sábado, 4 de enero de 2014

El misterio de las catedrales 5/5


AMIENS
A semejanza de París, Amiens nos ofrece un notable conjunto de bajo relieves herméticos. Circunstancia singular y digna de mención es que el pórtico central de Nótre-Dame de Amiens -Pórtico del Salvador- es casi fiel reproducción, no sólo de los motivos que adoran el pórtico de París, sino también por el orden que siguen. Sólo ligeros detalles los diferencian: en París, los personajes sostienen discos; aquí, escudos. En Amiens, el emblema del mercurio es presentado por una mujer; en París, por un hombre. En ambos edificios, los mismos símbolos, los mismos atributos, y parecidos trajes y actitudes. No cabe duda de que la obra hermética de Guillermo el Parisiense ejerció verdadera influencia en la decoración del gran pórtico de Amiens.
Por lo demás, la obra maestra picarda, magnífica entre todas, sigue siendo uno de los más puros documentos que nos haya legado la Edad Media. Su conservación permite a los restauradores respetar la mayor parte de los temas; y de este modo, el admirable templo debido al genio de Robert de Luzarches, de Thomas y Renault de Cormont, conserva en la actualidad todo su esplendor original.
Entre las alegorías propias del estilo de Amiens, citaremos en primer lugar la ingeniosa representación del fuego de rueda. El filósofo, sentado y con el codo apoyado en la rodilla derecha parece meditar o vigilar (lám. XXXIII).
Sin embargo, este trébol de cuatro hojas, muy característico según nuestro punto de vista, ha sido interpretado por algunos autores de manera muy diferente, Jourdain y Duval, Ruskin (The Bible- of Amiens), el abate Roze y, después de ellos, Georges Durand[1], creyeron descubrir su sentido en la profecía de Ezequiel, el cual, dice G. Durand, «vio cuatro animales alados, como los vio más tarde san Juan, y unas ruedas introducidas la una dentro de la otra. Lo que aquí se representaba es la visión de las ruedas. Tomando ingenuamente el texto al pie de la letra, el artista redujo la visión a su expresión más simple. El profeta está sentado en una roca y parece dormitar apoyado en la rodilla derecha. Delante de él, aparecen dos ruedas de carruajes, y esto es todo».
Esta versión contiene dos errores. El primero delata un estudio incompleto de la técnica tradicional, de las fórmulas que observaban los latomi en la ejecución de sus símbolos., El segundo, más craso, proviene de una observación defectuosa.
En efecto, nuestros imaginemos tenían la costumbre de aislar o, al menos, de subrayar sus atributos sobrenaturales por medio de un cordón de nubes. Tenemos una prueba evidente de ello en la cara de los tres contrafuertes del pórtico; en cambio, aquí, no observamos nada parecido. Por otra parte, nuestro personaje tiene los ojos abiertos; no está, pues, dormido, sino que parece vigilar, mientras se desarrolla cerca de él la lenta acción del fuego de rueda. Por si esto fuera poco, es bien sabido que, en todas las representaciones góticas de apariciones, el iluminado está siempre de cara al fenómeno; su actitud, su expresión, revelan invariablemente sorpresa o éxtasis, ansiedad o beatitud; lo cual tampoco se da en el caso que nos ocupa. Las dos ruedas no son, ni pueden ser más que una imagen, de significación oscura para el profano, encaminada expresamente a velar una cosa muy conocida, tanto del iniciado como de nuestro personaje. Por esto no vemos a éste absorto en preocupaciones de este género, sino velando y vigilando, paciente, pero un poco cansado.
Terminados los penosos trabajos de Hércules, su labor ha quedado reducida al ludus puerorum de los textos, es decir, a mantener encendido el fuego, cosa que una mujer podría hacer fácilmente y con éxito mientras hila el copo.
En cuanto a la doble imagen del jeroglífico, debemos interpretarlo como signo de las dos revoluciones que deben actuar sucesivamente sobre el compuesto para asegurarle un alto grado de perfección. A menos que se prefiera ver en ella la indicación de las dos naturalezas en la conversión, la cual se consigue también mediante una cocción suave y regular. Esta última tesis fue sostenida por Pernety.
En realidad, la cocción lineal y continua exige la doble rotación de una misma rueda, movimiento imposible de expresar en piedra y que explica la necesidad de dos ruedas trabadas de madera que forman una sola. La primera rueda corresponde a la fase húmeda de la operación -denominada elixación-, en la cual el compuesto permanece fundido, hasta la formación de una película ligera, que, al aumentar poco a poco en espesor, gana en profundidad. El segundo período, caracterizado por la sequedad -o asación-, comienza a la segunda vuelta de la rueda, se realiza y se termina cuando el contenido del huevo, calcinado, aparece granulado o pulverulento, en forma de cristales, de arena o de ceniza.
El comentarista anónimo de una obra clásica[2] dice, a propósito de esta operación, que es verdaderamente el sello de la Gran Obra, que «el filósofo hace cocer a un calor dulce y solar, y en un solo vaso, un solo vapor que se espesa poco a poco». Pero, ¿cuál ha de ser la temperatura del fuego exterior adecuada a esta cocción?  Según los autores modernos, el calor inicial no debería superar la temperatura del cuerpo humano. Albert Poisson fija la base de 50º, con aumentos progresivos hasta unos 300º centígrados. Philaléthe, en sus Reglas[3], afirma que «el grado de calor que podrá tener del plomo (327º) o del estaño en fusión (232º), e incluso más fuerte, o sea, tal que los vasos puedan aguantarlo sin romperse, debe ser considerado un calor templado. Por ahí –dice- empezaréis vuestro grado de calor propio para el reino en que la naturaleza os ha dejado». En su decimoquinta regla, Philaléthe insiste en esta importante cuestión; después de advertir que el artista debe operar sobre cuerpos minerales y no sobre sustancias orgánicas, se expresa así.
«Es preciso que el agua de nuestro lado hierva con las cenizas del árbol de Hermes; os exhorto a hacerla hervir noche y día sin cesar, a fin de que, en las obras de nuestro mar tempestuoso, pueda subir la naturaleza celeste y descender la terrestre. Pues os aseguro que, si no la hacemos: hervir, no podremos llamar jamás a nuestra obra una cocción, sino una digestión»
Junto al fuego de rueda, señalaremos un pequeño motivo esculpido a la derecha del mismo pórtico y el cual afirma G.I. Durand que es una copia del séptimo medallón de París. He aquí lo que dice este autor (t. 1, pág. 336):
«Messieurs Jourdain y Duval llamaron Inconsta este vicio opuesto a la Perseverancia; pero nos parece que la palabra Apostasía, propuesta por el abate Roze, conviene más al tema representado. Es un personaje de cabeza descubierta, imberbe y tonsurado, clérigo o monje, vest traje que le llega a mitad de las piernas, provisto de capucha, y que sólo difiere del que lleva el clérigo del grupo de la Cólera en el cinturón que lo ciñe. Arrojando a un lado el calzón y los zapatos, una especie de botas de media caña, parece alejarse de una bella iglesia de ventanas largas y estrechas, de campanario cilíndrico y puerta en arco que se percibe a lo lejos» (Iám. XXXIV).

En una llama Durand: «En el pórtico principal de Nótre-Dame de París, el apóstata deja sus vestiduras dentro de la iglesia; en el vitral de la propia iglesia, se encuentra fuera y tiene claramente la actitud del hombre que huye. En Chartres, se ha desnudado enteramente y sólo aparece cubierto con la camisa. Ruskin observa que, en las miniaturas de los siglos XII y XIII, el loco infiel es siempre representado descalzo.»
En cuanto a nosotros, no encontramos la menor correlación entre el motivo de París y el de Amiens. Mientras aquél simboliza el comienzo de la Obra, éste, por el contrario, expresa su terminación. La iglesia es más bien un atanor, y su campanario, que contradice las reglas más elementales de la arquitectura, el horno secreto que encierra el huevo filosofal. Este horno está provisto de aberturas a través de las cuales observa el artífice las fases del trabajo. Se olvidó un detalle importante y muy característico: nos referimos al arco de bóveda vaciado en el basamento. Pues es difícil admitir que una iglesia puede estar construida sobre bóvedas visibles, de modo que parece descansar sobre cuatro pies. No es menos aventurado asimilar a una prenda de vestir la masa ligera que el artista señala con el dedo. Estas razones nos han llevado a pensar que el motivo de Amiens es fruto del simbolismo hermético y representa la cocción, así como el aparato ad hoc. El alquimista señala, con la mano derecha, el saco del carbón, y el abandono del calzado muestra hasta qué punto hay que llevar la prudencia y el silencio en este trabajo oculto. En cuanto al ligero indumento del artífice en el motivo de Chartres, se explica por el calor desprendido del horno. En el cuarto grado de fuego, operando por la vía seca, se hace necesario mantener una temperatura próxima a los 1.200º, indispensable también en la proyección. Nuestros modernos obreros de la industria metalúrgica visten también a la sencilla manera del alquimista de Chartres. En verdad que nos complacería mucho saber la razón por la cual sienten los apóstatas la necesidad de despojarse de sus vestiduras al alejarse del templo. Precisamente hubiera debido dársenos esta razón, si se quería mantener y explicar la tesis formulada por los citados autores.
Ya hemos visto que, en Nótre-Dame de París, el atanor torna igualmente la forma de una torrecilla levantada sobre bóvedas. Huelga decir que era imposible, esotéricamente, reproducirlo tal como era en el laboratorio. Se limitaron, Pues, a darle una forma arquitectónica, sin suprimir, empero, sus características, capaces de revelar su verdadero destino. En él encontramos las partes constituyentes del hornillo alquímico: cenicero, torre y cúpula. Desde luego, los que hayan consultado las estampas antiguas -y en particular los grabados en madera de la Pírotecnia que Jean Liébaut insertó en su tratado[4]- no se dejarán engañar por las apariencias.
 Los hornos son representados en forma de torreones, con sus glacis, sus almenas y sus troneras. Algunas combinaciones de estos aparatos llegan a tomar el aspecto de edificios o de pequeñas fortalezas de los que salen picos de alambique y cuellos de retorta.
Contra el pie derecho del pórtico principal volvemos a encontrar, en un trébol de cuatro hojas empotrado, la alegoría del gallo y la zorra, tan apreciada por Basílio Valentín. El gallo está posado en una rama de roble, que la zorra tarta de alcanzar (Iám. XXXV). Los profanos verán en ello el tema de una fábula muy popular en la Edad Media, la cual, según Jourdain y Duval, sería prototipo de la del cuervo y la zorra. Pero «no se ve -añade G. Durand- el o los perros que son complemento de la fábula». Este detalle típico no parece haber llamado la atención a los autores sobre el sentido oculto del símbolo. Y, sin embargo, nuestros antepasados, traductores exactos y meticulosos, no habrían dejado de hacer figurar a aquellos actores, si se hubiese tratado de una escena conocida de una fábula.
Tal vez convendría desarrollar aquí el sentido de la  imagen, en favor de los hijos de la ciencia, nuestros hermanos, más de lo que creímos oportuno hacerlo a propósito del mismo emblema esculpido en el pórtico parisiense. Más adelante explicaremos la estrecha relación existente entre el gallo y el roble, que tiene su analogía en el lazo familiar. De momento, diremos tan sólo que el gallo y la zorra no son más que un mismo jeroglífico que abarca dos estados físicos distintos de una misma materia. Lo que primero salta a la vista es el gallo, o porción volátil, y, por consiguiente, activa y llena de movimiento, extraída del sujeto, el cual tiene el roble por emblema. Aquí está nuestra famosa fuente, cuya agua clara brota del pie del árbol sagrado, tan venerado por los druidas, y la cual fue llamada  Mercurio por los antiguos filósofos, aunque no tenga el menor parecido con el azogue vulgar. Pues el agua que nosotros necesitamos es seca, no moja las manos y sale de la roca al ser ésta golpeada por la vara de Aarón. Tal es la significación alquímica del gallo, emblema de Mercurio para los paganos y de la resurrección para los cristianos. Este gallo, por muy volátil que sea, puede convertirse en el Fénix- Antes, empero, debe tomar el estado de fijeza provisional que caracteriza el símbolo del raposo, nuestra zorra hermética. Es importante saber, antes de emprender la práctica, que el mercurio contiene en sí todo lo necesario para el trabajo. «¡Bendito sea el Altísimo -exclama Geber-, que creó este mercurio y le dio una naturaleza a la cual nada puede resistirse! Pues, sin él, por mucho que hiciesen los alquimistas, su labor sería inútil.» Es la única materia que nos hace falta. En efecto, esta agua seca, aunque enteramente volátil, puede, si se descubre el medio de retenerla largo tiempo al fuego, hacerse lo bastante fija para resistir un grado de calor que habría sido suficiente para evaporarla en su totalidad. Entonces cambia de emblema, y su resistencia al fuego y su calidad de pesada hacen que se le atribuya la zorra como símbolo de su nueva naturaleza. El agua se ha convertido en tierra y el mercurio, en azufre. Sin embargo, esta tierra, a pesar de la bella coloración que ha tomado en su prolongado contacto con el fuego, no serviría de nada en su forma seca; un viejo axioma nos enseña que toda tintura seca es inútil en su sequedad, conviene, pues, disolver de nuevo esta tierra o esta sal en la misma agua de la que nació, o, lo que viene a ser lo mismo, en su Propia sangre, a fin de que vuelva a ser volátil y de que la zorra adquiera de nuevo la complexión, las alas y la cola del gallo. A través de una segunda operación, parecida a la anterior, el compuesto se coagulará de nuevo y volverá a luchar contra la tiranía del fuego; pero, esta vez, en la propia fusión y no ya a causa de su calidad de seca. Así nacerá la primera piedra, no absolutamente fija ni absolutamente volátil, pero sí bastante permanente al fuego y muy penetrante y muy fusible, propiedades que será necesario aumentar mediante una tercera reiteración de la misma técnica. Entonces, el gallo, atributo de san Pedro, piedra verdadera y fluyente sobre la que descansa el edificio cristiano, el gallo habrá cantado tres veces.
