sábado, 12 de mayo de 2012

Misterios de transformación

“Madre de las profetisas, muy amada Baucis”.
“‘¿Qué dices?’ susurré’. ‘Tus palabras mueven mis labios, de mis oídos
suena tu voz, mis ojos te ven desde dentro de mí. En verdad, ¡eres una
sacerdotisa! ¿Saliste del círculo de la oscilación? ¡Qué confusión! ¿Eres yo
y yo soy tú? (...) ¿Qué hiciste madre? ¡Enséñame!’”

La gran madre. Erich Neumann
Una fenomenología de las creaciones femeninas de lo inconsciente


LOS MISTERIOS DE TRANSFORMACIÓN
 “Lo «maternal»: por antonomasia, la mágica autoridad de lo femenino; la sabiduría y la altura espiritual más allá del intelecto; lo bondadoso, protector, sustentador, lo que da crecimiento, fertilidad y alimento; el lugar de la transformación mágica, del renacer; el instinto o impulso que ayuda; lo secreto, escondido, lo tenebroso, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo angustioso e inevitable.”
C. G. Jung. Los arquetipos y lo inconsciente colectivo (p.7)

Los misterios de transformación del Gran Femenino son procesos en los que un elemento material o natural constituye la base del acontecer, el cual no sólo conduce a una alteración cuantitativa de la substancia material, sino también a su transformación cualitativa, en la que se obtiene un elemento nuevo y e orden superior que hace aparición ligado al símbolo del “espíritu” [1]
Como hemos expuesto, la ecuación recipiente = cuerpo = mujer = mundo describe la experiencia que el matriarcado tiene de su propia realidad. El fenómeno mistérico de la trasformación que culmina en la aparición del “espíritu” es también producto de este Gran Círculo como su esencia luminosa, su fruto y su hijo. La espiritualidad matriarcal, en efecto, no reniega de su origen en la tierra materna en la que hunde sus raíces y de la que procede. Lo espiritual no hace aparición aquí, como en la concepción apolíneo-solar patriarcal, como un “ser en sí”, como existencia pura, en absoluta eternidad, sino que conserva una cualidad “filial”, comprendiéndose como algo que nace históricamente, como una criatura, y no trascendiendo por ello su vinculación con la tierra y con la madre.
Por este motivo, el símbolo predilecto del espíritu en el ámbito matriarcal es la luna en su pertenencia a la noche y a la Gran Madre del firmamento nocturno. La luna forma parte de la noche como su dimensión luminosa, ella es su fruto y sublimación como luz, como expresión de su naturaleza esencialmente espiritual [2].
Día y noche pasan por ser frutos del Gran Femenino, que como noche oscura y aurora es la madre de la dimensión luminosa. Así, en Egipto el signo para el día y para el sol es el mismo, pero el cálculo de las horas se efectúa según las estrellas, y el de los meses según la luna[3], es decir, el tiempo, como aquello que comprende el día y la noche, no es referido al sol. Pero aunque día y sol sean en el ámbito matriarcal la antítesis de la noche, ellos no representan la dimensión espiritual de la oscuridad. El Gran Círculo comprende claridad y oscuridad, día y noche o, por decirlo más propiamente, noche y día, pero la prioridad se atribuye a la noche, como mostró convincentemente Bachofen. La mitología lunar parece haber antecedido a la solar en todo el mundo. Por otro lado, sin embargo, sabemos también que en la psique humana la aprehensión de la totalidad precedió originalmente en todos los casos a la experiencia de los detalles. Así es como se explica la afirmación preussiana de que “la aprehensión de los firmamentos diurno y nocturno como un todo es anterior a la de los astros, pues el todo fue concedido como un ser uniforme y la representación religiosa ligada a los astros confundió a menudo a éstos con el conjunto del cielo, es decir, no pudo liberarse nunca de la aprehensión global” [4]
Así pues, la totalidad del firmamento diurno es concebida originalmente como lo primario, como lo que alberga al sol en su seno como una parte de él. También en este caso tenemos la obligación de liberarnos de la noción científica y en modo alguno evidente de nuestra consciencia, según la cual el día y la claridad diurna se “deberían” al sol. Esta afirmación se halla en manifiesta contradicción con la experiencia ingenua de los sentidos de que, aún con el cielo cubierto de nubes, sigue habiendo claridad. El sol es originalmente un cuerpo luminoso del claro firmamento diurno en el mismo sentido en que la luna es un cuerpo luminoso del oscuro firmamento nocturno.  Ésta es la razón de que para el primitivo no existan ni el sol ni la luna. Así como el hombre conoce una luna nueva, una luna llena, una luna agonizante y una luna muerta, así también se refiere él al sol matinal de oriente, al sol cenital del mediodía y al sol vespertino de occidente como a individualidades distintas. Pero la luminosidad de la luna y del cielo estrellado son, en virtud de su contradictoria naturaleza con respecto a la oscuridad, mucho más impresionantes que la claridad diurna o que el sol, y por este motivo la experiencia de la luna incluye siempre la totalidad del trasfondo del que ella emerge. De este modo, como la llama es el fruto luminoso de la antorcha, o como el fruto de variados colores es el hijo luminoso de la semilla que germina en la oscuridad de la tierra, la luna es el fruto luminoso de la noche y del árbol nocturno.
Arquetípicamente los cuerpos luminosos son siempre un símbolo de la dimensión consciente y espiritual de la psique humana. Por ello, su puesto en las mitologías, religiones y ritos mantiene siempre una relación característica con las constelaciones psíquicas reinantes en el grupo que ha proyectado en el cielo esas mitologías, etc., desde su inconsciente. En aras de la sencillez, nosotros hablamos a este respecto de una correlación del sol con la consciencia patriarcal, y de la luna con la conciencia matriarcal.
