, en primer lugar porque es como su resultante, y después porque se
coloca en el límite mismo de los dos dominios «interior» y «exterior» a los que
ellos corresponden respectivamente; la Sal es «terminante» en este sentido, se
podría decir, más todavía que en cuanto al proceso de manifestación, aunque, en
realidad, lo sea a la vez de una y de otra manera.
Esto debe
permitir comprender por qué no podemos identificar sin reservas la Sal al
cuerpo; para ser exacto, solo se puede decir que el cuerpo corresponde a la Sal
bajo un cierto aspecto o en una aplicación particular del ternario alquímico.
En otra aplicación menos restringida, es la individualidad toda entera la que
corresponde a la Sal[lxxii]. El
Azufre, entonces, es siempre el principio interno del ser, y el Mercurio es el
«ambiente» sutil de un cierto mundo o estado de existencia; la individualidad
(suponiendo naturalmente que se trata de un estado de manifestación formal, tal
como el estado humano) es la resultante de la coincidencia del principio
interno con el «ambiente»; y se puede decir que el ser, en tanto que
manifestado en ese estado, está como «envuelto» en la individualidad, de una
manera análoga a aquella en que, en otro nivel, la individualidad misma está
«envuelta» en el cuerpo. Para retomar un simbolismo que ya hemos empleado
precedentemente, el Azufre es comparable al rayo luminoso y el Mercurio lo es a
su plano de reflexión, y la Sal es el producto del encuentro del primero con el
segundo; pero esto, que implica toda la cuestión de las relaciones del ser con
el medio donde se manifiesta, merece ser considerado con más amplios
desarrollos.
CAPÍTULO XIII
EL SER Y EL MEDIO
En la
naturaleza individual de todo ser, hay dos elementos de orden diferente, que
conviene distinguir bien, señalando para ello sus relaciones de una manera tan
precisa como sea posible; en efecto, esta naturaleza individual procede en
primer lugar de lo que el ser es en sí mismo, y que representa su lado interior
y activo, y después, secundariamente, del conjunto de las influencias del medio
en el que se manifiesta, que representan su lado exterior y pasivo. Para
comprender cómo la constitución de la individualidad (y debe entenderse bien
que aquí se trata de la individual integral, de la que la modalidad corporal no
es más que la parte más exterior) es determinada por la acción del primero de
estos dos elementos sobre el segundo, o, en términos alquímicos, cómo la Sal
resulta de la acción del Azufre sobre el Mercurio, podemos servirnos de la
representación geométrica a la que acabamos de hacer alusión cuando hemos
hablado del rayo luminoso y de su plano de reflexión[lxxiii];
y, para eso, debemos referir el primer elemento al sentido vertical, y el
segundo al sentido horizontal. En efecto, la vertical representa entonces lo
que liga entre sí a todos los estados de manifestación de un mismo ser, y que
es necesariamente la expresión de ese ser mismo, o, si se quiere, de su
«personalidad», es decir, la proyección directa por la que ésta se refleja en
todos los estados, mientras que el plano horizontal representará el dominio de
un cierto estado de manifestación, considerado aquí en el sentido
«macrocósmico»; por consiguiente, la manifestación del ser en ese estado estará
determinada por la intersección de la vertical considerada con este plano
horizontal.
Dicho esto,
es evidente que el punto de intersección no es cualquiera, sino que, él mismo,
está determinado por la vertical de que se trata, en tanto que ésta se
distingue de toda otra vertical, es decir, en suma, por el hecho de que ese ser
es lo que es, y no lo que es algún otro ser cualquiera que se manifiesta
igualmente en el mismo estado. En otros términos, se podría decir que es el ser
el que, por su naturaleza propia, determina él mismo las condiciones de su
manifestación, bajo la reserva, bien entendido, de que esas condiciones no
podrán ser en todo caso más que la especificación de las condiciones generales
del estado considerado, puesto que su manifestación debe ser necesariamente un
desarrollo de posibilidades contenidas en ese estado, a exclusión de las que
pertenecen a otros estados; y esta reserva está marcada geométricamente por la
determinación preliminar del plano horizontal.
Por
consiguiente, el ser se manifestará revistiéndose, por así decir, de elementos
tomados al ambiente, y cuya «cristalización» estará determinada por la acción,
sobre este ambiente, de su propia naturaleza interna (que, en sí misma, debe
ser considerada como de orden esencialmente supraindividual, así como lo indica
el sentido vertical según el cual se ejerce su acción); en el caso del estado
individual humano, estos elementos pertenecerán naturalmente a las diferentes
modalidades de este estado, es decir, a la vez al orden corporal y al orden
sutil o psíquico. Este punto es particularmente importante para descartar
algunas dificultades que no se deben más que a concepciones erróneas o
incompletas: en efecto, si por ejemplo se traduce esto más especialmente en
términos de «herencia», se podrá decir que no solo hay una herencia
fisiológica, sino también una herencia psíquica, y que la una y la otra se
explican exactamente de la misma manera, es decir, por la presencia, en la
constitución del individuo, de elementos tomados al medio especial donde su
nacimiento ha tenido lugar. Ahora bien, en Occidente, algunos se niegan a
admitir la herencia psíquica, porque, al no conocer nada más allá del dominio
al que ella se refiere, creen que este dominio debe ser el que pertenece en
propiedad al ser mismo, el que representa lo que él es independientemente de
toda influencia del medio. Otros, que admiten al contrario esta herencia, creen
poder concluir de ello que el ser, en todo lo que él es, está enteramente
determinado por el medio, que no es ni más ni menos que lo que el medio le hace
ser, porque ya no conciben tampoco nada fuera del conjunto de los dominios
corporal y psíquico. Así pues, en eso se trata de dos errores opuestos en
cierto modo, pero que tienen una sola y misma fuente: los unos y los otros
reducen el ser entero únicamente a su manifestación individual, e ignoran
igualmente todo principio transcendente en relación a ésta. Lo que está en el
fondo de todas estas concepciones modernas del ser humano, es siempre la idea
de la dualidad cartesiana «cuerpo-alma»[lxxiv],
que, de hecho, equivale pura y simplemente a la dualidad de lo fisiológico y de
lo psíquico, considerada indebidamente como irreductible, de alguna manera
última, y como comprendiendo a todo el ser en sus dos términos, mientras que,
en realidad, éstos no representan más que los aspectos superficiales y
exteriores del ser manifestado, y mientras que no son más que simples
modalidades que pertenecen a un solo y mismo grado de existencia, el que figura
el plano horizontal que hemos considerado, de suerte que el uno no es menos
contingente que el otro, y que el ser verdadero está más allá tanto de uno como
de otro.
