Caos, el Dios de los comienzos
Eduardo Casas
Eduardo Casas
1. En el principio
En el principio, todo era un inmenso y gran vacío. No existía vida, ni
nada que se pueda describir. Sólo un interminable silencio, recorriéndose a sí
mismo, sin extinguirse nunca. Nada de nada.
Sin embargo, para hablar con exactitud, no soy una absoluta “nada”.
Incluso para mí, es difícil la comprensión de la eternidad y del infinito.
Quizás pueda parecer muy racional y realista pero es más lógico pensar que todo
ha tenido un principio, incluso, entre nosotros: los dioses.
Si hay “algo” o “alguien” preexistente, soy yo: mi nombre es Caos. Soy
el principio primordial del cual surgieron todos los otros elementos: el agua,
el fuego, la tierra y el aire. Soy el primer y más grande vacío. Para mí, la
nada no existe y nunca existió. Siempre ha estado este gran hueco informe,
impreciso, indeterminado, indefinido y amorfo. Sin embargo, el vacío es algo.
No soy la nada.
Algunos llaman “nada” a este inmenso e inabarcable espacio ilimitado
en donde se encuentra una materia movediza en estado inerte y totalmente
desorganizada. Me confunden con la nada pero, en verdad, yo soy una mezcla
inestable, variable y versátil.
La sucesión de los siglos y su repetitiva memoria me han otorgado el
título de “primer dios” aunque ni siquiera tengo forma física. Carezco de
rostro y de cuerpo. Soy un movimiento continuo, un hálito que se esparce, un
espíritu que se anda sigiloso y errante. Soy innumerables partículas que se
chocan y friccionan queriendo empezar a formar cosas. Una caótica combinación
de elementos que existen en una materia primitiva e indeterminada.
He sido también, en esos inmemorables comienzos, el dios del destino.
Inicialmente todo dependió de mí. Soy el generador de cuanto surgió
posteriormente. El universo brotó de mí. Incluso los dioses nacieron de mí.
Todos me deben reverencia y respeto.
Voy a contarles la inmemorial historia de este viejo mundo y sus
edades, un relato que se va perdiendo y olvidando con el paso de los siglos. No
hay recuerdos, ni libros que puedan contenerlo. Yo soy el único que puede el
origen de este mundo longevo que aún todos habitamos y que, a pesar de todo, se
empeña en persistir y en seguir rodando por el inconmensurable universo. Esta
es una larga historia. Sólo el tiempo es testigo de ella.
2. Entre el Caos y el Amor
En el principio, todo era oscuridad. Erebo, el dios primordial de las
sombras, llenaba todos los rincones del mundo. Sus densas nieblas rodeaban los
bordes del espacio colmando los lugares subterráneos, incluso los remotos y profundos
infiernos que recién se estaban formando. Algunos dicen que esos tenebrosos
parajes nacieron sólo de Caos. Otros, en cambio, afirman que –como del dios
Caos nada podía esperarse- ya que es inerte y sin forma, y estuvo por siglos
lentamente moviéndose, apareció entonces Eros: el dios del amor.
Es por eso que, para algunos, en el principio, en vez del Caos,
existió el amor. En el comienzo, el amor estaba con su fuerza creadora y
aglutinadora, uniendo y mezclando, ensamblando y articulando, combinando y
religando, conjugando y dando formas y figuras a las cosas. Su fuerza de
atracción comenzó a generar vida. Las potencias desorganizadas de los
elementos, quedaron sometidas al poder unitivo del amor.
Por el irresistible impulso de Eros, surgió primero Erebo, las
Tinieblas. Lo único que había sobre el mundo era una gran sombra, densas
nieblas cuyos dominios se extendían en una vasta zona subterránea. Todo era
oscuridad, el dios primordial de las sombras, todo lo rebalsaba.
También de Eros, nació Nix, la diosa primigenia de la noche, la cual
arrastraba las oscuras nieblas de Erebo por los cielos, extendiendo así la
noche sobre el mundo. Erebo y Nix, los hermanos, no tardaron en tener un
amoroso consorcio y originaron a Éter, el Alma del mundo, la luz celeste, el
cielo superior y brillante, el aire puro destinado a los dioses muy distinto al
aire denso de la tierra que respiramos los mortales.
