domingo, 22 de julio de 2012

La gran tríada (3/4)


CAPÍTULO XIV
EL MEDIADOR
«Sube de la Tierra al Cielo, y redesciende del Cielo a la Tierra; recibe por ello la virtud y la eficacia de las cosas superiores e inferiores»: estas palabras de la Tabla de Esmeralda hermética puede aplicarse muy exactamente al Hombre en tanto que término mediano de la Gran Tríada, es decir, de una manera más precisa, en tanto que es propiamente el «mediador» por el que se opera efectivamente la comunicación entre el Cielo y la Tierra[i]. Por lo demás, la «subida de la Tierra al Cielo» es representada ritualmente, en tradiciones muy diversas, por la ascensión a un árbol o a un poste, símbolo del «Eje del Mundo»; por esta ascensión, que es seguida forzosamente de un redescenso (y este doble movimiento corresponde también a la «solución» y a la «coagulación»), aquel que realiza verdaderamente lo que está implicado en el rito se asimila las influencias celestes y las trae en cierto modo a este mundo para unirlas aquí a las influencias terrestres, en él mismo primeramente, y después, por participación y como por «irradiación», en el medio cósmico todo entero[ii].
La tradición extremo oriental, como muchas otras por lo demás[iii], dice que, en el origen, el Cielo y la Tierra no estaban separados; y, en efecto, están necesariamente unidos e «indistinguidos» en Tai-ki, su principio común; pero, para que la manifestación pueda producirse, es menester que el Ser se polarice efectivamente en Esencia y Substancia, lo que puede ser descrito como una «separación» de estos dos términos complementarios que son representados como el Cielo y la Tierra, puesto que es entre ellos, o en su «intervalo», si es permisible expresarse así, donde debe situarse la manifestación misma[iv]. Desde entonces, su comunicación no podrá establecerse más que según el eje que liga entre ellos los centros de todos los estados de existencia, en multitud indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal, y que se extiende así de un polo al otro, es decir, precisamente del Cielo a la Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como ya lo hemos dicho precedentemente, según el sentido vertical que marca la jerarquía de esos estados[v]. Así pues, el centro de cada estado puede ser considerado como la huella de este eje vertical sobre el plano horizontal que representa geométricamente a ese estado; y este centro, que es propiamente el «Invariable Medio» (Tchoung-young), es por eso mismo el punto único donde se opera, en ese estado, la unión de las influencias celestes y de las influencias terrestres, al mismo tiempo que es también el punto único donde es posible una comunicación directa con los demás estados de existencia, puesto que esta comunicación debe efectuarse necesariamente según el eje mismo. Ahora bien, en lo que concierne a nuestro estado, el centro es el «lugar» normal del hombre, lo que equivale a decir que el «hombre verdadero» está identificado a este centro mismo; así pues, es en él y solo por él como se efectúa, para este estado, la unión del Cielo y de la Tierra, y es por eso por lo que todo lo que está manifestado en este mismo estado procede y depende enteramente de él, y no existe en cierto modo más que como una proyección exterior y parcial de sus propias posibilidades. Es también su «acción de presencia» la que mantiene y conserva la existencia de este mundo[vi], puesto que él es su centro, y puesto que, sin el centro, nada podría tener una existencia efectiva; en el fondo, esa es la razón de ser de los ritos que, en todas las tradiciones, afirman bajo una forma sensible la intervención del hombre para el mantenimiento del orden cósmico, y que no son en suma más que otras tantas expresiones más o menos particulares de la función de «mediación» que le pertenece esencialmente[vii].
Son numerosos los símbolos tradicionales que representan al hombre, como término medio de la Gran Tríada, colocado entre el Cielo y la Tierra y desempeñando así su papel de «mediador»; y, primeramente, haremos observar sobre este punto que tal es la significación general de los trigramas del Yi-king, cuyos tres trazos corresponden respectivamente a los tres términos de la Gran Tríada: el trazo superior representa el Cielo, el trazo mediano representa el Hombre, y el trazo inferior representa a la Tierra; por lo demás, tendremos que volver sobre ello un poco más adelante. En los hexagramas, los dos trigramas superpuestos corresponden también respectivamente al Cielo y a la Tierra; aquí, el término mediano ya no está figurado visiblemente; pero es el conjunto mismo del hexagrama el que, al unir las influencias celestes y las influencias terrestres, expresa propiamente la función del «mediador». A este respecto, se impone una aproximación con una de las significaciones del «sello de Salomón», el que por lo demás está formado igualmente de seis trazos, aunque dispuestos de una manera diferente: en este caso, el triángulo recto es la naturaleza celeste y el triángulo inverso la naturaleza terrestre, y el conjunto simboliza el «Hombre Universal» que, al unir en él estas dos naturalezas, es por eso mismo el «mediador» por excelencia[viii].