Para volver
a la herencia, debemos decir que no expresa integralmente las influencias del
medio sobre el individuo, sino que constituye solo su parte más inmediatamente
aprehensible; en realidad, estas influencias se extienden mucho más lejos, y se
podría decir incluso, sin ninguna exageración y de la manera más literalmente
exacta, que se extienden indefinidamente en todos los sentidos. En efecto, el
medio cósmico, que es el dominio del estado de manifestación considerado, no
puede ser concebido más que como un conjunto cuyas partes están ligadas todas
entre sí, sin ninguna solución de continuidad, ya que concebirle de otro modo
equivaldría a suponer en él un «vacío», mientras que este «vacío», al no ser
una posibilidad de manifestación, no podría tener ningún lugar en él[lxxv].
Por consiguiente, debe haber necesariamente relaciones, es decir, en el fondo,
acciones y reacciones recíprocas, entre todos los seres individuales que están
manifestados en ese dominio, ya sea simultáneamente, o ya sea sucesivamente[lxxvi];
del más cercano al más lejano (y esto debe entenderse tanto en el tiempo como
en el espacio), no es en suma más que una cuestión de diferencia de
proporciones o de grados, de suerte que la herencia, cualquiera que pueda ser
su importancia relativa en relación a todo lo demás, ya no aparece ahí más que
como un simple caso particular.
En todos los
casos, ya se trate de influencias hereditarias u otras, lo que hemos dicho
primeramente permanece siempre igualmente verdadero: puesto que la situación
del ser en el medio está determinada en definitiva por su naturaleza propia,
los elementos que toma a su ambiente inmediato, y también los que atrae en
cierto modo a él de todo el conjunto indefinido de su dominio de manifestación
(y esto, bien entendido, se aplica tanto a los elementos de orden sutil como a
los de orden corporal), deben estar necesariamente en correspondencia con esa
naturaleza, sin lo cual no podría asimilarlos efectivamente para hacer de ellos
como otras tantas modificaciones secundarias de sí mismo. Es en esto en lo que
consiste la «afinidad» en virtud de la cual el ser, se podría decir, no toma
del medio más que lo que es conforme a las posibilidades que lleva en él, que
son las suyas propias y que no son las de ningún otro ser, es decir, no toma
más que lo que, en razón de esta conformidad misma, debe proporcionar las
condiciones contingentes que permitan a estas posibilidades desarrollarse o
«actualizarse» en el curso de su manifestación individual[lxxvii].
Por lo demás, es evidente que toda relación entre dos seres cualesquiera, para
ser real, debe ser forzosamente la expresión de algo que pertenece a la vez a
la naturaleza del uno y del otro; así, la influencia que un ser parece sufrir
desde afuera y recibir de otro que él no es nunca verdaderamente, cuando se la
considera desde un punto de vista más profundo, más que una suerte de
traducción, en relación al medio, de una posibilidad inherente a la naturaleza
propia de ese ser mismo[lxxviii].
Sin embargo,
hay un sentido en el que se puede decir que el ser sufre verdaderamente, en su
manifestación, la influencia del medio; pero es solo en tanto que esta influencia
se considera por su lado negativo, es decir, en tanto que constituye
propiamente, para ese ser, una limitación. Eso es una consecuencia inmediata
del carácter condicionado de todo estado de manifestación: el ser se encuentra
en él sometido a algunas condiciones que tienen un papel limitativo, y que
comprenden primeramente las condiciones generales que definen el estado
considerado, y después las condiciones especiales que definen el modo
particular de manifestación de ese ser en ese estado. Por lo demás, es fácil
comprender que, cualesquiera que sean las apariencias, la limitación como tal
no tiene ninguna existencia positiva, que no es nada más que una restricción
que excluye algunas posibilidades, o una «privación» en relación a lo que
excluye así, es decir, de cualquier manera que se quiera expresar, no es más
que algo puramente negativo.
