V
De
los doce medallones que adoran la hilera inferior del basamento, diez recabarán
nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido
mutilaciones demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido.
Prescindiremos, pues, mal que nos pese, de los restos informes del
quinto medallón (lado izquierdo) y del undécimo (lado derecho).
Cerca
del contrafuerte que separa el pórtico central de la fachada norte, el
primer motivo nos presenta un caballero desarzonado agarrándose a la crin de un
fogoso caballo (lámina XVIII). Esta alegoría se refiere a la extracción
de las partes fijas, centrales y puras, por los volátiles o etéreos en la Disolución filosófica. Es,
propiamente, la rectificación del espíritu obtenido y la cohobación de este espíritu sobre la materia pesada. El
corcel, símbolo de rapidez y de ligereza, representa la sustancia espiritosa;
el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico grosero.
A cada cohobación, el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de ella. La absorción de lo fijo por lo volátil se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu sobre el cuerpo.
A cada cohobación, el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de ella. La absorción de lo fijo por lo volátil se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu sobre el cuerpo.
Y
sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en verdad- se llega a extraer
la sal oculta del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Nótre-Dame es igual al
Pegaso alado de la fábula (raíz 7r7l'Y71,fuente). Como él, arroja al suelo a sus
jinetes, llámense Perseo o Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo por los aires hasta la morada de
las Hespérides, y hace brotar, de una
coz, la fuente Hipocrene en el monte
Helicón, fuente que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.
En
el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano, mientras
sostiene con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de Vída (Iám. XIX).
El espejo simboliza el comienzo de la obra; el Arbol de Vida indica su final, y
el cuerno de la abundancia, el resultado.
Alquímicamente,
la materia prima, la que el artista debe elegir para empezar la Obra, se
denomina Espejo del Arte «Ordinariamente,
es llamada Espejo del Arte por los
Filósofos -dice Moras de Respour[i]-
porque ha sido principalmente gracias a ella que hemos aprendido la composición
de los metales en las vetas de la tierra... También se dice que la sola
indicación de naturaleza puede instruirnos.» Es lo mismo que enseña el
Cosmopolita[ii]
cuando, hablando del Azufre, nos dice: «En su reino, hay un espejo en el cual se ve todo el mundo. Quienquiera
que mire en este espejo puede ver y
aprender las tres partes de la Sapiencia de todo el mundo, y, de esta manera,
será sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron Aristóteles, Avicena y
otros varios, los cuales, al igual que sus predecesores, vieron en este espejo cómo fue creado el mundo.»
Basilio Valentín dice también en su Testamentum
«El cuerpo entero de Vitriolo debe
reconocerse únicamente mediante un Espejo
de la Ciencia filosófica... Es un Espejo en el que se ve brillar y aparecer
nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual podemos mostrar en un instante y probar al incrédulo Tomás la
ceguera de su crasa ignorancia.» Pernety, en su Diccionario mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no
lo conociese, o porque lo omitiese deliberadamente. Este sujeto, tan vulgar y
tan despreciado, se convierte seguidamente en el Arbol de Vida, Elixir o Piedra filosofal, obra maestra de la
Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y rica joya de la alquimia. Síntesis
metálica absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del
saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente
inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre. Recordemos, por
último, que el espejo es el atributo de la Verdad, de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y
mitólogos griegos.
Veamos
ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el velo que cubría la
balanza (lám. XX).
La
mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en lo tocante al secreto de los
pesos. Basilio Valentín se limitó a decir que había que «entregar un cisne
blanco al hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus de Barma,
en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina en
una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en
su Tratado de la Sal es todavía menos
preciso: «El peso del agua -dice- debe ser plural, y el de la tierra rameada de
blanco o de rojo debe ser singular.» El autor de los Aforismos basilianos, o
Cánones herméticos del Espíritu y del Alma[iii],
escribe en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra hermética con la conjunción
de los tres principios preparados según determinada proporción, la cual
consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a la mitad del espíritu
y el alma.» Si Raimundo Lulio y Philaléthe hablaron de ello, la mayoría
prefirió guardar silencio; algunos pretendieron que la Naturaleza, por sí sola,
distribuía las cantidades según una armonía misteriosa e ignorada por el Arte. Estas
contradicciones apenas si resisten al examen. En efecto, sabemos que el
mercurio filosófico resulta de la absorción de cierta parte de azufre por una
cantidad determinada de mercurio; es, pues, indispensable conocer exactamente
las proporciones recíprocas de los componentes, si operamos a la manera antigua.
Huelga añadir que estas proporciones aparecen envueltas en símiles y llenas de
oscuridad, incluso en los autores más sinceros. Pero debemos recalcar, por otra
parte, que es posible sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este
caso, como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre por destilación, el
peso queda reducido a una sencilla apreciación de consistencia. La balanza
constituye, como vemos, un indicio valioso para la determinación del
procedimiento antiguo, del cual parece que debemos excluir el oro. Nos
referimos al oro vulgar que no ha sufrido la exaltación ni la transfusión,
operaciones que, al modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo
hacen propio para el trabajo.
Uno
de los cartones que estudiamos nos muestra una disolución especial y poco
empleada. Es la del azogue vulgar con el fin de obtener el mercurio común de los filósofos, al cual llaman éstos «nuestro»
mercurio, para diferenciarlo del. metal fluido de que procede. Aunque
encontramos con frecuencia descripciones bastante extensas sobre este tema, no
ocultaremos que semejante operación nos parece aventuradas si no sofisticado. Según
los autores que han hablado de ello, el mercurio vulgar, limpiado de toda
impureza y perfectamente exaltado, adquiriría una calidad ígnea que no posee y
podría convertirse a su vez en disolvente. Una reina, sentada en un trono, derriba de
un puntapié al paje que, con una copa en la mano, ha venido a ofrecerle sus
servicios (Iám. XXI).
No debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo
que pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una modificación del
sistema antiguo, y no una práctica especial, puesto que el agente sigue siendo
el mismo. Ahora bien, no comprendemos qué ventaja nos reportaría una solución
de mercurio con ayuda del disolvente filosófico, habida cuenta de es el agente
principal y secreto por excelencia. Sin embargo así lo pretende Sabine Stuart
de Chevalier[iv].