Así, de la Oscuridad y de la Luz, Erebo y Éter, nacieron la Noche y el
Día. Nix tenía como hermana a Hémera, la luz terrestre del luminoso día. Nix,
la diosa primigenia de la noche, arrastraba la oscuridad de Erebo por los
cielos, trayendo la noche al final de cada jornada, mientras que Hémera, las
esparcía, desplegando la luz para un nuevo día.
Hémera, salía del Tártaro –el lugar más profundo del infierno- y Nix
entraba en él. Mientras Hémera, afuera, daba su recorrido por la tierra, Nix
esperaba en la morada hasta que llegase el momento de emprender, una vez más,
su conocido y repetido viaje. Los dos hermanos intercambiaban en el Tártaro sus
encuentros ya que ambos surgían de lo profundo. Siempre pasaban
alternativamente el gran vestíbulo de ese pozo húmedo y frío, hundido en la más
honda y tenebrosa oscuridad. Cuando el Día entraba, la Noche, salía. Siempre
hacían la misma ronda sobre el mundo, marcando la actividad y el descanso.
Establecido el ritmo de la luz, Gea –que algunos también llaman Gaia-
la diosa de la tierra, la base y el cimiento de todo, se replegó sobre sí misma
y -en su propio vientre- comenzó a engendrar sola y así, mientras plácidamente
descansaba y dormía, como si fuera fruto de su sueño, dio a luz a Urano, el
Cielo que la cubrió. Ella le prometió que, cuando él fuera, adulto, sería su
esposo. Se convirtieron en inseparables. Él siempre la protegía y abrazaba.
Ella lo convirtió en la segura y eterna morada celestial para los dioses. Gea,
también hizo sola, las altas montañas y los frondosos bosques.
Urano, desde las elevadas cumbres, derramó una lluvia fecunda en las
hendiduras secretas de la tierra y así nacieron las hierbas, flores y árboles.
También aparecieron los primeros animales. La lluvia hizo, además, que
corrieran ríos y al llenar de agua los lugares huecos, se originaron los lagos
y los mares, todos ellos eran dioses, cada uno con su nombre. Se llamaron
“Titanes” y “Titánidas”, raza de divinidades poderosas que gobernaron en este
primer tiempo del mundo que se llamó la Edad Dorada cuando todo estaba recién
surgido.
Estos primeros dioses precedieron a las deidades del Olimpo que
vinieron después. Fueron doce los Titanes de esta primera generación quienes
estaban liderados por el más joven, Cronos, el mismo quien luego derrocaría a
su padre, Urano, el Cielo, a instancias de su madre, Gea, la Tierra. De estos
Titanes descendieron todos los demás dioses y hombres.
Urano y Gea no tardaron en querer demostrar su poder. Uno, gobernando
arriba y otra, abajo. Gea, por su parte, sacó de sí misma, de sus propias
entrañas, de lo más profundo de sus raíces, una parte subterránea y escondida,
oculta e inferior que se llamó Tártaro. Por su parte, la Noche -por sí sola- ya
había engendrado -de sus propias entrañas- a Tánatos, la Muerte, para que su
silenciosa y sombría presencia estuviera desde el principio y también gestó a
Hipnos, el Sueño, para que éste acompañara a los seres humanos y a otras
divinidades en el descanso.
Por lo tanto, del Caos, surgió Erebo, la Oscuridad, de la Oscuridad,
Éter, la Luz, de los cuales brotaron Nix, la Noche y Hémera, el Día. De la
Tierra, Gea, nacieron los submundos del infierno. Ella se manifestó como la
gran Madre de todo: los dioses celestiales eran descendientes de su unión con
Urano, el Cielo; de su enlace con Ponto, hermano de Urano y antiguo dios del
mar, nacieron todos los otros dioses de las aguas y, por último, la carne de
los mortales fue hecha de las fibras de la misma tierra, del barro primigenio.
Gea contiene el mar y las montañas en su gran pecho. En su interior alberga el
suelo y sus vivientes. Todo lo conocido es su propio cuerpo que se expande.
Urano, el Cielo, poseía una sólida cúpula de bronce, decorada con
estrellas, cuyos bordes descendían sobre los límites de la tierra plana. Urano
era el hijo mayor de Gea, que luego se convirtió en su esposo. Urano y Gea
fueron padres de doce hijos y seis hijas. Gea, luego se rebeló contra su
marido, cuando Urano tomó a sus hijos, los más grandes –los Gigantes- y los
encerró en el interior del vientre de la Tierra. Allí los precipitó, en las
entrañas de su madre. Gea no podía soportar el inmenso dolor que le provocaba
tener a todos sus inmensos hijos, los Gigantes, vivos dentro de su vientre
entonces pidió ayuda a sus otros hijos, los Titanes.
