jueves, 2 de enero de 2014

El misterio de las catedrales 3/5


PARÍS
I
La catedral de París, como la mayoría de las basílicas metropolitanas, está colocada bajo la advocación de la bendita Virgen María o Virgen-Madre. En Francia, el vulgo llama a estas iglesias las Nótre-Dame. En Sicilia, llevan un nombre todavía más expresivo: Matrices. Son, pues, templos dedicados a la Madre (en latín, mater, matris), a la Matrona en el sentido primitivo, palabra que, por corrupción, se ha convertido en Madona (ital. ma donna), mi Señora y, por extensión, Nuestra Señora.
Franqueemos la verja y empecemos el estudio de la fachada por el gran pórtico, llamado pórtico central o del Juicio.
El pilar central, que separa en dos el vano de la entrada, ofrece una serie de representaciones alegóricas de las ciencias medievales. De cara a la plaza -y en lugar de honor- aparece la alquimia representada por una mujer cuya frente toca las nubes. Sentada en un trono, lleva un cetro -símbolo de soberanía- en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho, yérguese la escala de nueve peldaños -scala philosophorum-, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor hermética (lámina H). «La paciencia es la escala de los Filósofos -nos dice Valois[i]- y la humildad es la puerta de su jardín; pues a todos aquellos que perseveren sin orgullo y sin envidia, Dios les tendrá misericordia.»
Tal es el título del capítulo filosofar de este mutus Liber que es el templo gótico; el frontispicio de esta Biblia oculta y de macizas hojas de piedra; la huella, el sello de la Gran Obra cristiana. No podía hallarse mejor situado que en el umbral mismo de la entrada principal.
Así, la catedral se nos presenta fundada en la ciencia alquímica, investigadora de las transformaciones de la sustancia original, de la Materia elemental (lat. materea,- raíz mater, madre). Pues la Virgen-Madre, despojada de su velo simbólico, no es más que la personificación de la sustancia primitiva que empleó, para realizar sus designios, el Principio creador de todo lo que existe. Tal es el sentido, por lo demás luminosísimo, de la singular epístola que se lee en la misa de Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo texto transcribimos:
«El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, desde el comienzo, antes que criase cosa alguna. Desde la eternidad fui predestinada, y antes que fuese hecha la tierra. Aún no existían los abismos, y yo había sido ya concebida. Aún no habían brotado las fuentes de las aguas; aún no estaba asentada la pesada mole de los montes; antes de que hubiese collados yo había ya nacido. Aún no había hecho la tierra, ni los ríos, ni los ejes del globo de la tierra. Cuando Él extendía los cielos, estaba yo con El; cuando con ley fija y valla encerraba los abismos; cuando arriba consolidaba el firmamento, y ponía en equilibrio los manantiales de las aguas; cuando circunscribía al mar en sus términos, y ponía ley a sus olas para que no traspasasen sus linderos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, con Él estaba yo concertándolo todo.»
Trátase aquí, visiblemente, de la esencia misma de las cosas. Y, en efecto, nos enseña la Letanía que la Virgen es el Vaso que contiene el Espíritu de las cosas.- Vas spirituale.
«Sobre una mesa, a la altura del pecho de los Magos –nos dice Etteilla[ii] -, estaban, a un lado, un libro o una serie de hojas o de láminas de oro (el libro de Thot), y, al otro, un vaso lleno de un licor celeste-astral, compuesto de un tercio de miel silvestre, una parte de agua de la tierra y una parte de agua del cielo... El secreto, el misterio, estaba, pues, en el vaso.»
Esta Virgen singular -Virgo singularis, como la llama expresamente la Iglesia- es, además, glorificada mediante epítetos que denotan con bastante claridad su origen positivo. ¿Acaso no se la llama también palmera de Paciencia (Palma patientiae), Lirio entre espinas[iii] (Lirium inter spina ), Miel simbólica de Sansón, Vellón de Gedeón, Rosa Mística, puerta del Cielo, Casa de Oro, etc.? Los mismos textos llaman también a María Sede de la Sabidutía, lo cual equivale a Tema de la Ciencia hermética, del saber universal. En el simbolismo de los metales planetarios, es la Luna, que recibe los rayos del sol y los conserva secretamente en su seno. Es la dispensadora de la sustancia pasiva, a la cual anima el espíritu solar. María, Virgen y Madre, representa, pues, la forma; Elías, el sol, Dios Padre, es emblema del espíritu vital. De la unión de estos dos principios resulta la materia viva, sometida a las vicisitudes de las leyes de mutación y de continuidad. Y surge entonces Jesús, el espíritu encamado, el fuego que toma cuerpo en las cosas, tal como las conocemos aquí abajo:
Y EL VERBO SE HIZO CARNE, Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
Por otra parte, la Biblia nos dice que María, madre de Jesús, era de la rama de Jesé. Ahora bien, la palabra hebrea Jes significa el fuego, el sol, la divinidad. Ser de la rama de Jesé equivale, pues, a ser de la raza del sol, del fuego. Como la materia tiene su origen en el fuego solar, tal como acabamos de ver, el mismo nombre de Jesús se nos presenta en su esplendor original y divino: fuego, sol, Dios.
Por último, en el Ave Regina, la Virgen es adecuadamente llamada Raíz (Salve, radix), para señalar que es principio y comienzo del Todo. «Salve, raíz por la cual la Luz ha brillado sobre el mundo.»
Tales son las reflexiones que sugiere el expresivo bajo relieve que acoge al visitante bajo el pórtico de la basílica. La Filosofía hermética, la antigua Espagírica, le dan la bienvenida en la iglesia gótica, en el templo alquímico por excelencia. Pues la catedral entera no es más que una glorificación muda, pero gráfica, de la antigua ciencia de Hermes, de la que, por otra parte, ha sabido conservar a uno de los antiguos artífices. Nótre-Dame de París guarda, en efecto, su alquimista.
Si, impulsados por la curiosidad, o para distraer el ocio de un día de verano, ascendéis por la escalera de caracol que conduce a las partes altas del edificio, recorred despacio el camino, trazado como una atarjea, que se abre en lo alto de la segunda galería. Al llegar cerca del eje medial del majestuoso edificio, percibiréis, en el ángulo entrante de la torre septentrional, en medio de un cortejo de quimeras, el impresionante relieve de un gran anciano de piedra. Es él, es el alquimista de Nótre-Dame (lám. III).
Tocado con el gorro frigio, atributo del Adepto[iv], negligentemente colocado sobre los largos cabellos de espesos bucles, el sabio, envuelto en la capa ligera del laboratorio, se apoya con una mano en la balaustrada, mientras se acaricia con la otra la barba poblada y sedosa. No medita; observa. Tiene los ojos fijos, y, en la mirada, una agudeza extraña. Todo, en la actitud del Filósofo, revela una intensa emoción. La curvatura de los hombros, la proyección de la cabeza y del busto hacia delante, expresan, efectivamente, la mayor sorpresa. La mano petrificada se anima. ¿Será una ilusión? Uno aseguraría que la ve temblar...