Pues es él, el primer Apóstol, quien posee las dos llaves enlazadas de la solución y la coagulación; él es el símbolo de, la piedra volátil que el fuego convierte en fija y densa al, precipitarla. Nadie ignora que san Pedro fue crucificado cabeza abajo...              
Entre los bellos motivos del pórtico norte, o de Saint-Firmin, casi enteramente ocupado por el zodíaco y las correspondientes escenas bucólicas o domésticas, señalaremos dos interesantes bajo relieves. El primero de ellos representa, una ciudadela cuya puerta, maciza y con cerrojos, está flanqueada de torres almenadas, entre las cuales se levantan dos pisos de construcciones; un tragaluz enrejado adorna el basamento.
¿Será el símbolo del esoterismo filosófico, social, moral religioso que se revela y se desarrolla a lo largo ciento quince tréboles de cuatro hojas? ¿O debe más bien, en este motivo del año 1225, la idea madre de la Fortaleza alquímica, recuperada y modificada por Khunrath en 1609? ¿O será el Palacio, misterioso y cerrado, del rey de nuestro Arte, de que hablan Basilio Valentín y Philalèthe? Sea lo que fuere, ciudadela o mansión real, el edificio, de aspecto imponente y rudo, produce una verdadera impresión de fuerza y de inexpugnabilidad. Construido para conservar algún tesoro o para guardar algún secreto importante, parece como si no se pudiera entrar en él más que poseyendo la llave de las sólidas cerraduras que lo protegen de toda fractura. Tiene algo de prisión y de caverna, y la puerta da la impresión de algo siniestro y amenazador, que nos hace pensar en la entrada del Tártaro: Los que aquí entráis, perded toda esperanza.
El segundo trébol de cuatro hojas, colocado inmediatamente debajo de aquél, nos muestra unos árboles muertos, con sus nudosas ramas torcidas y entrelazadas, bajo un firmamento deteriorado, pero en el que se distinguen todavía las imágenes del sol, de la luna y de algunas estrellas lámina XXXVI).
Este terna hace referencia a las materias primas del gran Arte, planetas metálicos a los que el fuego, nos dicen los filósofos, ha causado la muerte, y a los que la fusión ha hecho inertes, sin poder vegetativo, como los árboles en invierno.
Por esto los Maestros nos han recomendado tantas veces que los recrudezcamos, proporcionándoles, con la forma fluida, el agente propio que perdieron en la reducción metalúrgica.
Pero, ¿dónde encontrar este agente? Éste es el gran misterio que hemos rozado a menudo en el curso de este estudio, troceándolo al azar de los emblemas, a fin de que sólo el investigador perspicaz pueda conocer sus cualidades e identificar su sustancia. No hemos querido seguir el viejo método, por el cual se decía una verdad, expresada parabólicamente, acompañada de una o de varias alegaciones espaciosas o adulteradas, para desorientar al lector incapaz de separar la buena mies de la cizaña. Ciertamente, se podrá discutir y criticar este trabajo, más ingrato de lo que pudiera creerse; pero estamos seguros de que jamás se nos podrá acusar de haber escrito un solo embuste. Según se afirma, no todas las verdades son buenas para ser dichas; mas, a pesar de esta máxima, nosotros entendemos que es posible hacerlas comprender empleando cierta finura en el lenguaje. «Nuestro Arte -decía ya Artephius- es enteramente cabajístico»: y, efectivamente, la Cábala nos ha sido siempre de gran utilidad. Nos ha permitido, sin alterar la verdad, sin desnaturalizar la expresión, sin falsificar la Ciencia ni perjurar, decir muchas cosas que uno buscaba en vano en los libros de nuestros predecesores. En ocasiones, ante la imposibilidad en que nos hallábamos de ir más lejos sin violar nuestro juramento, preferimos el silencio a las alusiones engañosas, el mutismo al abuso de confianza.
Piénsese, por ejemplo, en lo que podemos decir aquí, ante el Secreto de los Secretos, ante este Verbum dimissum del que hemos hecho ya mención, y que Jesús confió a sus Apóstoles, según el testimonio de san Pablo[5]:
«yo he sido hecho ministro de la Iglesia por voluntad de Dios, el cual me ha enviado a vosotros para cumplir SU PALABRA. Es decir, el SECRETO que ha estado oculto desde todos los tiempos y todas las edades, pero que ahora-, manifiesta a aquellos que considera dignos.»
¿Qué podemos decir nosotros, sino alegar el testimonio de los grandes maestros que, también ellos, han tratado de explicarlo?
«El Caos metálico, producto de las manos de la Naturaleza, contiene en sí todos los metales y no es en modo alguno metal. Contiene el oro, la plata y el mercurio; sin embargo, no es oro, ni plata, ni mercurio»[6]. Este texto es claro. Pero, ¿preferís el lenguaje simbólico?  Haymon[7] nos da un ejemplo de él cuando dice:
«Para obtener el primer agente, hay que trasladarse a la parte posterior del mundo, donde se oye retumbar el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia; allí se encontrará la cosa, si uno la busca.»
Todas las descripciones que nos han dejado los filósofos de su sujeto, o materia prima que contiene el agente indispensable, son sumamente confusas y misteriosas. He aquí algunas, escogidas entre las mejores.
El autor del comentario sobre La Luz saliendo de las Tinieblas escribe, en la página 108: «La esencia en la cual, mora el espíritu que buscamos está injertada y grabada en él, aunque con rasgos y facciones imperfectos; lo mismo dice Ripleus el Inglés al comienzo de sus Doce Puertas y Aegidius de Vadis en su Diálogo de la Naturaleza, hace ver claramente, y como en letras de oro que ha quedado, en este mundo, una porción de este primer Caos, conocida, pero despreciada por alguien, y que se vende públicamente.» Y el mismo autor, añade, en la página 263, que «este sujeto se encuentra en muchos lugares y en cada uno de los tres reinos; pero, si consideramos la posibilidad de la Naturaleza, es cierto que sólo la naturaleza metálica debe ser ayudada de la Naturaleza y por la Naturaleza; así, pues, sólo en el reino mineral, donde reside la simiente metálica, debemos buscar el sujeto adecuado para nuestro arte.»
«Hay una piedra de gran virtud –dice a su vez Nicolás Valois[8]-, y es llamada piedra y no es piedra, y es mineral, vegetal y animal, que se encuentra en todos los lugares y en todos los tiempos, y en todas las personas.»
Flamel[9] escribe de modo parecido: «Hay una piedra oculta, escondida y enterrada en lo más profundo de una fuente, la cual es vil, abyecta y en modo alguno apreciada; y está cubierta de fiemo y de excrementos; a la cual, aunque no sea más que una, se le dan toda clase de nombres. Porque, dice el sabio Morien, esta piedra que no es piedra está animada, teniendo la virtud de procrear y engendrar. Esta piedra es blanca, pues toma su comienzo, origen y raza de Saturno o de Marte, el Sol y Venus; y si es Marte, Sol y Venus ... »
«Existe -dice Le Breton[10]- un mineral conocido de los verdaderos Sabios que lo ocultan en sus escritos bajo diversos nombres, el cual contiene en abundancia lo fijo y lo volátil.»
«Los Filósofos hicieron bien -escribe un autor anónimo[11]- en ocultar este misterio a los ojos de aquellos que sólo aprecian las cosas por el uso que les han dado; pues, si conociesen, o si se les revelase abiertamente la Materia, que Dios se ha complacido en ocultar en las cosas que a ellos les parecen útiles, las tendrían en mayor estima.» He aquí una idea parecida a otra de la Imitación [12], con la que pondremos fin a estas citas abstrusas: «Aquel que estima las cosas en lo que valen, y no las juzga según el mérito o el aprecio de los hombres, posee la verdadera Sabiduría.» Y volvamos ahora a la fachada de Amiens.
El maestro anónimo que esculpió los medallones del pórtico de la Virgen-Madre interpretó de modo muy curioso la condensación del espíritu universal; un Adepto contempla un raudal de rocío celeste que cae sobre una masa que numerosos autores consideran que es un vellón. Sin impugnar esta opinión, es igualmente verosímil suponer que se trata de un cuerpo diferente, tal como el mineral designado con el nombre de Magnesia o de Imán filosófico. Se observará que el agua cae únicamente sobre el objeto de referencia, lo cual parece expresar la existencia de una virtud de atracción oculta en este cuerpo, cosa que no sería baladí tratar de establecer (lámina XXXVII).
Creemos que éste es el lugar adecuado para rectificar ciertos errores cometidos a propósito de un vegetal simbólico, el cual, tomado a la letra por alquimistas ignorantes, contribuyó. en gran manera a desacreditar la alquimia y a ridiculizar a sus partidarios. Nos referimos al  Nostoc. Esta criptógama, conocida por todos los campesinos, se encuentra en el campo por todas partes, ora sobre la hierba, ora sobre el suelo, en los campos de labor, al borde de los caminos o en la orilla de los bosques. En primavera, muy de mañana, las encontramos voluminosas, hinchadas de rocío nocturno. Gelatinosas y temblorosas -de ahí su nombre de tremelas-, tienen a menudo un color verdoso y se secan con tal rapidez bajo la acción de los rayos solares, que se hace imposible encontrar su rastro en el mismo lugar en que se mostraban pocas horas antes. Todas estas características combinadas -aparición súbita, absorción del agua e hinchazón, coloración verde, consistencia blanda y pegajosa- permitieron a los filósofos tomar esta alga como tipo jeroglífico de su materia. Ahora bien, es sumamente probable que lo que vemos en el trébol de cuatro hojas de Amiens, absorbiendo el rocío celeste, sea un amasijo de plantas de este género, símbolo de la Magnesia mineral de los Sabios. No nos detendremos mucho en los múltiples nombres aplicados al Nostoc y que, en la mente de los Maestros, designaban únicamente su principio mineral: Principio vital celeste, Salivazo de Luna, Mantequilla de tierra, Grasa de rocío, Vitriolo vegetal, Flos Coeli, etc., según la considerasen como receptáculo del Espíritu universal, o como materia terrestre, exhalada desde el centro en estado de vapor y coagulada después por enfriamiento al entrar en contacto con el aire.
Estos términos extraños, que tienen, sin embargo, su razón de ser, hicieron olvidar la significación real e inicíática del Nostoc. Esta palabra procede del griego Yve, PvXTog, equivale al latino nox, noctis, la noche. Es, pues, una cosa que nace por la noche, que tiene necesidad de la noche para desarrollarse y que sólo de noche puede ser utilizada. De esta manera, nuestro sujeto queda admirablemente oculto a las miradas profanas, aunque pueda ser fácilmente distinguido y manipulado por aquellos que poseen un conocimiento exacto de las leyes naturales. Pero, ¡cuán pocos, ay, se toman el trabajo de reflexionar y siguen siendo simples en su razonamiento!
