martes, 22 de mayo de 2012

Helena de Troya: el amor y la guerra

Eduardo Casas habrá de perdonarme…. ¡¡ escribió un artículo tan hermoso de su señora, Helena de Troya, que Apenas lo leí, no pude más que dejármelo… ¡! ahora se los dejo a ustedes…

HELENA DE TROYA: EL AMOR Y LA GUERRA
Arquetipos. Episodio 1

Eduardo Casas

1. Confesiones de un esclavo
¡Es difícil comprender a una mujer! Tal vez no haya que comprenderla. Quizás, solamente, hay que aceptarla, aunque es complicado, sobre todo si es la más bella de todas las conocidas en su tiempo y, además, esposa de un poderoso rey.
Fue la envidia de diosas inmortales y la ambición de soberanos poderosos. Mujer con la cual se sueña y, a la vez, se le teme. Hechizo y realidad. Su belleza -magnética y fascinante- no conoció el límite entre lo permitido y lo prohibido.
Al contemplarla, muchas veces me he preguntado: ¿la belleza es una gracia, un don de los dioses o es acaso una maldición y un castigo? A menudo pareciera que son las dos cosas simultáneamente. Al menos es así en esta historia que les contaré. En ella se encontraron la hermosura de la mujer y la fealdad despiadada de la guerra.
Todos lo sabíamos. Una mujer así tiene un precio muy alto. Ella se convirtió en leyenda. Su hermosura fue tan poderosa como para desatar -por diez largos años consecutivos- una guerra, sin igual, entre dos ciudades: su nombre fue Helena. Primero se la conoció como Helena de Esparta, ahora todos la conocen como Helena de Troya. Por ella, ardió esa ciudad.
Yo, lamentablemente, lo vi todo y sobreviví. Le he servido a Helena durante años. Mi nombre no interesa. Yo simplemente soy el principal esclavo de Helena de Troya. El que ahora relatará esta fascinante historia, cuya memoria perdurará por siglos.
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Helena despertaba pasiones avasalladoras. Fue amada y odiada, con la misma intensidad, por igual La consecuencia de estas pasiones desatadas fue, entre otras cosas, la guerra y destrucción de la hermosa ciudad de Troya, donde tantos héroes encontraron la muerte.
Algunos piensan que la conducta de Helena ha sido un tanto inconsciente, ya que para ella todo fue bastante fácil, conseguía lo que quería, casi sin esfuerzo. No es raro que algunas veces haya dado la impresión de que lo único que le importaba era amar y ser amada. Los hombres la perdonaban siempre. Quizás esos valientes varones hayan sido los débiles. Sucumbían ante ella como niños a los cuales se los puede influenciar. La belleza suele ser manipuladora ya que impone respeto y admiración.
Sin embargo, yo creo que Helena –muchas veces- ha sido inocente, incluso de sí misma y de su seducción. Ciertamente conocía su belleza y lo que con ella podía despertar; no obstante, no siempre sabía manejar lo que suscitaba en las pasiones de los demás: despertaba lo mejor y lo peor.
Algunos eximen de toda culpa a Helena, atribuyendo a los dioses la responsabilidad de sus dones y la consecuencia de la guerra desatada por su causa. Los dioses hicieron a Helena excesivamente bella y quienes la predestinaron a provocar la destrucción. Especialmente la diosa Hera, la esposa de Zeus; Atenea, la diosa de la sabiduría y Afrodita, la diosa del amor. Hera y Atenea deseaban la ruina de la ciudad de Troya para vengarse así del príncipe Paris, el amante de Helena, quien -como árbitro de una competición entre las tres- las había relegado en favor de Afrodita al elegirla como la más bella entre las diosas del Olimpo. Helena entonces sólo sirvió como instrumento de la justicia divina.
Yo no sé, si justificar esta versión. A los mortales nos resulta muy cómodo culpar a los dioses de todo lo que nos pasa. Los responsabilizamos de los dones que nos dan y de los castigos que nos imponen. Lo bueno y lo malo lo atribuimos a ellos sin considerar la parte de responsabilidad que nos toca libremente a nosotros como consecuencias de nuestros actos.
Es cierto que -en el destino de Helena- estuvieron implicadas las diosas más hermosas; sin embargo, las acciones divinas no son las únicas que cuentan ya que se unen con las decisiones humanas tejiendo un misterioso entrecruce de caminos.
Me cuesta creer que las diosas hayan querido la guerra, sólo por despecho. Sin embargo, en cuestiones divinas no quiero meterme porque yo soy simplemente un ignorante esclavo, un testigo mudo de todo cuanto ocurre a mi alrededor.
Hay quienes también repudian a mi señora insultándola de impúdica, disoluta, infiel, traicionera y adúltera. Una bruja que hechiza con el encanto de una belleza llena de viles pasiones.
Es duro escuchar esos improperios dirigidos a ella. Yo no la veo calculadora y distante, como algunos dicen; al contrario, la he contemplado –durante los largos años de conflicto- entristecida por la guerra, como una exiliada nostálgica, abrumada por el pesar de los que sufrían. Ella, tal vez, se haya sentido víctima del destino.
Me gusta pensarla, en cambio, como una heroína, ya que la sangre divina que corre por sus venas, en razón de su nacimiento, la hace estar, como los dioses, por encima de las restricciones morales de los seres humanos. Ella, para mí, fue la imagen misma de una diosa inmortal. Me gusta pensarla así. Quizás porque me consuela ser el esclavo de una heroína y no el último sirviente de una déspota traidora.
