CAPÍTULO
XIV
EL MEDIADOR
«Sube de la
Tierra al Cielo, y redesciende del Cielo a la Tierra; recibe por ello la virtud
y la eficacia de las cosas superiores e inferiores»: estas palabras de la Tabla de Esmeralda hermética puede
aplicarse muy exactamente al Hombre en tanto que término mediano de la Gran
Tríada, es decir, de una manera más precisa, en tanto que es propiamente el
«mediador» por el que se opera efectivamente la comunicación entre el Cielo y
la Tierra[i].
Por lo demás, la «subida de la Tierra al Cielo» es representada ritualmente, en
tradiciones muy diversas, por la ascensión a un árbol o a un poste, símbolo del
«Eje del Mundo»; por esta ascensión, que es seguida forzosamente de un
redescenso (y este doble movimiento corresponde también a la «solución» y a la
«coagulación»), aquel que realiza verdaderamente lo que está implicado en el
rito se asimila las influencias celestes y las trae en cierto modo a este mundo
para unirlas aquí a las influencias terrestres, en él mismo primeramente, y
después, por participación y como por «irradiación», en el medio cósmico todo
entero[ii].
La tradición
extremo oriental, como muchas otras por lo demás[iii],
dice que, en el origen, el Cielo y la Tierra no estaban separados; y, en
efecto, están necesariamente unidos e «indistinguidos» en Tai-ki, su principio común; pero, para que la manifestación pueda
producirse, es menester que el Ser se polarice efectivamente en Esencia y
Substancia, lo que puede ser descrito como una «separación» de estos dos
términos complementarios que son representados como el Cielo y la Tierra,
puesto que es entre ellos, o en su «intervalo», si es permisible expresarse
así, donde debe situarse la manifestación misma[iv].
Desde entonces, su comunicación no podrá establecerse más que según el eje que
liga entre ellos los centros de todos los estados de existencia, en multitud
indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal, y
que se extiende así de un polo al otro, es decir, precisamente del Cielo a la
Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como ya lo hemos dicho
precedentemente, según el sentido vertical que marca la jerarquía de esos
estados[v].
Así pues, el centro de cada estado puede ser considerado como la huella de este
eje vertical sobre el plano horizontal que representa geométricamente a ese estado;
y este centro, que es propiamente el «Invariable Medio» (Tchoung-young), es por eso mismo el punto único donde se opera, en
ese estado, la unión de las influencias celestes y de las influencias
terrestres, al mismo tiempo que es también el punto único donde es posible una
comunicación directa con los demás estados de existencia, puesto que esta
comunicación debe efectuarse necesariamente según el eje mismo. Ahora bien, en
lo que concierne a nuestro estado, el centro es el «lugar» normal del hombre, lo
que equivale a decir que el «hombre verdadero» está identificado a este centro
mismo; así pues, es en él y solo por él como se efectúa, para este estado, la
unión del Cielo y de la Tierra, y es por eso por lo que todo lo que está
manifestado en este mismo estado procede y depende enteramente de él, y no
existe en cierto modo más que como una proyección exterior y parcial de sus
propias posibilidades. Es también su «acción de presencia» la que mantiene y
conserva la existencia de este mundo[vi], puesto que
él es su centro, y puesto que, sin el centro, nada podría tener una existencia
efectiva; en el fondo, esa es la razón de ser de los ritos que, en todas las
tradiciones, afirman bajo una forma sensible la intervención del hombre para el
mantenimiento del orden cósmico, y que no son en suma más que otras tantas
expresiones más o menos particulares de la función de «mediación» que le
pertenece esencialmente[vii].
Son
numerosos los símbolos tradicionales que representan al hombre, como término
medio de la Gran Tríada, colocado entre el Cielo y la Tierra y desempeñando así
su papel de «mediador»; y, primeramente, haremos observar sobre este punto que
tal es la significación general de los trigramas del Yi-king, cuyos tres trazos corresponden respectivamente a los tres
términos de la Gran Tríada: el trazo superior representa el Cielo, el trazo
mediano representa el Hombre, y el trazo inferior representa a la Tierra; por
lo demás, tendremos que volver sobre ello un poco más adelante. En los hexagramas,
los dos trigramas superpuestos corresponden también respectivamente al Cielo y
a la Tierra; aquí, el término mediano ya no está figurado visiblemente; pero es
el conjunto mismo del hexagrama el que, al unir las influencias celestes y las
influencias terrestres, expresa propiamente la función del «mediador». A este
respecto, se impone una aproximación con una de las significaciones del «sello
de Salomón», el que por lo demás está formado igualmente de seis trazos, aunque
dispuestos de una manera diferente: en este caso, el triángulo recto es la
naturaleza celeste y el triángulo inverso la naturaleza terrestre, y el
conjunto simboliza el «Hombre Universal» que, al unir en él estas dos
naturalezas, es por eso mismo el «mediador» por excelencia[viii].