Decidnos, vosotros que tanto habéis laborado ya: ¿qué pretendéis hacer con vuestros hornillos encendidos, con vuestros numerosos, variados e inútiles utensilios? ¿Esperáis realizar una verdadera y entera creación? No, por cierto, puesto que la facultad de crear sólo pertenece a Dios, único Creador. Entonces, lo que deseáis provocar en el seno de vuestros materiales es una generación. Pero, en este caso, necesitáis la ayuda de la Naturaleza, y podéis estar seguros de que esta ayuda os será negada si, por mala suerte o por ignorancia, no ponéis a la Naturaleza en condiciones de aplicar sus leyes. ¿Cuál es, entonces, la condición Primordial, esencial, para que pueda manifestarse una generación cualquiera? Responderemos por vosotros: la ausencia total de toda luz solar, incluso difusa o tamizada. Mirad a vuestro alrededor, interrogad a vuestra propia naturaleza. ¿Acaso no observáis que, tanto en el hombre como en los animales, la fecundación y la generación se producen, gracias a cierta disposición de los órganos, en una oscuridad completa, hasta el día del nacimiento? ¿Es en la superficie del suelo -a plena luz-, o dentro de la tierra -en la oscuridad-, donde pueden germinar y reproducirse las semillas vegetales? ¿Es el día o es la noche quien vierte el rocío fecundante que las alimenta y vigoriza? Observad las setas: ¿no nacen, crecen y se desarrollan en la noche?  Y, en cuanto a vosotros mismos, ¿no es acaso durante la noche, en el sueño nocturno, que vuestro Organismo repara sus pérdidas, elimina sus residuos y elabora nuevas células y nuevos tejidos para reemplazar lo que ha quemado, gastado y destruido la luz del día?  Incluso los trabajos de digestión, de asimilación y de transformación de los alimentos en sangre y sustancia orgánica, se realizan en la oscuridad. ¿Queréis hacer una prueba?  Tomad unos cuantos huevos fecundados y hacedlos empollar en una pieza bien iluminada; al término de la incubación, todos estos huevos contendrán embriones muertos, más o menos descompuestos. Si llega a nacer algún polluelo, será ciego, raquítico, y tardará muy poco en morir. Tal es la influencia nefasta del sol, no sobre la vitalidad de los individuos constituidos, sino sobre la generación. Y no os imaginéis que tengamos que limitar a los reinos orgánicos los efectos de esta ley fundamental de la Naturaleza creada. Incluso los minerales, a pesar de sus reacciones menos visibles, se encuentran sometidos a ella lo mismo que los animales y los vegetales. Sabido es que la obtención de la imagen fotográfica se funda en la propiedad que poseen las sales de plata de descomponerse bajo la luz. Estas sales recobran, pues, su estado metálico inerte, mientras que, en el laboratorio oscuro, habían adquirido una cualidad activa, viva y sensible. Dos gases mezclados, el cloro y el hidrógeno, conservan su integridad mientras son tenidos a oscuras; se combinan lentamente bajo una luz difusa, y con, una explosión brutal en el momento en que interviene el sol. Un gran número de sales metálicas en disolución se transforman o precipitan en más o menos tiempo, a la luz del día. Así, el sulfato terroso se convierte rápidamente en sulfato férrico, etc.
No hay que olvidar, pues, que el sol es el destructor por excelencia de todas las sustancias demasiado jóvenes, demasiado débiles para resistir su poder ígneo. Y es esto tan cierto, que esta acción especial ha servido de fundamento a un método terapéutico para la curación de afecciones externas y para la rápida cicatrización de llagas y heridas. Ha sido este poder mortal del astro sobre las células microbianas, en primer lugar, y sobre las células orgánicas, a continuación, lo que ha permitido instaurar el tratamiento fototerápico.
Y ahora, trabajad de día si así os place; pero no nos echéis la culpa si vuestros esfuerzos acaban siempre en fracaso. Nosotros sabemos que la diosa Isis es la madre de todas las cosas, que las lleva a todas en su seno, y que sólo ella es la dispensadora de la Revelación y de la Iniciación. Profanos, que tenéis ojos para no ver y oídos para no oír, ¿a quién dirigiríais, si no, vuestras plegarias?¿Ignoráis que sólo puede llegarse hasta Jesús por la intercesión de su Madre; sancta Maria ora pro nobis? Y la Virgen es representada, para vuestra instrucción, de pie sobre la media luna y siempre vestida de azul, color simbólico del astro de la noche. Podríamos decir mucho más acerca de esto, pero creemos que ya hemos hablado bastante.
Terminemos, pues, el estudio de los tipos herméticos originales de la catedral de Amiens, señalando, a la izquierda del mismo pórtico de la Virgen-Madre, un pequeño motivo angular con una escena de iniciación. El maestro Señala a tres de sus discípulos el astro hermético del que tanto hemos hablado, la estrella tradicional que sirve de guía a los filósofos y les revela el nacimiento del hijo del sol (lám. XXXVIII). Recordemos aquí, a propósito de este astro, la divisa de Nicolas Rollin, canciller de Felipe el Bueno, que fue pintada en 1447 en el embaldosado del hospital de Beaune, fundado por él. Esta divisa, presentada a la manera de un acertijo -Sola*-, daba testimonio de la ciencia de su poseedor mediante el signo característico de la Obra, la única, la sola estrella.

BOURGES
I
Bourges, vieja ciudad del Berry, silenciosa, recoleta, tranquila y gris como un claustro monástico, legítimamente orgullosa de su admirable catedral, ofrece además a los amantes del pasado otros edificios no menos notables. Entre éstos, el palacio de Jacques-Coeur y la mansión Lallemant son las más puras gemas de su maravillosa corona.
Diremos poco del primero, que fue antaño verdadero museo de emblemas herméticos. El vandalismo se cebó en él. Sus sucesivos destinos arruinaron la decoración interior, y, si la fachada no se hubiera conservado en su estado primitivo, nos sería hoy imposible imaginar, ante las paredes desnudas, las salas maltratadas y las altas galerías amenazando ruina, la magnificencia original de esta suntuosa mansión.
Jacques Coeur, tesorero mayor de Carlos VII, que la hizo construir en el siglo xv, tuvo reputación de Adepto experimentado. En efecto, David de Planis-Campy dice que poseía «el don preciso de la piedra en blanco», o sea, dicho en otros términos, de la transmutación de los metales viles en plata. Quizá le vino de esto su título de tesorero. Sea como fuere, debemos reconocer que Jacques Coeur hizo cuanto pudo por acreditar, mediante una profusión de símbolos escogidos, su calidad verdadera, o supuesta, de filósofo por el fuego.
Todo el mundo conoce el blasón y la divisa de este alto personaje: tres corazones ocupando el centro de este emblema, presentado como un jeroglífico: A vaillants cuers riens únpossible. Soberbia máxima, rebosante de energía y que, si la estudiamos según las reglas cabalísticas, adquiere una significación bastante singular. En efecto, leemos cuer con la ortografía de la época, y obtendremos a un mismo tiempo: 1.º-, el enunciado del Espíritu universal (rayo de luz); 2.º, el nombre vulgar de la materia básica trabajada (el hierro), y 3º., las tres reiteraciones indispensables para la perfección total de los dos magisterios (los tres cuers). Estamos, pues, convencidos de que Jacques Coeur practicó personalmente la alquimia, o, al menos, presenció la elaboración de la piedra en blanco mediante el hierro «transformado en esencia» y cocido tres veces.
Entre los jeroglíficos predilectos de nuestro tesorero, la concha de Santiago, ocupa, lo mismo que el corazón, un lugar preponderante. Las dos imágenes aparecen siempre reunidas o dispuestas simétricamente, tal como podemos ver en los motivos centrales de los círculos tretralobulados de las ventanas, de las balaustradas, de los tableros, del picaporte, etc. Indudablemente, esta dualidad de la concha y el corazón puede constituir el jeroglífico del nombre del propietario, o su firma criptográfica. Sin embargo, las conchas pectiniformes (pecten Jacoboaeus de los naturalistas) han sido siempre insignia de los peregrinos de Santiago. Se llevaban en el sombrero (como podernos observar en una estatua de la abadía de Westminster), alrededor del cuello o prendidas en el pecho, siempre de modo muy visible. La Concha de Compostela (Iám. XXXIX), sobre la cual habría mucho que decir, sirve, en el simbolismo secreto, para designar el principio Mercurio[13], llamado también Viajero o Peregrino.


La llevan místicamente todos aquellos que emprenden la labor y tratan de obtener la estrella (compos stella). Nada tiene, pues, de sorprendente que Jacques Coeur hiciese reproducir, en la entrada de su palacio, el icon peregrini tan popular entre los alquimistas de la Edad Media. ¿Acaso no describe el propio Nicolas Flamel, en sus Figuras jeroglíficas, el viaje parabólico que emprendió, según dice, para pedir al «Señor Yago de Galicia», ayuda, luz y protección? Todos los alquimistas se hallan, en sus comienzos, en igual situación. Tienen que realizar, con el cordón por guía y la concha por insignia, este largo y peligroso recorrido, una de cuyas mitades es por vía terrestre y la otra por vía marítima, Deben ser ante todo peregrinos, y, después, pilotos.
La capilla, restaurada y enteramente pintada, es poco interesante. Si exceptuamos el techo de cruzadas ojivas, donde una veintena de ángeles demasiado nuevos llevan el globo en la frente y desenrollan filacterias, y una Anunciación esculpida sobre el tímpano de la puerta, nada queda ya del simbolismo de antaño. Pasemos, pues, a la pieza más curiosa y mas original del palacio.
En la cámara llamada del Tesoro, observamos, esculpido en una ménsula, un delicioso grupo ornamental. Se afirma que representa es el encuentro de Tristán e Isolda. No lo desmentiremos, ya que, por lo demás, el tema no modifica en nada la expresión simbólica que se desprende de la imagen. El bello poema medieval forma parte del ciclo de romances de la Tabla Redonda, leyendas herméticas tradicionales que son renovación de las fábulas griegas. Alude directamente a la transmisión de los conocimientos científicos antiguos, bajo el velo de ingeniosas ficciones popularizadas por el genio de nuestros trovadores picardos (Iám. XL).
En el centro del motivo, un cofrecillo hueco y cúbico se destaca del pie de un árbol frondoso cuyas hojas disimulan la cabeza coronada del rey Marc. A cada lado, vemos respectivamente a Tristán de Leonís y a Isolda, tocado aquél con sombrero de rodete y ésta con una corona que se sujeta con la mano diestra. Estos personajes son representados en el bosque de Morois, que está tapizado de flores y altas hierbas, y ambos fijan la mirada en la misteriosa piedra hueca que los separa.
El mito de Tristán de Leonís es copia del de Teseo. Tristán mata en combate a Morlot,- Teseo, al Minotauro. Aquí encontramos de nuevo el jeroglífico del León Verde -de ahí el nombre de Léonois o Léonnais llevado por Tristán-, que nos enseña Basilio Valentín, en forma de lucha de dos campeones: el águila y el dragón. Este combate singular de los cuerpos químicos cuya combinación produce el disolvente secreto (y el vaso del compuesto), ha dado tema a una gran cantidad de fábulas profanas y de alegorías religiosas. Es Cadmo clavando la serpiente en un roble; Apolo, matando con sus flechas el monstruo Pitón, y Jasón, matando al dragón de Cólquida; Horus, combatiendo al Tifón del mito osiriano; Hércules, cortando las cabezas de la Hidra, y Perseo, la de la Gorgona; san Miguel, san Jorge y san Marcelo, abatiendo al Dragón, copias cristianas de Perseo, montado en el caballo Pegaso y matando al monstruo guardián de Andrómeda; es, también, el combate de la zorra y el gallo, del que ya hemos hablado al describir los medallones de París; es el del alquimista y el dragón (Cyliani), de la rémora y la salamandra (de Cyrano Bergerac), de la serpiente roja y la serpiente verde, etc.
Este disolvente poco común permite la recrudescencia[14] del oro natural, su reblandecimiento y el retorno a su primitivo estado en forma salina, desmenuzable y muy fusible. Es el rejuvenecimiento del rey que señalan todos los autores, principio de una fase evolutiva nueva, personificada, en el motivo que nos ocupa, por Tristán, sobrino del rey Marc. En realidad, tío o sobrino son -químicamente hablando- una misma cosa, del mismo género y de origen parecido. El oro pierde su corona -al perder su color- durante cierto período de tiempo, y se ve desprovisto de ella hasta que alcanza el grado de superioridad a que pueden elevarle el arte y la Naturaleza. Entonces hereda una segunda corona, «infinitamente más noble que la primera», según afirma Limojon de Asaint-Didier. Por esto vemos destacarse claramente las siluetas de Tristán y de la reina Isolda, en tanto que el viejo rey permanece oculto entre la fronda del árbol central, el cual sale de la piedra, como sale el árbol de Jesé del pecho del Patriarca. Observemos, además, que la reina es, a un mismo tiempo, esposa del anciano y del joven héroe, a fin de mantener la tradición hermética que hace del rey, de la reina y del amante la tríada mineral de la Gran Obra. Por último, señalemos un detalle de cierto valor para el análisis del símbolo. El árbol situado detrás de Tristán está cargado de frutos enormes -peras o higos gigantescos-, en tal abundancia que las hojas desaparecen bajo su masa. ¡Extraño bosque, en verdad, este del Mort-Roi, y cuán tentados nos sentimos a asimilarlo al fabuloso y mirífico Jardín de las Hespérides!