Otro símbolo extremo oriental bastante generalmente conocido es el de la tortuga, colocada entre las dos partes superior e inferior de su concha como el Hombre entre el Cielo y la Tierra; y, en esta representación, la forma misma de estas dos partes no es menos significativa que su situación: la parte superior, que «cubre» al animal corresponde también al Cielo por su forma redondeada, y, de igual modo, la parte inferior, que le «soporta», corresponde a la Tierra por su forma aplanada[ix]. Así pues, la concha toda entera es una imagen del Universo[x], y, entre sus dos partes, la tortuga misma representa naturalmente el término mediano de la Gran Tríada, es decir, el Hombre; además, su retracción al interior de la concha simboliza la concentración en el «estado primordial», que es el estado del «hombre verdadero»; y esta concentración es por lo demás la realización de la plenitud de las posibilidades humanas, ya que, aunque el centro no sea aparentemente más que un punto sin extensión, no obstante es este punto el que, principialmente, contiene a todas las cosas en realidad[xi], y es precisamente por eso por lo que el «hombre verdadero» contiene en sí mismo todo lo que está manifestado en el estado de existencia al centro del cual está identificado.
Es por un simbolismo similar al de la tortuga por lo que, como ya lo hemos indicado incidentalmente en otra parte[xii], la vestidura de los antiguos príncipes, en China, debía tener una forma redonda por arriba (es decir en el cuello) y cuadrada por abajo, puesto que estas formas son las que representan respectivamente al Cielo y a la Tierra; y podemos notar desde ahora que este símbolo presenta una relación muy particular con otro, sobre el que volveremos un poco más adelante, que coloca al Hombre entre la escuadra y el compás, puesto que éstos son los instrumentos que sirven respectivamente para trazar el cuadrado y el círculo. Se ve además, en esta disposición de la vestidura, que el hombre-tipo, representado por el príncipe, por unir efectivamente el Cielo y la Tierra, era figurado como tocando el Cielo con su cabeza, mientras que sus pies reposaban sobre la Tierra; ésta es una consideración que encontraremos enseguida de una manera más precisa todavía. Añadiremos que, si la vestidura del príncipe o del soberano tenía así una significación simbólica, era igual para todas las acciones de su vida, las que estaban reguladas exactamente según los ritos, lo que hacía de él, como acabamos de decir, la representación del hombre-tipo en todas las circunstancias; por lo demás, en el origen, debía ser efectivamente un «hombre verdadero», y, si más tarde ya no pudo serlo siempre igualmente, en razón de las condiciones de degeneración espiritual creciente en la humanidad, por ello no continuó menos invariablemente, en el ejercicio de su función e independientemente de lo que podía ser en sí mismo, «encarnando» de alguna manera al «hombre verdadero» y ocupando ritualmente su sitio, y debía hacerlo tanto más necesariamente cuanto que, como se verá mejor todavía después, su función era esencialmente la del «mediador»[xiii].
Un ejemplo característico de estas acciones rituales es la circumambulación del Emperador en el Ming-tang; como tendremos que volver más adelante sobre ello con algunos desarrollos, nos contentaremos, por el momento, con decir que este Ming-tang era como una imagen del Universo[xiv] concentrada en cierto modo en un lugar que representaba el «Invariable Medio» (y el hecho mismo de que el Emperador residiera en ese lugar hacía de él la representación del «hombre verdadero»); y lo era a la vez bajo el doble aspecto del espacio y del tiempo, ya que el simbolismo espacial de los puntos cardinales estaba puesto allí en relación directa con el simbolismo temporal de las estaciones en el recorrido del ciclo anual. Ahora bien, el techo de este edificio tenía un forma redondeada, mientras que su base tenía una forma cuadrada o rectangular; así pues, entre ese techo y esa base, que recuerdan las dos partes superior e inferior de la concha de la tortuga, el Emperador representaba bien al Hombre entre el Cielo y la Tierra. Esta disposición constituye por lo demás un tipo arquitectónico que se encuentra de una manera muy general, con el mismo valor simbólico, en un enorme número de formas tradicionales diferentes; uno puede darse cuenta de ello por ejemplos tales como el del stûpa búdico, el de la qubbah islámica, y muchos otros todavía, así como tendremos quizás la ocasión de mostrarlo más completamente en algún otro estudio, ya que este tema es de los que tienen una gran importancia en lo que concierne al sentido propiamente iniciático del simbolismo constructivo.
