PARÍS
I
La
catedral de París, como la mayoría de las basílicas
metropolitanas, está colocada bajo la advocación de la bendita Virgen María o
Virgen-Madre. En Francia, el vulgo llama a estas iglesias las Nótre-Dame. En Sicilia, llevan un nombre
todavía más expresivo: Matrices. Son,
pues, templos dedicados a la Madre (en
latín, mater, matris), a la Matrona en el sentido primitivo, palabra
que, por corrupción, se ha convertido en
Madona (ital. ma donna), mi Señora y, por extensión, Nuestra Señora.
Franqueemos
la verja y empecemos el estudio de la fachada por el gran pórtico, llamado
pórtico central o del Juicio.
El
pilar central, que separa en dos el vano de la entrada, ofrece una serie de
representaciones alegóricas de las ciencias medievales. De cara a la plaza -y
en lugar de honor- aparece la alquimia representada por una mujer cuya frente
toca las nubes. Sentada en un trono, lleva un cetro -símbolo de soberanía- en
la mano izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el
otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho,
yérguese la escala de nueve peldaños -scala philosophorum-, jeroglífico
de la paciencia que deben tener sus fieles en el curso de las nueve operaciones
sucesivas de la labor hermética (lámina H). «La paciencia es la escala de
los Filósofos -nos dice Valois[i]-
y la humildad es la puerta de su jardín; pues a todos aquellos que perseveren
sin orgullo y sin envidia, Dios les tendrá misericordia.»
Tal
es el título del capítulo filosofar de este mutus
Liber que es el templo gótico; el frontispicio de esta Biblia oculta y de
macizas hojas de piedra; la huella, el sello de la Gran Obra cristiana. No
podía hallarse mejor situado que en el umbral mismo de la entrada principal.
Así,
la catedral se nos presenta fundada en la ciencia alquímica, investigadora de
las transformaciones de la sustancia original, de la Materia elemental (lat. materea,-
raíz mater, madre). Pues la Virgen-Madre, despojada de su
velo simbólico, no es más que la personificación de la sustancia primitiva que
empleó, para realizar sus designios, el Principio creador de todo lo que existe.
Tal es el sentido, por lo demás luminosísimo, de la singular epístola que se
lee en la misa de Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo texto transcribimos:
«El
Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, desde el comienzo, antes que criase cosa alguna. Desde la
eternidad fui predestinada, y antes que
fuese hecha la tierra. Aún no existían los abismos, y yo había sido ya
concebida. Aún no habían brotado las fuentes de las aguas; aún no estaba
asentada la pesada mole de los montes; antes de que hubiese collados yo había
ya nacido. Aún no había hecho la tierra, ni los ríos, ni los ejes del globo de
la tierra. Cuando Él extendía los cielos, estaba yo con El; cuando con ley fija
y valla encerraba los abismos; cuando arriba consolidaba el firmamento, y ponía
en equilibrio los manantiales de las aguas; cuando circunscribía al mar en sus
términos, y ponía ley a sus olas para que no traspasasen sus linderos; cuando
asentaba los cimientos de la tierra, con
Él estaba yo concertándolo todo.»
Trátase
aquí, visiblemente, de la esencia misma de las cosas. Y, en efecto, nos enseña la Letanía que la Virgen es el
Vaso que contiene el Espíritu de las cosas.- Vas spirituale.
«Sobre
una mesa, a la altura del pecho de los Magos –nos dice Etteilla[ii]
-, estaban, a un lado, un libro o una serie de hojas o de láminas de oro (el
libro de Thot), y, al otro, un vaso lleno
de un licor celeste-astral, compuesto de un tercio de miel silvestre, una
parte de agua de la tierra y una parte de agua del cielo... El secreto, el
misterio, estaba, pues, en el vaso.»
Esta
Virgen singular -Virgo singularis, como
la llama expresamente la Iglesia- es, además, glorificada mediante epítetos que
denotan con bastante claridad su origen positivo. ¿Acaso no se la llama también
palmera de Paciencia (Palma patientiae), Lirio entre espinas[iii]
(Lirium inter spina ), Miel simbólica de Sansón, Vellón de Gedeón, Rosa
Mística, puerta del Cielo, Casa de
Oro, etc.? Los mismos textos llaman también a María Sede de la Sabidutía, lo cual equivale a Tema de la Ciencia hermética,
del saber universal. En el simbolismo de los metales planetarios, es la
Luna, que recibe los rayos
del sol y los conserva secretamente en su seno. Es la dispensadora de la sustancia
pasiva, a la cual anima el espíritu solar. María, Virgen y Madre, representa,
pues,
la forma; Elías, el sol, Dios Padre, es emblema del espíritu vital. De la
unión de estos dos principios resulta la materia viva, sometida a las
vicisitudes de las leyes de mutación y de continuidad. Y surge entonces Jesús,
el espíritu encamado, el fuego que toma cuerpo en las cosas, tal como
las conocemos aquí abajo:
Y
EL VERBO SE HIZO CARNE, Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
Por
otra parte, la Biblia nos dice que María, madre de Jesús, era de la
rama de Jesé. Ahora bien, la palabra
hebrea Jes significa el fuego, el sol, la divinidad. Ser de la
rama de Jesé equivale, pues, a ser de la
raza del sol, del fuego. Como la materia tiene su origen en el fuego solar, tal como acabamos de ver,
el mismo nombre de Jesús se nos presenta
en su esplendor original y divino: fuego,
sol, Dios.
Por
último, en el Ave Regina, la Virgen
es adecuadamente llamada Raíz (Salve,
radix), para señalar que es principio y comienzo del Todo. «Salve, raíz por
la cual la Luz ha brillado sobre el mundo.»
Tales
son las reflexiones que sugiere el expresivo bajo relieve que acoge al
visitante bajo el pórtico de la basílica. La Filosofía hermética, la antigua
Espagírica, le dan la bienvenida en la iglesia gótica, en el templo alquímico
por excelencia. Pues la catedral entera no es más que una glorificación
muda, pero gráfica, de la antigua ciencia de Hermes, de la que, por otra parte,
ha sabido conservar a uno de los antiguos artífices. Nótre-Dame de París
guarda, en efecto, su alquimista.
Si,
impulsados por la curiosidad, o para distraer el ocio de un día de verano, ascendéis
por la escalera de caracol que conduce a las partes altas del edificio,
recorred despacio el camino, trazado como una atarjea, que se abre en lo alto de la
segunda galería. Al llegar cerca del eje medial del
majestuoso edificio, percibiréis, en el ángulo entrante de la
torre septentrional, en medio de un cortejo de quimeras, el impresionante
relieve de un gran anciano de piedra. Es él, es el alquimista de Nótre-Dame
(lám. III).
Tocado
con el gorro frigio, atributo del Adepto[iv],
negligentemente colocado sobre los largos cabellos de espesos bucles, el sabio,
envuelto en la capa ligera del laboratorio, se apoya con una mano en la
balaustrada, mientras se acaricia con la
otra la barba poblada y sedosa. No medita; observa. Tiene los ojos fijos, y, en la
mirada, una agudeza extraña. Todo, en la actitud del Filósofo, revela
una intensa emoción. La curvatura de los hombros, la proyección de la cabeza y
del busto hacia delante, expresan, efectivamente, la mayor sorpresa. La mano
petrificada se anima. ¿Será una ilusión? Uno aseguraría que la ve temblar...