II
Pero, más aún que el Palacio de Jacques Coeur, llama nuestra atención la Mansión Lallemant. Morada burguesa, de modestas dimensiones y de estilo menos antiguo, tiene la rara ventaja de presentarse a nosotros en un estado de perfecta conservación. Ninguna restauración, ninguna mutilación, la han despojado del bello carácter simbólico que se desprende de una decoración abundante en temas delicados y minuciosos.
El cuerpo del edificio, construido en una pendiente, muestra el pie de su fachada al nivel de un piso por debajo del patio. Esta disposición obliga al empleo de una escalera sin bóveda, ingenioso y original sistema que permite el acceso al patio interior, en el cual se abre la entrada de los departamentos.
En el rellano abovedado, al pie de la escalera, el guardián -cuya exquisita afabilidad es digna de alabanza- empuja una puerta a nuestra derecha. «Aquí -nos dice- está la cocina.» Es esta una pieza bastante grande, excavada en el subsuelo, baja de techo y apenas iluminada por una sola ventana, más ancha que alta y dividida por una columna de piedra. Una chimenea minúscula y nada profunda constituye la «cocina» propiamente dicha. En apoyo de su afirmación, nuestro cicerone señala un motivo ornamental en el arranque de la bóveda, en el cual representa un clérigo empuñando una mano de almirez. ¿Se trata, efectivamente, de la imagen de un marmitón del siglo xvi? Nosotros permanecemos incrédulos. Nuestra mirada va de la pequeña chimenea -donde apenas se podría asar un pavo, pero que, desde luego, bastaría para albergar la torre de un atanor- hasta el muñeco ascendido a cocinero, y recorre en fin toda la cocina, tan triste y sombría de este luminoso día de verano.
Cuanto más reflexionamos, más inverosímil nos parece la explicación del guía. Esta sala baja, oscura, separada del comedor por una escalera y un patio descubierto, sin más aparato que una chimenea estrecha, insuficiente, desprovista de planchuela de hierro y llar, difícilmente podría utilizarse para las más simples funciones culinarias. Por el contrario, nos parece sumamente adecuada para el trabajo alquímico, que excluye la luz solar, como enemiga de toda generación. En cuanto al marmitón, conocemos demasiado bien el tino, el cuidado y la exactitud escrupulosa con que los imaginemos de antaño traducían sus ideas, para calificar de mano de almirez el objeto que aquél muestra al visitante. No podemos creer que el artista hubiese desdeñado la representación del mortero, complemento indispensable de aquélla. Por otra parte, la forma misma del utensilio es característica; lo que sostiene el muñeco en cuestión es en realidad un matraz de cuello largo, parecido al que emplean nuestros químicos y a los que llaman también balones, a causa de su panza esférica. Por último, el extremo del mango de la supuesta mano de almirez aparece hueco y cortado oblicuamente, lo que prueba sin lugar a dudas que nos hallamos en presencia de un utensilio, ya sea un vaso o una pequeña redoma (Iám. XLI).
Esta vasija indispensable y secretísima recibió nombres diversos, escogidos con la intención de ocultar a los profanos, no sólo su verdadero destino, sino también su composición. Los Iniciados nos comprenderán y sabrán perfectamente a qué vasija nos estamos refiriendo. En general, se la llama huevo filosófico y León verde. Por el término huevo, entienden los Sabios su compuesto, colocado en su vaso adecuado y dispuesto a sufrir las transformaciones que en él provocará la acción del fuego. Y es realmente, en este sentido, un huevo, ya que su envoltura, o su cáscara, encierra el rebis filosofal, formado de blanco y de rojo en una proporción análoga a la del huevo de las aves. En cuanto al segundo epíteto, los textos no han dado nunca su interpretación. Batsdorff dice, en su Hilo de Ariadna, que los filósofos dieron e nombre de León verde a la vasija utilizada ara la cocción, pero no nos explica la razón. El Cosmopolita, insistiendo sobre todo en la calidad del vaso y en su necesidad para el trabajo, afirma que, en la Obra, «sólo hay este León verde que cierra y abre los siete sellos indisolubles de los siete espíritus metálicos, y que atormenta a los cuerpos hasta perfeccionarlos enteramente, por medio de la prolongada y firme paciencia del artista». El manuscrito de F. Aurach[15] nos muestra un matraz de vidrio, lleno hasta la mitad de un licor verde, y añade que todo el arte consiste en la adquisición de este único León verde, cuyo nombre indica incluso su color. Es el vitriolo de Basilio Valentín. La tercera figura del Vellocino de Oro es casi idéntica a la imagen de G. Aurach. Vemos en ella un filósofo vestido de rojo, cubierto con manto de púrpura y tocado con un gorro verde, que muestra con la diestra un matraz de vidrio conteniendo un líquido verde. Ripley se acerca más a la verdad cuando dice: «Sólo entra un cuerpo inmundo en nuestro magisterio; los Filósofos lo llaman ordinariamente León verde. Es el medio para juntar las tinturas entre el sol y la luna.»
De estos informes se infiere que hay que considerar el vaso desde el doble punto de vista de su materia y de su forma; de una parte, en el estado de vaso natural y de otra, como vaso del arte. Las descripciones -poco numerosas y poco claras- que acabamos de citar hacen referencia a la naturaleza del vaso; muchísimos textos nos instruyen sobre la forma del huevo- Éste puede ser, a gusto del artista, esférico u ovoide, con tal de que esté confeccionado con vidrio claro, transparente y sin ampollas. Sus paredes requieren un espesor determinado, a fin de resistir las presiones internas, y algunos autores recomiendan elegir, para este objeto, el vaso de Lorena[16]. En fin, el cuello puede ser largo o corto, según la intención o la comodidad del artista; lo esencial es que pueda soldarse fácilmente a la lámpara de esmaltador. Pero estos detalles de la práctica son lo bastante conocidos para que tengamos que dar explicaciones más extensas.
Por lo que a nosotros atañe, sólo queremos hacer hincapié en que el laboratorio y el vaso de la Obra -el lugar en que trabaja el Adepto y aquél en que actúa la Naturaleza- son los dos hechos ciertos que impresionan al iniciado al comenzar su visita y que hacen de la Mansión Lallemant una de las más seductoras y más raras moradas filosofales.
Siguiendo siempre al guía, hétenos ahora pisando el embaldosado del patio. Damos unos pasos y llegamos a la entrada de una loggia vivamente iluminada a través de un pórtico formado por tres aberturas en arco. Es una sala grande, de techo surcado por gruesas vigas. Una serie de monolitos, estelas y otros fragmentos antiguos le dan el aspecto de un museo arqueológico local. Para nosotros, no es esto lo más interesante, sino el muro del fondo, donde se halla enclavado un magnífico bajo relieve de piedra pintada. Representa a san Cristóbal depositando a Jesús Niño en la margen rocosa del legendario torrente que acaban de cruzar. En segundo término, un ermitaño sale de su cabaña, con una linterna en la mano -pues la escena se desarrolla de noche-, y avanza en dirección al Niño-Rey (Iám. XLII).
A menudo nos hemos tropezado con bellas representaciones antiguas de san Cristóbal; ninguna, empero, ha estado más acorde que ésta con la leyenda. Parece fuera de toda duda que el tema de esta obra maestra y el texto de Jacques de Voragine contienen el mismo sentido hermético; esto, además de cierto detalle que no creo que se encuentre en otra parte. San Cristóbal adquiere, por esta circunstancia, una importancia capital bajo el aspecto de la analogía existente entre el gigante que transporta a Cristo y la materia que trae el oro (Xpvuo<popog), desempeñando la misma función en la Obra. Como nuestra intención es servir al estudiante sincero y de buena fe, desarrollaremos seguidamente su esoterismo, cosa que habíamos reservado para este lugar al referirnos a las estatuas de san Cristóbal y al monolito levantado en el atrio de Nótre-Dame de París. Pero, a fin de que puedan comprendernos mejor, transcribiremos ante todo el relato legendario que Amédée de Ponthieu[17] tomó de Jacques de Voraine. Subrayaremos adrede los pasajes y los nombres que aluden directamente al trabajo, a las condiciones y a los materiales, a fin de que el lector pueda detenerse en ellos, reflexionar y sacar provecho.
«Antes de ser cristiano, Cristóbal se llamaba Offerus,- era una especie de gigante, y muy duro de moliera. Cuando tuvo uso de razón, emprendió viaje, diciendo que quería servir al rey más grande de la tierra L.e enviaron a la corte de un rey muy poderoso, el cual se alegró no poco de tener un servidor tan forzudo. Un día, el rey, al oír que un juglar pronunciaba el nombre del diablo, hizo, aterrorizado, la señal de la cruz.
“¿Por qué hacéis eso?", preguntó al punto Cristóbal. "Porque temo al diablo", le respondió el rey. "Si le temes, es que no eres tan poderoso como él. En este caso, quiero servir al diablo." Dicho lo cual, Offerus partió de allí.
»Después de una larga caminata en busca del poderoso monarca, vio venir en su dirección una nutrida tropa de jinetes vestidos de rojo; su jefe, que era negro, le dijo: "¿A quién buscas?" -"Busco al diablo para servirle." -"Yo soy el diablo. Sígueme." Y hete aquí a Offerus incorporado a los seguidores de Satán. Un día, después de mucho cabalgar, la tropa infernal encuentra una cruz a la orilla del camino; el diablo ordena dar media vuelta. "¿Por qué has hecho eso?", le preguntó Offerus, siempre deseoso de instruirse. "Porque temo la imagen de Cristo........ Si temes la imagen de Cristo, es que eres menos poderoso que él; en tal caso, quiero entrar al servicio de Cristo. Offerus pasó solo por delante de la cruz y continuó su camino. Encontró a un buen ermitaño y le preguntó dónde podría ver a Cristo. "En todas partes", le respondió el ermitaño. "No lo entiendo -dijo Offerus-; pero, si me habéis dicho la verdad, ¿qué servicios puede prestarle un muchachote robusto y despierto como yo?"- "Se le sirve -respondió el ermitaño- con la oración, el ayuno y la vigilia". Offerus hizo una mueca. "¿No hay otra manera de serle agradable?", preguntó. Comprendió el solitario la clase de hombre que tenía delante y, tomándole de la mano, le condujo a la orilla de un impetuoso torrente, que descendía de una alta montaña, y le dijo: "Los pobres que cruzaron estas aguas se ahogaron; quédate aquí, y traslada a la otra orilla, sobre tus fuertes hombros, a aquellos que te lo pidieren. Si haces esto por amor a Cristo, El te admitirá como su servidor." "Sí que lo haré, por amor a Cristo", respondió Offerus. Y entonces se construyó una cabaña en la ribera, y empezó a transportar de noche y de día a los viajeros que se lo pedían.
»Una noche, abrumado por la fatiga, dormía profundamente; le despertaron unos golpes dados a su puerta y oyó la voz de un niño que le llamaba tres veces por su nombre. Se levantó, subió al niño sobre su ancha espalda y entró en el torrente. Al llegar a su mitad, vio que el torrente se enfurecía de pronto, que las olas se hinchaban y se precipitaban sobre sus nervudas piernas para derribarle. El hombre aguantaba lo mejor que podía, pero el niño pesaba como una enorme carga; entonces, temeroso de dejar caer al pequeño viajero, arrancó un árbol para apoyarse en él; pero la corriente seguía creciendo y el niño se hacía cada vez más pesado. Offerus, temiendo que se ahogara, levantó la cabeza hacia él y le dijo: "Niño, ¿por qué te haces tan pesado?  Me parece como si transportase el mundo." El niño le respondió: "No solamente transportas el mundo, sino a Aquel que hizo el mundo. Yo soy Cristo, tu Dios y Señor. En recompensa de tus buenos servicios, Yo te bautizo en el nombre de mi Padre, en el mío propio y en el del Espíritu Santo; en adelante, te llamarás Cristóbal." Desde aquel día, Cristóbal recorrió la tierra para enseñar la palabra de Cristo.»
Esta narración basta para demostrar con qué fidelidad el artista observó y reprodujo los menores detalles de la leyenda. Pero hizo todavía más. Bajo la inspiración del sabio hermetista que le había encargado la obra[18], colocó al gigante con los pies dentro del agua y lo vistió con un lienzo ligero anudado sobre el hombro y ceñido con un ancho cinturón al nivel del abdomen. Este cinturón es lo que da a san Cristóbal su verdadero carácter esotérico. Lo que vamos a decir aquí sobre él, es cosa que no se enseña. Pero, aparte de que la ciencia de esta guisa revelada no deja por ello de ser menos tenebrosa, entendemos que un libro que no enseñara nada sería inútil y vano. Por esta razón, nos esforzaremos en desnudar el símbolo lo más posible, a fin de mostrar a los investigadores de lo oculto el hecho científico escondido bajo su imagen.
