Fulcanelli
PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN
Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la
presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me
propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza
formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy humildemente, mi
incapacidad y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que
vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan
magistralmente expuesta por uno de los suyos. El tiempo y la verdad harán todo
lo demás.
Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no
está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo
experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y
sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto.
Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la solución del
misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.
¿Podía él llegado a la cima del Conocimiento, negarse
a obedecer las órdenes del Destino?
Nadie es profeta en su tierra. Este viejo adagio nos da, tal vez, la
razón oculta del trastorno que produce la chispa de la revelación en la vida
solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el
hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las
ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y,
como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así
lo dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora
fatídica, cuando se produjo la Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la
Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa, pero inevitable,
actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el feliz suceso que obligó al
Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.
Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es
nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre
en estas páginas como en un santuario.
Gracias a él la catedral gótica nos revela su secreto.
Y así nos enteramos, con sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros
antepasados la primera piedra de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa
que el mismo oro, sobre la cual edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda
la Filosofía, toda la Religión descansaban sobre esta Piedra única y sagrada.
Muchos, henchidos de presunción, se creen capaces de modelarla, -y, sin
embargo, ¡cuán raros son los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya
habilidad, les permite lograrlo!
Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media
contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las
pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las
basílicas bizantinas.
Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.
Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este
nombre- descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace
la luz, ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación del Libro con el
Edificio, despréndase el Espíritu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para
ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas corresponde hacer el último. El
camino que falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no
caminar sin saber adónde uno va.
¿Queréis que os diga algo más?
Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque
el autor me lo afirmó, hace más de diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción, por una de las figuras que ilustran la
presente obra. Y esta llave consiste
sencillamente en un color,
manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa,
descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la
última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de
Heliópolis y en el mío propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien
mi maestro confió la ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento
sincero y minucioso del pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las
catedrales envolver su esoterismo austero en un soberbio manto de láminas
originales.
E. CANSELIET
F. C. H.
Octubre 1925
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
Cuando escribió El misterio de las catedrales, en
1922, Fulcanelli no había recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la
Iluminación suprema que juzgó necesario esperar y conservar el anonimato, el
cual por lo demás, había observado constantemente, acaso más por inclinación de
su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que
decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras
anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención
de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que
había de suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad
común.
Así desde la compilación de la primera parte de sus
escritos el Maestro manifestó su voluntad absoluta y sin apelación de que su
identidad real permaneciese en la sombra, de que desapareciese su marbete
social definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por la Tradición y
conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre célebre ha quedado tan
firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones futuras más lejanas,
que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por cualquier
patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.
Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una
obra de tan alta calidad la abandonase, inmediatamente después de haberla
engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente
meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un renunciamiento que
no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más puros, entre los
mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto
que, en el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se
parece a ningún otro, porque emana de una disciplina ética infinitamente
superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros
predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época determinada,
jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino infinito. Filiación
sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafine sin cesar, en su
doble manifestación espiritual y científica la Verdad eterna universal e
indivisible. A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al
arrojar a las ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó
en el camino más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña
proclama la aristocracia suprema.
Quienes posean algún conocimiento sobre los libros
de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a discípulo
prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli
recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros después de él
aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos había abierto
ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella semana de 1915
en que su opúsculo fue reeditado.
En nuestra Introducción a Las doce llaves de la
Filosofía, insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador
de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de
cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de
exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que
habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las Moradas filosofales. En
aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más
adelante y que debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al
acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de
la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue
indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la
epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los
pliegues, por haber pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde
iba, empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua
actividad. El autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante
muchos años, como un talismán la prueba escrita del triunfo de su verdadero
iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da
una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra. No
creemos que nadie nos reproche la longitud de la extraña epístola de la que sin
duda sería lamentable suprimir una sola palabra:
Mi viejo amigo,
Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don
de Dios, es una Gracia grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de este
favor. Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de sencillez, el
arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de la razón, por muy sutil
que ésta sea y por mucho que se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro
de los Tesoros, demos gracias a la Divina Luz por haberle hecho partícipe de él.
Por lo demás, lo tiene justamente merecido por su fe inquebrantable en la
Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su perseverancia en el
sacrificio, y también, no lo olvidemos... por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me
anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en mí
de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez
con un terrible mañana. Pero, por muy breve que sea mi información sobre la
cosa, creí comprender, y esto en mi certeza, que el fuego sólo se apaga cuando la
obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso, que, de
decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se vuelve
luminoso como el sol.