¡Espléndida
figura la del viejo maestro que escruta, interroga, ansioso y atento, la
evolución de la vida mineral, y contempla al fin, deslumbrado, el prodigio que
solamente su fe le había dejado entrever!
¡Y
cuán pobres son las modernas estatuas de maestros sabios -ya estén fundidas en
bronce o talladas en mármol-, comparadas con esta imagen venerable, de tan
formidable realismo en su sencillez!
II
El
estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se extiende bajo los tres arcos,
está enteramente consagrado a nuestra ciencia;
y este conjunto de imágenes, tan curiosas como instructivas, constituye un
verdadero regalo para el descifrador de los enigmas herméticos.
Allí
encontraremos el nombre lapidario del tema
de los Sabios,- allí asistiremos
a la elaboración del disolvente secreto; allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo
del Elixir, desde su calcinación primera hasta su última cocción.
Pero,
a fin de observar cierto método en este estudio, observaremos siempre el
orden de sucesión de las figuras, yendo desde el exterior hacia las
hojas de la puerta, tal como lo haría un fiel al penetrar en el santuario.
Sobre
las caras laterales de los contrafuertes que limitan el gran pórtico,
encontraremos, a la altura del ojo, dos pequeños bajo relieves embutidos cada
uno en una ojiva. El del pilar de la izquierda os presenta al alquimista
descubriendo la Fuente misteriosa que
Trevisano describe en la Parábola final
de su libro sobre la Filosofla natural de
los metales[v].
El
artista ha caminado largo tiempo; ha errado por vías falsas y caminos dudosos;
¡pero al fin se ve colmado de gozo! El
riachuelo de agua viva discurre a sus
pies; brota, a borbotones, del roble hueco[vi].
Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y así, desdeñando el arco y las flechas
con las cuales, a la manera de Cadmo, traspasó el dragón, mira ondear el
límpido caudal cuya virtud disolvente y cuya esencia volátil le son
atestiguadas por un pájaro posado en el árbol.
Pero,
¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es
la naturaleza de este poderoso disolvente capaz de penetrar todos los metales
-el oro, en particular- y de cumplir, con la ayuda del cuerpo disuelto, la gran
obra en su totalidad? Estos son enigmas tan profundos que han desanimado a un
número considerable de investigadores; todos, o casi todos, han dado de cabeza
contra este muro impenetrable, levantado por los Filósofos para servir de
recinto a su ciudadela.
La
mitología la llama Libethra[vii],
y nos cuenta que era una fuente de Magnesia,
cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca. Ambas brotaban de una gran roca que tenía la forma de un
seno de mujer; de suerte que el agua parecía brotar como leche de dos senos. Ahora bien, sabemos que los autores
antiguos llaman a la materia de la Obra nuestra
Magnesia y que el licor extraído de esta magnesia recibe el nombre de Leche de la Virgen. Esto es ya un
indicio. En cuanto a la alegoría de la mezcla o de la combinación de esta agua
primitiva brotada del Caos de los
Sabios con una segunda agua de naturaleza diferente (aunque del mismo género),
resulta bastante clara y suficientemente expresiva. De esta combinación resulta
una tercera agua que no moja las manos y que los Filósofos
han llamado, ora Mercurio, ora Azufre, según
atendiesen a su cualidad o su aspecto
físico.
En
el tratado del Azoth[viii],
atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentín, pero que más bien
parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada en madera que
representa una ninfa o sirena coronada, nadando en el mar y haciendo brotar de
sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las aguas.
Los
autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmal y nos enseñan, además, que sus aguas dieron la inmortalidad
al profeta Elías (HÁtog, sol). Sitúan la famosa fuente en el Modhallam, término
cuya raíz significa Mar oscuro y
tenebroso, señalando muy bien la confusión elemental que los Sabios
atribuyen a su Caos o materia prima.
Una
pintura de la fábula que acabamos de citar se encontraba en la pequeña iglesia
de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y citado por
Witkowski[ix],
parece ser la versión religiosa del mismo tema químico. «Jesús vierte en una
gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por la lanza de Longinos;
la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de ellos cae en el mismo
recipiente. El sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo de
un abismo de llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los
bustos desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y
las refresca.»
Al
pie de esta antigua pintura, léese una inscripción en latín de sacristía:
Dum fluit e Christi benedicto vulnere
sanguis,
Et dum Virgineum lac pia Virgo premít,
Lac fuit et sanguís, sangulv
conjungitur et lac,
Et
sit Fons Vitae, Fons et Otigo boni[x].
Entre
las descripciones que acompañan a las Figuras
simbólicas de Abraham el Judío, libro que, según dicen, perteneció a
Nicolas Flamel[xi] y
tuvo este Adepto expuesto en su gabinete de escritor, citaremos dos que tienen
relación con la Fuente misteriosa y
con sus componentes. He aquí los textos originales de estas dos notas
explicativas:
«Tercera
figura. -En ella está pintado y representado un jardín cercado con setos, donde
hay varios cuadros. En el centro, hay un roble
hueco, al pie del cual, a un lado, hay un rosal de hojas de oro y de rosas blancas y rojas, que rodea el
dicho roble hasta lo alto, cerca de sus ramas. Y al pie de dicho roble hueco
hierve una fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre
varios que la andan buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y
otros cuatro que la buscan sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no pueden encontrarla, excepto uno que la pesa en su
mano.»
Este
último personaje es el que constituye el tema del motivo esculpido de
Nótre-Dame de París. La preparación del disolvente en cuestión aparece relatada
en la explicación que acompaña a la imagen siguiente:
«Cuarta
figura. -Representa un campo, en el cual hay un rey coronado, vestido de rojo al estilo judío, y que sostiene una
espada desenvainada; dos soldados que matan a los hijos de dos madres, que están sentadas en el suelo, llorando a sus hijos; y
otros dos soldados que arrojan la sangre en una gran cuba llena de la dicha
sangre, donde el sol y la luna
bajando del cielo o de las nubes, vienen
a bañarse. Y son seis soldados armados de armadura blanca, y el rey hace el
séptimo, y siete inocentes muertos, y
dos madres, una vestida de azul que llora, enjugándose la cara con
un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida
de rojo.»
Citemos
también una figura del libro de Trismosin[xii],
que es muy parecida a la tercera de Abraham. Vemos en ella un roble al pie del
cual, ceñido con una corona de oro, brota un riachuelo oculto que se vierte en
el campo. Entre las hojas del árbol, revolotean unos pájaros blancos, mientras
un cuervo, que parece dormido, está a punto de ser apresado por un hombre
pobremente vestido y encaramado en una escalera. En primer término de este
cuadro rústico, dos sofistas, vistiendo suntuosos trajes, discuten y razonan
sobre este punto científico, sin advertir el roble que tienen a su espalda, ni
ven la Fuente que discurre a sus pies...