Por otra
parte, debe entenderse bien que tales condiciones limitativas son esencialmente
inherentes a un cierto estado de manifestación, que se aplican exclusivamente a
lo que está comprendido en ese estado, y que, por consiguiente, no podrían
vincularse de ninguna manera al ser mismo y seguirle a otro estado. Para
manifestarse en éste, el ser encontrará naturalmente también algunas
condiciones que tendrán un carácter análogo, pero que serán diferentes de
aquellas a las que estaba sometido en el estado que hemos considerado en primer
lugar, y que nunca podrán ser descritas en términos que convengan únicamente a
estas últimas, como los del lenguaje humano, por ejemplo, que no pueden
expresar otras condiciones de existencia que las del estado correspondiente,
puesto que este lenguaje se encuentra en suma determinado y como confeccionado
por estas condiciones mismas. Insistimos en ello porque, si se admite sin gran
dificultad que los elementos sacados del ambiente para entrar en la
constitución de la individualidad humana, lo que es propiamente una «fijación»
o una «coagulación» de estos elementos, deben serle restituidos, por
«solución», cuando esta individualidad ha terminado su ciclo de existencia y
cuando el ser pasa a otro estado, así como todo el mundo puede constatarlo, por
lo demás, directamente, al menos en lo que concierne a los elementos de orden
corporal[lxxix],
parece menos simple admitir, aunque las dos cosas estén ligadas no obstante
bastante estrechamente en realidad, que el ser sale entonces enteramente de las
condiciones a las que estaba sometido en ese estado individual[lxxx];
y esto se debe sin duda sobre todo a la imposibilidad, no ciertamente de
concebir, sino de representarse condiciones de existencia diferentes de éstas,
y para las que no se podría encontrar en este estado ningún término de
comparación.
Una
aplicación importante de lo que acabamos de indicar es la que se refiere al
hecho de que un ser individual pertenezca a una cierta especie, tal como la
especie humana por ejemplo: hay evidentemente en la naturaleza misma de este
ser algo que ha determinado su nacimiento en esta especie más bien que en
cualquier otra[lxxxi]; pero,
por otra parte, se encuentra desde entonces sometido a las condiciones que
expresa la definición misma de la especie, y que estarán entre las condiciones
especiales de su modo de existencia en tanto que individuo; éstos son, se
podría decir, los dos aspectos positivo y negativo de la naturaleza específica,
positivo en tanto que dominio de manifestación de algunas posibilidades,
negativo en tanto que condición limitativa de existencia. Únicamente, lo que es
menester comprender bien, es que solo en tanto que individuo manifestado en el
estado considerado el ser pertenece efectivamente a la especie en cuestión, y
que, en cualquier otro estado, se le escapa enteramente y no permanece ligado a
él de ninguna manera. En otros términos, la consideración de la especie se
aplica únicamente en el sentido horizontal, es decir, en el dominio de un
cierto estado de existencia; no puede intervenir de ninguna manera en el
sentido vertical, es decir, cuando el ser pasa a otros estados. Bien entendido,
lo que es verdadero a este respecto para la especie lo es también, con mayor
razón, para la raza, para la familia, en una palabra para todas las porciones
más o menos restringidas del dominio individual en las que el ser, por las
condiciones de su nacimiento, se encuentra incluido en cuanto a su
manifestación en el estado considerado[lxxxii].
Para
terminar estas consideraciones, diremos algunas palabras de la manera en que,
según lo que precede, se puede considerar lo que se llama las «influencias
astrales»; y primeramente, conviene precisar que por ello no debe entenderse
exclusivamente, y ni siquiera principalmente, las influencias propias de los
astros cuyos nombres sirven para designarlas, aunque estas influencias, como
las de todas las cosas, tengan sin duda también su realidad en su orden, sino
que esos astros representan, sobre todo simbólicamente, lo que no quiere decir
«idealmente» o por alguna otra manera de hablar más o menos figurada, sino al
contrario, en virtud de correspondencias efectivas y precisas fundadas sobre la
constitución misma del «macrocosmo», la síntesis de todas las diversas
categorías de influencias cósmicas que se ejercen sobre la individualidad, y
cuya mayor parte pertenece propiamente al orden sutil. Si se considera, como se
hace más habitualmente, que estas influencias dominan la individualidad, eso no
es más que el punto de vista más exterior; en un orden más profundo, la verdad
es que, si la individualidad está en relación con un conjunto definido de
influencias, es porque es ese conjunto mismo el que es conforme a la naturaleza
del ser que se manifiesta en esa individualidad. Así, si las «influencias
astrales» parecen determinar lo que es el individuo, no obstante eso no es más
que la apariencia; en el fondo, no le determinan, sino que solo le expresan, en
razón del acuerdo o de la armonía que debe existir necesariamente entre el
individuo y su medio, y sin lo cual ese individuo no podría realizar de ningún
modo las posibilidades cuyo desarrollo constituye el curso mismo de su
existencia. La verdadera determinación no viene de afuera, sino del ser mismo
(lo que equivale a decir en suma que, en la formación de la Sal, es el Azufre
el que es el principio activo, mientras que el Mercurio no es más que el
principio pasivo), y los signos exteriores solo permiten discernirla, dándole
en cierto modo una expresión sensible, al menos para aquellos que sepan
interpretarlos correctamente[lxxxiii]. De
hecho, esta consideración no modifica ciertamente en nada los resultados que se
pueden sacar del examen de las «influencias astrales»; pero, desde el punto de
vista doctrinal, nos parece esencial para comprender el verdadero papel de
éstas, es decir, en suma, la naturaleza real de las relaciones del ser con el
medio en el que se cumple su manifestación individual, puesto que lo que se
expresa a través de esas influencias, bajo una forma inteligiblemente
coordinada, es la multitud indefinida de los elementos diversos que constituyen
este medio todo entero. Aquí no insistiremos más en ello, ya que pensamos haber
dicho bastante al respecto como para hacer comprender cómo todo ser individual
participa en cierto modo de una doble naturaleza, que, según la terminología
alquímica, se puede decir «sulfurosa» en cuanto a lo interior y «mercurial» en
cuanto a lo exterior; y es esta doble naturaleza, plenamente realizada y perfectamente
equilibrada en el «hombre verdadero», la que hace efectivamente de éste el
«Hijo del Cielo y de la Tierra», y la que, al mismo tiempo, le hace apto para
desempeñar la función de «mediador» entre estos dos polos de la manifestación.