Ha llevado usted
su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto conocimiento
que le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal. Mejor
que nadie, comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos
capaces de guardarle por ello eterno reconocimiento. Sabe usted que las más
bellas frases y las más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez
emocionada de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha
colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza. Él sabe que
hará usted un uso digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva
consigo. Nosotros le conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus
amigos en desgracia; pero el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues
ahora todo el azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá
pueda gozar mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y
consuelo de sus amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra
todo y usted posee, a partir de hoy, la varita mágica que hace todos los
milagros.
Mi mujer, con la
inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un sueño
verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los colores
del prisma, elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar. ¡Qué
maravilla! ¡Qué bella y victoriosa respuesta a mi carta cargada, sí, de
dialéctica y -teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo Verdadero, de
lo Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana
pierde para siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por
su falsa luz y es precipitado en el abismo... A menos que, como a usted, no
venga un gran golpe de suerte a arrancarle del borde del precipicio.
Ardo en deseos de
verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas horas de angustia y de
triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría que
experimentamos y toda la gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de
nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le
felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es decir, ha
recibido la luz y realizado el Magisterio.
Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o
desconcertado al lector atento y ya familiarizado con los principales datos del
problema hermético. Es cuando el íntimo y sabio correspondiente exclama:
«¡Ay! Casi puede decirse que el que saluda a la
estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la voz y de la razón pues
queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo.»
¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace
más de veinte años en un estudio sobre el Vellocino de Oro[i],
es decir, que la estrella es el gran
signo de la Obra, -que sella la materia filosofal- que le dice al
alquimista que no ha encontrado la luz de
los locos, sino la de los sabios,
que consagra la sabiduría y que la llamamos estrella de la mañana? Pero, ¿se ha señalado que concretábamos
brevemente que el astro hermético es ante todo admirado en el espejo del arte o
mercurio, antes de ser descubierto en el cielo químico, donde alumbra de manera
infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos preocupado más del deber de la
caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de pasar por
fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces en el
maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un
viejísimo carnet, después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli
que, acompañadas de café azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias
de adolescente asiduo y estudioso, ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella
es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella real de
su imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz del día que en
las tinieblas de la noche.
Declaración que corrobora
y completa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no menos categórica y solemne:
«Los dioses han otorgado
al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría, obsérvalas,
¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran
una de las pequeñas pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez,
acompañada de la inscripción latina que expresa la virtud salvadora inherente
al resplandor nocturno y estelar. «Cum luce saluten; con la luz la salvación»?
En todo caso, por poco sentido filosófico que uno
tenga y por poco trabajo que se tome en meditar las anteriores frases de
Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la cual abre Cyliani la
cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que relea a Fulcanelli y
no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún otro libro podría darle
con tanta precisión
Hay, pues, dos
estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en realidad
una sola. La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar hermético- anuncia la concepción y no es más que el
reflejo de la otra, que precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si
la Virgen celestial es todavía llamada stella matutina, estrella de la mañana;
si es posible contemplar en ella el esplendor de una señal divino; si el
descubrimiento de esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del artista,
no es, empero, más que una simple imagen reflejada por el espejo de la
Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar que ocupa en los autores, esta
estrella visible, pero inalcanzable, da testimonio de la realidad de la otra,
de la que coronó al Niño divino en el momento de nacer. El signo que condujo a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san
Crisóstomo, fue a colocarse, antes de
desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.
Insistimos en ello, porque estamos seguros de que
algunos nos lo agradecerán: se trata verdaderamente de un astro noctumo cuya
claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del cielo hermético. Importa,
pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias, sobre este cielo
terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de Moravia y sobre el cual insiste
tanto Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo
que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por el cual el Cielo
químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los campos de
luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol.»
Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos cósmico original no son
diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo en calidad,
en cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril
no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista,
imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar en su pequeño
mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu universal las partes
cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras?
No, por lo tanto, debe realizarse esta
separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en efectuar el
trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos
saber lo que es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de
los Sabios.