Digamos,
por último, que la tradición esotérica de la Fuente de Vida o Fuente de Juventud se encuentra materializada en
los Pozos sagrados que poseían en la
Edad Media, la mayoría de las iglesias góticas. El agua que se extraía de
aquéllos pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era
empleada en el tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el
sitio de París por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las
propiedades maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-des Prés,
el cual se abría al fondo del santuario de la célebre abadía. De igual manera,
el agua del pozo de Saint-Marcel, de París, excavado en la iglesia, cerca de la
losa sepulcral del venerable obispo, era, según Grégoire de Tours, un eficaz
específico contra varias dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la
basílica ojival de Nótre-Dame de Lépine (Marne) un pozo milagroso, llamado Pozo de
la Santa Virgen, y, en la mitad del coro de Nótre-Dame de Limoux
(Ande), un pozo análogo cuya agua cura, según dicen, todas las enfermedades, y
en el que puede verse esta inscripción:
Omnis
qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit.
Cuantos beban de esta agua, si además
tienen fe, gozarán de buena salud.
Pronto
tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta agua póntica, a la que dieron los Filósofos multitud de epítetos
más o menos sugestivos.
Frente
al motivo esculpido que expresa la naturaleza del agente secreto, vamos a
presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción del compuesto filosofal. Aquí, el artista vela por el producto de su
labor. Cubierto con su armadura, protegidas las piernas con espinilleras, y
embrazado el escudo, nuestro caballero se encuentra plantado en la terraza de
una fortaleza, a juzgar por las almenas que le rodean. En un movimiento
defensivo, apunta su lanza a una forma imprecisa (¿un rayo de luz? ¿un haz de
llamas?), desgraciadamente imposible de identificar, tan mutilado está el
relieve. Detrás del combatiente, un pequeño y extraño edificio formado por un
basamento almenado y apoyado en cuatro pilares, aparece rematado por una cúpula
segmentada de llave esférica. Bajo el arco inferior, una masa aculeiforme e
inflamada nos da la explicación de su destino. Este curioso pabellón o
fortaleza en miniatura es el instrumento de la Gran Obra, el Atanor, el hornillo oculto de dos llamas
-potencial y virtual- que todos los discípulos conocen y que ha sido
vulgarizado por numerosas descripciones y grabados (lám. V).
Inmediatamente
encima de estas figuras están representados dos temas que parecen constituir su
complemento. Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo apariencias sagradas
y escenas bíblicas, nos abstendremos de hablar de ellos, para que no se nos
reproche una interpretación arbitraria. Hubo grandes sabios, entre los maestros
antiguos, que no temieron explicar alquímicamente las parábolas de la Sagrada
Escritura, tan susceptible en su sentido de interpretaciones diversas. La
Filosofía hermética apela a menudo al testimonio del Génesis para servir de
analogía al primer trabajo de la Obra; muchas alegorías del Viejo y del Nuevo
Testamento adquieren un relieve imprevisto en contacto con la alquimia. Tales
precedentes deberían animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa;
preferimos, sin embargo, limitarnos a los motivos cuyo carácter profano es
indiscutible, dejando a los investigadores benévolos la facultad de ejercitar
su sagacidad con los restantes.
III
Los
temas herméticos del estilóbato se desarrollan en dos hileras superpuestas,
a derecha e izquierda del pórtico. La hilera inferior comprende doce
medallones, y la superior, doce figuras. Estas últimas representan
personajes sentados en zócalos adornados con estrías, de perfil ora cóncavo,
ora angular, y colocados en los intercolumnios de arcadas trilobuladas. Todos
presentan discos con emblemas variados, pero siempre referentes a la labor
alquímica.
Si
empezamos por la izquierda de la hilera superior, el primer bajo relieve nos
muestra la imagen del cuervo, símbolo del
color negro. La mujer que lo
tiene sobre las rodillas simboliza la Putrefacción
(lám. VI).
Séanos
permitido detenernos un instante en el jeroglífico del Cuervo, puesto que oculta un punto importante de nuestra
ciencia. Expresa, en efecto, en la cocción del Rebis filosofar, el color
negro, primera apariencia de la descomposición consecutiva a la mixtión
perfecta de las materias del Huevo. Es,
según los Filósofos, la señal segura del éxito futuro, el
signo evidente de la preparación exacta del compuesto. El cuervo es, en cierto modo, el sello canónico de la Obra, como la
estrella es la firma del tema inicial.
Pero
esta negrura que aguarda el artista, que éste espera con ansiedad y cuya
aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de gozo, no se manifiesta
únicamente en el curso de la cocción. El pájaro negro aparece en diversas
ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el
orden de las operaciones.
Según
Le Breton[xiii], «hay
cuatro putrefacciones en la Obra filosófica. La primera, en la primera
separación; la segunda, en la primera conjunción; la tercera, en la segunda
conjunción, que se produce entre el agua pesada y su sal; por último, la
cuarta, en la fijación del azufre. En cada una de estas putrefacciones se
produce negrura».
Resultó,
pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir el arcano con tupido velo,
mezclando las cualidades específicas de las diversas sustancias, en el curso de
las cuatro operaciones que producen el color negro. De esta manera, es muy
laborioso separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de
ellas.
He
aquí algunas citas que pueden ilustrar al investigador y permitirle encontrar
su camino en este tenebroso laberinto «En la segunda operación -escribe el
Caballero Desconocido[xiv]-,
el prudente artista fija el alma general del mundo en el oro común y purifica
el alma terrestre e inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a la que llaman
Cabeza de cuervo, es muy larga. Esta va seguida de una tercera
multiplicación al añadir la materia filosófica o el alma general del mundo.»
Con
esto se indican claramente dos operaciones sucesivas, la primera de las cuales
termina, empezando la segunda después de aparecer la coloración negra, cosa
diferente de la cocción.
Un
valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII[xv]
nos habla también de esta primera putrefacción, que no hay que confundir con
las otras:
«Si
la materia no es corrompida y mortificada -dice esta obra-, no podréis extraer
nuestros elementos y nuestros principios; y, para ayudaros en esta dificultad,
os daré señales para conocerla. Algunos filósofos lo han observado también.
Morien dice: es preciso que se advierta cierta
acidez y que aquélla tenga cierto
olor de sepulcro. Philaléthe dice que tiene que parecer como ojos de pescado, es decir, pequeñas
burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma; pues esto
es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy larga, y
hay que tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego secreto, que es el único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»
Pero,
entre todas estas descripciones, las más numerosas y más consultadas son las
que se refieren al cuervo (o color
negro), puesto que engloban todos los caracteres de las otras operaciones.
Bernardo
Trevisano[xvi] se expresa en estos términos:
«Notad,
pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a estar embebido de nuestra agua
permanente, entonces todo el compuesto se convierte en una especie de pez
fundida, y queda ennegrecido como carbón. Y al llegar a este punto, nuestro
compuesto se llama: la pez negra, la sal
quemada, el Plomo fundido, el latón
no puro, la Magnesia y el Mirlo de
Juan. Pues entonces se ve una nube negra, flotando en la región media
de la redoma-- y en el fondo de ésta queda la materia fundida a manera de pez,
y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del burgo S.
Saturnin, al decir: ¡Oh, bendita nube que vuelas en nuestra redoma! Allí está el eclipse de sol, de que habla
Raimundo[xvii].