En fin, Helena, es una y muchas a la vez, una mujer singular que representa a todas. El símbolo de la pura belleza femenina. Carecía de la más pequeña imperfección física. Deslumbrante e irresistible se convirtió en la encarnación de la paradoja en el que amores y odios se conjugan por igual.
Las gracias y los dones con que la enriquecieron los dioses fueron una calamidad para el mundo. Una vida llena de grandeza y tragedia. Por ella murieron héroes y hasta desapareció toda una mítica ciudad.
¡Ay, Helena, aún la recuerdo y me pregunto si yo también no estuve enamorado de ella! Después de todo, ser su esclavo, me convirtió en su sombra. Pude ver todo lo que acontecía en sus días y en sus noches.
Es cierto que ella tenía un séquito de esclavas; sin embargo, yo era su sirviente preferido. Ella siempre tuvo una entrañable afición por los varones. Ser su esclavo me convirtió en un testigo privilegiado de la mujer más controvertida.
2. Una mujer que es leyenda desde su nacimiento
Los libros inmortales del tiempo cuentan que, en aquellos días, la ciudad griega de Esparta tenía como rey a Tíndaro y como reina a Leda. Un día en que ella se bañaba en un estanque, observó cómo un hermoso y gran cisne, de resplandeciente blancura, huía de la persecución de un águila. Ella, tomando coraje, espantó al águila y abrazó al hermoso cisne para protegerlo. No sabía que ese cisne, era nada menos que el señor del Olimpo, el gran Zeus quien, seducido por la gracia de Leda, había asumido la apariencia de cisne para engañarla y unirse a ella.
Es común este tipo de estrategia en Zeus. Cuando se siente impulsado al amor y la pasión. No se pone un disfraz sino que se transforma, en una compleja metamorfosis, asumiendo la apariencia que quiera. Así, engañando los sentidos, puede llevar a cabo su cometido, sin levantar sospechas.
Leda al regresar a su palacio, esa noche, después de haber estado con el rey, extrañamente sintió dolores de parto y dio a luz dos huevos. Este suceso le pareció muy enigmático; no obstante, recordó que esa tarde el cisne se había posado sobre ella y concluyó que esos huevos provenían de aquél misterioso contacto. La reina desconocía que era el mismo Zeus quien se había unido a ella.
Después de un tiempo, de los dos huevos nacieron cuatro hijos: Helena y Pólux, a los cuales se les atribuye el ser hijos de Zeus y Clitemnestra y Cástor, hijos de Tíndaro. Sin embargo, se considera a Pólux y a Castor gemelos, quienes conforman la constelación de géminis en el cielo.
 Para algunos, la leyenda de Helena comienza con su nacimiento de un huevo. Este hecho milagroso evidencia su origen divino. Helena y su hermano Pólux –algunos afirman- que eran inmortales.
 Hay otros, en cambio, que narran una versión diferente del origen de Helena. Sostienen que nació de Némesis, la diosa de la justicia, la vengadora de toda desmesura y exceso humano, la que sostiene el universo, conservando su equilibrio, cuando éste se rompe por las equivocaciones del accionar humano.
Némesis fue perseguida por Zeus y para librarse de él, mientras corría, ella iba camuflándose, adoptando formas de diversos animales terrestres y monstruos marinos para despistar el ímpetu del dios seductor. Finalmente se transformó en un cisne salvaje y el supremo dios también hizo lo mismo y, al fin, la alcanzó.
Luego de este suceso, Némesis fue a refugiarse a la casa de la reina Leda. Mientras Némesis permanecía en la casa, Leda fue a la playa y halló un huevo en la arena húmeda. Lo llevó consigo y lo guardó en un cofre. Al poco tiempo, de ese enigmático huevo, nació una preciosa niña que llamó Helena.
Hay quienes afirman que el extraño huevo fue recogido por unos pastores y entregado por ellos a la reina Leda que lo cuidó. De ese huevo nacieron, Castor y Pólux y la bella Helena. Leda los protegió y los crió a todos como si fuera su auténtica madre.
En todas estas legendarias versiones aparece el simbolismo del nacimiento de un huevo, el cual representa la fuerza de lo potencial, el germen de la generación, el misterio de la vida, la fertilidad de la creación y del ser, todo lo que es y se transforma, muere y renace.
El huevo es un símbolo cósmico, la esfera del espacio recubierto por capas envolventes, el óvalo con el punto o agujero central, un emblema de inmortalidad. Todo esto, de alguna manera, se representa en Helena, el arquetipo de la mujer total de acabada belleza.
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Con el tiempo Helena fue creciendo. No es seguro que la joven supiera totalmente el misterio de su origen. Para ella, los reyes de Esparta –Tíndaro y Leda- eran sus padres. En la adolescencia, debido ya a la frescura de su impactante belleza, fue raptada por Teseo, el rey de Atenas, con la ayuda de Piríto, su inseparable amigo.
En esa ocasión, ambos decidieron casarse, cada uno, con una hija de Zeus: Teseo con Helena y Piríto con Perséfone, la señora del inframundo, el Hades. Primero raptaron a Helena, dejándola en custodia a la madre de Teseo –Etra- y luego ambos decidieron bajar al mismo infierno, en busca de Perséfone.
El dios Hades les tendió una trampa y quedaron prisioneros. Sólo Teseo logró, luego de un tiempo, salvarse. Su amigo quedó para siempre en las sombras. Mientras Teseo estaba en el Hades, los hermanos de Helena, la liberaron y tomaron como prisioneras a la madre de Teseo y a la hermana de Piríto, haciéndolas esclavas de Helena.
