viernes, 3 de enero de 2014

El misterio de las catedrales 4/5


V
De los doce medallones que adoran la hilera inferior del basamento, diez recabarán nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido mutilaciones demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido. Prescindiremos, pues, mal que nos pese, de los restos informes del quinto medallón (lado izquierdo) y del undécimo (lado derecho).
Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central de la fachada norte, el primer motivo nos presenta un caballero desarzonado agarrándose a la crin de un fogoso caballo (lámina XVIII). Esta alegoría se refiere a la extracción de las partes fijas, centrales y puras, por los volátiles o etéreos en la Disolución filosófica. Es, propiamente, la rectificación del espíritu obtenido y la cohobación de este espíritu sobre la materia pesada. El corcel, símbolo de rapidez y de ligereza, representa la sustancia espiritosa; el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico grosero. 

A cada cohobación, el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de ella. La absorción de lo fijo por lo volátil se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu sobre el cuerpo.
Y sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en verdad- se llega a extraer la sal oculta del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Nótre-Dame es igual al Pegaso alado de la fábula (raíz 7r7l'Y71,fuente). Como él, arroja al suelo a sus jinetes, llámense Perseo o Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo por los aires hasta la morada de las Hespérides, y hace brotar, de una coz, la fuente Hipocrene en el monte Helicón, fuente que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.
En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano, mientras sostiene con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de Vída (Iám. XIX). El espejo simboliza el comienzo de la obra; el Arbol de Vida indica su final, y el cuerno de la abundancia, el resultado.
Alquímicamente, la materia prima, la que el artista debe elegir para empezar la Obra, se denomina Espejo del Arte «Ordinariamente, es llamada Espejo del Arte por los Filósofos -dice Moras de Respour[i]- porque ha sido principalmente gracias a ella que hemos aprendido la composición de los metales en las vetas de la tierra... También se dice que la sola indicación de naturaleza puede instruirnos.» Es lo mismo que enseña el Cosmopolita[ii] cuando, hablando del Azufre, nos dice: «En su reino, hay un espejo en el cual se ve todo el mundo. Quienquiera que mire en este espejo puede ver y aprender las tres partes de la Sapiencia de todo el mundo, y, de esta manera, será sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron Aristóteles, Avicena y otros varios, los cuales, al igual que sus predecesores, vieron en este espejo cómo fue creado el mundo.» Basilio Valentín dice también en su Testamentum «El cuerpo entero de Vitriolo debe reconocerse únicamente mediante un Espejo de la Ciencia filosófica... Es un Espejo en el que se ve brillar y aparecer nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual podemos mostrar en un instante y probar al incrédulo Tomás la ceguera de su crasa ignorancia.» Pernety, en su Diccionario mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no lo conociese, o porque lo omitiese deliberadamente. Este sujeto, tan vulgar y tan despreciado, se convierte seguidamente en el Arbol de Vida, Elixir o Piedra filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y rica joya de la alquimia. Síntesis metálica absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre. Recordemos, por último, que el espejo es el atributo de la Verdad, de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos griegos.
Veamos ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el velo que cubría la balanza (lám. XX).
La mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en lo tocante al secreto de los pesos. Basilio Valentín se limitó a decir que había que «entregar un cisne blanco al hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus de Barma, en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina en una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en su Tratado de la Sal es todavía menos preciso: «El peso del agua -dice- debe ser plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser singular.» El autor de los Aforismos basilianos, o Cánones herméticos del Espíritu y del Alma[iii], escribe en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra hermética con la conjunción de los tres principios preparados según determinada proporción, la cual consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a la mitad del espíritu y el alma.» Si Raimundo Lulio y Philaléthe hablaron de ello, la mayoría prefirió guardar silencio; algunos pretendieron que la Naturaleza, por sí sola, distribuía las cantidades según una armonía misteriosa e ignorada por el Arte. Estas contradicciones apenas si resisten al examen. En efecto, sabemos que el mercurio filosófico resulta de la absorción de cierta parte de azufre por una cantidad determinada de mercurio; es, pues, indispensable conocer exactamente las proporciones recíprocas de los componentes, si operamos a la manera antigua. Huelga añadir que estas proporciones aparecen envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en los autores más sinceros. Pero debemos recalcar, por otra parte, que es posible sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este caso, como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre por destilación, el peso queda reducido a una sencilla apreciación de consistencia. La balanza constituye, como vemos, un indicio valioso para la determinación del procedimiento antiguo, del cual parece que debemos excluir el oro. Nos referimos al oro vulgar que no ha sufrido la exaltación ni la transfusión, operaciones que, al modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo hacen propio para el trabajo.                                          
Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una disolución especial y poco empleada. Es la del azogue vulgar con el fin de obtener el mercurio común de los filósofos, al cual llaman éstos «nuestro» mercurio, para diferenciarlo del. metal fluido de que procede. Aunque encontramos con frecuencia descripciones bastante extensas sobre este tema, no ocultaremos que semejante operación nos parece aventuradas si no sofisticado. Según los autores que han hablado de ello, el mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y perfectamente exaltado, adquiriría una calidad ígnea que no posee y podría convertirse a su vez en disolvente. Una reina, sentada en un trono, derriba de un puntapié al paje que, con una copa en la mano, ha venido a ofrecerle sus servicios (Iám. XXI). 
No debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo que pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una modificación del sistema antiguo, y no una práctica especial, puesto que el agente sigue siendo el mismo. Ahora bien, no comprendemos qué ventaja nos reportaría una solución de mercurio con ayuda del disolvente filosófico, habida cuenta de es el agente principal y secreto por excelencia. Sin embargo así lo pretende Sabine Stuart de Chevalier[iv]. «Para obtener el mercurio filosófico -escribe este autor- hay que disolver el mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su peso, pues toda su sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los filósofos conocen un fuego natural que penetra hasta el corazón del mercurio y que lo apaga interiormente; conocen también un disolvente que lo convierte en agua argentina pura y natural; ésta no contiene ni debe contener ningún corrosivo. En cuanto el mercurio se ha librado de sus ligaduras y es vencido por el calor... toma la forma del agua, y esta misma agua es la cosa más valiosa que puede haber en el mundo. Se necesita muy poco tiempo para hacer tomar esta forma al mercurio vulgar.» Se nos perdonará que no seamos de la misma opinión, pues tenemos buenas razones, apoyadas en la experiencia, para no creer que el mercurio vulgar, desprovisto de agente propio, pueda convertirse en agua útil para la Obra. El servus fugitivus que nos hace falta es un agua mineral y metálica, sólida, cortante, con el aspecto de una piedra, y de fácil licuefacción. Esta agua coagulada, en forma de masa pétrea, es el Alkaest y el Disolvente universal. Si conviene leer los filósofos -según el consejo de Philaléthe- con un grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para el estudio de Stuart de Chevalier.
Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco del medallón siguiente, se apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de piedra; una especie de manguito envuelve su mano izquierda (Iám. XXII).

Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda Obra, cuando el Rebis hermético, encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus partes y tiende a mortificarse. Es el principio, activo y suave, del fuego de rueda simbolizado por el frío y por el invierno, período embrionario en que las semillas, encerradas en el seno de la tierra filosofal, experimentan la influencia fermentadora de la humedad. Va a aparecer el reino de Saturno, emblema de la disolución radical, de la descomposición y del color negro. «Soy viejo, estoy débil y enfermo -le hace decir Basilio Valentín-; por esta causa me veo encerrado en una fosa... El fuego me atormenta en gran manera, y la muerte quebranta mi carne y mis huesos.» Un tal Demetrius, viajero citado por Plutarco -los griegos fueron maestros en todo, incluso en la exageración-, refiere con toda seriedad que, en una de las islas que visitó en la costa de Inglaterra, se encuentra Saturno encarcelado y sumido en profundo sueño. El gigante Briareo (Egeón) hace el papel de guardián de su prisión. ¡Y he aquí cómo, con la ayuda de fábulas herméticas, escribieron la Historia célebres autores!
El sexto medallón no es más que una reproducción fragmentaria del segundo. Volvemos a encontrar en él al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud orante, parece dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por los rasgos de un busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema de los Sabios, el espejo en el que «vemos toda la Naturaleza al descubierto» (Iám. XXIII).
A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos muestra a un anciano disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el velo que ocultaba la entrada a las miradas de los profanos. Es el primer paso dado en la práctica, el descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del cuerpo fijo, de recrudecerlo, según la expresión empleada, hasta darle una forma análoga a la de su sustancia prima (lám. XXIV). 
Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es decir, de dar vida a los metales muertos. Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe, la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentín, puerta que es preciso saber abrir. El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto del cual muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor. Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo, del disolvente y del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno -el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde, mientras que el interior visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea. Más adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias al colorido original, el sentido de Saturno, considerado como disolvente, es muy antiguo. En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.
El círculo siguiente nos permite presenciar el encuentro del anciano y el rey coronado, del disolvente y el cuerpo, del principio volátil y la sal metálica fija, incombustible y pura. La alegoría tiene un gran parecido con el texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote anciano y viejo en años» se muestra tan buen conocedor de las propiedades de la fuente oculta, de su acción sobre el «rey del país», al que imanta, atrae y absorbe. En esta operación, y cuando se produce la animación del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin violencia; no ocurre lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la amalgama ordinaria, el mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor característico y que se parece bastante a las efervescencias químicas. Los sabios dijeron a este respecto que, en la Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes tempestades, y que las olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero combate». Algunos representaron esta reacción por una lucha a muerte entre animales diferentes: águila y león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentín), etc. Pero, a nuestro entender, la mejor descripción -y, sobre todo, la más iniciadora- es la que nos dejó el gran filósofo Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la Salamandra. Otros -y son los más numerosos- buscaron los elementos de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación; describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del caos terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del agua, del aire y de la tierra.
Aunque más humano y más familiar, no por ello el estilo de Nótre-Dame es menos noble ni menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él por niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los puñetazos. En lo más fuerte del pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro, una piedra (Iám. XXV). Imposible describir con mayor claridad y sencillez la acción del agua póntica sobre la materia grave: este medallón honra al maestro que lo concibió.
De esta serie de temas con que terminaremos la descripción de las figuras del pórtico central, se infiere claramente que la idea rectora tuvo como objetivo la agrupación de los puntos variables en la práctica de la solución. Efectivamente, ella nos basta para identificar el procedimiento seguido. La disolución del oro alquímico por el Disolvente Alkaest caracteriza el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro mercurio indica el segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.
Por último, una segunda solución, la del Azufre -rojo o blanco- por el agua filosófica, constituye el objeto del duodécimo y último bajo relieve. Un guerrero deja caer su espada y se detiene, sobrecogido, ante un árbol al pie del cual aparece un cordero, el árbol muestra tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece la silueta de un pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que describe el Cosmopolita en la parábola del Tratado de la Naturaleza, el árbol del cual hay que extraer el agua. En cuanto al guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél supo elegir la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la naturaleza volátil del compuesto «más celeste que terrestre». Después, sólo tendrá que imitar a Saturno, el cual, dice el Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua, y seguidamente cogió el fruto del árbol solar y lo puso en esta agua... Porque esta agua es el Agua de vida, que tiene poder de mejorar los frutos de este árbol, de manera que, en lo sucesivo, no habrá ya necesidad de plantarlo ni de injertarlo, porque ella podrá, con su solo olor, dar a los otros seis árboles su misma naturaleza». Además, esta imagen es una representación de la famosa expedición de los Argonautas, ya que vemos en ella a Jasón junto al Vellocino de Oro y el árbol de preciosos frutos del Jardín de las Hespérides.
En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de lamentar no sólo las deterioraciones producidas por estúpidos inconoclastas, sino también la completa desaparición del polícromo revestimiento que antaño poseía nuestra admirable catedral. No nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar al investigador y de remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no tenemos necesidad de compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en vano antiguas estampas: Nótre-Dame conserva dentro de ella misma el prístino colorido de su pórtico central.
Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar, supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de infligir a su obra. Como maestro precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones en los vitrales del rosetón central. El cristal viene así a completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva.
Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de la estatuaria. Por ejemplo, en la alegoría de la Cohobación (primer medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un príncipe coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de los dos niños que riñen, uno es de color verde, y el otro, de un gris violeta; la reina que derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de púrpura. Incluso nos sorprende encontrar aquí ciertas imágenes desaparecidas de la fachada, como la del artesano, sentado a una mesa roja, que extrae grandes monedas de oro de un saco; o la de la mujer de verde corpiño y brial escarlata, que se alisa la cabellera ante un espejo; o la de los Gemelos, del zodíaco inferior, uno de los cuales tiene el color del rubí, y el otro, el de la esmeralda; etcétera.
¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la ancestral Idea hermética, en su armonía y en su unidad!  Petrificada en la fachada, cristalizada en el círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a la revelación, de la gravedad al entusiasmo, de la inercia a la expresión viva. Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior, surge del cristal en haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida, diáfana y Pura como la Verdad misma.
Y el alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta otra antítesis, todavía más paradójica: «¡la antorcha del pensamiento alquímico iluminando el templo del pensamiento cristiano!»
VI
Dejemos el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de la Virgen. En el centro del tímpano, y en la cornisa de en medio, observad el sarcófago, accesorio de un episodio de la vida de Cristo. Veréis en él siete círculos: son los símbolos de los siete metales planetarios (Iám. XXVI).
El sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
Venus es al bronce, lo que Saturno al plomo;
la Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
y Marte, del hierro[v]
El círculo central aparece decorado de una manera particular, mientras que los otros seis se repiten a pares, cosa que jamás se produce en los motivos puramente ornamentales del arte ojival. Más aún: esta simetría se extiende desde el centro hacia las extremidades, tal como enseña el Cosmopolita. «Contempla el cielo y las esferas de los planetas -dice ese autor[vi]- y verás que Saturno es el más alto de todos, al cual sucede Júpiter, y después Marte, el Sol, Venus, Mercurio y, por último, la Luna. Considera ahora que las virtudes de los planetas no suben, sino que descienden; incluso la experiencia nos enseña que Marte se convierte fácilmente en Venus, y no Venus en Marte, pues ella es la esfera más baja. De la misma manera, Júpiter se transmuta fácilmente en Mercurio, porque Júpiter está más alto que Mercurio; aquél es el segundo a partir del firmamento, éste es el segundo encima de la Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se mezcla con todos, pero nunca es mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una gran correspondencia entre Saturno y la Luna, en medio de los cuales está el Sol, como también entre Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus, todos los cuales tienen el Sol en el medio.»
La concordancia de mutación de los planetas metálicos entre sí aparece, pues, señalada, en el pórtico de Nótre-Dame, de la manera más formal. El motivo central simboliza el Sol; los florones de los extremos representan Saturno y la Luna; después vienen, respectivamente, Júpiter y Mercurio; y, por último, a los lados del Sol, Marte y Venus.
Pero hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera que parece unir las circunferencias de los rosetones, veremos que está formada por una sucesión de cuatro cruces y tres báculos, uno de los cuales es de espiral sencilla, y los otros, de doble voluta. Obsérvese, de pasada, que si se tratase de un propósito ornamental, los atributos hubieran debido ser, necesariamente, en número, de seis o de ocho, a fin de obtener una simetría perfecta; sin embargo, no es así, y la circunstancia de que uno de los espacios, el de la izquierda, permanezca vacío, acaba de demostrar que se quiso dar al conjunto un sentido simbólico.
Las cuatro cruces representan, al igual que en la notación, espagírica, los metales imperfectos; los báculos de doble espiral, los dos metales perfectos, y el báculo sencillo, el mercurio, semimetal o semiperfecto.
Pero, si apartamos los ojos del tímpano y bajamos mirada hacia la parte izquierda del basamento, dividido cinco nichos, observaremos unas curiosas figuritas en el espacio existente entre las pequeñas arcadas.
He aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos palomas (Iám. XXVII), que hallamos descritos en la animación del mercurio exaltado; el perro de Corasceno, del que hablan Artephius y Philaléthe, al cual hay que saber separar del compuesto en estado de polvo negro, y las Palomas de Diana, otro enigma desesperante bajo el cual se ocultan la espiritualización y la sublimación del mercurio filosofal. El cordero, emblema de la edulcoración del principio arsenical de la Materia; el hombre doblado, magnífica representación del apotegma alquímico solve et coagula, el cual enseña a realizar la conversión elemental volatilizando lo fijo y fijando lo volátil (Iám. XXVIII):
Si lo fijo sabes disolver,
Y lo disuelto volatilizar,
Y lo volátil fijar luego en polvo,
tienes motivo de consolación.
En esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el jeroglífico principal de nuestra práctica: se trataba del Cuervo.
Figura principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame había ejercido, desde siempre, una atracción muy viva sobre los alquimistas; y es que una antigua leyenda lo designaba como única señal de un depósito sagrado. Se decía, en efecto, que Guillermo de París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido sin duda condenado por haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema que canta eternamente el resto del edificio», había escondido la piedra filosofal en uno de los Pilares de la inmensa nave. Y el lugar exacto de este escondrijo misterioso venía precisamente determinado por el ángulo visual del cuervo...
De esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro simbólico señalaba antaño, desde fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en que se hallaba encerrado el tesoro.
En la cara externa de los pilares sin imposta que sostienen el dintel y el arranque de las dovelas, se hallan representados los signos del zodíaco. En primer lugar, empezando por abajo, encontramos Aries, después, Tauro, y, en lo alto, Géminís. Son los meses primaverales que señalan el comienzo del trabajo y el tiempo adecuado para las operaciones.
Sin duda, objetarán algunos que el zodíaco puede no tener una significación oculta y representar únicamente la zona de las constelaciones. Es posible. Pero, en este caso, tendríamos que encontrar el orden astronómico, la sucesión cósmica de las figuras zodiacales, en modo alguno ignorada por nuestros antepasados. Sin embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer, que ha sido desterrado al pilar opuesto. El imaginero, quiso, pues, indicar, valiéndose de esta  hábil transposición, la conjunción del fermento filosófico –o León- con el compuesto mercurial, unión que debe producirse hacia el final del cuarto mes de la primera Obra. Observamos también, bajo este pórtico, un pequeño relieve cuadrangular sumamente curioso. Sintetiza y expresa la condensación del Espíritu universal, el cual forma, en cuanto se materializa, el famoso Baño de los astros, en el cual el sol y la luna químicos deben bañarse, cambiar la naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en él a un niño que cae de un crisol grande como una cuba y sostenido por un arcángel en pie, nimbado, con un ala extendida, y que parece pegar al inocente. Todo el fondo de la composición lo ocupa un cielo nocturno y constelado (lám. XXXIX). Reconocemos en este tema una simplificación de la alegoría de la Degollación de los Santos Inocentes, tan cara a Nicolas Flamel y que pronto veremos en un vitral de la Sainte-Chapelle.