La dimensión espiritual-lunar del matriarcado no es el “espíritu inmaterial e invisible” del que se gloría el patriarcado: “mientras que la femineidad, en virtud de su naturaleza, es incapaz de abandonar la materialidad, el varón es alejado por completo de ella y exaltado a la inmaterialidad de la luz solar”[5]
A partir de esta tesis patriarcal, que dice así: “la victoria del varón descansa en el principio espiritual” [6], la luna es “solamente” anímica, “nada más que” la forma más elevada de una evolución ctónico-material contradictoria con una “espiritualidad pura”, que en su forma apolíneo-platónica y judeo-cristiana ha conducido al desatado bizantinismo conceptual de la consciencia moderna. Sin embargo, esta consciencia moderna es una amenza para la existencia de la humanidad occidental, por haber conducido la unilateralidad de la evolución masculina al sacrificio del hombre global en aras de una consciencia hipertrofiada. Ésta es la razón de que los conocimientos destilados por la consciencia colectiva abstractizante de la humanidad se hallen en manos de representantes terrenales de la masculinidad, que, no siendo otra cosas que seres humanos, no parece que puedan ser en absoluto los más aptos para encarnar al “principio solar puro e incorpóreo”. Por lo demás, es igual de simplificador pretender, ahora a la inversa, que la dimensión luminosa y la sabiduría propias del Gran Femenino serían “meramente anímicas”.
La consciencia patriarcal parte del supuesto de que el espíritu constituye un principio eterno y a priori, el dato o substrato previo a todo lo demás. A este respecto Bachofen, tras haber expuesto la evolución en tres etapas desde lo material-ctónico- telúrico a lo espiritual-solar, pasando por lo anímico-lunar, afirma: “Ahora es cuando la tercera etapa puede ser concebida como la primera original.  que llegó en último lugar a la consciencia se convierte entonces en lo primero, el sol en el poder originario del que, por sucesiva emanación, surgen los otros dos estadios menos evolucionados”. Se cumple así lo que Aristóteles[7] elevara a la categoría de ley de todo desarrollo. Lo que llega a ser en último lugar nunca aparece como lo último, sino, antes bien, a la inversa, como lo primero y original. “Porque lo que en el devenir es posteriores por naturaleza lo primero, y lo último en surgir lo primero en hacerlo”[8]
Lo que aquí nos interesa no es la discusión filosófica de esta afirmación, sino su base psicológica. Partiendo del producto final del proceso evolutivo, la consciencia con la que se identifica lo masculino, se llega a la negación de su principio genético, que no es otro que el principio básico del mundo matriarcal. Mitológicamente esta negación equivale a un matricidio, en el que el matricida –el hijo- se ha identificado con su padre y, tras reconstruir los hechos patriarcalmente, hace de sí mismo el principio del que lo femenino tiene ahora, como Eva de la costilla de Adán, espiritual y antinaturalmente que originarse.
La necesidad y relativa legitimidad interna de este punto de vista para la consciencia, y sobre todo para una consciencia masculina, no es cosa que tenga que discutirse[9], pero en su radical unilateralidad este punto de vista sólo resulta inteligible teniendo a la vez presente el principio absolutamente opuesto, pero tan necesario y legítimo como el, del mundo matriarcal.
En este mundo matriarcal el mundo espiritual de la luna, en consonancia con el simbolismo fundamental del Gran Femenino, aparece como un nacimiento, y todavía más concretamente como un renacimiento. En todos los casos en que tropezamos con el símbolo del renacimiento, incluidos aquéllos en los que la consciencia patriarcal ha enmascarado su simbolismo e interpretación, estamos en presencia de un misterio matriarcal de transformación.
El simbolismo de la trasformación se vuelve sacro siempre que el proceso de transformación puramente natural ve agregarse a él una intervención humana que trasciende la esfera propiamente natural del cambio, introduciendo así en este proceso un elemento nuevo, la actividad de la personalidad humana, que viene a añadirse a los únicos hasta ahora activos en él, es decir, la naturaleza o lo inconsciente.
Aunque la forma más elevada de esta trasformación natural amplificada estaría constituida por el proceso de integración de la personalidad humana creadora, a este contexto pertenecen también manifestaciones más fragmentarias de los procesos culturales de transformación. Este tipo de procesos están representados por los misterios originarios de o femenino, que para nosotros se sitúan en los albores de la cultura humana. En todas las modalidades de misterios de esta clase, como la preparación de alimentos y bebidas, la confección de vestidos, recipientes, de la casa, etc., materias primas y realidades alteradas naturalmente son llevadas a una forma superior de transformación gracias a la intervención humana.
Originalmente, en efecto, una “transformación” de esta naturaleza no es jamás un proceso “técnico”, como cree nuestra consciencia secularizada, sino un misterio. Por ello, el simbolismo asociado a estos misterios originarios posee en todos los casos un carácter espiritual que trasciende lo meramente real.
Así, la primera serie de transformaciones progresa del fruto al jugo, y de éste, a través del proceso de fermentación, a las bebidas alcohólicas, cuyo carácter espiritual-lunar hace acto de presencia en el elixir de la inmortalidad del soma, el néctar, el aguamiel, etc. La segunda serie asciende igualmente desde el reino natural de las plantas hasta la esencia de los venenos y de la medicina, en la que prevalece la dimensión espiritual de la creación y que de nuevo está gobernada por la luna y en última instancia por la Gran Madre. Como remedios, las medicinas, al igual que los venenos, son contenidos numinosos conquistados y puestos en conocimiento del aprendiz profano de forma misteriosa. Los transmisores y administradores de esta dimensión del Gran Femenino –originalmente casi siempre mujeres- son figuras sagradas, sacerdotisas.
El carácter transformador espiritual es evidentísimo en las bebidas alcohólicas, los venenos y las medicina. El sentimiento que la humanidad tiene de que su naturaleza cambia al ingerir este tipo de substancias, se cuenta entre sus experiencias más hondas. Pero una trasformación de este tipo no se vive en toda la plenitud de su sentido si no es experimentándola como algo espiritual en lugar de físico. Enfermedad e intoxicación, embriaguez y curación, son procesos anímicos que los seres humanos han relacionado en todas partes con un principio motor espiritual invisible, cuya intervención es causa de una trasformación de la personalidad.
Son precisamente las experiencias cotidianas del hambre y la satisfacción del apetito, de la sed y su apagamiento, del alivio y el goce, y no las experiencias excepcionales procuradas por bebidas alcohólicas, venenos y medicinas, las que constituyen la base de la experiencia mistérica de transformación por el alimento que subyace a todos estos fenómenos. La alteración del estado natural de los alimentos mediante el fuego y los procesos correspondientes, hervir, hornear y asar, se inscribe también dentro de este contexto. Todos ellos son conquistas culturales decisivas de la humanidad, más aún, ellos fueron los que convirtieron propiamente al hombre en un ser cultural.