[i] Por eso es
por lo que, en el simbolismo masónico, se considera que la Logia no tiene
ninguna ventana que abra al lado del Norte, de donde no viene nunca la luz
solar, mientras que sí que las tiene sobre los otros tres lados, que
corresponden a las tres «estaciones» del Sol.
[ii] En los
mapas y en los planos chinos, el Sur estaba colocado arriba y el Norte abajo,
el Este a la izquierda y el Oeste a la derecha, lo que es conforme a la segunda
orientación; por lo demás, este uso no es tan excepcional como se podría creer,
ya que existía también en los antiguos Romanos y subsistió incluso durante una
parte de la edad media occidental.
[iii] El «consejero
de la derecha» (iou-siang) tenía
entones un papel más importante que el «consejero de la izquierda» (tso-siang).
[iv] La sucesión
de las dinastías, por ejemplo, corresponde a una sucesión de los elementos en
un cierto orden, puesto que los elementos mismos están en relación con las
estaciones y con los puntos cardinales.
[v] Tao-te-king, cap. XXXI.
[vi] Li-ki.
[vii] Esta
correspondencia, que es estrictamente conforme a la naturaleza de las cosas, es
común a todas las tradiciones; así pues, es incomprehensible que algunos
modernos que se han ocupado del simbolismo la hayan sustituido frecuentemente
por otras correspondencias fantasiosas y enteramente injustificables. Así, para
dar un solo ejemplo de ello, la tabla cuaternaria colocada al final del Livre de l’Apprenti de Oswald Wirth hace
corresponder bien el verano al Sur y el invierno al Norte, pero la primavera la
hace corresponder al Occidente y el otoño al Oriente; y se encuentran ahí todavía
otras correspondencias, concretamente en lo que concierne a las edades de la
vida, que están embarulladas de una manera casi inextricable.
[viii] Igualmente,
se puede aproximar a esto este texto del Yi-king:
«El Sabio tiene el rostro vuelto hacia el Sur y escucha el eco de lo que
está bajo el Cielo (es decir, del Cosmos), lo ilumina y lo gobierna».
[ix]Por lo demás,
puede haber todavía otros modos de orientación además de los que acabamos de
indicar, modos que conllevan naturalmente adaptaciones diferentes, pero que es
siempre fácil hacer que concuerden entre ellas: así, en la India, si el lado de
la derecha (dakshina) es el Sur, es
porque la orientación se toma mirando al Sol en su salida, es decir, volviéndose
hacia Oriente; pero, por lo demás, este modo actual de orientación no impide de
ningún modo reconocer la primordialidad de la orientación «polar», es decir,
tomada volviéndose hacia el Norte, que es designado como el punto más alto (uttara).
[x] Tcheou-li.
[xi]
Recordaremos todavía que el «movimiento» no es aquí más que una representación
simbólica.
[xii] Por lo demás,
es lo mismo para dos personas colocadas una frente a otra, y es por eso por lo
que se dice: «adorarás tu derecha, donde está la izquierda de tu hermano (el
lado de su corazón)» (Phan-khoa-Tu
citado por Matgioi, La Voie rationnelle,
cap. VII).
[xiii] Es así que,
en la figura del «árbol sephirótico» de la Kabbala, la «columna de la derecha»
y la «columna de la izquierda» son las que uno tiene respectivamente a su
derecha y a su izquierda al mirar la figura.
[xiv] Por
ejemplo, Plutarco cuenta que «los Egipcios consideran el Oriente como el rostro
del mundo, el Norte como estando a la derecha y el Mediodía a la izquierda» (Isis y Osiris, 32; traducción de Mario
Meunier, p. 112); a pesar de las apariencias, esto coincide exactamente con la
designación hindú del Mediodía como el «lado de la derecha», ya que es fácil
representarse el lado izquierdo del mundo como extendiéndose hacia la derecha
de aquel que le contempla e inversamente.
[xv] De ahí
vienen, por ejemplo, en el simbolismo masónico, las divergencias que se han
producido sobre el tema de la situación respectiva de las dos columnas
colocadas a la entrada del Templo de Jerusalén; no obstante, la cuestión es fácil
de resolver remitiéndose directamente a los textos bíblicos, a condición de
saber que en hebreo, la «derecha» significa siempre el Sur y la «izquierda» el
Norte, lo que implica que la orientación se toma, como en la India, volviéndose
hacia el Este. Este mismo modo de orientación es igualmente el que, en
Occidente, era practicado por los constructores de la edad media para
determinar la orientación de las iglesias.
[xvi] La cruz
trazada en el círculo, y de la cual habremos de volver a hablar más adelante,
marca aquí la dirección de los cuatro puntos cardinales; de conformidad a lo
que hemos explicado, el Norte está situado en lo alto en la primera figura y el
Sur lo está en la segunda.
