DE LAS CATEDRALES
I
La
más fuerte impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la sazón siete
años-, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo, fue la emoción que
provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una catedral gótica. Nos sentimos
inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de
sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de
lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina que
humana.
Después,
la visión se transformó; pero la impresión permanece. Y, si el hábito ha
modificado el carácter vivo y patético del primer contacto, jamás hemos podido
dejar de sentir una especie de arrobamiento ante estos bellos libros de
imágenes que se levantan en nuestra plaza y que despliegan hasta el cielo sus
hojas esculpidas en piedra.
¿En
qué lenguaje, por qué medios, podríamos expresarles nuestra admiración,
testimoniarles nuestro reconocimiento y todos los sentimientos de gratitud que
llena nuestro corazón, por todo lo que nos han enseñado a gustar, a conocer, a
descubrir, esas obras maestras mudas, esos maestros sin palabras y sin voz?
¿Sin
palabras y sin voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros lapidarios tienen
sus letras esculpidas -frases en bajos relieves y pensamientos en
ojivas-, tampoco dejan de hablar por el espíritu imperecedero que se exhala de
sus páginas. Más claros que sus hermanos menores -manuscritos e impresos-,
poseen sobre éstos la ventaja de traducir un sentido único, absoluto, de
expresión sencilla, de interpretación ingenua y pintoresca, un sentido
expurgado de sutilezas, de alusiones, de equívocos literarios.
«La
lengua de piedras que habla este arte nuevo -dice con gran propiedad J. F.
Colfs[i]
es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al alma de los más humildes como a
la de los más cultos. ¡Qué lengua tan patética es el gótico de
piedras! Una lengua tan patética, en efecto, que los cantos de un
Orlando de Lasso o de un Palestrina, las obras para órgano de un Haendel o de
un Frescobaldi, la orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es
todavía más grande, el sencillo y severo canto gregoriano, no hacen sino
aumentar las emociones que la catedral nos produce por sí sola. ¡Ay de aquellos
que no admiran la arquitectura gótica, o, al menos, compadezcámosles
como a unos desheredados del corazón!»
Santuario
de la Tradición, de la Ciencia y del Arte, la catedral
gótica no debe ser contemplada como una obra únicamente dedicada a la gloria
del cristianismo, sino más bien como una vasta concreción de ideas, de tendencias
y de fe populares, como un todo perfecto al que podemos acudir sin
temor cuando tratamos de conocer el pensamiento de nuestros antepasados, en
todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social.
Las
atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de proporciones y la
belleza de ejecución, hacen de la catedral una obra original, de incomparable
armonía, pero que el ejercicio del culto parece no tener que ocupar
enteramente.
Si
el
recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas vidrieras, y el
silencio invitan a la oración y predisponen a la meditación, en cambio, la
pompa, la estructura y la ornamentación producen y reflejan, con extraordinaria
fuerza, sensaciones menos edificantes, un ambiente más laico y, digamos
la palabra, casi pagano. Allí se pueden discernir, además de la
inspiración ardiente nacida de una fe robusta, las mil preocupaciones de la
grande alma popular, la afirmación de su conciencia y de su voluntad propia,
la
imagen de su pensamiento en cuanto tiene éste de complejo, de abstracto, de
esencial, de soberano.
Si
venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos, si penetramos en él
siguiendo los entierros o formando parte del alegre cortejo de las fiestas
sonadas, también nos apretujamos en él en otras muchas y distintas
circunstancias. Allí se celebran asambleas políticas bajo la presidencia del
obispo; allí se discute el precio del grano y del ganado; los tejedores establecen
allí la cotización de sus paños; y allí acudimos a buscar consuelo, a pedir consejo,
implorar perdón. Y apenas si hay corporación que no haga bendecir allí
la obra maestra del nuevo compañero y que no se reúna allí, una vez al año,
bajo la protección de su santo patrón.
Otras
ceremonias, muy del gusto de la multitud, se celebraban también allí durante el
bello período medieval. Una de ellas era la
Fiesta de los locos -o de los
sabios-, kermesse hermética procesional, que salía de la iglesia con su papa,
sus signatarios, sus devotos y su pueblo -el pueblo de la Edad Media, ruidoso,
travieso, bufón, desbordante de vitalidad, de entusiasmo y de ardor-, y
recorría la ciudad... Sátira hilarante de un clero ignorante, sometido a la
autoridad de la Ciencia disfrazada, aplastado
bajo el peso de una indiscutible superioridad. ¡Ah, la Fiesta de los locos, con
su carro del Triunfo de Baco, tirado
por un centauro macho y un centauro hembra, desnudos como el propio dios,
acompañado del gran Pan; carnaval obsceno que tomaba posesión de las naves
ojivales! ¡Ninfas y náyades saliendo del baño; divinidades del Olimpo, sin
nubes y sin enaguas: Juno, Diana, Venus y Latona, dándose cita en la catedral
para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta
por el iniciado Pierre de Corbeil, arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y
en que las ovejas de 1220 lanzaban el grito de gozo de las bacanales: ¡Evohé!
¡Evohé!, y los hombres del coro respondían, delirantes:
Haec est clara dies clararum clara
dierum!
Haec est festas dies festarum festa
dierum![ii]
Otra
era la Fiesta del asno, casi
tan fastuosa como la anterior, con la entrada triunfal, bajo los arcos
sagrados, de maitre Alibororn, cuya
pezuña hollaba antaño el suelo judío de Jerusalén. Nuestro glorioso Cristóforo
era honrado en un oficio especial en que se exaltaba, después de la epístola, ese poder
asnal que ha valido a la Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba. Parodia grotesca que el
sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba en silencio, inclinada la frente bajo
el peso del ridículo que vertían a manos llenas aquellos burladores del país de Saba, o Caba, ¡los cabalistas en persona! Y
es el propio cincel de los maestros
imaginemos de la época, el que nos confima estos curiosos regocijos. En
efecto, en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe Witkowski[iii],
«el bajorrelieve de uno de los capiteles de las grandes columnas reproduce una
procesión satírica en la que vemos un cerdito, portador de un acetre, seguido
de asnos revestidos con hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos
atributos de la religión, así como una zorra encerrada en una urna. Es la Procesión de la zorra o de la Fiesta del asno». Añadamos que una
escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del manuscrito núm. 5.055 de
la Biblioteca Nacional.
Había,
en fin, ciertas costumbres chocantes que traslucen un sentido hermético a
menudo muy duro, que se repetían todos
los años y que tenían por escenario la iglesia gótica, como la Flagelación
del Aleluya, en que los
monaguillos arrojaban, a fuertes latigazos, sus sabots[iv]
zumbadores fuera de las naves de la catedral de Langres; el Entierro del Carnaval; la Diablería de
Chaumont; las procesiones y banquetes de la Infantería de Dijon, último eco de la Fiesta de los locos, con su Madre loca, sus diplomas rabelesianos,
su estandarte en el que dos hermanos, con la cabeza gacha, se divertían
mostrando las nalgas; el singular Juego de pelota, que se disputaba en la
nave de San Esteban de la catedral de Auxerre y desapareció allá por el año
1538; etcétera.
II
La
catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios.
Los enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios alivio para sus
sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa. Se les destinaba una
capilla, situada cerca de la segunda puerta y que estaba iluminada por seis
lámparas. Allí pasaban las noches. Los médicos evacuaban sus consultas en la
misma entrada de la basílica, alrededor de la pila del agua bendita. Y también
allí celebró sus sesiones la Facultad de Medicina, al abandonar la Universidad,
en el siglo XIII, para vivir independiente, y donde permaneció hasta 1454,
fecha de su última reunión, convocada por Jacques Desparts.
Es
asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de los
difuntos ilustres. Es la ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual y moral de
la colectividad, el corazón de la actividad pública, el apoteosis del
pensamiento, del saber y del arte.
Por
la abundante floración de su ornato, por la variedad de los temas y de las
escenas que la adornan, la catedral aparece como una enciclopedia muy completa
y variada -ora ingenua, ora noble, siempre viva- de todos los conocimientos
medievales. Estas esfinges de piedra son, pues, educadoras, iniciadoras
primordiales.