¡Espléndida figura la del viejo maestro que escruta, interroga, ansioso y atento, la evolución de la vida mineral, y contempla al fin, deslumbrado, el prodigio que solamente su fe le había dejado entrever!
¡Y cuán pobres son las modernas estatuas de maestros sabios -ya estén fundidas en bronce o talladas en mármol-, comparadas con esta imagen venerable, de tan formidable realismo en su sencillez!
II
El estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se extiende bajo los tres arcos, está enteramente consagrado a nuestra ciencia; y este conjunto de imágenes, tan curiosas como instructivas, constituye un verdadero regalo para el descifrador de los enigmas herméticos.
Allí encontraremos el nombre lapidario del tema de los Sabios,- allí asistiremos a la elaboración del disolvente secreto; allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo del Elixir, desde su calcinación primera hasta su última cocción.
Pero, a fin de observar cierto método en este estudio, observaremos siempre el orden de sucesión de las figuras, yendo desde el exterior hacia las hojas de la puerta, tal como lo haría un fiel al penetrar en el santuario.
Sobre las caras laterales de los contrafuertes que limitan el gran pórtico, encontraremos, a la altura del ojo, dos pequeños bajo relieves embutidos cada uno en una ojiva. El del pilar de la izquierda os presenta al alquimista descubriendo la Fuente misteriosa que Trevisano describe en la Parábola final de su libro sobre la Filosofla natural de los metales[v].
El artista ha caminado largo tiempo; ha errado por vías falsas y caminos dudosos; ¡pero al fin se ve colmado de gozo!  El riachuelo de agua viva discurre a sus pies; brota, a borbotones, del roble hueco[vi]. Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y así, desdeñando el arco y las flechas con las cuales, a la manera de Cadmo, traspasó el dragón, mira ondear el límpido caudal cuya virtud disolvente y cuya esencia volátil le son atestiguadas por un pájaro posado en el árbol.
Pero, ¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es la naturaleza de este poderoso disolvente capaz de penetrar todos los metales -el oro, en particular- y de cumplir, con la ayuda del cuerpo disuelto, la gran obra en su totalidad? Estos son enigmas tan profundos que han desanimado a un número considerable de investigadores; todos, o casi todos, han dado de cabeza contra este muro impenetrable, levantado por los Filósofos para servir de recinto a su ciudadela.
La mitología la llama Libethra[vii], y nos cuenta que era una fuente de Magnesia, cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca. Ambas brotaban de una gran roca que tenía la forma de un seno de mujer; de suerte que el agua parecía brotar como leche de dos senos. Ahora bien, sabemos que los autores antiguos llaman a la materia de la Obra nuestra Magnesia y que el licor extraído de esta magnesia recibe el nombre de Leche de la Virgen. Esto es ya un indicio. En cuanto a la alegoría de la mezcla o de la combinación de esta agua primitiva brotada del Caos de los Sabios con una segunda agua de naturaleza diferente (aunque del mismo género), resulta bastante clara y suficientemente expresiva. De esta combinación resulta una tercera agua que no moja las manos y que los Filósofos han llamado, ora Mercurio, ora Azufre, según atendiesen a su cualidad o su aspecto físico.
En el tratado del Azoth[viii], atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentín, pero que más bien parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada en madera que representa una ninfa o sirena coronada, nadando en el mar y haciendo brotar de sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las aguas.
Los autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmal y nos enseñan, además, que sus aguas dieron la inmortalidad al profeta Elías (HÁtog, sol). Sitúan la famosa fuente en el Modhallam, término cuya raíz significa Mar oscuro y tenebroso, señalando muy bien la confusión elemental que los Sabios atribuyen a su Caos o materia prima.
Una pintura de la fábula que acabamos de citar se encontraba en la pequeña iglesia de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y citado por Witkowski[ix], parece ser la versión religiosa del mismo tema químico. «Jesús vierte en una gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por la lanza de Longinos; la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de ellos cae en el mismo recipiente. El sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo de un abismo de llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los bustos desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y las refresca.»
Al pie de esta antigua pintura, léese una inscripción en latín de sacristía:
Dum fluit e Christi benedicto vulnere sanguis,
Et dum Virgineum lac pia Virgo premít,
Lac fuit et sanguís, sangulv conjungitur et lac,
Et sit Fons Vitae, Fons et Otigo boni[x].
Entre las descripciones que acompañan a las Figuras simbólicas de Abraham el Judío, libro que, según dicen, perteneció a Nicolas Flamel[xi] y tuvo este Adepto expuesto en su gabinete de escritor, citaremos dos que tienen relación con la Fuente misteriosa y con sus componentes. He aquí los textos originales de estas dos notas explicativas:
«Tercera figura. -En ella está pintado y representado un jardín cercado con setos, donde hay varios cuadros. En el centro, hay un roble hueco, al pie del cual, a un lado, hay un rosal de hojas de oro y de rosas blancas y rojas, que rodea el dicho roble hasta lo alto, cerca de sus ramas. Y al pie de dicho roble hueco hierve una fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre varios que la andan buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y otros cuatro que la buscan sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no pueden encontrarla, excepto uno que la pesa en su mano.»
Este último personaje es el que constituye el tema del motivo esculpido de Nótre-Dame de París. La preparación del disolvente en cuestión aparece relatada en la explicación que acompaña a la imagen siguiente:
«Cuarta figura. -Representa un campo, en el cual hay un rey coronado, vestido de rojo al estilo judío, y que sostiene una espada desenvainada; dos soldados que matan a los hijos de dos madres, que están sentadas en el suelo, llorando a sus hijos; y otros dos soldados que arrojan la sangre en una gran cuba llena de la dicha sangre, donde el sol y la luna bajando del cielo o de las nubes, vienen a bañarse. Y son seis soldados armados de armadura blanca, y el rey hace el séptimo, y siete inocentes muertos, y dos madres, una vestida de azul que llora, enjugándose la cara con un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida de rojo.»
Citemos también una figura del libro de Trismosin[xii], que es muy parecida a la tercera de Abraham. Vemos en ella un roble al pie del cual, ceñido con una corona de oro, brota un riachuelo oculto que se vierte en el campo. Entre las hojas del árbol, revolotean unos pájaros blancos, mientras un cuervo, que parece dormido, está a punto de ser apresado por un hombre pobremente vestido y encaramado en una escalera. En primer término de este cuadro rústico, dos sofistas, vistiendo suntuosos trajes, discuten y razonan sobre este punto científico, sin advertir el roble que tienen a su espalda, ni ven la Fuente que discurre a sus pies...