Cuatro de ellos se establecieron como centinelas en los cuatro puntos cardinales, las esquinas del mundo, listos para detener a su padre cuando éste pretendiera descender a la Tierra. El quinto Titán –Cronos- se situó en el centro mismo de la Tierra. Gea, enfurecida y extenuada por la situación, acudió a Cronos, el más astuto, joven y terrible de sus hijos, quien se atrevió a poner fin al reino de Urano.
Cuatro de ellos se establecieron como centinelas en los cuatro puntos cardinales, las esquinas del mundo, listos para detener a su padre cuando éste pretendiera descender a la Tierra. El quinto Titán –Cronos- se situó en el centro mismo de la Tierra. Gea, enfurecida y extenuada por la situación, acudió a Cronos, el más astuto, joven y terrible de sus hijos, quien se atrevió a poner fin al reino de Urano.
Armado con una filosa guadaña, mutiló a su padre mientras sus hermanos
lo mantenían firme, sujetándolo. Urano, el dios del cielo, cayó bañado en
sangre a la tierra. Gea, con esa corriente roja derramada, dio origen a las Erinias,
las diosas de la venganza que persiguen a los culpables. Ellas liberaron y
vengaron a los Gigantes encerrados.
Después de su caída, Urano –enojado, mutilado y humillado- profetizó,
implacable, una nueva Era sobre el mundo cuyo inicio coincidía con la caída de
los poderosos Titanes.
3. Las Edades del mundo
Al reino de Urano, le sucedió el de Cronos. Gea y sus descendientes
dieron a luz a muchas otras divinidades de las fuerzas naturales que existen en
el mundo. Cronos se unió a su hermana Rea y engendró a la diosa Hera, al dios
Hades de los infiernos, al dios Poseidón de los océanos y terremotos y al dios
Zeus, que a pesar de ser el último hijo, estuvo señalado por el destino para
ser el principal rey de todos los dioses y los seres humanos.
Cronos, sabiendo que él había destronado a su padre y destruido el
poder de Urano, vivía temeroso de que sus hijos pudieran amenazar igualmente su
reino. Por eso, no se le ocurrió mejor idea que ir devorando a sus hijos en la
medida en que éstos nacían.
Desde entonces se lo recuerda identificándolo con el paso del tiempo
que nunca se detiene y todo traga y gasta, más rápida o más lentamente; lo
iguala como si fuera una lima. Lo esculpe, erosiona y deteriora.
Rea logró salvar a su último hijo, Zeus, cuando iba a ser engullido.
Le presentó a Cronos una gran piedra envuelta en pañales, preservando así al
pequeño. Una vez que Zeus creció, ya adulto, buscó a su padre. Cronos recibió
de Hera un brebaje para que vomitara a sus hijos que aún vivían y crecían en el
vientre de su esposo. Zeus entonces enfrentó a Cronos, lo expulsó,
desterrándolo y lo arrojó a la región que se extiende debajo de la tierra y de
los mares. Así se cumplió con Cronos lo mismo que él había hecho con su padre
Urano. El tiempo también recibe su propia venganza.
Zeus victorioso y aclamado, eligió como morada la montaña más alta, el
monte Olimpo. Allí inició su reinado. Tomó por esposa a su hermana Hera y
comenzaron una nueva Era, en una corte espléndida en la cual vivieron con sus
otros hermanos rescatados y con numerosos dioses que fueron engendrando.
Después de un tiempo de paz, empezaron a aparecer los rivales. Siempre
el exceso de poder origina contiendas. Así sucedió en los comienzos del mundo y
sucede hoy. La rivalidad a Zeus fue declarada por los Titanes, los cuales
habitan en otro monte. También ellos eran hijos de Urano y Gea, el Cielo y la
Tierra.
Los Titanes trataron de escalar y de ocupar el monte Olimpo pero no
pudieron resistir el embate de Zeus y de sus rayos, con cuales los arrojó a los
abismos del Tártaro donde -una cantidad de enormes piedras- aseguraban que
jamás pudieran salir.