Sin entrar detalladamente en la técnica de la operación -cosa que ningún autor se ha atrevido a hacer-, diremos no obstante, que el Espíritu universal materializado en los minerales bajo el nombre alquímico de Azufre, constituye el principio y el agente eficaz de todas las tinturas metálicas. Pero este Espíritu, esta sangre roja de los niños, sólo puede obtenerse descomponiendo lo que la Naturaleza había antes reunido en ellos. Es, pues, necesario que el cuerpo perezca, que sea crucificado y que muera, si se quiere extraer el alma, vida metálica y Rocío celeste, que aquél tenía encerrada. Y de esta quintaesencia, trasvasada a un cuerpo puro, fijo, perfectamente cocido, nacerá una nueva criatura, más resplandeciente que cualquiera de aquéllas de quienes procede. Los cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el espíritu es activo y eficaz.
Por esto los Sabios, conocedores de que la sangre mineral que necesitaban para animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más que una condensación del Espíritu universal, alma de toda cosa; sabedores de que esta condensación en forma húmeda, capaz de penetrar y hacer vegetativos los cuerpos mixtos sublunares, sólo podía producirse de noche, a favor de las tinieblas, del cielo Puro y del aire tranquilo; sabedores, en fin, de que la estación durante la cual se manifestaba aquélla con mayor actividad y abundancia correspondía a la primavera terrestre; por todas estas razones combinadas, los Sabios le dieron el nombre de Rocío de Mayo. Así, Thomas Corneille[vii] no nos sorprende cuando asegura que los grandes maestros de la Rosa Cruz eran llamados Hermanos del Rocío Cocido*, significación que ellos Mismos daban a las iniciales de su orden: F. R. C. Quisiéramos poder decir algo más sobre este tema de extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era madre de Hermes) -humedad vivificadora del mes de María, la Virgen madre- se extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto, despreciado y cuyas características hemos ya descrito; pero existen límites infranqueables... Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra y deseamos cumplir nuestro juramento. Ahí está el Verbum dimissum de Trevisano, la Palabra perdida de los francmasones medievales, la que todas las Hermandades herméticas esperaban descubrir de nuevo y cuya búsqueda constituía el fin de sus trabajos y la razón de su existencia[viii].
Post tenebras lux. No lo olvidemos. La luz sale de las tinieblas; está difusa en la oscuridad, en la negrura, como el día lo está en la noche. De la oscuridad del Caos fue extraídas la luz y sus radiaciones reunidas, y si, el día de la Creación, el Espíritu divino se movía sobre las aguas del Abismo -Spiritus Dominiferebatur super aquas-, este espíritu invisible no podía ser al principio distinguido de la masa acuosa y se confundía con ella.
En fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran Obra; que la luz fue separada el primer día, y que los días siguientes se determinaron, como los nuestros, por intervalos regulares y alternativos de oscuridad y de luz.
A medianoche, una Virgen madre,
produce este astro luminoso,
en este momento milagroso
llamamos a Dios hermano nuestro.
VII
Volvamos sobre nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur, llamada todavía pórtico de Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés es considerable, por cuanto describe la práctica más breve de nuestra Ciencia y merece, a este respecto, un lugar en la primera fila de los paradigmas lapidarios.
«Mira -dice Grillot de Givry[ix]-, esculpido en el pórtico derecho de Nótre-Dame de París, el obispo de pie sobre el aludel en que se sublima, encadenado en el limbo, el mercurio filosofal. Él te enseña de dónde proviene el fuego sagrado, y el hecho de que el capítulo, siguiendo una tradición secular, mantenga esta puerta cerrada todo el año, te indica que aquí está el camino no vulgar, ignorado por la multitud y reservado al pequeño número de los elegidos de la Sabiduría[x]»
Pocos alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos caminos, uno breve y fácil, llamado vía seca, y otro más largo y más ingrato, llamado vía húmeda. Esto puede deberse a la circunstancia de que muchos autores tratan exclusivamente del procedimiento más largo, ya porque ignoran el otro, ya porque prefieren guardar silencio a enseñar sus principios. Pernety se niega a creer en esta duplicidad de medios, mientras que Huginus de Barma afirma, por el contrario, que los maestros antiguos, los Geber, los Lulio, los Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un procedimiento que les era propio.
Químicamente, nada se opone a que un método a base de la vía húmeda pueda ser reemplazado por otro que utilice reacciones secas, llegándose con ambos al mismo resultado. Herméticamente, el emblema que nos ocupa constituye una prueba de ello. Otra prueba la encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se afirma que la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda, más largo y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado. En éste, hay que «cocer la Sal celeste, que es el mercurio de los Filósofos, con un cuerpo metálico terrestre, en un crisol y a fuego simple, durante cuatro días».
En la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentín[xi], pero que diríase más bien debida a la pluma de Senior Zadith, el autor parece referirse a la vía seca cuando escribe que, «para llegar a este Arte, no se requiere gran trabajo ni esfuerzo, y los gastos son pequeños, y los instrumentos de poco valor. Pues este Arte puede ser aprendido en menos de doce horas, y, en el espacio de ocho días, llevado a la perfección, cuando tiene en sí su propio principio».
Philaléthe, en el capítulo XIX del Introitus, nos dice, después de hablar del camino largo, que afirma es enojoso y bueno solamente para las personas ricas: «Pero, siguiendo nuestro camino, no se necesita más de una semana; Dios ha reservado esta vía rara y fácil para los pobres despreciados y para sus santos cubiertos de abyección.» Y también Lenglet-Dufresnoy en sus Observaciones a este capítulo, opina que este camino emplea el doble mercurio filosófico. De este modo -añade-, la Obra se realiza en ocho días, en vez de los casi dieciocho meses que se requieren con el primero de los caminos.»