Este
pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos, de mascarones y de
gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y tarascas-, es el guardián secular del
patrimonio ancestral. El arte y la ciencia, concentrados antaño en los
grandes monasterios, escapan del laboratorio, corren al edificio, se agarran a
los campanarios, a los pináculos, a los arbotantes, se cuelgan de los arcos de
las bóvedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en gemas preciosas,
los bronces en vibraciones sonoras, y se extienden sobre las fachadas en un
vuelo gozoso de libertad y de expresión. ¡Nada más laico que el exoterismo de
esta enseñanza! Nada más humano que esta profusión de imágenes originales,
vivas, libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y siempre
interesantes; nada más emotivo que estos múltiples testimonios de la existencia
cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de nuestros padres;
nada más cautivador, sobre todo, que el simbolismo de los viejos alquimistas,
hábilmente plasmados por los modestos escultores medievales. A este respecto, Nótre-Dame
de París es, incontestablemente, uno de los ejemplares más perfectos, y,
como dijo Víctor Hugo, «el compendio más cabal de la ciencia hermética, de la
cual la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie era un jeroglífico completo».
Los
alquimistas del siglo XIV se reúnen en ella, todas las semanas, el día de
Saturno, ora en el pórtico principal, ora en la puerta de san Marcelo, ora en
la pequeña Puerta Roja, toda ella adornada de salamandras. Denys Zachaire nos
dice que esta costumbre subsistía todavía en el año 1539, los domingos y días festivos,
y Noél du Fail declara que la gran
reunión de tales académicos tenía lugar
en Nótre-Dame de Pads[v].
Allí,
bajo el brillo cegador de las ojivas pintadas y doradas[vi],
de los cordones de los arcos, de los tímpanos de figuras multicolores, cada
cual exponía el resultado de sus trabajos o explicaba el orden de sus
investigaciones. Se emitían probabilidades; se discutían las posibilidades; se
estudiaban en su mismo lugar la alegoría del bello libro, y esta exégesis
abstrusa de los misteriosos símbolos no era la parte menos animada de estas
reuniones.
Siguiendo
a Gobineau de Montluisant, Cambriel y tutti
quanti vamos a emprender la piadosa
peregrinación, a hablar con las piedras y a interrogarlas. ¡Lástima que sea tan
tarde! El vandalismo de Soufflot destruyó en gran parte lo que en el siglo XVI
podía admirar el alquimista. Y, si el arte debe mostrarse agradecido a los
eminentes arquitectos Toussaint, Geffroy Dechaume, Boeswillwald, Viollet-le-Duc
y Lassus, que restauraron la basílica odiosamente profanada por la Escuela, en
cambio la Ciencia no recobrará jamás lo que perdió.
Sea
como fuere, y a pesar de estas lamentables mutilaciones, los motivos que aún
subsisten son lo bastante numerosos para que no tengamos que lamentar el tiempo
y el trabajo que nos cueste la visita. Nos consideraremos satisfechos y pagados
con creces de nuestro esfuerzo, si logramos despertar la curiosidad del lector,
retener la atención del observador sagaz y demostrar a los amantes de lo oculto
que no es imposible descubrir el sentido del arcano disimulado bajo la corteza
petrificada del prodigioso libro mágico.
III
Ante
todo, debemos decir unas palabras sobre el término gótico, aplicado al arte francés que impuso sus normas a todas las
producciones de la Edad Media, y cuya irradiación se extiende desde el siglo
XIV al XV.
Algunos
pretendieron, equivocadamente, que provenía de los Godos, antiguo pueblo de Germania; otros creyeron que se llamó
así a esta forma de arte, cuya originalidad y cuya extraordinaria singularidad
era motivo de escándalo en los siglos xvii y xviii, en son de burla, dándole el
sentido de bárbaro.- tal es la
opinión de la escuela clásica, imbuida de los principios decadentes del
Renacimiento.
Empero,
la verdad, que brota de la boca del pueblo, ha sostenido y conservado la
expresión arte gótico, a pesar de los
esfuerzos de la Academia para sustituirla por la de arte ojival. Existe aquí
un motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a nuestros lingüistas,
siempre al acecho de etimologías. ¿Por qué, pues, han sido tan pocos los
lexicólogos que han acertado? Por la sencilla razón de que la explicación debe
buscarse en el origen cabalístico de
la palabra más que en su raíz literal.
Algunos
autores perspicaces y menos superficiales, impresionados por la semejanza que
existe entre gótico y goético,
pensaron que había de existir una relación estrecha entre el Arte gótico y el Arte goético o mágico.
Para
nosotros, arte gótico no es más que una
deformación ortográfica de la palabra argótico,
cuya homofonía es perfecta, de acuerdo con la ley fonética que rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta
la ortografía, la cábala tradicional. La catedral es una obra de arth goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen el argot como «una lengua particular de todos los individuos que
tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que
les rodean». Es, pues, una cábala
hablada. Los argotiers, o sea, los que utilizan este lenguaje, son
descendientes herméticos de los argo-nautas,
los cuales mandaban la nave Argos, y
hablaban la lengua argótica mientras
bogaban hacia las riberas afortunadas de Cólquida en busca del famoso Vellocino de Oro. Todavía hoy, decimos
del hombre muy inteligente, pero también muy astuto: lo sabe todo, entiende el argot. Todos los Iniciados se expresaban
en argot, lo mismo que los truhanes
de la Corte de los milagros -con el
poeta Villon a la cabeza- y que los Frimasons,
o francmasones de la Edad Media, «posaderos del buen Dios», que edificaron
las obras maestras argóticas que
admiramos en la actualidad. También ellos, estos nautas constructores, conocían el camino que conducía al Jardín de
las Hespérides.
Todavía
en nuestros días, los humildes, los miserables, los despreciados, los rebeldes
ávidos de libertad y de independencia, los proscritos, los vagabundos y los
nómadas, hablan el argot, este
dialecto maldito, expulsado de la alta sociedad de los nobles, que lo son tan
poco, y de los burgueses bien cebados y bien intencionados, envueltos en el
armiño de su ignorancia y de su fatuidad. El argot ha quedado en lenguaje de una minoría de individuos que viven
fuera de las leyes dictadas, de las convenciones, de los usos y del protocolo,
y a los que se aplica el epíteto de voyous,
es decir, videntes, y la todavía
más expresiva de hijos o criaturas del
sol. El
arte gótico es, en efecto, el art
got o cot (Xo), el arte de
la Luz o del Espíritu.
Alguien
pensará, tal vez, que éstos son simples
juegos de palabras. Lo admitimos
de buen grado. Lo esencial es que guían nuestra fe hacia una certeza, hacia la
verdad positiva y científica, clave del misterio religioso, y no la mantienen
errante en el dédalo caprichoso de la imaginación. No hay, aquí abajo,
casualidad, ni coincidencia, ni relación fortuita; todo está previsto,
ordenado, regulado, y no nos corresponde a nosotros modificar a nuestro antojo
la voluntad inescrutable del Destino. Si el sentido corriente de las palabras
no nos permite ningún descubrimiento capaz de elevarnos, de instruirnos, de
acercarnos al Creador, entonces el vocabulario se vuelve inútil. El verbo, que
asegura al hombre la superioridad indiscutible, la soberanía que posee sobre
todo lo viviente, pierde entonces su nobleza, su grandeza, su belleza, y no es
más que una triste vanidad. Sí; la lengua, instrumento del espíritu, vive
por sí misma, aunque no sea más que el reflejo de la Idea universal.
Nosotros no inventamos nada, no creamos nada. Todo está en todo. Nuestro
microcosmos no es más que una partícula ínfima, animada, pensante, más o menos
imperfecta, del macrocosmos. Lo que creemos descubrir por el solo
esfuerzo de nuestra inteligencia existe ya en alguna parte. La fe nos hace
presentir lo que es; la revelación nos da de ello la prueba absoluta. A
menudo flanqueamos el fenómeno -léase milagro-, sin advertirlo, ciegos y
sordos. ¡Cuántas maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si
supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la
divina luz que encierra! Jesús
se expresó sólo en parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan? Y, en
la conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias, los
retruécanos o las asonancias, lo que caracteriza a las gentes de ingenio, felices de escapar a la tiranía de la letra y mostrándose, a su manera,
cabalistas sin saberlo?