Digamos, por último, que la tradición esotérica de la Fuente de Vida o Fuente de Juventud se encuentra materializada en los Pozos sagrados que poseían en la Edad Media, la mayoría de las iglesias góticas. El agua que se extraía de aquéllos pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era empleada en el tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el sitio de París por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las propiedades maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-des Prés, el cual se abría al fondo del santuario de la célebre abadía. De igual manera, el agua del pozo de Saint-Marcel, de París, excavado en la iglesia, cerca de la losa sepulcral del venerable obispo, era, según Grégoire de Tours, un eficaz específico contra varias dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la basílica ojival de Nótre-Dame de Lépine (Marne) un pozo milagroso, llamado Pozo de la Santa Virgen, y, en la mitad del coro de Nótre-Dame de Limoux (Ande), un pozo análogo cuya agua cura, según dicen, todas las enfermedades, y en el que puede verse esta inscripción:
Omnis qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit.
Cuantos beban de esta agua, si además tienen fe, gozarán de buena salud.
Pronto tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta agua póntica, a la que dieron los Filósofos multitud de epítetos más o menos sugestivos.
Frente al motivo esculpido que expresa la naturaleza del agente secreto, vamos a presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción del compuesto filosofal. Aquí, el artista vela por el producto de su labor. Cubierto con su armadura, protegidas las piernas con espinilleras, y embrazado el escudo, nuestro caballero se encuentra plantado en la terraza de una fortaleza, a juzgar por las almenas que le rodean. En un movimiento defensivo, apunta su lanza a una forma imprecisa (¿un rayo de luz? ¿un haz de llamas?), desgraciadamente imposible de identificar, tan mutilado está el relieve. Detrás del combatiente, un pequeño y extraño edificio formado por un basamento almenado y apoyado en cuatro pilares, aparece rematado por una cúpula segmentada de llave esférica. Bajo el arco inferior, una masa aculeiforme e inflamada nos da la explicación de su destino. Este curioso pabellón o fortaleza en miniatura es el instrumento de la Gran Obra, el Atanor, el hornillo oculto de dos llamas -potencial y virtual- que todos los discípulos conocen y que ha sido vulgarizado por numerosas descripciones y grabados (lám. V).
Inmediatamente encima de estas figuras están representados dos temas que parecen constituir su complemento. Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo apariencias sagradas y escenas bíblicas, nos abstendremos de hablar de ellos, para que no se nos reproche una interpretación arbitraria. Hubo grandes sabios, entre los maestros antiguos, que no temieron explicar alquímicamente las parábolas de la Sagrada Escritura, tan susceptible en su sentido de interpretaciones diversas. La Filosofía hermética apela a menudo al testimonio del Génesis para servir de analogía al primer trabajo de la Obra; muchas alegorías del Viejo y del Nuevo Testamento adquieren un relieve imprevisto en contacto con la alquimia. Tales precedentes deberían animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa; preferimos, sin embargo, limitarnos a los motivos cuyo carácter profano es indiscutible, dejando a los investigadores benévolos la facultad de ejercitar su sagacidad con los restantes.
III
Los temas herméticos del estilóbato se desarrollan en dos hileras superpuestas, a derecha e izquierda del pórtico. La hilera inferior comprende doce medallones, y la superior, doce figuras. Estas últimas representan personajes sentados en zócalos adornados con estrías, de perfil ora cóncavo, ora angular, y colocados en los intercolumnios de arcadas trilobuladas. Todos presentan discos con emblemas variados, pero siempre referentes a la labor alquímica.
Si empezamos por la izquierda de la hilera superior, el primer bajo relieve nos muestra la imagen del cuervo, símbolo del color negro. La mujer que lo tiene sobre las rodillas simboliza la Putrefacción (lám. VI).
Séanos permitido detenernos un instante en el jeroglífico del Cuervo, puesto que oculta un punto importante de nuestra ciencia. Expresa, en efecto, en la cocción del Rebis filosofar, el color negro, primera apariencia de la descomposición consecutiva a la mixtión perfecta de las materias del Huevo. Es, según los Filósofos, la señal segura del éxito futuro, el signo evidente de la preparación exacta del compuesto. El cuervo es, en cierto modo, el sello canónico de la Obra, como la estrella es la firma del tema inicial.
Pero esta negrura que aguarda el artista, que éste espera con ansiedad y cuya aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de gozo, no se manifiesta únicamente en el curso de la cocción. El pájaro negro aparece en diversas ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el orden de las operaciones.
Según Le Breton[xiii], «hay cuatro putrefacciones en la Obra filosófica. La primera, en la primera separación; la segunda, en la primera conjunción; la tercera, en la segunda conjunción, que se produce entre el agua pesada y su sal; por último, la cuarta, en la fijación del azufre. En cada una de estas putrefacciones se produce negrura».
Resultó, pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir el arcano con tupido velo, mezclando las cualidades específicas de las diversas sustancias, en el curso de las cuatro operaciones que producen el color negro. De esta manera, es muy laborioso separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de ellas.
He aquí algunas citas que pueden ilustrar al investigador y permitirle encontrar su camino en este tenebroso laberinto «En la segunda operación -escribe el Caballero Desconocido[xiv]-, el prudente artista fija el alma general del mundo en el oro común y purifica el alma terrestre e inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a la que llaman Cabeza de cuervo, es muy larga. Esta va seguida de una tercera multiplicación al añadir la materia filosófica o el alma general del mundo.»
Con esto se indican claramente dos operaciones sucesivas, la primera de las cuales termina, empezando la segunda después de aparecer la coloración negra, cosa diferente de la cocción.
Un valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII[xv] nos habla también de esta primera putrefacción, que no hay que confundir con las otras:
«Si la materia no es corrompida y mortificada -dice esta obra-, no podréis extraer nuestros elementos y nuestros principios; y, para ayudaros en esta dificultad, os daré señales para conocerla. Algunos filósofos lo han observado también. Morien dice: es preciso que se advierta cierta acidez y que aquélla tenga cierto olor de sepulcro. Philaléthe dice que tiene que parecer como ojos de pescado, es decir, pequeñas burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma; pues esto es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy larga, y hay que tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego secreto, que es el único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»
Pero, entre todas estas descripciones, las más numerosas y más consultadas son las que se refieren al cuervo (o color negro), puesto que engloban todos los caracteres de las otras operaciones.
Bernardo Trevisano[xvi]  se expresa en estos términos:
«Notad, pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a estar embebido de nuestra agua permanente, entonces todo el compuesto se convierte en una especie de pez fundida, y queda ennegrecido como carbón. Y al llegar a este punto, nuestro compuesto se llama: la pez negra, la sal quemada, el Plomo fundido, el latón no puro, la Magnesia y el Mirlo de Juan. Pues entonces se ve una nube negra, flotando en la región media de la redoma-- y en el fondo de ésta queda la materia fundida a manera de pez, y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del burgo S. Saturnin, al decir: ¡Oh, bendita nube que vuelas en nuestra redoma!  Allí está el eclipse de sol, de que habla Raimundo[xvii]. Y cuando esta masa está así ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de su forma... Entonces, se manifiesta la humedad en color de azogue negro y hediondo, el cual era anteriormente seco, blanco, oloroso, ardiente, depurado de azufre por la primera operación, y ahora a depurar por esta segunda operación. Y por esto, queda privado este cuerpo de su alma, que ha perdido, y de su resplandor y de la maravillosa luminosidad que tenía anteriormente, y es ahora negro y afeado... Esta masa negra o así ennegrecida es la llave[xviii], principio y señal de la perfecta invención de la manera de obrar del segundo régimen de nuestra piedra preciosa. Por lo cual, dice Hermes, si veis la negrura, pensad que habéis ido por buena senda y seguido el buen camino.»