Zeus triunfó también con adversarios como Tifón, el dios de los
huracanes y otros hijos de Gea y Urano -los Gigantes- que fueron encadenados
bajo los suelos donde no cesan de agitarse, provocando los numerosos temblores
de la tierra, las fumarolas y las columnas de cenizas que salen de los
volcanes.
Aquietadas las primeras rebeliones, Zeus mandó a modelar -con arcilla
de la tierra- la figura de Pandora, la primera mujer, la cual fue entregada al
dios Epimeteo y de cuya unión nació el género humano.
La primera generación de los seres humanos, al igual que los dioses,
vivió una Edad de Oro, en que todos –inmortales y mortales- convivieron
armónicamente. Los seres humanos no tenían ansiedades, fatigas, dolores, ni
enfermedades. Conservaban el vigor de sus cuerpos sin los achaques de la vejez
y disponían de abundantes alimentos ofrecidos, espontáneamente, por la tierra.
Gozaban de completa felicidad y si bien eran mortales -al contrario de los
dioses- la muerte, cuando llegaba, les sobrevenía como un sueño suave y
placentero, un manso descanso sin angustia alguna. Incluso, los primeros que
murieron, fueron convertidos -por Zeus- en espíritus benéficos que cuidaban de los
vivos.
La segunda generación humana vivió en la llamada Edad de Plata. Fueron
seres inferiores a los primeros. Eran mediocres, inmaduros y superficiales. Fue
entonces cuando el Titán Prometeo al ver a los seres humanos en su
adormecimiento y en una falta de impulso por la vida, le robó a Zeus el fuego
que estaba reservado exclusivamente a los inmortales y lo entregó a los seres
humanos, así éstos abandonaron su perezosa quietud y comenzaron a trabajar
fundiendo y forjando los metales, iniciando así un camino de superación y
progreso.
Luego sucedió la violenta Edad del Bronce, en la cual los mortales
inventaron las armas y se enfrentaron entre ellos, dividiéndose y dando
libertad a sus impulsos más agresivos y violentos. Fue un tiempo de luchas y
sangre. Se olvidaron de los dioses, los dejaron de lado. Se creyeron dueños del
mundo y no se preocuparon de rendir honores, tributos y sacrificios a los
dioses. Casi se olvidaron de su origen divino. Sólo les importaba el poder y
pelear entre ellos para ver quién prevalecía.
Fue entonces cuando Zeus castigó a Prometeo encadenándolo en una
montaña para que un águila se comiera todos los días su hígado, el cual se
reengendraba. El águila volvía, una y otra vez a perpetuar un castigo que nunca
terminaba. También fue en esta Era cuando Zeus desencadenó sobre la humanidad
las aguas del Diluvio. Todos los seres humanos perecieron, excepto el hijo de
Prometeo y su esposa, quienes -cuando las aguas se retiraron- obtuvieron el
perdón de Zeus mediante sacrificios y así volvió a resurgir la raza humana.
A ese tiempo le siguió la dura Edad del Hierro, en la que aún nos
encontramos. Aunque todavía los seres humanos contamos con la llama divina que
nos dio Prometeo, todavía –de vez en cuando- nos olvidamos que tenemos esa
chispa de los dioses entre nosotros eclipsándola bastante.
Aún está vigente para nuestro tiempo el oráculo el cual anuncia que -superando las adversidades y crisis actuales- algún día los seres humanos volveremos a reunirnos con los dioses y resurgirá entonces, por siempre, una nueva e interminable Edad de Oro, aún mucho más esplendorosa que la primera, aquella de los comienzos del mundo. Toda nuestra esperanza está centrada en el regreso de ese tiempo prometido: un tiempo pleno, sin ocaso alguno.
Esta es historia de los orígenes de los dioses y de los seres humanos y de las edades del mundo hasta el día de hoy. Esta es la memoria que los primeros dioses le han legado a la humanidad. Aunque muchos seres humanos no lo sepamos o lo hayamos olvidado, somos en el universo los únicos portadores de esa llama divina que aún reluce en nosotros, a pesar de todo. La misma que puede convertirse en un gran fuego que todo lo ilumine y purifique. Ése es el único legado que nos recuerda nuestro linaje emparentado con lo divino.
Aún está vigente para nuestro tiempo el oráculo el cual anuncia que -superando las adversidades y crisis actuales- algún día los seres humanos volveremos a reunirnos con los dioses y resurgirá entonces, por siempre, una nueva e interminable Edad de Oro, aún mucho más esplendorosa que la primera, aquella de los comienzos del mundo. Toda nuestra esperanza está centrada en el regreso de ese tiempo prometido: un tiempo pleno, sin ocaso alguno.