Y cuando esta masa está así ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de
su forma... Entonces, se manifiesta la humedad en color de azogue negro y
hediondo, el cual era anteriormente seco, blanco, oloroso, ardiente, depurado
de azufre por la primera operación, y ahora a depurar por esta segunda
operación. Y por esto, queda privado este cuerpo de su alma, que ha perdido, y
de su resplandor y de la maravillosa luminosidad que tenía anteriormente, y es
ahora negro y afeado... Esta masa negra o así ennegrecida es la llave[xviii],
principio y señal de la perfecta invención de la manera de obrar del segundo
régimen de nuestra piedra preciosa. Por lo cual, dice Hermes, si veis la
negrura, pensad que habéis ido por buena senda y seguido el buen camino.»
Batsdorff,
presunto autor de una obra clásica[xix]
que otros atribuyen a Gaston de
Claves, enseña que la putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que
ahí está la señal de un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los
Filósofos le han dado diversos nombres y la han llamado Occidente, Tinieblas, Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, Mortificación del Mercurio... Resulta,
pues, que por esta putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro.
Ahora
bien, los signos de una buena y verdadera putrefacción son una negrura muy negra o muy profunda, un olor hediondo, malo e infecto, llamado
por los Filósofos toxicum et venenum,
olor que no es sensible para el
olfato, sino sólo para el entendimiento.»
Terminemos
aquí las citas, que podríamos multiplicar sin mayor provecho para el estudioso,
y volvamos
a las figuras herméticas de Nótre-Dame.
El
segundo bajo relieve nos muestra la efigie del Mercurio filosofal:
una serpiente enroscada en una vara de oro. Abraham el Judío, conocido también
por el nombre de Eleazar, la empleó en el libro que vino a manos de Flamel,
cosa que nada tiene de sorprendente, pues volvemos a encontrar este símbolo
durante todo el período medieval (lámina VII).
La
serpiente indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio,
que absorbe ávidamente el azufre metálico y lo retiene con tanta fuerza que la
cohesión no puede ser ya vencida ulteriormente. Es el «gusano emponzoñado que
lo infecta todo con su veneno», de que nos habla la Antigua Guerra de los Caballeros[xx].
Este reptil es el tipo del Mercurio en su estado primero, y la vara de oro,
el azufre corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros
términos, su absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy
diversos; pero el cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado, conserva
el nombre de Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia
o el compuesto del primer orden, el huevo sulfatado que sólo exige ya una
cocción graduada para transformarse primero en azufre rojo, después en elixir y, por último, en el tercer
período, en Medicina universal. «En
nuestra Obra -afirman los filósofos-, basta con el Mercurio.»
Sigue
a continuación una mujer, de largos cabellos ]antes como llamas.
Personifica la Calcinación y aprieta
sobre su pecho el disco de la salamandra,
«que vive en el fuego y se alimenta de fuego» (Iám. VIII). Este lagarto
fabuloso no designa otra cosa que la sal
central, incombustible y fija, que conserva su naturaleza hasta en las
cenizas de los metales calcinados, y que los antiguos llamaron simiente metálica. En la violencia de la
acción ígnea, las porciones combustibles de los cuerpos se destruyen; sólo
resisten las partes puras, inalterables, y, aunque muy fijas, pueden extraerse
por lixiviación.
Tal
es, al menos, la expresión espagírca de
la calcinación, similitud de la que se sirven los Autores para servir de
ejemplo a la idea general que hay que tener del trabajo hermético.
Sin
embargo, nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la atención del
lector sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación vulgar, tal
como se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado en el
gabinete de los filósofos. Ésta no se realiza por medio de un fuego
vulgar, no necesita en absoluto el auxilio del reverbero, pero requiere
la ayuda de un agente oculto, de un fuego
secreto, el cual, para dar una idea de su forma, se parece mas a un agua
que a una llama. Este fuego, o esta agua ardiente, es la chispa vital comunicada por el
Creador a la materia inerte; es el espíritu
encerrado en las cosas, el rayo
ígneo, imperecedero, encerrado en el fondo de la sustancia oscura,
informe y frígida. Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra; y nos
complacería cortar este nudo gordiano en favor de los aspirantes a nuestra
Ciencia -recordando, ¡ay!, que nos vimos detenidos por esta misma dificultad
durante más de veinte años-, si nos estuviera permitido profanar un misterio
cuya revelación depende del Padre de las Luces. Por más que nos pese, sólo
podemos señalar el escollo y aconsejar, con los más eminentes filósofos, la
atenta lectura de Artephius[xxi],
de Pontano[xxii] y
de la obrita titulada Epístola de Igne
Philosophorum[xxiii].
En ellos se encontrarán valiosas indicaciones sobre la naturaleza y las
características de este fuego acuoso o
de esta agua ígnea, enseñanzas que
podrán completarse con los dos textos siguientes.
El
autor anónimo de los preceptos del Padre
Abraham dice:
«Hay
que extraer esta agua primitiva y celeste del cuerpo en que se halla, y
que se expresa con siete letras según nosotros, significando la simiente
primera de todos los seres, y no especificada ni determinada en la casa de
Aries para engendrar a su hijo. Es el agua a la que tantos nombres han dado los
Filósofos, y es el disolvente universal, la vida y la salud de todas las cosas.
Dicen los Filósofos que el sol y la luna se bañan en esta agua,
y que se resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A causa de esta
resolución, dícese que mueren, pero sus espíritus son llevados sobre las aguas
de este mar donde estaban enterrados... Por mucho que digan, hijo mío, que hay
otras maneras de resolver estos cuerpos en su materia primera, atente a la que
yo te declaro, porque la he conocido por experiencia y según lo que nos
transmitieron nuestros antepasados.»
Limojon
de Saint-Didier escriben también:
«...
El fuego secreto de los Sabios es un fuego que el artista prepara según el
Arte, o, al menos, que puede hacer preparar por aquellos que tienen perfecto
conocimiento de la química. Este fuego no es realidad caliente, sino que es
un espíritu ígneo introducido en un sujeto de la misma naturaleza de la Piedra;
y, al ser medianamente excitado por el fuego exterior, la calcina, la disuelve, la sublima Y la resuelve en agua seca, tal como dice el Cosmopolita.»
Por
lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras relacionadas, ya con la
fabricación, ya con las cualidades de este
fuego secreto encerrado en un agua, que constituye el disolvente universal.
Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo es precisamente objeto del cuarto
motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente imposible
de determinar en la actualidad (Iám. IX).
¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio o incluso un pedazo de tela? No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por allí. Sin embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero del vientre de Aries,- y llaman también a este acero su imán.»
¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio o incluso un pedazo de tela? No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por allí. Sin embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero del vientre de Aries,- y llaman también a este acero su imán.»
Sigue
la Evolución que nos muestra la oriflama tripartita -triplicidad
correspondiente a los Colores de la Obra- que se describe en todas las obras
clásicas (lám. X).
Estos
colores, en número de tres, siguen un orden invariable que
va del negro al rojo pasando por el blanco. Pero, como la Naturaleza, según el viejo adagio -Natura non facit saltus-, no actúa nunca brutalmente, existen muchos otros
colores intermedios que aparecen entre los tres principales. El artista les
presta poca atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un
testimonio de continuidad y de progresión de las mutaciones internas. En cuanto
a los colores esenciales, duran más tiempo que estos matices transitorios y
afectan profundamente a la materia misma, señalando un cambio de estado en su
composición química. No son tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan
en la superficie del baño, sino colocaciones en la masa que se manifiestan exteriormente y reabsorben todas las
demás. Creemos que convenía concretar este punto importante.