[xvii] Quizás que
no carezca de interés hacer observar que el sentido de estas
circumambulaciones, que van respectivamente de derecha a izquierda (Fig. 13) y
de izquierda a derecha (Fig. 14), corresponde igualmente a la dirección de la
escritura en las lenguas sagradas de estas mismas formas tradicionales. — En la
Masonería, bajo su forma actual, el sentido de las circumambulaciones es «solar»
pero parece haber sido, al contrario, «polar» primeramente en el antiguo ritual
operativo, según el cual el «trono de Salomón» estaba situado al Occidente y no
al Oriente, para permitir a su ocupante «contemplar el Sol en su salida».
[xviii] La
interversión que se ha producido respecto a este orden de marcha en algunos
Ritos masónicos es tanto más singular cuanto que está en desacuerdo manifiesto
con el sentido de las circumambulaciones; las indicaciones que acabamos de dar
proveen evidentemente la regla correcta a observar en todos los casos.
[xix] Se encontrará
un ejemplo de la representación de este recorrido por una circumambulación en
las consideraciones relativas al Ming-tang
que expondremos más adelante.
[xx] Sobre el
carácter cualitativo de las direcciones del espacio, que es el principio mismo
sobre el que reposa la importancia tradicional de la orientación, y sobre las
relaciones que existen entre las determinaciones espaciales y temporales, uno
podrá remitirse también a las explicaciones que hemos dado en El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. IV y V.
[xxi] Marcel
Granet, La Pensée chinoise, pp.
154-155 y 198-199. — Como ya lo hemos señalado en otra parte (El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. V), este libro contiene una multitud de reseñas muy
interesantes, y el capítulo consagrado a los números es particularmente
importante; solo es menester tener cuidado de no consultarle más que desde el
punto de vista «documental» y de no tener en cuenta las interpretaciones «sociológicas»
del autor, interpretaciones que invierten generalmente las relaciones reales de
las cosas, ya que no es el orden cósmico el que ha sido concebido, como él lo
imagina, sobre el modelo de las instituciones sociales, sino al contrario, son éstas
las que han sido establecidas en correspondencia con el orden cósmico mismo.
[xxii]
Encontraremos un tal ejemplo más adelante, y también en la tradición extremo
oriental, al respecto de la escuadra y del compás.
[xxiii] El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. XXI.
[xxiv] Se recordará
aquí lo que hemos indicado precedentemente, de que el Cielo y la Tierra no
pueden unirse efectivamente más que por el centro.
[xxv] Tsien-Han-chou.
[xxvi] Para los
Pitagóricos, 5 era el número «nupcial», en tanto que suma del primer número par
o femenino y del primer número impar o masculino; en cuanto al carácter «conjuntivo»
del número 6, basta recordar a este respecto la significación de la letra waw en hebreo y en árabe, así como la
figura del «sello de Salomón» que corresponde geométricamente a este número. —
Sobre el simbolismo de estos números 5 y 6, ver también El Simbolismo de la Cruz, cap. XXVIII.
[xxvii] De este
modo mismo de formación de los dos números resulta naturalmente el intercambio
del par y del impar, ya que la suma de un número par y de un número impar es
forzosamente impar, mientras que el producto de un número par por un número
impar es forzosamente par. — La suma de dos números no puede ser par más que si
estos números son los dos pares o los dos impares; en cuanto al producto, para
que sea impar, es menester que sus dos factores sean uno y otro impares.
[xxviii] El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. III.
[xxix] Es menester
entender estas «miradas» a la vez en el orden sensible y en el orden
intelectual, según que se trate de las influencias terrestres, que están «en el
exterior», o de las influencias celestes que están «en el interior», así como
lo hemos explicado más atrás.
[xxx] Es aquí
donde aparecen como instrumentos de la medida, desde el punto de vista «celeste»
y desde el punto de vista «terrestre» respectivamente (es decir, bajo la relación
de las influencias correspondientes), el compás y la escuadra de los cuales
hablaremos más adelante.
[xxxi] Por lo demás,
aquí también se produce un nuevo cambio, puesto que, en algunos casos, el número
10 es atribuido al Cielo y el número 12 a la Tierra, como para marcar una vez más
su interdependencia en relación a la manifestación o al orden cósmico
propiamente dicho, bajo la doble forma de las relaciones espaciales y
temporales; pero no insistiremos más sobre este punto, que nos llevaría muy
lejos de nuestro tema. Señalaremos solamente, como caso particular de este
intercambio, que, en la tradición china, los días se cuentan por períodos
decimales y los meses por períodos duodecimales; ahora bien, diez días son «diez
soles», y doce meses son «doce lunas»; así pues, los números 10 y 12 son
referidos respectivamente el primero al Sol que es yang o masculino, que corresponde al Cielo, al fuego y al Sur, y el
segundo a la Luna, que es yin o
femenina, y que corresponde a la Tierra, al agua y al Norte.
[xxxii] Este término
tcheng es, en el Yi-king, el último de la fórmula tetragramática de Wen-wang (ver
Matgioi, La Voie métaphysique, cap.
V).
[xxxiii] Tsien-Han-chou.
[xxxiv] Ver El Esoterismo de Dante, cap. VII.