«Para obtener el mercurio filosófico -escribe
este autor- hay que disolver el mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su
peso, pues toda su sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los
filósofos conocen un fuego natural que penetra hasta el corazón del mercurio y
que lo apaga interiormente; conocen también un disolvente que lo convierte en
agua argentina pura y natural; ésta no contiene ni debe contener ningún
corrosivo. En cuanto el mercurio se ha librado de sus ligaduras y es vencido
por el calor... toma la forma del agua, y esta misma agua es la cosa más
valiosa que puede haber en el mundo. Se necesita muy poco tiempo para hacer
tomar esta forma al mercurio vulgar.» Se nos perdonará que no seamos de la
misma opinión, pues tenemos buenas razones, apoyadas en la experiencia, para no
creer que el mercurio vulgar, desprovisto de agente propio, pueda convertirse
en agua útil para la Obra. El servus fugitivus que nos hace falta es
un agua mineral y metálica, sólida, cortante,
con el aspecto de una piedra, y de
fácil licuefacción. Esta agua coagulada, en
forma de masa pétrea, es el Alkaest y el
Disolvente universal. Si conviene leer los filósofos -según el consejo de
Philaléthe- con un grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para
el estudio de Stuart de Chevalier.
Un
anciano transido de frío, encorvado bajo el arco del medallón siguiente, se
apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de piedra; una especie de manguito
envuelve su mano izquierda (Iám. XXII).
Es
fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda Obra, cuando el Rebis
hermético, encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus
partes y tiende a mortificarse. Es el principio, activo y suave, del fuego de rueda simbolizado por el
frío y por el invierno, período embrionario en que las semillas, encerradas en
el seno de la tierra filosofal, experimentan la influencia fermentadora de la
humedad. Va a aparecer el reino de Saturno,
emblema de la disolución radical, de la descomposición y del color negro.
«Soy viejo, estoy débil y enfermo -le hace decir Basilio Valentín-; por esta
causa me veo encerrado en una fosa... El fuego me atormenta en gran manera, y
la muerte quebranta mi carne y mis huesos.» Un tal Demetrius, viajero citado
por Plutarco -los griegos fueron maestros en todo, incluso en la exageración-,
refiere con toda seriedad que, en una de las islas que visitó en la costa de
Inglaterra, se encuentra Saturno encarcelado y sumido en profundo sueño. El
gigante Briareo (Egeón) hace el papel de guardián de su prisión. ¡Y he aquí
cómo, con la ayuda de fábulas herméticas, escribieron la Historia célebres
autores!
El
sexto medallón no es más que una reproducción fragmentaria
del segundo. Volvemos a encontrar en él al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud
orante, parece dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por
los rasgos de un busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema de los Sabios, el espejo en el que
«vemos toda la Naturaleza al descubierto» (Iám. XXIII).
A
la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos
muestra a un anciano disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el velo que ocultaba
la entrada a las miradas de los profanos. Es el primer paso dado en la
práctica, el descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del
cuerpo fijo, de recrudecerlo, según
la expresión empleada, hasta darle una forma análoga a la de su sustancia prima
(lám. XXIV).
Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es decir, de dar vida a los metales muertos. Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe, la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentín, puerta que es preciso saber abrir. El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto del cual muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor. Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo, del disolvente y del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno -el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde, mientras que el interior visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea. Más adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias al colorido original, el sentido de Saturno, considerado como disolvente, es muy antiguo. En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.
Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es decir, de dar vida a los metales muertos. Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe, la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentín, puerta que es preciso saber abrir. El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto del cual muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor. Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo, del disolvente y del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno -el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde, mientras que el interior visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea. Más adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias al colorido original, el sentido de Saturno, considerado como disolvente, es muy antiguo. En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.
El
círculo siguiente nos permite presenciar el encuentro del anciano y el rey
coronado, del disolvente y el cuerpo, del
principio volátil y la sal metálica fija, incombustible y pura. La alegoría
tiene un gran parecido con el texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que
«el sacerdote anciano y viejo en años» se muestra tan buen conocedor de las
propiedades de la fuente oculta, de su acción sobre el «rey del país», al que
imanta, atrae y absorbe. En esta operación, y cuando se produce la animación
del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin violencia; no ocurre
lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la amalgama ordinaria, el
mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor característico y que se
parece bastante a las efervescencias químicas. Los sabios dijeron a este
respecto que, en la Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes
tempestades, y que las olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero
combate». Algunos representaron esta reacción por una lucha a muerte entre
animales diferentes: águila y león (Nicolás
Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentín), etc. Pero, a nuestro entender, la mejor
descripción -y, sobre todo, la más iniciadora- es la que nos dejó el gran
filósofo Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la Salamandra. Otros -y son los más numerosos- buscaron los elementos
de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación;
describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del
caos terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del
agua, del aire y de la tierra.
Aunque
más humano y más familiar, no por ello el estilo de Nótre-Dame es menos noble
ni menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él por niños
agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los puñetazos. En
lo más fuerte del pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro, una
piedra (Iám. XXV). Imposible describir con mayor claridad y sencillez la acción
del agua póntica sobre la materia
grave: este medallón honra al maestro que lo concibió.
De
esta serie de temas con que terminaremos la descripción de las figuras del
pórtico central, se infiere claramente que la idea rectora tuvo como objetivo
la agrupación de los puntos variables en la práctica de la solución.
Efectivamente, ella nos basta para identificar el procedimiento seguido. La
disolución del oro alquímico por el Disolvente Alkaest caracteriza el primer
sistema; la del oro vulgar por nuestro
mercurio indica el segundo. Mediante
ella, realizamos el mercurio animado.
Por último, una
segunda solución, la del Azufre -rojo o blanco- por el agua filosófica,
constituye el objeto del duodécimo y último bajo relieve. Un guerrero
deja caer su espada y se detiene, sobrecogido, ante un árbol al pie del cual
aparece un cordero, el árbol muestra
tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece la silueta de un
pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol
solar que describe el Cosmopolita en la parábola del Tratado de la Naturaleza, el árbol del cual hay que extraer el
agua. En cuanto al guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es nuestra
preparación. El cordero atestigua que
aquél supo elegir la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro
indica la naturaleza volátil del compuesto «más celeste que terrestre». Después,
sólo tendrá que imitar a Saturno, el cual, dice el Cosmopolita, «tomó diez
partes de esta agua, y seguidamente cogió el fruto del árbol solar y lo puso en
esta agua... Porque esta agua es el Agua
de vida, que tiene poder de mejorar los frutos de este árbol, de manera
que, en lo sucesivo, no habrá ya necesidad de plantarlo ni de injertarlo,
porque ella podrá, con su solo olor, dar a los otros seis árboles su misma
naturaleza». Además, esta imagen es una representación de la famosa expedición
de los Argonautas, ya que vemos en ella a Jasón junto al Vellocino de Oro y el
árbol de preciosos frutos del Jardín de las Hespérides.