Esta es historia de los orígenes de los dioses y de los seres humanos y de las edades del mundo hasta el día de hoy. Esta es la memoria que los primeros dioses le han legado a la humanidad. Aunque muchos seres humanos no lo sepamos o lo hayamos olvidado, somos en el universo los únicos portadores de esa llama divina que aún reluce en nosotros, a pesar de todo. La misma que puede convertirse en un gran fuego que todo lo ilumine y purifique. Ése es el único legado que nos recuerda nuestro linaje emparentado con lo divino.
4. Dos miradas sobre el origen del mundo
Hemos compartido el relato de la creación del mundo y de las edades de
la humanidad que nos ha trasmitido la mitología griega. En verdad, no es
propiamente una narración sobre la creación, ya que este concepto era
totalmente desconocido en esta tradición. La creación es una noción original y
singular del pensamiento judeo-cristiano que nos ha llegado por la fe en la
revelación transmitida a través de la Palabra de Dios, la Biblia.
El pensamiento griego, no concibió estrictamente el concepto de
“creación”. Cuando en la Antigüedad se hablaba del “origen del mundo” que no
hay que identificarlo, sin más, con la creación. Son dos conceptos distintos.
La mitología afirma que de la pre-existencia de algunos dioses primordiales, de
los cuales no se sabe el origen -si es que tuvieron alguno- nacieron los otros
dioses, los humanos, los demás seres y el mundo entero.
No se habla específicamente de “creación”. Lo que aconteció fue –algo
así- como una “transformación”. La primigenia divinidad existente, mutó. Se
desplegó a sí misma y -de su propia expansión- se originaron los otros dioses y
seres. Esa “metamorfosis” se produjo por el encuentro de Caos y Eros, el
Desorden y el Amor. Fue una transformación de la materia pre-existente de los
dioses y de las energías primordiales. Un “reciclaje” de lo que ya existía de
manera indeterminada.
Lo que siempre, eternamente, pre-existió fue el Caos. En el origen de
todo, no conciben la “nada”, tal como afirma el pensamiento judeo-cristiano: la
Creación fue realizada por de Dios a partir de la nada. Así empieza la Biblia
con los relatos del Libro del Génesis: Dios lo quiso, lo dijo y lo hizo todo.
Previamente no existió nada y de la nada todo fue hecho, sólo por Dios.
En los griegos esta “nada inicial” nunca fue concebida. Ni si quiera
se les ocurrió. Nunca la pensaron como una posibilidad. Para ellos, desde
siempre el mundo estuvo ahí y desde siempre, incluso antes de todos los seres,
sólo existía Caos, el dios del cual procedieron los demás dioses y los otros
seres.
Este primer dios era casi indeterminado, difuso y poco personificado.
Incluso hay quienes dudaban de asignarle un género, ya sea masculino o
femenino, ya que fue capaz de generar otros dioses sólo a partir de sí mismo,
como desdoblándose, sin ninguna otra cooperación, ni uniéndose a nadie.
Esto nos da la pauta que, quizás el pensamiento griego haya
contemplado que el mundo humano y la sociedad siempre ha tenido algo de caótico
y ese desorden lo han proyectado hacia el origen del mundo, como un caos
inicial e inmenso del cual todo surgió, dándole así, al origen y a todo cuando
se desplegó, un carácter divino. Para la mitología, casi todo es divino: el
mundo, los seres que lo habitan y los mismos humanos derivan de los dioses. Hay
algo divino en todo. Los seres que la Biblia considera “creaturas”, la
mitología griega los considera seres divinos.
Para el pensamiento bíblico no existió ningún caos inicial –lo cual no
significa que ya algo o alguien existían- sino que, en el principio, estaba
eternamente sólo Dios. Lo cual implica que todo lo demás, no existía. Aquí
surge el concepto de “nada”.
El pensamiento y el lenguaje le dan un cierto estatuto a la nada
porque, en verdad, la nada no existe. Sólo concebimos la nada a partir de la
negación del ser, de aquello que es. Este concepto de nada nunca fue utilizado
en los relatos del origen del mundo tal como hemos visto en la mitología
griega. En verdad, más que ser un relato del comienzo del mundo es, más bien,
una narración sobre la preexistencia de los dioses primordiales. De esas
divinidades originales, surgió todo lo demás.