Citaremos también otro símbolo equivalente a éste bajo la relación que estamos considerando al presente: es el símbolo del jefe en su carro; éste, en efecto, era construido conforme al mismo «modelo cósmico» que los edificios tradicionales tales como el Ming-tang, con un dosel circular que representaba el Cielo y un suelo cuadrado que representaba la Tierra. Es menester agregar que este dosel y este suelo estaban ligados por un mástil, símbolo axial[xv], del que una pequeña parte rebasaba incluso el dosel[xvi], como para marcar que el «techo del Cielo» está en realidad más allá del Cielo mismo; y se consideraba que este mástil medía simbólicamente la altura del hombre tipo al que se asimilaba el jefe, altura dada por proporciones numéricas que variaban por lo demás según las condiciones cíclicas de la época. Así, el hombre se identificaba él mismo al «Eje del Mundo», a fin de poder ligar efectivamente el Cielo y la Tierra; por lo demás, es menester decir que esta identificación con el eje, si se considera como plenamente efectiva, pertenece más propiamente al «hombre transcendente», mientras que el «hombre verdadero» no se identifica efectivamente más que a un punto del eje, que es el centro de su estado, y, por ahí, virtualmente al eje mismo; pero esta cuestión de las relaciones del «hombre transcendente» y del «hombre verdadero» requiere otros desarrollos que encontrarán lugar en la continuación de este estudio.
CAPÍTULO XV
ENTRE LA ESCUADRA Y EL COMPÁS
Un punto que da lugar a una aproximación particularmente destacable entre la tradición extremo oriental y las tradiciones iniciáticas occidentales, es el que concierne al simbolismo del compás y de la escuadra: éstos, como ya lo hemos indicado, corresponden manifiestamente al círculo y al cuadrado[xvii], es decir, a las figuras geométricas que representan respectivamente el Cielo y la Tierra[xviii]. En el simbolismo masónico, conformemente a esta correspondencia, el compás está colocado normalmente arriba y la escuadra abajo[xix]; entre los dos está figurada generalmente la Estrella flameante, que es un símbolo del Hombre[xx], y más precisamente del «hombre regenerado»[xxi], y que completa así la representación de la Gran Tríada. Además, se dice que «un Maestro Masón se reencuentra siempre entre la escuadra y el compás», es decir, en el «lugar» mismo donde se inscribe la Estrella flameante, y que es propiamente el «Invariable Medio»[xxii]; así pues, el Maestro se asimila al «hombre verdadero», colocado entre la Tierra y el Cielo y que ejerce la función de «mediador»; y esto es tanto más exacto cuanto que, simbólica y «virtualmente» al menos, si no efectivamente, la Maestría representa el acabamiento de los «misterios menores», de los que el estado del «hombre verdadero» es el término mismo[xxiii]; se ve que tenemos ahí un simbolismo rigurosamente equivalente al que hemos encontrado precedentemente, bajo varias formas diferentes, en la tradición extremo oriental.
A propósito de lo que acabamos de decir del carácter de la Maestría, haremos incidentalmente una precisión: este carácter, que pertenece al último grado de la Masonería propiamente dicha, concuerda bien con el hecho de que, como lo hemos indicado en otra parte[xxiv], las iniciaciones de oficio y las que se derivan de ellas se refieren propiamente a los «misterios menores». Por lo demás, es menester agregar que, en lo que se llama los «altos grados», y que está formado de elementos de proveniencias bastante diversas, hay algunas referencias a los «misterios mayores», entre las cuales hay al menos una que se vincula directamente a la antigua Masonería operativa, lo que indica que ésta abría al menos algunas perspectivas sobre lo que está más allá del término de los «misterios menores»: queremos hablar de la distinción que se hace, en la Masonería anglosajona, entre la Square Masonry y el Arch Masonry. En efecto, en el paso «from square to arch», o, como se decía de una manera equivalente en la Masonería francesa del siglo XVIII, «del triángulo al círculo»[xxv], se encuentra la oposición entre las figuras cuadradas (o más generalmente rectilíneas) y las figuras circulares, en tanto que éstas corresponden respectivamente a la Tierra y al Cielo; así pues, en eso no puede tratarse más que de un paso del estado humano, representado por la Tierra, a los estados suprahumanos, representados por el Cielo (o los Cielos)[xxvi], es decir, de un paso del dominio de los «misterios menores» al dominio de los «misterios mayores»[xxvii].