En
el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de lamentar no sólo las
deterioraciones producidas por estúpidos inconoclastas, sino también la
completa desaparición del polícromo revestimiento que antaño poseía nuestra
admirable catedral. No nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar
al investigador y de remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin
embargo, no tenemos necesidad de compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en
vano antiguas estampas: Nótre-Dame conserva dentro de ella misma el prístino
colorido de su pórtico central.
Guillermo
de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar, supo prever el
considerable perjuicio que el tiempo habría de infligir a su obra. Como maestro
precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los
medallones en los vitrales del rosetón central. El cristal viene así a
completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia frágil, el
esoterismo recobra su pureza primitiva.
Aquí
descubriremos el sentido de los puntos dudosos de la estatuaria. Por ejemplo, en
la alegoría de la Cohobación (primer
medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un príncipe
coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de los dos niños que
riñen, uno es de color verde, y el otro, de un gris violeta; la reina que
derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de púrpura. Incluso
nos sorprende encontrar aquí ciertas imágenes desaparecidas de la fachada, como
la del artesano, sentado a una mesa roja, que extrae grandes monedas de oro de
un saco; o la de la mujer de verde corpiño y brial escarlata, que se alisa la
cabellera ante un espejo; o la de los Gemelos, del zodíaco inferior, uno de los
cuales tiene el color del rubí, y el otro, el de la esmeralda; etcétera.
¡Qué
profundo tema de meditación nos ofrece la ancestral Idea hermética, en su
armonía y en su unidad! Petrificada en
la fachada, cristalizada en el círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a
la revelación, de la gravedad al entusiasmo, de la inercia a la expresión viva.
Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior, surge del cristal en
haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida, diáfana y Pura como
la Verdad misma.
Y
el alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta otra
antítesis, todavía más paradójica: «¡la antorcha del pensamiento alquímico
iluminando el templo del pensamiento cristiano!»
VI
Dejemos
el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de la Virgen.
En el centro del tímpano, y en la cornisa de en medio, observad el sarcófago,
accesorio de un episodio de la vida de Cristo. Veréis en él siete
círculos: son los símbolos de los siete metales planetarios (Iám. XXVI).
El
sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
Venus
es al bronce, lo que Saturno al plomo;
la
Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
y
Marte, del hierro[v]
El
círculo central aparece decorado de una manera particular, mientras que los
otros seis se repiten a pares, cosa que jamás se
produce en los motivos puramente ornamentales del arte ojival. Más aún: esta
simetría se extiende desde el centro hacia las extremidades, tal como enseña el
Cosmopolita. «Contempla el cielo y las esferas de los planetas -dice ese autor[vi]-
y verás que Saturno es el más alto de todos, al cual sucede Júpiter, y después
Marte, el Sol, Venus, Mercurio y, por último, la Luna. Considera ahora que
las virtudes de los planetas no suben, sino que descienden; incluso la
experiencia nos enseña que Marte se convierte fácilmente en Venus, y no Venus
en Marte, pues ella es la esfera más baja. De la misma manera, Júpiter se
transmuta fácilmente en Mercurio, porque Júpiter está más alto que Mercurio;
aquél es el segundo a partir del firmamento, éste es el segundo encima de la
Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se mezcla con
todos, pero nunca es mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una
gran
correspondencia entre Saturno y la Luna, en medio de los cuales está el
Sol, como también entre Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus, todos los
cuales tienen el Sol en el medio.»
La
concordancia de mutación de los planetas metálicos entre sí aparece, pues, señalada,
en el pórtico de Nótre-Dame, de la manera más formal. El motivo central
simboliza el Sol; los florones de los extremos representan Saturno y la Luna;
después vienen, respectivamente, Júpiter y Mercurio; y, por último, a los lados
del Sol, Marte y Venus.
Pero
hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera que parece unir las
circunferencias de los rosetones, veremos que está formada por una sucesión de
cuatro cruces y tres báculos, uno de los cuales es de espiral sencilla,
y los otros, de doble voluta. Obsérvese, de pasada, que si se tratase de un
propósito ornamental, los atributos hubieran debido ser, necesariamente, en número,
de seis o de ocho, a fin de obtener una simetría perfecta; sin embargo, no es
así, y la circunstancia de que uno de los espacios, el de la izquierda,
permanezca vacío, acaba de demostrar que se quiso dar al conjunto un sentido
simbólico.
Las
cuatro cruces representan, al igual que en la notación, espagírica, los metales
imperfectos; los báculos de doble espiral, los dos metales
perfectos, y el báculo sencillo, el mercurio,
semimetal o semiperfecto.
Pero,
si apartamos los ojos del tímpano y bajamos mirada hacia la parte izquierda del
basamento, dividido cinco nichos, observaremos unas curiosas figuritas
en el espacio existente entre las pequeñas arcadas.
He
aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos palomas (Iám. XXVII), que hallamos descritos en
la animación del mercurio exaltado; el perro
de Corasceno, del que hablan Artephius y Philaléthe, al cual hay que saber
separar del compuesto en estado de polvo negro, y las Palomas de Diana, otro enigma desesperante bajo el cual se ocultan la
espiritualización y la sublimación del mercurio filosofal. El cordero, emblema de la edulcoración del
principio arsenical de la Materia; el hombre
doblado, magnífica representación del apotegma alquímico solve et coagula, el cual enseña a
realizar la conversión elemental volatilizando lo fijo y fijando lo volátil
(Iám. XXVIII):
Si
lo fijo sabes disolver,
Y lo disuelto
volatilizar,
Y lo volátil fijar
luego en polvo,
tienes
motivo de consolación.
En
esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el jeroglífico principal de
nuestra práctica: se trataba del Cuervo.
Figura
principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame había
ejercido, desde siempre, una atracción muy viva sobre los alquimistas; y es que
una antigua leyenda lo designaba como única señal de un depósito sagrado. Se
decía, en efecto, que Guillermo de París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido
sin duda condenado por haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema
que canta eternamente el resto del edificio», había escondido la piedra
filosofal en uno de los Pilares de la inmensa nave. Y el lugar exacto de este
escondrijo misterioso venía precisamente determinado por el ángulo visual del
cuervo...
De
esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro simbólico señalaba antaño, desde
fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en que se hallaba encerrado el
tesoro.