A la fuerza desintegradora del Caos se contrapuso -como en un
equilibrio de fuerzas- el impulso armonioso, unitivo y conglomerante de Eros,
el dios del amor, el que conexa los elementos divinos disgregados. En ese
origen, se da un juego de ponderación entre una divinidad que actúa como
ruptura y otra que funciona como nexo y unión. Estas dos fuerzas permanecerán
siempre en el interior dual de todos los dioses e incluso de todos los seres
que, de ellos, nacen, incluidos los seres humanos, los más ambiguos de todos.
La mitología griega -a pesar de esta ambivalencia constitutiva de los
seres- también les atribuye características divinas. Para el pensamiento hebreo
y cristiano, los seres del mundo no son dioses sino “creaturas”. Hay una
diferencia entre afirmar la “divinidad” y la “sacralidad” de la creación.
Nosotros creemos que la creación es sagrada pero no divina. La creación es un
templo natural, hermoso y majestuoso, de fuerzas de vida y de muerte, de
impulsos –incluso- terribles y catastróficos, sin embargo, no es una divinidad.
Tenemos que respetar y cuidar la creación aunque eso no significa endiosarla o
adorarla.
La mitología griega al afirmar la intervención del Caos y del Amor, en
el origen de todo, tiene una visión más “ética” que “metafísica” de la
creación. La mitología habla de aquello que los dioses hicieron cuando se
juntaron, se separaron, se pelearon por el poder, engendraron hijos, uno fue
más fuerte que los otros, hubo vencedores y vencidos. Enfoca todos los hechos
del mundo como si relatara un drama de pasiones a partir de las acciones de los
dioses. Todo es consecuencia de los actos divinos.
En cambio, la perspectiva bíblica, tal como dice el Segundo Libro de
los Macabeos -en el Antiguo Testamento- todo surgió de la nada. Dice el texto:
“mira el cielo y la tierra. Fíjate en todo lo que contienen y verás que Dios lo
creó todo de la nada y el mismo origen tiene el hombre” (7,28-29). Este
fragmento nos hace ver que el enfoque de la creación es a partir de los seres
(“mira el cielo y la tierra”) considerando su origen a partir de la nada. Lo
dice con una afirmación rotunda y explícita: “Dios lo creó todo de la nada y el
mismo origen tiene el hombre”. Este horizonte es lo que se llama “metafísica”:
el planteo a partir del ser, no de los actos libres como lo hace la ética,
desde el “hacer”.
Las dos visiones –la griega y la bíblica- tienen su belleza y su
límite. Ambas son relatos mitológicos, incluso el de la Biblia, no porque no se
hable de algo real sino porque lo hace desde la categoría del mito, desde un
lenguaje que no es científico sino utilizando metáforas, simbolismos y
arquetipos.
En la mitología griega hay un comienzo dado por el encuentro entre Caos
y Eros. En la Biblia, hay un origen de los seres a partir de la nada, surgiendo
del querer de la voluntad divina, expresada a través de la Palabra y el obrar
de un único y verdadero Dios.
En la historia contada por la mitología griega no existe una noción
básica que, en el relato del Libro del Génesis, constituye una de los temas
claves del drama de la primera pareja: el concepto de tentación y pecado.
Ciertamente estas ideas se sostienen en la noción de libertad. El libre
albedrío humano en la mitología griega, en cambio, está determinado por la
inflexibilidad del destino predestinado por los dioses. Nada, ni nadie, puede
cambiarlo.
La noción de pecado en la mitología tampoco está desarrollada. Sí
aparece, en cambio, la caída, la culpa, el remordimiento, el arrepentimiento,
la humillación, el castigo, la purificación y el rescate. El concepto teológico
y ético de pecado no está presente tal como lo concibe la mentalidad bíblica.
En la mitología griega, el mal y sus consecuencias se ven como un dato
de la realidad tanto por parte de los dioses como de los seres humanos y el
mundo. Los dioses tienen las mismas pasiones y ambiciones que los mortales y, a
menudo, también se equivocan y sufren. No aparece un “pecado de los orígenes”
como cuenta la Biblia en el relato de la creación: la tentación, la caída, el
destierro de la primera pareja humana y la promesa de un futuro rescate.
Después del pecado se verifica un cambio de estado en las condiciones de la
pareja y del mundo que los rodea. Se pasa de una situación idílica y
paradisíaca a condiciones desgraciadas y mortales.