Este camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha sido llamado por los Sabios Régimen de Saturno. La cocción de la Obra, en vez del empleo de un vaso de vidrio, requiere únicamente la utilización de un simple crisol. «Resolveré tu cuerpo en un vaso de tierra donde lo enterraré», escribe un autor célebre[xii], quien añade más adelante: «Haz un fuego en tu vaso, es decir, en la tierra que lo tiene encerrado. Este breve método, sobre el cual te hemos liberalmente instruido, me parece el camino más corto y la verdadera sublimación filosófica para alcanzar la perfección de esta grave labor.» De este modo podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia: un solo vaso, una sola materia, un solo hornillo.
Cyliani, en el Prefacio de su libro[xiii], relata los dos procedimientos en estos términos:
«Creo que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que sólo se necesitan dos materias del mismo origen, una volátil y la otra fija; que hay dos caminos, la vía seca y la vía húmeda. Yo sigo este último, preferentemente, por deber, aunque el primero me sea muy conocido: se hace con una materia única.»
Henri de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a la vía seca cuando escribe[xiv]: «Este secreto sobrepasa a todos los secretos del mundo, pues podéis en poco tiempo, sin gran cuidado ni trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual ved a Isaac el Holandés que habla de ello más ampliamente.» Desgraciadamente, nuestro autor no es más prolijo que sus colegas. «Cuando pienso -escribe Henckel[xv]- que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende que la preparación de la piedra filosofal se empieza y se termina en cuatro días de tiempo, y que ha mostrado efectivamente esta piedra todavía adherida a los cascos del crisol  me parece que no sería tan absurdo poner en duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no serán otros tantos días, lo cual sería un espacio de tiempo muy reducido; y no habrá un método en el cual toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo las materias en mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante fuego muy vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este método no puede ejecutarse en todos los laboratorios, además, tal vez no todos lo encontrarían practicable.» El emblema hermético de Notre-Dame, que, ya en siglo XVII, había llamado la atención del sagaz de Laborde[xvi], ocupa el entrepaño del pórtico, desde el estilóbato al arquitrabe, y está detalladamente esculpido sobre los tres lados del pilar empotrado. Es una alta y noble estatua de San Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con torre desprovista, a nuestro entender, de toda significación secreta. El obispo está en pie sobre un nicho oblongo y finamente tallado, con cuatro columnitas y un admirable dragón bizantino, todo ello sostenido por un zócalo guarnecido con un friso y unido al basamento por una moldura. Sólo el nicho y el zócalo tienen un verdadero valor hermético (lám. XXX).
Desgraciadamente, este pilar, tan magníficamente decorado, es casi nuevo: apenas doce lustros nos separan de su restauración, pues ha sido reconstruido y... modificado.
No queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni pretendemos sostener la necesidad de dejar crecer descuidadamente, la lepra del tiempo sobre un cuerpo espléndido; sin embargo, como filósofos, sólo podemos el desenfado de los restauradores cuando se trata de creaciones ojivales. Si convenía reemplazar al obispo por la intemperie y rehacer su base arruinada, la cosa era sencilla: bastaba con copiar el modelo, con reproducirlo fielmente. Poco hubiera importado que contuviese una significación oculta: la imitación servil la habría conservado. Pero quisieron hacerlo mejor y, si conservaron los rasgos del santo obispo y del bello dragón, en cambio adornaron el zócalo con follajes y cenefas románicos, en vez de las roelas y las flores que allí se veían antaño.
Esta segunda edición, revisada, corregida y aumentada, es ciertamente más rica que la primera; pero el símbolo ha quedado truncado; la ciencia, mutilada; la llave, perdida, y el esoterismo, extinto. El tiempo corroe, gasta, disgrega y desmorona la piedra caliza; su limpieza resulta perjudicada, pero el sentido permanece. Entonces surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos cuantos golpes de cincel, amputa, cercena, oblitera, transforma, convierte una ruina auténtica en un arcaísmo artificial y brillante, hiere y cura, suprime y añade, poda y desfigura en nombre del Arte, de la forma o de la simetría, sin la menor preocupación por la idea creadora. ¡Gracias a esta prótesis moderna, nuestras damas venerables permanecerán eternamente jóvenes!
¡Ay! ¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
Id a la catedral, discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la disposición del nuevo pilar, y seguid después la pista del original. Cruzad el Sena, entrad en el museo de Cluny, y tendréis la satisfacción de encontrarlo allí, junto a la escalera de acceso al frigidario de las Termas de Juliano. Allí fue a parar el bello fragmento [xvii].
De momento, pues, no resulta ya tan fácil satisfacer la curiosidad, sea del género que fuese, del visitante; el cual se verá, no obstante, impulsado hasta el nuevo refugio de la escultura imitativa. Pero, ¡ay!, le espera una triste sorpresa, que consiste en la amputación, infinitamente lamentable, de casi todo el cuerpo del dragón, reducida ahora a su parte anterior, aunque provista aún de sus dos patas.
El monstruoso animal, con la gracia de un enorme lagarto, estrechaba el atanor, dejando en sus llamas al pequeño rey triplemente coronado, que es el hijo de sus obras violentas sobre la muerte adúltera. Sólo es visible el rostro del niño mientras que sufre los «lavados ígneos» de que habla Nicolas Flamel. Aquí aparece fajado y vestido según la moda medieval, como podemos verlo todavía en la figurita de porcelana del diminuto «bañista» que se suele introducir en la galette del día de Reyes. (Conf Alchimie, op. cít., página 89.)
Este enigma del trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta -al menos en parte- por François Cambriel, valióle a éste el ser citado por Champfleury en sus Excéntricos, y por Cherpakof en sus Locos literarios. ¿Mereceremos el mismo honor?
Observaréis en el zócalo cúbico, y en su lado derecho dos roeles en relieve, macizos y circulares; son las materias o naturalezas metálicas -sujeto y disolvente- con las que se debe empezar la Obra. En la cara principal, estas sustancias, modificadas por las operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en forma de disco, sino como rosas de pétalos soldados. Hay que admirar, de paso, sin reserva alguna, la habilidad con que el artista supo expresar la transformación de los productos ocultos, libres de los accidentes externos y de los materiales heterogéneos que los envolvía en la mina. En el lado izquierdo, los roeles, convertidos en rosetas, adoptan la forma de flores decorativas de pétalos soldados, pero con el cáliz visible. Aunque muy corroídas y casi borradas, es fácil, empero, descubrir en ellas el rastro del disco central. Siguen representando los mismos objetos pero después de adquirir otras cualidades; el gráfico del cáliz indica que las raíces metálicas han sido abiertas y se hallan dispuestas a manifestar su principio seminal. Tal es interpretación esotérica de los pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación complementaria.