En
la cara externa de los pilares sin imposta que
sostienen el dintel y el arranque de las dovelas, se hallan representados los
signos del zodíaco. En primer lugar, empezando por abajo, encontramos
Aries, después, Tauro, y, en lo alto,
Géminís. Son los meses primaverales
que señalan el comienzo del trabajo y el tiempo adecuado para las operaciones.
Sin
duda, objetarán algunos que el zodíaco puede no tener una significación oculta
y representar únicamente la zona de las constelaciones. Es posible. Pero, en
este caso, tendríamos que encontrar el orden astronómico, la sucesión cósmica de las
figuras zodiacales, en modo alguno ignorada por nuestros antepasados. Sin
embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer, que ha sido desterrado al pilar
opuesto. El imaginero, quiso, pues,
indicar, valiéndose de esta hábil
transposición, la conjunción del fermento filosófico –o León- con el compuesto mercurial, unión que debe producirse hacia
el final del cuarto mes de la primera Obra. Observamos también, bajo
este pórtico, un pequeño relieve cuadrangular sumamente curioso. Sintetiza y
expresa la condensación del Espíritu
universal, el cual forma, en cuanto se materializa, el famoso Baño de los astros, en el cual el sol y
la luna químicos deben bañarse, cambiar la naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en
él a un niño que cae de un crisol grande como una cuba y sostenido por un
arcángel en pie, nimbado, con un ala extendida, y que parece pegar al inocente.
Todo el fondo de la composición lo ocupa un cielo nocturno y constelado (lám. XXXIX).
Reconocemos en este tema una simplificación de la alegoría de la Degollación de los Santos Inocentes, tan cara a Nicolas Flamel y que pronto
veremos en un vitral de la Sainte-Chapelle.
Sin
entrar detalladamente en la técnica de la operación -cosa que ningún autor se
ha atrevido a hacer-, diremos no obstante, que el Espíritu universal materializado en los minerales bajo el nombre
alquímico de Azufre, constituye el
principio y el agente eficaz de todas las tinturas metálicas. Pero este Espíritu, esta sangre roja de los niños,
sólo puede obtenerse descomponiendo lo que la Naturaleza había antes reunido en
ellos. Es, pues, necesario que el cuerpo perezca, que sea crucificado y que muera, si se
quiere extraer el alma, vida
metálica y Rocío celeste, que aquél tenía encerrada. Y de esta quintaesencia,
trasvasada a un cuerpo puro, fijo, perfectamente cocido, nacerá una nueva
criatura, más resplandeciente que cualquiera de aquéllas de quienes
procede. Los cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el
espíritu es activo y eficaz.
Por
esto los Sabios, conocedores de que la sangre mineral que necesitaban para
animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más que una condensación del
Espíritu universal, alma de toda cosa; sabedores de que esta condensación en forma
húmeda, capaz de penetrar y hacer vegetativos los cuerpos mixtos sublunares,
sólo podía producirse de noche, a favor de las tinieblas, del cielo Puro
y del aire tranquilo; sabedores, en fin, de que la estación durante la cual se
manifestaba aquélla con mayor actividad y abundancia correspondía a la
primavera terrestre; por todas estas razones combinadas, los Sabios le dieron
el nombre de Rocío de Mayo. Así,
Thomas Corneille[vii] no
nos sorprende cuando asegura que los grandes maestros de la Rosa Cruz eran
llamados Hermanos del Rocío Cocido*, significación
que ellos Mismos daban a las iniciales de su orden: F. R. C. Quisiéramos poder
decir algo más sobre este tema de extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era madre de Hermes)
-humedad vivificadora del mes de María,
la Virgen madre- se extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto,
despreciado y cuyas características hemos ya descrito; pero existen límites
infranqueables... Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra y deseamos cumplir
nuestro juramento. Ahí está el Verbum
dimissum de Trevisano, la Palabra
perdida de los francmasones medievales, la que todas las Hermandades herméticas
esperaban descubrir de nuevo y cuya búsqueda constituía el fin de sus trabajos
y la razón de su existencia[viii].
Post
tenebras lux. No lo olvidemos. La luz sale de las
tinieblas; está difusa en la oscuridad, en la negrura, como el día lo está en
la noche. De la oscuridad del Caos fue
extraídas la luz y sus radiaciones reunidas, y si, el día de la Creación, el
Espíritu divino se movía sobre las aguas del Abismo -Spiritus Dominiferebatur super aquas-, este espíritu invisible no
podía ser al principio distinguido de la masa acuosa y se confundía con ella.
En
fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran Obra; que la luz fue separada
el primer día, y que los días siguientes se determinaron, como los nuestros,
por intervalos regulares y alternativos de oscuridad y de luz.
A medianoche, una Virgen madre,
produce
este astro luminoso,
en
este momento milagroso
llamamos
a Dios hermano nuestro.
VII
Volvamos
sobre nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur, llamada todavía
pórtico de Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés
es considerable, por cuanto describe la práctica más breve de nuestra Ciencia y
merece, a este respecto, un lugar en la primera fila de los paradigmas
lapidarios.
«Mira
-dice Grillot de Givry[ix]-,
esculpido en el pórtico derecho de Nótre-Dame de París, el obispo de pie sobre
el aludel en que se sublima, encadenado en el limbo, el mercurio filosofal. Él te
enseña de dónde proviene el fuego sagrado, y el hecho de que el
capítulo, siguiendo una tradición secular, mantenga esta puerta cerrada todo el
año, te indica que aquí está el camino no
vulgar, ignorado por la multitud y reservado al pequeño número de los
elegidos de la Sabiduría[x]»
Pocos
alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos caminos, uno breve y fácil,
llamado vía seca, y otro más largo y más ingrato, llamado vía húmeda. Esto puede deberse a la circunstancia
de que muchos autores tratan exclusivamente del procedimiento más largo, ya
porque ignoran el otro, ya porque prefieren guardar silencio a enseñar sus
principios. Pernety se niega a creer en esta duplicidad de medios, mientras que
Huginus de Barma afirma, por el contrario, que los maestros antiguos, los
Geber, los Lulio, los Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un procedimiento
que les era propio.
Químicamente,
nada se opone a que un método a base de la vía húmeda pueda ser reemplazado por
otro que utilice reacciones secas, llegándose con ambos al mismo resultado.