Estas
fases coloreadas, específicas de la cocción en la práctica de la Gran Obra, han
servido siempre de prototipo simbólico; se atribuye a cada una de ellas una
significación precisa, y a menudo bastante extendida, a fin de expresar
veladamente ciertas verdades concretas. Por esto existe, desde siempre, un lenguaje de los colores, íntimamente
unido a la religión, según dice Portal[xxiv],
y que reaparece, durante la Edad Media, en los vitrales de las catedrales
góticas.
El
color negro fue atribuido a Saturno, el cual se convirtió,
en espagiria, en jeroglífico, del plomo,- en
astrología, en planeta maléfico; en hermético, en el dragón negro o Plomo de los Filósofos,- en magia, en
la Gallina negra; etcétera. En los
templos de Egipto, cuando el recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas
de la iniciación, un sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta
frase misteriosa: «¡Acuérdaté de que Osiris es un dios negro!» Es el color simbólico de las Tinieblas y de las Sombras cimerias, el de Satán, a quien
se ofrecían rosas negras, y también
el del Caos primitivo, donde las
semillas de todas las cosas se mezclan y confunden; es el sable de la ciencia heráldica y
el
emblema de la tierra, de la noche y de la muerte.
Lo
mismo que, en el Génesis, el día
sucede a la noche, así la luz sucede a la oscuridad. La luz tiene
por signo el color blanco. Al
llegar a este grado, aseguran los Sabios que su materia se ha desprendido de
toda impureza y ha quedado perfectamente lavada y exactamente
purificada. Se presenta, entonces bajo el aspecto de granulaciones sólidas de
corpúsculos brillantes, con reflejos diamantinos y de una blancura
resplandeciente. El blanco ha sido también aplicado a la pureza, a la
sencillez, a la inocencia. El color blanco es el de los Iniciados.
porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa del estado
profano al de Iniciado, al de puro. Queda,
espiritualmente
renovado.
«El
término Blanco -dice Pierre Dujols- fue elegido por razones filosóficas muy
profundas. El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha
designado siempre la nobleza, el candor,
la pureza. En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de
Gesenius, hur, heur, significa ser
blanco,- hurim, heurim, designa a los nobles,
a los blancos, a los puros. Esta transcripción del hebreo más
o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux (feliz). Los bienheureux (bienaventurados), los que
han sido regenerados y lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre
representados con vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o sinónimo de Iniciado, de noble, de puro. Ahora bien, los Iniciados vestían de blanco. De igual
manera se vestían los nobles. En Egipto, los Manes vestían también de blanco. Path, el Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de los Puros o de los Blancos. Los
Cátaros, secta a la que pertenecían los Blancos
de Florencia, eran los Puros (del
griego Ka0apog). En latín, en alemán, en inglés, las palabras Weiss, White, quieren decir blanco, feliz, espiritual sabio. Por el
contrario, en hebreo, schher caracteriza
un color negro de transición; es decir, el profano
buscando la iniciación. El Osiris negro, que aparece al comienzo del ritual
funerario, representa, dice Portal, ese estado del alma que pasa de la noche al día, de la muerte a la vida.»
En
cuanto al rojo, símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del
espíritu sobre la materia, la soberanía, el poder y el apostolado.
Obtenida en forma de cristal o de polvo rojo, volátil y fusible, la piedra filosofal se vuelve penetrante e
idónea para curar a los leprosos, es
decir, para transmutar en oro los metales vulgares, a los cuales su
oxidabilidad hace inferiores, imperfectos, «enfermos o achacosos».
Paracelso,
en el Libro de las imágenes, habla en
estos términos de las colocaciones sucesivas de la Obra: «Aunque haya -dice-
algunos colores elementales -pues el color azulado corresponde particularmente
a la tierra, el verde al agua, el amarillo al aire, el rojo al fuego-,
con todo, los colores blanco y negro se refieren directamente al arte
espagírico, en el cual encontramos así los cuatro colores primitivos, a saber,
el negro, el blanco, el amarillo y el
rojo. Ahora bien, el negro es la raíz y el origen de los otros
colores, pues toda materia negra puede ser reverberada durante el tiempo
que le sea necesario, de manera que los otros colores aparecerán sucesivamente
y cada cual cuando le corresponda. El color blanco sucede al negro, el amarillo
al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora bien, toda materia llegada al
cuarto color por medio de la reverberación es la tintura de las cosas de su género, es decir, de su naturaleza.»
Para
dar una idea del alcance que toma el simbolismo de los colores -y en particular
de los
tres colores mayores de la Obra-, observemos que siempre se representa
a la Virgen vestida de azul
(equivalente al negro, como veremos a
continuación); a Dios, de blanco, y a
Cristo, de rojo. Aquí encontramos los
colores
nacionales de la bandera francesa, la cual, dicho sea de paso, fue
compuesta por el masón Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan
la burguesía; el blanco está reservado al pueblo, a los pierrots o campesinos, y el rojo, a la bailía o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres de
tres pisos, a cuya categoría perteneció la famosa Torre de Babel estaban pintados de tres colores: negro, blanco y rojo púrpura.
Hasta
aquí hemos hablado de los colores a la manera de los teóricos, como lo hicieron
los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar la doctrina filosófica y la
expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora escribir, en bien
de los Hijos de la Ciencia, en un tono que fuese más práctico que especulativo,
y descubrir así lo que diferencia el símil de la realidad.
Pocos
filósofos han osado aventurarse por este terreno resbaladizo. Etteilla[xxv],
al hablarnos de un cuadro hermético[xxvi]
que debió de tener en su poder, nos transmitió algunas inscripciones que
figuraban al pie de aquél; entre éstas, leemos, no sin sorpresa, este consejo
digno de ser seguido: No os fiéis
demasiado del color. ¿Qué quiere decir esto" ¿Acaso los viejos autores
engañaron deliberadamente a sus lectores? ¿Y con qué indicaciones deberían los
discípulos de Hermes sustituir los colores rebeldes para reconocer y seguir el
camino recto?
Buscad,
hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer aquí, como en otros puntos
oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda, habréis leído, en diversos pasajes de
vuestras obras, que los filósofos sólo hablan claramente cuando quieren alejar a los
profanos de su Tabla redonda. Las
descripciones que dan de sus regímenes, a los que atribuyen coloraciones
emblemáticas, son de una nitidez perfecta. Debéis, pues, sacar la conclusión de
que estas observaciones tan bien descritas son falsas y quiméricas. Vuestros
libros están cerrados, como el Apocalipsis, con sellos cabalísticos. Tendréis
que romper éstos, uno a uno. Reconocemos que la tarea es dura; pero, quien
vence sin peligro, triunfa sin gloria.
Aprended,
pues, no ya lo que distingue un color de otro, sino más bien en qué se
diferencia un régimen del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué es un
régimen? Sencillamente, la manera de hacer vegetar, de mantener y aumentar la
vida que vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi que no se traduce
forzosamente en una sucesión de colores diversos. «El que llegue a conocer el Régimen -escribe Philaléthe-, será
honrado por los príncipes y por los grandes de la tierra.» Y añade el mismo
autor: «No os ocultamos nada, salvo el Régimen.