Batsdorff, presunto autor de una obra clásica[xix] que otros atribuyen a Gaston de Claves, enseña que la putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que ahí está la señal de un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los Filósofos le han dado diversos nombres y la han llamado Occidente, Tinieblas, Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, Mortificación del Mercurio... Resulta, pues, que por esta putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro.
Ahora bien, los signos de una buena y verdadera putrefacción son una negrura muy negra o muy profunda, un olor hediondo, malo e infecto, llamado por los Filósofos toxicum et venenum, olor que no es sensible para el olfato, sino sólo para el entendimiento.»
Terminemos aquí las citas, que podríamos multiplicar sin mayor provecho para el estudioso, y volvamos a las figuras herméticas de Nótre-Dame.
El segundo bajo relieve nos muestra la efigie del Mercurio filosofal: una serpiente enroscada en una vara de oro. Abraham el Judío, conocido también por el nombre de Eleazar, la empleó en el libro que vino a manos de Flamel, cosa que nada tiene de sorprendente, pues volvemos a encontrar este símbolo durante todo el período medieval (lámina VII).
La serpiente indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio, que absorbe ávidamente el azufre metálico y lo retiene con tanta fuerza que la cohesión no puede ser ya vencida ulteriormente. Es el «gusano emponzoñado que lo infecta todo con su veneno», de que nos habla la Antigua Guerra de los Caballeros[xx]. Este reptil es el tipo del Mercurio en su estado primero, y la vara de oro, el azufre corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros términos, su absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy diversos; pero el cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado, conserva el nombre de Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia o el compuesto del primer orden, el huevo sulfatado que sólo exige ya una cocción graduada para transformarse primero en azufre rojo, después en elixir y, por último, en el tercer período, en Medicina universal. «En nuestra Obra -afirman los filósofos-, basta con el Mercurio.»
Sigue a continuación una mujer, de largos cabellos ]antes como llamas. Personifica la Calcinación y aprieta sobre su pecho el disco de la salamandra, «que vive en el fuego y se alimenta de fuego» (Iám. VIII). Este lagarto fabuloso no designa otra cosa que la sal central, incombustible y fija, que conserva su naturaleza hasta en las cenizas de los metales calcinados, y que los antiguos llamaron simiente metálica. En la violencia de la acción ígnea, las porciones combustibles de los cuerpos se destruyen; sólo resisten las partes puras, inalterables, y, aunque muy fijas, pueden extraerse por lixiviación.
Tal es, al menos, la expresión espagírca de la calcinación, similitud de la que se sirven los Autores para servir de ejemplo a la idea general que hay que tener del trabajo hermético.
Sin embargo, nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la atención del lector sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación vulgar, tal como se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado en el gabinete de los filósofos. Ésta no se realiza por medio de un fuego vulgar, no necesita en absoluto el auxilio del reverbero, pero requiere la ayuda de un agente oculto, de un fuego secreto, el cual, para dar una idea de su forma, se parece mas a un agua que a una llama. Este fuego, o esta agua ardiente, es la chispa vital comunicada por el Creador a la materia inerte; es el espíritu encerrado en las cosas, el rayo ígneo, imperecedero, encerrado en el fondo de la sustancia oscura, informe y frígida. Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra; y nos complacería cortar este nudo gordiano en favor de los aspirantes a nuestra Ciencia -recordando, ¡ay!, que nos vimos detenidos por esta misma dificultad durante más de veinte años-, si nos estuviera permitido profanar un misterio cuya revelación depende del Padre de las Luces. Por más que nos pese, sólo podemos señalar el escollo y aconsejar, con los más eminentes filósofos, la atenta lectura de Artephius[xxi], de Pontano[xxii] y de la obrita titulada Epístola de Igne Philosophorum[xxiii]. En ellos se encontrarán valiosas indicaciones sobre la naturaleza y las características de este fuego acuoso o de esta agua ígnea, enseñanzas que podrán completarse con los dos textos siguientes.
El autor anónimo de los preceptos del Padre Abraham dice:
«Hay que extraer esta agua primitiva y celeste del cuerpo en que se halla, y que se expresa con siete letras según nosotros, significando la simiente primera de todos los seres, y no especificada ni determinada en la casa de Aries para engendrar a su hijo. Es el agua a la que tantos nombres han dado los Filósofos, y es el disolvente universal, la vida y la salud de todas las cosas. Dicen los Filósofos que el sol y la luna se bañan en esta agua, y que se resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A causa de esta resolución, dícese que mueren, pero sus espíritus son llevados sobre las aguas de este mar donde estaban enterrados... Por mucho que digan, hijo mío, que hay otras maneras de resolver estos cuerpos en su materia primera, atente a la que yo te declaro, porque la he conocido por experiencia y según lo que nos transmitieron nuestros antepasados.»
Limojon de Saint-Didier escriben también:
«... El fuego secreto de los Sabios es un fuego que el artista prepara según el Arte, o, al menos, que puede hacer preparar por aquellos que tienen perfecto conocimiento de la química. Este fuego no es realidad caliente, sino que es un espíritu ígneo introducido en un sujeto de la misma naturaleza de la Piedra; y, al ser medianamente excitado por el fuego exterior, la calcina, la disuelve, la sublima Y la resuelve en agua seca, tal como dice el Cosmopolita.»
Por lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras relacionadas, ya con la fabricación, ya con las cualidades de este fuego secreto encerrado en un agua, que constituye el disolvente universal. Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo es precisamente objeto del cuarto motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente imposible de determinar en la actualidad (Iám. IX). 

¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio o incluso un pedazo de tela?  No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por allí. Sin embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero del vientre de Aries,- y llaman también a este acero su imán.»
Sigue la Evolución que nos muestra la oriflama tripartita -triplicidad correspondiente a los Colores de la Obra- que se describe en todas las obras clásicas (lám. X).
Estos colores, en número de tres, siguen un orden invariable que va del negro al rojo pasando por el blanco. Pero, como la Naturaleza, según el viejo adagio -Natura non facit saltus-, no actúa nunca brutalmente, existen muchos otros colores intermedios que aparecen entre los tres principales. El artista les presta poca atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un testimonio de continuidad y de progresión de las mutaciones internas. En cuanto a los colores esenciales, duran más tiempo que estos matices transitorios y afectan profundamente a la materia misma, señalando un cambio de estado en su composición química. No son tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan en la superficie del baño, sino colocaciones en la masa que se manifiestan exteriormente y reabsorben todas las demás. Creemos que convenía concretar este punto importante.