La creación y el pecado no sólo aparecen en el Antiguo Testamento.
También en el Nuevo se presentan estos misterios en referencia a Jesús. En el
prólogo del Evangelio de Juan se dice que “Cuando Dios creó todas las cosas,
allí estaba la Palabra. Todo fue creado por ella y sin ella nada se hizo” (Jn
1,2-3). El comienzo del Evangelio es de la misma manera que el inicio del Libro
del Génesis, inaugurando el relato de la creación.
El Antiguo Testamento dice: “en el principio, Dios creó el cielo y la
tierra (Gn 1,1) y el Nuevo Testamento afirma “en el principio, existía la
Palabra (Jn 1,1). La expresión “en el principio” del Libro del Génesis alude al
comienzo de los seres en la creación, empezando por el cielo y la tierra; en
cambio, la expresión “en el principio” del Evangelio de Juan, hace referencia a
la eternidad de Dios, en la cual estaba sólo Dios y su Palabra. El Libro del
Génesis señala la creación. El Evangelio de Juan indica a Dios. El primero
narra el misterio del comienzo de los seres en el tiempo y la inmanencia de la
creatura. El último señala la eternidad y la trascendencia de Dios.
No sólo el Cuarto Evangelio vincula al Hijo de Dios -que le da el
título de “Palabra”- con la creación sino que además, en las Cartas de San
Pablo, también existe esta relación. El Apóstol afirma que el Hijo “es la
imagen del Dios invisible y por medio de Él fueron creadas todas las cosas,
terrestres y celestes, visibles e invisibles. Todo fue creado por Él y para Él.
Él es anterior a todo y todo se mantiene en Él. Él es el principio, el
Primogénito de entre los muertos. Es el primero en todo”. (Col 1,15-18)
La creación que en el Antiguo Testamento tenía por Autor sólo a Dios,
en el Nuevo Testamento, también está vinculada a Jesús y no sólo eso, sino que
toda la creación lo tiene a Él por origen y finalidad. Ha sido hecha por Él y
para Él. El Hijo de Dios es tan Autor -como el mismo Dios- del misterio de la
creación o, mejor dicho, porque es también Dios, el Hijo realiza la creación y
le está destinada.
En la Carta a los Romanos, el Apóstol San Pablo une la creación con la
redención. Dice el texto: “la creación entera sufre dolores de parto y guarda
la esperanza de compartir la maravillosa libertad de los hijos de Dios”
(8,21-22). La creación -aunque también está afectada por el pecado del ser
humano- conserva el anhelo de liberarse y gozar de los beneficios de la
redención. Después del pecado original, la redención es una gracia que nos
devuelve, de forma -aún más abundante- la gracia original, a la cual la muerte
y resurrección de Jesús han superado. La gracia ahora es mayor de la se gozaba
en el Paraíso ya que en el Edén, Dios no estaba hecho hombre como aconteció con
la aparición del Hijo de Dios encarnado.
Para la Biblia, por lo tanto, el relato de la creación está cimentado
en las nociones de un solo Dios Creador que hace todo de la nada, sus creaturas
son sagradas pero no divinas, sobre todo el ser humano, el cual -en los
comienzos- gozó de la gracia de Dios que luego perdió. En los orígenes, hay una
tentación y una caída en el pecado por el cual entraron todos los males en el
mundo y se expulsó a la primera pareja del Paraíso. Antes del destierro, se les
otorgó una promesa que, desde el Nuevo Testamento, se entiende como un
ofrecimiento de redención, la cual -sólo con la venida de Jesús- se cumple y
plenifica, volviendo los seres humanos y la creación entera a su estado de
gracia, aún mucho más plena, que en el estado original.
La mitología griega, en cambio, alude a un comienzo de los dioses, de
los seres humanos y las cosas sin que, necesariamente, haya una estricta
creación a partir de la nada. Es, más bien, una transformación que se da por la
pulsión de las fuerzas preexistentes en un equilibrio que, por momentos, es
quietud y, en otros, resulta combate, entre del desorden y del orden, la unión
y la separación, la cercanía y la distancia. Todo es una dimanación de las
personificaciones divinas. Todos los seres tienen algo de divino: el cielo, la
tierra, la noche y el día, la oscuridad y la luz son todos dioses que, a su
vez, engendran hijos y pueblan el mundo de seres.