Cuando ésta llegó a la edad de casarse, tuvo muchos pretendientes, que acudieron desde todas partes, animados por la fama de su gran belleza. Tíndaro, su padre, estaba sorprendido ante la avalancha de pretendientes y temiendo el enojo de los que quedaran fuera de la elección, organizó un concurso en el cual Helena pudo elegir, libremente, a su esposo. Los pretendientes, a su vez, tenían que comprometerse, bajo juramento, de acatar la decisión de Helena, sea cual fuere con la obligación de acudir en auxilio del elegido cuando su esposa le fuese disputada. Si no accedían previamente a dicho juramento, no podían participar del concurso.
Una vez que todos solemnemente lo realizaron, Helena estudió minuciosamente a cada pretendiente. Este privilegio de elección para una mujer era bastante inusual en Grecia. Sólo la mujer más bella lo tuvo. Ella finalmente eligió como marido a Menelao, hermano del rey Agamenón, casado con Clitemnestra, otra hija de Tíndaro, el supuesto padre mortal de Helena. Menelao, tras su matrimonio, accedió al trono de Esparta, convirtiendo a Helena en reina de aquella ilustre ciudad. Así pasaron tres o cuatro años felices en los cuales tuvieron dos hijos.
En un determinado momento falleció el padre de Helena, el rey y en tal ocasión arribó a Esparta un joven príncipe y pastor llamado Paris para dar sus condolencias. Esta visita insospechada cambiaría todo el curso de la historia. Helena ya no sería la misma y los destinos de Esparta y de Troya quedarían sellados para siempre.
Nadie pudo sospechar cuál era el secreto propósito de Paris al llegar a Esparta para conocer a la legendaria Helena, la cual –sin que nadie lo supiese- le estaba destinada sólo a Paris. Él, en cambio, sí lo sabía.
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Eran los días en que llegó a Troya la noticia de que había muerto el rey de Esparta, el cual tenía una hija de belleza singular. Movido por su destino trágico, marcado ya desde su nacimiento, Paris se puso en camino hacia Esparta, cruzando los mares.
En la corte espartana, Menelao, el esposo de Helena, recibió al extranjero con todos los honores de un huésped ilustre. Paris ofreció a la reina regalos impresionantes: collares de perlas finas, piedras preciosas, pulseras de oro, vestidos de lino. Gentil y cortés, comenzó con esos presentes a seducir silenciosamente a Helena, la cual –según el destino señalado- le estaba prometida sólo a él, nada menos que por la diosa del amor, Afrodita.
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Según la leyenda, el joven y apuesto príncipe Paris tuvo que dirimir un pleito entre Atenea, la diosa de la sabiduría y de la guerra justa; Hera, la diosa protectora del matrimonio y las mujeres y Afrodita, la diosa del amor y la pasión, sentenciando quién de las tres era la más hermosa. La elegida recibiría la manzana de oro que la diosa de la Discordia –Eris- había arrojado en la fiesta matrimonial de Peleo, el padre mortal del famoso soldado Aquiles y Tetis, la diosa del mar. Este acto de despecho fue realizado porque ella no había sido invitada a la boda.
Atenea le había prometido a París, prudencia y victoria en todas las guerras; Hera le confiaba el poder absoluto y Afrodita le concedía a la mujer más bella de todos los tiempos: Helena.
Las tres propuestas fueron para Paris tres grandes y sugestivas tentaciones: la victoria en las guerras con sus respectivos reconocimientos y honores era, ciertamente, deseable para cualquier príncipe; el poder absoluto ejercía una atracción casi irresistible para quien aspiraba a ser rey algún día y la recreación física y espiritual de la belleza consistía -para los ojos de un hombre joven- un encantador hechizo.
De todos los dones –que a su vez eran tres tentaciones, las tres tentaciones principales que siente la debilidad humana: la sabiduría y el conocimiento práctico del arte de la guerra; el poder de toda ambición y la belleza del amor apasionado- Paris no sabía con cuál quedarse.
Conocimiento, poder o belleza. Atenea, Hera o Afrodita. Por fin, Paris, tomó la manzana de la discordia, la singular manzana de oro y –sonriendo pícaramente con sus labios y su mirada chispeante- se la dio a Afrodita. Para Paris, el conocimiento y el poder eran algo abstractos; en cambio Helena, era muy, muy concreta. Su belleza, tangible y su presencia, impactante. París quiso a Helena como promesa, don y premio.
Desde entonces, Afrodita fue aliada de París y esperaba la ocasión propicia para provocar el encuentro entre el príncipe y Helena. Por su parte, las otras dos diosas rechazadas, Atenea y Hera, se enojaron ofendidas y se volvieron hostiles a los intereses de Paris y de su pueblo.
Helena ignoraba todo esto cuando vio por primera vez a Paris y sintió una verdadera conmoción interior que repercutió en todo su cuerpo y alma. Ella no sabía que los ardides invisibles de Afrodita estaban actuando para provocar el encandilamiento que otorga la pasión enceguecedora. Uno quedó para siempre prisionero del otro. Los destinos se sellaron y quedaron marcados. Lo que no podían saber es que también, junto con ellos y su ardorosa pasión, arrastrarían a sus pueblos, a ciudades enteras, a dos reinos y a miles y miles de soldados, mujeres y niños a la destrucción.
Esta no sólo era una pasión de dos personas, terminó siendo el emblema de dos pueblos enfrentados y dos reinos enemistados. En verdad, la manzana de la discordia que recibió Afrodita por parte de Paris, sin saber la recibieron también Esparta y Troya juntas. Hay amores sembrados de muerte.
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Totalmente decidido a buscar el don ofrecido por Afrodita, Paris partió hacia Esparta siendo recibido por Menelao que -debido a la muerte de su abuelo materno- tuvo que ausentarse momentáneamente de su reino por el funeral, hecho que aprovechó Paris para seducir y raptar a Helena.