Añadamos,
por último, que el argot es una de las formas derivadas de la Lengua de los pájaros,
madre y decana de todas las demás, la lengua de los filósofos y de los diplomáticos. Es aquella cuyo
conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al enviarles su espíritu, el Espíritu Santo. Es ella la
que enseña el misterio de las cosas y descorre el velo de las verdades más
ocultas. Los antiguos incas la llamaban Lengua de Corte, porque
era muy empleada por los diplomáticos, a
los que daba la clave de una doble
ciencia, la ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad Media, era
calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Iengua de los dioses, Diosa-Botella[vii].
La Tradición afirma que los hombres la hablaban antes de la construcción de la torre de Babel[viii],
causa de su perversión y, para la mayoría, del olvido total de este idioma
sagrado. Actualmente, fuera del argot, descubrimos
sus características en algunas lenguas locales, tales como el picardo, el
provenzal, etcétera, y en el dialecto de los gitanos.
Según
la mitología, el célebre adivino Tiresias[ix]
tuvo un conocimiento perfecto de la Lengua de los pájaros, que le habría
enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La compartió, según dicen, con
Tales de Míleto, Melampo y Apolonio de Tiana[x],
personajes imaginarios cuyos nombres hablan elocuentemente, en la ciencia que
nos ocupa, y lo bastante claramente para que tengamos necesidad de analizarlos
en estas páginas.
IV
Con
raras excepciones, el plano de las iglesias góticas
-catedrales, abadías o colegiatas- adopta la forma de una cruz latina tendida
en el suelo. Ahora bien, la cruz
es el jeroglífico alquímico del
crisol (creuset), al que se llamaba antiguamente (en francés) cruzoz crucible y croiset (según
Ducange, en el latín de la decadencia, crucibulum,
crisol, tenía por raíz, crux, crucis,
cruz).
Efectivamente,
es
en el crisol donde la materia prima, como el propio Cristo, sufre
su Pasión; es en el crisol donde muere para resucitar después, purificada,
espiritualizada, transformada. Por otra parte, ¿acaso el pueblo, fiel guardián
de las tradiciones orales, no expresa la prueba terrenal humana mediante
parábolas religiosas y símiles herméticos? -Llevar su cruz, subir al Calvario, pasar por el crisol de la existencia,
son otras tantas alocuciones corrientes donde encontramos idéntico sentido bajo
un mismo simbolismo.
No
olvidemos que, alrededor de la cruz
luminosa vista en sueños por Constantino, aparecieron estas palabras
proféticas que hizo pintar en su labarum:
In hoc signo vinces; vencerás por este signo. Recordad también,
hermanos alquimistas, que la cruz tiene la huella de los tres clavos
que se emplearon para inmolar al Cristo-materia, imagen de las tres
purificaciones por el hierro y por el fuego. Meditad igualmente sobre
este claro pasaje de san Agustín en su Diálogo
con Trifón (Dialogus cum Tryphone, 40):
«El misterio del cordero que Dios
había ordenado inmolar en Pascua -dice- era la
figura del Cristo, con la que los creyentes pintan sus moradas; es decir, a
ellos mismos, por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este cordero que la ley ordenaba que fuera asado entero era el símbolo de la cruz que el Cristo debía padecer. Pues el cordero, para ser
asado, es colocado de manera que parece una cruz: una de las ramas lo atraviesa
de parte a parte, desde la extremidad inferior hasta la cabeza; la otra le
atraviesa las espaldillas, y se atan a ella las patas anteriores del cordero (el griego dice, las manos, XE¿PC:9).»
La
cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde siempre, en todas las
religiones, en todos los pueblos, y erraría quien la considerase como un
emblema especial del cristianismo, según ha demostrado cumplidamente el abate
Ansault[xi].
Diremos incluso que el plano de los grandes edificios religiosos de la Edad
Media, con su adición de un ábside semicircular o elíptico soldado al coro,
adopta la forma del signo hierático egipcio de la cruz ansada que se lee ank y
designa la vida universal oculta en
las cosas. Podemos ver un ejemplo de ello en el museo de Saint-Germain-en-Laye,
en un sarcófago cristiano procedente de las criptas arlesianas de
Saint-Honorat. Por otra parte, el equivalente hermético del signo ank es el emblema de Venus o Ciprina (en griego, Kv7rpLg, o
sea, la impura), el cobre vulgar que algunos, para velar todavía más su
sentido, han traducido por bronce y
latón. «Blanquea el latón y quema tus libros», nos repiten todos los buenos
autores, Kv7rpo@ es la misma palabra que Y,ov(ppog,
es decir, azufre, el cual, en
este caso, tiene la significación de estiércol, fiemo, excremento, basura. «El
sabio encontrará nuestra piedra hasta en el estiércol -escribe el Cosmopolita-,
mientras que el ignorante no podrá creer que se encuentre en el oro.»
Y
es así como el plano del edificio cristiano nos revela las cualidades de la materia
prima, y su preparación, por el signo de la Cruz, lo cual, para los
alquimistas, tiene por resultado la obtención de la Primera piedra, piedra angular de la Gran Obra
filosofal. Sobre esta piedra edificó
Jesús su iglesia; y los francmasones medievales siguieron simbólicamente el
ejemplo divino. Pero, antes de ser tallada para servir de base a
la obra de arte gótica, y también a la obra de arte filosófica, se daba a
menudo a la piedra bruta, impura, material y grosera, la imagen del diablo.
Nótre-Dame
de París poseía un jeroglífico semejante, que se
encontraba bajo la tribuna, en el ángulo del recinto del coro. Era una figura
de diablo, que abría una boca enorme, en la cual apagaban los fieles sus
cirios; de suerte que el bloque esculpido aparecía manchado de cera y de negro
de humo. El pueblo llamaba a esta imagen Maistre
Pierre du Coignet, cosa que no
dejaba de confundir a los arqueólogos. Ahora bien, esta figura, destinada a
representar la materia inicial de la Obra, humanizada bajo el aspecto de Lucifer (portador de luz, la estrella de la mañana), era el símbolo de
nuestra piedra angular, la Piedra del rincón,
la piedra maestra del rinconcito. «La piedra que los
constructores rechazaron -escribe Amyraut[xii]-
ha sido convertida en la piedra maestra del ángulo, sobre la que
descansa toda la estructura del edificio; pero es también escollo y piedra de
escándalo, contra la cual tropiezan para su desgracia.» En cuanto a la
talla de esta piedra angular -queremos decir su preparación-, podemos verla
expresada en un bello bajo relieve de la época, esculpido en el exterior del
edificio, en una capilla del ábside, del lado de la calle del
Cloître-Nótre-Dame.
V
Así
como se reservaba al tallista de imágenes
la decoración de las partes salientes, se confiaba al ceramista la
ornamentación del suelo de las catedrales. Éste era generalmente enlosado o
embaldosado con placas de tierra cocida pintadas y recubiertas de un esmalte
plomífero. Este arte había adquirido en la Edad Media bastante perfección para
asegurar a los temas historiados la variedad suficiente de dibujo y colorido.
Se utilizaban también pequeños cubos multicolores de mármol, a la manera de los
mosaicos bizantinos. Entre los mitos más frecuentemente empleados, conviene
citar los laberintos, que se trazaban en el suelo, en el punto de intersección
de la nave y el crucero. Las iglesias de Sens, de Reims, de Auxerre,
de Saint-Quentin, de Poitiers y de Bayeux han conservado sus
laberintos. En la de Amiens, se observaba, en el centro, una gran losa en la
que se había incrustado una barra de oro y un semicírculo del mismo metal,
representando la salida del sol en el horizonte. Más tarde se sustituyó el sol
de oro por un sol de cobre, el cual desapareció a su vez, para no ser ya reemplazado.
En cuanto al laberinto de Chartres, vulgarmente llamado la lieue (por le lieu, el lugar) y dibujado sobre el pavimento de
la nave, se compone de toda una serie de círculos concéntricos que se repliegan
unos en otros con infinita variedad. En el centro de esta figura, se veía antaño
el combate de Teseo contra el Minotauro. Nueva prueba, pues, de la
infiltración de temas paganos en la iconografía cristiana y, en consecuencia,
de un sentido mito-hermético evidente. Sin embargo, sería imposible establecer
relación alguna entre estas imágenes y las famosas construcciones de la
antigüedad, los laberintos de Grecia y de Egipto.