Otro símbolo
extremo oriental bastante generalmente conocido es el de la tortuga, colocada
entre las dos partes superior e inferior de su concha como el Hombre entre el
Cielo y la Tierra; y, en esta representación, la forma misma de estas dos
partes no es menos significativa que su situación: la parte superior, que
«cubre» al animal corresponde también al Cielo por su forma redondeada, y, de
igual modo, la parte inferior, que le «soporta», corresponde a la Tierra por su
forma aplanada[ix]. Así pues,
la concha toda entera es una imagen del Universo[x],
y, entre sus dos partes, la tortuga misma representa naturalmente el término
mediano de la Gran Tríada, es decir, el Hombre; además, su retracción al
interior de la concha simboliza la concentración en el «estado primordial», que
es el estado del «hombre verdadero»; y esta concentración es por lo demás la
realización de la plenitud de las posibilidades humanas, ya que, aunque el
centro no sea aparentemente más que un punto sin extensión, no obstante es este
punto el que, principialmente, contiene a todas las cosas en realidad[xi],
y es precisamente por eso por lo que el «hombre verdadero» contiene en sí mismo
todo lo que está manifestado en el estado de existencia al centro del cual está
identificado.
Es por un
simbolismo similar al de la tortuga por lo que, como ya lo hemos indicado
incidentalmente en otra parte[xii], la
vestidura de los antiguos príncipes, en China, debía tener una forma redonda
por arriba (es decir en el cuello) y cuadrada por abajo, puesto que estas
formas son las que representan respectivamente al Cielo y a la Tierra; y
podemos notar desde ahora que este símbolo presenta una relación muy particular
con otro, sobre el que volveremos un poco más adelante, que coloca al Hombre
entre la escuadra y el compás, puesto que éstos son los instrumentos que sirven
respectivamente para trazar el cuadrado y el círculo. Se ve además, en esta
disposición de la vestidura, que el hombre-tipo, representado por el príncipe,
por unir efectivamente el Cielo y la Tierra, era figurado como tocando el Cielo
con su cabeza, mientras que sus pies reposaban sobre la Tierra; ésta es una
consideración que encontraremos enseguida de una manera más precisa todavía.
Añadiremos que, si la vestidura del príncipe o del soberano tenía así una significación
simbólica, era igual para todas las acciones de su vida, las que estaban
reguladas exactamente según los ritos, lo que hacía de él, como acabamos de
decir, la representación del hombre-tipo en todas las circunstancias; por lo
demás, en el origen, debía ser efectivamente un «hombre verdadero», y, si más
tarde ya no pudo serlo siempre igualmente, en razón de las condiciones de
degeneración espiritual creciente en la humanidad, por ello no continuó menos
invariablemente, en el ejercicio de su función e independientemente de lo que
podía ser en sí mismo, «encarnando» de alguna manera al «hombre verdadero» y
ocupando ritualmente su sitio, y debía hacerlo tanto más necesariamente cuanto
que, como se verá mejor todavía después, su función era esencialmente la del
«mediador»[xiii].
Un ejemplo
característico de estas acciones rituales es la circumambulación del Emperador
en el Ming-tang; como tendremos que
volver más adelante sobre ello con algunos desarrollos, nos contentaremos, por
el momento, con decir que este Ming-tang
era como una imagen del Universo[xiv]
concentrada en cierto modo en un lugar que representaba el «Invariable Medio»
(y el hecho mismo de que el Emperador residiera en ese lugar hacía de él la
representación del «hombre verdadero»); y lo era a la vez bajo el doble aspecto
del espacio y del tiempo, ya que el simbolismo espacial de los puntos
cardinales estaba puesto allí en relación directa con el simbolismo temporal de
las estaciones en el recorrido del ciclo anual. Ahora bien, el techo de este
edificio tenía un forma redondeada, mientras que su base tenía una forma
cuadrada o rectangular; así pues, entre ese techo y esa base, que recuerdan las
dos partes superior e inferior de la concha de la tortuga, el Emperador
representaba bien al Hombre entre el Cielo y la Tierra. Esta disposición
constituye por lo demás un tipo arquitectónico que se encuentra de una manera
muy general, con el mismo valor simbólico, en un enorme número de formas
tradicionales diferentes; uno puede darse cuenta de ello por ejemplos tales
como el del stûpa búdico, el de la qubbah islámica, y muchos otros todavía,
así como tendremos quizás la ocasión de mostrarlo más completamente en algún
otro estudio, ya que este tema es de los que tienen una gran importancia en lo
que concierne al sentido propiamente iniciático del simbolismo constructivo.