Herméticamente, el emblema que nos ocupa constituye una prueba de ello. Otra
prueba la encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se afirma que
la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda, más largo
y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado. En éste, hay que
«cocer la Sal celeste, que es el
mercurio de los Filósofos, con un cuerpo metálico terrestre, en un crisol y a
fuego simple, durante cuatro días».
En
la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentín[xi],
pero que diríase más bien debida a la pluma de Senior Zadith, el autor parece
referirse a la vía seca cuando escribe que, «para llegar a este Arte, no se
requiere gran trabajo ni esfuerzo, y los gastos son pequeños, y los
instrumentos de poco valor. Pues este Arte puede ser aprendido en menos de doce
horas, y, en el espacio de ocho días, llevado
a la perfección, cuando tiene en sí su propio principio».
Philaléthe,
en el capítulo XIX del Introitus, nos
dice, después de hablar del camino largo, que afirma es enojoso y bueno
solamente para las personas ricas: «Pero, siguiendo nuestro camino, no se
necesita más de una semana; Dios ha reservado esta vía rara y fácil para los
pobres despreciados y para sus santos cubiertos de abyección.» Y también
Lenglet-Dufresnoy en sus Observaciones a
este capítulo, opina que este camino emplea el doble mercurio filosófico. De este modo -añade-, la Obra se realiza
en ocho días, en vez de los casi
dieciocho meses que se requieren con el primero de los caminos.»
Este
camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha sido llamado por los Sabios
Régimen de Saturno. La
cocción de la Obra, en vez del empleo de un vaso de vidrio, requiere únicamente la utilización de un simple crisol. «Resolveré
tu cuerpo en un vaso de tierra donde
lo enterraré», escribe un autor célebre[xii],
quien añade más adelante: «Haz un fuego en tu vaso, es decir, en la tierra que
lo tiene encerrado. Este breve método, sobre el cual te hemos liberalmente
instruido, me parece el camino más corto y
la verdadera sublimación filosófica para alcanzar la perfección de esta grave
labor.» De este modo podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia: un solo vaso, una sola materia, un solo
hornillo.
Cyliani,
en el Prefacio de su libro[xiii],
relata los dos procedimientos en estos términos:
«Creo
que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que sólo se necesitan dos
materias del mismo origen, una volátil y la otra fija; que hay dos caminos, la vía seca y la vía húmeda.
Yo sigo este último, preferentemente, por
deber, aunque el primero me sea muy conocido: se hace con una materia
única.»
Henri
de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a la vía seca cuando
escribe[xiv]:
«Este secreto sobrepasa a todos los secretos del mundo, pues podéis en poco tiempo, sin gran cuidado ni
trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual ved a Isaac el Holandés
que habla de ello más ampliamente.» Desgraciadamente, nuestro autor no es más
prolijo que sus colegas. «Cuando pienso -escribe Henckel[xv]-
que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende que la preparación de la
piedra filosofal se empieza y se termina en cuatro
días de tiempo, y que ha mostrado efectivamente esta piedra todavía
adherida a los cascos del crisol me parece que no sería tan absurdo poner en
duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no serán otros tantos días,
lo cual sería un espacio de tiempo muy reducido; y no habrá un método en el
cual toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo las
materias en mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante fuego muy
vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este método no puede ejecutarse
en todos los laboratorios, además, tal vez no todos lo encontrarían
practicable.» El emblema hermético de Notre-Dame, que, ya en siglo XVII,
había llamado la atención del sagaz de Laborde[xvi],
ocupa
el entrepaño del pórtico, desde el estilóbato al arquitrabe, y está
detalladamente esculpido sobre los tres lados del pilar empotrado. Es
una alta y noble estatua de San Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con
torre desprovista, a nuestro entender, de toda significación secreta. El obispo
está en pie sobre un nicho oblongo y finamente tallado, con cuatro columnitas y
un admirable dragón bizantino, todo ello sostenido por un zócalo guarnecido con
un friso y unido al basamento por una moldura. Sólo el nicho y el zócalo tienen
un verdadero valor hermético (lám. XXX).
Desgraciadamente,
este pilar, tan magníficamente decorado, es casi nuevo: apenas doce lustros nos
separan de su restauración, pues ha sido reconstruido y... modificado.
No
queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni pretendemos
sostener la necesidad de dejar crecer descuidadamente, la lepra del tiempo
sobre un cuerpo espléndido; sin embargo, como filósofos, sólo podemos el
desenfado de los restauradores cuando se trata de creaciones ojivales. Si
convenía reemplazar al obispo por la intemperie y rehacer su base arruinada, la
cosa era sencilla: bastaba con copiar el modelo, con reproducirlo fielmente. Poco
hubiera importado que contuviese una significación oculta: la imitación servil
la habría conservado. Pero quisieron hacerlo mejor y, si conservaron los rasgos del santo
obispo y del bello dragón, en cambio adornaron el zócalo con follajes y cenefas
románicos, en vez de las roelas y las flores que allí se veían antaño.
Esta
segunda edición, revisada, corregida y aumentada, es ciertamente más rica que
la primera; pero el símbolo ha quedado truncado; la ciencia, mutilada; la
llave, perdida, y el esoterismo, extinto. El tiempo corroe, gasta, disgrega y
desmorona la piedra caliza; su limpieza resulta perjudicada, pero el sentido
permanece. Entonces surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos
cuantos golpes de cincel, amputa, cercena, oblitera, transforma, convierte una
ruina auténtica en un arcaísmo artificial y brillante, hiere y cura, suprime y
añade, poda y desfigura en nombre del Arte, de la forma o de la simetría, sin
la menor preocupación por la idea creadora. ¡Gracias a esta prótesis moderna,
nuestras damas venerables permanecerán eternamente jóvenes!
¡Ay!
¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
Id
a la catedral, discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la disposición
del nuevo pilar, y seguid después la pista del original. Cruzad el Sena, entrad en
el museo de Cluny, y tendréis la satisfacción de encontrarlo allí,
junto a la escalera de acceso al frigidario de las Termas de Juliano. Allí fue a
parar el bello fragmento [xvii].
De
momento, pues, no resulta ya tan fácil satisfacer la curiosidad, sea del género
que fuese, del visitante; el cual se verá, no obstante, impulsado hasta el
nuevo refugio de la escultura imitativa. Pero, ¡ay!, le espera una triste
sorpresa, que consiste en la amputación, infinitamente
lamentable, de casi todo el cuerpo del dragón, reducida ahora a su parte anterior,
aunque provista aún de sus dos patas.