El
laberinto de las catedrales, o laberinto de Salomón, es,
nos dice Marcellin Berthelot[xiii],
«una figura cabalística que se encuentra al principio de ciertos manuscritos
alquímicos y que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al nombre de
Salomón. Es una serie de círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos puntos,
de manera que forman un trayecto chocante e inextricable».
La
imagen del laberinto se nos presenta, pues, como emblemático del trabajo entero
de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la del camino que hay que seguir para
llegar al centro -donde se libra el rudo combate entre las dos naturalezas-, y
la del otro camino que debe enfilar el artista para salir de aquél.
Aquí es donde necesita el hilo de Ariadna si no quiere extraviarse en los
meandros de la obra y verse incapaz de encontrar la salida.
Lejos
de nuestra intención escribir, como hizo Batsdorff, un tratado especial para
explicar lo que es este hilo de Ariadna,
que permitió a Teseo cumplir su misión. Pero sí pretendemos, apoyándonos en la
cábala, proporcionar a los investigadores sagaces algunos datos sobre el valor
simbólico del famoso mito.
Ariane es
una forma de ariagne (araña), por
metátesis de la i. En español, la ñ
equivale a la gn; apaxv-q (araña)
puede, pues, leerse arahné, arahni,
arahgne. ¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?
Pero esta palabra exige todavía otras formaciones. El verbo ALP(O significa tomar, asir, arrastrar, atraer, de donde
se deriva alpnv, lo que toma, ase,
atrae. Así, pues, a¿p?7v es el imán, la
virtud encerrada en el cuerpo que los sabios llaman su magnesia.
Prosigamos.
En provenzal, el hierro se llama aran e
iran, según los diferentes dialectos. Es el Hiram masónico, el divino Aries el arquitecto del Templo de Salomón. Los felibres llaman a la araña: aragno e iragno, airagno,, en picardo,
se dice arégni. Cotéjese todo esto
con el griego Z¿6npog, hierro e imán. Esta palabra tiene ambos sentidos. Pero
aún hay más. El verbo apva> expresa el orlo
de un astro que sale del mar: de
donde se deriva apvav (aryan), el astro
que sale del mar, que se levanta; apvc¿v, o ariane, es, pues, el Oriente, por permutación de vocales.
Además, apvw tiene también el sentido de atraer,
luego, apvav es también el imán. Si
volvemos ahora a l¿8i7pog, origen del latino sidus, sideris, estrella, reconoceremos a nuestro aran, iran, airan provenzal, el c¿pvav
griego, el sol que sale.
Ariadna,
la araña mística, escapada de Amiens, sólo dejó sobre el pavimento del coro la
huella de su tela...
Recordemos,
de paso, que el más célebre de los laberintos antiguos, el de Cnosos, en Creta,
descubierto en 1902 por el doctor Evans, de Oxford, era llamado Absolum. Y
observemos que este término se parece mucho a absoluto, que es el nombre con que los alquimistas antiguos
designaban la piedra filosofal.
VI
Todas
las iglesias tienen el ábside orientado hacia el sudeste; la fachada, hacia el
noroeste, y el crucero, que forma los brazos de la cruz, de nordeste a sudoeste.
Es una orientación invariable, establecida a fin de que fieles y profanos, al
entrar en el templo por Occidente y dirigirse en derechura al santuario, miren hacia donde sale el sol, hacia Oriente,
hacia Palestina, cuna del cristianismo. Salen de las tinieblas y se encaminan a
la luz.
Como
consecuencia de esta disposición, uno de los tres rosetones que adornan el
crucero y la fachada principal no está nunca iluminado por el sol; es el
rosetón septentrional, que luce en la fachada izquierda del crucero. El segundo
resplandece al sol de mediodía; es el rosetón meridional, que se abre en el
extremo derecho del crucero. El último se ilumina bajo los rayos colorados del
sol poniente; es el gran rosetón, el de la fachada principal, que aventaja a
sus hermanos laterales en dimensiones y en esplendor. De esta manera se suceden, en las
fachadas de las catedrales góticas, los colores de la Obra, según una evolución
circular que va desde las tinieblas -representadas por la ausencia de
luz y el color negro- a la perfección de la luz rubicunda,
pasando por el color blanco, considerado como «intermedio entre el negro y el
rojo».
En
la Edad Media, el rosetón central se llamaba Rota, la rueda. Ahora bien, la rueda es el jeroglífico alquímico del
tiempo necesario para la cocción de la materia filosofal y, por ende,
de la propia cocción. El fuego mantenido, constante e igual, que el artista
alimenta noche y día en el curso de esta operación, se llama, por esta razón, fuego de rueda. Sin embargo, además del
calor necesario para la licuefacción de la piedra de los filósofos, se necesita
un segundo agente, llamado fuego secreto
o filosófico. Es este último fuego, excitado
por el calor vulgar, lo que hace girar la
rueda y provoca los diversos fenómenos que el artista observa en su redoma:
Ve
por este camino, no por otro, te advierto;
observa
solamente las huellas de mi rueda.
Y
para dar a todo una calor igual,
no
subas ni desciendas al cielo y a la tierra.
Si
demasiado subes, el cielo quemarás;
si
bajas demasiado, destruirás la tierra.
En
cambio, si mantienes en medio tu carrera,
el
avance es seguido y la ruta más segura[xiv].
El
rosetón representa, pues, por sí solo, la acción del fuego y su duración. Por
esto los decoradores medievales trataron de reflejar, en sus rosetones,
los
movimientos de la materia excitada por el fuego elemental, como así puede
observarse en la fachada norte de la catedral de Chartres, en los rosetones de
Toul (Saint-Gengoult), de Saint-Antoine de Compiégne, etc. En la
arquitectura de los siglos XIV y XV, la preponderancia del símbolo ígneo, que
caracteriza claramente el último período del arte medieval, hizo que se diera
al estilo de esta época el nombre de Gótico
flamígero.
Ciertos
rosetones, emblemáticos del compuesto, tienen un sentido particular que subraya
todavía más las propiedades de esta sustancia
que el Creador selló con su propia mano. Este sello mágico le dice al artista que ha seguido el buen camino y que
la mixtura ha sido preparada según los
cánones. Es una figura radiada, de seis puntas (digamma), llamada Estrella de los Magos, que resplandece en la superficie del
compuesto, es decir, encima del pesebre en que descansa Jesús, el Niño-Rey.
Entre
los edificios que presentan rosetones estrellados de seis pétalos -reproducción
del tradicional Sello de Salomón[xv]-
citaremos la catedral de Saint-Jean y la iglesia de Saint-Bonaventure, de Lyon
(rosetones de las fachadas); la iglesia de Saint-Gengoult, de Toul; los
dos rosetones de SaintVulfran, de Abbeville; la fachada de la Calende de la
catedral de Rouen; el espléndido rosetón de la Sainte-Chapelle, etc.
Como
este signo tiene el más alto interés
para el alquimista -¿acaso no es el astro que le guía y que le anuncia el
nacimiento del Salvador?-, conviene citar aquí ciertos textos que relatan,
describen y explican su aparición. Dejaremos al lector el cuidado de establecer
las comparaciones útiles, de coordinar las versiones, de aislar la verdad
positiva, mezclada con la alegoría legendaria en estos fragmentos enigmáticos.
VII
Varrón,
en sus Antiquitates rerum humanarum, recuerda
la leyenda de Eneas, salvando a su padre y a sus penates de las llamas de Troya, y llegando, después de largas peregrinaciones, a los
campos Laurentinos[xvi]
término de su viaje. De ello nos da la razón siguiente:
Es quo de Troja est egressus AEneas,
Veneris eum per diem quotidie
stellam vidisse, donec ad agrum Laurentum veniret, in quo eam non vidit ulterius; qua recognovit terras esse fatales[xvii].
(Cuando hubo partido de Troya, vio todos
los días y durante el día, la
estrella de Venus, hasta que llegó a los campos Laurentinos, donde dejó de
verla, lo cual le dio a entender que aquéllas eran las tierras señaladas por el Destino.)