Citaremos
también otro símbolo equivalente a éste bajo la relación que estamos
considerando al presente: es el símbolo del jefe en su carro; éste, en efecto,
era construido conforme al mismo «modelo cósmico» que los edificios
tradicionales tales como el Ming-tang,
con un dosel circular que representaba el Cielo y un suelo cuadrado que
representaba la Tierra. Es menester agregar que este dosel y este suelo estaban
ligados por un mástil, símbolo axial[xv], del que
una pequeña parte rebasaba incluso el dosel[xvi],
como para marcar que el «techo del Cielo» está en realidad más allá del Cielo
mismo; y se consideraba que este mástil medía simbólicamente la altura del
hombre tipo al que se asimilaba el jefe, altura dada por proporciones numéricas
que variaban por lo demás según las condiciones cíclicas de la época. Así, el
hombre se identificaba él mismo al «Eje del Mundo», a fin de poder ligar
efectivamente el Cielo y la Tierra; por lo demás, es menester decir que esta
identificación con el eje, si se considera como plenamente efectiva, pertenece
más propiamente al «hombre transcendente», mientras que el «hombre verdadero»
no se identifica efectivamente más que a un punto del eje, que es el centro de
su estado, y, por ahí, virtualmente al eje mismo; pero esta cuestión de las
relaciones del «hombre transcendente» y del «hombre verdadero» requiere otros
desarrollos que encontrarán lugar en la continuación de este estudio.
CAPÍTULO XV
ENTRE LA ESCUADRA Y EL COMPÁS
Un punto que
da lugar a una aproximación particularmente destacable entre la tradición
extremo oriental y las tradiciones iniciáticas occidentales, es el que
concierne al simbolismo del compás y de la escuadra: éstos, como ya lo hemos
indicado, corresponden manifiestamente al círculo y al cuadrado[xvii],
es decir, a las figuras geométricas que representan respectivamente el Cielo y
la Tierra[xviii].
En el simbolismo masónico, conformemente a esta correspondencia, el compás está
colocado normalmente arriba y la escuadra abajo[xix];
entre los dos está figurada generalmente la Estrella flameante, que es un
símbolo del Hombre[xx], y más
precisamente del «hombre regenerado»[xxi], y que
completa así la representación de la Gran Tríada. Además, se dice que «un
Maestro Masón se reencuentra siempre entre la escuadra y el compás», es decir,
en el «lugar» mismo donde se inscribe la Estrella flameante, y que es
propiamente el «Invariable Medio»[xxii]; así
pues, el Maestro se asimila al «hombre verdadero», colocado entre la Tierra y
el Cielo y que ejerce la función de «mediador»; y esto es tanto más exacto
cuanto que, simbólica y «virtualmente» al menos, si no efectivamente, la
Maestría representa el acabamiento de los «misterios menores», de los que el
estado del «hombre verdadero» es el término mismo[xxiii];
se ve que tenemos ahí un simbolismo rigurosamente equivalente al que hemos
encontrado precedentemente, bajo varias formas diferentes, en la tradición
extremo oriental.
A propósito
de lo que acabamos de decir del carácter de la Maestría, haremos incidentalmente
una precisión: este carácter, que pertenece al último grado de la Masonería
propiamente dicha, concuerda bien con el hecho de que, como lo hemos indicado
en otra parte[xxiv], las
iniciaciones de oficio y las que se derivan de ellas se refieren propiamente a
los «misterios menores». Por lo demás, es menester agregar que, en lo que se
llama los «altos grados», y que está formado de elementos de proveniencias
bastante diversas, hay algunas referencias a los «misterios mayores», entre las
cuales hay al menos una que se vincula directamente a la antigua Masonería
operativa, lo que indica que ésta abría al menos algunas perspectivas sobre lo
que está más allá del término de los «misterios menores»: queremos hablar de la
distinción que se hace, en la Masonería anglosajona, entre la Square Masonry y el Arch Masonry. En efecto, en el paso «from square to arch», o, como se decía de una manera equivalente en
la Masonería francesa del siglo XVIII, «del triángulo al círculo»[xxv],
se encuentra la oposición entre las figuras cuadradas (o más generalmente
rectilíneas) y las figuras circulares, en tanto que éstas corresponden
respectivamente a la Tierra y al Cielo; así pues, en eso no puede tratarse más
que de un paso del estado humano, representado por la Tierra, a los estados
suprahumanos, representados por el Cielo (o los Cielos)[xxvi],
es decir, de un paso del dominio de los «misterios menores» al dominio de los
«misterios mayores»[xxvii].