El
monstruoso animal, con la gracia de un enorme lagarto, estrechaba el atanor,
dejando en sus llamas al pequeño rey triplemente coronado, que es el hijo de
sus obras violentas sobre la muerte adúltera. Sólo es visible el rostro del
niño mientras que sufre los «lavados ígneos» de que habla Nicolas Flamel. Aquí
aparece fajado y vestido según la moda medieval, como podemos verlo todavía en
la figurita de porcelana del diminuto «bañista» que se suele introducir en la galette del día de Reyes. (Conf Alchimie, op. cít., página 89.)
Este
enigma del trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta -al menos en
parte- por François Cambriel, valióle a éste el ser citado por Champfleury en
sus Excéntricos, y por Cherpakof en sus Locos
literarios. ¿Mereceremos el mismo honor?
Observaréis
en
el zócalo cúbico, y en su lado derecho dos roeles en relieve, macizos y
circulares; son las materias o
naturalezas metálicas -sujeto y disolvente- con las que se debe empezar la
Obra. En la cara principal, estas sustancias, modificadas por las
operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en forma de disco, sino
como rosas
de pétalos soldados. Hay que admirar, de paso, sin reserva alguna, la
habilidad con que el artista supo expresar la transformación de los productos
ocultos, libres de los accidentes externos y de los materiales heterogéneos que
los envolvía en la mina. En el lado izquierdo, los roeles, convertidos en
rosetas, adoptan la forma de flores decorativas de pétalos soldados, pero con
el cáliz visible. Aunque muy corroídas y casi borradas, es fácil,
empero, descubrir en ellas el rastro del disco central. Siguen representando
los mismos objetos pero después de adquirir otras cualidades; el gráfico del
cáliz indica que las raíces metálicas han sido abiertas y se hallan dispuestas
a manifestar su principio seminal. Tal es interpretación esotérica de los
pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación complementaria.
Las
materias preparadas y unidas en un solo compuesto deben sufrir la sublimación o
última purificación ígnea. En esta operación, las partes que se consumen con el
fuego quedan destruidas, las materias terrosas pierden su cohesión y se
disgregan, mientras que los principios puros, incombustibles, se elevan en
una forma muy diferente de la que presentaba el compuesto. Ahí está la Sal de los Filósofos, el
Rey coronado de gloria, que nace en el fuego y debe regocijarse en la
boda subsiguiente, a fin, dice Hermes, de que las ocultas se hagan manifiestas.
Rex ab igne veniet, ac conjugio gaudebit et occulta patebunt. En el nicho, vemos únicamente la cabeza de
este rey, emergiendo de las llamas purificadoras. En el estado actual,
sería imposible afirmar que la esculpida sobre la frente de la figura pertenece
a una corona; igualmente podríamos ver en él una especie de bacinete o
capacete, dado el volumen y el aspecto del cráneo. Pero, por fortuna, poseemos
el texto de Esprit Gobineau de Montluisant, cuyo libro fue escrito «el
miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro
Salvador Jesucristo»[xviii],
y que nos dice positivamente que el rey lleva una triple corona.
Después
de la elevación de los principios puros y coloreados del
compuesto filosófico, el residuo se halla ya en condiciones de
proporcionar la sal mercurial, volátil
y fusible, a la cual dieron a menudo los antiguos autores el epíteto de Dragón babilónico.
El
artista creador del monstruo emblemático realizó una verdadera obra maestra, y,
aunque mutilado -el plumaje de la izquierda está roto-, no deja por ello de
constituir un notable fragmento estatuario. El fabuloso animal emerge de las
llamas, y su cola parece salir del ser humano cuya cabeza envuelve en
cierto modo. Luego, en un movimiento de torsión que le hace tumbarse contra la
bóveda, estira las potentes garras para sujetar el atanor.
Si
examinamos la ornamentación del nicho, observaremos unas acanaladuras agrupadas,
ligeramente huecas, curvilíneas en la parte superior y planas en la base. Las
de la pared izquierda van acompañadas de una flor de cuatro pétalos separados,
que representa la materia universal, cuaternaria, de los elementos primeros, según la doctrina de
Aristóteles difundida en la Edad Media. Inmediatamente debajo, el dúo de las naturalezas
que trabaja el alquimista y de cuya reunión resulta el Saturno de los Sabios,
denominación anagramática de naturas*. En el intercolumnio frontal, cuatro
acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa
flameada, simbolizan el cuaternario de los elementos segundos,- por últirno, a cada lado del atanor, y
bajo
las garras mismas del dragón, las cinco unidades de la quintaesencia, que
comprenden los tres principios y las dos naturalezas, más su totalización bajo
el número diez, «en el que todo fine y se termina.». L.-P. François
Cambriel[xix]
sostiene que la multiplicación del Azufre -blanco o rojo- no aparece indicada
en el jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a pronunciarnos de
manera tan categórica. En efecto, la multiplicación sólo puede realizarse con
ayuda del mercurio, que desempeña el papel de paciente en la Obra, y mediante
cocciones o fijaciones sucesivas. Es, pues, en el dragón, imagen del mercurio,
donde deberíamos buscar el símbolo representativo de la nutrición y de la
progresión del Azufre o del Elixir. Pues bien, si aquel autor hubiera tenido
más cuidado en el examen de las particularidades decorativas, con toda
seguridad habría observado:
1.º
Una franja longitudinal que, partiendo de la cabeza, sigue la línea de las
vértebras hasta la extremidad de la cola.
2.º
Dos franjas análogas, colocadas oblicuamente, sobre cada ala.
3.º
Dos franjas más anchas, transversales, que ciñen la cola del dragón, al nivel
del plumaje la primera, y la otra encima de la cabeza del rey. Todas estas
franjas están adornadas con círculos llenos y que se tocan en un punto de su
circunferencia.
En
cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las franjas caudales:
el centro aparece claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los
hermetistas saben que el rey de los metales es representado por el
signo solar; es decir, por una circunferencia, con o sin punto central.
Nos parece, pues, acertado pensar que si el dragón está profusamente cubierto
de símbolos áuricos -incluso los muestra en las garras de su pata derecha-,
ello se debe a que es capaz de transmutar copiosamente; mas sólo puede adquirir
este poder mediante una serie de cocciones ulteriores con el Azufre u Oro filosófico, lo cual constituye las multiplicaciones.
Tal
es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido posible, el sentido esotérico
que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de la puerta de Sainte-Anne.