Veamos
ahora una leyenda tomada de una obra que tiene por título Libro de Set, y que un autor del siglo VI relata en estos términos[xviii]:
«He
oído hablar a algunas personas de una Escritura que, aunque no muy cierta, no
es contraria a la ley y se escucha más bien con agrado. Leemos en ella que
existía un pueblo en el Extremo Oriente, a orillas del Océano, que poseía un
Libro atribuido a Set, el cual hablaba de la aparición futura de esta estrella
y de los presentes que había que llevar al Niño, cuya predicción se suponía
transmitida por las generaciones de los Sabios, de padres a hijos.» Eligieron
entre ellos a doce de los más sabios y mas aficionados a los misterios de los
cielos, y se dispusieron a esperar esta estrella. Si moría alguno de ellos, su
hijo o el más próximo pariente que esperaba lo mismo, era elegido para
reemplazarlo.
»Les
llamaban, en su lengua, Magos, porque
glorificaban a Dios en el silencio y
en voz baja.
»Todos
los años, después de la recolección, estos hombres subían a un monte que, en su
lengua, se llamaba monte de la Victoria, en el cual había una caverna abierta en la roca, agradable
por los riachuelos y los árboles que la rodeaban. Una vez llegados a este
monte, se lavaban, oraban y alababan a Dios en silencio durante tres días,- esto lo hacían durante cada generación, siempre esperando, por si casualmente aparecía
esta estrella de dicha durante su
generación. Pero al fin apareció, sobre
este monte de la Victoria, en forma de un niño pequeño y
presentando la figura de una cruz, les
habló, les instruyó y les ordenó que
emprendieran el camino de Judea.
»La
estrella les precedió, así, durante dos años, y ni el pan ni el agua les
faltaron jamás en sus viajes.
»Lo
que hicieron después, se explica en forma resumida en el Evangelio.»
Según
otra leyenda, de época ignorada, la estrella tenía una forma diferente[xix]:
«Durante
el viaje, que duró trece días, los Magos no tomaron descanso ni alimento; no
sintieron necesidad de ello, y este período les pareció que no había durado más
que un día. Cuanto más se acercaban a Belén, más intenso era el brillo de la
estrella; ésta tenía la forma de un
águila, volando a través de los aires y agitando sus alas; encima se veía una cruz »
La
leyenda que sigue, titulada De las cosas
que ocurrieron en Persia, cuando el
nacimiento de Cristo, se atribuye a Julio Africano, cronógrafo del siglo
III, aunque se ignora a qué época pertenece realmente[xx]:
«La
escena se desarrolla en Persia, en un templo de Juno (Hp?79) construido por
Círo. Un sacerdote anuncia que Juno ha concebido. -Todas las estatuas de los
dioses se ponen a bailar y a cantar al oír esta noticia. -Desciende una estrella y anuncia el nacimiento de un Niño Principio y Fin -Todas las estatuas
caen de bruces en el suelo. -Los Magos anuncian que este Niño ha nacido en Belén
y aconsejan al rey que envíe embajadores. -Entonces aparece Baco (,á¿ovvuog), que predice que este
Niño arrojará a todos los falsos dioses. -Partida de los Magos, guiados por la
estrella. Llegados a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el nacimiento del
Mesías. -En Belén, saludan a María, hacen pintar por un esclavo hábil su
retrato con el Niño, y lo colocan en su templo principal con esta inscripción:
A Júpiter Mitra (AL¿ I-IÁLW, al dios sol), al Dios grande, al rey Jesús, lo dedica el Imperio de los persas. »
«La
luz de esta estrella, escribe san Ignacio[xxi],
superaba la de todas las demás; su resplandor era inefable, y su novedad hacía
que los que la contemplaban se quedaran mudos de estupor. El sol, la luna y los otros astros formaban el coro de esta estrella. »
Huginus
de Barma, en la Práctica de su obra[xxii],
emplea los mismos términos para expresar la materia de la Gran Obra sobre la
cual aparece la estrella: «Tomad tierra
de verdad -dice-, bien impregnada de
rayos del sol, de la luna y de los
otros astros.»
En
el siglo IV, el filósofo Calcidio, que, como dice Mulaquius, el último de sus
editores, sostenía que había que adorar a los dioses de Grecia, los dioses de
Roma y los dioses extranjeros, se refiere a la estrella de los Magos y a la
explicación que de ella daban los sabios. Después de hablar de una estrella
llamada Ahc por los egipcios, y que anuncia desgracias, añade:
«Hay
otra historia más santa y más venerable, que atestigua que, mediante el orto de cierta estrella, se
anunció no enfermedades ni muertes, sino la venida de un Dios venerable, para
la gracia de la conversación con el hombre y para ventaja de las cosas
mortales. Después de ver esta estrella
viajando durante la noche, los más sabios
de los caldeos, como hombres perfectamente adiestrados en la contemplación
de las cosas celestes, indagaron, según cuentan, el nacimiento reciente de un
Dios, y, al descubrir la majestad de este Niño, le rindieron los homenajes
debidos a un Dios tan grande. Lo cual
conocéis vos mucho mejor que otros.»[xxiii]
Diodoro
de Tarso[xxiv]
se muestra aún más positivo cuando afirma que «esta estrella no era una de esas
que pueblan el cielo, sino una cierta virtud o fuerza (Svvat¿Lg) urano-diurna (Oc-¿o,rEpap),
que había tomado la forma de un astro para anunciar el nacimiento del Señor
de todos».
Evangelio según san Lucas, U, v.
1 a 7:
«Estaban
velando en aquellas cercanías unos pastores y haciendo centinela durante la
noche sobre su grey. Cuando he aquí que un Ángel del Señor apareció junto a
ellos y una luz divina los cercó con su resplandor, por lo que empezaron a
temer grandemente. Mas el Ángel les dijo:
»No
temáis, porque vengo a daros una Buena
Noticia de grandísimo gozo para todo el pueblo; y es que os ha nacido hoy
el Salvador, que es Cristo Señor nuestro, en la ciudad de David. Y ésta será la
señal para conocerle: hallaréis un Niño envuelto
en pañales y reclinado en un pesebre.
»Entonces
mismo se dejó ver con el Ángel una multitud de la milicia celestial que alababa
a Dios y decía: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
de buena voluntad.»
Evangelio según san Mateo, 11, v.
1 a 1 1:
«Habiendo
nacido Jesús en Belén de Judá en tiempo del rey Herodes, he aquí que unos Magos
de Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo: ¿dónde está el que ha nacido Rey de
los judíos? Porque hemos visto su
estrella en Oriente y venimos a adorarle.
»...
Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó de ellos sobre el tiempo en que la estrella se les había aparecido, y encaminándolos a
Belén, les dijo: »Id, e informaos cuidadosamente de ese Niño; y hallándole,
avisadme, para que yo vaya también a adorarle.
»Ellos,
luego que oyeron al rey, partieron; y de pronto, la estrella que habían visto
en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a posarse sobre el lugar donde estaba el Niño.
»A
la vista de la estrella, se regocijaron con inmensa alegría. Y entrando en la
casa, hallaron al Niño con María su madre, y prosternándose, le adoraron; y
abiertos sus tesoros, le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra.»
A
propósito de unos hechos tan extraños, y ante la imposibilidad de atribuir la
causa a algún fenómeno celeste, A. Bonnetty[xxv],
impresionado por el misterio que envuelve a estas narraciones, pregunta:
«¿Quiénes
son esos Magos, y qué hay que pensar de esa estrella? Esto se preguntan, en
este momento, los críticos racionalistas y otros. Y es difícil responder a
estas preguntas, porque el Racionalismo y el Ontologismo antiguos y modernos,
al extraer todos sus conocimientos de ellos mismos, han hecho olvidar todos los medios por los cuales los pueblos antiguos de Oriente conservaban las
tradiciones primitivas. »
Encontramos
la primera mención de la estrella en boca de Balam. Éste, al parecer nacido en
la ciudad de Péthor, a orillas del Éufrates, dícese que vivía, allá por el año
1477 a. de J. C., en pleno Imperio asirio, que estaba a la sazón en sus
comienzos. Profeta o mago en Mesopotamia, exclama Balam:
«¿Cómo
podría maldecir a aquél a quien su Dios no maldice? ¿Cómo execraría, pues, a
aquel a quien Jehová no execra? ¡Escuchad!
La veo, pero no ahora; la contemplo, pero no de cerca... Una estrella se eleva de Jacob y el
cetro sale de Israel ... » (Núm. XXIV, 47).