Para volver
a la aproximación que hemos señalado al comienzo, debemos decir también que, en
la tradición extremo oriental, el compás y la escuadra no solo se presupone
implícitamente que sirven para trazar el círculo y el cuadrado, sino que ellos
aparecen expresamente en algunos casos, y concretamente como atributos de Fo-hi
y de Niu-koua, así como ya lo hemos señalado en otra ocasión[xxviii];
pero entonces no tuvimos en cuenta una particularidad que, a primera vista,
puede parecer una anomalía a este respecto, y que nos queda que explicar ahora.
En efecto, el compás, símbolo «celeste» y por consiguiente yang o masculino, pertenece propiamente a Fo-hi, y la escuadra,
símbolo «terrestre», y por consiguiente yin
o femenino, a Niu-koua; pero cuando son representados juntos y unidos por sus
colas de serpientes (que corresponden así exactamente a las dos serpientes del
caduceo), es al contrario Fo-hi quien lleva la escuadra y Niu-koua el compás[xxix].
Esto se explica en realidad por un intercambio comparable al que hemos
mencionado más atrás en lo que concierne a los números «celestes» y
«terrestres», intercambio que, en parecido caso, se puede calificar muy
propiamente de «hierogámico»[xxx]; uno no ve
cómo, sin un tal intercambio, el compás podría pertenecer a Niu-Koua, tanto más
cuanto que las acciones que le son atribuidas la representan como ejerciendo
sobre todo la función de asegurar la estabilidad del mundo[xxxi],
función que se refiere efectivamente al lado «substancial» de la manifestación,
y cuanto que la estabilidad es expresada en el simbolismo geométrico por la
forma cúbica[xxxii].
Por el contrario, en un cierto sentido, la escuadra pertenece también a Fo-hi
en tanto que «Señor de la Tierra», a la cual le sirve para medir[xxxiii],
y, bajo este aspecto, corresponde, en el simbolismo masónico, al «Venerable
Maestro que gobierna por la escuadra» (the
Worshipful Master who rules by the square[xxxiv]);
pero, si ello es así, es porque, en sí mismo y no ya en su relación con
Niu-koua, él es yin-yang en tanto que
está reintegrado al estado y a la naturaleza del «hombre primordial». Bajo esta
nueva relación, la escuadra misma toma otra significación, ya que, debido al
hecho de que está formada de dos brazos en ángulo recto, se la puede considerar
entonces como la reunión de la horizontal y de la vertical, que, en uno de sus
sentidos, corresponden respectivamente, así como lo hemos visto precedentemente,
a la Tierra y al Cielo, así como también al yin
y al yang en todas sus aplicaciones;
por lo demás, es así como, en el simbolismo masónico también, la escuadra del
Venerable se considera en efecto como la unión o la síntesis del nivel y de la
plomada[xxxv].
Agregaremos
una última precisión en lo que concierne a la figuración de Fo-hi y de
Niu-koua: en ella, el primero está situado a la izquierda y la segunda a la
derecha[xxxvi],
lo que corresponde también a la preeminencia que la tradición extremo oriental
atribuye más habitualmente a la izquierda sobre la derecha, preeminencia de la
que ya hemos dado la explicación más atrás[xxxvii].
Al mismo tiempo, Fo-hi tiene la escuadra de la mano izquierda, y Niu-koua tiene
el compás de la mano derecha; aquí, en razón de la significación respectiva del
compás y de la escuadra en sí mismos, es menester acordarse de estas palabras
que ya hemos mencionado: «La Vía del Cielo prefiere la derecha, la Vía de la
Tierra prefiere la izquierda»[xxxviii]. Así
pues, se ve claramente, en un ejemplo como éste, que el simbolismo tradicional
es siempre perfectamente coherente, pero también se ve que no podría prestarse
a ninguna «sistematización» más o menos estrecha, dado que debe responder a la
multitud de los puntos de vista diversos bajo los que pueden considerarse las
cosas, y puesto que es por eso mismo por lo que abre posibilidades de
concepción realmente ilimitadas.