Así, pues, para no atraer sobre nuestra cabeza la maldición de los
filósofos, revelando lo que ellos creyeron que habían de dejar en la sombra,
nos limitaremos a advertir que el Régimen
de la Piedra, es decir, su
cocción, contiene otros varios, o,
dicho de otro modo, varias repeticiones de una misma manera de operar. Reflexionad,
apelad a la analogía y, sobre todo, no os apartéis jamás de la sencillez
natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a fin de conservar vuestra vitalidad, que el
descanso os es indispensable porque favorece, de una parte, la digestión y la
asimilación del alimento, y, de otra, la renovación de las células gastadas por
el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con gran frecuencia,
ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no asimilables?
De la misma
manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza, y este
alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante todo
dadle leche; el régimen a base de carne, más sustancioso, vendrá después. Y no
olvidéis separar los excrementos cada digestión, pues vuestra piedra podría
infectarse... Seguid pues, el orden de la Naturaleza y obedecedla con la mayor
fidelidad que os sea posible. Y comprenderéis de qué manera conviene efectuar
la cocción cuando hayáis adquirido un conocimiento perfecto del Régimen. Así
captaréis mejor el apóstrofe que Tollius[xxvii]
(15) dirige a los alquimistas esclavos de la letra:
«Id,
marchaos, vosotros que buscáis con extremada aplicación vuestros diversos
colores en las redomas de vidrio.
Vosotros,
que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo
negro, estáis tan locos como aquel hombre de la antigüedad que tenía la
costumbre de aplaudir en el teatro, aunque estuviera solo en él, porque siempre
se imaginaba tener ante los ojos algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis
vosotros, cuando vertiendo lágrimas de gozo, os imagináis que veis en vuestras
redomas la blanca paloma, el águila amarilla
y el faisán rojo. Id, os digo, y
alejaos de mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija; pues ésta no
penetrará los cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el cuerpo humano
las más sólidas murallas...
»Esto
es lo que tenía que deciros acerca de los colores, a fin de que en el porvenir
dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo cual añadiré unas palabras con
referencia al olor.
»La
Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se vuelve más amarillento cuando
más se acerca al Sol; el éter es completamente rojo. También la muerte, según
se dice, es negra; la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se
aproxima a la naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego. Ahora
bien, ¿acaso el olor de muerto o de un cadáver no es fastidioso y desagradable
al olfato? De la misma manera, el olor
hediondo denota, a los filósofos, la fijación; por el contrario, el olor
agradable indica volatilidad, porque se acerca a la vida y al calor.»
Volviendo
al basamento de Nótre-Dame, encontraremos, en sexto lugar, la Filosofía, cuyo
disco tiene grabada una cruz. Aquí tenemos la expresión
de la cuaternidad de los elementos y la manifestación de los dos principios
metálicos, sol y luna -ésta
machacada-, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes (lám. XI).
IV
Los
motivos que adornan el lado derecho son de lectura más ingrata;
ennegrecidos y corroídos, deben sobre todo su deterioro a la orientación de
esta parte del pórtico. Azotados por los vientos de Poniente, siete siglos de
ráfagas lo han desgastado hasta el punto de reducir algunos de ellos al estado
de siluetas romas y vagas.
En
el séptimo bajo relieve de esta serie -primero a la derecha-, observamos el
corte longitudinal del atanor y el aparato interno destinado a sostener el
huevo filosófico; el personaje tiene una piedra en la mano derecha (Lám.
XII).
En
el círculo siguiente vemos la imagen de un grifo. El
monstruo mitológico, que tiene la cabeza y el pecho de águila y toma del león
el resto del cuerpo, inicia al investigador en las cualidades
contrarias que hay que agrupar necesariamente en la materia filosofal (Lám. XIII).
Encontramos en esta imagen el jeroglífico de la primera conjunción, la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se desarrolla la penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas. La serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima del azufre y del mercurio lleva también el nombre de sublimación. Gracias a la reiteración de las águilas o sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio exaltado de sus partes groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera de una porción del cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila significa, según la expresión hermética, hacer salir la luz de la tumba y llevarla a la superficie, que es lo propio de toda sublimación verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y Ariadna. En este caso, Teseo es OEu-E¿og, la luz organizada, manifiesta, que se separa de Ariana, la araña que está en el centro de su tela, el guijarro, la cáscara vacía, el capullo del gusano de seda, el despojo de la mariposa (Psique). «Sabed, hermano mío -escribe Philaléthe[xxviii] -, que la preparación exacta de las águilas voladoras es el primer grado de la perfección, y, para conocerlo, se precisa un genio industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo, hemos sudado y trabajado mucho. Por consiguiente, vos, que no hacéis más que empezar, estad persuadido de que no triunfaréis en la primera operación sin un gran esfuerzo...
Encontramos en esta imagen el jeroglífico de la primera conjunción, la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se desarrolla la penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas. La serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima del azufre y del mercurio lleva también el nombre de sublimación. Gracias a la reiteración de las águilas o sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio exaltado de sus partes groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera de una porción del cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila significa, según la expresión hermética, hacer salir la luz de la tumba y llevarla a la superficie, que es lo propio de toda sublimación verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y Ariadna. En este caso, Teseo es OEu-E¿og, la luz organizada, manifiesta, que se separa de Ariana, la araña que está en el centro de su tela, el guijarro, la cáscara vacía, el capullo del gusano de seda, el despojo de la mariposa (Psique). «Sabed, hermano mío -escribe Philaléthe[xxviii] -, que la preparación exacta de las águilas voladoras es el primer grado de la perfección, y, para conocerlo, se precisa un genio industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo, hemos sudado y trabajado mucho. Por consiguiente, vos, que no hacéis más que empezar, estad persuadido de que no triunfaréis en la primera operación sin un gran esfuerzo...
«Comprended,
pues, hermano mío, lo que dicen los Sabios, al observar que conducen sus
águilas para devorar al león; y, cuanto menos águilas se emplean, más duro es
el combate y más dificultades se encuentran para lograr la victoria. Mas, para
perfeccionar nuestra Obra, se necesitan al menos siete águilas, e incluso
deberían emplearse hasta nueve. Y
nuestro Mercurio filosófico es el pájaro
de Hermes, al cual se da también el nombre de Oca o de Cisne, y a veces
el de Faisán.» Son estas sublimaciones las que describe Calímaco
en el Himno a Delos, cuando dice,
hablando de los cisnes.-
«(Los
cisnes) giraron siete veces alrededor
de Delos...
y
no habían cantado todavía por octava vez, cuando Apolo nació.»
Es
una variante de la procesión que Josué hizo desfilar siete veces alrededor de Jericó, cuyas murallas se derrumbaron
antes de la octava vuelta (Josué, c. VI, 16).
A
fin de señalar la violencia del combate que precede a nuestra conjunción, los
sabios simbolizaron las dos naturalezas
con el águila y el león iguales en
fuerza, pero de complexión contraria. El león representa la fuerza terrestre y
fija, mientras que el águila expresa la fuerza aérea y volátil. Puestos
frente a frente, los dos campeones se atacan, se repelen, se desgarran
mutuamente con energía, hasta que, al fin, después de perder el águila sus alas
y el león su melena, ambos antagonistas no forman más que un solo cuerpo, de
calidad intermedia y de sustancia homogénea, el
Mercurio animado.