No existe en la mitología un planteo del tema del pecado -para que
exista una clara noción de pecado tiene que haber una definida idea de libertad
personal y de un Dios personal- solamente hay una lucha de rivalidad y poder en
la que desencadenan todas las pasiones divinas y humanas, determinando las
distintas etapas de la humanidad en el mundo, las diversas Eras. El relato del
mito queda abierto a una promesa final de reconquistar el ideal del comienzo,
el retorno a una nueva y definitiva Edad Dorada.
Para la mitología griega, el mundo es una mezcla de Caos y Eros.
El arquetipo de Caos ejerce su influencia en nosotros cuando estamos indecisos,
dubitativos, desordenados, cuando todo a nuestro alrededor resulta una
confusión, desconcierto y desarreglo, cuando se quiere la ruptura, la distancia
y la separación. Su lado luminoso se manifiesta en la capacidad de adaptación y
supervivencia y en la tremenda potencialidad que tiene para sacar -de sí- todas
las reservas posibles, convirtiéndose y reciclándose siempre en algo distinto,
buscando formas nuevas y amoldándose a situaciones diversas.
El arquetipo de Eros, en cambio, lo sentimos en todos los movimientos
de amor, impulso pasional, ardiente pasión, sensualidad, cariño y ternura.
Cuando se anhela la unión, la integración, la mutua complementación, la
cercanía y la fusión está actuando su lado luminoso. Su lado sombrío se
manifiesta en la dependencia afectiva, en los celos, en las dudas y sospechas,
en la sobreprotección y en los permanentes reclamos de atención y demandas.
Caos y Eros, como todos los arquetipos, son ambivalentes. Ambos han
intervenido en el comienzo del mundo y siguen actuando hoy en la búsqueda por
reconquistar el perfecto momento original. Las “Edades Doradas” y los “Paraísos
Perdidos” constituyen esa nostalgia primera que siempre inunda al corazón
humano y que, muchas veces, de manera inconsciente, se presenta como un suspiro
de eternidad, un anhelo infinito de ardiente sed de Dios.
¡Cuántas veces admiramos la belleza de la creación y nos quedamos
embelesados de sus maravillas, las inmensas y las pequeñas, las que surgen ante
nuestros ojos muy pocas veces y aquellas que son cotidianas!: la fragilidad de
las formas y los tenues colores del amanecer; la serena despedida del sol
hundiéndose en el horizonte que dibuja el mar; la inmensidad de una noche
estrellada en pleno campo; las caprichosas siluetas de las galaxias en el sideral
universo exterior…
Cada vez que el ser humano se siente minúsculo y, a la vez, señor al cual se le ha confiado el cuidado y la administración del medio ambiente y de las reservas del mundo, estamos planteándonos, aunque no nos demos cuenta, la cuestión del origen y de la finalidad, la pregunta por el sentido de la creación y de nuestro lugar en el mundo. Aunque no siempre seamos conscientes de eso, estamos haciendo la pregunta y buscando la respuesta que -tanto la mitología griega como la Biblia- han hacho durante siglos.
Cada vez que el ser humano se siente minúsculo y, a la vez, señor al cual se le ha confiado el cuidado y la administración del medio ambiente y de las reservas del mundo, estamos planteándonos, aunque no nos demos cuenta, la cuestión del origen y de la finalidad, la pregunta por el sentido de la creación y de nuestro lugar en el mundo. Aunque no siempre seamos conscientes de eso, estamos haciendo la pregunta y buscando la respuesta que -tanto la mitología griega como la Biblia- han hacho durante siglos.
Ciertamente es un enigma y un misterio que siempre nos cautivará.
Preguntarnos de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, cómo salió toda esa
inmensidad que nos rodea. Estos perennes interrogantes constituyen también una
pregunta sobre nosotros mismos y nuestra identidad, la cual forma parte de este
hermoso y frágil mundo en el cual estamos.
Todas estas preguntas permanentes y todas estas incipientes respuestas
que hemos logrado, con mucho esfuerzo poder dar, son caminos que seguiremos
transitando mientras estemos habitando este lugar que nos han prestado. No
somos dueños. Somos simplemente depositarios, guardianes, custodios,
protectores y cuidadores. El mundo -comprendido por los antiguos griegos o
explicado por la Biblia- ya sea nacido de los dioses primordiales o surgido de
la nada, nos seguirá inquietando e indagando.
Arquetipos, los mitos de ayer siguen vivos hoy.