Para volver a la aproximación que hemos señalado al comienzo, debemos decir también que, en la tradición extremo oriental, el compás y la escuadra no solo se presupone implícitamente que sirven para trazar el círculo y el cuadrado, sino que ellos aparecen expresamente en algunos casos, y concretamente como atributos de Fo-hi y de Niu-koua, así como ya lo hemos señalado en otra ocasión[xxviii]; pero entonces no tuvimos en cuenta una particularidad que, a primera vista, puede parecer una anomalía a este respecto, y que nos queda que explicar ahora. En efecto, el compás, símbolo «celeste» y por consiguiente yang o masculino, pertenece propiamente a Fo-hi, y la escuadra, símbolo «terrestre», y por consiguiente yin o femenino, a Niu-koua; pero cuando son representados juntos y unidos por sus colas de serpientes (que corresponden así exactamente a las dos serpientes del caduceo), es al contrario Fo-hi quien lleva la escuadra y Niu-koua el compás[xxix]. Esto se explica en realidad por un intercambio comparable al que hemos mencionado más atrás en lo que concierne a los números «celestes» y «terrestres», intercambio que, en parecido caso, se puede calificar muy propiamente de «hierogámico»[xxx]; uno no ve cómo, sin un tal intercambio, el compás podría pertenecer a Niu-Koua, tanto más cuanto que las acciones que le son atribuidas la representan como ejerciendo sobre todo la función de asegurar la estabilidad del mundo[xxxi], función que se refiere efectivamente al lado «substancial» de la manifestación, y cuanto que la estabilidad es expresada en el simbolismo geométrico por la forma cúbica[xxxii]. Por el contrario, en un cierto sentido, la escuadra pertenece también a Fo-hi en tanto que «Señor de la Tierra», a la cual le sirve para medir[xxxiii], y, bajo este aspecto, corresponde, en el simbolismo masónico, al «Venerable Maestro que gobierna por la escuadra» (the Worshipful Master who rules by the square[xxxiv]); pero, si ello es así, es porque, en sí mismo y no ya en su relación con Niu-koua, él es yin-yang en tanto que está reintegrado al estado y a la naturaleza del «hombre primordial». Bajo esta nueva relación, la escuadra misma toma otra significación, ya que, debido al hecho de que está formada de dos brazos en ángulo recto, se la puede considerar entonces como la reunión de la horizontal y de la vertical, que, en uno de sus sentidos, corresponden respectivamente, así como lo hemos visto precedentemente, a la Tierra y al Cielo, así como también al yin y al yang en todas sus aplicaciones; por lo demás, es así como, en el simbolismo masónico también, la escuadra del Venerable se considera en efecto como la unión o la síntesis del nivel y de la plomada[xxxv].
Agregaremos una última precisión en lo que concierne a la figuración de Fo-hi y de Niu-koua: en ella, el primero está situado a la izquierda y la segunda a la derecha[xxxvi], lo que corresponde también a la preeminencia que la tradición extremo oriental atribuye más habitualmente a la izquierda sobre la derecha, preeminencia de la que ya hemos dado la explicación más atrás[xxxvii]. Al mismo tiempo, Fo-hi tiene la escuadra de la mano izquierda, y Niu-koua tiene el compás de la mano derecha; aquí, en razón de la significación respectiva del compás y de la escuadra en sí mismos, es menester acordarse de estas palabras que ya hemos mencionado: «La Vía del Cielo prefiere la derecha, la Vía de la Tierra prefiere la izquierda»[xxxviii]. Así pues, se ve claramente, en un ejemplo como éste, que el simbolismo tradicional es siempre perfectamente coherente, pero también se ve que no podría prestarse a ninguna «sistematización» más o menos estrecha, dado que debe responder a la multitud de los puntos de vista diversos bajo los que pueden considerarse las cosas, y puesto que es por eso mismo por lo que abre posibilidades de concepción realmente ilimitadas.