Estas fases coloreadas, específicas de la cocción en la práctica de la Gran Obra, han servido siempre de prototipo simbólico; se atribuye a cada una de ellas una significación precisa, y a menudo bastante extendida, a fin de expresar veladamente ciertas verdades concretas. Por esto existe, desde siempre, un lenguaje de los colores, íntimamente unido a la religión, según dice Portal[xxiv], y que reaparece, durante la Edad Media, en los vitrales de las catedrales góticas.
El color negro fue atribuido a Saturno, el cual se convirtió, en espagiria, en jeroglífico, del plomo,- en astrología, en planeta maléfico; en hermético, en el dragón negro o Plomo de los Filósofos,- en magia, en la Gallina negra; etcétera. En los templos de Egipto, cuando el recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas de la iniciación, un sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta frase misteriosa: «¡Acuérdaté de que Osiris es un dios negro!» Es el color simbólico de las Tinieblas y de las Sombras cimerias, el de Satán, a quien se ofrecían rosas negras, y también el del Caos primitivo, donde las semillas de todas las cosas se mezclan y confunden; es el sable de la ciencia heráldica y el emblema de la tierra, de la noche y de la muerte.
Lo mismo que, en el Génesis, el día sucede a la noche, así la luz sucede a la oscuridad. La luz tiene por signo el color blanco. Al llegar a este grado, aseguran los Sabios que su materia se ha desprendido de toda impureza y ha quedado perfectamente lavada y exactamente purificada. Se presenta, entonces bajo el aspecto de granulaciones sólidas de corpúsculos brillantes, con reflejos diamantinos y de una blancura resplandeciente. El blanco ha sido también aplicado a la pureza, a la sencillez, a la inocencia. El color blanco es el de los Iniciados. porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa del estado profano al de Iniciado, al de puro. Queda, espiritualmente renovado.
«El término Blanco -dice Pierre Dujols- fue elegido por razones filosóficas muy profundas. El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha designado siempre la nobleza, el candor, la pureza. En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de Gesenius, hur, heur, significa ser blanco,- hurim, heurim, designa a los nobles, a los blancos, a los puros. Esta transcripción del hebreo más o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux (feliz). Los bienheureux (bienaventurados), los que han sido regenerados y lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre representados con vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o sinónimo de Iniciado, de noble, de puro. Ahora bien, los Iniciados vestían de blanco. De igual manera se vestían los nobles. En Egipto, los Manes vestían también de blanco. Path, el Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de los Puros o de los Blancos. Los Cátaros, secta a la que pertenecían los Blancos de Florencia, eran los Puros (del griego Ka0apog). En latín, en alemán, en inglés, las palabras Weiss, White, quieren decir blanco, feliz, espiritual sabio. Por el contrario, en hebreo, schher caracteriza un color negro de transición; es decir, el profano buscando la iniciación. El Osiris negro, que aparece al comienzo del ritual funerario, representa, dice Portal, ese estado del alma que pasa de la noche al día, de la muerte a la vida.»
En cuanto al rojo, símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del espíritu sobre la materia, la soberanía, el poder y el apostolado. Obtenida en forma de cristal o de polvo rojo, volátil y fusible, la piedra filosofal se vuelve penetrante e idónea para curar a los leprosos, es decir, para transmutar en oro los metales vulgares, a los cuales su oxidabilidad hace inferiores, imperfectos, «enfermos o achacosos».
Paracelso, en el Libro de las imágenes, habla en estos términos de las colocaciones sucesivas de la Obra: «Aunque haya -dice- algunos colores elementales -pues el color azulado corresponde particularmente a la tierra, el verde al agua, el amarillo al aire, el rojo al fuego-, con todo, los colores blanco y negro se refieren directamente al arte espagírico, en el cual encontramos así los cuatro colores primitivos, a saber, el negro, el blanco, el amarillo y el rojo. Ahora bien, el negro es la raíz y el origen de los otros colores, pues toda materia negra puede ser reverberada durante el tiempo que le sea necesario, de manera que los otros colores aparecerán sucesivamente y cada cual cuando le corresponda. El color blanco sucede al negro, el amarillo al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora bien, toda materia llegada al cuarto color por medio de la reverberación es la tintura de las cosas de su género, es decir, de su naturaleza.»
Para dar una idea del alcance que toma el simbolismo de los colores -y en particular de los tres colores mayores de la Obra-, observemos que siempre se representa a la Virgen vestida de azul (equivalente al negro, como veremos a continuación); a Dios, de blanco, y a Cristo, de rojo. Aquí encontramos los colores nacionales de la bandera francesa, la cual, dicho sea de paso, fue compuesta por el masón Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan la burguesía; el blanco está reservado al pueblo, a los pierrots o campesinos, y el rojo, a la bailía o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres de tres pisos, a cuya categoría perteneció la famosa Torre de Babel estaban pintados de tres colores: negro, blanco y rojo púrpura.
Hasta aquí hemos hablado de los colores a la manera de los teóricos, como lo hicieron los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar la doctrina filosófica y la expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora escribir, en bien de los Hijos de la Ciencia, en un tono que fuese más práctico que especulativo, y descubrir así lo que diferencia el símil de la realidad.
Pocos filósofos han osado aventurarse por este terreno resbaladizo. Etteilla[xxv], al hablarnos de un cuadro hermético[xxvi] que debió de tener en su poder, nos transmitió algunas inscripciones que figuraban al pie de aquél; entre éstas, leemos, no sin sorpresa, este consejo digno de ser seguido: No os fiéis demasiado del color. ¿Qué quiere decir esto" ¿Acaso los viejos autores engañaron deliberadamente a sus lectores? ¿Y con qué indicaciones deberían los discípulos de Hermes sustituir los colores rebeldes para reconocer y seguir el camino recto?
Buscad, hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer aquí, como en otros puntos oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda, habréis leído, en diversos pasajes de vuestras obras, que los filósofos sólo hablan claramente cuando quieren alejar a los profanos de su Tabla redonda. Las descripciones que dan de sus regímenes, a los que atribuyen coloraciones emblemáticas, son de una nitidez perfecta. Debéis, pues, sacar la conclusión de que estas observaciones tan bien descritas son falsas y quiméricas. Vuestros libros están cerrados, como el Apocalipsis, con sellos cabalísticos. Tendréis que romper éstos, uno a uno. Reconocemos que la tarea es dura; pero, quien vence sin peligro, triunfa sin gloria.
Aprended, pues, no ya lo que distingue un color de otro, sino más bien en qué se diferencia un régimen del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué es un régimen?  Sencillamente, la manera de hacer vegetar, de mantener y aumentar la vida que vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi que no se traduce forzosamente en una sucesión de colores diversos. «El que llegue a conocer el Régimen -escribe Philaléthe-, será honrado por los príncipes y por los grandes de la tierra.» Y añade el mismo autor: «No os ocultamos nada, salvo el Régimen. Así, pues, para no atraer sobre nuestra cabeza la maldición de los filósofos, revelando lo que ellos creyeron que habían de dejar en la sombra, nos limitaremos a advertir que el Régimen de la Piedra, es decir, su cocción, contiene otros varios, o, dicho de otro modo, varias repeticiones de una misma manera de operar. Reflexionad, apelad a la analogía y, sobre todo, no os apartéis jamás de la sencillez natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a fin de conservar vuestra vitalidad, que el descanso os es indispensable porque favorece, de una parte, la digestión y la asimilación del alimento, y, de otra, la renovación de las células gastadas por el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con gran frecuencia, ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no asimilables?