CAPÍTULO XVI
EL «MING-TANG»
Hacia el fin
del tercer milenario antes de la era cristiana, la China estaba dividida en
nueve provincias[xxxix], según
la disposición geométrica figurada aquí (Fig. 16): una en el centro, y ocho en
los cuatro puntos cardinales y en los cuatro puntos intermediarios. Esta
división es atribuida a Yu el Grande (Ta-Yu[xl]),
que, se dice, recorrió el mundo para «medir la Tierra»; y, al efectuarse esta
medida según la forma cuadrada, se ve aquí el uso de la escuadra atribuida al
Emperador como «Señor de la Tierra»[xli]. La
división en nueve le fue inspirada por el diagrama llamado Lo-chou o «Escrito del Lago» que, según la «leyenda», le había sido
aportado por una tortuga[xlii] y en el
cual los nueve primeros números están dispuestos de manera que forman lo que se
llama un «cuadrado mágico»[xliii]; con
esto, esta división hacía del Imperio una imagen del Universo. En este
«cuadrado mágico»[xliv], el
centro está ocupado por el número 5, que es él mismo el «medio» de los nueve
primeros números[xlv], y que es
efectivamente, como ya se ha visto más atrás, el número «central» de la Tierra,
de igual modo que el 6 es el número «central» del Cielo[xlvi];
la provincia central que corresponde a este número, y donde residía el
Emperador, era llamada «Reino del Medio» (Tchoung-kouo[xlvii]),
y es desde ahí desde donde esta denominación habría sido extendida después a la
China toda entera. Por lo demás, a decir verdad, no puede haber ninguna duda
sobre este último punto, ya que, de igual modo que el «Reino del Medio» ocupaba
en el Imperio una posición central, el Imperio mismo, en su conjunto, podía ser
concebido desde el origen como ocupando en el mundo una posición semejante; y
esto parece resultar también del hecho mismo de que estaba constituido de
manera que formaba, como lo hemos dicho hace un momento, una imagen del
Universo. En efecto, la significación fundamental de este hecho, es que todo
está contenido en realidad en el centro, de suerte que se debe reencontrar en
él, de una cierta manera y en «arquetipo», si se puede expresar así, todo lo
que se encuentra en el conjunto del Universo; de esta manera, podía haber así,
a una escala cada vez más reducida, toda una serie de imágenes semejantes[xlviii]
dispuestas concéntricamente, una escala que concluía finalmente en el punto
central mismo donde residía el Emperador[xlix],
que, así como lo hemos dicho precedentemente, ocupaba el lugar del «hombre
verdadero» y desempeñaba su función como «mediador» entre el Cielo y la Tierra[l].
Por lo
demás, es menester no sorprenderse de esta situación «central» atribuida al
Imperio chino en relación al mundo entero; de hecho, fue siempre la misma cosa
para toda región donde estaba establecido el centro espiritual de una
tradición. En efecto, este centro era una emanación o un reflejo del centro
espiritual supremo, es decir, del centro de la Tradición primordial de la que
todas las formas tradicionales regulares se derivan por adaptación a
circunstancias particulares de tiempo y de lugar, y, por consiguiente, estaba
constituido a la imagen de este centro supremo al que se identificaba en cierto
modo virtualmente[li]. Por eso es
por lo que la región misma que poseía un tal centro espiritual, cualquiera que
fuera, era una «Tierra Santa», y, como tal, era designada simbólicamente por
denominaciones tales como las de «Centro del Mundo» o «Corazón del Mundo», lo
que era en efecto para aquellos que pertenecían a la tradición de la que ella
era la sede, y a quienes la comunicación con el centro espiritual supremo era
posible a través del centro secundario correspondiente a esa tradición[lii].
El lugar donde este centro estaba establecido estaba destinado a ser, según el
lenguaje de la Kabbala hebraica, el lugar de manifestación de la Shekinah o «presencia divina»[liii],
es decir, en términos extremo orientales, el punto donde se refleja la
«Actividad del Cielo», y que es propiamente, como ya lo hemos visto, el
«Invariable Medio», determinado por el encuentro del «Eje del Mundo» con el
dominio de las posibilidades humanas[liv]; y lo que
es particularmente importante de notar a este respecto, es que la Shekinah era representada siempre como
«Luz», del mismo modo que el «Eje del Mundo», así como ya lo hemos indicado,
era asimilado simbólicamente a un «rayo luminoso».