CAPÍTULO XVI
EL «MING-TANG»
Hacia el fin del tercer milenario antes de la era cristiana, la China estaba dividida en nueve provincias[xxxix], según la disposición geométrica figurada aquí (Fig. 16): una en el centro, y ocho en los cuatro puntos cardinales y en los cuatro puntos intermediarios. Esta división es atribuida a Yu el Grande (Ta-Yu[xl]), que, se dice, recorrió el mundo para «medir la Tierra»; y, al efectuarse esta medida según la forma cuadrada, se ve aquí el uso de la escuadra atribuida al Emperador como «Señor de la Tierra»[xli]. La división en nueve le fue inspirada por el diagrama llamado Lo-chou o «Escrito del Lago» que, según la «leyenda», le había sido aportado por una tortuga[xlii] y en el cual los nueve primeros números están dispuestos de manera que forman lo que se llama un «cuadrado mágico»[xliii]; con esto, esta división hacía del Imperio una imagen del Universo. En este «cuadrado mágico»[xliv], el centro está ocupado por el número 5, que es él mismo el «medio» de los nueve primeros números[xlv], y que es efectivamente, como ya se ha visto más atrás, el número «central» de la Tierra, de igual modo que el 6 es el número «central» del Cielo[xlvi]; la provincia central que corresponde a este número, y donde residía el Emperador, era llamada «Reino del Medio» (Tchoung-kouo[xlvii]), y es desde ahí desde donde esta denominación habría sido extendida después a la China toda entera. Por lo demás, a decir verdad, no puede haber ninguna duda sobre este último punto, ya que, de igual modo que el «Reino del Medio» ocupaba en el Imperio una posición central, el Imperio mismo, en su conjunto, podía ser concebido desde el origen como ocupando en el mundo una posición semejante; y esto parece resultar también del hecho mismo de que estaba constituido de manera que formaba, como lo hemos dicho hace un momento, una imagen del Universo. En efecto, la significación fundamental de este hecho, es que todo está contenido en realidad en el centro, de suerte que se debe reencontrar en él, de una cierta manera y en «arquetipo», si se puede expresar así, todo lo que se encuentra en el conjunto del Universo; de esta manera, podía haber así, a una escala cada vez más reducida, toda una serie de imágenes semejantes[xlviii] dispuestas concéntricamente, una escala que concluía finalmente en el punto central mismo donde residía el Emperador[xlix], que, así como lo hemos dicho precedentemente, ocupaba el lugar del «hombre verdadero» y desempeñaba su función como «mediador» entre el Cielo y la Tierra[l].
Por lo demás, es menester no sorprenderse de esta situación «central» atribuida al Imperio chino en relación al mundo entero; de hecho, fue siempre la misma cosa para toda región donde estaba establecido el centro espiritual de una tradición. En efecto, este centro era una emanación o un reflejo del centro espiritual supremo, es decir, del centro de la Tradición primordial de la que todas las formas tradicionales regulares se derivan por adaptación a circunstancias particulares de tiempo y de lugar, y, por consiguiente, estaba constituido a la imagen de este centro supremo al que se identificaba en cierto modo virtualmente[li]. Por eso es por lo que la región misma que poseía un tal centro espiritual, cualquiera que fuera, era una «Tierra Santa», y, como tal, era designada simbólicamente por denominaciones tales como las de «Centro del Mundo» o «Corazón del Mundo», lo que era en efecto para aquellos que pertenecían a la tradición de la que ella era la sede, y a quienes la comunicación con el centro espiritual supremo era posible a través del centro secundario correspondiente a esa tradición[lii]. El lugar donde este centro estaba establecido estaba destinado a ser, según el lenguaje de la Kabbala hebraica, el lugar de manifestación de la Shekinah o «presencia divina»[liii], es decir, en términos extremo orientales, el punto donde se refleja la «Actividad del Cielo», y que es propiamente, como ya lo hemos visto, el «Invariable Medio», determinado por el encuentro del «Eje del Mundo» con el dominio de las posibilidades humanas[liv]; y lo que es particularmente importante de notar a este respecto, es que la Shekinah era representada siempre como «Luz», del mismo modo que el «Eje del Mundo», así como ya lo hemos indicado, era asimilado simbólicamente a un «rayo luminoso».