Al principio, ella se negó a corresponder a esa súbita pasión que había nacido entre los dos. No sabía que el origen de ese sentimiento era un fruto divino que se debía a la intervención de Afrodita, a la cual no le importaba demasiado que fuera una pasión que llevara a Helena al adulterio, ya que estaba legítimamente casada con su rey. Afrodita no tenía escrúpulos morales con el fin de lograr sus propósitos.
Helena no quería traicionar a Menelao con la infidelidad, ni abandonar a sus hijos. Sin embargo, muchas veces, la pasión indomable lleva a la traición.
Al día siguiente, los amantes decidieron huir y asumir todas las consecuencias que eso tendría para ellos y sus pueblos. Era nada menos que la reina de Esparta, huyendo con su reciente amante, dejando a su rey y al reino en total abandono, ofensa y escarnio.
Ambos simularon el rapto para dejar la imagen pública de la reina menos comprometida. Sin embargo, pronto se supo que Helena había consentido a la pasión, huyendo con el extranjero. Ninguno de los dos puedo sospechar que ese acto sería ya, incipientemente, una declaración de guerra entre Esparta, el pueblo de Helena y Troya, el pueblo de Paris.
Resulta paradójico que la expresión de amor entre los amantes fuera también la declaración de guerra entre los pueblos. El amor y la guerra, una vez más unidos en la historia. Pasión de amor y pasión de guerra, una misma sangre y un mismo arte. El amor suele ser violento como la guerra y la guerra, tan apasionada como el amor. Hay muchos más puntos en común entre el amor y la guerra de lo que podemos sospechar. El amor es para la vida, lo que la guerra es para la muerte. Uno engendra luz y encuentro; la otra otorga oscuridad y separación. Por algo la diosa del amor, Afrodita, fue también amante del dios de la guerra, Ares. También el dios del amor –Eros- se encuentra cercano al dios de la muerte, Tánatos.
Las pasiones humanas más encontradas –el amor y la guerra, el amor y la muerte- tienen sus puntos de coincidencias en los misteriosos encuentros entre los dioses: Afrodita y Ares; Eros y Tánatos.
El amor –el cual otorga vida- siempre anda enigmáticamente unido a la guerra que engendra muerte. La vida está acompañada por la muerte, así como el amor está amenazado por la guerra. Hay muchos amores que hacen la guerra. No la “guerra política” sino la cotidiana, la minúscula violencia que socava hasta los lazos más fuertes y consolidados.
En el amor de Helena y Paris, gran parte de estas fuerzas estaban escondidas, sin que pudieran verse: el amor y la guerra; la vida y la muerte; la pasión divina y la atracción humana.
Helena y Paris no podían sospechar que los dioses entretejían sus deseos con las pasiones del corazón humano. Afrodita los protegía y Atenea y Hera los maldecían. Las fuerzas incontenibles de los dioses son las que mueven el mundo junto al vértigo de las pasiones humanas que se debaten en el pequeño, contradictorio y vulnerable corazón humano, proclive tanto al amor como a la guerra, arrastrado igual por la vida como por la muerte.
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El amor de Helena y Paris fue un deseo que estalló más allá de sí mismos. Se convirtió en un emblema nacional, tanto de aceptación como de repudio. Mientras que Esparta rechazaba la decisión de Helena; Troya la aceptaba. Helena de Esparta se convirtió así en Helena de Troya. De un reino pasó a otro.
Este amor tuvo dimensiones políticas insospechadas. Hay parejas que transcienden su vida privada y se proyectan en las esperanzas y desesperanzas de muchos, inclusos encarnando los anhelos más profundos de ciudades y países. Hay amores que son “políticos”. Amores y desamores de todos, pasión de pueblos, sueño de multitudes. Existen amores que sobreviven a sí mismos y se convierten en legenda y mito. Sobrepasan a los mismos amantes, superando todos los límites y barreras, alzándose sobre las culturas, lugares y tiempos. Se alzan sobre todo, incluso la vida, la muerte y hasta los mismos dioses y sus designios. Cada amor tiene su propio destino y Helena marcó el suyo con Paris.
3. Arde Troya
El camino del puerto estaba libre para los amantes fugitivos. El mar calmo y azul los aguardaba. Los dos amantes, sin que nadie los viera, sorteando la custodia real, huyeron de la solitaria Esparta junto con el tesoro de Helena, mientras Menelao se encontraba ausente.
A su regreso, el rey Menelao, al descubrir que el príncipe visitante había secuestrado a su esposa, consideró este acto una doble ofensa. Por un lado, una falta de respeto a la ley de la hospitalidad y, por otro, una afrenta para con él, su reino, su pueblo y su esposa. París fue un traidor a su generosa confianza. El rapto fue motivo suficiente para que Menelao recordara a todos los pretendientes de Helena, la palabra del juramento realizado y formara una liga para recuperarla. Así comenzó una declarada enemistad con Troya, la cual concluyó en la legendaria y prolongada guerra.
Todos los reyes griegos, empezando por Agamenón, hermano del esposo de Helena, Menelao, seguido por los famosos héroes, Aquiles y Ulises, además de una extraordinaria flota de mil naves tripulada por diez mil hombres fueron los que, a lo largo de diez interminables años asediaron las infranqueables y altas murallas de la famosa ciudad hasta devastarla.
Menelao emprendió la lucha con el afán de reconquistar a su esposa y retornarla a su legítimo reino. Su ambicioso hermano, Agamenón, tenía –en cambio- la intención de conquistar y aniquilar totalmente a la ciudad de Troya, la principal competencia de Esparta.