Hemos dicho
hace un momento que, como el Imperio chino representaba en su conjunto, por la
manera en que estaba constituido y dividido, una imagen del Universo, una
imagen semejante debía encontrarse en el lugar central que era la residencia
del Emperador, y ello era efectivamente así: era el Ming-tang, que algunos sinólogos, al no ver en él más que su
carácter más exterior, han llamado la «Casa del Calendario», pero cuya
designación, en realidad, significa literalmente «Templo de la Luz», lo que se
relaciona inmediatamente con la precisión que acabamos de hacer en último lugar[lv].
El carácter ming está compuesto de
los dos caracteres que representan el Sol y la Luna; expresa así la luz en su
manifestación total, bajo sus dos modalidades directa y reflejada a la vez, ya
que, aunque la luz en sí misma sea esencialmente yang, debe, para manifestarse, revestir, como todas las cosas, dos
aspectos complementarios que son yang
y yin uno en relación al otro, y que
corresponden respectivamente al Sol y a la Luna[lvi],
puesto que, en el dominio de la manifestación, el yang nunca está sin el yin
ni el yin sin el yang[lvii].
El plano del
Ming-tang era conforme al que hemos
dado más atrás para la división del Imperio (Fig. 16), es decir, que comprendía
nueve salas dispuestas exactamente como las nueve provincias; solamente, el Ming-tang y sus salas, en lugar de ser
cuadrados perfectos, eran rectángulos más o menos alargados, variando la
relación de los lados de estos rectángulos según las diferentes dinastías, de
igual modo que la altura del mástil del carro de que hemos hablado
precedentemente, en razón de la diferencia de los períodos cíclicos con los que
estas dinastías estaban puestas en correspondencia; no entraremos aquí en los
detalles sobre este tema, ya que al presente lo único que nos importa es el
principio[lviii].
El Ming-tang tenía doce aberturas
hacia el exterior, tres sobre cada uno de sus cuatro lados, de suerte que,
mientras que las salas del medio de los lados no tenían más que una sola abertura,
las salas de ángulo tenían dos cada una; y estas doce aberturas correspondían a
los doce meses del año: las de la fachada oriental a los tres meses de
primavera, las de la fachada meridional a los tres meses de verano, las de la
fachada occidental a los tres meses de otoño, y las de la fachada septentrional
a los tres meses de invierno. Estas doce aberturas formaban pues un Zodíaco[lix];
correspondían exactamente así a las doce puertas de la «Jerusalén celeste» tal
como se describe en el Apocalipsis[lx], y que es
también a la vez el «Centro del Mundo» y una imagen del Universo bajo la doble
relación espacial y temporal[lxi].
El Emperador
llevaba a cabo en el Ming-tang, en el
curso del ciclo anual, una circumambulación en el sentido «solar» (ver Fig.
14), colocándose sucesivamente en las doce estaciones correspondientes a las
doce aberturas, donde promulgaba las ordenanzas (yue-ling) convenientes a los doce meses; se identificaba así
sucesivamente a los «doce soles», que son los doce âdityas de la tradición hindú, y también los «doce frutos del Árbol
de la Vida» en el simbolismo apocalíptico[lxii].
Esta circumambulación se efectuaba siempre con retorno al centro, marcando así
el medio del año[lxiii], de
igual modo que, cuando visitaba el Imperio, recorría las provincias en un orden
correspondiente y volvía luego a su residencia central, y de igual modo también
que, según el simbolismo extremo oriental, el Sol, después del recorrido de un
período cíclico (ya se trate de un día, de un mes o de un año), vuelve a
reposarse sobre su árbol, que, como el «Árbol de la Vida» colocado en el centro
del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalén celeste», es una figuración del «Eje
del Mundo». Se debe ver bastante claramente que, en todo esto, el Emperador
aparecía propiamente como el «regulador» del orden cósmico mismo, lo que, por
lo demás, supone la unión, en él o por su medio, de las influencias celestes y
de las influencias terrestres, que, así como ya lo hemos indicado más atrás,
corresponden también respectivamente, de una cierta manera, a las
determinaciones temporales y espaciales que la constitución del Ming-tang ponía en relación directa las
unas con las otras.
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