Las materias preparadas y unidas en un solo compuesto deben sufrir la sublimación o última purificación ígnea. En esta operación, las partes que se consumen con el fuego quedan destruidas, las materias terrosas pierden su cohesión y se disgregan, mientras que los principios puros, incombustibles, se elevan en una forma muy diferente de la que presentaba el compuesto. Ahí está la Sal de los Filósofos, el Rey coronado de gloria, que nace en el fuego y debe regocijarse en la boda subsiguiente, a fin, dice Hermes, de que las ocultas se hagan manifiestas. Rex ab igne veniet, ac conjugio gaudebit et occulta patebunt. En el nicho, vemos únicamente la cabeza de este rey, emergiendo de las llamas purificadoras. En el estado actual, sería imposible afirmar que la esculpida sobre la frente de la figura pertenece a una corona; igualmente podríamos ver en él una especie de bacinete o capacete, dado el volumen y el aspecto del cráneo. Pero, por fortuna, poseemos el texto de Esprit Gobineau de Montluisant, cuyo libro fue escrito «el miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucristo»[xviii], y que nos dice positivamente que el rey lleva una triple corona.
Después de la elevación de los principios puros y coloreados del compuesto filosófico, el residuo se halla ya en condiciones de proporcionar la sal mercurial, volátil y fusible, a la cual dieron a menudo los antiguos autores el epíteto de Dragón babilónico.
El artista creador del monstruo emblemático realizó una verdadera obra maestra, y, aunque mutilado -el plumaje de la izquierda está roto-, no deja por ello de constituir un notable fragmento estatuario. El fabuloso animal emerge de las llamas, y su cola parece salir del ser humano cuya cabeza envuelve en cierto modo. Luego, en un movimiento de torsión que le hace tumbarse contra la bóveda, estira las potentes garras para sujetar el atanor.
Si examinamos la ornamentación del nicho, observaremos unas acanaladuras agrupadas, ligeramente huecas, curvilíneas en la parte superior y planas en la base. Las de la pared izquierda van acompañadas de una flor de cuatro pétalos separados, que representa la materia universal, cuaternaria, de los elementos primeros, según la doctrina de Aristóteles difundida en la Edad Media. Inmediatamente debajo, el dúo de las naturalezas que trabaja el alquimista y de cuya reunión resulta el Saturno de los Sabios, denominación anagramática de naturas*. En el intercolumnio frontal, cuatro acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa flameada, simbolizan el cuaternario de los elementos segundos,- por últirno, a cada lado del atanor, y bajo las garras mismas del dragón, las cinco unidades de la quintaesencia, que comprenden los tres principios y las dos naturalezas, más su totalización bajo el número diez, «en el que todo fine y se termina.». L.-P. François Cambriel[xix] sostiene que la multiplicación del Azufre -blanco o rojo- no aparece indicada en el jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a pronunciarnos de manera tan categórica. En efecto, la multiplicación sólo puede realizarse con ayuda del mercurio, que desempeña el papel de paciente en la Obra, y mediante cocciones o fijaciones sucesivas. Es, pues, en el dragón, imagen del mercurio, donde deberíamos buscar el símbolo representativo de la nutrición y de la progresión del Azufre o del Elixir. Pues bien, si aquel autor hubiera tenido más cuidado en el examen de las particularidades decorativas, con toda seguridad habría observado:
1.º Una franja longitudinal que, partiendo de la cabeza, sigue la línea de las vértebras hasta la extremidad de la cola.
2.º Dos franjas análogas, colocadas oblicuamente, sobre cada ala.
3.º Dos franjas más anchas, transversales, que ciñen la cola del dragón, al nivel del plumaje la primera, y la otra encima de la cabeza del rey. Todas estas franjas están adornadas con círculos llenos y que se tocan en un punto de su circunferencia.
En cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las franjas caudales: el centro aparece claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los hermetistas saben que el rey de los metales es representado por el signo solar; es decir, por una circunferencia, con o sin punto central. Nos parece, pues, acertado pensar que si el dragón está profusamente cubierto de símbolos áuricos -incluso los muestra en las garras de su pata derecha-, ello se debe a que es capaz de transmutar copiosamente; mas sólo puede adquirir este poder mediante una serie de cocciones ulteriores con el Azufre u Oro filosófico, lo cual constituye las multiplicaciones.
Tal es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido posible, el sentido esotérico que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de la puerta de Sainte-Anne. Tal vez otros, más eruditos o más sabios, ofrecerán una interpretación mejor, pues no pretendemos imponer a nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con decir que ésta concuerda, en general, con la de Cambriel. En cambio, no compartimos en modo alguno la opinión de este autor al querer extender, sin ninguna prueba, el simbolismo del nicho a la propia estatua.
Ciertamente, resulta siempre penoso tener que censurar un error manifiesto, y más enfadoso todavía sacar a relucir ciertas afirmaciones para destruirlas en bloque. Sin embargo, debemos hacerlo, mal que nos pese. La ciencia que estudiamos es tan positiva, tan real y tan exacta como la óptica, la geometría o la mecánica, y sus resultados, tan tangibles como los de la química. Si el entusiasmo y la fe íntima le sirven de estimulantes y de valiosos auxiliares; si intervienen, por una parte, en la dirección y en la orientación de nuestras investigaciones, debemos, sin embargo, evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al razonamiento, y someterlos al criterio de la experiencia. Recordemos que sólo los trucos de los falsos y codiciosos alquimistas, las prácticas insensatas de los charlatanes y la inepcia de escritores ignaros y sin escrúpulos, han arrojado el descrédito sobre la verdad hermética. Es preciso ver claro y decir bien; ni una palabra que no haya sido pensada, ni una idea que no haya pasado por el tamiz del juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una depuración; librémosla de las máculas con que incluso sus Partidarios la han ensuciado a veces: después será más robusta y más sana, sin perder ni un ápice de su encanto y de su misteriosa atracción.
François Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en estos términos: «De este mercurio resulta la Vida, representada por el obispo que está encima de dicho dragón... Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decirles a los que van a verle y a enterarse de lo que representa..., ¡callaos, no digáis una palabra ... !»
El texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo dibujo -lo cual tendría poca importancia- ostensiblemente alterado -lo cual es mucho más grave-. En él aparece san Marcelo sosteniendo un báculo corto como el banderín de un guardabarrera; lleva la cabeza cubierta con una mitra de ornamentación cruciforme, y, formidable anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba!  Un detalle gracioso: en el dibujo de frente, el dragón tiene la boca de perfil y muerde el pie del pobre obispo, el cual, por otra parte, parece preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y sonriente, se limita a cerrarse los labios con el índice, en el ademán de un obligado silencio.
La comprobación es fácil, puesto que poseemos la obra original, y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. El santo, de acuerdo con la costumbre medieval, va completamente afeitado; su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno; el báculo, que sostiene con la mano izquierda se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón.
En cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto de la desmedida imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo la bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e índice.
Resulta muy difícil creer que dos observadores pudieron ser juguete de una misma ilusión. ¿Emanó esta fantasía del artista, o le fue impuesta por el texto?  La descripción y la ilustración presentan una concordancia tal que nos permite dar escaso crédito a las cualidades de observación manifestadas en este otro fragmento del mismo autor:
«Al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París, examiné con mucha atención las bellas esculturas que adornan las tres puertas, y vi en una de estas tres puertas un jeroglífico de los más hermosos, en el cual jamás había reparado, y durante varios días seguidos fui a consultarlo para poder dar el detalle de todo lo que representaba, cosa que conseguí. El lector podrá convencerse de ello por lo que sigue, y mejor aún si se traslada personalmente a aquel lugar.»
Una actitud, en verdad, que no carece de audacia ni desfachatez. Si el lector de Cambriel acepta su invitación, no encontrará en el entrepaño de la puerta de Sainte-Anne más que el exoterismo legendario de san Marcelo. Verá allí al obispo dando muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal como cuenta la tradición. Que simbolice, como máximo, la vida de la materia, es una opinión personal que el autor es muy libre de expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso y siempre lo ha sido.
Tales despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu sincero, probo y recto.
VIII
Edificadas por los Frimasons medievales para asegurar la transmisión de los símbolos y de la doctrina herméticos, nuestras grandes catedrales ejercieron, desde su aparición, considerable influencia sobre gran número de muestras más modestas de la arquitectura civil o religiosa.
Flamel gustaba de revestir de emblemas y de jeroglíficos las construcciones que levantaba por doquier. El abate Villain nos informa de que el pequeño pórtico de Saint-Jacques-la Boucherie, que el Adepto hizo ejecutar en 1389, estaba lleno de figuras. «En la jamba occidental de la puerta -dice-, vemos un angelito esculpido que tiene en las manos un círculo de piedra; Flamel había hecho incrustar en él un disco de mármol negro con un filete de oro fino en forma de cruz. »[xx]. Los pobres debían también a su generosidad dos casas que hizo construir para ellos en la calle del Cometiérede-Saint-Nicolas-des-Champs, la primera en 1407, y la otra en 1410. Estos inmuebles presentaban, según afirma Salmon, «gran cantidad de figuras grabadas en las piedras, con una N y una F góticas a cada lado». La capilla del hospital Saint-Gervais, reconstruida a su costa, no tenía nada que envidiar a las otras fundaciones. «La fachada y la puerta de la nueva capilla -escribe Albert Poisson[xxi]- estaba cubiertas de figuras y de inscripciones a la manera acostumbrada de Flamel.» El pórtico de Sainte-Geneviéve-des-Ardents, emplazado en la calle de la Tixeranderie, conservó su interesante simbolismo hasta mediados del siglo XVIII; en esta época, la iglesia fue convertida en vivienda, siendo destruidos los ornamentos de la fachada. Flamel levantó también dos arcadas conmemorativas en el Chamier des Innocents, una en 1389 y la segunda en 1407. Refiere Poisson que se veía en la primera, entre otras placas jeroglíficos, un escudo que el Adepto «parece haber imitado de otro atribuido a santo Tomás de Aquino». El célebre ocultista añade que figura al final de la Annonía Química de Lagneau. Véase a continuación la descripción que hace de él:
«El escudo está dividido en cuatro partes por una cruz; ésta lleva en el medio una corona de espinas que encierra en su centro un corazón sangrante del que surge una caña. En uno de los cuarteles, vemos la inscripción IEVE en caracteres hebraicos, en medio de una profusión de rayos luminosos, debajo de una negra nube; en el segundo cuartel, una corona, en el tercero, la tierra está cargada de copiosas mieses, y el cuarto aparece ocupado por globos de fuego.»
Esta relación, de acuerdo con el grabado de Lagneau, nos permite sacar la conclusión de que éste hizo copiar su imagen de la arcada del osario. No hay en ello nada imposible, puesto que, de cuatro placas, quedaban tres del tiempo de Gohorry -es decir, hacia el año 1572- y que la Armonía Química fue editada por Claude Morel en 1601. Sin embargo, hubiera sido preferible atenerse al escudo tipo, bastante diferente del de Flamel y mucho menos oscuro. Existía aún en la época de la Revolución, en una vidriera de la capilla de Saint-Thomas-d'Aquin, del convento de los dominicos. La iglesia de los Dominicos -que moraban y se habían establecido allí alrededor del año 1217- debió su fundación a Luis IX. Estaba emplazada en la calle de Saint-Jacques colocada bajo la advocación de San Jaime el Mayor.
Las Curiosidades de París, editadas en 1716 por Saugrain, denominado el Viejo, añaden que, al lado de aquella iglesia, se hallaban las escuelas del Doctor angélico.
El escudo, llamado de Santo Tomás de Aquino, fue dibujado y pintado con gran precisión en 1787 y, según consta en el propio vitral, por un hermetista apellidado Chaudet. Gracias a este dibujo, podemos describirlo (Iám. XXXI).