Troya, antigua y populosa ciudad situada en el Asia Menor, desapareció de los mapas ya hace muchos siglos. No quedan hoy restos de su civilización. Fue una ciudad que nació y creció sólo para ser teatro de una guerra devastadora. ¡Pobres los inocentes habitantes, masacrados sólo por la disputa de una mujer! La belleza y la pasión no justifican todo.
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Cuando Helena y Paris llegaron a Troya, algunos no recibieron bien la noticia de la presencia de una reina espartana entre ellos. Otros, admiraron la valentía de Helena y al verla, incluso el mismo rey de Troya, Príamo y su reina consorte, Hécuba, quedaron impactados y juraron que nunca más la dejarían marchar. Era para ellos como un trofeo de victoria contra Esparta. El hermano del príncipe Paris –Héctor- aceptó con agrado a la nueva princesa y su hermana Casandra, conocida profetiza, vaticinó –sin ningún tipo de diplomacia- que había que devolver a Helena y dejarla ir ya que esa extraña y hermosa mujer sería la perdición del reino y la ruina de toda la ciudad. Todos oyeron el vaticinio pero nadie le creyó, estimando un poco exagerada sus palabras.
Casandra había sido sacerdotisa del dios del sol, la luz, la verdad y la profecía –Apolo- con quien pactó, como una estrategia, a cambio de entregarle su amor, la concesión del don de la profecía. Cuando ella accedió a los misterios de la adivinación, rechazó el amor del dios; éste, viéndose traicionado, la maldijo, escupiéndole en la boca. Ella siguió teniendo el don profético pero nadie creyó jamás en sus pronósticos. Especialmente ante el anuncio de la caída de Troya, ningún ciudadano dio crédito. Su don se convirtió en una fuente continua de dolor y frustración para ella y para los demás.
La verdad -a menudo- es dolorosa, causa sufrimiento y nadie quiere aceptarla tal como es. Hay pocos que dan cabida a la desnudez punzante de la verdad, especialmente cuando resulta no estamos preparados o no queremos reconocerla. El espejo de la verdad estaba siempre enfrentando a Casandra y a su hermano Paris: él también tenía sus secretos.
La madre de ambos, Hécuba, reina de Troya, había tenido un sueño durante el embarazo de Paris: soñó que guardaba un fuego devorador en las entrañas, como una antorcha que la incendiaba por dentro. Esto fue un mal presagio, sin embargo ella no quiso aceptarlo.
Ésaco, hermanastro de Paris por parte de su padre, poseía el don de interpretar los sueños y fue él quien aconsejó que, una vez nacido el nuevo vástago, fuera exterminado. Fue así como Príamo, el rey, a pesar del extremo sufrimiento y de los gritos desgarradores de la reina madre, ordenó a su criado que arrojara al pequeño desde la montaña más alta. El criado cumpliendo la orden brutal, llevó en brazos al recién nacido hasta la cima y, una vez allí, al punto de tirarlo al vacío, entre dudas y culpas, se apiadó del indefenso y lo dejó con vida, abandonándolo. Lo dejó sólo. Los dioses determinarían el destino del pequeño. Al rato, un pastor del lugar lo encontró y lo crió.
El niño creció con el nombre de Paris. Príamo, su padre, para remediar la culpa que le provocó el acatamiento divino del oráculo, celebraba -cada año- unos juegos en honor a su hijo, que creía muerto. El rey se había desprendido del pequeño sólo por la nefasta profecía y no porque quisiera abandonarlo. Paris, mientras tanto, crecía como un pastor y cuidador de animales.
Siendo joven, en una ocasión, los servidores del rey se llevaron, sin su consentimiento, al toro favorito y mejor cuidado de Paris para usarlo como premio en los juegos en honor del supuesto difunto hijo del monarca. Paris entonces se inscribió, como uno de los jugadores, ganó todas las competencias y reconquistó al toro. Fue allí cuando su hermana Casandra, gracias a su poder adivinatorio, reconoció en el joven Paris al pequeño Alejandro, que así se llamaba originalmente. Ante tal solemne reconocimiento, el simple pastor fue aceptado en la corte como hijo del rey.
Fue también Casandra, quien le dijo a su hermano Héctor que debía matar, en la competencia de lucha a París, porque por él su reino perecería y todos tendrían días nefastos. Una vez más, Casandra fue desoída. Cada vez que esto ocurría, lo cual acontecía siempre que ella profetizaba, recordaba el sabor amargo de aquél escupitajo del dios Apolo en sus labios. Todo lo que saliera de su boca sería amargura y sufrimiento. Ella se convirtió para el pueblo en la boca de las calamidades. Esa verdad que nadie nunca quiere oír.
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He aquí que estaban en Troya los dos amantes malditos: Helena y Paris. Por ellos, Grecia y Troya, se desangrarían. El amor suele tener -para algunos- precios demasiado altos de pagar. Conviene que uno sea prudente en las aventuras de amor porque nunca se sabe ciertamente hasta dónde nos pueden llevar sus consecuencias, las deseas y las no deseadas.
Casandra, la vaticinadora, alegó que se fueran los dos amantes de la ciudad. Su amor prohibido era el precio de sangre de los troyanos. Nadie, en la corte y en el pueblo, quiso dar nuevamente oportunidad a las palabras de la profetiza.
Al poco tiempo se celebraron las bodas reales de los príncipes, con un festejo popular digno de la ocasión. Todos quisieron, en la corte y en el pueblo, ser hospitalarios y celebrar la belleza de Helena y la juventud de Paris.