Pero una vez más esta evolución cultural es puesta en marcha por misterios que forman parte de los dominios secretos de lo femenino. Lo llamativo y característico de los misterios matriarcales de transformación es su permanecer en todo momento “incorporados”, vinculados siempre en cierta manera a una substancia material. Esta substancia es sin duda en dicha transformación una substancia refinadísima, sublimada y esencial, pero incluso habiéndose convertido en “quintaesencia”, nunca trasciende la esfera de los dominios del Gran Femenino.
Donde esta transformación de la materia se manifiesta con más claridad es en la transformación alquímica de la personalidad humana. Pero antes de hacer ella aparición en los misterios como una experiencia anímica y personal, es vivida en su proyección en la naturaleza animada. Éste es el motivo de que una gran cantidad de símbolos de la trasformación espiritual del reino natural estén compuestos por símbolos mistéricos. Así, la hierba es sublimada en el grano y luego transformada en el pan y en la hostia, y la madera en llama y en luz. La flor se convierte en corona y mandala, y como el árbol, la roca, el oído, el costado y la piel, en el lugar de un nacimiento “superior” y espiritual. Y el recipiente en el que tiene lugar este nacimiento adopta la figura de un recipiente mágico o de un recipiente de transformación, como la pila bautismal, el Grial y, por último, la retorta alquímica.
La relación con el simbolismo somático y del recipiente propios del Gran Femenino la conservan incluso los símbolos más abstractos del dominio matriarcal. La sabiduría se convierte en leche de la sabiduría; sigue siendo, de este modo, un alimento y preserva no sólo su carácter transformador –símbolo en este caso de una transformación por la leche y por la sangre-, sino también su vinculación con el nacimiento creador por obra del Gran Femenino. El elixir de la vida mantiene igualmente su carácter de símbolo natural, y el “sumo bien” adopta para manifestarse los símbolos de la planta o del fruto de la inmortalidad, del licor o del agua de vida, de la gema o de la perla, de la flor o de la pepita.
El mundo del espíritu como un retoño y un producto de la misma naturaleza creadora alcanza, por último, sus símbolos más abstractos en la serie que va de la boca al aliento, del aliento al soplo y, por fin, del soplo a la palabra, al logos, el símbolo del espíritu, cuyo carácter de Hijo alcanzó significación histórico-universal en el Logos de Filón de Alejandría, primero, y en el cristianismo, después.
En nuestro esquema hemos hecho que esta serie descendiese, por este motivo, hasta el centro del Gran Recipiente del cuerpo femenino, el corazón. Verdad es que la serie que va del aliento al logos, al igual que un gran número de otros símbolos y series de símbolos, fue ocupada posteriormente por el patriarcado, pero ella delata en todas partes su origen matriarcal. Así, dentro ya de una fase en la que el acento patriarcal ha modificado por completo la estructura matriarcal del mito egipcio, éste persiste en declarar: “El demiurgo creador de todos los dioses y sus kas está en su lengua y en su corazón”[10] No hay duda de que aquí resulta ya reconocible la tendencia abstractizante espiritual masculina, cuya más evidente manifestación se encontraría en la narración mosaica de la creación por el Verbo, pero todavía es posible ver  cómo su base sigue estando constituido por la situación original, en la que el Verbo es “dado a luz” como esencia de la totalidad del cuerpo divino, del Gran Círculo, y en la que se declara: “Corazón mío, madre mía; ¡corazón mío, madre mía! Corazón mío de transformaciones.”[11]
El mundo matriarcal está muy lejos de reducirse, como quería Bachofen, al mundo de la materialidad inferior, la caducidad terrena y las tinieblas. En los misterios del renacimiento, quien asciende hacia la luz y abandona su condición mortal es justamente el individuo. Este individuo es iniciado por la madre-espíritu, como puede apreciarse todavía en los misterios de Eleusis, y su renacimiento adopta la forma de un nacimiento luminoso en el firmamento nocturno. Convertido en una estrella que brilla en la noche, en un dios  inmoral o en un héroe, permanece unidos a la Gran Madre Nocturna, dentro de la cual puede transformarse en retoño luminoso que reluce en su vientre oscuro, en un punto de luz radiante materno del manto estrellado o en uno de los frutos del gran árbol de luz materno que iluminan el mundo nocturno. Incluso entonces, convertido en inmortal, su Madre persiste en no dejarlo marchar, como el Gran Padre que congrega en torno a sí a sus inmortales en el mandala celeste.
Si abarcamos con la mirada el entero domino simbólico determinado por la atribución al Gran Femenino del carácter de un recipiente, observaremos que lo femenino, como “lo creador por antonomasia”, comprende en sus caracteres elemental y transformador la totalidad del mundo. En su unidad original, esta totalidad es la de la naturaleza en la que nacen, se desarrollan y alcanzan su suprema transformación espiritual todos los sers vivos.
El mundo del matriarcado es geocéntrico en el sentido lato de que el mundo en que se originan aún las formas de manifestación más elevadas, es decir, los fenómenos espirituales que nacen de él, está formado por realidades visibles y tangibles. Así, en el mundo matriarcal la mujer es un recipiente, pero este recipiente no es creado por el varón ni a partir de él, ni es tampoco el varón quien se sirve de él para sus fines reproductores, sino, a al inversa, él quien como recipiente misterioso y creador concibe y da a luz al varón. Bachofen no se equivocó al señalar que el matriarcado ve en el varón a un sembrador, pero nunca llegó a hacerse cargo de la verdadera radicalidad de esta imagen, en la que el hombre no es más que un instrumento de la tierra, y la semilla que él siembra una semilla que tampoco es “suya”, sino de aquélla. La actualidad de esta situación perdura en la descripción que hace Frobenius[12] de una costumbre africana todavía en vigor en nuestros días: “Habiendo llegado a terreno blando, el hombre se adelanta unos pasos y sirviéndose de un largo bastón diseñado con este fin va haciendo una serie de agujeros en la tierra para las semillas. Su mujer camina detrás de él, y tomando un puñado tras otro de la corteza de calabaza que descansa en sus caderas va arrojándolos en los orificios del reino terrestre. Sin embargo, los primeros granos no los tira ella con su propia mano. Los aprieta en la manita de su hijo y luego hace que caigan de ella en el plantío. Durante todo este tiempo, el hombre no vuelve la cabeza. En silencio, casi atemorizado, deja hacer a la mujer”.