Philaléthe, que, en su Entrada abierta al Palacio
cerrado del Rey, es quien más se extendió sobre la práctica de la Obra, señala
la estrella hermética y llega a la conclusión de la magia cósmica de su
aparición:
«Es el milagro
del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores; por
esto el Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios la vieron
en Oriente, se llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey
purísimo había nacido en el mundo.
»Tú, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la
Cuna; allí verás al hermoso Niño.»
« Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que
oculta en su vientre nuestro Acero mágico, y nueve partes de nuestro Imán
mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en forma de agua mineral donde
sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la costra, tómese el
núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal cosa que se hará
fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »
Por último, añade Philaléthe. «
Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta
Obra y la adorne con él particularmente. »
La estrella a decir verdad, no es un signo especial de
la labor de la Gran Obra. Podemos encontrarla en multitud de combinaciones alquímicas,
de procedimientos particulares y de operaciones espagíricas de menor
importancia; sin embargo, ofrece siempre el mismo valor indicativo de
transformación parcial o total de los cuerpos sobre los cuales se ha fijado.
Juan Federico Helvetius nos dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su
Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que traducimos a continuación:
«Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus),
discípulo muy ejercitado en alquimia, pero hombre muy pobre según la naturaleza
de esta ciencia pidió hace algunos años[ii]
a mi mejor amigo, es decir, a Juan Gaspar Knótter, tintorera, espíritu de sal
preparado de manera no vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal
especial sería o no utilizado para los metales, Gril respondió que para los
metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que había
colocado en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues
bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y
resplandeciente Estrella plateada, que parecía trazada con un compás por un
artista muy hábil. Por lo que Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que
había visto ya la estrella visible de los Filósofos, sobre la cual
probablemente, se había informado en Basilio (Valentín). Yo y otros muchos
hombres honorables contemplamos con suma admiración esta estrella flotante en
el espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo de color de
ceniza e hinchado a la manera de una esponja. Sin embargo, en un intervalo de
siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad del espíritu de sal absorbida
por el grandísimo calor del aire del
mes de julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo
esponjoso y terroso. Fue un resultado digno de admiración y no para un reducido
número de testigos. Por último, Gril copeló en una vasta la parte de este plomo
ceniciento a que se había adherido la estrella y obtuvo, de una libra de este
plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de estas doce onzas, dos onzas
de oro excelente. »
Tal es el
relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo
estrellado en todas las modificaciones internas de cuerpos tratados
filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos
o engañadores que sin duda emprenderán algunos lectores entusiastas, fundándose
en la reputación de Helvetius, en la probidad de los testigos oculares y, tal
vez también en nuestro constante afán de sinceridad. Por esto queremos
observar, a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración
dos datos esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y las
operaciones efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico será capaz de
contradecirnos si afirmamos que el plomo ordinario, sea cual fuere, no tomará
jamás el aspecto de la piedra pómez sometiéndolo en frío, a la acción del ácido
muriático. Varios preparativos son, pues, necesarios para provocar la
dilatación del metal separar de él las impurezas más groseras y los elementos
inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la hinchazón
que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que manifiesta ya una
marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades específicas.
Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han
escrito largamente sobre la conveniencia de una prolongada cocción previa.
Pues, si es cierto que el plomo común está muerto -porque ha sufrido la
reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-,
no es menos verdad que el mismo metal pacientemente alimentado con sustancia
ígnea, se reanimará, reanudará poco a poco su actividad abolida y, de masa química
inerte se convertirá en cuerpo filosóficamente vivo.
Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado
tan prolijamente de un solo punto de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte
de este prólogo, lo cual en consecuencia, nos hace temer que hayamos rebasado
la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este género. Se
advertirá, no obstante, que era lógico
que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos decir,
en el texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su umbral se entretiene
largamente nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía
mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto
enterrado en los edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se
titula precisamente esta obra de la que hoy ofrecemos -después de la tirada de
1926, compuesta únicamente de trescientos ejemplares- la segunda edición
aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias notas originales de
Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el más pequeño cambio. Estas
se refieren a una cuestión muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del
Maestro y de la que diremos unas palabra a propósito de las Moradas
filosofales.
Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El
misterio de las catedrales, bastaría señalar que este libro ha sacado de nuevo
a plena luz la cábala fonética cuyos principios y su aplicación habían caído en
el más absoluto olvido. Después de esta enseñanza detallada y precisas tras las
breves consideraciones apocadas por nosotros con ocasión del centauro, del
hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones alquímicas, será ya
imposible confundir la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido
aunque jamás hablado y, siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz
de la Naturaleza, con las transposiciones, los trastocamientos, las
sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios de la kábala
judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a fin de
utilizarlos como se debe: el primero, como derivado de xaj3a>,>,ni o del
Latín caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que significa
tradición. En fin, no se podrá ya, a pretexto de los sentidos figurado
admitidos por analogía, de corrillo, manejo o intriga, negar al sustantivo
cábala la función que sólo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo
confirmó magistralmente, al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de
la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las mismas que Jonathan Swift, el
singular deán de San Patricio, conocía a fondo y practicaba a su manera, con
tanto saber y virtuosismo.
Savignies, agosto
de 1957
PRÓLOGO DE
LA TERCERA EDICIÓN
«Vale más vivir con grandes agobios
pobre, que
haber sido señor
y pudrirse en una rica tumba.
¡Que haber sido señor! ¿Qué digo?
Señor, ¡ay! ¿acaso ya no lo es?
Según dicen los davídicos,
jamás conoceréis su lugar.»
FRANCOIS VILLON.
El testamento,
XXXVI y XXXVII.
Era necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental
de salubridad filosófica, que El
misterio de las catedrales reapareciese
lo antes posible. Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos tiene acostumbrados y que, para mayor bien de los estudiosos,
obedece siempre a la doble
preocupación de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de
venta al lector. Dos condiciones,
extrínsecas y capitales, muy convenientes a la evidente Verdad, a la cual por
añadidura, ha querido acercarse todavía
más Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro con la fotografía perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne. De este
modo, la infalibilidad de la placa
sensible, en la confrontación de la plástica original viene a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en 1915,
diez años antes de que gozásemos
nosotros del mismo inestimable privilegio y, sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
¿Qué es la
alquimia para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos de cierto estado de alma derivado
de la gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida
secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las
cosas? En los dos planos
universales, donde se asientan juntos
la materia y el espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la perfección última.
Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que
el antiguo apotegma tan preciso en su
imperativa brevedad: Solve et
coagula; disuelve y coagula. Es
una técnica sencilla y lineal que
requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa
imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación agresiva y esterilizadora, en
la inmensa mayoría de las gentes.
Raros son los que se aplican a la idea viva, a la imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración
filosofal o de toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.
Muchos alquimistas, y la Turba[iii]*
en particular, han dicho, por boca de Baleus, que «la madre se apiada
de su hijo mientras que éste es muy
duro con ella». El drama familiar se desarrolla,
de manera positiva, en el seno del macrocosmos alquímico físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre y su Humanidad, que la Naturaleza
acabe perdonando a los hombres y
conformándose, de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.
Ved ahora lo más grave: mientras la francmasonería
busca continuamente la palabra perdida
(verbum dimissum), la Iglesia universal
(XaOoÁ¿Xi7 katholiké), que posee este
Verbo, está en camino de abandonarlo
en el ecumenismo del diablo. Nada favorece
tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo ignorante, al falaz impulso, que se dice progresivo, de fuerzas ocultas
que sólo se proponen destruir la obra
de Pedro. El ritual mágico de la misa
latina profundamente trastornado, ha
perdido su valor y, actualmente, marcha
de acuerdo con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el
disfraz, en prometedora etapa hacia
la abolición del celibato filosófico.
A favor de esta política de constante abandono, se
instala la herejía funesta, en la razonadora
vanidad y en el desprecio profundo de
las leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere, a fin de que prosiga en ella la
vida bajo la engañosa apariencia de
la nada y de la muerte. Ante la fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia operante sus asombrosas
posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que
antaño prohibía absolutamente?
Inmenso es el horizonte que ahora os descubre la
parábola del grano que cae al
suelo, relatada por san Juan :
«En verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trigo
que cae a tierra no muere, permanece
solo, pero, si muere, llevará mucho
fruto.» (XII, 24.)