En
el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos
sobre el misterio repleto de pesados enigmas, recordamos haber visto construir
un bello inmueble cuya decoración nos sorprendió, porque reflejaba nuestras
preocupaciones herméticas. Encima de la puerta de entrada, dos niños enlazados,
varón y hembra, separan y levantan un velo que los cubría. Sus bustos emergen
de un montón de flores, de hojas y de frutos. Un bajo relieve domina el
coronamiento angular; representa el combate simbólico del águila y el león de
que acabamos de hablar, y se adivina fácilmente que el arquitecto debió de
tener bastante trabajo para situar el enojoso emblema, impuesto por una
voluntad intransigente y superior[xxix]...
Por
un Labrador fui construida sin
interés y con un don celoso, me llamó PIEDRA BELLA, 1762. (La alquimia nevaba
todavía el nombre de Agricultura celeste,
y sus Adeptos el de Labradores).
El
noveno tema nos permite penetrar - más aún en el
secreto de fabricación del Disolvente
universal. Una mujer señala en él -alegóricamente- los
materiales necesarios para la construcción del vaso hermético; levanta
una pequeña plancha de madera, parecida en cierto modo a una duela de tonel,
cuya esencia nos es revelada por la rama de roble
que ostenta el escudo. Volvemos a encontrar aquí la fuente misteriosa esculpida en el contrafuerte del pórtico, pero el
ademán de nuestro personaje delata la espiritualidad de esta sustancia, de este
fuego de la Naturaleza sin el cual
nada puede crecer ni vegetar aquí abajo (Iám. XIV).
Es este espíritu, extendido en la superficie del globo, lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a medida que se materializa. Añadiremos, una vez más, que hace falta un cuerpo particular que sirva de receptáculo, una tierra atractiva donde pueda encontrar un principio susceptible de recibirle y de darle «corporeidad». «La raíz de nuestros cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-, y su cabeza, en tierra.» Ahí está ese imán encerrado en el vientre de Aries, el cual hay que tomar en el instante de su nacimiento, con tanta destreza como habilidad.
Es este espíritu, extendido en la superficie del globo, lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a medida que se materializa. Añadiremos, una vez más, que hace falta un cuerpo particular que sirva de receptáculo, una tierra atractiva donde pueda encontrar un principio susceptible de recibirle y de darle «corporeidad». «La raíz de nuestros cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-, y su cabeza, en tierra.» Ahí está ese imán encerrado en el vientre de Aries, el cual hay que tomar en el instante de su nacimiento, con tanta destreza como habilidad.
«El
agua que empleamos -escribe el autor anónimo de la Llave del gabinete hermético -es un agua que encierra todas las
virtudes del cielo y de la tierra; por eso es el Disolvente general de toda la Naturaleza,- ella abre las puertas de
nuestro gabinete hermético y real; en ella están encerrados nuestro Rey y
nuestra Reina, y ella es también su baño... Es la Fuente del Trevisano, donde
el Rey se despoja de su manto de púrpura para vestir hábito negro... Cierto que
esta agua es difícil de obtener; lo cual hizo decir al Cosmopolita, en su
Enigma, que era rara en la isla... Este autor nos la señala más particularmente
con estas palabras: no se parece al agua de la nube, pero tiene de ella toda la apariencia.
En otro lugar, la designa con el nombre de acero
y de imán, pues es realmente un imán que atrae hacia sí todas las
influencias del cielo, del sol, de la luna y de los astros, para comunicarlas a
la tierra. Dice que este acero se
encuentra en Aries, y que señala el
comienzo de la primavera, cuando el sol recorre el signo del Carnero. Flamel nos da una descripción
bastante exacta en las Figuras de Abraham
el Judío; nos describe un roble hueco[xxx],
de donde brota una fuente, y con la misma agua, un jardinero riega las plantas
y las flores de un parterre. El roble, que
está hueco, representa el tonel que
se construye con madera de roble, en el que hay que corromper el agua que
reserva para regar las plantas y que es mucho mejor que el agua cruda... Ahora
bien, aquí llega el momento de descubrir uno de los grandes secretos de este
Arte, ocultado por los Filósofos, y sin cuyo vaso no podréis hacer esta putrefacción y purificación de nuestros
elementos, de la misma manera que no podríamos hacer vino sin que antes
hirviese en el tonel. Ahora bien, así como el tonel está hecho de madera de
roble, así el vaso debe ser de madera de viejo roble, redondeado por dentro, como
un hemisferio, con los bordes muy gruesos y escuadrados; a falta de
esto, un barrilillo y otro parecido para cubrirlo. Casi todos los Filósofos han
hablado de ese vaso absolutamente
necesario para esta operación. Philatéthe lo describe valiéndose de la fábula
de la serpiente pitón, que Cadmo atravesó de parte a parte contra un roble. Hay
una figura en el libro de las Doce llaves[xxxi]
que representa esta misma operación y el vaso en que ésta se hace, del cual sale una gran humareda, que
denota la fermentación y la ebullición de esta agua; y esta humareda termina en
una ventana, por la que se ve el cielo, en el que aparecen el sol y la luna,
que señala el origen de esta agua y
las virtudes que contiene. Es nuestro vinagre
mercurial que baja del cielo a la
tierra y sube de la tierra al cielo.»
Hemos
dado este texto porque puede ser de utilidad, a condición, empero, de que
sepamos leerlo con prudencia y comprenderlo con lucidez. Debemos aquí repetir
una vez más la máxima tan cara a los Adeptos: el espíritu vivifica, pero la
letra mata.
Y
henos ahora frente a un símbolo muy complejo: el del León. Complejo porque no podemos, ante la
actual desnudez de la piedra, contentamos con una sola explicación. Los Sabios
han añadido al león diversos calificativos, ya para expresar el aspecto de las
sustancias sobre las que actúan, ya para designar una cualidad especial y
preponderante. En el emblema del Grifo (motivo octavo), hemos visto que el León, rey
de los animales terrestres, representaba la parte fija, básica, de un
compuesto, fijeza que, en contacto con la volatilidad adversa, perdía la mejor
parte de sí misma, la que caracterizaba su forma, es decir, en lenguaje
jeroglífico, la cabeza. Esta vez debemos estudiar el animal sólo,
e ignoramos de qué color estaba originariamente revestido. En general, el
León es el signo del oro, tanto
alquímico como natural; expresa, pues, las propiedades fisicoquímicas de estos
cuerpos Pero los textos dan el mismo nombre a la materia receptiva del Espíritu universal, del fuego secreto en
la elaboración del disolvente. En ambos casos, se trata siempre de una
interpretación de poder, de incorruptibilidad, de perfección, como, indica por lo
demás, con bastante elocuencia, el caballero de enhiesta espada y cubierto con
cota de malla que nos presenta al rey de la fauna alquímica (lám. XV).