El Gran Recipiente engendra en sí su propia semilla, por generación espontánea, partenogenéticamente, y lo masculino sólo le es necesario para abrir, arar y distribuir la semilla que procede de la tierra femenina. Esta semilla, sin embargo, es el fruto de la tierra, la espiga que a la vez es el hijo, así en como en los misterios de Eleusis. (Más tarde, aunque igual de sesgadamente, el patriarcado postulará, ahora a la inversa, que el elemento creador se encuentra en la semilla masculina y que la mujer, el recipiente que le da cabida, no sería  más que un mero lugar de paso en el que aquélla se aprovisiona temporalmente de alimento).
Resumiendo lo que hasta ahora hemos tratado de ilustrar con nuestros dos esquemas –que no se incluyeron en este artículo- sobre la estructura arquetípica del Gran Femenino, hemos de decir que el primero de ellos nos ha mostrado el aspecto genético de una evolución arquetípica, la diferenciación de las figuras de la Gran Madre y del anima –de la segunda de ellas basándose el esquema en los caracteres elemental y transformador- El Segundo esquema, por su parte, nos ha procurado un esbozo del significado general del recipiente como símbolo central del mundo matriarcal.

LOS CÍRCULOS FUNCIONALES DE LO FEMENINO
El nuevo esquema estructural del Gran Femenino está definido por medio de dos ejes y cuatro circunferencias. Ambos ejes se corresponden con los caracteres de lo femenino; el eje designado como M se corresponde con el carácter elemental –en él predomina el acento de lo materno-, el eje designado como A con el carácter transformador, y en él aparece la dominancia de la figura del ánima.
Los dos ejes poseen un polo positivo y un polo negativo; los polos positivos están situados arriba, los negativos, abajo. El eje M describe, pues, la expansión del carácter elemental. Su polo inferior negativo representa a la madre terrible (M-) y su polo superior positivo a la madre bondadosa (M+). De modo análogo, el eje A describe la expansión del carácter transformador y sus dos polos se corresponden con los aspectos positivo (A`) y negativo (A-) del ánima.


La función que ha de cumplir el esquema no es la de trazar un sistema de coordenadas muerto con el que establecer una serie de correlaciones, sino la de traducir a términos gráficos tanto la esencial inintuitivilidad del arquetipo como la dinámica propia de su despliegue.
Por este motivo, hemos intentado combinar el esquema constituido por los ejes y relacionado con ambos caracteres de lo femenino con un esquema circular cuya misión es describir la expansión de los mismos. Las funciones, conceptos y símbolos conceptuales que hemos correlacionado con los distintos “puntos” del esquema han de entenderse todos ellos como “dominios concentrados” de procesos psíquicos, para los que en cierto modo todos esos símbolos y funciones no van más allá de un simple rótulo de identificación. En realidad, cada una de estas funciones comprende un entero dominio de símbolos, fenómenos y comportamientos activos o pasivos, a los que aquí sólo podemos aludir de pasada y cuya exposición detallada pertenece a otro lugar.
El círculo central se corresponde con el carácter elemental de lo femenino. En él, el carácter elemental materno predomina sobre el carácter transformador. A título ilustrativo, hemos incluido en el diagrama las funciones del Gran Femenino. El centro del círculo elemental está ocupado por la función contener. A lo largo del eje ascendente correlacionado con el carácter elemental M, las primeras funciones en hacer aparición en dirección hacia el polo positivo M son las que constituyen la base del conocimiento y el desarrollo, es decir, alumbrar y poner en libertad. En sentido diametralmente opuesto, en dirección hacia el polo negativo M, se encuentra la función retener, fijar, seguida a continuación por la función capturar. Esta última alude al aspecto amenazador y letal de la Gran Madre, mientras que el polo a ella opuesto serviría para aludir a su aspecto fundamentador de la vida y del crecimiento.
Esta misma disposición en pares de opuestos es ya un síntoma del carácter ambivalente del arquetipo. Alumbrar y poner en libertad forman parte del aspecto positivo del carácter elemental. El símbolo típico de esta dimensión es el símbolo de la vegetación, en el que lo que crece va abriéndose paso a través del seno oscuro de la tierra hasta divisar “la luz del mundo”. Este franquear el umbral que separa las tinieblas de la luz es uno de los rasgos por los que se distinguen tanto la vía de la vida como la vía de la consciencia. En esencia, en ambas se es conducido siempre y por principio de la oscuridad a la luz. Ésta es una de las razones que explican el vínculo arquetípico entre el simbolismo de la vegetación y la aparición de la consciencia, donde tierra, noche, oscuridad e inconsciente aparecen siempre correlacionados, constituyendo la antítesis de la luz y la consciencia. En la medida en que lo femenino pone-en-libertad, es decir, hace entrega de lo en él contenido a la vida y a la luz, su faz es la de la Gran Madre Bondadosa de todos los seres vivos.
En cambio, en sus funciones de retención y sujeción la Gran Madre se convierte en una realidad amenazadora para todo ser vivo que desee alcanzar su autonomía y libertad propias. Esta situación constela etapas esenciales de la historia de la consciencia y de su enfrentamiento con el Gran Femenino. Dentro de este contexto se inscribe un símbolo que desempeña una importante función en la mitología y en los cuentos: el símbolo del cautiverio. Esta manera de expresarse alude a una situación en la que el individuo ha abandonado ya la etapa que se corresponde con la fase primitivo-natural de la contención infantil, y percibe en el Gran Femenino una realidad hostil que busca coartar su libertad. La función capturar señala, además, en dirección a una tendencia agresiva que, como el simbolismo del cautiverio, forman parte de la naturaleza brujeril de la madre negativa. Entre los símbolos característicos de esta constelación se cuentan la red, el lazo, la araña y los tentáculos envolventes del pulpo. Sus víctimas son siempre individuos que han alcanzado ya una cierta autonomía y que, por ello, no pueden por menos de sentir su confinamiento dentro de los dominios de la Gran Madre como una situación reñida con su verdadera naturaleza. En el enfrentamiento con esta última, su autonomía aún incipiente se ve comprometida y puesta en peligro. Nuestra terminología reserva para ellos la denominación de “rebeldes”[13]
En perpendicular a este segmento del eje M, discurre el segmento a él correspondiente eje A. Este último corta también en dos puntos el circulo central de carácter elemental. En el punto de intersección del círculo con el brazo que se prolonga hacia el polo positivo A+, hemos introducido la función dar, a su vez diferenciada en las funciones proteger, calentar y nutrir. Donde el carácter elemental es más evidente es en la función proteger; en las funciones calentar y nutrir está operando también el carácter tranformador.