De la misma manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza, y este alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante todo dadle leche; el régimen a base de carne, más sustancioso, vendrá después. Y no olvidéis separar los excrementos cada digestión, pues vuestra piedra podría infectarse... Seguid pues, el orden de la Naturaleza y obedecedla con la mayor fidelidad que os sea posible. Y comprenderéis de qué manera conviene efectuar la cocción cuando hayáis adquirido un conocimiento perfecto del Régimen. Así captaréis mejor el apóstrofe que Tollius[xxvii] (15) dirige a los alquimistas esclavos de la letra:
«Id, marchaos, vosotros que buscáis con extremada aplicación vuestros diversos colores en las redomas de vidrio.
Vosotros, que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo negro, estáis tan locos como aquel hombre de la antigüedad que tenía la costumbre de aplaudir en el teatro, aunque estuviera solo en él, porque siempre se imaginaba tener ante los ojos algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis vosotros, cuando vertiendo lágrimas de gozo, os imagináis que veis en vuestras redomas la blanca paloma, el águila amarilla y el faisán rojo. Id, os digo, y alejaos de mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija; pues ésta no penetrará los cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el cuerpo humano las más sólidas murallas...
»Esto es lo que tenía que deciros acerca de los colores, a fin de que en el porvenir dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo cual añadiré unas palabras con referencia al olor.
»La Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se vuelve más amarillento cuando más se acerca al Sol; el éter es completamente rojo. También la muerte, según se dice, es negra; la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se aproxima a la naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego. Ahora bien, ¿acaso el olor de muerto o de un cadáver no es fastidioso y desagradable al olfato?  De la misma manera, el olor hediondo denota, a los filósofos, la fijación; por el contrario, el olor agradable indica volatilidad, porque se acerca a la vida y al calor.»
Volviendo al basamento de Nótre-Dame, encontraremos, en sexto lugar, la Filosofía, cuyo disco tiene grabada una cruz. Aquí tenemos la expresión de la cuaternidad de los elementos y la manifestación de los dos principios metálicos, sol y luna -ésta machacada-, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes (lám. XI).
IV
Los motivos que adornan el lado derecho son de lectura más ingrata; ennegrecidos y corroídos, deben sobre todo su deterioro a la orientación de esta parte del pórtico. Azotados por los vientos de Poniente, siete siglos de ráfagas lo han desgastado hasta el punto de reducir algunos de ellos al estado de siluetas romas y vagas.
En el séptimo bajo relieve de esta serie -primero a la derecha-, observamos el corte longitudinal del atanor y el aparato interno destinado a sostener el huevo filosófico; el personaje tiene una piedra en la mano derecha (Lám. XII).

En el círculo siguiente vemos la imagen de un grifo. El monstruo mitológico, que tiene la cabeza y el pecho de águila y toma del león el resto del cuerpo, inicia al investigador en las cualidades contrarias que hay que agrupar necesariamente en la materia filosofal (Lám. XIII). 

Encontramos en esta imagen el jeroglífico de la primera conjunción, la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se desarrolla la penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas. La serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima del azufre y del mercurio lleva también el nombre de sublimación. Gracias a la reiteración de las águilas o sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio exaltado de sus partes groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera de una porción del cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila significa, según la expresión hermética, hacer salir la luz de la tumba y llevarla a la superficie, que es lo propio de toda sublimación verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y Ariadna. En este caso, Teseo es OEu-E¿og, la luz organizada, manifiesta, que se separa de Ariana, la araña que está en el centro de su tela, el guijarro, la cáscara vacía, el capullo del gusano de seda, el despojo de la mariposa (Psique). «Sabed, hermano mío -escribe Philaléthe[xxviii] -, que la preparación exacta de las águilas voladoras es el primer grado de la perfección, y, para conocerlo, se precisa un genio industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo, hemos sudado y trabajado mucho. Por consiguiente, vos, que no hacéis más que empezar, estad persuadido de que no triunfaréis en la primera operación sin un gran esfuerzo...
«Comprended, pues, hermano mío, lo que dicen los Sabios, al observar que conducen sus águilas para devorar al león; y, cuanto menos águilas se emplean, más duro es el combate y más dificultades se encuentran para lograr la victoria. Mas, para perfeccionar nuestra Obra, se necesitan al menos siete águilas, e incluso deberían emplearse hasta nueve. Y nuestro Mercurio filosófico es el pájaro de Hermes, al cual se da también el nombre de Oca o de Cisne, y a veces el de Faisán.» Son estas sublimaciones las que describe Calímaco en el Himno a Delos, cuando dice, hablando de los cisnes.-
«(Los cisnes) giraron siete veces alrededor de Delos...
y no habían cantado todavía por octava vez, cuando Apolo nació.»
Es una variante de la procesión que Josué hizo desfilar siete veces alrededor de Jericó, cuyas murallas se derrumbaron antes de la octava vuelta (Josué, c. VI, 16).
A fin de señalar la violencia del combate que precede a nuestra conjunción, los sabios simbolizaron las dos naturalezas con el águila y el león iguales en fuerza, pero de complexión contraria. El león representa la fuerza terrestre y fija, mientras que el águila expresa la fuerza aérea y volátil. Puestos frente a frente, los dos campeones se atacan, se repelen, se desgarran mutuamente con energía, hasta que, al fin, después de perder el águila sus alas y el león su melena, ambos antagonistas no forman más que un solo cuerpo, de calidad intermedia y de sustancia homogénea, el  Mercurio animado.
En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas, recordamos haber visto construir un bello inmueble cuya decoración nos sorprendió, porque reflejaba nuestras preocupaciones herméticas. Encima de la puerta de entrada, dos niños enlazados, varón y hembra, separan y levantan un velo que los cubría. Sus bustos emergen de un montón de flores, de hojas y de frutos. Un bajo relieve domina el coronamiento angular; representa el combate simbólico del águila y el león de que acabamos de hablar, y se adivina fácilmente que el arquitecto debió de tener bastante trabajo para situar el enojoso emblema, impuesto por una voluntad intransigente y superior[xxix]...
Por un Labrador fui construida sin interés y con un don celoso, me llamó PIEDRA BELLA, 1762. (La alquimia nevaba todavía el nombre de Agricultura celeste, y sus Adeptos el de Labradores).