En
la iconografía simbólica, la estrella sirve para designar tanto la concepción
como el nacimiento. La Virgen es representada a menudo nimbada de estrellas. La
de Larmor (Morbihan), perteneciente a un bellísimo tríptico de la muerte de
Cristo y el sufrimiento de María -Mater
dolorosa- , en el cielo de cuya composición central podemos observar el
sol, la luna, las estrellas y el cendal de Iris, sostiene con la mano derecha
una gran estrella -maris stella-, epíteto
que se da a la Virgen en un himno católico.
G.
J. Witkowski[xxvi]
nos describe un vitral muy curioso, que se encontraba cerca de la sacristía de
la antigua iglesia de Saint-Jean de Rouen, actualmente destruida. En este
vitral se hallaba representada la Concepción
de san Román «Su padre, Benito, consejero de Clotario 11, y su madre,
Felicitas, estaban acostados en una cama, completamente desnudos, según la
costumbre que duró hasta mediados del siglo XVI. La concepción estaba
representada por una estrella que
brillaba encima de la colcha, en
contacto con el vientre de la mujer... La cenefa de este vitral, ya singular
por su motivo principal, aparecía adornada con medallones en los que el
observador advertía, sorprendido, las figuras de Marte, Júpiter, Venus, etc.,
y, para que no cupiese la menor duda sobre su identidad, la imagen de cada
deidad iba acompañada de su nombre.»
VIII
Lo
mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene sus
pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el
suelo de la iglesia, constituye la cripta (del griego Kpv7rrog,
oculto).
En
este lugar profundo, húmedo y frío, el observador experimenta una sensación
singular y que le impone silencio: la sensación del poder unido a las
tinieblas. Nos hallamos aquí en el refugio de los muertos, como en la basílica
de Saint-Denis, necrópolis de los ilustres, como en las catacumbas
romanas, cementerio de los cristianos. Losas de piedra; mausoleos de mármol;
sepulcros; ruinas históricas, fragmentos del pasado. Un silencio lúgubre y
pesado llena los espacios abovedados. Los mil ruidos del exterior, vanos ecos
del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos a parar a las cavernas de los
cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno dantesco, o bajo las galerías
subterráneas, tan acogedoras, tan hospitalarias, de los primeros mártires? Todo
es misterio, angustia y temor, en este antro oscuro.
A
nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes, macizas, a veces gemelas,
irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en desigual. Capiteles cortos,
poco salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas y gastadas, en que la
elegancia y la riqueza ceden el sitio a la solidez. Músculos gruesos,
contraídos por el esfuerzo, que se reparten, sin desfallecer, el peso
formidable del edificio entero. Voluntad nocturna, muda, rígida, tensa en su
resistencia perpetua al aplastamiento. Fuerza material que el constructor supo
ordenar y distribuir, dando a todos estos miembros el aspecto arcaico de un
rebaño de paquidermos fósiles, soldados unos a otros, combando sus dorsos
huesudos, contrayendo sus vientres petrificados bajo el peso de una carga
excesiva. Fuerza real, pero oculta, que se ejercita en secreto, que se
desarrolla en la sombra, que actúa sin tregua en la profundidad de las
construcciones subterráneas de la obra. Tal es la impresión que experimenta el
visitante al recorrer las galerías de las criptas góticas.
Antaño,
las cámaras subterráneas de los templos servían de morada a las estatuas de Isis, las cuales se transformaron,
cuando la introducción del cristianismo en Galia, en esas Vírgenes negras a las que, en nuestros días, venera el
pueblo de manera muy particular. Su simbolismo es, por lo demás, idéntico; unas
y otras muestran, en su pedestal, la famosa inscripción: Virgini pariturae; A la Virgen que debe ser madre. Ch. Bigame[xxvii]
nos habla de varias estatuas de Isis designadas con el mismo vocablo: «Ya el
sabio Elías Schadius -dice el erudito Pierre Dujols, en su Bibliografía general de lo Oculto había señalado en su libro De dictis Germanicis, una inscripción
análoga: Isidi, seu Virgini ex qua fllius
proditurus est[xxviii].
Estos iconos no tendrían, pues, al menos exotéricamente, el sentido
cristiano que se les otorga. Isis antes de la concepción, es, en la teogonía
astronómico -dice Bigarne-, el atributo de la Virgen que varios documentos, muy
anteriores al cristianismo, designan con el nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes de su fecundación, que pronto será animada por los rayos
del sol. Es también la madre de los dioses, como atestigua una piedra de Die: Matri Deum Magnae Ideae.» Imposible definir mejor el sentido esotérico de nuestras Vírgenes negras. Representan, en el
simbolismo hermético, la tierra primitiva, la que el artista debe
elegir como sujeto de su gran obra. Es la materia prima en estado
mineral, tal como sale de las capas metalíferas, profundamente enterrada bajo
la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una
sustancia negra, pesada,
quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a
la manera de una piedra». Parece, pues, natural que el jeroglífico humanizado
de este mineral posea su color específico y se le destine, como morada, los
lugares subterráneos de los templos.
En
nuestros días, las Vírgenes negras son poco numerosas. Citaremos algunas de
ellas que gozan de gran celebridad. La catedral de Chartres es la más rica
en este aspecto, puesto que posee dos: una, que lleva el expresivo nombre de NótreDame-sous-Terre,
se halla en la cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la
inscripción que ya hemos indicado: Vírgini pariturae,- la otra, exterior,
llamada Nótre-Dame-du-Pílier, ocupa el centro de un nicho lleno de exvotos en
forma de corazones inflamados. Esta última, nos dice Witkowski, es
objeto de veneración por parte de muchísimos peregrinos. «Antiguamente -añade
este autor-, la columna de piedra que le sirve de soporte aparecía gastada por
la lengua y los dientes de sus fogosos adoradores, como el pie de san Pedro, en
Roma, o la rodilla de Hércules, a quien adoraban los paganos en Sicilia; pero,
para protegerla de los besos demasiado ardientes, fue recubierto con madera en
1831.» Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser el más
antiguo lugar de peregrinación. Al principio, no era más que una antigua
estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo», según dicen viejas
crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data solamente de finales del
siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en una época ignorada y
sustituida por una imagen de madera, con el Niño sentado sobre las rodillas,
que fue quemada en 1793.
En cuanto a la Virgen
extra de Nótre-Dame du Puy -cuyos miembros están ocultos-, presenta la
figura de un triángulo, gracias al manto que se ciñe a su cuello y se ensancha
sin un pliegue hasta los pies. La tela está adornada con cepas y espigas de
trigo -alegóricas del pan y del vino eucarísticos- y deja pasar, al nivel del
ombligo, la cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la de su madre.
Nótre-Dame-de-Confession,
célebre Virgen negra de las criptas de Saint-Victor, de Marsella, constituye un
bello ejemplar de estatuaria antigua, esbelta, magnífica y carnosa. Esta
figura, llena de nobleza, sostiene un cetro con la mano derecha y ciñe su
frente con una corona de triple florón (lám. l).
Nótre-Dame
de Rocamadour, lugar famoso de peregrinación, ya
frecuentado en 1166, es una madona milagrosa cuyo origen se
remonta, según la tradición, al judío Zaqueo, jefe de los publicanos de Jericó,
y que domina el altar de la capilla de la Virgen, construida en 1479. Es una
estatuita de madera, ennegrecida por el tiempo y envuelta en un manto de
laminillas de plata que protege la carcomida imagen. «La celebridad de
Rocamadour se remonta al legendario eremita san Amador o Amadour, el cual
esculpió en madera una estatuilla de la Virgen a la que se atribuyeron numerosos
milagros. Se dice que Amador era el seudónimo del publicano Zaqueo,
convertido por Jesucristo; venido a Galia, propagó el culto de la Virgen. Este
culto es muy antiguo en Rocamadour; sin embargo, las grandes peregrinaciones no
empezaron hasta el siglo XII[xxix].»
En
Vichy,
la Virgen negra de la iglesia de Saint-Blaise es venerada desde «la más
remota antigüedad», según decía ya Antoine Gravier, sacerdote comunalista del
siglo XVII. Los arqueólogos sostienen que esta escultura es del siglo XIV, y,
como la iglesia de Saint-Blaise, donde aquélla está depositada, no fue
construida hasta el siglo XV, en sus partes más antiguas, el abate Allot, que
nos habla de esta estatua, piensa que se encontraba anteriormente en la capilla
de Saint-Nicolas, fundada en 1372 por Guillaume de Hames.