[xxxv] En las
tradiciones hermética y kabbalística, 11 es la síntesis del «microcosmo» y del «macrocosmo»,
representados respectivamente por los números 5 y 6, que corresponden también,
en otra aplicación conexa a ésta, al hombre individual y al «Hombre Universal»
(o al hombre terrestre y al Hombre celeste, se podría decir también para ligar
esto a los datos de la tradición extremo oriental). — Puesto que hemos hablado
de los números 10 y 12, anotaremos también la importancia que tiene, desde el
punto de vista kabbalístico, su suma 22 (doble o primer múltiplo de 11), que
es, como se sabe, el número de letras del alfabeto hebraico.
[xxxvi] Su rastro
se encuentra incluso hasta en el ritual de una organización tan completamente
desviada hacia la acción exterior como es el Carbonarismo; por lo demás, son
tales vestigios, naturalmente incomprendidos en parecido caso, los que dan
testimonio del origen realmente iniciático de organizaciones llegadas así a un
grado de degeneración extremo (ver Apercepciones
sobre la Iniciación, cap. XII).
[xxxvii] No
hablaremos al presente del «hombre transcendente», que nos reservamos
considerar más adelante; es por eso por lo que aquí no puede tratarse todavía
más que de nuestro estado de existencia, y no de la Existencia universal en su
integralidad.
[xxxviii] Esta
expresión de «Verdadero Ancestro» es una de las que se encuentran entre las
designaciones de la Tien-ti-houei.
[xxxix] Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. II y
XXVIII.
[xl] Tao-te-king, cap. IV. — Es el hombre
«hecho a imagen de Dios», o más exactamente de Elohim, es decir, de las potencias celestes, y que, por lo demás,
no puede ser realmente tal más que si es el «Andrógino» constituido por el
perfecto equilibrio del yang y del yin, según las palabras mismas del
Génesis (1, 27): «Elohim creó al
hombre a Su imagen (literalmente «Su sombra», es decir, Su reflejo); a imagen
de Elohim Él lo creó; macho y hembra
Él los creó», lo que se traduce en el esoterismo islámico por la equivalencia
numérica de Adam wa Hawâ con Allah (cf. EL Simbolismo de la Cruz, cap. III).
[xli] El término
chino Jen puede traducirse
igualmente, como ya lo hemos indicado, por el «Hombre» y por la «Humanidad»,
entendiéndose ésta ante todo como la naturaleza humana, y no como la simple
colectividad de los hombres; en el caso del «hombre verdadero», «Hombre» y
«Humanidad» son plenamente equivalentes, puesto que ha realizado integralmente
la naturaleza humana en todas sus posibilidades.
[xlii] Es por eso
por lo que, según el simbolismo del Génesis (II, 19-20), Adam podía «nombrar»
verdaderamente a todos los seres de este mundo, es decir, definir, en el
sentido más completo de esta palabra (que implica determinación y realización a
la vez), la naturaleza propia de cada uno de ellos, que él conocía inmediata e
interiormente como una dependencia de su naturaleza misma. — En eso como en
todas las cosas, el Soberano, en la tradición extremo oriental, debe desempeñar
un papel correspondiente al «hombre primordial»: «Un príncipe sabio da a las
cosas los nombres que les convienen, y cada cosa debe ser tratada según la significación
del nombre que él le da» (Liun-yu,
cap. XIII).
[xliii] Esta última
restricción la necesita la distinción que debe hacerse entre el «hombre
verdadero» y el «hombre transcendente», o entre el hombre individual perfecto
como tal y el «Hombre Universal».
[xliv] Ver
concretamente Apercepciones sobre la
Iniciación, XXXIX.
[xlv] Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. XXVIII, y
Apercepciones sobre la Iniciación,
cap. XLVI.
[xlvi] Se podría
decir que no pertenece ya a este mundo, sino que es al contrario este mundo el
que le pertenece a él.
[xlvii] Es al menos
curioso ver, en Occidente y en el siglo XVIII, a Martines de Pasqually
reivindicar para sí mismo la cualidad de «hombre verdadero»; que sea con razón
o sin ella, uno puede preguntarse en todo caso cómo había tenido conocimiento
de este término específicamente taoísta, que, por lo demás, parece ser el único
que lo haya empleado.
[xlviii] Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta,
cap. XII y XIV.
[xlix] A este
propósito, señalaremos incidentalmente que los caracteres «paternal» y
«maternal» mismos de que hemos hablado en el capítulo precedente son
transpuestos a veces de una manera similar: cuando se trata por ejemplo de los
«Padres de arriba» y de las «Madres de abajo», así como eso se encuentra
concretamente en algunos tratados árabes, los «Padres» son los Cielos
considerados distintivamente, es decir, los estados informales o espirituales
de los que un ser tal como el individuo humano tiene su esencia, y las «Madres»
son los elementos de los que está constituido el «mundo sublunar», es decir, el
mundo corporal que es representado por la Tierra en tanto que proporciona a
este mismo ser su substancia, tomando aquí naturalmente estos términos de
«esencia» y de «substancia» en un sentido relativo y particularizado.
[l] Aquí puede
recordarse concretamente el «mediador plástico» de Cudworth.
[li] Aunque
«estático» se opone habitualmente a «dinámico», preferimos no emplear aquí
esta palabra «dinámico», que sin ser absolutamente impropia, no expresaría
bastante claramente aquello de lo que se trata.
[lii] Ver El Reino de Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. XXXV.
[liii] Cf. el
comienzo de los Rasâïl Ikhwân Eç-Çafâ,
que contiene una exposición muy clara de esta doctrina pitagórica.
[liv] Importa
precisar que decimos «formadora» y no «creadora»; esta distinción tomará su
sentido más preciso si se considera que los cuatro términos del cuaternario
pitagórico pueden ser puestos respectivamente en correspondencia con los
«cuatro mundos» de la Kabbala hebraica.