El cinturón de Offerus aparece pespunteado a rayas entrecruzadas, semejantes a las que presenta la superficie del disolvente cuando ha sido canónicamente preparado. Tal es el Signo que todos los filósofos admiten para señalar, exteriormente, la virtud, la perfección y la extraordinaria pureza intrínsecas a su sustancia mercurial. Hemos dicho antes en vanas ocasiones, y lo repetiremos aquí, que todo el trabajo del arte consiste en animar este mercurio hasta que aparezca revestido del indicado signo. Y los autores antiguos llamaron a este signo, Sello de Hermes, Sal de los Sabios (empleando Sal por Sello) -cosa que ha llevado la confusión a la mente de los investigadores-, marca y huella del Todopoderoso, firma de Este, y también Estrella de los Magos, Estrella polar, etcétera. Esta disposición geométrica subsiste y aparece con mayor claridad cuando se ha puesto el oro a disolver en el mercurio para volverlo a su primitivo estado, el de oro joven o rejuvenecido; en una palabra, oro niño. Por esta razón, el mercurio -fiel servidor y Sello de la tierra- recibe el nombre de Fuente de Juventud. Los filósofos hablan, pues, con toda claridad cuando enseñan que el mercurio, una vez efectuada la disolución, lleva el niño, el Hijo del Sol, el Pequeño Rey (Roitelet), como una verdadera madre, ya que, efectivamente, el oro renace en su seno. «El viento -que es el mercurio alado y volátil- lo ha llevado en su vientre», nos dice Hermes en su Mesa de Esmeralda. Esto sentado, volvemos a encontrar la versión secreta de esta verdad positiva en la Galette de Reyes, que suele comerse en familia el día de la Epifanía, fiesta célebre que evoca la manifestación de Jesucristo niño a los Reyes Magos y a los gentiles. Según la Tradición, los Magos fueron guiados hasta la cuna del Salvador por una estrella, la cual fue, para ellos, el signo anunciador, la Buena Nueva de su nacimiento. Nuestra Galette está signada como la propia materia, y contiene en su pasta el niñito conocido popularmente con el nombre de bañista. Es el Niño Jesús, llevado por Offerus, el servidor o el viajero, es el oro en su baño, el bañista; el haba, el zueco, la cuna o la cruz de honor, y es el pez «que nada en nuestro mar filosófico», según la propia expresión del Cosmopolita[19]. Notemos que, en las basílicas bizantinas, Cristo aparecía a veces representado como las Sirenas, con la cola de pez. Así podemos verlo en un capitel de la iglesia de Saint-Brice, en Saint-Brisson-sur-Loire (Loiret). El pez es el jeroglífico de la piedra de los filósofos en su estado primitivo, porque la piedra, como el pez, nace en el agua y vive en el agua. Entre las pinturas de la estufa alquímica ejecutada en 1702 por P.-H. Plan[20], vemos un pescador con caña sacando del agua un hermoso pez. Otras alegorías recomiendan pescarlo con ayuda de una red o de una malla, lo cual es imagen exacta de las mallas formadas por hilos cruzados y esquematizados en nuestra galettes[21] de la Epifanía. Señalemos, no obstante, otra forma emblemático más rara, pero no menos luminosa. En casa de una familia amiga, donde fuimos invitados a comer el pastel de Reyes, vimos, no sin cierto asombro, en la corteza, un roble con las ramas extendidas, en vez de los rombos que en ella figuran de ordinario, el bañista había sido sustituido por un pez de porcelana, y este pez era un lenguado (sole) (lat, Sol, sofis, el sol). Pronto explicaremos la significación hermética del roble, al hablar del Vellocino de Oro. Añadamos también que el famoso pez del Cosmopolita, llamado por él Echineis, es el ursino (echinus), el osezno, la osa menor, constelación en que se encuentra la estrella polar. Las conchas de ursinos fósiles, que se encuentran en abundancia en todos los terrenos, presentan una cara radiada en forma de estrella. Por esto Limojon de Saint-Didier recomienda a los investigadores que orienten su rumbo «mirando a la estrella del nota».
Este pez misterioso es el pez real por excelencia; el que lo encuentra en su porción de pastel es investido con el título de rey y agasajado como a tal. Antiguamente, se daba el nombre de pez real al delfín, al esturión, al salmón y a la trucha, porque, según decían, eran especies reservadas para la mesa del rey. En realidad, esta denominación tenía únicamente carácter simbólico, ya que el hijo primogénito de los reyes, el heredero de la corona, llevaba siempre el título de Delfín, nombre de un pez, y, mejor aún, de un pez real. Es, por lo demás, un delfín lo que los pescadores en barca del Mutus Liber tratan de capturar con sedal y con anzuelo. Son igualmente delfines los peces que observamos en diversos motivos ornamentales de la Mansión Lallemant: en la ventana de en medio de la torrecilla angular, en el capitel de una columna, y también en la parte superior de una pequeña credencia, en la capilla. El Ictus griego de las catacumbas romanas tiene el mismo origen. Martigny[22] reproduce, en efecto, una curiosa pintura de las catacumbas que representa un pez nadando en las olas y llevando sobre el lomo una cesta, que contiene unos panes y un objeto rojo, de forma alargada, que es tal vez un vaso lleno de vino. La cesta que lleva el pez constituye el mismo jeroglífico representado en la galette de Reyes, ya que está confeccionada con mimbres entrecruzados. Para no extendernos más en estos parangones, nos limitaremos a llamar la atención de los curiosos sobre la cesta de Baco, llamada Cista que llevaban las cistóforas en las procesiones de las bacanales y «en la cual –nos dice Fr. Noel[23]- estaba encerrado cuanto había de más misterioso.»
Incluso la pasta de la galette está de acuerdo con las leyes del simbolismo tradicional. Esta pasta es hojaldrada, y nuestro pequeño bañista está inserto en ella a la manera de las señales de los libros. Aquí tenemos una interesante confirmación de la materia representada por el pastel de Reyes. Sendivogius nos da -a conocer que el mercurio preparado tiene el aspecto y la forma de una masa pedregosa, desmenuzable y hojaldrada. «Si la observáis bien -dice-, advertiréis que toda ella forma como hojas.» En efecto, las láminas cristalinas que componen su sustancia se encuentran superpuestas como la hojas de un libro,- por esta razón, ha recibido los epítetos de tierra hojosa, tierra de hojas, libro de las hojas, etcétera. Así, vemos la primera materia de la Obra expresada simbólicamente por un libro, ora abierto, ora cerrado, según que haya sido trabajada o simplemente extraída de la mina. En ocasiones, cuando este libro se representa cerrado -lo cual indica la sustancia mineral en bruto-, no es extraño verle cerrado con siete cintas; son las marcas de las siete operaciones sucesivas que permiten abrirlo, al romper cada una de ellas uno de los sellos que lo mantienen cerrado. Tal es el Gran Libro de la Naturaleza, que encierra en sus páginas la revelación de las ciencias profanas y la de los misterios sagrados. Su estilo es sencillo y su lectura fácil, a condición, empero, de que uno sepa dónde encontrarlo -lo cual es muy difícil- y, sobre todo, de que sepa abrirlo, lo cual es todavía más laborioso.
Visitemos ahora el interior del palacio. En el fondo del patio, ábrase la puerta, en arco de medio punto, que da acceso a los departamentos. Hay allí cosas muy bellas, y el amante de nuestro Renacimiento encontrará en ellas sobrados motivos de satisfacción. Crucemos el comedor, cuyo techo artesonado y cuya alta chimenea, con las armas de Luis XII y de Ana de Bretaña, son otras tantas maravillas, y atravesemos el umbral de la capilla, Verdadera joya, cincelada y labrada con amor por adorables artistas, esta pequeña y alargada pieza apenas tiene nada de capilla, si exceptuamos la ventana de tres arcos dentados, siguiendo el estilo ojival. Toda la ornamentación es profana, y todos sus motivos han sido tomados de la ciencia herinética. Un soberbio bajo relieve pintado, ejecutado a la manera del san Cristóbal de la loggia, tiene por tema el mito pagano del Vellocino de Oro. Los artesones del techo sirven de marcos a numerosas figuras jeroglíficos. Una linda credencia del siglo xvi plantea un enigma alquímico. Ni una escena religiosa, ni un versículo de salmo, ni una parábola evangélica; sólo el verbo misterioso del Arte sacerdotal... ¿Es posible que se haya oficiado en este gabinete de aspecto tan poco ortodoxo, pero tan adecuado, en cambio, por su mística intimidad, para la meditación y la lectura, es decir, para la oración del filósofo? ¿Capilla, estudio u oratorio?  No sabemos contestar a esta pregunta.
El bajo relieve del Vellocino de Oro, primera cosa que se advierte al entrar, es un hermoso paisaje sobre Piedra, realzado por el color, pero débilmente iluminado, y lleno de detalles curiosos cuyo estudio dificulta la pátina del tiempo. En el centro de un círculo de rocas cubiertas de musgo, y de paredes verticales, un bosque formado principalmente por robles yergue sus troncos rugosos y extiende su fronda. En varios claros, percibimos diversos animales de difícil identificación -un dromedario, un buey o una vaca, una rana en lo alto de una roca, etc.- que animan el ambiente salvaje y poco atractivo del lugar. En el suelo herboso, crecen flores y cañas del género fragmita. A la derecha, el pellejo del cordero aparece colocado sobre un saliente de la roca y custodiado por un dragón cuya amenazadora silueta se recorta sobre el cielo. El propio Jasón estaba representado al pie de un roble; pero esta parte de la composición, sin duda poco adherente, se despegó del resto (Iám. XLIII).
La fábula del Vellocino de Oro es un enigma completo del trabajo hermético que debe llevar a la obtención de la Piedra Filosofal[24]. En el lenguaje de los Adeptos, se llama Vellocino de Oro a la materia preparada para la Obra, así como el resultado final. Lo cual es totalmente exacto, ya que estas sustancias sólo se diferencian por su pureza, su fijeza y su madurez. Piedra de los Filósofos y Piedra Filosofal son, pues, cosas semejantes, en su especie y en su origen; pero la primera es cruda, mientras que la segunda, derivada de aquélla, está perfectamente cocida y ablandada. Los poetas griegos nos refieren que «Zeus se alegró tanto del sacrificio hecho por Frixo en su honor, que quiso que aquellos que tuvieran el Vellocino viviesen en la abundancia mientras lo conservaran en su poder, y que todo el mundo estuviera autorizado para intentar su conquista». Podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que son poco numerosos los que hacen uso de esta autorización. Y no es que sea tarea imposible, ni entrañe peligro extraordinario -pues quienes conocen al dragón saben también cómo vencerle-, sino que existe una gran dificultad en la interpretación del simbolismo. ¿Cómo establecer una concordancia satisfactoria entre tantas imágenes diversas y tantos textos contradictorios? Sin embargo, es el único medio que poseemos para reconocer el buen camino entre todos los callejones sin salida y los atolladeros infranqueables que nos salen al paso y que tientan al neófito impaciente por seguir su marcha. Por esto no nos cansaremos jamás de exhortar a los discípulos a que dirijan sus esfuerzos a la solución de este punto oscuro -aunque material y tangible-, eje alrededor del cual giran todas las combinaciones simbólicas que estudiamos.
Aquí, la verdad aparece velada bajo dos imágenes distintas, la del roble y la del cordero, las cuales sólo representan, como acabamos de decir, una misma cosa bajo dos aspectos diferentes. En efecto, el roble fue siempre adoptado por los viejos autores para designar el nombre vulgar del sujeto inicial, tal como lo encontramos en la mina. Y es por un poco-más-o-menos, cuyo equivalente corresponde al roble, que los Filósofos nos instruyen sobre esta materia. La frase que utilizamos puede parecer equívoca; lo lamentamos, pero no podríamos expresarnos mejor sin traspasar determinados límites. Sólo los iniciados en el lenguaje de los dioses comprenderán sin ningún esfuerzo, porque ellos poseen las llaves que abren todas las puertas, ya se trate de ciencias, ya de religiones. Pero, entre los presuntos cabalistas, judíos o cristianos, más ricos en vanidad que en saber, ¿cuántos Melampo, Tiresias o Tales hay, capaces de comprender estas cosas? Ciertamente, no es por ellos, cuyas combinaciones ilusorias no conducen a nada sólido, positivo ni científico, por quienes nos tomamos el trabajo de escribir. Dejemos, pues, en su ignorancia, a estos doctores de la cábala y volvamos a nuestro tema, caracterizado herméticamente por el roble.