Tal vez otros, más eruditos o más sabios, ofrecerán una interpretación mejor,
pues no pretendemos imponer a nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con
decir que ésta concuerda, en general, con la de Cambriel. En cambio, no
compartimos en modo alguno la opinión de este autor al querer extender, sin
ninguna prueba, el simbolismo del nicho a la propia estatua.
Ciertamente,
resulta siempre penoso tener que censurar un error manifiesto, y más enfadoso
todavía sacar a relucir ciertas afirmaciones para destruirlas en bloque. Sin
embargo, debemos hacerlo, mal que nos pese. La ciencia que estudiamos es tan
positiva, tan real y tan exacta como la óptica, la geometría o la mecánica, y
sus resultados, tan tangibles como los de la química. Si el entusiasmo y la fe
íntima le sirven de estimulantes y de valiosos auxiliares; si intervienen, por
una parte, en la dirección y en la orientación de nuestras investigaciones,
debemos, sin embargo, evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al
razonamiento, y someterlos al criterio de la experiencia. Recordemos que sólo
los trucos de los falsos y codiciosos alquimistas, las prácticas insensatas de
los charlatanes y la inepcia de escritores ignaros y sin escrúpulos, han
arrojado el descrédito sobre la verdad hermética. Es preciso ver claro y decir
bien; ni una palabra que no haya sido pensada, ni una idea que no haya pasado
por el tamiz del juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una depuración;
librémosla de las máculas con que incluso sus Partidarios la han ensuciado a
veces: después será más robusta y más
sana, sin perder ni un ápice de su encanto y de su misteriosa atracción.
François
Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en estos términos: «De este
mercurio resulta la Vida, representada por el obispo que está encima de dicho
dragón... Este obispo se lleva un dedo a
la boca, para decirles a los que van a verle y a enterarse de lo que
representa..., ¡callaos, no digáis una palabra ... !»
El
texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo dibujo -lo cual tendría
poca importancia- ostensiblemente alterado -lo cual es mucho más grave-. En él
aparece san Marcelo sosteniendo un báculo corto como el banderín de un guardabarrera;
lleva la cabeza cubierta con una mitra de ornamentación cruciforme, y,
formidable anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba! Un detalle gracioso: en el dibujo de frente,
el dragón tiene la boca de perfil y muerde el pie del pobre obispo, el cual,
por otra parte, parece preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y sonriente, se
limita a cerrarse los labios con el índice, en el ademán de un obligado
silencio.
La
comprobación es fácil, puesto que poseemos la obra original, y la superchería
queda de manifiesto al primer golpe de vista. El santo, de acuerdo con la
costumbre medieval, va completamente afeitado; su mitra, muy sencilla, carece
de todo adorno; el báculo, que sostiene con la mano izquierda se clava, por su
extremo inferior, en las fauces del dragón.
En
cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desmedida
imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo la bendición,
en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la
mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e índice.
Resulta
muy difícil creer que dos observadores pudieron ser juguete de una misma
ilusión. ¿Emanó esta fantasía del artista, o le fue impuesta por el texto? La descripción y la ilustración presentan una
concordancia tal que nos permite dar escaso crédito a las cualidades de
observación manifestadas en este otro fragmento del mismo autor:
«Al
pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París, examiné con mucha atención las bellas esculturas
que adornan las tres puertas, y vi en una de estas tres puertas un jeroglífico
de los más hermosos, en el cual jamás había reparado, y durante varios días seguidos fui a consultarlo para poder dar el
detalle de todo lo que representaba, cosa que conseguí. El lector podrá
convencerse de ello por lo que sigue, y mejor aún si se traslada personalmente a
aquel lugar.»
Una
actitud, en verdad, que no carece de audacia ni desfachatez. Si el lector de
Cambriel acepta su invitación, no encontrará en el entrepaño de la puerta de
Sainte-Anne más que el exoterismo legendario de san Marcelo. Verá allí al
obispo dando muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal como cuenta la
tradición. Que simbolice, como máximo, la vida de la materia, es una opinión
personal que el autor es muy libre de expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso y siempre
lo ha sido.
Tales
despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu sincero, probo y recto.
VIII
Edificadas
por los Frimasons medievales para
asegurar la transmisión de los símbolos y de la doctrina herméticos, nuestras
grandes catedrales ejercieron, desde su aparición, considerable influencia
sobre gran número de muestras más modestas de la arquitectura civil o religiosa.
Flamel
gustaba de revestir de emblemas y de jeroglíficos las construcciones que
levantaba por doquier. El abate Villain nos informa de que el pequeño pórtico
de Saint-Jacques-la Boucherie, que el Adepto hizo ejecutar en 1389, estaba
lleno de figuras. «En la jamba occidental de la puerta -dice-, vemos un
angelito esculpido que tiene en las manos un círculo de piedra; Flamel había
hecho incrustar en él un disco de mármol negro con un filete de oro fino en
forma de cruz. »[xx]. Los
pobres debían también a su generosidad dos casas que hizo construir para ellos
en la calle del Cometiérede-Saint-Nicolas-des-Champs, la primera en 1407, y la
otra en 1410. Estos inmuebles presentaban, según afirma Salmon, «gran cantidad
de figuras grabadas en las piedras, con una N y una F góticas a cada lado». La
capilla del hospital Saint-Gervais, reconstruida a su costa, no tenía nada que
envidiar a las otras fundaciones. «La fachada y la puerta de la nueva capilla
-escribe Albert Poisson[xxi]-
estaba cubiertas de figuras y de inscripciones a la manera acostumbrada de
Flamel.» El pórtico de Sainte-Geneviéve-des-Ardents, emplazado en la calle de
la Tixeranderie, conservó su interesante simbolismo hasta mediados del siglo XVIII;
en esta época, la iglesia fue convertida en vivienda, siendo destruidos los
ornamentos de la fachada. Flamel levantó también dos arcadas conmemorativas en
el Chamier des Innocents, una en 1389 y la segunda en 1407. Refiere Poisson que
se veía en la primera, entre otras placas jeroglíficos, un escudo que el Adepto
«parece haber imitado de otro atribuido a santo Tomás de Aquino». El célebre
ocultista añade que figura al final de la Annonía
Química de Lagneau. Véase a continuación la descripción que hace de él:
«El
escudo está dividido en cuatro partes por una cruz; ésta lleva en el medio una
corona de espinas que encierra en su centro un corazón sangrante del que surge
una caña. En uno de los cuarteles, vemos la inscripción IEVE en caracteres
hebraicos, en medio de una profusión de rayos luminosos, debajo de una negra
nube; en el segundo cuartel, una corona, en el tercero, la tierra está cargada
de copiosas mieses, y el cuarto aparece ocupado por globos de fuego.»