El noveno tema nos permite penetrar - más aún en el secreto de fabricación del Disolvente universal. Una mujer señala en él -alegóricamente- los materiales necesarios para la construcción del vaso hermético; levanta una pequeña plancha de madera, parecida en cierto modo a una duela de tonel, cuya esencia nos es revelada por la rama de roble que ostenta el escudo. Volvemos a encontrar aquí la fuente misteriosa esculpida en el contrafuerte del pórtico, pero el ademán de nuestro personaje delata la espiritualidad de esta sustancia, de este fuego de la Naturaleza sin el cual nada puede crecer ni vegetar aquí abajo (Iám. XIV). 
Es este espíritu, extendido en la superficie del globo, lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a medida que se materializa. Añadiremos, una vez más, que hace falta un cuerpo particular que sirva de receptáculo, una tierra atractiva donde pueda encontrar un principio susceptible de recibirle y de darle «corporeidad». «La raíz de nuestros cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-, y su cabeza, en tierra.» Ahí está ese imán encerrado en el vientre de Aries, el cual hay que tomar en el instante de su nacimiento, con tanta destreza como habilidad.
«El agua que empleamos -escribe el autor anónimo de la Llave del gabinete hermético -es un agua que encierra todas las virtudes del cielo y de la tierra; por eso es el Disolvente general de toda la Naturaleza,- ella abre las puertas de nuestro gabinete hermético y real; en ella están encerrados nuestro Rey y nuestra Reina, y ella es también su baño... Es la Fuente del Trevisano, donde el Rey se despoja de su manto de púrpura para vestir hábito negro... Cierto que esta agua es difícil de obtener; lo cual hizo decir al Cosmopolita, en su Enigma, que era rara en la isla... Este autor nos la señala más particularmente con estas palabras: no se parece al agua de la nube, pero tiene de ella toda la apariencia. En otro lugar, la designa con el nombre de acero y de imán, pues es realmente un imán que atrae hacia sí todas las influencias del cielo, del sol, de la luna y de los astros, para comunicarlas a la tierra. Dice que este acero se encuentra en Aries, y que señala el comienzo de la primavera, cuando el sol recorre el signo del Carnero. Flamel nos da una descripción bastante exacta en las Figuras de Abraham el Judío; nos describe un roble hueco[xxx], de donde brota una fuente, y con la misma agua, un jardinero riega las plantas y las flores de un parterre. El roble, que está hueco, representa el tonel que se construye con madera de roble, en el que hay que corromper el agua que reserva para regar las plantas y que es mucho mejor que el agua cruda... Ahora bien, aquí llega el momento de descubrir uno de los grandes secretos de este Arte, ocultado por los Filósofos, y sin cuyo vaso no podréis hacer esta putrefacción y purificación de nuestros elementos, de la misma manera que no podríamos hacer vino sin que antes hirviese en el tonel. Ahora bien, así como el tonel está hecho de madera de roble, así el vaso debe ser de madera de viejo roble, redondeado por dentro, como un hemisferio, con los bordes muy gruesos y escuadrados; a falta de esto, un barrilillo y otro parecido para cubrirlo. Casi todos los Filósofos han hablado de ese vaso absolutamente necesario para esta operación. Philatéthe lo describe valiéndose de la fábula de la serpiente pitón, que Cadmo atravesó de parte a parte contra un roble. Hay una figura en el libro de las Doce llaves[xxxi] que representa esta misma operación y el vaso en que ésta se hace, del cual sale una gran humareda, que denota la fermentación y la ebullición de esta agua; y esta humareda termina en una ventana, por la que se ve el cielo, en el que aparecen el sol y la luna, que señala el origen de esta agua y las virtudes que contiene. Es nuestro vinagre mercurial que baja del cielo a la tierra y sube de la tierra al cielo.»
Hemos dado este texto porque puede ser de utilidad, a condición, empero, de que sepamos leerlo con prudencia y comprenderlo con lucidez. Debemos aquí repetir una vez más la máxima tan cara a los Adeptos: el espíritu vivifica, pero la letra mata.
Y henos ahora frente a un símbolo muy complejo: el del León. Complejo porque no podemos, ante la actual desnudez de la piedra, contentamos con una sola explicación. Los Sabios han añadido al león diversos calificativos, ya para expresar el aspecto de las sustancias sobre las que actúan, ya para designar una cualidad especial y preponderante. En el emblema del Grifo (motivo octavo), hemos visto que el León, rey de los animales terrestres, representaba la parte fija, básica, de un compuesto, fijeza que, en contacto con la volatilidad adversa, perdía la mejor parte de sí misma, la que caracterizaba su forma, es decir, en lenguaje jeroglífico, la cabeza. Esta vez debemos estudiar el animal sólo, e ignoramos de qué color estaba originariamente revestido. En general, el León es el signo del oro, tanto alquímico como natural; expresa, pues, las propiedades fisicoquímicas de estos cuerpos Pero los textos dan el mismo nombre a la materia receptiva del Espíritu universal, del fuego secreto en la elaboración del disolvente. En ambos casos, se trata siempre de una interpretación de poder, de incorruptibilidad, de perfección, como, indica por lo demás, con bastante elocuencia, el caballero de enhiesta espada y cubierto con cota de malla que nos presenta al rey de la fauna alquímica (lám. XV).
El primer agente magnético empleado para preparar el disolvente -que algunos han llamado Alkaest- recibe el nombre de León verde, debido no tanto a su coloración verde como al hecho de que no ha adquirido todavía las características minerales que distinguen químicamente el estado adulto del estado naciente. Es un fruto verde y acerbo, comparado con el fruto rojo y maduro. Es la juventud metálica, sobre la que todavía no ha actuado la Evolución, pero, que contiene el germen latente de una energía real, llamada a desarrollarse más adelante. Es el arsénico y el plomo con respecto a la plata y el oro. Es la imperfección actual de la que saldrá la mayor perfección futura; el rudimento de nuestro embrión, el embrión de nuestra piedra, la piedra de nuestro elixir. Algunos adeptos, entre ellos Basilio Valentín, lo llamaron Vitríolo verde, para expresar su naturaleza cálida, ardiente y salina; otros, Esmeralda de los Filósofos, Rocío del mayo, Hierba saturnina, Píedra vegetal, etcétera. «Nuestra agua toma los nombres de las hojas de todos los árboles, de los árboles mismos y de todo lo que presenta un color verde, a fin de engañar a los insensatos», dice el Maestro Arnau de Vilanova.
En cuanto al León rojo, no es otra cosa, según los filósofos, que la misma materia, o León verde, llevada por determinados procedimientos a esta calidad especial que caracteriza al oro hermético o león rojo. Esto movió a Basilio Valentín a darnos el siguiente consejo: «Disuelve y alimenta al verdadero León con la sangre del León verde, pues la sangre fija del León rojo está hecha de sangre volátil del verde, porque ambos son de la misma naturaleza.»
De estas interpretaciones, ¿cuál es la verdadera?  He aquí una cuestión que nos confesamos incapaces de resolver. El león simbólico había sido, sin duda alguna, pintado o dorado. Cualquier vestigio de cinabrio, de malaquita o de metal nos sacaría de apuros. Pero no queda nada, salvo la piedra calcárea corroída, grisácea y gastada por el tiempo. ¡El león de piedra guarda su secreto!