Hemos dicho hace un momento que, como el Imperio chino representaba en su conjunto, por la manera en que estaba constituido y dividido, una imagen del Universo, una imagen semejante debía encontrarse en el lugar central que era la residencia del Emperador, y ello era efectivamente así: era el Ming-tang, que algunos sinólogos, al no ver en él más que su carácter más exterior, han llamado la «Casa del Calendario», pero cuya designación, en realidad, significa literalmente «Templo de la Luz», lo que se relaciona inmediatamente con la precisión que acabamos de hacer en último lugar[lv]. El carácter ming está compuesto de los dos caracteres que representan el Sol y la Luna; expresa así la luz en su manifestación total, bajo sus dos modalidades directa y reflejada a la vez, ya que, aunque la luz en sí misma sea esencialmente yang, debe, para manifestarse, revestir, como todas las cosas, dos aspectos complementarios que son yang y yin uno en relación al otro, y que corresponden respectivamente al Sol y a la Luna[lvi], puesto que, en el dominio de la manifestación, el yang nunca está sin el yin ni el yin sin el yang[lvii].
El plano del Ming-tang era conforme al que hemos dado más atrás para la división del Imperio (Fig. 16), es decir, que comprendía nueve salas dispuestas exactamente como las nueve provincias; solamente, el Ming-tang y sus salas, en lugar de ser cuadrados perfectos, eran rectángulos más o menos alargados, variando la relación de los lados de estos rectángulos según las diferentes dinastías, de igual modo que la altura del mástil del carro de que hemos hablado precedentemente, en razón de la diferencia de los períodos cíclicos con los que estas dinastías estaban puestas en correspondencia; no entraremos aquí en los detalles sobre este tema, ya que al presente lo único que nos importa es el principio[lviii]. El Ming-tang tenía doce aberturas hacia el exterior, tres sobre cada uno de sus cuatro lados, de suerte que, mientras que las salas del medio de los lados no tenían más que una sola abertura, las salas de ángulo tenían dos cada una; y estas doce aberturas correspondían a los doce meses del año: las de la fachada oriental a los tres meses de primavera, las de la fachada meridional a los tres meses de verano, las de la fachada occidental a los tres meses de otoño, y las de la fachada septentrional a los tres meses de invierno. Estas doce aberturas formaban pues un Zodíaco[lix]; correspondían exactamente así a las doce puertas de la «Jerusalén celeste» tal como se describe en el Apocalipsis[lx], y que es también a la vez el «Centro del Mundo» y una imagen del Universo bajo la doble relación espacial y temporal[lxi].
El Emperador llevaba a cabo en el Ming-tang, en el curso del ciclo anual, una circumambulación en el sentido «­solar» (ver Fig. 14), colocándose sucesivamente en las doce estaciones correspondientes a las doce aberturas, donde promulgaba las ordenanzas (yue-ling) convenientes a los doce meses; se identificaba así sucesivamente a los «doce soles», que son los doce âdityas de la tradición hindú, y también los «doce frutos del Árbol de la Vida­» en el simbolismo apocalíptico[lxii]. Esta circumambulación se efectuaba siempre con retorno al centro, marcando así el medio del año[lxiii], de igual modo que, cuando visitaba el Imperio, recorría las provincias en un orden correspondiente y volvía luego a su residencia central, y de igual modo también que, según el simbolismo extremo oriental, el Sol, después del recorrido de un período cíclico (ya se trate de un día, de un mes o de un año), vuelve a reposarse sobre su árbol, que, como el «Árbol de la Vida» colocado en el centro del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalén celeste», es una figuración del «Eje del Mundo». Se debe ver bastante claramente que, en todo esto, el Emperador aparecía propiamente como el «regulador» del orden cósmico mismo, lo que, por lo demás, supone la unión, en él o por su medio, de las influencias celestes y de las influencias terrestres, que, así como ya lo hemos indicado más atrás, corresponden también respectivamente, de una cierta manera, a las determinaciones temporales y espaciales que la constitución del Ming-tang ponía en relación directa las unas con las otras.

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