En el punto de intersección entre el círculo elemental y la mitad del eje A que se prolonga hacia el polo A-, hemos intercalado las funciones expulsar y despojar. Al igual que las funciones retener y capturar, estas dos funciones estaría presididas por la siguiente divisa: “Si no es por las buenas, será por las malas”. Por ello, ambas forman parte del lado oscuro del Gran Femenino, que en nuestro esquema se distribuye desde el centro hacia abajo; su extremo más profundo está constituido por el Gran Femenino negativo (F-) y su diferenciación en los dos polos M- y A-.
En términos positivos, expulsar es una de las funciones fundamentales de lo elemental materno, que pone en libertad a los hijos ya crecidos –particularmente a los machos- y en una determinada fase, como entre los animales, los aleja de su lado a mordiscos. Por ello, en esta función se manifiesta también esa parte del carácter transformador del Gran Femenino que permite a los organismos ingresar de una manera natural en una nueva etapa de su desarrollo. Por este motivo, nuestro esquema correlaciona esta función con la intersección entre el círculo elemental y el eje A-. (En cierto modo, se trata de la modalidad negativa del “poner en libertad” del Gran Femenino, que comienza con el alumbramiento y conduce al crecimiento.)
La primera experiencia que el individuo tiene de la función expulsar se produce cuando toca a su fin la situación original de la contención, así como en todos aquellos casos en los que el desarrollo necesario del individuo acarrea el fin de su permanencia dentro del uroboros y la Gran Madre. Esta constelación arroja la base de lo que se ha bautizado en términos personalistas como el trauma del nacimiento, para luego intentar hacer de ello la causa de todos los males. En realidad, se trata del hecho existencial de que el yo y el individuo que, sea al final de un proceso evolutivo gradual e imperceptible, sea en la forma de un “nacimiento” repentino, dejan atrás una fase en la que están contenidos, experimentan esta situación como una expulsión. Ésta es la razón de que en toda transición de importancia a una nueva fase existencial nos encontremos con experiencias subjetivas de penuria, sufrimiento e indefensión. Siempre que una vieja situación de confinamiento toca a su fin por sí misma o es disuelta, el yo ve en esa revolución, en la que su vieja casa existencial salta por los aires, la acción por la que la madre lo aleja de su lado.[14]
La función expulsar guarda una estrecha relación con la función que dentro del círculo elemental constituye la antítesis de la función dar, es decir, la función despojar. Esta última es una función fundamental del carácter elemental porque la privación de amor, a la que va unida un despojamiento, condiciona también desde un principio la relación e todos los seres con el Gran Femenino. A pesar de ello, tanto una como otra función sólo hacen acto de presencia como un acto negativo y deliberado por parte deliran Femenino o de la Gran Madre en un estado consciente. Su antítesis se encuentra en los diversos fenómenos vinculados con la dimensión positiva de la existencia, como el alimento, el calor, la protección, el amparo y la seguridad. Pero dado que todos ellos se hallan asociados a la imagen del Gran Femenino –en el fondo, quien de hecho comunica todos esos contenidos positivos en su relación con el yo inmaduro, el infante y lo infantil-, la humanidad atribuye también toda interrupción y perturbación en la corriente positiva que mana de la madre de los vivientes, así como toda penalidad y privación, a esa misma Gran Madre, que de este modo se convierte en madre malvada y terrible. Como se verá, aquí está no obstante operando también el carácter transformador de lo femenino que induce al cambio.
La Gran Madre no es sólo la dispensadora de la vida, también es la dispensadora de la muerte. La privación de amor puede manifestarse como la supresión de todas las funciones que integran el aspecto positivo del carácter elemental. Así, el alimento cede su sitio al hambre y la sed, el calor al frío, la protección al desamparo, la hartura a la escasez, el abrigo y el vestido a la indefensión y la desnudez. Con todavía mayor vehemencia, sin embargo, que todas esas penalidades hace a menudo aparición la soledad, el principium individuationis, como la antítesis de la contención que constituye el principio básico de la participation mystique, del sentirse ligado y acompañado.[15] Uno de los términos que mejor describen esta situación es la palabra alemana Elend, la cual puede significar tanto “desgracia” como “destierro”. Por ello, junto a los símbolos conceptuales mencionados este contexto comprende asimismo los del exilio y el desierto.
Esta existencia miserable y llena de privaciones puede adoptar también una forma simbólica y universalísima. El nacimiento ya no es únicamente experimentado como una liberación para la vida, sino también como la expulsión del paraíso uterino. Y la consciencia ya no es sólo experimentada como la vía que progresa afirmativamente hacia la luz, sino también como el destierro lejos del reposo bienaventurado en los brazos nocturnos de lo inconsciente y –como en todas aquellas cosmovisiones teñidas de gnosticismo- como la pérdida de la patria original.
Sin embargo, más allá de todas estas situaciones existenciales en las que el Gran Femenino se manifiesta negativamente, éste puede también asumir activamente un papel negativo. El Gran Femenino hace entonces uso de la “privación de amor” como un instrumento de su poder, como una herramienta con la que eternizar su señoría de “Gran Madre” e impedir que sus criaturas lleguen a ser independientes. En este punto las funciones expulsar y privar ceden su sitio a la función retener y, en ocasiones, aún a la función capturar, familiar ya para nosotros como la función negativa del carácter elemental. (El extremo inferior izquierdo del eje A enlaza en este lugar con el extremo derecho a él correspondiente del eje M.) Al llegar aquí, hemos dado fin a nuestro recorrido por las funciones del primer círculo, el círculo elemental.