El
primer agente magnético empleado para preparar el disolvente -que algunos han
llamado Alkaest- recibe el nombre de León
verde, debido no tanto a su coloración verde como al hecho de que no ha
adquirido todavía las características minerales que distinguen químicamente el
estado adulto del estado naciente. Es un fruto verde y acerbo, comparado con el fruto rojo y maduro. Es la juventud metálica, sobre la que todavía no ha
actuado la Evolución, pero, que contiene el germen latente de una energía real,
llamada a desarrollarse más adelante. Es el arsénico y el plomo con respecto a
la plata y el oro. Es la imperfección actual de la que saldrá la mayor perfección futura;
el rudimento de nuestro embrión, el embrión de nuestra piedra, la piedra de
nuestro elixir. Algunos adeptos, entre ellos Basilio Valentín, lo llamaron Vitríolo verde, para expresar su
naturaleza cálida, ardiente y salina; otros, Esmeralda de los Filósofos, Rocío del mayo, Hierba saturnina, Píedra vegetal, etcétera. «Nuestra agua
toma los nombres de las hojas de todos los árboles, de los árboles mismos y de
todo lo que presenta un color verde, a fin de engañar a los insensatos», dice
el Maestro Arnau de Vilanova.
En
cuanto al León rojo, no es otra
cosa, según los filósofos, que la misma materia, o León verde, llevada por determinados procedimientos a esta calidad
especial que caracteriza al oro hermético o león rojo. Esto movió a Basilio Valentín a darnos el siguiente
consejo: «Disuelve y alimenta al verdadero León con la sangre del León verde,
pues la sangre fija del León rojo está hecha de sangre volátil del verde,
porque ambos son de la misma naturaleza.»
De
estas interpretaciones, ¿cuál es la verdadera?
He aquí una cuestión que nos confesamos incapaces de resolver. El león
simbólico había sido, sin duda alguna, pintado o dorado. Cualquier vestigio de
cinabrio, de malaquita o de metal nos sacaría de apuros. Pero no queda nada,
salvo la piedra calcárea corroída, grisácea y gastada por el tiempo. ¡El
león de piedra guarda su secreto!
La
extracción del Azufre rojo e incombustible aparece manifestada por la figura de
un monstruo mezcla de gallo y de zorra. Es el mismo
símbolo de que se sirvió Basilio Valentín en la tercera de sus Doce llaves. «Es este soberbio manto con
la Sal de los Astros, dijo el Adepto, que sigue a este azufre celeste, guardado
cuidadosamente por miedo de que se gaste, y los hace volar como un pájaro,
mientras sea necesario, y el gallo se comerá la zorra, y se ahogará y asfixiará
en el agua; después, volviendo a la vida por el fuego, será (a fin de que a
cada uno le llegue su vez) devorado por la zorra» (lám. XVI).
Después
de la zorra-gallo, viene el Toro (Iám.
XVIII).
Considerado
como signo zodiacal, es el segundo mes de las operaciones preparatorias en la
primera obra, y el primer régimen del fuego elemental en la segunda. Como
figura de carácter práctico, y puesto que el toro y el buey están consagrados
al sol, como la vaca lo está a la luna, representa el Azufre, principio
masculino, dado que el sol es llamado metafóricamente por Hermes, Padre de la
piedra. El toro y la vaca, el sol y la luna, el azufre y el mercurio, son,
pues, jeroglílcos de idéntico sentido y designan las naturalezas primitivas contrarias,
antes de su conjunción, naturaleza
que el Arte extrae de cuerpos mixtos imperfectos.
[i] Obras de NicolÁs Grospanny y Nicolas Valois. Maus. bibliot. de
l'Arsenal, n.- 2.516 (166 S.A.F.), pág. 176
[ii] Etteilla, Le Denier du Pauvre, en las Sept nuances de I'Oeuvre philosophique, s. 1.
n. E (1786), pág. 57.
[iii] Es el titulo de
unos célebres mans. alquímicos de Agrícola y de Ticinensis. Véase bibliot. de
Rennes (159), de Bordeaux (533), de Lyon (154). y de Cambrai (919).
[iv] El gorro frigio,
que llevaban los sans-culottes y
constituía una especie de talismán protector en medio de las hecatombes
revolucionarias, era señal distintiva de los Iniciados. El sabio Pierre Dujols,
en un análisis de la obra de Lombard (de Langres) titulada Histoire des Jacobins, depuis 1 789
jusqu'á cejour, ou Etat de
1'Europe en novembre 1820 (París, 1820), escribe que, al admitir al Epopte
(en los Misterios de Eleusis) se
preguntaba al recipiendario si se sentía
con la fuerza, voluntad y la
abnegación necesarias para intervenir en
la GRAN OBRA. Después, le ponían un gorro rojo sobre la cabeza y
pronunciaban esta fórmula: «Cúbrete con este gorro, que vale más que una corona
real,» Se estaba lejos de sospechar que esta especie de sombrero, llamado
liberia en las Mitríacas, y que
antaño era propio de los esclavos libertados, sería un símbolo masónico y la
señal suprema de la Iniciación. No hay que admirarse, pues, de verlo figurar en
nuestras monedas y en nuestros monumentos públicos.
[v] Véase J. Mangin de
Richebourg, Bibliothéque des Philosophes
Chiiniques, París, 1741, t. 11, tratado VII.
[viii] Azoth o Moyen de faire 1'Or caché des Philosophes, por el Hermano Basile
Valentin. París, Pierre Moét, 1659, pág. 51.
[x] «Mientras la sangre
brota de la herida bendita de Cristo y la santa Virgen oprime su seno virginal,
la leche y la sangre manan y se mezclan, y se convierten en Fuente de Vida y en
Manantial del bien.»
[xviii] Se da el nombre de llave a toda disolución alquímica
radical (es decir, irreductible), y a
veces se extiende a este término a los monstruos
o disolventes capaces de efectuarla.
[xx] Con
la adición de un comentario de Limojon de Saint-Didier, en el Triunfo hermético o la Piedra filosofal victoriosa. Amsterdam,
Weitsten, 1699, y Desbordes, 1710. Esta obra ha sido reeditada por Atlantis, comprendidos el frontispicio
simbólico y su explicación, que a menudo faltan en los ejemplares antiguos.
[xxi] Le Secret Livre dartephius, en Trois
Traitez de la Philosophie naturell£. París, Marette, 1612.
[xxvii] J. Tollius, Le Chemin du Ciel Chymique. Trad. del Manductio Coelum Chemicum. Amstelaedami, Janss. Waesbergios, 1688.
[xxviii] Lenglet-Dufresnoy, Histoire de la Philosophie Hermétique.
–L´entrée au Palais Fermé du Roy, t. 11,
pág. 35. París, Cousteliler, 1742.
[xxix] Este inmueble,
construido con piedra tallada y de una altura de seis Pisos, está situado en el
distrito XVII, en la esquina del bulevar Péreire y de la calle de Monbel. En
Tousson, cerca de Malesherbes (Seine-et-oise), una antigua mansión del siglo
XVIII, de aspecto bastante señorial, muestra en su fachada, grabada en
caracteres de la época, la inscripción siguiente, cuya disposición y Ortografía
respetamos:
[xxx] Vide
supra, pág, 1 1 3.
[xxxi] Véase
Douze CIefs de Philosophie del
Hermano Basile Valentin. París, Moét, 1659, llave 12. (Reeditadas por Les
Editions de Minuit, 1956.)
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