La
iglesia de Guéodet, denominada aún Nótre-Dame-dela-Cité, en Quimper,
posee
también una Virgen negra.
Camifie
Flammarion[xxx] nos
habla de una estatua parecida que vio en los sótanos del Observatorio, el 24 de
septiembre de 1871, dos siglos después de la primera observación termométrica
efectuada en él en 1671. «El colosal edificio de Luis XIV -escribe-, que eleva
la balaustrada de su terraza a veintiocho metros del suelo, se hunde en el
subsuelo a igual profundidad: veintiocho metros. En el ángulo de una de las
galerías subterráneas, se observa una estatuilla de la Virgen, colocada allí en
aquel mismo año de 1671, y a la que unos versos grabados a sus pies invocan con
el nombre de Nótre-Dame de dessoubs terre.» Esta
Virgen parisiense poco conocida, que personifica en la capital el
misterioso tema de Hermes, parece ser gemela de la de Chartres: la benoiste
Damme souterraine.
Otro
detalle útil para el hermetista, en el ceremonial prescrito para las
procesiones de Vírgenes negras, sólo se quemaban cirios de color verde.
En
cuanto a las estatuillas de Isis -nos referimos a las que escaparon a la
cristianización-, son todavía más raras que las Vírgenes negras. Tal vez habría
que buscar la causa de esto en la gran antigüedad de estos iconos. Witkowski[xxxi]
hace referencia a una que se encontraba en la catedral de Saint-Etienne, de
Metz. «Esta figura de Isis, en piedra -escribe dicho autor-, que medía 0,43 m.
de altura por 0,92 m. de anchura, procedía del viejo claustro. El alto relieve
sobresalía 0,18 m. del fondo; representaba un busto desnudo de mujer, pero tan
escuálido que, sirviéndonos de una gráfica expresión del abate Brantóme,
"sólo podía mostrar el armazón"; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas
pendían de su pecho, como las de las Dianas de Éfeso. La piel estaba pintada de
rojo, y la tela de la talla, de negro... Había estatuas análogas en Saint-Germain-des-Prés
y en Saint-Etienne de Lyon.»
En
todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto de Isis, la Ceres egipcia,
era muy misterioso. Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la
diosa, todos los años, en la ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un
buey. «Después de los sacrificios -dice Heródoto-, hombres y mujeres, en número
de varias decenas de millar, se propinan fuertes golpes. Estimo que sería impío
por mi parte decir en nombre de qué dios se golpean.» Los griegos, igual que
los egipcios, guardaban un silencio absoluto sobre los misterios del culto de
Ceres, y los historiadores no nos han enseñado nada que pueda satisfacer
nuestra curiosidad. La revelación del secreto de estas prácticas a los
profanos se castigaba con la muerte. Se
consideraba incluso como un crimen prestar oídos a su divulgación. La entrada
al templo de Ceres, siguiendo el ejemplo de los santuarios egipcios de Isis,
estaba rigurosamente prohibida a todos los que no hubieran recibido la
iniciación. Sin embargo, las noticias que nos han sido transmitidas sobre la
jerarquía de los grandes sacerdotes nos permiten suponer que los
misterios de Ceres debían ser del mismo orden que los de la Ciencia hermética.
En efecto, sabemos que los misterios del culto se dividían en
cuatro categorías: el hierofante, encargado de instruir a los neófitos; el
porta antorcha, que representaba al Sol; el heraldo, que representaba a
Mercurio, y el ministro del altar, que representaba a la Luna. En Roma, las Cereales se celebraban el 12 de abril. En las procesiones, llevaban
un huevo, símbolo del mundo, y se
sacrificaban cerdos.
Hemos
dicho anteriormente que en una piedra de Die, que representa a Isis, ésta era
llamada madre de los dioses. El mismo
epíteto se aplicaba a Rea o Cibeles. Las dos
divinidades resultan, así, próximas parientes, y nos inclinamos a
considerarlas como expresiones diferentes de un solo y mismo principio.
Monsieur Charles Vincens confirma esta opinión mediante la descripción que nos
da de un bajo relieve con la figura de Cibeles, que pudo verse, durante siglos,
en el exterior de la iglesia parroquias de Pennes (Bouches-du-Rhóne), con su
inscripción: Matri Deum. «Este
curioso fragmento -nos dice- desapareció allá por el año 1610, pero está
grabado en el Recueil de Grosson
(pág. 20).» Singular analogía hermética: Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia,
bajo la forma de una piedra negra que se decía haber caído del cielo. Fidias
representa a la diosa sentada en un trono entre dos leones, llevando en la cabeza una corona mural de la que desciende
un velo. A veces, se la representa
sosteniendo una llave y en actitud de
separar su velo. Isis, Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo el mismo velo.
IX
Terminado
este trabajo preliminar, debemos emprender ahora el estudio hermético de la
catedral, y, para limitar nuestras investigaciones, tomaremos como modelo el
templo cristiano de la capital: Nótre-Dame de París.
Ciertamente,
nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos de micer Bemard, conde
de Treviso, de Zachaire o de Flamel. Los siglos han dejado su huella profunda
en la fachada del edificio, la intemperie lo ha surcado de grandes arrugas,
pero los destrozos del tiempo son pocos comparados con los del furor humano. Las
revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la cólera
plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles
mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores
intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los
iconoclastas.
Nótre-Dame
de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre una gradería de once
escalones. Apenas aislada, por un estrecho atrio, de
las casas de madera, de las paredes acabadas en punta y escalonadas, ganaba
en atrevimiento y en elegancia lo que perdía en masa. Hoy en día, y
gracias al retroceso de los edificios próximos, parece tanto más maciza cuanto
que está más separada y que sus paredes, sus columnas Y sus contrafuertes salen
directamente del suelo; la sucesiva acumulación de tierra ha ido cubriendo poco
a poco las gradas hasta absorber la última de ellas.
En
medio del espacio limitado, de una parte, por la
imponente basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños
edificios adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas tiendas de
viguetas talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas quebradas por
hornacinas con vírgenes o santos, flanqueadas de torrecillas, de atalayas y de
almenas, en medio de este espacio, decimos, se erguía una estatua de piedra,
alta y estrecha, que sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra.
Esta estatua formaba parte de una fuente monumental en la que se leía este
dístico:
Qui
sitis, hue tendas: desunt si forte liquores, Pergredere, aeternas diva paravit
aquas.
Tú que tienes sed, ven aquí. Si por
azar faltan las ondas, ha
dispuesto la Diosa las aguas eternas.
La
gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur Legris, ora Vendedor de gris, Gran ayunador o Ayunador
de Nótre-Dame. Se han dado muchas interpretaciones a estas expresiones
extrañas aplicadas por el vulgo a una imagen que los arqueólogos no lograron
identificar. La mejor explicación es la que nos da Amédée de Ponthieu[xxxii],
la cual nos parece tanto más interesante cuanto que su autor, que no era
hermetista, juzga imparcialmente y sin ideas preconcebidas:
«Delante
de este templo -nos dice, refiriéndose a Nótre-Dame-, se elevaba un monolito sagrado, informe a causa del
tiempo. Los antiguos lo llamaban Febígeno[xxxiii],
hijo de Apolo; el vulgo lo llamó más tarde Maitre
Píerre, queriendo decir Píedra
maestra piedra del poder[xxxiv];
se llamaba también micer Legris, en
una época en que gris significaba fuego y,
en particular feu grisou, fuego
fatuo...
»Según
unos, sus rasgos informes recordaban los de Esculapio, o de Mercurio, o del dios Terme[xxxv];
según otros, los de Archambaud, mayordomo mayor de Clodoveo II, que dio el
terreno sobre el que fue construido el hospital; otros creían ver las facciones
de Guillermo de París, que lo había erigido al mismo tiempo que el frontispicio
de Nótre-Dame; el abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo; otros, la
de santa Genoveva, patrona de París.
»Esa
piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la plaza del
Parvis-de-Nótre-Dame.»