También el discípulo amado nos transmite otra
enseñanza preciosa de su Maestro,
a propósito de Lázaro, de que la Putrefacción
del cuerpo no puede significar la abolición total de la vida:
«Dijo Jesús.- Quitad la piedra. María, hermana del
muerto, le dijo: Señor, ya hiede, pues hace
cuatro días que está ahí. Jesús le
dijo.- ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)
En su olvido de la Verdad hermética que aseguró sus
cimientos, la Iglesia, ante la cuestión de la incineración de los cadáveres adopta, sin ningún esfuerzo, las
malas razones de la ciencia del bien
y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de infección. Y de epidemias,
porque los vivos siguen respirando la
atmósfera que los rodea. Especioso argumento que, al menos, nos hace sonreír,
sobre todo sabiendo que fue ya
formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el mezquino positivismo de los Comte y los Littré. Enternecedora solicitud en fin,
que no se ejercitó en nuestros
benditos tiempos, cuando las dos hecatombes, grandiosas por su duración y por
su multitud de muertos, en superficies más bien reducidas, donde la inhumación
se hacía esperar a menudo mucho más y
se efectuaba a menor profundidad de lo
que permitían los reglamentos.
En contraste con esto, cabe recordar aquí los
experimentos, macabros y singulares,
a que se dedicaron a comienzos del Segundo
Imperio, con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos por añadidura, Mateo José Orfila y Marie-Guillaume
Devergie, sobre la lenta y progresiva
descomposición del cuerpo humano. He aquí el resultado del experimento realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:
«El olor disminuye gradualmente; por fin llega una
época en que todas las partes blandas
extendidas en el suelo no forman más
que un detrito cenagoso, negruzco y de un olor que tiene algo de aromático.»
En cuanto a la transformación del hedor en perfume,
hay que observar su impresionante
semejanza con lo que declaran los
viejos Maestros con respecto a la Gran Obra física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo
Lulio, al precisar que al olor
infecto (odor teter) de la disolución
oscura sucede el perfume más suave, porque
es propio de la vida y del calor (quia et
vitae proprius est et caloris).
Después de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no
habremos de temer, si pueden
desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio dudoso y la argumentación
especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente muestran la envidia y la
mediocridad, cuyos enfadosos y
persistentes efectos nos imponemos hoy el deber de destruir.
Decimos esto, a propósito de una muy objetiva
rectificación de nuestro maestro
Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, la estatua de Marcelo, obispo de París, que se hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de
santa Ana, antes de que los
arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una aceptable copia El Adepto de El
misterio de las catedrales se vio de este
modo impulsado a reparar las faltas
cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que
ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:
«Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y quieren enterarse de lo que
representa.. Si descubrís y adivináis lo que represento con
este jeroglífico, ¡callaos .. ! ¡No digáis nada!-» (Curso de Filosofía
hermética o de Alquimia en diecinueve lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
Estas líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel
de un torpe diseño que les dio origen o
que fue inspirado por ellas. Como a
Fulcanelli nos cuesta imaginar que dos observadores, a saber, el escritor y el
dibujante, pudieran ser víctimas separadamente,
de la misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce barba, en evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada con cuatro
pequeñas cruces. Y sostiene, con la
mano izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón, con la expresión mímica de
quien recomienda secreto y silencio.
«La comprobación es fácil -concluye Fulcanelli-,
puesto que poseemos la obra original y la
superchería queda de manifiesto al
primer golpe de vista. Nuestro santo, de acuerdo con la costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno,-
el báculo, que sostiene con la mano
izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso ademán de los Personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desatada imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue
representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos
medio e índice. »
Quedaba según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto de todo el párrafo
VII del capítulo PARIS de la presente
obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente establecida la verdad, cuando
Emile-Jules Grillot de Givry, unos
tres años más tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame, escribió en su Museo de los
brujos las líneas que siguen:
«La estatua de san
Marcelo, que se encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-Dame, es una
reproducción moderna que no tiene valor arqueológico; forma parte de la
restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera,
del siglo XIV, se encuentra actualmente confinada en un rincón de la gran sala
de las Termas del Museo de Cluny, donde la hemos hecho fotografiar (fig. 342). Se
observará que el báculo del obispo se hunde en la boca del dragón, condición
esencial para que sea legible el jeroglífico, e indicación de que es necesario
un rayo celeste para encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en una época
que podemos situar a mediados del siglo xvi, esta antigua estatua fue quitada
del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para
contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había sido
deliberadamente acortado, de modo que ya no tocaba la boca del dragón. Puede
verse esta diferencia en nuestra figura 344, donde aparece la antigua estatua,
tal como era antes de 1860. Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por una
copia bastante exacta de la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de
Nótre-Dame su verdadera significación alquímica.»
¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según
el cual se habría introducido, en suma,
en el siglo XVI, una tercera estatua
entre la bella reliquia depositada en Cluny y la copia moderna, visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien años! De esta estatua del Renacimiento,
ausente de los archivos e ignorada en
las obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija
deliberadamente fecha y la hace
un daguerrotipo. He aquí la leyenda que, al pie del clisé, renueva su insostenible justificación:
Fig. 344.-ESTATUA
DEL SIGLO XVI REEMPLAZADA, HACIA 1860, POR
UNA COPIA DE LA EFIGIE PRIMITIVA.
Pórtico de N.-D.
de París. (Colección del
autor.)
Desgraciadamente para esta imagen el presunto san
Marcelo no empuña en ella el báculo
episcopal que le presta la pluma de
Glillot, decididamente perdido e imposible de identificar. Como máximo, distinguimos en la mano
izquierda del prelado chancero y
terriblemente barbudo, una especie de barra gruesa desprovista en su extremo superior de la voluta adornada que hubiera podido convertirla en báculo
episcopal
Se pretendía, evidentemente, que el lector infiriese,
del texto y de la ilustración que
esta escultura del siglo XVI -oportunamente inventada- era la misma que
Cambriel «al pasar un día ante la
iglesia de Nótre-Dame de París, examinó con gran atención», ya que el autor declara, en la cubierta misma de su
Curso de Filosofía, que terminó este
libro en enero de 1829. Así quedaban
acreditados la descripción y el dibujo, debidos al alquimista de Saint-Paul-de-Fenouillet, los cuales se complementan
en el error, en tanto que el irritante Fulcanelli, demasiado afanoso de
exactitud y de franqueza, quedaba convicto de ignorancia y de error inconcebible. Ahora bien la conclusión en este sentido, no es tan sencilla,- así
podemos comprobarlo, desde ahora, en
el grabado de François Cambriel donde el obispo es portador de un báculo pastoral sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco y su porción
en espiral.
No nos detendremos en la explicación dada por Grillot
de Givry, realmente ingenioso pero un
tanto elemental del acortamiento de la verga pastoral (virga pastoralis); por el contrario, no podemos dejar de denunciar el hecho singular de que, con toda
evidencia trató de combatir, sin traerla a la memoria -inocentemente, precisará Jean Reyor, pretendiendo que todo
ocurrió de manera fortuita-, la
pertinente corrección de El misterio de las catedrales, del cual es imposible que una inteligencia
tan avisada, y curiosa como la suya no tuviera conocimiento. En efecto, este
primer libro de Fulcanelli había sido publicado
en junio de 1926, mientras que El museo de los brujos -fechado en París el 20 de noviembre de 1928 apareció en febrero de
1929, una semana después de la muerte repentina
de su autor.
En aquella época, el procedimiento, que no nos pareció demasiado honrado, nos produjo tanta
sorpresa como dolor y nos desconcertó
profundamente. Ciertamente, jamás habríamos hablado de ello, si, después de Marcel Clavelle -alias Jean Reyor-, no hubiese experimentado
recientemente Bernard Husson la inexplicable necesidad, a treinta y dos años de
distancia, de volver a lanzar la
piedra y venir en auxilio de Cambriel. Nos
limitaremos a dar aquí la jactanciosa opinión del primero -en el Velo de Isis, de noviembre de 1932-, puesto que el segundo la hizo suya íntegramente, sin
reflexionar y sin mostrar el
escrúpulo que hubiera debido sentir por tratarse del Adepto admirable y del Maestro común:
«¡Todo el mundo
comparte la virtuosa indignación de Fulcanelli!
Pero lo más lamentable es la ligereza de este autor, dadas las
circunstancias. Veremos a continuación que no había motivos para acusar a
Cambriel de "artificio", de "superchería" y de
"descaro".