Nadie ignora que el roble muestra a menudo sobre sus hojas unas pequeñas excrecencias redondas y rugosas, en ocasiones perforadas, que reciben el nombre de agallas (lat. gana). Ahora bien, si reunimos tres palabras de la misma familia latina: gallia, Gallit, gallus, obtendremos agalla, Galia, gallo. El gallo es emblema de la Galia y atributo de Mercurio, como dice expresamente Jacob Tollius[25]; corona el campanario de las iglesias francesas, y no sin razón Francia ha sido llamada Hija primogénita de la Iglesia. Sólo hay que dar un paso más para descubrir lo que los maestros del arte tan celosamente ocultaron. Prosigamos. No sólo nos proporciona el roble la agalla, sino que nos da también el kermes, el cual tiene, en la Gaya Ciencia, la misma significación que Hermes por permutación de las consonantes iniciales. Ambos términos tienen idéntico sentido: el de Mercurio. Sin embargo, así como la agalla nos da el nombre de la materia mercurial en bruto, el quermes (en árabe girmiz, que tiñe de escarlata) caracteriza la sustancia preparada. Es importante no confundir estas cosas, para no extraviarse al pasar a los ensayos. Recordad, pues, que el mercurio de los filósofos, es decir, su materia preparada, debe poseer la virtud de teñir, y que sólo adquiere esta virtud mediante preparaciones previas.
En cuanto al sujeto grosero de la Obra, unos lo llaman Magnesia lunar, otros, más sinceros, lo denominan Plomo de los Sabios, Satumia vegetable. Philaléthe, Basilio Valentín y el Cosmopolita le dan el nombre de Hijo o Niño de Satumo. Con estas denominaciones, refiéranse, ora a su propiedad magnética y de atracción del azufre, ora a su calidad de fusible y a su fácil licuefacción. Para todos ellos, es la Tierra Santa (Terra Sancta): y, en fin, este mineral tiene por jeroglífico celeste el signo astronómico del Cordero (Aries), Gala significa, en griego, leche, y el mercurio es llamado también Leche de Virgen (lac virginis). Si prestáis, pues, atención, hermanos míos, a lo que hemos dicho sobre la galette de Reyes, y si sabéis por qué los egipcios divinizaron al gato, no podréis tener ya ninguna duda sobre el sujeto que debéis elegir; su nombre vulgar se os aparecerá con toda claridad. Entonces poseeréis ese Caos de los Sabios «en el cual se encuentran en potencia todos los secretos ocultos», según afirma Philaléthe, y que el artista hábil tarda muy poco en hacer activos. Abrid -es decir, descomponed- esta materia, tratad de aislar su porción pura, o su alma metálica, según la expresión consagrada, y obtendréis el Quermes, el Hermes, el mercurio tintóreo que lleva en sí el oro místico, de la misma manera que san Cristóbal lleva a Jesús, y el cordero su propio vellón. Entonces comprenderéis por qué el Vellocino de Oro está suspendido del roble, a la manera de la agalla y del quermes, y podréis decir, sin faltar a la verdad, que el roble hermético hace de madre al mercurio secreto. Comparando leyendas y símbolos, se hará la luz en vuestro espíritu y comprenderéis la estrecha afinidad que une al roble con el cordero, a san Cristóbal con el Niño-Rey, al Buen Pastor con la oveja, versión cristiana del Hermes crióforo, etc.
Pasado el umbral de la capilla, colocaos en el centro de ésta; levantad los ojos, y podréis admirar una de las más bellas colecciones de emblemas que puedan encontrarse[26]. El techo, compuesto de artesones dispuestos en tres hileras longitudinales, está sostenido, hacia la mitad de su extensión, por dos columnas cuadradas, adosadas a los muros y que presentan cuatro acanaladuras en su cara anterior.
La de la derecha, mirando a la única ventana que ilumina la reducida estancia, muestra entre sus volutas un cráneo comparados: el uno, en Dampierre-sur-Boutonne, igualmente esculpido, del siglo xvi (Les Demeures Philosophales).- el otro, en el Plessis-Bourré, compuesto de pinturas, del siglo xv (Deux Logis Alchimiques). humano, provisto de dos alas y sostenido por una peana de hojas de roble. Expresiva imagen de una generación nueva, brotada de la putrefacción, consecutiva a la muerte, que sufren los cuerpos mixtos cuando han perdido su alma vital y volátil. La muerte del cuerpo produce una coloración azul oscura o negra, propia del Cuervo, jeroglífico del caput mortuum de la Obra. Tal es el signo y la primera manifestación de la disolución, de la separación de los elementos y de la regeneración futura del azufre, principio colorante y fijo de los metales. Las dos alas están colocadas allí para enseñarnos que, al huir la parte volátil y acuosa, se produce la dislocación de las partes y se rompe la cohesión. El cuerpo, mortificado, cae en negras cenizas que tienen el aspecto del polvo de carbón. Después, bajo la acción del fuego intrínseco desarrollado por esta disgregación, la ceniza, calcinada, pierde sus impurezas groseras y combustibles, y entonces nace una sal pura, a la cual colorea poco a poco la cocción, revistiéndola del poder oculto del fuego (Iám. XLIV).

El capitel de la izquierda nos muestra un vaso decorativo cuya boca está flanqueada de dos delfines. Una flor, que parece salir del vaso, se abre en una forma que recuerda la de las lises heráldicas. Todos estos símbolos hacen referencia al disolvente, o mercurio común de los filósofos, principio contrario al del azufre cuya elaboración emblemático hemos visto en el otro capitel.
En la base de estos dos soportes, una gran corona de hojas de roble, cruzada verticalmente por un haz de idéntico follaje, reproduce el signo gráfico correspondiente, en el arte espagírico, al nombre vulgar del sujeto. Corona y capitel realizan, de esta suerte, el símbolo completo de la materia prima, ese globo que las imágenes de Dios, de Jesús y de algunos grandes monarcas sostienen en la mano.
Lejos de nuestra intención analizar detalladamente todas las imágenes que adornan los artesones de este techo modélico en su género. Su tema, muy extenso, requeriría un estudio especial y nos obligaría a frecuentes repeticiones. Nos limitaremos, pues, a describirlas rápidamente y a resumir el significado de las más originales. Entre éstas, señalaremos ante todo el símbolo del azufre y de su extracción de la materia prima, cuyo gráfico figura, según acabamos de decir, en cada una de las columnas empotradas. Es una esfera armilar, colocada sobre un fogón encendido y que tiene un gran parecido con uno de los grabados del tratado del Azoth. Aquí, el brasero ocupa el lugar de Atlas, y esta imagen de nuestra práctica, sumamente instructiva por si misma, nos dispensa de todo comentario. No lejos de allí, vemos representada una colmena común, de paja, rodeada de sus abejas; tema este frecuentemente reproducido, particularmente en la estufa alquímica de Winterthur. Ved ahí -¡singular motivo para una capilla!- un niño que orina a chorro en uno de sus zuecos. Más allá, el mismo niño, arrodillado junto a un montón de lingotes planos, sostiene un libro abierto, mientras yace a sus pies una serpiente muerta ¿Debemos detenernos o proseguir? Vacilamos. Un detalle, situado en la penumbra de las molduras, determina el sentido del pequeño bajo relieve; en la pieza más alta del conjunto figura el sello estrellado del rey mago Salomón. Abajo, el Mercurio,- arriba, el Absoluto. Procedimiento sencillo y completo que no permite más que un camino, no exige más que una materia, no requiere más que una operación «Aquel que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado todo lo que hay de más perfecto.» Tal es, al menos, lo que afirman los más célebres autores. Es la unión de los dos triángulos del fuego y del agua, o del azufre y del mercurio reunidos en un solo cuerpo, lo que engendra el astro de seis puntas, jeroglífico de la Obra por excelencia y de la Piedra Filosofal realizada. Al lado de esta imagen, otra nos presenta un antebrazo en llamas, cuya mano ase unas grandes castañas,- no lejos de ésta, el mismo jeroglífico, saliendo de la roca, sostiene una antorcha encendida; aquí, ved el cuerno de Amaltea, desbordante de flores y de frutos, que sirve de percha a una gallina o a una perdiz, pues el ave en cuestión no está muy determinada; pero, que el emblema sea la gallina negra o la perdiz roja, no altera en absoluto el significado hermético que encierra. Ved ahora un vaso volcado, escapado de la boca de un león decorativo que lo sostenía en equilibrio: es una versión original del solve et coagula de Nótre-Dame de París. Un segundo tema, poco ortodoxo y bastante irreverente, le sigue de cerca: un niño tratando de romper un rosario sobre su rodilla. Más lejos, una gran concha, nuestra concha, tiene encima una masa fija y sujeta a ella por filacterias espirales. En el fondo del artesón donde se halla esta imagen, se repite quince veces el símbolo gráfico, permitiendo la identificación exacta del contenido de la concha. El mismo signo -como sustituto del nombre de la materia- vuelve a aparecer no lejos de allí, esta vez en tamaño grande y en el centro de un horno encendido. En otra figura, vemos de nuevo al niño -creemos que representa el papel del artista- con los pies en la concavidad de la famosa concha y arrojando ante sí otras conchas menudas, salidas, al parecer, de la grande. Observamos también el libro abierto decorado por el fuego; la paloma aureolada, radiante y flamígera, emblema del Espíritu; el cuervo ígneo, posado sobre un cráneo al que picotea, figuras reunidas de la muerte y la putrefacción; el ángel «que hace rodar el mundo» a la manera de una peonza, tema recogido y desarrollado en un librito titulado Typus Mundi[27], obra de varios padres jesuitas; la calcinación filosófica, simbolizada por una granada sometida a la acción del fuego en un vaso de orfebrería; encima del cuerpo calcinado, distinguimos la cifra 3 seguida de la letra R, que indican al artista la necesidad de las tres reiteraciones del mismo procedimiento, a la cual hemos aludido ya en varias ocasiones. Por último, la imagen siguiente representa el ludus puerorum comentado en el Toison dor de Trismosin y presentado de manera idéntica: un niño hace caracolear su caballo de madera, con el látigo en alto y el semblante gozoso (lám. XLV).
Con esto damos por terminada la enumeración de los principales emblemas herméticos esculpidos en el techo de la capilla, pongamos fin a este estudio con el análisis de una pieza muy curiosa y singularmente rara.
Empotrada en el muro, cerca de la ventana, una pequeña credencia del siglo xvi atrae las miradas, tanto por la belleza de su decoración como por el misterio de un enigma considerado indescifrable. Jamás -afirma nuestro guía- logró ningún visitante dar su explicación. Esta laguna proviene sin duda de que nadie comprendió la finalidad que se proponía el simbolismo de toda la decoración, ni qué ciencia se ocultaba detrás de sus múltiples jeroglíficos. El hermoso bajo relieve del Vellocino de Oro, que habría podido servir de guía, no fue considerado en su verdadero sentido, sino que siguió siendo, para todos, una obra mitológico en que la imaginación oriental anduvo desbocada. Sin embargo, nuestra credencia lleva en sí misma la marca alquímica cuyas particularidades hemos descrito en esta obra (Iám. XLVI). 

En efecto, en los pilares empotrados que sostienen el arquitrabe de este templo minúsculo, descubrimos, inmediatamente debajo de los capiteles, los emblemas consagrados al mercurio filosofal, la concha de Santiago o pilita de agua bendita, rematada por las alas y el tridente, atributo, este último, del dios del mar, Neptuno. Siempre la misma indicación del principio acuoso y volátil. El frontón está constituido por una gran concha decorativa que sirve de apoyo a dos delfines simétricos Y atados en el centro por la cola. Tres granadas llameantes completan la ornamentación de esta credencia simbólica.
En cuanto al enigma propiamente dicho, se compone de dos términos: RERE y RER, que parecen desprovistos de sentido y que se repiten tres veces sobre el fondo cóncavo del nicho.
Gracias a esta sencilla disposición, descubrimos, desde el primer momento, una valiosa indicación: la de las tres reiteraciones de una sola y misma técnica, oculta bajo la misteriosa expresión RERE, RER. Ahora bien, las tres granadas ígneas del frontón confirman esta triple acción de un procedimiento único, y, dado que representan el fuego materializado en la sal roja que es el azufre filosofal, comprenderemos fácilmente que sea necesario reiterar tres veces la calcinación de este cuerpo para realizar las tres obras filosóficas, según la doctrina de Geber. La primera operación conduce ante todo al Azufre, o medicina del primer orden; la segunda, en todo semejante a la primera, proporciona el Elixir, o medicina del segundo orden, que se diferencia del Azufre en la cantidad y no en la naturaleza; por último, la tercera operación, ejecutada como las dos primeras, nos da la Piedra filosofal medicina del tercer orden, la cual contiene todas las virtudes, cualidades y perfecciones del Azufre y del Elixir multiplicadas en poder y alcance. Si se nos pregunta, por añadidura, en qué consiste y cómo se ejecuta la triple operación cuyos resultados hemos expuesto, remitiremos al investigador al bajo relieve del techo donde se ve una granada asándose en determinado vaso.