Si avanzamos ahora siguiendo el eje M de nuestro esquema hasta el segundo círculo, el círculo transformador, en dirección al polo positivo nos encontraremos con la función desarrollar  y en dirección al polo negativo con la función devorar-menguar. Estas dos funciones constituyen la prolongación de las matrices situadas en el círculo elemental. Desarrollar se corresponde con la matriz más profunda del eje, es decir, alumbrar y poner en libertad, mientras que devorar-menguar hace lo propio con las funciones retener y capturar del círculo elemental. Pese a ello, ninguno de estos dos puntos forma ya parte del círculo elemental, sino que ambos se sitúan en la intersección del eje A con el segundo círculo, el transformador, el cual se corresponde ahora con el eje A, tal y como el primer círculo se correspondía con el eje M.
El carácter transformador se eleva sobre el carácter elemental y en él cobra representación no sólo el nuevo carácter del Gran Femenino, sino en cierto modo su escalón superior. Podemos formular lo mismo de otra manera diciendo que en el segundo círculo el carácter elemental M es recesivo, y el carácter transformador A dominante.
En la nueva situación, la intersección del eje A con el círculo elemental y la función dar se corresponde con la intersección del eje ascendente A con el segundo círculo y la función transformar-ascender. En la mitad inferior negativa del esquema, la intersección del eje descendente A con el segundo círculo y la función transformar-disolver se corresponde de forma análoga con la antigua intersección entre el eje A y la función despojar.
Al combinar los ejes con los círculos, el propósito de nuestro esquema es facilitar la identificación de las correspondencias existentes entre los lados positivo y negativo de cada carácter, así como las mezclas y combinaciones entre ambos. Esta disposición permite también apreciar los cambios –y la dirección de los mismos- de cada una de las funciones, y nos ofrece la oportunidad, aunque sólo sea en forma sumaria, de familiarizarnos con una porción de la dinámica interna del arquetipo.
En la función retener-capturar del Gran Femenino, por ejemplo, es manifiesta ya la voluntad de no permitir que nada escape a su señorío, pero en la función devorar-menguar esta voluntad se hace más fuerte, tornándose visible como una voluntad agresivo-negativa. Por otro lado, aquí está también cooperando el carácter transformador de lo femenino, aunque esta vez en dirección hacia la muerte y la disolución, y por ello este punto del segundo círculo se halla en una relación de correspondencia con la intersección con el eje A y las funciones transformar-disolver.
A pesar de todo, ambos caracteres mantienen sus diferencias entre sí, describiendo el eje M del carácter elemental más el dinamismo “inferior”, material-corpóreo, del Gran Femenino, y el eje A más su dimensión “superior”, anímico-espiritual. La prolongación del eje negativo M nos transporta de las funciones devorar y menguar a la extinción y la muerte, que aquí no es otra que la muerte física, mientras que la evolución negativa del eje A desde transformar y disolver hasta la locura nos conduce a los dominios de una muerte y una extinción de carácter anímico-espiritual.
Por encima de los dos círculos mencionados hasta ahora, el elemental y el transformador, hemos introducido un tercer círculo, el círculo de la transformación espiritual. En él, la culminación del eje, nacimiento-desarrollo, está representada por el fruto, la forma más elevada del desarrollo de la semilla y el lugar de su renacimiento físico. La semilla enterrada en el seno de la tierra y que va emergiendo poco a poco del oscuro interior del recipiente que la contiene, se despliega en su desarrollo hasta retornar por fin una vez más  “a sí”, momento en el que se manifiesta como semilla sublimada en el fruto. Este misterio evolutivo aparece estrechamente vinculado al simbolismo de la espiga. Aquí está interviniendo el carácter transformador, pero aunque en el círculo de la trasformación espiritual la evolución a lo largo del eje M trasciende su característica materialidad, sus vínculos con el carácter elemental siguen siendo más intensos que en la evolución a lo largo del eje A.
En el punto de intersección con el círculo de la trasformación espiritual, la prolongación del eje A alcanza los dominios de la “inspiración”. Este último término nos sirve para designar el carácter  espiritual e inmaterial común a todos aquellos fenómenos religiosos, proféticos, poéticos o pertenecientes a las artes adivinatorias, que los varones han atribuido universalmente a la dimensión del ánima, es decir, al carácter transformador del Gran Femenino.
La demostración de que el carácter transformador del anima, lejos de ser una mera proyección de lo masculino en lo femenino, se corresponde con una genuina experiencia femenina, se sigue para nosotros de las pruebas reunidas por Briffault[16], para quien a lo largo de todo el mundo las mujeres habrían sido siempre las depositarias originales de las artes adivinatorias.
Para explicar por qué hemos relacionado los símbolos del espíritu (el fruto) y la inspiración con ejes diferentes de la estructura femenina, bastará con que establezcamos una breve comparación entre ambos fenómenos. Psicológicamente los lentos procesos de crecimiento y desarrollo de los que el fruto es tanto el resultado como su fin y punto culminante, son diferentes de la inspiración, la cual, además de ser parte del carácter transformador de lo femenino, incluye siempre la irrupción repentina y avasalladora de una realidad espiritual. Aquí da comienzo la relación de lo femenino con una entidad masculina espiritual que nosotros designamos con el nombre de “uroboros patriarcal”. Sin embargo, en el presente contexto no nos ocuparemos de su naturaleza y actividad[17], porque en este  punto hemos alcanzado la frontera que separa al “Gran Femenino” del “Gran Masculino”.
Para describir los cuatro puntos de intersección de los ejes M y A con el tercer círculo[18] nos hemos servido de los términos “nacimiento-fruto”, “muerte”, “inspiración” y “locura”. Los extremos superiores de los ejes que parten de las funciones desarrollar (M) y transformar-ascender (A), y desembocan en la inspiración y el nacimiento-fruto, suponen la culminación de una progresión claramente positiva, tanto en un sentido físico como psíquico-espiritual. En cambio, sus extremos inferiores, es decir, la “muerte” y la “locura” que siguen a devorar-menguar (M) y transformar-disolver (A) son sinónimos de regresión y negatividad. Mientras que el semicírculo superior conduce tanto al nacimiento del individuo como a la creación, expansión y transformación de la consciencia, el inferior tiende a la disolución de ambos.