No todos comprenden que la belleza y la juventud suelen ser espejismos. El espíritu sabe que hay una belleza y una juventud que no se marchitan con la erosión de los años y el paso del tiempo. La ley de la caducidad hace que la belleza y la juventud decaigan. Son efímeros. Se ajan muy pronto. La lozanía es breve. No hay que alimentar el ego con la veleidad de algo pasajero. No es posible artificialmente sostener lo que el tiempo se lleva sabiamente. Cuando la belleza y la juventud pasan, el corazón abre otros tesoros y disfruta de otros placeres.
Helena y París, en aquél tiempo, no podían saberlo. Sólo iban caminando fielmente su destino, el cual, tal vez, no lo hubieran elegido si lo hubieran sospechado. Los dioses imponen caminos que es mejor no siempre conocer de antemano.
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Antes del inicio de la guerra, Menelao –en el intento de recuperar su esposa- junto con Odiseo, también conocido como Ulises, fueron delegados como embajadores a Troya para reclamar a Helena y el tesoro que se había llevado con ella. Acompañados por una gran coalición de ejércitos comandados por los antiguos pretendientes de Helena y otros caudillos, zarparon hacia Troya para traer a Helena, incluso por la fuerza, si fuera necesario. Los troyanos los recibieron gentilmente pero se negaron a devolverla. Además ella tampoco deseaba el retorno.
Frente a esta negativa, se inició por diez largos años el asedio de Grecia a Troya. Las inexpugnables y altas murallas de la ciudad eran una defensa muy fortificada. Una cantidad incalculables de navíos habían anclado cerca de la costa. Los campamentos de soldados multiplicaban sus carpas por doquier. La población comenzó a estar sitiada y amenazada.
A lo largo de años de cansancio y hostigamiento sostenido, los alimentos empezaron a escasear, el comercio marítimo cesó y las luchas permanentes se sucedieron. Armaduras, escudos, flechas, espadas, sangre, gritos y muertos se agolpaban en las calles. A pesar de todos los esfuerzos, los espartanos no podían acceder al interior de la ciudad de Troya para saquearla, destruirla y tomar a Helena como trofeo de guerra.
Fue entonces cuando a los ejércitos espartanos se les ocurrió un ardid para engañar a los troyanos y obtener así la tan esperada victoria final.
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Frente a las costas de Troya, de un día para otro, de pronto, las embarcaciones ya no estaban. Habían desaparecido. Los campamentos griegos se mostraban silenciosos y abandonados. No quedaba rastros de los soldados, su bullicio continuo y el humo de sus fogatas.
En las blancas playas del mar Egeo, apareció –imponente- un colosal caballo de madera de dimensiones inusitadas. Era tan alto y tan grande que superaba las dimensiones de las murallas de la ciudad.
Era magnifico y majestuoso. Los troyanos, enmudecidos, lo rodeaban, contemplándolo curiosos y pasmados. Nadie nunca había visto algo así. Por supuesto que no creyeron que fuera un regalo de sus enemigos al retirarse. Ningún adversario ofrenda obsequios a su contrincante cuando huye o pierde la batalla.
El sacerdote del templo de Poseidón, el dios del mar, aconsejó a los troyanos que no aceptasen esa ofrenda. Sospechaba que allí había una traición. Algunos tiraban al caballo piedras y comprobaron que producía un sonido hueco. Otros propusieron quemarlo, les parecía un funesto augurio. Sin embargo prevaleció la opinión de que era un monumento digno de Troya, exótico e imponente. La ciudad no esperaba que tal enigmático presente fuera su destino final. De hecho ahora, cada vez que se nombra a la legendaria Troya se la une al símbolo del inmenso caballo. Las cosas, en su apariencia, no siempre son lo que muestran.
Todo el pueblo quedó admirablemente engañado.
A la multitud le embargó una gran alegría ante la presencia del enorme caballo y la ausencia de los temibles espartanos. La gente comenzó a desear la esperada paz y dejaron el enorme monumento en la playa para que Poseidón, el dios del mar les fuera propicio.
Mientras tanto -y con el permiso del rey- se derribaron parte de las murallas para que ingresara el colosal caballo. Los mismos troyanos, sin saber que dentro del monumental equino estaban los soldados espartanos escondidos con sus armas, les abrieron las puertas. Ese fue el último día de Troya. La ciudad estaba condenada a dejar de existir por siempre. Los mismos troyanos derribaron sus murallas y fortificaciones para que entrara la muerte. Muchas veces no sabemos el desenlace que tendremos al quedarnos sin defensas.
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Cuando el caballo ingresó triunfal, entre gritos, saludos y música, llevaba consigo la destrucción. Cuando estuvo dentro de la ciudad y sus habitantes –aquella noche de regocijo- dormían, soñando con la anhelada paz, después de la devastación de diez años de permanente guerra, los soldados sigilosamente abrieron la puerta disimulada en el vientre del caballo y, descolgándose con fuertes sogas, invadieron todos los rincones de la ciudad, quemando y destruyendo, cuanto encontraban a su paso. La noche sembraba sólo ruinas. Muchos, sin darse cuenta siquiera, cambiaron el sueño por la muerte.
El rey y la reina troyanos fueron los primeros en ser asesinados en su recámara. Con ellos, toda la ciudad pereció en una lluvia de sangre y una hoguera de fuego incesante. Sólo se escuchaban los alaridos de los sobrevivientes gritando. Todas las calles eran una sola hoguera. Todos clamaban: ¡arde Troya!; ¡arde Troya!