El escudo francés, acuartelado, tiene como remate un segmento redondeado que lo domina. En esta pieza complementaria, vemos un matraz de oro boca abajo, rodeado de una corona de espinas de sinople sobre campo de sable. La cruz tiene tres esferas de azur en la punta y en los brazos diestro y siniestro, con un corazón de gules con ramo de sinople en el centro. Unas lágrimas de plata caen del matraz sobre este corazón, y se reúnen y fijan en él. Al cuartel superior derecho, dividido en una parte de oro con tres astros de púrpura y otra de azur con siete rayos de oro, se opone en la punta izquierda una tierra de sable con espigas de oro sobre campo tostado. En el cuartel superior izquierdo, una nube violeta sobre campo de plata, y tres flechas de este mismo color, con plumas de oro y apuntando al abismo. En la punta derecha, tres serpientes de plata sobre campo de sinople.
Este bello emblema es tanto más importante para nosotros cuanto que revela los secretos relativos o la extracción del mercurio y a su conjunción con el azufre, puntos oscuros de la práctica, sobre los cuales han preferido todos los autores guardar un silencio religioso.
La Sainte-Chapelle, obra maestra de Pierre de Montereau, maravillosa urna de piedra erigida, de 1245 a 1248, para guardar las reliquias de la Pasión, presentaba también un conjunto alquímico muy notable. En la actualidad, si bien lamentamos vivamente la reparación del pórtico primitivo, en el que los parisienses de 1830 podrían admirar, con Victor Hugo, «dos ángeles, uno de los cuales tiene la mano en un vaso, y el otro en una nube», nos cabe aún la satisfacción de Poseer intactas las vidrieras sur del espléndido edificio. Sería difícil encontrar en otra parte una colección más importante que la de la Sainte-Chapelle sobre las fórmulas del esoterismo alquímico. Emprender, hoja por hoja, la descripción de semejante bosque de cristal, sería tarea ardua y suficiente para llenar varios volúmenes. Nos limitaremos, pues, a ofrecer una muestra extraída del quinto vano, primer crucero, y que se refiere a la Degollación de los Santos Inocentes, cuya significación dejamos explicada más arriba (Iám. XXXII).
No nos cansaremos de recomendar a los amantes de nuestra antigua ciencia y a cuantos sienten curiosidad por lo oculto, el estudio de los vitrales simbólicos de la capilla alta; encontrarán mucho que observar en ellas, así como en el gran rosetón, incomparable creación de color y de armonía.



[i]          De Respour, Rares Expériences sur 1'Esprit minéra.l París, Langlois et Barbin,1668.
[ii]          Nouvelle Lumiére chymique. Traité du Soufre, pág, 78. Paris, D'Houry, 1649.
[iii]         Impresos a continuación de las OEuvres tani Médicinales que Chymiques, del R. P. de Castaigne. París, de la Nove, 1681.
[iv]         Sabine Stuart de Chevalier, Discours philosophique sur les Trois Principes, o la Clef du Sanctuaire philosophique. París, Quillau, 1781.
[v]         La Cabale Intellective. Mans. de la Bibi. del Arsenal, S. y A. 72, página 15.
[vi]         Nouvelle Lumière chymique. Traité du Mercure, cap. IX, pág. 41. París, Jean d'Houry, 1649.
       * El sentido simbólico-burlesco de esta denominación se comprende mejor en el juego de palabras francés: Fréres de la Rose-croix y Frères de 1a Rosée Cuite (N del T)      
[vii]        Dictionnaire des Arts et des Sciences, art. Rose-Croix. París, Coignard, 1731.
[viii]        Entre los más célebres centros de iniciación de esta clase, citaremos las órdenes de los Iluminados, de los Caballeros del Águila negra, de las Dos Águilas, del Apocalipsis; los Hermanos iniciados de Asia, de Palestina, del Zodíaco; las Sociedades de los Hermanos negros, de los Elegidos Coëns, de los Mopses, de las Siete-Espadas, de los Invisibles, de los Príncipes de la Muerte, los Caballeros del Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros del perro y del Gallo, los Caballeros de la Tabla redonda, de la Jineta, del Cardo, del Baño, de la Bestia muerta, del Amaranto, etc..
[ix]         Grillot de Givry, Le Grand Oeuvre. París, Chacomac, 1907, pág. 27.
[x]         En San Pedro, de Roma, una puerta igual, llamada Puerta santa o jubilar, es dorada y está tapiada,- el Papa la abre a golpes de martillo cada veinticinco años, o sea, cuatro veces al siglo.
[xi]         Azoth, o Moyen de faire 1'Or caché des Philosophes. París, Pierre Moët, 1659, página 140.
[xii]        Salomón Trisrnosin, Le Toyson d´Or. París, Ch. Sevestre, 1612, páginas 72 y 1 10.
[xiii]        Cyliani, Hermès dévoilé. París, F. Locquin, 1832.
[xiv]       H. de Lintaut, L´Aurore, Mans. de la Bibl. del Arsenal, S.A.F. 169, número 3.020.
[xv]        J.-F. Henckel, Traité de l´Appropriation. París, Thomas Hérissant, 1760, págs. 375 y 416.
[xvi]       De Laborde, Explications, de 1'Enigme trouvée á un pilar de 1'Eghe Nótre-Dame de Paris, París, 1636.
[xvii]       Este itinerario no es actualmente valedero, ya que, hace unos seis años, el pilar simbólico, objeto de tan justificada veneración, volvió a Nótre-Dame, a un lugar no muy apartado del que ocupó durante más de cinco siglos. Lo hallamos, en efecto, en una pieza de alto techo y con arcos de medio punto de la torre norte, la cual, tarde o temprano, será convertida en museo, y tiene su pareja en el lado sur, a su mismo nivel y al otro lado de la plataforma del gran órgano.
       * El anagrama, imperfecto en español, resulta exacto en francés: Natures-Sturne. (N. del T)
[xviii]      Explication tres cuileuse des Enigmes et Figures hiéroglyphiques, Physiqus, qui sont au gran portail de 1'Fglise Cathédrale et Métropofitaine de Nótre-Dame de Paris.
[xix]       L.-P. François Cambriel, Cours de Philosophie hermétique ou d´Alchimie en dix-neuf leçons. París, Lacour et maistrasse, 1843.
[xx]        Abate Villain, Histoire critique de Nicolas Flamel. París, Desprez, 1761.
[xxi]       Albert Poisson, Histoire de l'Alchimie, Nicolas FlameL París, Chacornac, 1893.

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