Pero ¿como descifrar el enigma de unas palabras desprovistas de sentido? De una manera muy sencilla, RE, ablativo del nombre latino res, significa la cosa, considerada en su materia; y, como la palabra RERE es la suma de RE, una cosa más RE, otra cosa, podemos traducirla por dos cosas en una, o bien por una cosa doble. De esta manera, RERE equivale a RE BIS. Abrid cualquier diccionario hermético, hojead cualquier obra de alquimia, y veréis que la palabra REBIS, empleada muy a menudo por los Filósofos, define su compost, o compuesto a punto de sufrir las sucesivas metamorfosis bajo la acción del fuego. En resumen, RE, una materia seca, oro filosófico,- RE, una materia húmeda, mercurio filosófico,- RERE o REBIS, una materia doble, a la vez húmeda y seca, una amalgama de oro y mercurio filosóficos, combinación que ha recibido de la Naturaleza y del arte una doble propiedad oculta y exactamente equilibrada.
Quisiéramos poder explicar con la misma claridad el segundo término, RER, pero no nos está permitido desgarrar el velo del misterio que encubre. Sin embargo, a fin de satisfacer, en la medida de lo posible, la legítima curiosidad de los hijos del arte, diremos que estas letras contienen un secreto de capital importancia y que hace referencia al vaso de la obra. RER sirve para cocer, para unir radical e indisolublemente, para provocar las transformaciones del compuesto RERE. ¿Cómo daros los datos suficientes sin cometer perjurio?  No creáis lo que dice Basilio Valentín en sus Doce llaves, y guardaos muy bien de tomar sus palabras al pie de la letra cuando afirma que «quien tenga la materia encontrará sin duda una vasija para cocerla». Nosotros afirmamos, por el contrario -y podéis creer en nuestra sinceridad-, que es imposible lograr el menor éxito en la Obra si no se tiene un conocimiento perfecto de lo que es el Vaso de los Filósofos y de cual es la materia con la que hay que confeccionarlo. Pontano confiesa que, antes de conocer este vaso secreto, había realizado sin éxito, más de doscientas veces, el mismo trabajo, utilizando las materias adecuadas y convenientes, y siguiendo el método correcto. El artista debe hacer él mismo su vaso: es una máxima del arte. Por consiguiente, no intentéis nada antes de recibir toda la luz sobre esta cáscara del huevo, calificada de secretum secretorum por los maestros de la Edad Media.
¿Qué es pues, RER? Ya hemos visto que RE significará una cosa, una materia; R, que es la mitad de RE, significará una mitad de cosa, de materia. RER equivale, pues, a una materia aumentada con la mitad de otra o de la suya propia. Advertid que no se trata aquí de proporciones, sino de una combinación química independiente de las cantidades relativas. Para comprenderlo mejor, pongamos un ejemplo y supongamos que la materia representada por RE sea el rejalgar o sulfuro natural de arsénico. R, mitad de RE, podrá ser, pues, el azufre de rejalgar o su arsénico, los cuales son parecidos o diferentes según consideremos el azufre y el arsénico separadamente o combinados en el rejalgar. De manera que RER será obtenido con el rejalgar, añadiéndole azufre, el cual es considerado como constitutivo de la mitad del rejalgar, o bien arsénico, considerado como la otra mitad del mismo sulfuro rojo.
Añadiré unos consejos: buscad ante todo RER, es decir, el vaso. RERE os será después, fácilmente cognoscible. La Sibila, al serle preguntado qué era un filósofo, respondió: Es aquél que sabe hacer el vaso. Aplicaos a fabricarlo según nuestro arte, sin preocuparos demasiado de los procedimientos de elaboración del vidrio. La industria del alfarero os sería más instructiva; ved las láminas de Piccolpassi [28] y encontraréis una que representa una paloma con las patas atadas a una piedra. ¿Acaso no hay que buscar y encontrar el magisterio, según el excelente consejo de Tollius, en una cosa volátil? Pero si no poseéis ningún vaso para retenerla, ¿cómo impediréis que se evapore, que se disipe sin dejar el menor residuo? Haced, pues, vuestro vaso, y, después, vuestro compuesto; tapad aquél herméticamente de manera que el espíritu no pueda escaparse; calentadlo todo según arte, hasta la completa calcinación. Volved a poner la porción pura del polvo obtenido en vuestro compuesto, y encerradlo bien en el mismo vaso. Repetid la operación por tercera vez, y no nos deis las gracias. La acción de gracias debe dirigirse únicamente al Creador. Nada reclamamos para nosotros, simple jalón en el gran camino de la Tradición esotérica; no queremos vuestro agradecimiento sin vuestro recuerdo; sólo deseamos que os toméis por otros el mismo trabajo que nosotros nos hemos tomado por vosotros.
Nuestra visita ha terminado. Para nuestra admiración, pensativa y muda, interroga una vez más a esos maravillosos y sorprendentes paradigmas, cuyo autor fue tanto tiempo ignorado por los nuestros. ¿Existe en alguna parte un libro escrito por su mano?  Nada parece indicarlo. Sin duda, siguiendo el ejemplo de los grandes Adeptos de la Edad Media, prefirió confiar a la piedra, más que al pergamino, el testimonio irrebatible de una ciencia inmensa, de la que poseía todos los secretos. Es, pues, justo y equitativo que reviva entre nosotros, que su nombre salga por fin de la oscuridad y brille, como un astro de primera magnitud, en el firmamento hermético.
Jean Lallemant, alquimista y caballero de la Tabla Redonda, merece ocupar un sitio alrededor del santo Grial y comulgar en él con Geber (Magister magistrorum) y con Roger Bacon (Doctor admirabilis). Igual, por la extensión de su saber, al poderoso Basilio Valentín y al caritativo Flamel, les supera por dos cualidades, eminentemente científicas y filosóficas, que llevó al más alto grado de perfección: la modestia y la sinceridad.
LA CRUZ CÍCLICA DE HENDAYA
Pequeña ciudad fronteriza del país vasco, Hendaya agrupa sus casitas al pie de los primeros contrafuertes pirenaicos. Hállase encuadrada por el verde océano, el ancho Bidasoa, brillante y rápido, y los herbosos montes. La primera impresión que produce el contacto con aquel suelo áspero y rudo es más bien penosa, casi hostil. En el horizonte marino, la punta que Fuenterrabía, ocre bajo la cruda luz, hunde en las aguas glaucas y reverberantes del golfo, rompe apenas la austeridad natural del bravío paisaje. Salvo el estilo español de sus casas, el tipo y el idioma de sus habitantes, y el atractivo particularísimo de una playa reciente, erizada de orgullosos palacios, Hendaya no tiene nada capaz de retener la atención del turista, del arqueólogo o del artista.
Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del ferrocarril y conduce a la iglesia parroquias, situada en el centro de la población. Sus muros desnudos, flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un atrio levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de tupida fronda. Es un edificio vulgar, pesado, reformado, carente de interés. Sin embargo, cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas verdes de la plaza, se levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como curiosa. Hallábase antiguamente en el cementerio comunal, y hasta 1842 no fue trasladada al lugar que ocupa actualmente junto a la iglesia. Así, al menos, nos lo afirmó un anciano vasco que había desempeñado, durante largos años, las funciones de sacristán. En cuanto al origen de esta cruz, es totalmente desconocido, y nos fue imposible obtener el menor dato sobre la época de su erección. Sin embargo, fundándonos en la forma de la base y de la columna, no creemos que pueda ser anterior a las postrimerías del siglo xvii o a principios del xviii. Sea cual fuere su antigüedad, la cruz de Hendaya constituye, por la decoración de su pedestal, el monumento más singular del milenarismo primitivo y la más rara expresión simbólica del quiliasmo que jamás hayamos visto. Sabido es que esta doctrina, aceptada primero y combatida después por Orígenes, san Dionisio de Alejandría y san Jerónimo, aunque la Iglesia no la hubiese condenado, formaba parte de las tradiciones esotéricas de la antigua filosofía de Hermes.
La ingenuidad de los bajo relieves y su basta ejecución nos hacen pensar que estos emblemas lapidarios no fueron obra de un profesional del cincel y del buril; pero, abstracción hecha de la estética, debemos reconocer que el oscuro artífice de estas imágenes encamaba una ciencia profunda y verdaderos conocimientos cosmográficos.
En el brazo transversal de la cruz -una cruz griega- descubrimos la inscripción acostumbrada, chocantemente esculpida en relieve y en dos líneas paralelas, con las palabras casi soldadas y cuya disposición, que respetamos, es la siguiente:
O C R U X A V E S
P E S U N I C A
Ciertamente, la frase es fácil de descifrar, y su sentido, bien conocido: O crux ave spes unica. Sin embargo, traduciéndola a guisa de novato, no comprenderíamos muy bien con qué habíamos de quedamos, si con el pie o con la cruz, y aquella invocación resultaría sorprendente. Deberíamos, en verdad, llevar nuestro desenfado y nuestra ignorancia hasta el desprecio de las reglas elementales de la gramática, pues el nominativo masculino pes requiere el adjetivo unicus, que es del mismo género, y no el femenino única. Parecería, pues, que la deformación de la palabra spes, esperanza, en pes, pie, por ablación de la consonante inicial, hubiese sido resultado involuntario de una falta absoluta de práctica en nuestro lapicida. Pero ¿explica realmente la inexperiencia una rareza semejante? No podemos admitirlo. En efecto, la comparación de los motivos ejecutados por la misma mano y de la misma manera, demuestra una evidente preocupación por la colocación normal, un gran cuidado en la disposición y el equilibrio de aquéllos. ¿Por qué había de ser realizada la inscripción menos escrupulosamente? Un examen atento de ésta nos permite afirmar que sus caracteres son claros, si no elegantes, y que no están imbricados (Iám. XLVII). Sin duda, nuestro artífice los diseñó primeramente con tiza o carbón, y este boceto descarta necesariamente cualquier idea sobre un error sufrido durante la talla. Ahora bien, como este error existe, hay que sacar la consecuencia de que fue un error aparente. Y deliberado. Y la única razón que podemos invocar es que se trata de un signo puesto adrede, disimulado bajo el aspecto de una torpeza inexplicable y destinado a despertar la curiosidad del observador. Diremos, pues, que, en nuestra opinión, el autor dispuso de este modo el epígrafe de su obra turbadora, a sabiendas y voluntariamente.
El estudio del pedestal nos había iluminado, y sabíamos ya de qué manera, y con qué llave, debíamos leer la inscripción cristiana del monumento; pero deseábamos mostrar a los investigadores el gran auxilio que, para la resolución de las cosas ocultas, son capaces de prestarnos el sentido común, la lógica y el razonamiento.
La letra S, que adopta la forma sinuosa de la serpiente, corresponde a la ji (X) de la lengua griega y toma de ella su significación esotérica. Es el rastro helicoidal del sol llegado al cenit de su curva a través del espacio, al producirse la catástrofe cíclica. Es una imagen teórica de la bestia del Apocalipsis, del dragón que vomita, en los días del Juicio Final, fuego y azufre sobre la creación macrocósmica. Gracias al valor simbólico de la letra S, desplazada adrede, comprendemos que la inscripción debe expresarse en lenguaje secreto, es decir, en la lengua de los dioses o en la de los pájaros, y que hemos de descubrir su sentido sirviéndonos de las regla de la Diplomática. Algunos autores, y en particular Grasset d'Orcet, en el análisis del Sueño de Polifilo, publicado por la Revue Britannique, las han expuesto con bastante claridad para que tengamos que hablar de ellas. Leeremos, pues, en francés, lengua de los diplomáticos, el latín tal y como está escrito, y después, empleando las vocales permutantes, obtendremos la asonancia de palabras nuevas que componen otra frase, cuya ortografía y cuyo orden de vocales restableceremos, así como su sentido literario. De este modo, recibimos este singular aviso: Il est écrit que la vie se réfugie en un seul espace[29], y nos enteramos de que existe una región donde la muerte no alcanzará al hombre, cuando llegue la época terrible del doble cataclismo. En cuanto al emplazamiento geográfico de esta tierra prometida, donde los elegidos presenciarán el retorno de la edad de oro, somos nosotros quienes debemos buscarlo. Pues los elegidos, hijos de Elías, se salvarán según las palabras de la Escritura. Porque su fe profunda, su incansable perseverancia en el esfuerzo, les harán merecedores de su elevación al rango de discípulos de Cristo-Luz. Llevarán su señal y recibirán de El la misión de empalmar a la Humanidad regenerada en la cadena de las tradiciones de la Humanidad desaparecida.
La cara anterior de la cruz -aquella en que los tres horribles clavos fijaron en la madera maldita el cuerpo dolorido del Redentor- aparece definida por la inscripción INRI, grabada en su brazo transversal. Corresponde a la imagen esquemática del ciclo que vemos en la base (lám. XLVIII).