[lv] Recordemos
a este propósito que, según la doctrina hindú, Buddhi, que es el Intelecto puro y que, como tal, corresponde al Spiritus y a la manifestación informal,
es, ella misma, la primera de las producciones de Prakriti, al mismo tiempo que es también, por otra parte, el primer
grado de la manifestación de Atmâ o
del Principio transcendente (ver El
Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. VII).
[lvi] Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. XXIV.
[lvii] El rayo
luminoso y el plano de reflexión corresponden exactamente a la línea vertical y
a la línea horizontal tomadas para simbolizar respectivamente el Cielo y la
Tierra (ver más atrás Fig. 7).
[lviii] No hay que
decir que es de una anterioridad lógica de lo que se trata aquí esencialmente,
puesto que los tres términos se consideran por lo demás en simultaneidad como
elementos constitutivos del ser.
[lix] Estas
últimas precisiones pueden permitir comprender que, en el simbolismo hermético
del grado 28 de la Masonería escocesa, el Spiritus
y el Anima estén representados
respectivamente por las figuras del Espíritu Santo y de la Virgen, lo que es
una aplicación de orden menos universal que la que las hace corresponder a Purusha y a Prakriti como lo hemos dicho al comienzo. Por lo demás, es menester
agregar que, en este caso, lo que se considera como el producto de los dos
términos en cuestión no es el cuerpo, sino algo de un orden muy diferente, que
es la Piedra filosofal, frecuentemente asimilada en efecto simbólicamente a
Cristo; y, desde este punto de vista, su relación es todavía más estrictamente
conforme a la noción del complementarismo propiamente dicho que en lo que
concierne a la producción de la manifestación corporal.
[lx] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. XX.
[lxi] Al comparar
esta figura con la figura 8, se constatará que la imagen esquemática del «mundo
intermediario» aparece en cierto modo como una «inversión» de figura del
conjunto del Cosmos; sería posible deducir de esta observación, en lo que
concierne a las leyes de la manifestación sutil, algunas consecuencias bastante
importantes, que no podemos pensar en desarrollarlas aquí.
[lxii] Apenas hay
necesidad de decir que aquí no se trata de ningún modo de los cuerpos que
llevan los mismos nombres en la química vulgar, ni tampoco, por lo demás, de
cuerpos cualesquiera, sino más bien de principios.
[lxiii] Señalamos a
este propósito que la palabra griega theion,
que es la designación del Azufre, significa también al mismo tiempo «divino».
[lxiv]
Encontraremos más adelante esta consideración de la voluntad a propósito del
ternario, «Providencia, Voluntad, Destino». — El «hombre transcendente», es
decir, el que ha realizado en sí mismo el «Hombre Universal» (el-insânul-kâmil) es, en el lenguaje del
hermetismo islámico, designado él mismo como el «Azufre rojo» (el-kebrîtul-ahmar), que también es
representado simbólicamente por el Fénix; entre él y el «hombre verdadero» u
«hombre primordial» (el-insânul-qadîm),
la diferencia que existe es la que hay entre la «obra al rojo» y la «obra al
blanco», que corresponden a la perfección respectiva de los «misterios mayores»
y de los «misterios menores».
[lxv] Es por eso
por lo que, entre sus diferentes designaciones, se encuentra también la de
«húmedo radical».
[lxvi] Se
recordará aquí lo que hemos indicado más atrás sobre el tema de la doble
espiral considerada como «esquema del ambiente»; el Mercurio de los hermetistas
es en suma la misma cosa que la «luz astral» de Paracelso, o lo que algunos
autores más recientes, como Éliphas Lévi, han llamado más o menos justamente el
«gran agente mágico», aunque, en realidad, su puesta en obra en el dominio de
las ciencias tradicionales está muy lejos de limitarse a esta aplicación de
orden inferior que constituye la magia en el sentido propio de esta palabra,
así como lo muestran suficientemente las consideraciones que hemos expuesto a
propósito de la «solución» y de la «coagulación» herméticas. — Cf. también,
sobre la diferencia del hermetismo y de la magia, Apercepciones sobre la Iniciación, cap. XLI.
[lxvii] Por lo
demás, las corrientes de fuerza sutil pueden dar efectivamente una impresión de
este género a aquellos que las perciben, y eso puede ser incluso una de las
causas de la ilusión «fluídica» tan común a este respecto, sin prejuicio de las
razones de otro orden que han contribuido a dar nacimiento a esta ilusión o a
mantenerla (cf. El Reino de la Cantidad y
los Signos de los Tiempos, cap. XVIII).
[lxviii] Es entonces
lo que los hermetistas llaman el Mercurio «animado» o «doble», para
distinguirle del Mercurio ordinario, es decir, tomado pura y simplemente tal
cual es en sí mismo.
[lxix] Hay
analogía con la formación de una sal en el sentido químico de esta palabra,
puesto que ésta se produce por la combinación de un elemento ácido, elemento
activo, y de un elemento alcalino, elemento pasivo, que desempeñan
respectivamente, en este caso especial, papeles comparables a los del Azufre y
del Mercurio, pero que, bien entendido, difieren esencialmente de éstos en que
son cuerpos y no principios; la sal es neutra y se presenta generalmente bajo
la forma cristalina, lo que puede acabar de justificar la transposición
hermética de esta designación.