La extracción del Azufre rojo e incombustible aparece manifestada por la figura de un monstruo mezcla de gallo y de zorra. Es el mismo símbolo de que se sirvió Basilio Valentín en la tercera de sus Doce llaves. «Es este soberbio manto con la Sal de los Astros, dijo el Adepto, que sigue a este azufre celeste, guardado cuidadosamente por miedo de que se gaste, y los hace volar como un pájaro, mientras sea necesario, y el gallo se comerá la zorra, y se ahogará y asfixiará en el agua; después, volviendo a la vida por el fuego, será (a fin de que a cada uno le llegue su vez) devorado por la zorra» (lám. XVI).

Después de la zorra-gallo, viene el Toro (Iám. XVIII).
Considerado como signo zodiacal, es el segundo mes de las operaciones preparatorias en la primera obra, y el primer régimen del fuego elemental en la segunda. Como figura de carácter práctico, y puesto que el toro y el buey están consagrados al sol, como la vaca lo está a la luna, representa el Azufre, principio masculino, dado que el sol es llamado metafóricamente por Hermes, Padre de la piedra. El toro y la vaca, el sol y la luna, el azufre y el mercurio, son, pues, jeroglílcos de idéntico sentido y designan las naturalezas primitivas contrarias, antes de su conjunción, naturaleza que el Arte extrae de cuerpos mixtos imperfectos.



[i]          Obras de NicolÁs Grospanny y Nicolas Valois. Maus. bibliot. de l'Arsenal, n.- 2.516 (166 S.A.F.), pág. 176
[ii]          Etteilla, Le Denier du Pauvre, en las Sept nuances de I'Oeuvre philosophique, s. 1. n. E (1786), pág. 57.
[iii]         Es el titulo de unos célebres mans. alquímicos de Agrícola y de Ticinensis. Véase bibliot. de Rennes (159), de Bordeaux (533), de Lyon (154). y de Cambrai (919).
[iv]         El gorro frigio, que llevaban los sans-culottes y constituía una especie de talismán protector en medio de las hecatombes revolucionarias, era señal distintiva de los Iniciados. El sabio Pierre Dujols, en un análisis de la obra de Lombard (de Langres) titulada Histoire des Jacobins, depuis 1 789  jusqu'á cejour, ou Etat de 1'Europe en novembre 1820 (París, 1820), escribe que, al admitir al Epopte (en los Misterios de Eleusis) se preguntaba al recipiendario si se sentía con la fuerza, voluntad y la abnegación necesarias para intervenir en la GRAN OBRA. Después, le ponían un gorro rojo sobre la cabeza y pronunciaban esta fórmula: «Cúbrete con este gorro, que vale más que una corona real,» Se estaba lejos de sospechar que esta especie de sombrero, llamado liberia en las Mitríacas, y que antaño era propio de los esclavos libertados, sería un símbolo masónico y la señal suprema de la Iniciación. No hay que admirarse, pues, de verlo figurar en nuestras monedas y en nuestros monumentos públicos.
[v]         Véase J. Mangin de Richebourg, Bibliothéque des Philosophes Chiiniques, París, 1741, t. 11, tratado VII.
[vi]         «Advierte este roble», dice simplemente Flamel en el Livre des Figures hiéroglyphiques.
[vii]        Véase Noel, Dictionnaire de la Fable, París, Le Normant, 1801.
[viii]        Azoth o Moyen de faire 1'Or caché des Philosophes, por el Hermano Basile Valentin. París, Pierre Moét, 1659, pág. 51.
[ix]         G. J. Witkowski, L'atl profane á 1'Eglise, Extranjero, pág. 63.
[x]         «Mientras la sangre brota de la herida bendita de Cristo y la santa Virgen oprime su seno virginal, la leche y la sangre manan y se mezclan, y se convierten en Fuente de Vida y en Manantial del bien.»
[xi]         Recueil de Sept Figures peintes. Bibl. de l'Arsenal, número 3.047 (153 S.A.F.).
[xii]        Véase Trismosin, La Toyson dOr. París, Ch. Sevestre, 1612, página 52.
[xiii]        Le Breton, Clefs de la Philosophie Spagyrique. París, Jombert, 1722, página 282.
[xiv]       La Nature á découvert, por el Chevalier Inconnu, Aix, 1669.
[xv]        La Clef du Cabinet hermétique. Mans. del siglo xviii, Anón., s. 1. n. f.
[xvi]       Bernardo Trevisano, La Parole délaissée. París, Jean Sara, 1618, página 39.
[xvii]       Con este solo nombre designa el autor a Raimundo Luijo (Doctor llluminatus).
[xviii]      Se da el nombre de llave a toda disolución alquímica radical (es decir, irreductible), y a veces se extiende a este término a los monstruos o disolventes capaces de efectuarla.                                                              
[xix]       Le Filet d´ariadne. París, d'Houry, 1695, pág. 99.
[xx]        Con la adición de un comentario de Limojon de Saint-Didier, en el Triunfo hermético o la Piedra filosofal victoriosa. Amsterdam, Weitsten, 1699, y Desbordes, 1710. Esta obra ha sido reeditada por Atlantis, comprendidos el frontispicio simbólico y su explicación, que a menudo faltan en los ejemplares antiguos.
[xxi]       Le Secret Livre dartephius, en Trois Traitez de la Philosophie naturell£. París, Marette, 1612.
[xxii]       Pontano, De Lapide Philosophico, Francofurti, 1614.
[xxiii]      Manuscrito de la Biblioteca Nacional, 19.969.
[xxiv]      Frédéric Portal. Des Couleurs Symboliques. París, Treuttel y Würtz, 1957. página 2.
[xxv]       Véase Denier du Pauvre o la perfección des métaux, París (1785, aproximadamente), pág. 58.
[xxvi]      Este cuadro se supone pintado a mediados del siglo XVII.
[xxvii]     J. Tollius, Le Chemin du Ciel Chymique. Trad. del Manductio Coelum Chemicum. Amstelaedami, Janss. Waesbergios, 1688.
[xxviii]     Lenglet-Dufresnoy, Histoire de la Philosophie Hermétique. –L´entrée au Palais Fermé du Roy, t. 11, pág. 35. París, Cousteliler, 1742.
[xxix]      Este inmueble, construido con piedra tallada y de una altura de seis Pisos, está situado en el distrito XVII, en la esquina del bulevar Péreire y de la calle de Monbel. En Tousson, cerca de Malesherbes (Seine-et-oise), una antigua mansión del siglo XVIII, de aspecto bastante señorial, muestra en su fachada, grabada en caracteres de la época, la inscripción siguiente, cuya disposición y Ortografía respetamos:
[xxx]      Vide supra, pág, 1 1 3.
[xxxi]      Véase Douze CIefs de Philosophie del Hermano Basile Valentin. París, Moét, 1659, llave 12. (Reeditadas por Les Editions de Minuit, 1956.)

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