Los cuatro puntos de intersección de los ejes con el círculo de la transformación espiritual se hallan correlacionados con cuatro clases de misterios femeninos. Con el término “misterio” no sólo designamos nosotros la celebración concreta y circunscrita a un determinado momento histórico de un festival histérico, como los misterios de Eleusis, sino más generalmente, un dominio o ámbito psíquico que se distribuye en torno a un arquetipo y que estando constituido por ritos, misterios, costumbres, representaciones, etc., comprende toda una red de símbolos inconscientemente interrelacionados.
Los “misterios de muerte” del punto inferior derecho de intersección comprenden los ritos de las diosas de la muerte y de los muertos, la totalidad de símbolos y costumbres funerarias relacionadas con el cuidado y la inhumación del cadáver, todos los sacrificios que terminan en una muerte –por ejemplo, la fertilización de la tierra con sangre- y las innumerables representaciones por las cuales resulta posible incluir dentro de este ámbito a las diosas de la caza y de la guerra.
Los misterios de la muerte basados en las funciones capturar y devorar, es decir, en aquellas funciones por las que el Gran Femenino reintroduce una vez en su seno a criaturas e individuos, son misterios de la Madre Terrible. Dentro de este contexto, el seno materno se transforma en un boca voraz. Aquí tienen su sitio todos aquellos símbolos conceptuales que, como menguar, despedazar, descuartizar y aniquilar, pudrirse y descomponerse, están asociados con tumbas, cementerios y magia negra. Y aquí es donde nos encontramos con la diosa de la muerte bebedora de sangre, cuya sed sólo puede ser aplacada con el sacrificio de innumerables criaturas, sea esta la Kali hundú a la que se ha de apaciguar mediante sacrificios humanos y hecatombes de animales, la diosa de la guerra que exige un perpetuo derramamiento de sangre, o la diosa de la muerte que sin excepciones extermina a todos los seres vivos.
En el polo positivo diametralmente opuesto, el extremo M+ del desarrollo, se sitúan los misterios de la vegetación, de los cuales heos mencionado ya algunos. Todos ellos están estrechamente relacionados con los rituales de fertilidad de la Gran Madre que tienen por fin el crecimiento y la propagación de la vida.
Junto al polo A+ de la inspiración, se sitúan los dominios anímico-espirituales de las artes adivinatorias, proféticas, etc. Las cualidades adivinatorias de o femenino, en la medida en que son inspiradas en lugar de inspiradoras, están casi siempre asociadas a un poder espiritual- masculino, el “uroboros patriarcal”. Las primeras manifestaciones de esta figura poseen un carácter transpersonal y anónimo, pero las posteriores hacen de ella una divinidad, el Señor de las mujeres, tal y como pone de manifiesto el más bello ejemplo de esta especie: la figura de Dioniso.
La naturaleza orgiástica y extática de lo femenino correlacionada con el polo positivo del carácter transformador se manifiesta con suma claridad en la relación de mujer con Dioniso. Con todo, es también en los mitologemas centrados en esta relación donde se manifiesta con igual claridad su principal peligro, es decir, su tendencia a transformarse bruscamente en su opuesto y aparecer en el polo negativo A- de la locura[19].
El eje positivo A, en el que la evolución anímico-espiritual de lo femenino parte de la función dar, progresa en dirección a las funciones trasformar y ascender, y desemboca en el “espíritu femenino”, su más alta manifestación creativa, culmina en los fenómenos de la visión e inspiración.
Este último dominio, constituido por los misterios de la inspiración, comprende las medicinas, las bebidas alcohólicas y todos aquellos recursos –positivos- que utilizados como estimulantes, excitantes o intensificadores de la sensibilidad, conducen a la inspiración y a al expansión de la consciencia y la personalidad.
Tanto la citación de los fenómenos proféticos como la mención de la Pitia délfica señalan en dirección a la extraordinaria importancia cultural de este dominio. Algunas de las directrices fundamentales de las que grupos y colectivos primitivos se ayudaron para orientarse deben su ser a las facultades intuitivas de la naturaleza femenina. Ésta fue seguramente quien primero gobernó el entero ámbito de las artes adivinatorias, y su preponderancia en este ámbito se mantuvo por un largo período incluso cuando ya se había operado su represión por el panteón y el clero patriarcales.
En el chamanismo, el fundamento primitivo de las formas más elevadas de la profecía y de la mántica, los dominios que hemos correlacionado con los polos positivo y negativo del eje A –es decir, “visión-inspiración” y “éxtasis-locura”- se aproximan hasta tal punto, que a menos de tenerse en cuenta su relación con la consciencia del yo y con el individuo resulta imposible emitir un dictamen sobre el carácter positivo o negativo de estas antítesis. Si la personalidad, entendiendo por ésta la consciencia y el individuo, sufre algún tipo de perjuicio o se desintegra en la locura, como sucede en un gran número  de cultos unidos al uso de drogas y estupefacientes, correlacionamos el fenómeno con el polo negativo. Pero si el elemento que predomina es el que acrecienta la vida y la totalidad, relacionamos dichos fenómenos con el polo positivo.
El problema planteado por la valoración de estos fenómenos se vuelve especialmente agudo cuando tenemos que emitir un juicio sobre los “misterios de la embriaguez”, es decir, los pertenecientes al polo inferior negativo del eje A: los misterios de las drogas, los narcóticos y reducción de la consciencia. En lo relacionado con la consciencia y con mucha frecuencia también desde el punto de vista de la personalidad como un todo, son ellos negativos. Por otro lado, apenas si existe una forma de inspiración o éxtasis positivos que no se ayude de este tipo de recursos.
Así pues, todo dependerá de si la activación del inconsciente, que es de lo que en última instancia se trata aquí, finaliza en la regresión de la personalidad y la pérdida de consciencia, o de si la transitoria reducción de la consciencia provocada por la embriaguez o por la droga desemboca por el contrario en la ampliación de la consciencia y la personalidad. En realidad, la misma existencia del problema supone que ambos polos lo son de uno y el mismo eje, y nos descubre de paso el porqué de esta coincidencia, es decir, su constituir fenómenos interrelacionados que forman en los dos casos parte integrante del carácter transformador.