[lxx] Es la
«piedra cúbica» del simbolismo masónico; por lo demás, es menester precisar que
en eso se trata de la «piedra cúbica» ordinaria, y no de la «piedra cúbica de
punta» que simboliza propiamente la Piedra filosofal, la pirámide que corona el
cubo y que representa un principio espiritual que viene a fijarse sobre la base
constituida por la Sal. Se puede precisar que el esquema plano de esta «piedra
cúbica de punta», es decir, el cuadrado coronado del triángulo, no difiere del
signo alquímico del Azufre más que por la sustitución del cuadrado por una
cruz; los dos símbolos tienen la misma correspondencia numérica, 7 = 3 + 4,
donde el septenario aparece como compuesto de un ternario superior y de un
cuaternario inferior, relativamente «celeste» y «terrestre» el uno en relación
al otro; pero el cambio de la cruz en cuadrado expresa la «fijación» o la
«estabilización», en una «entidad» permanente, de aquello que el Azufre
ordinario no manifestaba todavía más que en el estado de virtualidad, y que no
ha podido realizar efectivamente más que tomando un punto de apoyo en la
resistencia misma que le opone el Mercurio en tanto que «materia de la obra».
[lxxi] Por lo que
hemos indicado en la nota precedente, se puede comprender desde entonces la
importancia del cuerpo (o de un elemento «terminante» que corresponda a éste en
las condiciones de otro estado de existencia) como «soporte» de la realización
iniciática. — Agregaremos a este propósito que, si es el Mercurio el que es
primeramente la «materia de la obra» como acabamos de decirlo, la Sal deviene
esa materia después también, y lo deviene bajo otra relación, así como lo
muestra la formación del símbolo de la «piedra cúbica de punta»; es a lo que se
refiere la distinción que hacen los hermetistas entre su «primera materia» y su
«materia próxima».
[lxxii] Desde este
punto de vista, la transformación de la «piedra bruta» en «piedra cúbica»
representa la elaboración que debe sufrir la individualidad ordinaria para
devenir apta para servir de «soporte» o de «base» a la realización iniciática;
la «piedra cúbica de punta» representa la agregación efectiva a esta
individualidad de un principio de orden supraindividual, que constituye la
realización iniciática misma, que, por lo demás, puede ser considerada de una manera
análoga y por consiguiente ser representada por el mismo símbolo en sus
diferentes grados, puesto que éstos se obtienen siempre por operaciones
correspondientes entre sí, aunque a niveles diferentes, como la «obra al
blanco» y la «obra al rojo» de los alquimistas.
[lxxiii] Para la
exposición detallada de esta representación geométrica, remitimos como siempre
a nuestro estudio sobre El Simbolismo de
la Cruz.
[lxxiv] Decimos
aquí «cuerpo-alma» más bien que «cuerpo-espíritu», por que, de hecho, es
siempre el alma la que en parecido caso se toma abusivamente por el espíritu,
mientras que éste permanece completamente ignorado en realidad.
[lxxv] Ver Los Estados múltiples del Ser, cap. III.
[lxxvi] Esto se
refiere al punto de vista que corresponde al sentido horizontal en la representación
geométrica; si se consideran las cosas en el sentido vertical, esta solidaridad
de todos los seres aparece como una consecuencia de la unidad principial misma
de la que toda existencia procede necesariamente.
[lxxvii] Estas
condiciones son lo que se llama a veces «causas ocasionales», pero no hay que
decir que no son causas en el verdadero sentido de esta palabra, aunque puedan
presentar su apariencia cuando uno se queda en el punto de vista más exterior;
las verdaderas causas de todo lo que le ocurre a un ser son siempre, en el
fondo, las posibilidades que son inherentes a la naturaleza misma de ese ser,
es decir, algo de orden puramente interior.
[lxxviii] Cf. lo que
hemos dicho en otra parte, a propósito de las cualificaciones iniciáticas,
sobre las enfermedades de origen aparentemente accidental (Apercepciones sobre la Iniciación, cap. XIV).
[lxxix] Conviene
decir que la muerte corporal no coincide forzosamente con un cambio de estado
en el sentido estricto de esta palabra, y que puede no representar más que un simple
cambio de modalidad en el interior de un mismo estado de existencia individual;
pero, guardadas todas las proporciones, las mismas consideraciones se aplican
igualmente en los dos casos.
[lxxx] O de una
parte de estas condiciones cuando se trata solo de un cambio de modalidad, como
el paso a una modalidad extracorporal de la individualidad humana.
[lxxxi] Hay que
destacar que en sánscrito, la palabra jâti
significa a la vez «nacimiento» y «especie» o «naturaleza específica».
[lxxxii]
Naturalmente, el caso de la casta no constituye ninguna excepción aquí; por lo
demás, esto resulta más visiblemente que para cualquier otro caso, de la
definición de la casta como la expresión misma de la naturaleza individual (varna) y que no constituye por así decir
más que una con ésta, lo que indica bien que no existe sino en tanto que el ser
es considerado en los límites de la individualidad, y que, si existe
necesariamente en tanto que está contenido en ella, no podría subsistir por el
contrario para él más allá de esos mismos límites, puesto que todo lo que
constituye su razón de ser se encuentra exclusivamente en el interior de éstos
y no puede ser transportado a ningún otro dominio de existencia, donde la
naturaleza individual de que se trata no responde ya a ninguna posibilidad.
[lxxxiii] De una
manera general, esto el principio mismo de todas las aplicaciones
«adivinatorias» de las ciencias tradicionales.
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