Esta
relación, de acuerdo con el grabado de Lagneau, nos permite sacar la conclusión
de que éste hizo copiar su imagen de la arcada del osario. No hay en ello nada
imposible, puesto que, de cuatro placas, quedaban tres del tiempo de Gohorry
-es decir, hacia el año 1572- y que la Armonía
Química fue editada por Claude Morel
en 1601. Sin embargo, hubiera sido preferible atenerse al escudo tipo, bastante
diferente del de Flamel y mucho menos oscuro. Existía aún en la época de la
Revolución, en una vidriera de la capilla de Saint-Thomas-d'Aquin, del convento
de los dominicos. La iglesia de los Dominicos -que moraban y se habían
establecido allí alrededor del año 1217- debió su fundación a Luis IX. Estaba
emplazada en la calle de Saint-Jacques colocada bajo la advocación de San Jaime
el Mayor.
Las Curiosidades de París, editadas
en 1716 por Saugrain, denominado el Viejo, añaden que, al lado de aquella
iglesia, se hallaban las escuelas del Doctor
angélico.
El
escudo, llamado de Santo Tomás de Aquino, fue dibujado y pintado con gran
precisión en 1787 y, según consta en el propio vitral, por un hermetista
apellidado Chaudet. Gracias a este dibujo, podemos describirlo (Iám. XXXI).
El
escudo francés, acuartelado, tiene como remate un segmento redondeado que lo
domina. En esta pieza complementaria, vemos un matraz de oro boca abajo,
rodeado de una corona de espinas de sinople sobre campo de sable. La cruz tiene
tres esferas de azur en la punta y en los brazos diestro y siniestro, con un
corazón de gules con ramo de sinople en el centro. Unas lágrimas de plata caen
del matraz sobre este corazón, y se reúnen y fijan en él. Al cuartel superior
derecho, dividido en una parte de oro con tres astros de púrpura y otra de azur
con siete rayos de oro, se opone en la punta izquierda una tierra de sable con
espigas de oro sobre campo tostado. En el cuartel superior izquierdo, una nube
violeta sobre campo de plata, y tres flechas de este mismo color, con plumas de
oro y apuntando al abismo. En la punta derecha, tres serpientes de plata sobre
campo de sinople.
Este
bello emblema es tanto más importante para nosotros cuanto que revela los secretos
relativos o la extracción del mercurio y a su conjunción con el azufre, puntos
oscuros de la práctica, sobre los cuales han preferido todos los autores
guardar un silencio religioso.
La
Sainte-Chapelle, obra maestra de Pierre de Montereau,
maravillosa urna de piedra erigida, de 1245 a 1248, para guardar las reliquias
de la Pasión, presentaba también un conjunto alquímico muy notable. En la
actualidad, si bien lamentamos vivamente la reparación del pórtico primitivo,
en el que los parisienses de 1830 podrían admirar, con Victor Hugo, «dos
ángeles, uno de los cuales tiene la mano en un vaso, y el otro en una nube»,
nos cabe aún la satisfacción de Poseer intactas las vidrieras sur del
espléndido edificio. Sería difícil encontrar en otra parte una colección más
importante que la de la Sainte-Chapelle sobre las fórmulas del esoterismo
alquímico. Emprender, hoja por hoja, la descripción de semejante bosque de
cristal, sería tarea ardua y suficiente para llenar varios volúmenes. Nos
limitaremos, pues, a ofrecer una muestra extraída del quinto vano, primer
crucero, y que se refiere a la Degollación de los Santos Inocentes, cuya
significación dejamos explicada más arriba (Iám. XXXII).
No
nos cansaremos de recomendar a los amantes de nuestra antigua ciencia y a cuantos
sienten curiosidad por lo oculto, el estudio de los vitrales simbólicos de la
capilla alta; encontrarán mucho que observar en ellas, así como en el
gran rosetón, incomparable creación de color y de armonía.
[iii] Impresos a
continuación de las OEuvres tani
Médicinales que Chymiques, del R. P. de Castaigne. París, de la Nove, 1681.
[iv] Sabine Stuart de
Chevalier, Discours philosophique sur les
Trois Principes, o la Clef du Sanctuaire philosophique. París,
Quillau, 1781.
* El sentido simbólico-burlesco de esta
denominación se comprende mejor en el juego de palabras francés: Fréres de la Rose-croix y Frères de 1a Rosée
Cuite (N del T)
[vii] Dictionnaire des
Arts et des Sciences, art. Rose-Croix. París,
Coignard, 1731.
[viii] Entre los más
célebres centros de iniciación de esta clase, citaremos las órdenes de los Iluminados, de los Caballeros del Águila negra, de las Dos Águilas, del Apocalipsis;
los Hermanos iniciados de Asia, de Palestina, del Zodíaco; las Sociedades de los
Hermanos negros, de los Elegidos
Coëns, de los Mopses, de las Siete-Espadas, de los Invisibles, de los
Príncipes de la Muerte, los Caballeros del Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros
del perro y del Gallo, los Caballeros de la Tabla redonda, de la Jineta, del Cardo, del Baño, de la Bestia muerta, del Amaranto, etc..
[x] En
San Pedro, de Roma, una puerta igual, llamada Puerta santa o jubilar, es
dorada y está tapiada,- el Papa
la abre a golpes de martillo cada veinticinco años, o sea, cuatro veces al
siglo.
[xvi] De Laborde, Explications, de 1'Enigme trouvée á un pilar
de 1'Eghe Nótre-Dame de Paris, París,
1636.
[xvii] Este itinerario no
es actualmente valedero, ya que, hace unos seis años, el pilar simbólico,
objeto de tan justificada veneración, volvió a Nótre-Dame, a un lugar no muy
apartado del que ocupó durante más de cinco siglos. Lo hallamos, en efecto, en
una pieza de alto techo y con arcos de medio punto de la torre norte, la cual,
tarde o temprano, será convertida en museo, y tiene su pareja en el lado sur, a
su mismo nivel y al otro lado de la plataforma del gran órgano.
[xviii] Explication tres cuileuse des Enigmes et Figures
hiéroglyphiques, Physiqus, qui sont au
gran portail de 1'Fglise Cathédrale et Métropofitaine de Nótre-Dame de Paris.
[xix] L.-P. François Cambriel, Cours
de Philosophie hermétique ou d´Alchimie en dix-neuf leçons. París, Lacour et maistrasse, 1843.
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