»Pongamos la cosa
en su punto: el pilar que se encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-Dame
es una reproducción moderna que forma parte de la restauración de los
arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc, efectuada hacia 1860. El pilar primitivo
se encuentra confinado en el Museo de Cluny. Sin embargo, hemos de decir que el
pilar actual reproduce con bastante fidelidad, en su conjunto, el del siglo
xvi, a excepción de algunos motivos del zócalo. En todo caso, ninguno de estos
dos pilares corresponde a la descripción y a la figura dadas por Cambriel y
reproducidas inocentemente por un conocido ocultista. Y, no obstante, Cambriel
no trató en modo alguno de engañar a sus lectores. Describió e hizo dibujar
fielmente el pilar que podían contemplar todos los Parisienses de 1843. Y es
que existe un tercer pilar de san Marcelo, reproducción infiel del pilar
primitivo, y es este pilar el que fue reemplazado, hacia 1860, por la copia más
exacta que vemos en la actualidad. Aquella reproducción infiel presenta,
ciertamente, todas las características señaladas por el buen Cambriel. Éste,
lejos de ser falaz, fue, por el contrario, engañado por la poca escrupulosa
copia, pero su buena fe queda absolutamente fuera de toda duda, y esto es lo
que queríamos dejar bien sentado.»
A fin de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry
-el conocido ocultista citado por Jean
Reyor- presentó, en El museo de los brujos, sin ninguna referencia, como hemos podido ver, una prueba fotográfica cuyo clisé en similor denota su confección reciente. ¿Cuál es, en el
fondo, el valor exacto de este
documento que utilizó para reforzar su texto y rebatir, con todas las apariencias de la irrefutabilidad
eljuicio imparcial de Fulcanelli
sobre François Cambrie; juicio tal vez severo, pero indudablemente fundado, que Grillot de Givry, según sabemos
también, se guardó muy bien de señalar? Ocultista en el sentido más absoluto, se mostró no menos discreto en cuanto a la procedencia de su sensacional
fotografía.
¿No será, sencillamente, que esta imagen
representativa de la estatua removida en
el pasado siglo, cuando los trabajos de Viollet-le-Duc,
fue tomada en lugar distinto de Nótre-Dame de París, o que fuera incluso reproducción de un personaje muy distinto del obispo Marcellus de la antigua
Lutecia?
En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el dragón agresivo o
sumiso, entre ellos podemos citar a
Juan Evangelista, Jaime el Mayor, Felipe, Miguel, Jorge Y Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el
único que toca, con el báculo, la
cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre
los últimos hechos del obispo se cuenta el que (inter novissima ejus opera hoc annumeratur) refiere el padre
Gérard Dubois d'Orléans (Gerardo Dubois Aurelianensi) en su Historia de
la Iglesia de París (in Histona Ecclesiae
Panswnsis), y que resumimos aquí, traduciéndolo del texto latino:
«Cierta dama, más ilustre por la nobleza de su linaje
que por las costumbres y la fama de una
buena reputación, acabó su destino y,
después, en pomposas exequias, fue depositada en la tumba, digna y solemnemente. A fin de castigarla por la violación de su lecho, una horrible
serpiente avanza hacia la sepultura
de la mujer, se alimenta de sus miembros y de su cadáver, cuya alma había corrompido con sus silbidos funestos. No la deja descansar en el lugar del
descanso. Pero, aserrados por el
ruido, los viejos servidores de la dama se espantaron en grado sumo, y la multitud de la ciudad
empezó a acudir al espectáculo y a
alarmarse a la vista del enorme animal..
»Advertido el bienaventurado prelado, sale con el
pueblo y ordena que los
ciudadanos se mantengan como espectadores. En cuanto a él, sin asustarse, se planta ante el dragón... el cual
como si fuera un suplicante, se postra a las rodillas del santo obispo y parece adularle y pedirle
gracia. Entonces Marcelo, golpeándole la cabeza con su báculo, le arrojó
encima su estola [Tum Marcellus caput
ejus baculo percutiens, in eum orarium[iv]
injecit]; conduciéndole en círculo durante dos o tres millas, seguido por el pueblo, tiraba (extrahebat) su marcha solemne ante los ojos de los ciudadanos.
Después, apostrofó a la bestia y le
ordenó que, desde mañana, o permaneciese perpetuamente en los desiertos, o
fuese a arrojarse al mar »
Digamos, de paso, que casi no hace falta destacar,
aquí la alegoría hermética en que se
distinguen las dos vías, seca y húmeda.
Corresponde exactamente al 50º emblema de Michel Maier, en su Atalanta Fulgiens, en
el cual el
dragón aprisiona a una mujer vestida,
que yace inerte, en el esplendor de su madurez,
en el fondo de una fosa igualmente violada.