Aproximadamente
en la misma época, el capítulo de Nótre-Dame recibió la orden de eliminar la
estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase adosado a la primera
columna de la derecha, entrando en la nave. Había sido erigido en 1413
por Antoine des Essarts, chambelán del rey Carlos VI. Se pretendió quitarlo en
1772, pero Christophe de Beaumont, a la sazón arzobispo de París, se opuso
rotundamente a ello. Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada
fuera de la metrópolis y destruida. Nótre-Dame de Amiens posee todavía el buen
gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo cierto es que si escapó a la
destrucción, fue debido únicamente a que forma parte del muro: es una escultura
en bajo relieve. La catedral de Sevilla conserva también un san Cristóbal
colosal y pintado al fresco. El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció
con el edificio, y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que databa de
1539, fue destruida, por orden oficial, en 1768, sólo algunos años antes que la
de París.
Es
evidente que para motivar tales actos, se requerían poderosas razones. Aunque
nos parezcan injustificadas, encontramos, empero, su causa en la expresión
simbólica sacada de la leyenda y condensada -sin duda con excesiva claridad- en
la imagen. San Cristóbal, cuyo nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de Voragine, significa, para la masa,
el que lleva a Cristo (del griego Xpturo@opog);
pero la cábala fonética descubre otro sentido, adecuado y conforme a la
doctrina hermética. Se dice Cristóbal en vez de Ctúofo.- que lleva el oro (en
griego, XPVUQ(Popog). Partiendo de esto, comprendemos mejor la gran importancia
del símbolo, tan elocuente, de san Cristóbal. Es el jeroglífico del azufre
solar (Jesús) o del oro naciente,
levantado sobre las ondas mercuriales y elevado a continuación por la
energía propia del Mercurio, al grado de poder que posee el Elixir. Según
Aristóteles, el Mercurio tiene por color
emblemático el gris o el violeta, lo cual basta para explicar el hecho de que las estatuas de san
Cristóbal estuviesen revestidas de una capa de dicho tono. Cierto número de
antiguos grabados que se conservan en la Sala de las Estampas de la Biblioteca
Nacional, y que representan al coloso, aparecen ejecutados a simple trazo y en
un tono de hollín desleído. El más
antiguo data de 1418.
En
Rocambadour (Lot), podemos ver todavía una gigantesca estatua de san Cristóbal
erigida sobre la explanada de Saint-Michel, delante de la iglesia. A su lado
observamos un viejo cofre ferrado, y
encima de éste, un tosco fragmento de espada clavado en la roca y sujeto por
una cadena. Según la leyenda, este fragmento perteneció a la famosa Durandarte, la espada que rompió el
paladín Roldán al abrir la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad
que se infiere de estos atributos es muy transparente. La espada que hiende la roca, la
vara de Moisés que hace brotar el agua de la piedra de Horeb, el cetro de la
diosa Rea, que golpeó con él el monte Dyndimus, la jabalina de Atalanta, son,
en realidad, un solo y mismo jeroglífico de esa materia oculta de los
Filósofos, de la que san Cristóbal representa la naturaleza, y el cofre
ferrado, el resultado.
Lamentamos
no poder extendemos más sobre el magnífico emblema que tenía reservado el
primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna descripción
precisa y detallada de estas grandes figuras, grupos admirables por la
enseñanza que contenían, pero a los que una época superficial y decadente hizo
desaparecer, sin tener la excusa de una indiscutible necesidad.
El
siglo XVIII, reino de la aristocracia y del ingenio, de los abates cortesanos,
de las marquesas empolvadas, de los gentiles hombres con peluca, benditos
tiempos de los maestros de danza, de los madrigales y de las pastoras de
Watteau, siglo brillante y perverso, frívolo y amanerado, que había de ahogarse
en sangre, fue particularmente nefasto para las obras góticas.
Arrastrados
por la fuerte corriente de decadencia que tomó, reinando Francisco I, el nombre
paradójico de Renacimiento, incapaces de un esfuerzo equivalente al de sus
antepasados, ignorando completamente el simbolismo medieval, los artistas se
dedicaron a reproducir obras bastardas, sin gusto, sin carácter, sin intención
esotérica, más que a continuar y perfeccionar la admirable y sana creación
francesa. Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su propia gloria a la
del arte, acudieron a los modelos antiguos desfigurados en Italia.
Los
constructores de la Edad Media habían heredado la fe y
la modestia. Artífices anónimos de verdaderas obras maestras, edificaron
para la Verdad, para la afirmación de su ideal, para la propagación y el
ennoblecimiento de su ciencia. Los del Renacimiento, preocupados sobre
todo de su personalidad, celosos de su valor, edificaron para perpetuar sus
nombres. La Edad Media debió su esplendor a la originalidad de sus creaciones;
el Renacimiento debió su fama a la fidelidad servil de sus copias. Aquí, una
idea; allá, una moda. De un lado, el genio; del otro, el talento. En la obra
gótica, la hechura permanece sometida a la Idea; en la obra renacentista, la
domina y la borra. Una habla al corazón, al cerebro, al alma: es el triunfo del
espíritu; la otra se dirige a los sentidos: es la glorificación de la materia. Del
siglo XII al XV, pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a partir del XVI,
belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales supieron
animar la piedra calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el
mármol inerte y frío.
El
antagonismo de estos dos períodos, nacidos de conceptos opuestos, explica el
desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por todo lo gótico.
Semejante
estado de espíritu tenía que ser fatal para la obra de la Edad Media; y a él
debemos atribuir, en efecto, las innumerables mutilaciones que hoy en día
deploramos.
[iv] Trompo
con perfil de Tau o Cruz. En cábala, sabot equivale a cabot o chabot, el chat botié
(gato con botas) de los Cuentos de la
Madre Oca. El roscón de Reyes contiene a veces un sabot en vez de un haba.
[v] No éi du Fail, Propos nistiques, balivemeries, contes et discours deu trapel (c. X).
París, Gosselin, 1842. I'Auxerrois conserva sus pinturas, su bóveda azul
constelada de oro.
[vi] En las catedrales,
todo era dorado y pintado de vivos colores. El texto de Martyrius, obispo y
viajero armenio del siglo xv, así lo atestigua. Dice este autor que el pórtico
de Nótre-Dame de París resplandecía como la entrada del paraíso. Campeaban en
él el púrpura, el rosa, el azul, la plata y el oro. Todavía pueden descubrirse
rastros de dorados en la cima del tímpano del pórtico principal. El de la
iglesia de Saint-Germain- I'Auxerrois conserva sus pinturas, su bóveda azul
constelada de oro.
[vii] La vida de Gargantúa y de Pantagruel de François
Rabelais, es una obra esotérica, una novela de argot. El buen cura de Meudon se reveló en ella como un gran
iniciado con ribetes de cabalista de primer orden.
[ix] Tiresias, según
dicen, había perdido la vista por haber revelado a los mortales los secretos
del Olimpo. Sin embargo, vivió «siete, ocho o nueve edades de hombre» y fue,
sucesivamente, ¡hombre y mujer!
[x] Filósofo cuya vida,
llena de leyendas, de milagros y de hechos prodigiosos, parece muy hipotética. Nos
parece que el nombre de este personaje casi fabuloso no es más que una imagen
mito-hermética del compuesto, o rebis
filosofal logrado con la unión de hermano y hermana, de Gabritius y Beya,
de Apolo y Diana. De ahí que no nos
sorprendan, por ser de orden químico, las maravillas contadas por Filóstrato.
[xii] M. Amyraut, Paraphrase de la Pretwre Epitre de saint
Píerre (c. ii, v. 7). Saumur, Jean Lesnier, 1646, pág. 27.
[xiv] De Nuysement, Poéme philosophic de la Vérité de la
Phisique Mineralle, en Traittez de
1'Harmonie et Constitution generalle du Vray SeL París, Périer et Buisard,
1620 y 1621, pág. 254.
[xv] La convalaria
poligonal, vulgarmente llamada Sello de
Salomón debe este apelativo a su tallo, cuya sección es estrellada, como el
signo mágico atribuido al rey de los israelitas, hijo de David.
[xviii] Opus iinperfectum ¿n Mattheum Hom II, incorporado a
las Aeuvres de Saint Jean Chrysostome, Patr. grecque, t. LVI, pág. 637.
[xxiii] Calcidio, Comm in Timaeun Platonis, c. 125; en Frag. philosophorum graecorum de Didot, t. 11, pág. 2 1 0. -Calcidio se dirige, indudablemente
a un iniciado.
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