La noche se iluminó como el día. Los destellos dorados del fuego convirtieron a la ciudad en una sola antorcha. Las murallas estaban envueltas en fuego y dentro de ellas, la ciudad dormida, moría transformándose en cenizas. Lo que había comenzado como el fuego de la pasión de dos amantes terminó como una inmensa hoguera que destruyó toda la ciudad. Troya desapareció para siempre. La memoria de los siglos aún guarda su esplendor y su caída por siempre. En aquella noche, Helena lloró.
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Helena pasó los últimos días de Troya en la torre del palacio. Allí tenía un telar con el que tejía todas sus desdichas, mientras se lamentaba del instante en que había tenido la debilidad de dar oídos a las palabras de un extranjero y marcharse con él.
Hay vidas en las cuales el amor y la destrucción llegan juntos. Con el amor vienen también infortunios, sinsabores y desdichas. El amor no siempre es una bendición para todos.
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Cuando la guerra terminó, el rey Menelao fue al encuentro de su esposa, con la intención de cumplir su propósito de venganza. Helena le había deparado a él y a su pueblo demasiadas desdichas. Cuando la encontró, al ver intacta su belleza, después de diez largos años de ausencia, se paralizó ante ella y sintió una fuerte conmoción. Recordó su amor de tiempos lejanos y aunque tenía a mano su espada, desistió de su propósito. Quedó nuevamente hechizado por la mirada silenciosa y el extraño influjo de esa mujer, conocida y también ya desconocida para él.
El experimentó en su corazón que la guerra había llegado a su fin y que el amor perdona como una fuerza que todo lo reconcilia. Repasó mentalmente, en fracciones de segundos, cuanto habían vivido, las esperanzas que no fueron y la suave tristeza del continuo anhelar en la distancia. Todo estaba intacto. Como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo se hubiera detenido con la huida de Helena. Siempre la esperó y nunca estuvo seguro que la volvería a ver.
La fuerza del amor resucitado pudo más que la frustración, la ofensa, el sufrimiento, el rechazo, el despecho y el resentimiento. Fue más fuerte que el odio acumulado por las heridas sangrantes y abiertas. No simplemente las lesiones del combate sino las luchas por amor, esa otra guerra silenciosa que padece el corazón humano.
Hay quienes cuentan que la diosa Afrodita y el dios Eros observaban mudos el desenlace de la escena. Nuevamente se encontraron el amor y la guerra; la guerra y el amor. Un mismo comienzo y final, aunque ya nada era igual que antes. Ya nadie era igual, después de tanta muerte y dolor.
Helena recibió, humilde, el generoso perdón de Menelao y prometió seguirlo adonde él fuera. El camino regresaba a su punto de partida. Con el encuentro de Menelao y Helena, un nuevo comienzo se abrió en el final. Con Troya y con la muerte de Paris en el combate, derribado por una flecha de Filoctetes, héroe famoso por el diestro manejo del arco, antiguo pretendiente de Helena, antes del matrimonio con Menelao, ella perdió todo lo que había obtenido, incluso su esperanza.
Helena y Menelao, en ese re-encuentro, se reconciliaron y comenzaron el viaje de regreso, lleno de peripecias, desavenencias de los dioses y algunas estadías en diferentes puntos. Duró ocho años. Al fin, Menelao y Helena pudieron regresar a Esparta y allí vivieron, con sus dos hijos, los cuales ella había dejado al huir.
Con el tiempo, tras la muerte de Menelao hay quienes afirmaron que sus hijos, no pudiendo perdonar el sufrimiento causado a su padre y a ellos, desterraron a su madre para que muriera en el olvido. Así es como llegó a la casa de una antigua amiga cuyo marido había muerto en la guerra de Troya. Despechada por la muerte de su esposo, recibió a Helena con la intención de vengarse. Mandó que la ahogaran mientras tomaba un baño y para evitar el castigo de tal crimen hizo que la colgaran rápidamente en un árbol, simulando el suicido de aquella que vivía atormentada por los todos los fantasmas de los muertos. Hay otros que sostuvieron que Helena, llena de horror, se ahorcó sola. Ni el tiempo, ni la muerte opacaron su belleza.
Los últimos días de Helena, han quedado perdidos en el desvanecimiento del olvido. Yo no sé qué fue de mi señora y ama. No la culpo de nada. Ella también fue una víctima de todo. De las diosas envidiosas de su belleza, de la pasión alocada, del adulterio realizado, de la infidelidad consumada, de la venganza de los pueblos y de diez años de encarnizada guerra. Ella fue la principal víctima. Eligió por sí misma, libremente, asumiendo las consecuencias de sus actos. No obstante, fue víctima de sí misma y de su propia libertad. Muchas veces el amor -cuando sólo es pasión- resulta una trampa engañosa.
De Helena ahora nos queda la legenda y unos cuantos vestigios incendiados de lo que alguna vez fue la esplendorosa Troya. Ahora ambas son cenizas.
Por los siglos perdurará la imperecedera belleza de su figura. Muchos la amaron, otros la detestaron. Creo que fueron más quienes la respetaron, como reina de Esparta y princesa de Troya.
Tengo que confesar que este esclavo también amó a su querida Helena, yo también en silencio –como muchos otros- la veneraba, la cuidaba y la amaba, con la fidelidad de quien siempre te obedecía y aunque la memoria de este ignoto esclavo sucumba ante la niebla del olvido, tu recuerdo Helena perdurará por los siglos. Mientras se hable de la belleza de la mujer, se estará hablando de ella.
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Nunca te lo dije, amada señora, que me atreví a memorizar unos versos que, aunque ahora no puedas escucharlos, tal vez la hubieran complacido. Yo no sé escribir es por eso que se perderán conmigo y con mi voz. Al menos ahora quiero que vivan en honor de su recuerdo.