Tenemos, pues, aquí, dos cruces simbólicas, instrumentos del mismo suplicio: arriba, la cruz divina, ejemplo del medio escogido para la expiación; abajo, la cruz del globo, determinando el polo del hemisferio boreal y situando en el tiempo la época fatal de esta expiación. Dios Padre tiene en su mano este globo rematado por el signo ígneo, y los cuatro grandes siglos -figuras históricas de las cuatro edades del mundo- representan con el mismo atributo a sus soberanos: Alejandro, Augusto, Carlomagno y Luis XIV[30]. Esto es lo que enseña el epígrafe INRI, traducido exotéricamente por Jesús Nazarenus Rex Iudeorum, pero que toma prestada de la CRUZ su significación secreta: Igne Natura Renovatur Integra Porque es por medio del fuego y en el fuego mismo que pronto será puesto a prueba nuestro hemisferio. Y, de la misma manera en que, por medio del fuego, se separa el oro de los metales impuros, nos dice la Escritura que serán separados los buenos de los malos en el día grande del Juicio Final.
En cada una de las cuatro caras del pedestal, observamos un símbolo diferente. Vemos en una de ellas la imagen del sol; en otra, la de la luna; la tercera nos muestra una gran estrella, y la última, una figura geométrica que, según acabamos de decir, no es sino el esquema adoptado por los iniciados para caracterizar el ciclo solar. Es un simple círculo dividido en cuatro sectores por dos diámetros que se cruzan en ángulo recto. En cada uno de lo sectores figura una A, que los señala como las cuatro edades del mundo, en este jeroglífico completo del universo, formado con signos convencionales del cielo y de la tierra, de lo espiritual y de lo temporal, del macrocosmo y del microcosmo, y donde volvemos a encontrar, asociados, los emblemas mayores de la redención (cruz) y del mundo (círculo).
En la época medieval, estas cuatro fases del gran período cíclico -cuya rotación contigua expresaban los antiguos por medio de un círculo dividido por dos diámetros perpendiculares- eran generalmente representados por los cuatro Evangelistas o por su letra simbólica, que era la alfa griega y todavía con mayor frecuencia, por los cuatro animales evangélicos rodeando a Cristo, figura humana y viva de la cruz.
Es la fórmula tradicional que encontramos a menudo en los tímpanos de los pórticos románicos. Jesús aparece sentado, con la mano izquierda apoyada en un libro y la derecha levantada en ademán de bendecir, y separado de los cuatro animales que le sirven de acompañamiento por la elipse llamada Almendra mística. Estos grupos, generalmente aislados de las otras escenas por una guirnalda de nubes, tienen siempre colocadas sus figuras en el mismo orden, según podemos observar en las catedrales de Chartres (puerta real) y de Le Mans (puerta occidental) en la iglesia de los Templarios de Luz (Hautes-Pyrénées), en la Civray (Vienne), en el pórtico de Saint Trophime de Arles, etcétera (lám. XLIV).
«Había también delante del trono -escribe san Juancomo un mar de vidrio semejante al cristal; y, en medio del trono y alrededor de él, cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer viviente era semejante a un león; el segundo viviente, semejante a un ternero; el tercero tenía semblante como de hombre, y el cuarto era semejante a un águila voladora»[31]. Relato que está de acuerdo con el de Ezequiel: «Vi, pues... una nube densa en torno de la cual resplandecía un remolino de fuego, que en medio brillaba como bronce en ignición. En el centro de ella había semejanza de cuatro seres vivientes... Y sus rostros de frente eran de hombre; y los cuatro tenían de león el lado derecho de la cara; y los cuatro tenían de buey el lado izquierdo; y los cuatro tenían cara de águila en la parte de arriba»[32].
En la mitología hindú, los cuatro sectores iguales del círculo dividido por la cruz servían de base a un concepto místico bastante singular. El ciclo entero de la evolución humana encarnase en él en forma de una vaca, símbolo de la Virtud, que apoya las pezuñas en cada uno de los cuatro sectores- que representan las cuatro edades del mundo. En la primera edad, que corresponde a la edad de oro de los griegos y es llamada Credagugán o edad de la inocencia, la Virtud se mantiene firme sobre la tierra; la vaca descansa sólidamente sobre sus cuatro patas. En el Tredagugán, o segunda edad, que corresponde a la edad de plata, la vaca está más débil y se sostiene sólo sobre tres patas. Durante el Tuvabaragugán, tercera edad o edad de bronce, sólo tiene dos patas. Por último, en la edad de hierro, que es la nuestra, la vaca cíclica, o Virtud humana, alcanza el grado supremo de debilidad y de senilidad: se sostiene difícilmente, en equilibrio, sobre una sola pata. Es la cuarta y última edad, el Calgugán, edad de miseria, de infortunio y de decrepitud.
La edad de hierro no tiene más sello que el de la Muerte. Su jeroglífico es el esqueleto provisto de los atributos de Saturno: el reloj de arena vacío, imagen del tiempo cumplido, y la guadaña, reproducida en la cifra siete, que es el número de la transformación, de la destrucción, del aniquilamiento. El Evangelio de esta época nefasta es el que fue escrito bajo la inspiración de san Mateo. Matthaeus, en griego Mar0a¿og, viene de Ma0?7t-¿a, Ma0?7iua7-og, que significa ciencia. De esta palabra deriva Maoi7ais., uaO-qaEwg, es@, conocimiento, de uavocivE¿g, aprender, instruirse. Es el Evangelio según la Ciencia, el último de todos, pero el primero para nosotros, ya que nos enseña que, salvo un pequeño número de elegidos, debemos perecer colectivamente. Por esto se dio a san Mateo el atributo del ángel; porque la ciencia, única capaz de penetrar el misterio de las cosas, de los seres y de su destino, puede dar al hombre alas con que elevarse hasta el conocimiento de las más altas verdades y llegar hasta Dios.
CONCLUSIÓN
Scire, Potere, Audere, Tacere
ZOROASTRO
La Naturaleza no abre indistintamente a todos la puerta del santuario.
Tal vez descubrirá el profano en estas páginas alguna prueba de una ciencia verdadera y positiva. Pero no creemos que podamos alardear de convertirle, pues no ignoramos la tenacidad de los prejuicios y la fuerza enorme del recelo. El discípulo sacará de ellas mayor provecho, a condición, empero, de que no menosprecie las obras de los antiguos filósofos, de que estudie con cuidado y penetración los textos clásicos, hasta adquirir la clarividencia suficiente para discernir los puntos oscuros del manual operatorio.
Nadie puede aspirar a la posesión del gran Secreto, si no armoniza su existencia al diapasón de las investigaciones emprendidas.
No basta con ser estudioso, activo y perseverante, si se carece de un principio sólido y de base concreta, si el entusiasmo inmoderado ciega la razón, si el orgullo tiraniza el buen criterio, si la avidez se desarrolla bajo el brillo intenso de un astro de oro.
La ciencia misteriosa requiere mucha precisión, exactitud y perspicacia en la observación de los hechos; un espíritu sano, lógico y ponderado; una imaginación viva sin exaltación; un corazón ardiente y puro. Exige, además, una gran sencillez y una indiferencia absoluta frente a teorías, sistemas e hipótesis que, fiando en los libros o en la reputación de sus autores, suelen aceptarse sin comprobación. Quiere que sus aspirantes aprendan a pensar más con el propio cerebro y menos con el ajeno. Les pide, en fin, que busquen la verdad de sus principios, el conocimiento de su doctrina y la práctica de sus trabajos en la Naturaleza, nuestra madre común.
Por el ejercicio constante de las facultades de observación y de razonamiento, por la meditación, el neófito subirá los peldaños que conducen al
SABER.
La imitación ingenua de los procedimientos naturales, la habilidad conjugada con el ingenio, las luces de una larga experiencia le asegurarán el
PODER.
Pudiendo realizar, necesitará todavía paciencia, constancia, voluntad inquebrantable. Audaz y resuelto, la certeza y la confianza nacidas de una fe robusta le permitirán a todo
ATREVERSE.
Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de labor, cuando sus deseos se hayan cumplido, el Sabio, despreciando las vanidades del mundo, se aproximará a los humildes, a los desheredados, a todos los que trabajan, sufren, luchan, desesperan y lloran aquí abajo. Discípulo anónimo y mudo de la Naturaleza eterna, apóstol de la eterna Caridad, permanecerá fiel a su voto de silencio. En la Ciencia, en el Bien, el Adepto debe para siempre
CALLAR.




[1]         G. Durand, Monographie de 1'Eglise cathédrale d´Amiens, París, A. Picard, 1901.
[2]         La Lumiere sortant par soy-mesme des Ténèbres, París, d'Houry, 1687, capítulo III, pág. 30.
[3]         Régles du Philalèthe pour se conduire dans l´oeuvre hermétique, en Historie de la Philosophie hermétique, de Lenglet-Dufresnoy. París, Coustelier, 1742, t. II.
[4]         Véase Jean Liébaut, Quatre Livres des Secrets de Médecine et Philosophie Chimique. París, Jacques du Puys, 1579, págs. 17 y 19.
[5]         San Pablo, Epístola a los colosenses, cap. I, v. 25 y 26.
[6]         Le Psautier d´Hermophile, en Traités de la Transmutation des Métaux. Mans. anón. del sigio xviii, estrofa XXV.
[7]         Haymon, Epístola de Lapidibus Philosophicis. Tratado 192, t. IV del' Theatrum Chemicum. Argentorati, 1613.
[8]         Obras de N. Grosparmy y Nicolas Valois, mans. cit., pág. 140.
[9]         Nicolas Flamel, Original du Désir désiré, o thrésor de Philosophie. París, Hulpeau, 1629, pág. 144.
[10]        Le Breton, Clefs de la Philosophie Spagyrique. París, Jombert, 1722, página 240.
[11]        La Clef du Cabinet hermétique, mans., cit., pág. 10.
[12]        Imitación de Cristo, lib. II, cap. 1, v. 6.
[13]        El Mercurio es el agua bendita de los filósofos. Las grandes conchas servían antaño para contener el agua bendita; a menudo las encontrarnos todavía en muchas iglesias rurales.
[14]        Término de técnica hermética que significa volver crudo, es decir, volver a un estado anterior al que caracteriza a la madurez, retrogradar.
[15]        Le Trés précieux  Don de Dieu. Manuscrito de Georges Aurach, de Estrasburgo, escrito y pintado de su propia mano, el año de Gracia de la Humanidad redimida 1415.
[16]        El término vaso de Lorena servía antaño para distinguir el vaso moldeado del vaso soplado. Gracias al moldeado, el vaso de Lorena podía tener las paredes muy gruesas y regulares.
[17]        Amédée de Ponthieu, Légendes du Vieux Paú. París, Bachelin-Deflorenne, 1867, pág. 106.
[18]        Por ciertos documentos que se conservan en los archivos de la Mansión Lallemant, sabemos que Jean Lallemant pertenecía a la Hermandad alquímica de los Caballeros de la Tabla Redonda
[19]        Cosmopolite o Nouvelle Lumière chymique. Traité du Sel pág. 76. París, J. d'Houry, 1669.
[20]        Conservada en el museo de Winterthur (Suiza).
[21]        La expresión popular avoir de la galette equivale a ser afortunado. El que tiene la suerte de encontrar el haba en el pastel ya no tendrá falta de nada; jamás carecerá de dinero. Será dos veces rey, por la ciencia y por la fortuna. (La galette equivale a nuestro roscón. N. del T)
[22]        Martigny, Dictionnaire des Antiquités chrétiennes, art. Eucharistie, 2.a ed., página 291.
[23]        Fr. Noel, Dictionnaire de la Fable, París, Le Normant, 1801.
[24]        Véase Alchimie, op. Cit.
[25]        Manuductio ad Coelum chemicum Amstelodami, S. J. Waesbergios, 1688.
[26]        Dos inestimables artesonados, con temas iniciáticos, pueden serle
[27]        Typus Mundi in quo ejus Calamitates et Pericula nec non Divini, humanique Amoris antipathia. Emblematice proponuntur a RR. C. S. I. A. Antuerpiae. Apud Joan. Cnobbaert, 1627.
[28]        Claudius Popeli, Les Trois Livres de l´Art du Potier, del caballero Cyprian Piccolpassi. París, Librairie Internationale, 1861.
[29]        En latín, spatium, con la significación de lugar, sitio, emplazamiento, que le da Tácito. Corresponde al griego Xo)ptav' raíz Xwpa, país, comarca, territorio. (En español: «Está escrito que la vida se refugia en un solo espacio.» N. de 1,a T)
[30]        Los tres primeros son emperadores; el cuarto es solamente rey, el Rey-Sol, y significa la declinación del astro y sus postreros resplandores. Es el crepúsculo anunciador de la larga noche cíclica, llena de horror y de espanto, «la abominación de la desolación».
[31]        Apocalipsis, cap. IV, vv. 6 y 7.
[32]        Cap. 1, vv. 4, 5, 10 y 11.