Pero volvamos a la presunta estatua de san Marcelo,
discípulo y sucesor de Prudencio, la cual según Grillot de Givry, fue colocada a mediados del siglo xvi en el
entrepaño del pórtico sur de
Nótre-Dame, es decir, en el lugar de la admirable reliquia conservada en la orilla izquierda en el museo de Cluny. Precisemos que la efigie hermética se
alberga actualmente en la torre
septentrional de su primera morada.
A fin de rechazar sólidamente la veracidad de esta
afirmación, desprovista de todo fundamento, podemos alegar el irrecusable
testimonio del señor Esprit Gobineau de Montluisant, gentilhombre privilegiado, en su Explicación
muy curiosa de los enigmas y figuras jeroglíficas, físicas, que están en el
Gran Pórtico de la iglesia catedral y metropolitana de Nótre-Dame de París. Ved cómo nuestro testigo ocular, «estudiando
atentamente» las esculturas, nos da la
prueba de que el alto relieve
transportado a la calle del Sommerard por Viollet-leDuc, se encontraba en el
pilar de en medio del pórtico de la derecha,
«el miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de
Nuestro Salvador Jesucristo»:
«En el pilar que está en medio y que separa las dos
puertas de este pórtico, se encuentra
todavía la figura de un obispo, que
introduce su báculo en la boca de un dragón que yace bajo sus pies y que parece salir de un baño ondulante, en cuyas ondas aparece la cabeza de un Rey, con
triple corona, que parece ahogarse en
las ondas y salir después de ellas nuevamente.
»
El relato histórico, patente y decisivo, no preocupó en
demasía a Marcel Clavelle (Jean Reyor, de seudónimo), el cual se vio entonces obligado, para salir de apuros,
a trasladar a los tiempos de Luis XIV
el nacimiento de la estatua, absolutamente desconocida hasta que Grillott la inventó bruscamente, de buena o de mala fe. Turbado de manera semejante
por la misma prueba, tampoco Bemard
Husson sale muy airoso del paso, sosteniendo,
por las buenas, que la mención siglo xvi de la Página 407 de El
museo de los brujos es una errata
tipográfica, afortunadamente rectificada
en el epígrafe por siglo xvii, cosa
que, como ha podido verse más arriba, no
se descubre de manera alguna.
Además, y con mengua de la exactitud, ¿no supone una irreflexión inconcebible el hecho de admitir
que un restaurador del período de los
Valois transportase, cediendo a su propia Iniciativa, a un tiempo culpable y singular, a un museo inexistente en
su época, la magnífica estatua que, indudablemente, sólo se conserva en él desde hace un siglo y pico, a una sala de las Termas exhumadas, junto al delicioso
palacio reconstruido por Jacques
d´Ambroise? ¡Y qué extraño parecería, en consecuencia, que este arquitecto del
siglo XVI hubiese mostrado, por la
efigie gótica e imberbe que se dice sustituyó, un afán de conservación que el cuidadoso Viollele-Duc
no había de mostrar, trescientos años más tarde, por el obispo barbudo, obra
de su remoto y anónimo colega!
Ciertamente, pudo haber ocurrido que Marcel Clavelle y Bernard Husson, sucesivamente, se dejasen
cegar tontamente por el intenso
placer de pillar en un error al gran Fulcanelli pero que Grillot de Givry no viera la enorme falta de lógica de su inconsecuente refutación es algo
totalmente imposible de digerir.
Por lo demás, creo que todos convendrán conmigo en que importaba mucho, en ocasión de esta tercera
edición de El misterio de las catedrales, dejar claramente establecido lo bien
fundado de la repulsa de Fulcanelli en lo que atañe a Cambriel y disipar por ende, de modo radical el lamentable equívoco creado por Grillot de Givry; es
decir, si así se prefiere, poner
realmente en su punto y cerrar definitivamente una controversia que sabíamos
tendenciosa y carente de verdadero objeto.
Savignies, julio de 1964
EUGÉNE CANSELIET
[iii] *Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos
y a filósofos alquimistas propiamente dichos. Escrita en latín, pero traducida
del árabe, gozó de gran crédito entre los alquimistas de la Edad Media. (N. del T)
[iv] Orariun4 quod vulgo stola dicitur. (Glossarium Cangii)
Orarium, lo que se llama generalmente estola. (Glosario de Du Cange.)
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