Mis versos, así te cantan:
En noche de traición y de misterio
cayó en los brazos del recién venido,
y huyeron ambos, sobre el mar dormido,
sacudiendo las bases del imperio.
Fue trágico y fatal el adulterio,
pues la víctima fue, no ya el marido,
sino el flujo de muerte inextinguido
que hizo de Troya un vasto cementerio.
Los ancianos del reino protestaron
la situación extrema y tan aguda
por sólo una mujer que nunca vieron.
Cuando ella apareció, tal la admiraron
que se desvaneció al punto la duda,
y aceptaron la guerra que opusieron.
4. Helena, arquetipo de la pluralidad femenina
Helena y Paris constituyen el arquetipo de los amantes apasionados y trágicos como los ha habido muchos en la historia y en las letras universales. Pareciera que hay un punto culminante del amor que se abre a la trascendencia cuando roza el sufrimiento y la muerte, no sólo en el drama sino incluso en la tragedia. A muchos les gustan las historias de amores tristes.
Paris es el arquetipo del seductor. Menelao, el esposo, el arquetipo del luchador y guerrero. Comanda toda la expedición en rescate de Helena, dirigiendo la guerra entre Grecia y Troya. No está dispuesto a perder a quien más ama. Lucha por su amor y se sacrifica. Ya que no lo pudo conservar, al menos quiere reconquistarlo.
Helena, por su parte, es el arquetipo de la belleza como esplendor de formas y armonía de la figura. Sobre todo resalta en ella el carácter físico de la hermosura de la mujer. Helena se adelantó a nuestro tiempo que tanto rescata la belleza exterior y teme al envejecimiento.
A la vez, representa el arquetipo complejo de las facetas plurales de lo femenino: es mujer, hija, esposa, madre, amante, reina y princesa. Para algunos, símbolo de valentía, al jugarse por su amor, más allá de todas las convenciones sociales y sus consecuencias. Para otros, una pecadora y adúltera a quien poco le importó aquello que no sea su pasión. Su arquetipo resulta ambiguo y paradójico, como suele ser todo lo femenino, con sus intricados recovecos y repliegues, sin que esta apreciación sea minusvalorativa sino solamente una constatación de la característica psicológica de la mujer.
Hay incluso quienes afirman que Helena encarna el arquetipo del feminismo: mujer desprejuiciada, autónoma y libre, que sigue sólo los dictámenes de su propio corazón y que es capaz de vivir el arrebato de una pasión, sin importarle nada.
No es fácil ubicarla en un solo perfil del arquetipo femenino ya que algunos la señalan como víctima de los dioses y las circunstancias propias que le tocaron vivir y otros la ven como una heroína que todo lo soporta, hasta el final de la destrucción total.
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En el cristianismo, el arquetipo de lo femenino se contempla –de manera acabada y plena- en María. En ella resplandece la cara más luminosa del mundo de la mujer. María no tiene pecado. No hay en ella sombra alguna. Es mujer, virgen, madre, esposa y discípula. También es el modelo acabado del pueblo de Dios, la Iglesia, con la cual comparte el arquetipo femenino.
En la Iglesia, como no es inmaculada como María, se muestra el rostro humano necesitado de purificación y conversión. La comunidad eclesial es, como María –virgen, esposa, madre, maestra y discípula- sin embargo, también existe en ella, y en esto es distinto a María, el pecado de quienes formamos parte de su cuerpo. La comunidad de los creyentes está siempre necesitada de transformación. En ella hay sombras, ambigüedades, fragilidades, debilidades, errores y pecados.
En el cuerpo eclesial se verifica, paradójicamente, el encuentro de dos arquetipos opuestos: la virginidad y el adulterio. La santidad le viene a la Iglesia por la gracia que le comunica Dios divinamente. La realidad humana e institucional requiere, en ella, siempre de conversión y purificación. La Iglesia es inmaculada y -a la vez- necesitada de purgar sus manchas. Es “santa y compuesta por pecadores” simultáneamente.
San Ambrosio de Milán (340- 397) utilizó una osada imagen para describir esta realidad que coexiste en la comunidad de los creyentes. Afirmó que la Iglesia es una “casta meretriz” al comentar el pasaje bíblico del Libro de Josué (2, 1-24; 6, 22-25; Hb 11, 31) donde Rajab, una prostituta de la ciudad de Jericó, hospedó -en su propia casa- a unos israelitas fugitivos, salvándolos. Rajab se interpretó como la figura de la Iglesia, la cual es santa -con la santidad indefectible que le viene del Señor – y puede, a la vez, acoger en ella a todos sus hijos pecadores. Siendo santa -con la santidad que le viene de la gracia de Dios- se solidariza y se purifica en sus hijos: “la Iglesia justamente toma figura de pecadora porque también Jesús asumió el aspecto de pecador”.
Precisamente porque es santa –con la santidad indefectible que le viene del Señor– la Iglesia puede albergar -en sí- a todos nosotros, los pecadores.
Esto nos permite descubrir que el arquetipo de la paradójica feminidad se encuentra tanto en Helena de Troya como en la Iglesia. Ambas se captan desde lo femenino, en un contrapunto de contrastes.
Tales ambigüedades las tenemos y las padecemos todos. No hace falta ser mujer para eso. La condición humana es contradictoria. Todos tenemos comportamientos y sentimientos encontrados e incoherentes que luchan en una guerra que se da continuamente en nuestro interior: el campo de batalla somos nosotros mismos.
Helena de Troya y la Iglesia: arquetipos, mitos que revelan lo más profundo de nosotros mismos.
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Tomado de: http://eduardocasas.blogspot.com/

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