El polo negativo del eje A, basado en las funciones transformar, disolver, expulsar y despojar, forma más bien parte del carácter de la muerte anímico-espiritual que de la muerte física, que tanta importancia reviste en los misterios de la muerte de la madre terrible, la “vieja bruja” del polo negativo del eje M. El licor embriagador negativo y el veneno –contrariamente a la medicina-, así como todo aquello que tenga por efecto un letargo, un hechizo, un desfallecimiento o una disolución, pertenecen al domino de la seducción y las tentaciones de la “joven bruja”. En los misterios negativos de la embriaguez y la narcosis, personalidad y consciencia son “regresivamente disueltas”, y tras operarse su intoxicación, lo mismo si ésta es debida a hechizos y narcóticos que a una experiencia orgiástica sexual-negativa, se precipitan en la extinción y la locura. También aquí se produce un éxtasis, pero éste es causa de una reducción y desintegración de la personalidad y por ello, la enfermedad, como “embrujo negativo”, y el dolor, como debilitamiento en lugar de cómo vía ineludible hacia la curación, forman también parte de este ámbito. Expulsar y despojar son, asimismo, una función de esta fuerza desintegradora del ánima femenina negativa, cuyos símbolos son el desamparo y la desnudez, la  indefensión ante las penalidades y el verse arrojado al vacío.
Sin embargo, es precisamente en este extremos donde los fenómenos negativos del polo A- pueden de pronto transformarse en sus contrarios. 

Notas

[1]       En contraste con los misterios femeninos, los misterios de transformación del Gran Masculino poseen el carácter de un asalto; en ellos lo decisivo son siempre irrupciones y cambios repentinos. Por ello, su símbolo más característico es el relámpago. Para la relación entre los rasgos de las transformaciones histéricas masculinas y femeninas, y para la transición del acento matriarcal al acento patriarcal de la transformación Cfr. El capítulo “Osiris o la transformación”, en E.Neumann, Ursprungsgeschichte des Bewusstssein, Zürich, 1949.
[2]       En este caso, es preciso recordar que el hecho científico de que la luna se “limite” a reflejar la luz solar no constituye un bien común original de la humanidad y que su aparición en la conciencia humana se produjo relativamente tarde. Al respecto y para lo sucesivo Cfr. E. Neuman, “Uber del Nomd und das matriarchale Vewusstsein”, en Zur Psychologie des Weiblichen, Zürich, 1953.
[3]       Hermann Dees, Der Götterglaube im alten Ägypten (Mitteilungen der Vorderasiatischa-Ägyptischen Geselllschart, vol. VI); Leipzig, 1941, p.225.
[4]       Konrad T.Preuss, Die geistige Kultur der Naturvölker, Leipzig, 1923, p.9
[5]       J.J.Bachofen, Das Matterrecht, 2 Vols. (Gesammelte Werke, vols. II y III) Basel, 1948, vol. I, p.412
[6]       J.J.Bachofen, op.cit., vol II, p.600
[7]       Aristóteles, De animalibus historia, ed. De I.Dittmeyer, Leipzig, 1907, Libro II, cap. I
[8]       J.J.Bachofen, Das Matterrech., vol I, p.412
[9]       En.Neumann, Ursprungsgeschichte des Bewusstsinas, p.429
[10]      André de Moret, The nile and egyptian civilization, Trad. De M.R.Dobie, London, 1927, p. 376
[11]      The book of the Dead, An English Tranlation of…. The Teban Recension by Sir E.A. A.Wallis Budge, 2ª ed. Re. London, 1949, cap. 30, p. 147
[12]      Leo Frobenius, Das sterbende Afrika, die Seele eines Erdterils (Veróffenlichung des Forschurgsintitutes für kulturmorphologie), Frankfurt a. M.,, 1928, p.290
[13]      E.Neumann, Usprungsgeschichte des Bewussteins, Zürich, 1949, índice c.v. “resitente-; Cfr. Asimismo “Hipólito”, Narciso”, “Penteo”, etcétera.
[14]      E.Neumann, op.cit., s.v. “El enfrentamiento con el dragón”
[15]      Bellísimos ejemplos de este particular se encuentran en los documentos de las grandes religiones y entre los místicos cuya meta es disolverse en la divinidad continente.
[16]      R.Briffault, The Mothers, vol. II. Cap.19: “La bruja y la sacerdotisa”
[17]      E.Neumann, Über den Mond und das matrirchale Bewusstein, en Zur Psychologie des Weblichen, Zürich, 1953
[18]      El tercer círculo está representado en el esquema por dos círculos: e círculo de los cuatro polos y el círculo inferior de los “símbolos conceptuales”. Todas estas relaciones determinan tanto el mito, la infancia filogenética de la mandad, como la mitología de la  infancia, es decir, la infancia ontogenética del individuo.
[19]      El carácter de la visión-inspiración parece estar en contradicción con Dioniso en virtud de su especial relación con el Apolo pítico. Sin embargo, esta contradicción es superficial, y no sólo porque Delfos represente la reconciliación entre ambos dioses, incluso en el Delfos de Apolo el vehículo de lo mántico era la Pitia, es decir, una mujer. La original correlación matriarcal de la Pitia con el ámbito lunar –en lugar de con el reino solar de Apolo- viene también a delatarla la afirmación de Plutarco de que la Pitia sólo se inspiraba por la noche y a la luz de la luna (Sir Galahad, Mütter und Amazonen, München, 1932). La relación –histórica- entre ambos dioses es sólo la expresión de la esencial vinculación que los une a pesar de su antagonismo. Dentro de este contexto resulta especialmente iluminadora la observación de Nielsson a propósito del vidente Melampo, el cual “se hallaba estrechamente vinculado al movimiento dionisíaco sirviéndose de “medios apolíneos”, a lo que Nilsson observa “Cuando se cuenta que tomó a los jóvenes más fuertes e hizo que persiguiesen a las frenéticas mujeres desde las montañas hasta Sicia en medio de gritos y danzas entusiásticas, tiene esto el aspecto de un remedio homeopático” Cfr.Martin Nilsson, Geschichte der griechischen Religion (Hanbuch der Altertunswissenschaft, vol. I), München, 1941, p.582

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